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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

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Mensaje por Admin Miér Mar 04, 2015 1:12 pm

DIARIO DE UNA VOYEUR
MAYA REYNOLDS

Título original: Bad Girl
Argumento
La tímida asistente social Elena Katina sólo tenía un vicio: al oscurecer, espiaba a sus vecinos durante sus momentos más desinhibidos. Noche tras noche, detrás de cada ventana, en cada dormitorio anónimo, Sandy encontraba material para sus fantasías más salvajes. No hacía daño a nadie. Era sólo un juego. Nadie se iba a enterar. Hasta que una noche sonó el teléfono… «—Has sido una niña mala.» Él o ella se hace llamar Justice, y también tiene una afición: observar cómo Elena observa a los demás. Tiene fotos que lo demuestran. Ahora le toca jugar a él o ella.

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Mensaje por Admin Miér Mar 04, 2015 1:14 pm

1
El tipo de los glúteos perfectos montaba en la bicicleta estática de espaldas a Lena. Movía las nalgas prietas con ritmo, arriba y abajo, de un lado a otro, al pedalear brioso con aquellas musculosas piernas. La conjunción del chirrido de la cadena y del sonido de su respiración esforzada, apagó el ruido de los pasos de Lena detrás de él.
No llevaba nada puesto, excepto los pantalones cortos de montar en bici. Lena se recreó en la visión de aquellos hombros anchos que ahora brillaban bañados en sudor. Aunque sólo llevaba dos minutos haciendo ejercicio, ya tenía el pelo aplastado contra la cabeza: aquellos largos rizos oscuros le enmarcaban el rostro y acababan enroscados en la nuca.
Le pasó la mano por la espalda empapada y le apretó el hombro izquierdo para comprobar que su músculo deltoides estaba tan firme y duro como el resto del cuerpo. Luego se inclinó para besarle el hombro derecho. Aquella sensación cálida y salada hizo que Lena apretara los muslos mientras notaba esa humedad que le invadía la entrepierna cada vez que veía el cuerpo semidesnudo de aquel hombre.
El tipo de los glúteos perfectos dejó de pedalear y, sin bajar de la bici, volvió el tronco hacia Lena para atraerla hacia él. En cuanto ella se hubo colocado en el ángulo de sus piernas, notó la presión del pene, ya erecto, contra su vientre al descubierto. Lena arqueó la espalda y se frotó contra el hombre hasta que lo hizo gemir. Luego él la cogió por las amplias caderas y empezó a masajearle el culo de tal modo que Sandy se animó a continuar lo que había empezado. El mantenía la mirada clavada en los senos desnudos de Sandy, que tras emitir un profundo suspiro y comprobar que el movimiento había hecho que se le endurecieran los pezones, los mostró más.
Lena inspiró el olor a almizcle que él desprendía, y que el ejercicio y la excitación por verla habían potenciado, y se acercó para lamer una de las gotas de sudor que cubrían sus pectorales, que se contrajeron con el roce de la lengua. Acto seguido, le deslizó las manos por la espalda hasta alcanzar aquellos glúteos exquisitos que luego trató de agarrar. Él la movió hacia atrás, con la intención de bajarse de la bicicleta, la sujetó por la cintura con sus enormes manos y la levantó como si ella tuviera una talla treinta y ocho en lugar de una cincuenta. A su vez,
Lena lo abrazó con las piernas y le situó el sexo anhelante justo delante del miembro, de modo que ahora resultaba prácticamente imposible que él se quitara los ajustados pantalones sin ayuda. En aquella posición, Sandy trató de echarle una mano. Ambos estaban ansiosos y se movían con torpeza y de un modo extraño.
Después de que la prenda cayera al suelo, él dio un paso para desprenderse de ella definitivamente. Luego recolocó a Lena para meter la mano entre sus cuerpos e hizo varios movimientos tentativos, con la intención de introducirse en aquel camino humedecido, ya preparado para recibirlo. Lena se retorció impaciente, mientras le chupaba y mordisqueaba el lóbulo de una oreja, y él la correspondió apretando contra ella la verga ya engrandecida, con lo que ella vio aumentadas sus esperanzas de verse satisfecha.
Cuando por fin la penetró, Sandy dejó escapar un quejido de placer y se inclinó hacia atrás para elevar los pechos a la altura de la boca de su compañero, que empujaba hasta el fondo… Parecían dos cuerpos que actuaran con una sola mente, con un mismo objetivo. Lena se restregó contra él en un movimiento ondulante para aumentar la fricción; el rugido que él emitió obtuvo un suspiro por respuesta.
El hombre se tambaleó al tratar de mantener agarrada a Sandy, a la que empotró contra la pared al caerse hacia delante. Ahora, con cada empellón, ella sentía el yeso presionándole las nalgas y los hombros desnudos, así que se agarró a él con fuerza sin importarle si llegaba a clavarle las uñas; a fin de cuentas, eso haría que él se excitara más aún. Sandy tenía que alcanzar el clímax…
De repente, se oyó un bocinazo atronador que provenía del exterior. A Lena se le nubló la visión de tal modo que no pudo llegar al orgasmo y él dejó de pedalear.
Lena parpadeó sobre la lente del telescopio, mientras que se desvanecía su recurrente fantasía. Al otro lado de la calle, su objeto de deseo alargó el brazo para hacerse con la bebida isotónica que había en la mesa próxima a la bicicleta y se inclinó hacia atrás para dar un trago.
—¡Mierda! —Lena sacudió la cabeza para deshacerse de la imagen que aún ocupaba su mente y esbozó una sonrisa de arrepentimiento—. A ver, tú, él de los glúteos perfectos, tienes que mejorar ese aguante, estoy decepcionada.
Ajeno a lo que pasaba por la mente de Lena, el vecino cañón dejó de pedalear.
Ella giró el telescopio para volver a echar un vistazo a la fachada del edificio. Más allá de su balcón, la ciudad se animaba para recibir la noche. Si se recostaba y miraba hacia abajo, podía ver a la gente entrar y salir de las tiendas, comer en las terrazas de los restaurantes o hacer cola para sacar las entradas del cine que había en la esquina del bloque.
Su apartamento, situado en un sexto piso, se encontraba justo en la zona norte del centro de Dallas, guarecido por los enormes rascacielos que dominaban el norte del cielo de Texas.
Lena decidió centrarse en el apartamento que se encontraba justo enfrente del suyo para comprobar si alguno de sus vecinos conocidos había vuelto ya a casa.
Aunque la costumbre de espiarlos había comenzado, de modo accidental, apenas hacía unos meses, Lena ya se había encariñado con muchas de las personas que vivían en el edificio del otro lado de la avenida. De forma algo curiosa, se sentía como su guardiana, siempre atenta para cerciorarse de que todo iba bien, hasta tal punto que una vez había llegado a llamar a la policía cuando creyó que alguien estaba en peligro. Por supuesto, la llamada la hizo desde una cabina en la calle.
Efectivamente, se trataba de la joven pareja de salidos que vivía en el quinto.
Estaban en la cocina preparando la cena, algo que Lena ya reconocía como uno de sus rituales de estimulación erótica de la tarde.
Por su parte, el dominador —el inquilino del ático— no había llegado aún. Lena frunció el ceño y se preguntó si estaría de viaje otra vez, como ocurría con frecuencia últimamente, y casi deseó que se hubiera mudado, pues si bien sus aventuras sexuales la dejaban muy intranquila, no podía evitar mirarlas.
Al contrario que los balcones de los apartamentos de enfrente, que eran enrejados, el de Lena constaba de un sólido muro de ladrillos. No lo había decorado con plantas colgantes, ni con adornos móviles o cualquier otra cosa que pudiera llamar la atención. Lo único que albergaba aquel espacio era un altísimo ficus con cientos de grandes hojas oscuras que la suave brisa de septiembre solía mecer y que le servían fundamentalmente para camuflar el telescopio. Lena acostumbraba a llevar pantalones holgados negros y un jersey fino del mismo color porque la hacían parecer más delgada y también porque contribuían a que su silueta quedara difuminada entre las sombras.
Una suave racha de viento nocturno le colocó un mechón de pelo rojo sobre los ojos. Lena se lo retiró con impaciencia y lamentó no haberse hecho una coleta para recoger todos aquellos rizos que le llegaban a la altura de los hombros.
Le temblaban las manos y notó la oleada de excitación en el estómago que aún le duraba de la fantasía de la sesión de gimnasia. Por mucho tiempo que llevara observando a sus vecinos a escondidas, le ocurría lo mismo cada fin de semana: la emoción no desaparecía jamás.
Fueron llegando a sus casas más inquilinos, que iban encendiendo las luces al entrar. La lisa fachada del edificio de enfrente parecía un tablero de ajedrez, con unos cuadrados que se alternaban así en blanco y negro. Lena giró cuidadosamente el telescopio para tratar de encontrar algo de actividad. La señora del pelo azul —la anciana del cuarto— llevaba enferma algún tiempo, de modo que
Sandy se alegró al ver que aquel día se sentía con fuerzas para invitar de nuevo al grupo que solía reunirse en su casa los viernes por la noche para jugar al bridge. En la mesa de la sala de estar había otras tres señoras que charlaban mientras echaban la partida de cartas.
Comprobó de nuevo la situación en el apartamento de los salidillos.
—¡Vaya, vaya, chicos, sí que estáis preparando un festín de gourmet, sí!
La guapa pareja de jóvenes estaba completamente desnuda y yacía recostada y encajada en la postura del sesenta y nueve sobre la laqueada mesa china del comedor. La mujer estaba ocupaba haciéndole una mamada a su marido mientras que él la masturbaba.
Lena negó con la cabeza:
—Sois increíbles, chicos. Cuando creo que ya lo he visto todo, siempre me sorprendéis con algo aún mejor —ajustó el visor para poder contemplar mejor la escena y sonrió al comprobar que la mujer llegaba al orgasmo y daba un grito tremendo de satisfacción—. Vamos, cielo —la animó.
Las caderas del hombre empezaron a moverse con más rapidez mientras que, con una mano, trataba de empujar la cabeza de su mujer para meterle el pene más a fondo. Ella, por su parte, no tenía ninguna intención de atender aquellas peticiones. Lena vio que el rostro de aquella joven rubia se relajaba; ahora la mujer estaba sumida en sus propios pensamientos y el miembro acabó saliéndosele de la boca.
—Anda, él va a explotar —susurró Lena.
Y tanto que sí. Enseguida el pene empezó a lanzar chorros de semen por todas partes.
La chica se retiró, y aunque, consciente de lo que ocurría, trató de agarrarle el miembro, que seguía salpicando leche, no llegó a tiempo para evitar quedar totalmente empapada.
—Eso sí que es un hombre viril —se dijo Lena.
Continuó observando, algo preocupada por si el salidillo se habría enfadado con su mujer, por haberse retirado y no tragarse el semen. Sin embargo, para su alivio, la pareja empezó a reírse. La rubia se limpió el líquido de la cara y del cuello, y untó con él el pecho de su marido, que se inclinó para lamerle los labios.
—Eso es, chicos —los felicitó Lena—, disfrutaos mutuamente.
La visión de aquella parejita tan felizmente casada hizo que se sintiera nostálgica y más sola de lo normal. ¡Hacía mucho tiempo que no tenía pareja! Ese sentimiento de soledad era precisamente lo que la llevaba una y otra vez al balcón. En ocasiones, se sentía más ligada a estos vecinos anónimos que a cualquier otra persona.
Contenta por la agradable escena final entre sus vecinos, Lena giró de nuevo el telescopio para echar una rápida ojeada al resto del edificio y comprobar que sí estaban la modelo anoréxica del tercero y el anciano homosexual del quinto.
Hacia las 21.00 horas el inquilino del ático, al que había apodado el dominador, volvió a casa con una chica de pelo castaño, muy guapa, que Lena veía por primera vez. Ambos se sentaron en las sillas de piel del cuarto de estar y se dedicaron a charlar y a beber una copa de vino.
Lena aguzó la mirada con la intención de fijarse en la chica, que tenía pinta de rondar los veinte: mostraba la piel de porcelana y los rasgos perfectos de una muñeca fina, de las caras.
—Muñequita, así es como voy a llamarte —murmuró.
La actitud atenta y educada, acompañada sin embargo por una expresión anodina, parecía significar que la muñequita no era ajena a las reglas del juego del dominador, quien, al contrario que el tiarrón de la bicicleta estática, no era un tipo enorme y cachas, sino más bien delgado, de aproximadamente un metro setenta y cinco de altura y de complexión mediterránea, con el pelo oscuro y ondulado.
Mostraba además una sonrisa tan encantadora que casi alcanzaba a disimular la crueldad que escondía.
El dominador se recostó sobre los cojines de cuero y estudió a su invitada antes de emitir una orden corta y directa. Lena vio cómo movía sus labios y cómo de inmediato la muñequita se levantaba y empezaba a desabrocharse la blusa sin retirar los ojos de los de él, que permanecía sentado y miraba caer la prenda al suelo tras deslizarse por sus hombros. El negro del sujetador de puntilla que llevaba, resaltaba aún más la blancura y suavidad de su piel, y eso aumentaba su aspecto vulnerable.
Lena se percató de que el dominador hablaba de nuevo. Acto seguido, la muñequita se bajó la cremallera de la falda y arrastró la tela a lo largo de sus caderas hasta que la prenda quedó tirada en el suelo. El tanga tan sexy que llevaba iba a juego con el sujetador.
Lena se preguntó qué se sentiría al estar casi completamente desnuda delante de alguien que la juzgaba con semejante frialdad. Aquel sentimiento le provocó un escalofrío que la recorrió de arriba abajo. ¿Sabría aquella chica lo que vendría después?
La muñequita se quedó quieta mientras esperaba. Lena había observado al dominador otras veces, así que sabía con certeza que la chica no haría nada sin que se lo ordenaran. El corazón empezó a latirle con fuerza y se preguntó si la joven estaría sintiéndose la mitad de tensa que ella.
El dominador habló otra vez. La muñequita se inclinó y se llevó las manos a la espalda para desabrocharse el sujetador. En cuanto hubo soltado el último enganche, el sostén cayó al suelo y los pechos quedaron al descubierto. Él volvió a decir algo y la chica se quitó las bragas, dio un paso adelante y se arrodilló delante de él.
Lena empezó a temblar. No le gustaba la visión de aquella muñequita desnuda a los pies del dominador: era como si estuviera adorándolo. Con todo, no cabía duda de que aquella escena también estaba cargada de erotismo. Lena abrió el puño para volver a cerrarlo al instante, tratando de dominar la tentación de tocarse los pezones ya erectos.
El dominador alargó el brazo derecho para acariciarle el rostro a la muñequita, que lo presionó contra la mano de aquél mientras se la besaba. Él continuó acariciando su mata de pelo castaño. «Si realmente es sumisa, le gustará someterse a un amo», se recordó Lena. Aun así, en cuanto lo vio tirarle de la cabellera no pudo evitar suplicar:
—¡No, no lo hagas!
El dominador la agarró por la melena y la obligó a levantar las rodillas. Ella se mantuvo allí, suspendida entre aquel puño y el suelo, con la cara contraída por el dolor.
Completamente vestido, él arrastró la desnudez de su cautiva por la habitación hasta una silla otomana que había delante de la chimenea. Luego empujó a la chica hacia aquel mueble gigantesco al que ella, obediente, se subió para colocarse a cuatro patas frente a su dominador, que permanecía erguido delante de ella.
Lena, que ya había visto a su vecino subir a una chica a la otomana, sabía de sobra lo que vendría después, así que juntó los muslos y los apretó con fuerza mientras disfrutaba de la sensación de calidez que le iba naciendo en la entrepierna.
El dominador caminó hasta un paragüero que había cerca de la puerta principal y, después de sacar de él lo que parecía una vara de caña, volvió a colocarse detrás de la muñequita. Lena no podía verle la cara, así que no sabía si había ordenado algo más antes de elevar el accesorio y dejarlo caer con fuerza sobre las nalgas desnudas de la chica. En cuanto notó el contacto de la caña sobre la piel, la muñeca arqueó la espalda. Inmediatamente, el dominador volvió a levantar el brazo y trazó de nuevo un arco con la vara que se estrelló con fuerza en el trasero de la joven.
Esta vez, la muñequita se tambaleó hacia delante de modo que acabó con medio cuerpo fuera del mueble.
El dominador reaccionó negando con la cabeza, arrojó el bastón al suelo y se marchó de la habitación pisando fuerte. La muñequita se volvió hacia él con una expresión de súplica, aunque sin decir nada, mientras él se dirigía a la mesa del despacho y abría un cajón. A Lena se le agarrotaron los músculos del hombro por la tensión; sabía bien lo que había en aquel lugar.
El timbre del teléfono la distrajo de lo que estaba ocurriendo enfrente. Cuando volvió a sonar, Lena se debatió entre contestar o no. Si se trataba de su madre, no responder implicaría una retahíla de insistentes llamadas a intervalos de veinte minutos hasta que por fin descolgara — incluso si ello implicaba seguir telefoneando hasta las dos de la madrugada—. «Mejor lo cojo ahora.»
Corrió hacia el cuarto de estar rozando a su paso las cortinas y contestó, por fin, al cuarto timbrazo, justo antes de que saltara el contestador.
—¿Dígame? —preguntó sin aliento.
—Has sido una niña mala, Elena Katina —decretó una voz ronca pero profunda al otro lado de la línea.
—¿Quién es? —quiso saber Lena. Debía de tratarse de alguno de sus hermanos o de algún amigo.
—Soy la Justicia —la voz se detuvo de modo que a Lena le dio tiempo a pensar si se trataba de Matt, su hermano mayor—. Has estado espiando a tus vecinos, ¿te has parado a pensar cómo se sentirían si se enteraran?
El corazón de Lena empezó a palpitar con fuerza. «¡No! Esto no podía estar ocurriéndole a ella.» Con el cuidado que había tenido, era imposible que la hubieran visto.
—No sé a qué se refiere —contestó con una voz gélida—. Voy a colgar ahora mismo, y si vuelve usted a llamar, avisaré a la policía.
Colgó el aparato con fuerza. ¡Dios, Dios, Dios! Lena se mordió el labio inferior y se quedó mirando el teléfono. ¿Y si de verdad la habían visto? A lo mejor alguien lo sabía. La realidad caía sobre ella con todo su peso. Si algo salía a la luz, podían detenerla, podía perder su trabajo. En ninguna empresa querrían contratar como trabajadora social a una persona a la que le hubieran imputado delitos de índole sexual, porque el empleo implicaba visitar familias. ¡Y su madre! Dios santo, ¿qué diría su madre?
Lena trató de pensar a pesar del pánico que iba invadiéndola por momentos.
Primero decidió sacar el telescopio del balcón. Tenía que sentarse y planificarlo todo con calma…
El teléfono empezó a sonar de nuevo. Lena lo miró aterrada como un ratón asustado ante una serpiente. No se movió ni un ápice. Un segundo timbrazo… Un tercero… y, por último, un cuarto.
El contestador saltó y Lena pudo oír la misma voz de la persona de antes.
—Eso no está nada bien, Elena. No puedes esconderte de la Justicia. Si no me crees, echa un vistazo al tapete de tu puerta. Esperaré.








2
A Lena se le encogió el estómago. Dirigió la mirada hacia la puerta y dio un paso atrás de modo inconsciente. ¿Se trataría de algún truco? A lo mejor el sujeto estaba allí fuera esperando para secuestrarla.
Como si le hubiera leído el pensamiento, la voz continuó:
—No es ningún truco. No estoy esperándote fuera. Deja puesta la cadena de la puerta y echa un vistazo. He dejado algo para ti.
Lena se mordió el labio inferior y caminó hasta el recibidor, para echar una ojeada por la mirilla. No había nadie. Aunque eso no significaba nada, porque podía haberse colocado fuera del ángulo de visión.
—Vamos, Elena. Mira —la animó la voz.
Corrió el pestillo y abrió la puerta sin quitar la cadena. En su tapete había un sobre grande de color marrón que Lena trató de coger pasando el brazo por la rendija, pero era demasiado estrecha.
—Vamos, Elena, no tengo toda la noche.
Irritada, Lena se volvió para mirar el teléfono. Lo de llamarla Elena empeoraba aún más las cosas.
Elena era el nombre que usaban su madre, su jefa y su ginecóloga, así que todas las connotaciones ligadas a la voz eran negativas.
En un arrebato, Lena retiró la cadena, abrió la puerta, cogió el sobre y luego cerró dando un portazo tan fuerte que hizo vibrar el marco.
—Buena chica. Ahora, ¿por qué no te preparas una copa antes de abrir el sobre?
Volveré a llamarte dentro de un rato.
El tono del teléfono sustituyó a la voz. Lena se quedó mirando el aparato, horrorizada. ¿Cómo sabía él que ella había abierto la puerta y recogido el sobre?
¿Es que estaba en aquella misma habitación y la observaba a través de la cámara de un móvil? «¡Dios bendito!, a lo mejor debería llamar a la policía.»
Lena atravesó la habitación tambaleándose hasta dar con una silla en la que se dejó caer. Si llamaba a la policía, ¿qué les diría? No, debía pensárselo primero.
Tenía que sacar el maldito telescopio del balcón. Necesitaba… un trago. Se levantó y fue hasta el pequeño carrito metálico y de cristal que hacía las veces de mueble bar. Cogió la primera botella que encontró: Baileys irlandés.
Con la bebida en una mano y el sobre en la otra, fue hasta la cocina a por un vaso. Vertió en él, temblorosa, la crema de whisky y fijó la mirada en el sobre, que había depositado en la encimera de mármol; era de aspecto normal, tamaño folio, y traía una sola solapilla. No había nada escrito en él, ni siquiera su nombre.
Después de haberle dado un buen sorbo al Baileys, abrió el sobre, del que cayeron, de repente, unas fotografías sujetas con una goma elástica. Lena las recogió del suelo, quitó la goma y fue pasando las fotos una a una al tiempo que aumentaba su irritación: eran imágenes de su balcón, que alguien había tomado con un teleobjetivo y ajustando la exposición a una luz de baja intensidad. Quien estuviera tras la cámara se había situado en alguna parte al otro lado de la calle y por encima del sexto piso, porque las había disparado desde arriba.
En todas las instantáneas aparecían claramente Lena y el telescopio. A ella se la veía mirando entre las cortinas, sacando el instrumento al balcón o ajustando las lentes, y resultaba bastante obvio que no apuntaba a la noche estrellada porque el tubo estaba en posición casi paralela al suelo. Horrorizada, se vio en imágenes en las que se tocaba el pecho mientras espiaba e incluso (¡madre mía!) con las manos por dentro de los pantalones mientras se masturbaba. En su contrato había una cláusula de moralidad, de modo que, aunque no la detuvieran, aquellas fotos bastarían para que la despidieran e, incluso, le quitaran la licencia de trabajadora social.
Lena se levantó del taburete y corrió hacia el cuarto de baño. Llegó justo a tiempo para vomitar todo lo que tenía en el estómago. Aturdida por las náuseas, se arrodilló sobre la taza del váter… Y después dicen que los copazos calman los nervios.
El teléfono volvió a sonar mientras Lena se lavaba la cara. Esta vez no se lo pensó dos veces. Caminó directa al aparato y lo descolgó:
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con un gruñido.
—Elena, Elena… —respondió la voz en tono reprobatorio—, parece que estás enfadada. Ahora ya sabes cómo van a sentirse tus víctimas cuando se enteren de lo que has estado haciendo, de cómo has invadido su intimidad…
—Le he preguntado qué es lo que quiere —lo interrumpió Lena.
—Justicia, ya te lo he dicho —la voz se volvió seria—. Hay algo para ti en la portería. Ve a buscarlo. Volveré a llamarte dentro de veinte minutos.
—No pienso ir a ningún… —antes de que hubiera acabado la frase, el desconocido ya había colgado.
Lena permaneció inmóvil durante casi cinco minutos. Luego salió al balcón y recogió el telescopio, que acabó guardando en el armario de su dormitorio. Después se lavó los dientes para eliminar el mal sabor de boca que aún notaba y se miró al espejo. Su rostro, habitualmente pálido, aparecía ahora absolutamente blanco. El sudor le resbalaba por la frente y le temblaban las manos.
Cuando ya no le quedaban razones para posponerlo más, llamó a la portería y preguntó si había llegado algo para ella. Russell, el vigilante nocturno, le respondió que sí.
Incapaz de soportar la tensión un segundo más, cogió las llaves, salió del apartamento y cerró la puerta con cuidado. El ligero movimiento del ascensor le produjo de nuevo náuseas, así que tragó saliva y pasó lo que quedaba del trayecto tratando de hacer ejercicios de respiración.
Russell la recibió con una amplia sonrisa y dos cajas, ambas envueltas en papel marrón: una era grande y cuadrada, mientras que la otra era alargada y más bajita.
Sandy trató de parecer natural:
—Hola, Russell. ¿Cuál de estas cajas es la mía?
—Buenos días, señora Katina —contestó el hombre con una mueca. Russell era el primer vigilante que Lena había conocido al mudarse al edificio hacía unos seis meses. Era amable, de mediana edad y siempre dispuesto a ayudar a los inquilinos—. Estaba a punto de llamarla cuando lo ha hecho usted. Debe de estar adelantándose la Navidad: las dos cajas son para usted.
—¿Las dos? —respondió ella con un gritito y los ojos fijos en las tapas de las cajas. Efectivamente, en cada envoltorio aparecía escrito Elena Katina en mayúsculas—. ¿Te has fijado en quién las ha entregado?
—Pues no. Estaba ayudando al señor Caruthers, del tercero, a subir la compra.
Cuando he vuelto, ya estaban aquí. Hay una que pesa bastante.
Lena trató de levantarlas. La bajita era más ligera, pero la otra, la grande, pesaba por lo menos seis kilos.
—Muchas gracias, Russell, creo que podré arreglármelas.
—Bueno, pero déjeme al menos acercarle la grande hasta el ascensor.
Lena aceptó, ansiosa por llegar arriba lo antes posible.
Ya en el sexto, cargó con las cajas hasta su casa y, una vez dentro y a salvo, las dejó en el suelo para observarlas un rato. Contuvieran lo que contuvieran, no podía ser nada bueno.
Decidió empezar por la bajita. Cogió de la cocina un cuchillo afilado y cortó la cinta adhesiva que envolvía el paquete. Mientras lo hacía, se le ocurrió pensar en las huellas dactilares. Por si al final se animaba a llamar a la policía, debía procurar conservar las que hubiera en la caja y no dejar las suyas, de modo que apartó el cuchillo, volvió a la cocina y se hizo con un par de guantes de látex, de los de la limpieza. Ya con ellos enfundados, acabó de quitar el papel de embalaje. La caja que apareció era blanca y de cartón, y llevaba un mensaje escrito que rezaba: «Abre la otra caja primero.»
Para entonces, Lena se sentía tan descontrolada que no pudo contenerse:
—¡Deja de decirme lo que tengo que hacer! —empezó a gritar.
Aunque la frustración había conseguido que se le saltaran las lágrimas, acabó obedeciendo y dirigió la atención al segundo paquete, que también traía una nota:
«Buena chica, ábreme a mí primero.»
—Hijo de puta —masculló Lena.
Temblorosa, retiró la cinta adhesiva y abrió las tapas. Dentro había varios objetos cuidadosamente envueltos en papel de burbujas. Lena tomó el primero y empezó a romper las capas protectoras.
—¡Dios! ¡No!
Se trataba de una cámara de vídeo. Venía acompañada de una serie de complementos, así como de un libro de instrucciones. Había también un teléfono fijo con unos botones bastante poco corrientes.
Lena se quedó atemorizada ante la serie de ideas que le surgieron asociadas a la cámara. No tenía ninguna intención de actuar para aquel cabrón enfermo. Ya tenía bastante con las fotos; si además le daba vídeos, jamás se libraría de él o ella.
Debería llamar a la policía o quizá a alguno de sus hermanos. Puede que si contaba toda la verdad la ayudaran a encontrar a aquel tarado y a expulsarlo de su vida.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos una vez más por el sonido del teléfono. Lena lo descolgó:
—¿Quién eres? —preguntó casi chillando.
—Puedes llamarme Justice —respondió la voz—, porque eso es lo que voy a obtener: justicia. Justicia para todas aquellas personas a las que has explotado.
¿Has abierto ya las dos cajas?
—Sólo he visto la cámara y el teléfono. No pienso…
—Harás exactamente lo que yo te diga —la cortó con brusquedad—; si no, tendrás a la policía en tu casa en quince minutos. Abre la otra caja.
Lena cerró la boca con tanta fuerza que se oyó el chasquido de los dientes al chocar. Se colocó el auricular del teléfono en el hombro y cogió la caja más pequeña. Al abrir las tapas, apareció un montón de papel blanco que retiró para hacerse con el objeto que encontró más arriba: un bustier de jacquard tipo satén en color rojo, estampado con flores y mezclado con encaje negro. La prenda se anudaba por delante y llevaba el liguero incorporado.
—Venga ya, ni en broma —susurró al auricular.
—Si vas a estar preciosa con él. Estoy deseando ver cómo lo rellenan esos preciosos y enormes pechos —la voz de Justice había bajado de tono y sonaba ahora más grave—, me estoy empalmando sólo de imaginarlo.
Lena estaba tan sorprendida que por un segundo dejó de sentirse asustada. Se mojó los labios nerviosa, ninguna de sus antiguas parejas le había dicho algo así en su vida. Y nunca se había puesto algo tan… sexy.
Se fijó en la talla del bustier, la cincuenta, justo la suya. ¿Cómo lo habría sabido?
¿Cómo le quedaría puesto?
Abrumada al darse cuenta de que estaba planteándoselo, Sandy gritó:
—¡No pienso hacerlo!
—Claro que lo harás, Elena. Voy a…
—Me llamo Lena—interrumpió cortante—. Odio lo de Elena.
—Está bien, Lena. Te diré lo que podemos hacer. Vamos a olvidarnos del resto del contenido de esa caja hasta más tarde. Todavía hay mucho que hacer.
Empecemos por el teléfono.
Lena lo dudó un segundo. La voz le había dejado bien claro que llamaría a la policía si se negaba a obedecer. Necesitaba ganar tiempo para pensar cómo salir de aquel atolladero. Quizá si fingiera estar muerta de miedo, tal vez se calmaría, complacido. Además, grabarse en vídeo no significaba entregarle la cinta.
Durante los siguientes quince minutos, Sandy hizo todo lo que Justice le ordenaba, actuando como si hubiera encendido el piloto automático. Se vio obligada a quitarse los guantes de látex para seguir las instrucciones sobre el teléfono, que tuvo que colocar en el cuarto de estar en sustitución del que había.
Justice le explicó que el nuevo aparato contaba con un sistema de manos libres que les permitiría hablar sin tener que sostener el auricular. Lena se estremeció al entender de inmediato que eso significaba que la tendría con las manos ocupadas en otras actividades.
—¿Me oyes bien? —bromeó después de que ella hubiera pulsado el botón del manos libres.
—Sí, te oigo bien —respondió Lena, molesta al descubrirse sonriendo levemente.
Aunque estaba chantajeándola, era evidente que pretendía seducirla con sus bromas y sus lisonjas para conseguir que ella se olvidara de que era el enemigo.
Lena se fijó de nuevo en el teléfono y se dedicó a hacer cábalas sobre Justice.
¿Se trataría de alguno de los inquilinos del edificio de enfrente? Por la voz parecía alguien educado y autoritario, alguien acostumbrado a estar al mando.
Miró furtivamente hacia las cortinas del cuarto de estar, ahora corridas. Por el ángulo de las fotografías que habían tomado de ella, Lena sabía que las habían hecho desde el otro lado de la calle y por encima del sexto. El dominador vivía en el séptimo, sin embargo no podía tratarse de él porque estaba observándolo justo cuando Justice llamó por primera vez.
—Bien, Lena, no puedo aguantar más. Necesito que te pongas el body rojo.
A ella se le cortó la respiración. Iba en serio, aquel tipo esperaba de verdad que se lo pusiera. Debería estar asqueada y no obstante, en algún momento en la última media hora, su cuerpo había empezado a reaccionar ante el estímulo de aquella voz profunda e íntima que sonaba como en sus fantasías: cálida, sexy e incluso empapada de ternura.
—No es un body, es un bustier —corrigió enseguida mientras sacudía la cabeza como queriendo desprenderse de los peligrosos pensamientos que iban invadiéndola.
—Tienes toda la razón. El body es el que no lleva esas varillas… ballenas, ¿verdad? Ya te lo pondrás luego. —Su voz se escuchaba suave y seductora—. Ponte el bustier, nena.
La habitación se llenaba de una sensación de encantamiento que hacía que a Lena le latiera el corazón cada vez más rápido. Sólo unos instantes antes había estado temblando de miedo y ahora, en cambio, se sentía encendida, excitada.
¿Qué le estaba pasando? ¿Qué le estaba haciendo aquella voz?
Acarició el raso y el encaje de la prenda. Podía fingir llevarlo puesto y quizá no se enteraría; a fin de cuentas, no podía verla.
—Tengo el pene duro sólo de pensarlo. Échame un cable, anda.
A Lena se le contrajo el sexo al escuchar aquellas palabras: tenía las bragas empapadas. ¿La tendría grande? La pregunta le vino a la mente de modo espontáneo y, con ella, la imagen de alguien sentado, con el rostro oculto en una sombra y el pene como un asta elevado con orgullo entre las piernas abiertas.
Un hombre que la esperaba a ella.
—Está bien —accedió—, voy a ponérmelo.
—Cuéntame lo que vayas haciendo, todo lo que vayas haciendo.
La voz, ahora aún más baja, se había convertido en un mero bramido. Lena era consciente de su propia excitación, que aumentaba como reacción a aquel sonido.
—Estoy… quitándome el jersey —masculló mientras se agarraba el dobladillo de la camiseta y se la sacaba por la cabeza.
—Vas de negro. Siempre vas de negro. Hace que se te vea la piel aún más blanca y perfecta.
—Tengo un culo enorme —se lamentó. Si bien dadas las circunstancias resultaba ser un comentario bastante ridículo, arrastrada por la situación, Lena no podía dejar de sentir, como solía ocurrirle, que no era normal—. Estoy demasiado gorda.
—No es verdad, nena. Eres como una de las musas de Rubens. Hace trescientos cincuenta años tu cuerpo representaba el canon de belleza. Tienes que aprender a apreciar todas esas sinuosas curvas y la lujuria que provocan. Como lo hago yo.
Aquellas palabras la dejaron más tranquila y la envalentonaron. Como una de las musas de Rubens… Le gustaba aquella descripción. Lena se desabrochó los pantalones y se deshizo de ellos.
—Estoy quitándome los pantalones —explicó.
—¡Esa es mi chica! Ahora el sujetador. ¿De qué color es?
—Color carne —respondió Lena con una mueca. Por una vez en su vida, deseó llevar puesto uno de encaje bien sexy, como los que aparecen en los catálogos de corsetería.
—Nena, tienes que llevarlo negro para que realce el tono de esa piel de pecado que tienes — la respiración sonaba con fuerza—. Quiero chuparte los pechos hasta que te corras. ¿Te has corrido alguna vez sólo con que alguien te chupara los pezones?
—No… —contestó Lena en un suspiro, temerosa de tener que admitir la poca experiencia que tenía.
—¡Qué lástima! Parece que has estado siempre con la persona equivocado. Ahora quítate las bragas. ¿También son de color carne?
—Sí—mintió para evitar describirlas sencillas bragas blancas que en realidad llevaba puestas.
—Está bien, Lena. Déjalas caer. Ahora quiero que te acaricies el Zeke para mí.
Lena dejó escapar un gemido. Nunca había escuchado a alguien decirle esa palabra, la palabra reservada para sus fantasías, sus sensuales, prohibidas y solitarias fantasías. Aun con el cuerpo febril, empezó a tiritar. Sus mundos imaginario y real se entremezclaban. ¿Cómo acabaría todo aquello?
—Finge que soy yo quien te acaricia, que soy yo quien hace que vayas empapándote, ¿puedes?
Fascinada por la voz de Justice, Lena se tumbó en el sofá y estiró las piernas.
Bajó dos dedos hasta sus pliegues y no se sorprendió al notarse chorreante. Era por aquella voz: la más sexy, la más erótica que había escuchado jamás.
—Estoy… estoy tocándome —dijo en voz alta.
—Muy bien, nena. Yo también estoy tocándome. He tenido que abrirme los pantalones y sacármelo porque me apretaba demasiado ahí guardado.
—¿Cómo es?
Silencio fue todo lo que obtuvo por respuesta. Lena se puso roja. ¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera conocía a ese tío y le estaba pidiendo que le describiera su pene. «¡Está chantajeándome, por Dios!»
—¿Que cómo es qué? —se interesó, dejando así imaginar una sonrisa.
La sorna de Justice la dejó cautivada.
—Tu pene —dijo ella sin tapujos—, descríbemelo.
La voz respiró sonoramente. Lena sonrió para sí, encantada de haberle sorprendido.
—Mide unos veinte centímetros. No me circundaron, así que la tengo más gorda que la mayoría. Está dura como un garrote y tiene la punta completamente morada por las ganas que te tengo.
La imagen de aquel pene paralizó la respiración de Lena.
—Me encantaría verla —confesó entre suspiros.
—A mí también me encantaría que la vieras, nena, pero por ahora busca en la caja en la que estaba el bustier y encontrarás otro de mis regalitos.

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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Miér Mar 04, 2015 1:17 pm

3
Lena se incorporó e introdujo la mano en la caja hasta rozar con los nudillos varias capas de papel y cartón.
—¿Está en la otra? —preguntó.
—No, mete la mano hasta el fondo, ya verás.
Y así fue. Tocó con los dedos algo duro y alargado, lo empuñó y lo extrajo.
—¡Es un vibrador!
—No, es un consolador, nena. Mide veinte centímetros de largo y cinco de ancho, exactamente lo mismo que mi pene.
Lena se quedó estudiando el aparato mientras le aumentaba el ritmo de los latidos. Aquello era enorme: de goma, negro, recio, curvado y con la punta como la cabeza de un champiñón. «Exactamente igual que mi pene», le había dicho. Lo recorrió con el dedo, excitada por el tacto casi real de aquellas venas y protuberancias. Con un instrumento así podía hacer como si se tratara de un pene de verdad, fingir que tenía a Justice en sus manos. Aquel pensamiento se tradujo en un chispazo en la entrepierna.
—Quiero que te lo metas en el Zeke e imagines que soy yo.
Lena estrujó la punta: cedía, aunque no mucho.
—Esto es enorme —se quejó con la voz queda.
Justice se mantuvo en silencio durante unos segundos. Cuando empezó a hablar, adoptó un tono amable.
—Lena, ¿eres virgen? —quiso cerciorarse.
Ella se ofendió al instante.
—Claro que no. Tengo treinta y dos años, ¿es que crees que me pasa algo o qué?
Era cierto que tenía sobrepeso, pero ¿pensaba que era un bicho raro?
—No, cielo, no es eso, es que quería asegurarme. Escúchame, túmbate y déjame hablar un minuto, ¿vale?
—Bueno… —accedió rezongando, aún molesta por la pregunta.
Lena se acomodó entre los almohadones y buscó la postura más confortable.
—Quiero que cojas el consolador y que te frotes con él por fuera del Zeke. Sólo rózate con él moviéndolo arriba y abajo mientras te voy indicando qué hacer.
A Lena ya se le había pasado el enfado. Fue siguiendo sus instrucciones, envolvió el consolador con la mano derecha y empezó a masajearse con la punta redondeada. Las palabras que la voz había pronunciado retumbaron de nuevo en su cabeza: está «dura como un garrote», tiene la punta «completamente morada»… Al imaginar aquel miembro tocando su propia piel mientras le separaba los muslos con las manos, el sexo empezó a palpitarle.
—Me he recostado en una silla, me estoy empuñando la verga y me encantaría que fuera mi verga y no ése de goma el que jugueteara con tus dulces labios —la voz de Justice acariciaba a Lena como si se tratara de un pañuelo de seda—. Frotaría mi pene contra tu Zeke una y otra vez hasta que me rogaras que te follara, pero yo no lo haría.
—¡Ah!, ¿no?
—No, no hasta que te corrieras, una vez, para mí. Así estarías empapada y anhelante cuando te penetrara por esa hendidura, pequeña y tensa —su voz era ahora casi un bramido—. Empujaría, entraría y saldría un poco cada vez hasta que empezaras a correrte de nuevo y, entonces, me clavaría enteramente dentro de ti para que pudiéramos corrernos a la vez.
Lena le imaginó encima de ella. Tendría los hombros anchos y bronceados; las manos, agradables y experimentadas; el rostro, lleno de amor… Luego se relajó arropada por los cojines del sofá y con la mano izquierda se separó los labios del sexo. Una vez abierta, se pasó el consolador a lo largo de la hendidura con un movimiento lento y rítmico.
—Háblame, Lena —le pidió Justice en un gruñido—, ¿qué estás haciendo ahora?
—Estoy empapando el consolador —respondió.
—¡Oh! Sí…, a mí la erección también me está derramando líquido. Tengo tantas ganas de follarte…
Lena contuvo la respiración, la aspereza de aquella voz la tenía fuera de sí.
Sentía el sexo húmedo y el capullo del consolador ya estaba resbaladizo bañado por todos sus fluidos. Cuando intentaba introducirse la punta emitió un gemido al notar el contraste entre la dureza del juguete y su carne mullida.
—Ojalá pudiera saborearte el Zeke —continuó Justice—; seguro que es dulce como un caramelo de canela.
Lena tembló antes de atrapar con los muslos la gruesa pieza de goma que tenía apretada contra su sexo. Trató de imaginar la cabeza de Justice entre sus piernas y el tacto de su lengua mientras la lamía. La excitación la invadió por completo.
—¿De qué color tienes el pelo? —quiso saber.
—¿Quieres saber el aspecto que tendría si te estuviera comiendo el Zeke, preciosa? — respondió entre risas.
—Sí —susurró Sandy.
—Mi piel es morena y llevo el pelo corto, porque si no, me cubre los ojos —respondió Justice con seriedad—. La lengua la tengo larga y caliente, y se muere por chuparte por todas partes.
Lena quería aquella boca, quería aquella erección, quería clavarse aquel maldito consolador. Ya. Tomó aliento y se lo introdujo.
Todo parecía desvanecerse, nada importaba ya. Todas las sensaciones de su cuerpo se concentraron en un único lugar.
—Háblame —insistió Justice.
Lena hizo caso omiso de su petición. Con el consolador ya en su interior, trataba de acomodarse a aquella intrusión. Tras un cambio de postura, la incomodidad inicial se transformó en placer. La fricción del instrumento estimulaba cada una de sus terminaciones nerviosas de modo que, una a una, las radiaciones de calor fueron recorriéndole el cuerpo, encendiéndole los muslos, las rodillas y, finalmente, los dedos de los pies.
—La tengo dentro —le informó en un gemido.
—Así me gusta, preciosa… —le agradeció Justice en un ronroneo—. Clávate mi erección caliente hasta el fondo de ese precioso coñito. Déjame follarte, nena.
Dirigida por la magia de aquella voz, Sandy empezó a mecer las caderas, adelante y atrás, al tiempo que manejaba el pene artificial. Así fue sumergiéndose en oleadas de placer.
—Oooh… —gimió.
—Muy bien, cielo, lo has hecho muy bien. Noto tu sexo, apretado y estrecho, me está poniendo a cien…
La voz de Justice perdió fuerza. Lena podía escucharle jadear y masturbarse.
Deseosa de acompasar el ritmo, empezó a meterse y sacarse el consolador con más rapidez. El fuego que se había iniciado en sus genitales se le extendió entonces por cada palmo del cuerpo.
—¡Qué placer!
—Sí—resopló Justice—, placer…
Lena continuó follándose con el falo ficticio, con mayor confianza y avidez, con cada nueva embestida. Los líquidos la habían lubricado hasta tal punto que los movimientos resultaban notablemente más fáciles. Dobló las piernas y apoyó las plantas de los pies contra el brazo del sofá. El ardor se había transformado en un verdadero infierno. Tensó las nalgas y los muslos con la intención de disfrutar de cada sensación. Olía el aroma almizclado de su propia exaltación. Se imaginaba a
Justice empujando contra ella, y a sí misma arañándole la espalda, amplia y musculosa. Cerró los ojos para retener aquella visión.
—¿Estás a punto de correrte, Lena? —la tensión en su voz era evidente.
—Aún no. Quiero prolongarlo —respondió ella, antes de recoger con la lengua el sudor que le empapaba los labios.
—Está bien. Esperaré —las palabras no iban al ritmo de los rugidos que Lena escuchaba—; ¡Dios, encanto! ¡Me muero por follarte! ¡Quiero clavarme en tu cuerpo!
—Yo también me muero porque lo hagas —corroboró ella en un tono ahogado.
Lena tenía la sensación de que el calor que notaba en el ombligo provenía de unas ascuas al rojo vivo que la abrasaban por dentro. Empezó a arquear el tronco en busca del clímax.
—Lena, ya no puedo aguantar más —la voz de Justice sonaba anhelante y exigente—: Córrete conmigo. ¡Ah! ¡Ahora!
Aquello precipitó el ritmo de Lena, la idea de que él estuviera perdiendo el control, de ser ella la que había conseguido que él se desbocara, la embriagaba hasta tal punto que la sumió en una melopea de excitación. En la oscuridad que se hizo bajo sus párpados cayeron relámpagos luminosos. El arco iris no tardaría en aparecer.
—¡Me corro! —gritó mientras se producía un estallido de color, liberada por fin de aquella ceguera.
El mundo de Sandy explotó en una mancha vaga y brillante. Su cuerpo empezó a dar sacudidas mientras las caderas se balanceaban adelante y atrás contra el pene de goma. Los músculos del sexo se pinzaron sobre el consolador como si quisieran exprimirlo, aunque fue éste el que quedó bañado, al igual que la mano que lo sostenía, por los líquidos que manaban del interior de Lena.
Nunca había experimentado una sensación tan intensa. Se había pasado la adolescencia soportando los torpes y tentativos titubeos de los chicos de su edad y había tenido que esperar hasta los veinte años, ya en la universidad, para llegar al clímax por primera vez. Y aunque había tenido varias relaciones desde entonces, nunca había disfrutado del sexo pasional del que hablaban sus amigas. Nada la había preparado para este momento. Sencillamente, lo de que una voz incorpórea y un trozo de goma rígido le proporcionaran el orgasmo más fuerte de su vida, era totalmente nuevo para ella.
La voz de Justice interrumpió sus pensamientos.
—¿Estás bien, Lena?
Ella seguía tratando de recuperar el aliento.
—Aja —respondió en un suspiro.
Todavía se sentía sacudida por las réplicas de aquella explosión.
—Cielo, ha sido genial. Y esto sólo acaba de empezar para nosotros.
«Para nosotros.» Las dos palabras quedaron flotando en el silencio que se hizo entre ellos. La difusa luminiscencia fue desvaneciéndose para Sandy mientras la realidad iba aposentándose lentamente. ¿Para «nosotros»? Ni siquiera sabía cómo se llamaba aquel hombre, ni tampoco podría reconocerlo por la calle. Y, además, estaba chantajeándola.
Los fluidos empezaron a resbalarle del sexo cuando se incorporó y se levantó del sofá. Fue hasta el cuarto de baño tambaleándose y con la mano derecha aún sujetando el consolador, que seguía encajado.
—Háblame, Lena —pidió Justice con una voz que perdía la candidez y se afilaba.
Se metió en la bañera y se extrajo el pene de goma de entre las piernas. Al retirarlo, una sensación de pérdida la invadió. La superficie exterior del falso falo estaba cubierta de flujos genitales, así que, una vez estuvo completamente fuera, lo dejó caer al agua.
La hendidura le goteaba aún, de modo que se hizo con una toalla para secarse.
—Lena, ¿dónde estás?
Ella dirigió la mirada al cuarto de estar, hacia el lugar del que provenía la voz de
Justice. Luego salió de la bañera y se cubrió con el albornoz que había colgado del gancho de detrás de la puerta. Con el cinturón de la prenda ya abrochado a la cintura, se sintió mejor, menos avergonzada.
—¡Lena! —insistió Justice.
—Estoy aquí —respondió ella de camino al cuarto de estar.
—¿Qué pasa, cielo? Te ha gustado. Sé que te ha gustado.
—Sí, maldita sea. Ése es el problema.
—¿Cuál es el problema, nena?
El hecho de que siempre empleara apelativos cariñosos la irritaba.
—No soy tu nena, Justice. Soy tu víctima. ¿Qué es lo que quieres?
Dejó que transcurriera un momento de silencio antes de explicar:
—Acabamos de compartir algo estupendo y ahora estás cabreada por eso, ¿no?
Sandy notó la calidez del rubor que la cubrió del cuello a los pómulos.
—Yo no he dicho eso.
—Entonces, ¿qué estás diciendo, Elena? —inquirió él en un tono frío.
Había usado el nombre odiado y aquello la dejó destrozada. Todos los gestos y miradas de reprobación que había recibido a lo largo de su vida habían ido acompañados de aquel «Elena».
—No sé qué es lo que quieres de mí —contestó desconsolada—; me das miedo.
La voz de Justice se dulcificó.
—No tienes que tenerme miedo, preciosa. Nunca haría nada que te hiriera. ¿Te hecho daño hasta ahora?
—No —musitó.
—Entonces dame una oportunidad, Lena, y dátela a ti también. No tienes que observarlo todo desde fuera siempre.
Lena sintió frío de repente y se rodeó con los brazos. Aunque empezaron a resbalarle lágrimas por la cara, no recordaba haberse puesto a llorar. En menos de una hora, sin haberla siquiera rozado de verdad, esa persona se le había colado en la cabeza y bajo la piel. Le había pedido que confiara en él o ella, y, sin embargo, no le había dado ninguna razón para ello.
—No sé qué decirte —dijo por fin.
—Entonces no digas nada. Dejémoslo por ahora. Has tenido una noche muy dura y necesitas descansar. Es viernes. Holgazanea en la cama cuando te despiertes.
¿Qué tal si te llamo mañana por la tarde hacia las siete y media? Así charlamos otro poco.
Lena se dio cuenta de que el tipo tenía razón: estaba agotada. Lo único que le apetecía era acurrucarse en la cama y taparse con las mantas por encima de la cabeza.
—Está bien —accedió.
—¿Me haces un par de favores? —aprovechó él sin perder el tono amable.
Lena sospechó de inmediato.
—¿Qué?
—He leído en un artículo de la revista D Magazine que hay una nueva exposición de arte barroco en el Museo de Arte. ¿Irás a verla mañana?
Había vuelto a hacerlo. La había dejado completamente desarmada.
—¿Por?
—Porque exponen obras de Rubens. Deberías verlas. Y cuando estés mirándolas, acuérdate de que yo te veo a ti igual que él veía a sus modelos.
Lena no sabía cómo reaccionar, de modo que en lugar de responder, preguntó:
—¿Y el segundo favor?
—Guarda esta noche las cajas que te he enviado, pero mañana por la tarde, cuando vuelvas del museo, échale un vistazo a la segunda y mira su contenido.
Lena se sintió profundamente aliviada. Ninguno de los dos favores parecía muy complicado, de modo que podía decirle que lo haría y luego colgar e irse a la cama.
—Vale —accedió por segunda vez.
—Buena chica; ahora descansa y prométeme que no vas a espiar más esta noche.
—No, me voy a acostar —respondió segura de que no volvería a tocar aquel telescopio.
—Estupendo. Ya verás qué bien va todo mañana. Buenas noches.
Justice colgó el teléfono antes de que Lena pudiera responder, así que se levantó y recorrió el cuarto de estar con la mirada; se encontraba sin fuerzas para pensar. Dio la vuelta y se dirigió al dormitorio; una vez allí dio gracias por la inconsciencia que proporciona el sueño.
***
Julia Volkova mantuvo la mirada clavada en el teléfono. No estaba muy segura de lo que había iniciado y menos aún de adonde lo llevaría aquello. Llevaba ya tres semanas vigilando el edificio de enfrente y empezaba a notarlo. Ver al bestia de
Víctor Cabrini golpear a mujeres estaba dejándolo destrozado. En más de una ocasión, había querido cruzar corriendo la calle McKinney, tirar abajo la puerta del ático y darle una paliza a aquel cabrón de mierda.
Julia era una policía anticorrupción que iba de paisana, asignada temporalmente al equipo de la Brigada de Crimen Organizado encargado de la investigación de Cabrini. Para ello contaban con un apartamento en el octavo piso del edificio de
Lena, desde donde vigilaban al sujeto en cuestión con medios visuales y auditivos, veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
La noche en que había dado comienzo el dispositivo, Julia había cruzado la calle hacia el edificio de Cabrini para cerciorarse de que el puesto de vigilancia permanecía oculto. Había tomado prestadas las llaves de los vigilantes de seguridad, había subido hasta el tejado y se había colocado justo encima del ático del sospechoso. Aún recordaba con todo lujo de detalles lo que había ocurrido entonces. Después de unas semanas de temperaturas sofocantes, la ola de calor se había acabado y había dejado en Dallas los primeros signos del final del verano.
Una vez había comprobado que Cabrini no sería capaz de descubrir el puesto de observación, se entretuvo un rato en aquel lugar para disfrutar de la agradable temperatura. La casualidad había querido entonces que, justo en aquel momento,
Lena Katina decidiera dejar de espiar. El discreto movimiento de la chica al meter el telescopio en el apartamento llamó la atención de Julia. Su intuición policial lo hizo caer enseguida en la cuenta de lo que había estado haciendo. Cuando volvió al piso base, no le contó a su compañero lo que había visto con la excusa personal de que no tenía, en realidad, ninguna prueba que demostrara el voyeurismo de aquella chica. Por lo que sabía, bien podía tratarse de una astrónoma aficionada que hubiera estado observando el cielo nocturno.
Debido a la seriedad de la investigación sobre Cabrini, el equipo de vigilancia estaba en permanente funcionamiento. Trabajaban por parejas y en turnos de doce horas: cuatro días sí, tres días no. Julia esperó hasta su siguiente noche libre para volver a aquel tejado y echar un vistazo al balcón de Lena, pero esta vez se llevó una cámara con teleobjetivo.
Aunque para entonces ya se había pasado cuatro días observando a Cabrini en acción con sus pequeñas y sensuales esclavas, ninguno de aquellos juegos de dominación y disciplina le excitaban tanto como Lena, cuando se tocaba, sola, en la oscuridad.
De nuevo, se guardó para sí lo que había visto. Se dijo que técnicamente estaba fuera de servicio y que informaría de lo ocurrido cuando se reincorporara al trabajo. Mientras, empleó sus horas libres en averiguar todo lo posible sobre ella y su pasado. Para cuando le tocó volver a vigilar, Julia conocía muy bien a Elena Katina: sabía dónde trabajaba, en dónde hacía la compra y cuál era su banco, incluso había averiguado su saldo. Le había despertado la curiosidad el hecho de que una trabajadora social pudiera permitirse un piso tan caro y había descubierto que Lena había heredado una pequeña cantidad de dinero al morir su padre hacía unos años.
No tenía muy claro qué era lo que lo intrigaba tanto de ella. Quizá el que por el día tenía el perfil de una buena chica, mientras que por la noche se convertía en la mujer murciélago, vestida de negro y escondida entre las sombras.
Julia empezó a anhelar que acabaran sus turnos para poder dedicarse a seguir y observar a Lena, y pronto se percató de que aquella chica estaba tan sola como ella, pues aunque contaba con algunas amigas con las que se iba de compras y al cine, y una noche había salido a cenar con un alguien, en general pasaba la mayor parte del tiempo sola, espiando a los demás desde su balcón. Julia había pasado horas tratando de imaginar qué sería lo que pensaba mientras permanecía allí, sin compañía, arropada por la penumbra.
Sabía que tenía que pararle los pies. El equipo ya estaba cercando a Cabrini y Julia no podía arriesgarse a que el mafioso la descubriera y se diera cuenta de que lo estaban vigilando.
Julia ya no se hacía ilusiones con lo de acostarse con Lena. La creciente obsesión que sentía por ella lo asustaba. A mediados de septiembre se dijo que ya no podía retrasarlo más, debía desarrollar un plan para atemorizarla con la intención de que abandonara su voyeurismo. Y luego tenía que seguir con su propia vida.
El tío de Julia, que tenía una tienda de aparatos electrónicos, le prestó la cámara de vídeo y el teléfono que necesitaba para asustar a Lena. El equipo de vigilancia tenía en su poder un juego de llaves maestras de la casa y Julia se había hecho con su propia copia. Había un apartamento vacío en el sexto, a dos puertas del de Lena. Una vez hubo organizado allí su base, la llamó desde el móvil y, agazapado tras la puerta, vio a Sandy recoger el sobre de fotografías del felpudo.
Sin embargo, algo iba mal. No al principio, desde luego. Su plan había funcionado bien. Había sonado brusco y amenazante, y Sandy se había mostrado claramente aterrada. Luego, de improviso, Julia había ido apartándose de su propio guión, que teóricamente consistía en acosarla con peticiones obscenas, y había comenzado a seducirla. Sabía bien qué era lo que le había hecho perder ritmo: la imagen de Lena con aquel maldito bustier en las manos. De repente había empezado a masturbarse y le había pedido a ella que hiciera lo mismo. Puede que las fantasías y costumbres sadomasoquistas de Cabrini lo hubieran afectado más de lo que pensaba. Quizá había estado demasiado tiempo sin disfrutar del sexo. Quizá estaba explotando. Lo único que sabía era que la idea de penetrar en la cálida humedad de Lena le enloquecía. La aceptación que ella había mostrado con tanta prontitud lo excitaba, al tiempo que la inseguridad de la chica lo enternecía. Con todo, no era capaz de solucionarle aquel problema. Ella no era una psiquiatra y, en cualquier caso, Lena tenía dinero de sobra para acudir a su propio loquero.
Esperaría a la mañana siguiente, llamaría a su puerta y le contaría la verdad.
Julia sacudió la cabeza irritado, pero ¿qué rayos iba a decirle? La había obligado a mantener una relación sexual virtual; si ella lo delatara, lo despedirían seguro.
No, no podía confesarle quién era. Tenía que olvidarse de todo aquello. Ya la había asustado y Lena ya no saldría al balcón a espiar a los vecinos. Tenía que esperar a que ella abandonara su apartamento por la mañana, entrar entonces con su llave maestra y sacar de allí la cámara de vídeo y el teléfono, y una vez los hubiera devuelto a su tío Max, tendría que marcharse de allí. Debía olvidarse de lo de llamarla la noche siguiente. Ella volvería a casa y vería que todo había desaparecido, esperaría su llamada, preocupada por la idea de que acudiera a la policía. Con el tiempo, se daría cuenta de que el peligro había desaparecido. Aquel nuevo plan presentaba, no obstante, dos problemas: primero, a Lena la aterraría que alguien hubiera entrado en su apartamento, así que cambiaría las cerraduras y se pasaría las noches, insomne, temiendo que él volviera para violarla; o quizá decidiera que la razón por la que no la había vuelto a llamar era realmente su falta de atractivo. A Julia no le gustaba la idea de provocarle más dolor, ya era una chica muy insegura.
El segundo problema le afectaba más directamente. La pequeña experiencia de sexo telefónico que habían tenido había sido una de las mejores que él había disfrutado jamás. Solía enorgullecerse de su capacidad de control y no recordaba cuándo había sido la última vez que la había perdido de aquella manera.
Probablemente a los diecisiete años cuando, repleto de testosterona, se pasaba los días yendo por ahí con una tercera pierna.
Ahora se empalmaba sólo con pensar en Lena y la verdad era que no quería marcharse de allí.
¿Qué demonios iba a hacer? ¿Cómo salir de aquel atolladero sin que ninguna de las dos saliera perjudicada?








4
El sábado por la mañana, Lena se despertó a las nueve y media, mucho más relajada que en las últimas semanas. Tumbada cómodamente entre almohadas, dedicó un rato a pensar en la noche anterior.
Siempre había sido una persona cuidadosa, organizada y disciplinada; nada que ver con la mujer que hacía unas horas se había desnudado para masturbarse con un consolador, mientras se excitaba manteniendo una sexual conversación telefónica con una voz desconocida. Y, sin embargo, no recordaba haber estado así de encendida antes, ni siquiera cuando se había acostado con Josh.
Después de salir con Josh Shaw durante cuatro meses, él la había dejado, justo antes de que ella cumpliera los treinta. Tres semanas después, Josh había empezado a salir con Tricia, su hermana pequeña. Y ahora iban a casarse, otro pequeño notición que le había costado aumentar otros siete kilos a Lena, quien, desde entonces, no había vuelto a acostarse con nadie. No es que hubiera estado enamorada de Josh. En realidad, estaba bastante segura de que no lo había estado, pero lo de dejarla y empezar justo entonces a salir con su hermana pequeña la había destrozado. Lena no podía dejar de preguntarse si lo de su sobrepeso habría sido una de las razones por las que a Josh se le habían quitado las ganas de estar con ella. Después de aquello, la idea de desvestirse delante de un amante potencial le resultaba insoportable.
Puede que aquello explicara lo fantástica que había resultado la noche anterior.
Había sido capaz de disfrutar al máximo sin sentirse en absoluto avergonzada.
Bueno, por lo menos no hasta que todo hubo terminado.
Ansiosa por olvidar todo lo que había ocurrido, se levantó de la cama de un salto y fue directa a la ducha. Tenía recados que hacer y había quedado para comer con sus amigas Dora y Leah a las doce. Puede que, si tenía tiempo, se pasara por el
Museo de Arte y se diera una vuelta por la exposición barroca.
Lena ya esperaba sentada en la terraza del D'Maggío's de cara a la entrada cuando Leah Reece entró como una exhalación. El maitre y los camareros acudieron pronto para atender a Leah; nada que ver con el rato que Sandy había tenido que esperar para que alguien se percatara siquiera de su presencia.
En fin, Leah no era precisamente de las que seguía de modo pasivo al maitre, sino, más bien, de las que atravesaba el restaurante a grandes zancadas con el jefe de camareros tras su estela, como si se tratara de un remolcador a la zaga de un ligero velero surcando los océanos. Leah, una rubia estupenda y segura de sí misma, solía llamar la atención del resto de comensales, especialmente la de los varones.
Siempre había sido así. Lena y Leah se habían conocido en el instituto cuando a esta última la habían cambiado de centro a mitad de curso. Hija del millonario Tex
Reece, un empresario dueño de una revista, Leah era un marimacho desgarbado que pasaba de todo lo que interesaba a las chicas de su edad. En lugar de escuchar rock, prefería el jazz, y en vez de convertirse en animadora, decidió participar en el periódico escolar. En unos días, se había convertido en el objetivo preferido para la pequeña camarilla de adolescentes que controlaban la vida social de la gente de dieciséis años. Lo único que Leah consiguió con su indiferencia ante el ostracismo al que la sometían fue motivar a las abejas reinas para que la atormentaran aún más.
Al final de la primera semana en el instituto, las otras chicas también le hacían el vacío bajo estricto mandato del grupillo de las populares. Indolente ante los comentarios desagradables y las miradas maliciosas que le lanzaban a su paso en el comedor, Leah se había sentado con su bandeja en la mesa en la que se encontraba Lena, sola, enfrascada en la lectura de una novela.
—¿Te importa si me siento? —le había preguntado.
Eran amigas desde entonces.
—Buenas, mejor amiga —saludó Leah—, ¿llevas mucho rato esperando?
—No, no, ¿qué tal estás?
Leah se sentó en el asiento que le ofrecían y aceptó también el menú.
—Liada, como siempre, ¿y tú?
De camino al restaurante, Sandy había estado debatiéndose entre contarles a Leah y a Dora lo de Justice o no. Si había alguien que supiera escuchar sin juzgar, ésa era Leah. Por otro lado, a Lena le daba vergüenza pensar en describirle a alguien sus actividades de espionaje. Dora apareció antes de que Lena hubiera llegado a una decisión sobre si revelar su secreto o no.
Teodora Perkins era la alegre agente inmobiliaria de pelo rojizo que había ayudado a Sandy a encontrar su piso y con la que había entablado una amistad durante sus excursiones en busca de casa.
Las chicas pidieron su comida; Sandy siguió el consejo de Leah y de Dora y optó por el pollo asado con ensalada en lugar del sándwich Monte Cristo —de jamón, pavo, queso caliente y rebanadas de pan tostado bañadas en huevo— que le había llamado la atención en el menú.
—Bueno, cuéntanos, ¿qué tal va todo con Heat? —preguntó Lena cuando el camarero se hubo marchado con los pedidos.
Heat era el bebé de Leah, aquello en lo que destacaba. Se trataba de una conocida revista online dirigida a un público de la llamada generación Y, de gente nacida alrededor de la década de 1980, es decir, jóvenes de entre veinte y treinta y cinco años. La publicación incluía artículos de vanguardia y chats en los que los socios podían colgar fotos y disfrutar de encuentros virtuales. En contra del consejo de su padre, Leah había invertido el dinero de la herencia de su abuela en lanzar la revista y ahora era su editora y directora.
—Va todo genial. Kadeem Brickman acaba de aceptar mi oferta para convertirse en mi director artístico invitado para el mes de abril.
—Kadeem… ¿te refieres a ese negro que es director de cine? —quiso saber Dora, que no salía de su asombro.
Leah asintió al tiempo que esbozaba una sonrisa.
—Sí. Lo he contratado para una grabación de cinco días centrada en el tema
«sexo y poder». Slate, revista electrónica enemiga, prepárate para morir —auguró mientras se hacía con un bastoncillo.
—¿«Sexo y poder»? —Se interesó Lena con el ceño fruncido—, ¿de qué va eso?
Leah puso los ojos en blanco y explicó:
—Ya sabes: dominación y sumisión; sometimiento y disciplina.
A Lena casi se le cae el vaso que tenía en la mano. Los labios parecieron moverse en silencio mientras trataba de pensar en algo que decir.
—¡Dios mío! ¡Leah! ¿De verdad vas a dedicar un número entero al sometimiento y la disciplina? ¡Pero si estamos en Dallas, el corazón de la región más animada por el más conservador de los protestantismos!
—No te engañes, cielo —respondió Leah—. El rollito sadomaso y de dominación está vivito y coleando en la gran Dallas —aseguró antes de romper en dos el palito de pan.
Lena se descubrió pensando en la noche anterior y en el dominador y la muñequita. Era la forma perfecta de empezar a hablar de su espionaje y de Justice.
Leah continuaba hablando:
—Heat va de cultura popular, y la dominación es parte de esa cultura. Además — se llevó un trozo del bastoncillo a la boca y se lo pasó de modo muy sensual por el labio inferior—, es la primera vez que Kadeem se presta a participar con una revista. Con la combinación de su nombre y el tema, voy a machacar a la competencia —esbozó una sonrisa de carmín—, ¿te imaginas cómo se lo va a tomar mi padre?
Lena hizo una mueca de desaprobación. Tex Reece era el prototipo de empresario texano experimentado y conservador en términos políticos. Era fácil imaginarse su reacción al enterarse.
—¡Ah! Y tengo que decirles —añadió mientras bajaba el palito— que tengo muchísimas ganas de conocer a este tío. Hacía años que no veía uno tan cañón.
Está para chuparse los dedos. En fin, ya basta de hablar de mí —dijo con la mirada puesta en Dora—, ¿ya te has tirado a ese jefe guapísimo que tienes?
Dora se encogió de hombros y a Lena le dio pena por ella. Su amiga llevaba un año trabajando para un agente inmobiliario llamado Greg Stanford. Cuando ella le había propuesto que se vieran fuera de la oficina, Greg le había dejado claro que no creía en lo de ir de colega con el personal, y aunque Dora había fingido reírse del tema, Lena sospechaba que el planchazo había sido mayor de lo que su amiga estaba dispuesta a admitir.
Dora habló con suavidad.
—Pues no, y no parece que vaya a hacerlo nunca —respondió. Con unas ganas evidentes de cambiar de tema se dirigió a Lena—, ¿y tú qué tal?
De nuevo, Lena se debatió entre hablar o callar. Aunque quería contarles lo de Justice, ¿qué ocurriría si les entraba miedo? Conocía bien a sus amigas; si Leah creía que ella podía estar en peligro, haría lo que fuera, incluso llamar a la policía, para protegerla.
Con todo, en ese mismo instante, Lena tuvo de admitir para sí lo mucho que le apetecía volver a hablar con Justice. No haría nada que pudiera obstaculizar una nueva llamada. Además, Leah y Dora siempre estaban animándola a que volviera a intentarlo con alguien, pues bien, eso es lo que iba a hacer aquella noche.
***
Julia volvió a la galería principal del Museo de Arte de Dallas por segunda vez en diez minutos. Había seguido a Lena hasta el D'Maggio's a la hora de comer y había ocupado una mesa retirada en uno de los lados del restaurante desde donde no podía ser vista. Ya había visto a Lena con esas dos mismas amigas durante las tres semanas en que había estado siguiéndola. Siempre se habían mostrado divertidas y bromistas entre ellas, era obvio que se encontraban a gusto cuando estaban juntas.
Esta vez, sin embargo, Lena parecía callada y pensativa. Julia se preguntó si sería porque se estaba planteando contarles a sus amigas lo de la noche anterior. En cualquier caso, aunque hubiera barajado la posibilidad de hacerlo, no creía que lo hubiera hecho. No había reconocido ninguna expresión de sorpresa, ni susurros nerviosos. La conversación no había dado la sensación de ir más allá de una charla banal.
Mientras Leah atraía todas las miradas de la sala, era el rostro de Lena el que captaba la atención de Julia. No era la primera vez que su visión le hacía pensar en la estatua de la Virgen que adornaba la parte izquierda del pulpito de la iglesia católica en cuyas celebraciones había participado de niña como monaguilla: aquella tez perfecta y blanquecina, aquella cara en forma de corazón, aquellos ojos inmensos conformaban la viva imagen de la inocencia.
«Puede que sea eso. Puede que sea precisamente conocer ese lado oscuro que se oculta bajo toda esa candidez lo que me enloquece así.»
Fuera lo que fuera, Julia no podía dejar de mirarla mientras Julia almorzaba, y revivir las conversaciones telefónicas en su mente hizo que se empalmara. La comida había durado casi una hora. Después, Julia había seguido a Lena mientras ésta hacía algunos recados. Eran más de las tres cuando ella por fin se dirigió al aparcamiento subterráneo del Museo de Arte de la ciudad.
Como Julia sabía bien adonde se dirigía ella, se había detenido en los lavabos del baño antes de acercarse a la sala principal a paso lento. La primera vez que había echado un vistazo había encontrado aquello lleno de gente mayor que sin duda formaba parte de algún grupo que disfrutaba de una visita guiada, así que, después de comprobar que Lena no estaba allí, se había dado otra vuelta por el museo. Sin embargo, esta vez los ancianos amantes del arte habían avanzado y
Lena se encontraba observando un óleo de Rubens. Julia se quedó en el arco de entrada con ganas de poder mirarla más de cerca, así que enseguida dio dos pasos hacia donde ella se encontraba.
Cuando Lena se volvió hacia la derecha para contemplar la obra siguiente, Julia rápidamente fingió estar estudiando el folleto que había recogido en la entrada mientras ella se movía por la sala hasta pararse frente al lienzo más grande de la exposición. Era el preferido de Julia: el de Betsabé, cuya figura dominaba el centro del cuadro. Aparecía desnuda con la piel rosada y brillante. Había dos doncellas arrodilladas ante ella: una portaba un aguamanil con agua y la otra le ofrecía una toalla. En segundo plano, estaba representado el rey David, que observaba desde el tejado de su casa.
Rubens había plasmado a Betsabé con detallismo. La mujer llevaba el pelo recogido con una horquilla que dejaba escapar unos mechones que le caían sobre los hombros. Una hilera de gotas le rodeaba la cabeza a modo de tiara de perlas.
Los pechos eran exquisitos. A Julia se le secó la boca mientras que su mirada se trasladaba de la piel de porcelana de Julia hasta los suntuosos pechos de la mujer representada.
La ironía del rey David al observar desde el tejado aquel cuerpo femenino desnudo no pasó desapercibida para Julia: le recordaba la primera vez que había visto a Lena desde el otro lado de la calle. Desde entonces, todas sus actuaciones parecían ser de alguna manera fruto del destino. Julia se preguntó si David habría sentido el mismo impulso que le invadía a ella en aquel momento. «Claro que sí, no pudo ser de otro modo. Había sido entonces cuando había tramado acabar con la vida del esposo de Betsabé, ¿no?»
Lena, a quien se le habían sonrosado los pómulos, permanecía embelesada.
Julia se preguntaba si ella también estaría pensando sobre cómo miraba David a
Betsabé. Lena se aproximó al cuadro y Julia vio a un vigilante del museo acercarse a ella. Lena no había tocado la tela, sólo se había inclinado sobre ella, fascinada.
Julia sentía la presión del pene erecto contra los pantalones, de modo que cruzó los brazos sobre su estómago y el folleto quedó colgando para camuflarle el bulto de sus vaqueros.
Después de lo que pareció una eternidad, Lena sacudió la cabeza como si se despertara de un sueño. Miró a su alrededor con expresión de culpabilidad y se dirigió al siguiente cuadro.
«Tranquila, Prada —se dijo Julia—, nadie se corre por algo así. Sal de aquí ahora mismo y deja de soñar con ella. No vas a llamarla esta noche. Si esto saliera mal, podrías quedarte sin trabajo, tirar por la borda tu carrera profesional e incluso acabar en la cárcel. Y ya sabes lo que les pasa a los polis en la cárcel.»
Lena se sentó en un banco ubicado frente a un par de obras gemelas. Por primera vez pudo verle los pezones a través del tejido de la blusa.
«¡ Mierda! ¡Está tan caliente como yo!»
Julia apretó los dientes para contrarrestar el impulso de echarse a andar hacia ella y susurrarle algo al oído.
«¿Y qué demonios crees que hará si apareces detrás de ella así, de repente? Pegará un grito aterrorizado y saldrás en las noticias de las seis bajo un titular que rece
"Policía, acosadora sexual". Sal de aquí ahora mismo.»
A regañadientes, Julia caminó hasta la puerta principal después de lanzar una mirada de enojo a la mujer que le daba la espalda.
***
Lena se paseaba por su apartamento pisando fuerte y con ganas de arrojar algo al suelo. Eran las ocho y diez de la noche, y aunque Justice le había prometido que la llamaría a las siete y media, aún no lo había hecho. Tendría que habérselo imaginado. Ni siquiera aquel o aquella chantajeadora sexual la encontraba lo suficientemente atractiva. De pronto, la rabia hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas, así que fue hasta la cocina en busca del medio litro de Ricky Road, el helado de chocolate, cacahuetes y nubes rosa de chuchería que guardaba en el congelador.
El sonido del teléfono interrumpió aquel homenaje calórico a la autocompasión.
Lena salió disparada a cogerlo.
—¿Sí?
—¿Lena? —preguntó la voz de Justice.
—¿Dónde has estado? —espetó sin poder contenerse—. Dijiste que llamarías a las siete y media —reprochó. Acto seguido se avergonzó de la actitud quejosa que había adoptado.
—Ya lo sé, nena; lo siento.
—¿Dónde estabas? —Pero ¿qué le estaba ocurriendo? Hablaba como una chica a la que hubieran dejado plantada, y este tipo o tipa era su chantajeador o chantajeadora, no su amante.
—Aquí, tratando de decidir si llamarte o no,
—¿Por?
Julia dudó antes de continuar
—Pregúntamelo otro día. Ahora cuéntame qué has hecho hoy.
Lena suspiró contenta sólo por el hecho de volver a hablar con él o ella. Se negó a permitirse reflexionar sobre lo importante que se había convertido esa persona desconocida para ella en menos de veinticuatro horas.
—He ido de compras y luego he comido con unas amigas.
—¿Has ido al museo?
—Sí. —Se armó de valor—. Esos cuadros… ¿Es así como me ves de verdad?
—Dime qué es lo que has visto tú en ellos.
—Había un cuadro de Betsabé desnuda. Es preciosa. Quiero decir, todas las mujeres que pinta Rubens tienen la cintura y el vientre anchos, pero parecen tan sensuales…
—Lo que quieres decir es que tienen muchas curvas y unos cuerpos brillantes, como tú.
El corazón de Lena se estremeció con aquellas palabras. ¿Lo creería realmente o estaría tomándole el pelo?
—¿De verdad te parece que… son atractivas las mujeres gordas?
—Me parece que eres sexy tú. ¿Has mirado esta tarde lo que había en la segunda caja?
—Sí, y no puedo creerme algunas de las cosas que he visto.
—¿Ha habido algo que te excitara? —había bajado la voz y el tono parecía más profundo.
—El body. Nunca había visto algo así. No sabía que los hacían…
—Lena —la interrumpió —, vamos a colocar la cámara y luego te lo pones y me lo enseñas.
Ella no se lo pensó dos veces. Filmarse no implicaba tener que entregarle la grabación, de modo que apretó con fuerza el botón del altavoz y solicitó instrucciones:
—Dime qué tengo que hacer.
Justice le hizo sacar la cámara de la caja y enchufar el alargador. Luego le sugirió que fuera a buscar un taburete y un destornillador. Cuando Lena hubo vuelto a la sala de estar, Justice le dijo que desatornillara la rejilla del conducto de aire acondicionado que había en el techo.
Lena se subió al taburete.
—No entiendo nada, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí arriba? —protestó.
—Enseguida lo verás —respondió Justice.
Con ayuda de la herramienta, Sandy retiró la rejilla y acto seguido apareció un cable eléctrico de color negro que le golpeó el hombro.
—Aquí hay un cable —comentó sorprendida.
—Claro, cielo. En cuanto lo enchufes a la cámara, tendremos conexión directa entre nosotros.
—¿Directa? ¿Cómo en un sistema de circuito cerrado de televisión?
—Eso es. Así te veré desde aquí.
—¿Y dónde es aquí? —Quiso saber—. ¿Estás en mi edificio?
—Deja de hacer tantas preguntas, anda, y enchufa la cámara de una vez.
Lena descendió del taburete. No había previsto nada como aquello. Hasta ahora, había contado con que podía grabarse sin tener que entregarle a Justice la filmación. Un circuito cerrado significaba que él tenía una pantalla y, seguramente, una grabadora instalada en algún sitio no muy lejano.
—No sé si esto me convence —acabó confesando.
—Vamos, nena. Me muero de ganas de verte. Y tú también quieres que yo te vea,
¿A que sí?
—Yo no soy Paris Hilton, ¿sabes? No quiero que haya vídeos míos rulando por ahí.
—No voy a grabarte, preciosa. Sólo quiero ver cómo te das placer.
—Perdona, pero no me lo creo —contestó ella con brusquedad.
Justice no replicó.
—Lena, cuando estabas mirando lo que había en la caja esta mañana, ¿encontraste la máscara?
—Sí —contestó. Le había extrañado dar con aquella elaborada pieza de arte engalanada con plumas y lentejuelas. Inspirada en las caretas de carnaval, le cubriría la parte superior del rostro sin lugar a dudas.
—Póntela si no me crees cuando te digo que no voy a grabarte. Con ella puesta, nadie podrá reconocerte en el caso de que hubiera una cinta.
Aunque la razón le indicaba que debía negarse, su intuición la animaba a arriesgarse por una vez. Durante un rato, la noche anterior, se había convertido en una mujer diferente: atrevida, sensual, excitante. Quería experimentar esa sensación de nuevo, le apetecía fiarse de Justice. Y también le gustaba la idea de conseguir que le rogara, de oírlo gemir, primero para suplicar y luego al dejarse llevar.
Lena se acercó al lugar donde estaba la caja y rebuscó hasta que encontró la máscara. Justice tenía razón: podía ocultar su identidad con aquello.
—Si cambio de idea, no te enfades conmigo, ¿eh?
—Claro que no. Si lo intentas y ves que no puedes, pasamos de la cámara.
Lena no tenía aún muy claro si creer a Justice o si le importaba siquiera si le estaba diciendo la verdad. Su verdad era que hacía meses, años, que no se sentía tan viva. La sangre parecía circularle a toda velocidad y el cuerpo se le estremecía excitado al imaginar lo que estaba por venir. No quería perder aquella sensación.
La torpeza de los dedos nerviosos de Lena hizo que le llevara varios minutos preparar la cámara. Se le caían las cosas y se veía obligada a descender del taburete para recuperar la herramienta o los tornillos. Justice se mostró paciente, ni levantó la voz ni le metió prisa.
—Te habrá costado un montón montar el cableado hasta mi piso —comentó Lena—, ¿cómo lo has hecho?
—Soy una persona muy dispuesta.
—¿Por qué no dejas que lo grabe yo?
—Porque entonces sería imposible que tuviéramos los orgasmos al mismo tiempo, y quiero correrme cuando lo hagas tú.
El estómago se le encogió con aquellas palabras; había vuelto a poner voz a su fantasía más secreta. Esto era surrealista. Junto los muslos y los apretó para disfrutar de la sensación que le proporcionaba el tejido sedoso en el sexo. Los labios de la vagina se le humedecieron, expectantes, como el resto del cuerpo, al imaginar lo que iba a suceder.
Lena tomó la máscara, se la colocó y luego se situó enfrente de la cámara, que conectó después de emitir un profundo suspiro.
—¿Me ves ahora? —comprobó.
—Te veo perfectamente. Desnúdate para que pueda mirarte, Lena.
La tensión le produjo un escalofrío. Lena miraba a la cámara como si fuera un conejo al que han enfocado con una luz.
—Vamos, nena, sin miedo. Desnúdate.
Lena se llevó las manos al primer botón de la camisa y lo desabrochó muy lentamente. Después pasó al segundo…, luego al tercero…
—Cielo, si no te das prisa en quitarte esa maldita blusa, voy a bajar ahí a quitártela yo misma.
Lena esbozó una sonrisa, encantada de ver que, con todo, ejercía algún poder sobre Justice.
Cuando se hubo abierto la blusa completamente, le dio la espalda a la cámara sin quitarse la camiseta y empezó, en cambio, a bajarse la cremallera de los pantalones.
—¡Lena! ¡Date la vuelta y mírame! —ordenó Justice.
—Éste es mi show, Justice. Si no te gusta lo que ves, cambia de canal —Lena se sorprendió de su propia brusquedad. Nunca se había puesto al mando de una situación de tipo sexual como lo estaba haciendo ahora.
—Aún no te has quitado la maldita camisa —protestó.
—Ten paciencia —respondió ella con una sonrisa maliciosa.
Después de haberse bajado la cremallera de los pantalones, los dejó caer hasta los tobillos. La blusa le llegaba justo por debajo de las nalgas.
—¿Sigues ahí, Justice? —preguntó.
—Esto es un martirio. Así no es como me había imaginado este momento.
—Las cosas no pueden salir siempre como tú quieres —respondió ella.
Lena se quitó la horquilla que le sujetaba el pelo en un moño y los rizos quedaron sueltos en mechones que le llegaban a la altura del hombro.
—¡Oh, nena! —gimió Justice.
Ella fue volviéndose lentamente hacia la cámara y con la camisa agarrada para cubrirse el cuerpo.
—¿Qué estás haciendo, vaquera? —preguntó.
—Aguantando la respiración, preciosa. Déjame ver esa maravilla de tetas, por favor.
Lena agradeció en silencio haber seguido el impulso que la había llevado a ponerse el body de Justice un rato antes. Se abrió la camisa, y aunque dejó que se viera un trozo del encaje negro, no retiró las manos que le cubrían los pechos.
—Lo llevas puesto… —gimió—. Estoy empalmándome sólo de ver ese encaje.
—Eso está bien —lo animó—, eso es lo que queremos.
Luego se dio la vuelta y dejó que la camisa le resbalara por los hombros.
—Diablos, Lena, date la vuelta. Quiero verte.
Ella sonrió antes de que la prenda cayera al suelo. Acto seguido, se volvió para situarse de cara a la cámara. Aparecía tapándose los pezones con los dedos.
La primera reacción de Lena al ver el body había sido de sorpresa al comprobar que no había tejido en la parte del pecho, salvo un refuerzo de seda debajo de los dos amplios agujeros en los que encajar los senos que quedarían, así, realzados. Sin embargo, cuando se vio con la prenda puesta, encontró que los pechos le quedaban completamente rodeados de tiras de encaje y sostenidos por los tirantes del conjunto. Había quedado fascinada con la visión de su propio cuerpo con aquella prenda calada y los pechos proyectados hacia fuera. Se veía seductora y sexy.
—Dios, Lena…, eres preciosa —respiró Justice—. Déjame verte los pezones.
Llevo un rato tratando de imaginar de qué color son.
—¿De qué color crees que son? —preguntó ella con tono pícaro.
—He visto mujeres que los tenían marrones o rojos, pero los tuyos creo que serán claros, rosados y claros.
Extasiada, Lena retiró las manos para dejar al descubierto sus pezones rosados y claros.
—¡Dios! ¡Lo sabía! —se felicitó Justice en un susurro—. Son preciosos, me muero de ganas de chupártelos.
Lena paseó los dedos alrededor de las areolas y los apretó y pellizcó hasta que quedaron erectos.
—Cielo, siéntate delante de la cámara para que te vea —rogó Justice.
Ella arrastró por el parquet una silla muy mullida hasta ubicarla en el campo de visión de Justice. Se sentó en el borde y esperó.
—Eso es. Ahora recuéstate.
Lena siguió sus instrucciones y se acomodó en el respaldo de color verde caza.
—Ahora extiende las piernas y colócalas por encima de los brazos de la silla.
Lena ya notaba las palpitaciones de su propio sexo. Exhibirse así para Justice era lo más atrevido que había hecho jamás.
—El body tiene unos botones en la parte inferior para que puedas abrírtelo por abajo —dijo con voz temblorosa.
—Ya lo sé. Quieres que me lo abra.
—Dios, sí…, por favor… —pidió en un murmullo.
—A condición de que te desabroches los pantalones tú también —exigió Lena.
—Hace rato que los tengo desabrochados, preciosa. Tengo los vaqueros por los tobillos. Tengo la erección tan dura que podría romper la puerta con ella.
Lena soltó una carcajada. Le encantaba excitarle como Justice lo hacía con ella.
—¿Estás seguro de que quieres ver esto?
—Sí, joder. Ábrete el body de una vez.
Lena se introdujo la mano derecha entre las piernas y se desabrochó la prenda.
El fino tejido de seda ya estaba mojado.
—Estoy empapada —explicó.
—¡Dios! Lena, tócate para que yo te vea.
—¿Estás tocándote tú?
—Me la estoy machacando como una loca, nena.
A ella le entró la risa. Se separó los labios inferiores para buscarse el clítoris y, con un movimiento circular, empezó a mimar su punto de placer que fue endureciéndose e hinchándose bajo sus caricias. Y tuvo que echar las caderas hacia delante.
—Tócate los pechos, Lena. Apriétate esos preciosos pezones rosa.
Con la mano izquierda, que tenía apoyada sobre la zona del ombligo, empezó a restregarse los senos.
—Eso es, cielo. Eres deliciosa.
Vencida por la tentación, Lena retiró la mano derecha del clítoris y levantó los dedos. Los flujos los habían empapado y dejado resbaladizos. Lena los mostro ante la cámara durante un rato y luego, muy lentamente, se los acercó a la boca y, sin decir nada, empezó a lamérselos.
A pesar del olor a sexo que desprendían, a Lena le supieron a especias.
Continuaba acariciándose el pecho y pellizcándose los pezones con la mano izquierda.
—¡Dios, cielo! —se oyó jadear a Justice.
Lena giró la mano, se la introdujo entera en la boca y empezó a chuparse los dedos. La respiración contenida de Justice le hizo saber que contaba con toda su atención. Inclinó la cabeza hacia atrás y levantó la mano para simular que chupaba el pene de Justice. En aquella postura, Justice tenía un primer plano de los músculos del cuello de Lena moviéndose mientras ella fingía estar tragando su semen.
—Lena… —gimió —, voy a explotar.
—Todavía no —masculló ella con los dedos aún en la boca.
Luego se sacó la mano, se levantó y continuó:
—No hasta que hayamos jugado con algunos de los regalitos que me ha traído
Papá Noel.
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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Miér Mar 04, 2015 1:22 pm

5
Lena alcanzó con el brazo la caja alargada que había dejado en la mesita de café y empezó a rebuscar en su interior. De repente lanzó una mirada de reojo hacia la cámara y preguntó:
—¿Te apetece algo en particular?
—Las pinzas para pezones —la voz de Justice estaba tensa y el evidente esfuerzo que había hecho por parecer natural divirtió a Lena.
—¿Te refieres a éstas? —quiso saber al levantar el instrumento que consistía en dos pequeñas pinzas cubiertas de goma unidas por una cadena plateada.
—Sí.
Por alguna razón, parecía que Justice era incapaz de producir frases completas.
Lena hizo esfuerzos por no reírse.
—Muy bien, éste es tu juguete. Ahora tenemos que buscar algo para mí. —Lena no podía creerse la facilidad con que había pasado a asumir el papel dominante en aquel juego sexual. Continuó hurgando en la caja hasta que dio con lo que parecía un huevo plateado unido por un cable a un mecanismo de control—. Esto valdrá: un huevo vibrador.
Lena levantó el instrumento para que pudiera verlo Justice, que lanzó un fuerte resoplido. Ella lo cogió todo y volvió a sentarse en la silla mullida.
—Veamos —comenzó a hablar tratando de parecer confusa—, ¿cómo funcionan estas pinzas?
—Me estás volviendo loca por la impaciencia —le confesó Justice.
Lena se volvió hacia la derecha y empleó el brazo para tapar la cámara y evitar así que Justice le viera los pechos. Cogió las pinzas gemelas y apretó una de ellas.
Como llevaban un muelle incorporado, las gomas se separaron y Lena se pinzó el pezón izquierdo. Al cerrarse de golpe, se le enganchó con fuerza al pecho.
—¡Uf! —Lena se inclinó hacia delante en un movimiento reflejo para tratar de calmar el intenso dolor que le producía. Movió las manos cerca de la pinza y estuvo a punto de quitársela, luego se lo pensó dos veces, consciente de que Justice estaba mirando.
Al cabo de un momento, se incorporó, tomó aire y esperó a que desapareciera el dolor. En un par de segundos la molestia ya había disminuido notablemente de modo que se centró entonces en la segunda pinza. Esta vez, la cerró tan despacio que sólo notó un ligero pellizco.
—Déjame verte, Lena —la voz de Justice sonaba apremiante.
Ella se dio la vuelta para dejar que le observara los pechos. El dolor en el izquierdo había desaparecido y se había transformado en un cálido cosquilleo.
Ahora ambos senos estaban extraordinariamente sensibles, como si algún amante hubiera pasado horas mordisqueándolos.
—Bueno, ¿qué opinas? —preguntó Sandy.
—Estás increíble.
La voz de Justice sonaba ahogada, lo que hizo que ella se convenciera de que aquel dolor merecía la pena: juntó los muslos para frotarlos entre sí y disfrutar, con ello, de una nueva oleada de excitación.
El vibrador seguía detrás de ella, justo donde lo había dejado al coger las pinzas.
Lo tomó y examinó el mecanismo de control, que parecía bastante sencillo: un interruptor y cinco velocidades. Lena dirigió la mirada a la cámara.
—Esto es para estimularme el clítoris, ¿verdad?
Ante la falta de respuesta, Lena volvió a intentarlo:
—Justice.
—Lo siento, nena. Estaba concentrada en mirarte y se me ha olvidado que no podías verme, así que me he limitado a asentir.
—Bueno, entonces vamos allá.
Lena se recostó en los cojines, extendió las piernas y las colocó, separadas, por encima de los brazos de la silla. El movimiento tensó la cadena plateada que unía las pinzas de los pezones, lo que le provocó un remolino de dolor y placer que la recorrió de arriba abajo al tiempo que la dejaba sin respiración. Una vez hubo recuperado el aliento, encendió el huevo vibrador y programó la velocidad lenta, luego se lo apretó contra los pliegues del sexo. Lo subía y lo bajaba… Aquella estimulación palpitante combinada con la presión de las pinzas era más de lo que era capaz de soportar.
—¡Dios mío! —murmuró.
Con los dedos de la mano izquierda, Lena se separó los labios vaginales para presionar el huevo directamente contra el clítoris.
—¡Oh…! —gimió.
—Quita las manos de en medio, quiero verlo —pidió Justice.
Lena le ignoró por completo.
—Da tanto gusto…
Lena cambió el peso corporal de cadera con la intención de vigilar el mecanismo de control. Con el índice, giró la ruleta hasta situarla en la velocidad media.
Aquel traqueteo tan sensual casi hizo que se cayera de la silla. Lena estaba poseída por el éxtasis, se le curvaron los dedos de los pies y los muslos se apretaron más con la intención de sostener el aparato aún más cerca. Inconscientemente, empezó a mover las caderas en corcovos de modo que el huevo acabó adentrándose más entre los pliegues.
—¡Madre mía! —musitó antes de volver a colocarse el aparato junto al clítoris.
—Lena, abre las piernas —Justice resollaba de tal forma que parecía que acababa de correr la maratón.
Obediente, ella las separó.
—Tienes un Zeke precioso…
Aunque Lena quería responder, impedida por la falta de aliento, no logró hacerlo. Se había concentrado totalmente en aquel espacio superior de la entrepierna y acabó corriéndose con fuertes sacudidas. Aunque al alcanzar el clímax se aferró a los cojines de la silla como si tratara de anclarse al mundo real, le pareció como si estuviera volando, ajena a la materia física que conformaba su cuerpo, girando a riesgo de salir disparada hacia el espacio.
Olvidado ya, el huevo cayó al suelo y arrastró con él el mecanismo de control.
Julia se recostó, fascinada por la visión del orgasmo de Lena. Le parecía que los pechos y el cuello estaban bañados en ese color rosado que tanto había admirado en el cuadro de Betsabé de Rubens. Deseó poder estar cerca de ella, alargar el brazo y palpar la calidez de su piel sonrosada para sentir el clímax que la hacía temblar de aquella manera.
Por su parte, Lena parecía ajena a su mirada, como si estuviera a años luz de distancia. Y eso no era lo que ella quería. Julia deseaba que ella gritara su nombre y se agarrara a ella en lugar de a aquellos cojines de la silla. Mientras colocaban la cámara, había imaginado que ésta sería su primera película porno interactiva, en la que no sólo podría mandar, sino también aparecer como protagonista. Sin embargo, la reacción de Lena le había dejado estupefacto. Era tan auténtica, tan honesta… Nada que ver con aquellas sacudidas que se fingen. Julia no se veía capaz de explicarlo: de repente no le parecía bien correrse mientras la miraba en la pantalla. No quería que todo se limitara a conseguir que Lena actuara para ella y su exclusivo disfrute.
«¿A quién engañas, Prada? Lo que tú quieres es clavársela.»
Esa era la verdad. Mirar le parecía ya insuficiente. Quería más. Ahora bien, «¿me dejaría tocarla?, ¿saborearla?, ¿follarla?», se preguntó. Julia se miró la erección. Estaba lista. Un par de caricias y se correría. Se la meneó una vez. «No. Así no. Lo que quería era follar.»
***
—Lena —la voz de Justice perforó la calima sexual que aún nublaba su mente.
Fue despejándose poco a poco. Empapada y con las piernas estiradas, continuaba repantingada sobre la silla. Levantó la cabeza y miró hacia la cámara.
—¿Qué?
—Ha sido increíble. Has estado increíble.
Algo en su voz había llamado la atención de Lena.
—¿Y tú? ¿No te has corrido?
—No. Quiero esperar.
—¿Esperar? ¿Esperar a qué?
—A ti.
Lena se incorporó, sin hacer caso de las manchas que los fluidos que emanaban de su sexo estaban dejando en la tapicería.
—¿Cómo?
—Lena, quiero tocarte. Quiero follarte de verdad.
De la sensación de tener mariposas volando en el interior de su estómago por los nervios nada, lo que Lena sintió fue equivalente a lo que provocaría una bandada de cuervos si lo atravesara. Señaló hacia la cámara.
—Justice, nos hemos pasado una hora entera montando este sistema de circuito cerrado — y mientras lo pensaba, apagó la cámara y se quitó la máscara.
—¡diablos! —protestó Justice.
—Ve al grano —saltó Lena mirando fijamente al altavoz del teléfono—. ¿Me estás diciendo que esto no te ha gustado?
—No, cielo. Ha sido una pasada. Es que no puedo aguantar más. Te quiero a ti, no a la jodida pantalla de la tele.
Lena no estaba preparada para algo así. Hacía veinticuatro horas ese tipo había estado chantajeándola y ahora quería entrar en su piso y en su cuerpo. Todo aquello era una locura.
—Lena, preciosa, ya sé que tienes miedo. Como yo, un poco. Yo tampoco había hecho algo así en mi vida, pero me gustas tanto… Tengo tantas ganas de que estemos juntas que no puedo soportarlo.
Lo más aterrador de todo era que Lena también quería. Justice ya sabía cómo era ella físicamente; sin embargo, lo único con lo que ella contaba era con una imagen mental borrosa de cómo creía que era ella.
Aunque, ¿y si después de acostarse juntas, Justice dejaba de interesarse por ella?
¡Qué demonios! ¿En qué estaba pensando? ¿Y si se trataba de un enfermo sexual?
Lena se acordó de Leah, que siempre la animaba a ser más atrevida, a arriesgarse más.
—No sé —dijo finalmente en voz alta—; creo que no me sentiría segura si vinieras a mi piso, y yo no pienso ir al tuyo.
—Está bien, pues veámonos en un sitio público, donde podamos tomar algo y conocernos.
Lena no se había esperado nada de ese calibre.
—¿Quieres decir… como en una cita?
—Si quieres llamarlo así, vale, sí, como en una cita.
—¿Cuándo?
—¿Por qué no ahora mismo? Aún es pronto. Hay un montón de bares abiertos todavía en la avenida McKinney. Podemos quedar en alguno para tomar algo y contarnos nuestras fantasías a la cara.
—Yo necesito una hora —se oyó exigir.
—Anda, Len. No hace falta que te arregles para mí, sé perfectamente cómo eres. Media hora.
—Sí, pero no me has visto de cerca. Cuarenta y cinco minutos.
—Vale. Dentro de tres cuartos de hora en el Jerry's.
Jerry's era uno de los bares preferidos de Lena. Se sentía a gusto allí. Después de dudar si preguntarle si Justice ya lo sabía, decidió que mejor sería no enterarse; de asustarle la idea, se echaría para atrás.
—En el Jerry's. ¿Y cómo voy a reconocerte?
—No te preocupes, preciosa. Ya te reconoceré yo. Me muero de ganas de tocar esa piel tan suave y perfecta que tienes.
Lena se levantó de un salto y apagó el teléfono. Después de retirarse con mucho cuidado las pinzas de los pezones, las depositó en la caja. Fue corriendo al cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y se cubrió el pelo con un gorro de plástico.
Mientras se lavaba, trató de concentrarse en lo que hacía en lugar de volver a plantearse lo de ver a Justice, porque si lo hacía, se vería incapaz de acudir a la cita.
Cuando se hubo aclarado, se envolvió en una enorme toalla y empezó a pensar en qué se pondría. Unos vaqueros y una parte de arriba mona eran lo típico y ella quería algo especial aquella noche. Tras dedicar cinco frustrantes minutos a elegir prendas que acababa descartando, sacó un vestido corto de color negro que tenía en el armario. Aunque Dora la había convencido en su día para que lo comprara, aún no lo había estrenado.
El vestido tenía un escote de barco, un cinturón ancho en la cintura y un dobladillo que quedaba un palmo por encima de las rodillas. Lena tenía unas piernas bonitas y esperaba lograr que Justice se concentrara en ellas en lugar de hacerlo en sus anchas caderas y en su tripa si se alzaba en unos taconazos negros y no llevaba medias.
Sin darse oportunidad de pensárselo dos veces, se enfundó el vestido y se ajustó el sujetador que llevaba incorporado. Se observó en el espejo mientras se bajaba la tela por las caderas. Le quedaba mucho mejor de lo que recordaba.
Tras hurgar infructuosamente en su cajón de ropa íntima en busca de algo sexy, optó por no llevar bragas. Lena sonrió para sí en el espejo, convencida de que
Justice no protestaría.
Durante los quince minutos que empleó en maquillarse, se preguntó cien veces si estaba loca. Se acordó de todos los consejos que había leído, todas las historias de miedo que había visto en la tele… ¿Y si Justice era un asesino en serie que acechaba a las mujeres antes de matarlas?
Por otro lado, aquello no era como meterse en un coche y huir con alguien desconocido. Ellos iban a ir al Jerry's, un bar que estaba por su barrio; no podía pasarle nada en un lugar público. Y, en cualquier caso, estaría pendiente de su copa para asegurarse de que él no le echaba nada en ella.
Se había acostumbrado desde pequeña a seguir una serie de rituales que la hacían sentir segura, como cerrar bien la puerta del armario o fijarse en que la ventana del baño no estuviera abierta antes de irse a la cama aunque supiera bien que ni había monstruos entre su ropa, ni había abierto la ventana en todo el día.
Además, colocaba las zapatillas junto a la cama siempre del mismo modo: en paralelo y sin tocarse.
Aquella noche, mientras se realzaba las pestañas con el rímel, deseó encontrar algo que le hiciera sentirse más segura respecto al encuentro con Justice. En la época en la que salía con chicos, iba con Leah a los bares y cumplían a rajatabla su sistema de guardaespaldas. Ninguna se iba a casa con un tío al que acababa de conocer, siempre se los presentaban una a la otra, para presumir, claro, y con la intención de que el sujeto en cuestión cayera en la cuenta de que la otra podría reconocerlo si al final acababa violando o robando a la amiga. Con todo, Lenasiempre había sabido que aquello no era más que otra forma de hacer que se sintiera segura y, por eso, ahora le apetecía que Leah conociera a Justice, pero aquella noche su amiga había quedado con su último ligue.
Al ahuecarse la melena por última vez, pensó que no estaría mal llamar a Leah y dejarle un mensaje en el contestador. Aliviada, marcó el número de su amiga y dijo:
—Hola, cielo. Son casi las diez menos cuarto de la noche del sábado; me voy al
Jerry's a ver a alguien que no conocí por ahí, sino, bueno…, por teléfono. He pensado que sería mejor contárselo a alguien por si luego resulta que en realidad es
Jack el Destripador. Espero que te lo estés pasando bien con Richard. Ya hablamos.
Colgó, reconfortada. Aunque se tratara de un ritual inútil —ni siquiera sabía el verdadero nombre de Justice—, llamar a Leah la había tranquilizado.
El teléfono sonó. «Por favor, que no sea él para anular la cita. No podría soportarlo.» Agarró con fuerza el auricular.
—¿Sí?
—Elena, soy tu madre —a Sandy le dio un vuelco el corazón—. Te llamo para recordarte que todavía tienes que comprarte un traje para ir de dama de honor a la boda.
—¡Uy! Es verdad, mamá, gracias. Lo haré la semana que viene.
—¿La semana que viene? Hace ya dos semanas que tendrías que haberlo hecho…, aunque no te culpo, si yo pesara lo mismo que tú, tampoco me apetecería ir a probarme vestidos.
Por una vez, los punzantes comentarios de su madre le resbalaron completamente.
—Sí, mamá, gracias por llamarme. Iré la semana que viene sin falta.
—Espera un momento, pero ¿por qué tienes tanta prisa?
—He quedado con alguien y me está esperando. Ya hablaremos.
Lena colgó y se dirigió a la puerta consciente de que aquello no quedaría así: su madre se la devolvería con creces. Por ahora, a pesar de todo, Lena podía disfrutar con la imagen de Inessa Katina completamente desencajada, sentada y con la mirada clavada en el teléfono.
Al cabo de unos minutos entró en el Jerry's y echó un vistazo.
El bar era el típico local de barrio: máquinas de discos de vinilo a lo largo de dos de los lados y mesas pequeñas abarrotadas en el centro. Contaba también con una minúscula pista de baile que los fines de semana hacía las veces de escenario; aquella noche, por ejemplo, había un dúo, una pareja de la zona que tocaba a cambio de copas y propinas.
Eran las diez y media de un sábado por la noche y el bar estaba bastante lleno, de modo que Lena tuvo que conformarse con una mesa situada más cerca de la pista de baile de lo que quería. Se sentó y sonrió a Pete, el camarero, que, tras asentir, le entregó un botellín de cerveza, su habitual Budweiser Light, a Annie, la camarera, después de decirle algo.
—Hola, Lena —saludó Annie al depositar el posavasos y la botella—, ¿dónde está Leah?
—Ha quedado con un chico. Yo estoy esperando a alguien —le gustó poder pronunciar aquellas palabras.
—Muy bien, avísame si me necesitas.
—Vale, gracias.
Había una sola pareja en la pista de baile y Lena los escrutó con actitud crítica: más que bailar, estaban toqueteándose.
—¿Quieres bailar?
Lena levantó la cabeza y se encontró a Dennis, que mostraba una sonrisita burlona.
Dennis también solía ir a aquel bar casi todos los fines de semana, y siempre con ganas de ligar. Leah y Lena solían reírse de él por aquella obstinada búsqueda de entrepierna…, que acaba encontrando más a menudo de lo que ellas imaginaban.
En cualquier caso, no es que estuviera bien, su éxito residía más bien en lo decidido que era.
—No, gracias, Dennis —respondió.
—¿Y por qué no? Tú estás sola, yo también y es sábado por la noche. Podemos hacernos compañía.
—No, gracias —repitió.
—Venga, anda, baila un poquito conmigo. Te invito a una copa.
—Creo que la señorita ya le ha dicho que no —tanto Dennis como Lena se pegaron un susto. La familiaridad de aquella voz hizo que Lena abriera los ojos exageradamente y tensara los muslos—. Siento el retraso, cielo —se disculpó Justice antes de inclinarse a darle un beso en la mejilla a Lena.
—No te preocupes —tartamudeó ella.
Justice se incorporó y se quedó mirando a Dennis.
—¿Sigues ahí todavía?
Dennis mostró las dos palmas de las manos en actitud tranquilizadora.
—Lo siento. No pretendía cazar en tu territorio —respondió antes de retirarse con andares desgarbados en busca de una nueva presa.
Justice se sentó en la silla que había al lado de la de Lena. Se inclinó y le olió el cabello:
—Maravilloso, lo sabía.
Luego se recostó y le dedicó una sonrisa.
Lena, por su parte, se mantenía demasiado ocupada observándole como para hablar. Justice no había mentido sobre su pelo oscuro y lacio; aunque lo llevaba corto, a Lena no le costó intuir los lacios cabellos alborotados incipientes. Iba perfectamente peinada y tenía aspecto de ser del centro del país: de mandíbulas marcadas y un aire ligeramente nórdico. Tenía los ojos azules y una boca bastante grande. Lena le imaginó chupándole el pezón y notó que el sexo se le estremecía.
Justice llevaba puesta una camisa azul, unos vaqueros y una cazadora. De repente tomó a Lena de la mano y la invitó a salir a la pista.
—Vamos a bailar, encanto.
Ella le dejó que la guiara hasta el centro del local. El dúo musical estaba disfrutando de un descanso y por los altavoces sonaba ahora una balada romántica de la década de 1970. Justice atrajo a Lena hacia él de modo que le rozaba la frente con los labios, tan cerca, que al respirar le movía algunos mechones de pelo.
Lena medía un metro cincuenta y Justice llegaba por lo menos al metro ochenta. La presión del pene contra su vientre le hizo deducir que Justice estaba encantada de estar allí.
Lena apoyó la cara sobre su hombro derecho y rodeó a Justice con los brazos.
Bailaron en silencio disfrutando de la música y de su mutua compañía. Justice se rozó contra ella, aunque de ningún modo de la forma en que el otro chico que había en la pista lo había hecho con su pareja un poco antes. Para cuando acabó la canción, el pianista y el guitarrista ya habían regresado del receso. Justice llevó a Lena de nuevo hacia la mesa y apartó la silla para que ella se sentara.
—¿Paso el examen, entonces?
—Yo creo que sí —respondió Lena con una sonrisa—. ¿Cuándo me viste en el balcón por primera vez?
Justice negó con la cabeza.
—Nada de preguntas.
—Eso no es justo, tú acabas de hacerme una.
Justice sonrió.
—Tienes razón. Tendría que haber dicho «nada de preguntas curiosas». Vamos a disfrutar de la noche y la una de la otra.
Lena se quedó en silencio. Tampoco tenía muy claro qué responder a aquello.
Justice acababa de eliminar la posibilidad de emplear las típicas preguntas de una primera cita, como «¿dónde vives?», «¿a qué te dedicas?», «¿cómo te llamas?»…
Justice alargó el brazo para colocar su mano sobre la de Lena.
—Sé que todo esto te resulta extraño, pero también lo es para mí. Te dije la verdad cuando te conté que nunca había hecho algo así en mi vida.
—Pues se te da de maravilla —replicó ella casi en un murmullo.
Antes de que Justice pudiera reaccionar, Annie apareció para tomar nota del pedido: una Coors para Justice y otra Budweiser Light para Lena. Cuando se quedaron solas de nuevo, se produjo un momento de silencio incómodo. Aunque Lena trataba de pensar en algo que decir, parecía que la mente le funcionara con lentitud.
—Cuéntame algo de ti que no sepa nadie —propuso Justice.
Ella ladeó ligeramente la cabeza:
—¿Algo de mí que no sepa nadie? Dame un momento para hacer memoria.
—No, no; dime lo primero que te venga a la cabeza.
Lena esbozó una sonrisa de arrepentimiento.
—Bueno, después de pasarme los últimos minutos tratando de pensar en algo que decir, lo primero que se me ha ocurrido es que me he leído la serie completa de Zane Grey.
—¿Zane Grey? —Justice frunció el ceño, sorprendido—, ¿te refieres al escritor de novelas del Oeste?
Ella asintió al tiempo que acariciaba con un dedo la botella de cerveza.
—Cuando tenía doce años, estaba loca por mi vecino, Tim Shores, al que le encantaban las obras de Zane Grey, de modo que empecé a leérmelas con la intención de tener un tema de conversación para hablar con él.
Justice sonrió.
—¿Funcionó?
Lena negó con la cabeza entre risas.
—Me temo que no. Creo que fue porque no logré dar con la forma de transformar Jinetes de la pradera roja en una conversación que pareciera espontánea.
La risa de Justice era agradable, cálida y amable.
—Te toca —le recordó Lena—, cuéntame algo de ti que no sepa nadie.
El inclinó la silla hacia atrás de modo que sólo quedó apoyada en las patas traseras.
—Bueno, pues ya que hablamos de amores de la infancia, te contaré que estuve totalmente enamorada de alguien a los dieciséis años. Era una rubia preciosa y también era mi vecina.
Lena se obligó a mantener la sonrisa.
—¿Y tú le gustabas a ella?
—¡Qué va! Yo era una infante para ella, que tenía treinta años y era una madre soltera con dos hijos. Yo solía pasar ratos fuera lavando y sacando brillo al coche para poder verla cuando volvía a casa después del trabajo.
—Así que nunca le contaste que te gustaba.
—Entonces no. Tiempo después, cuando acabé la Escuela Militar, me la encontré un día en el supermercado y salimos a tomar algo.
Lena arqueó las cejas.
—¿Y llegasteis a consumar vuestra pasión?
Su encantadora sonrisa resultaba aún más sexy que el sonido de su risa.
—Sí. Parece que a las mujeres de cuarenta les encanta enterarse de que provocaron la lujuria de un adolescente.
Ambos empezaron a carcajearse.
—Esto no es justo —protestó Lena—; se supone que tenías que contarme algo que no supiera nadie y parece obvio que tu señora Robinson en esta nueva versión de El graduado conoce de sobra la historia.
Justice volvió a negar con un gesto.
—No, hay otra parte de la historia que ella nunca llegó a conocer; yo solía hacer de canguro de sus niños porque quería que ella me viera como un adulto responsable y… —bajó la mirada— porque quería que ellos se acostumbraran a verme y evitar así que no acabaran estropeando los planes de boda entre su madre y yo en un futuro.
Dijo esto justo en el momento en que Lena bebía el último sorbo de cerveza, de modo que al empezar a reírse acabó tosiendo y casi se atragantó.
Annie apareció con otro par de cervezas y le preguntó a Lena si quería un vaso de agua. Ella rechazó la oferta moviendo la cabeza mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. En cuanto se recuperó, dirigió una mirada de reproche a Justice.
—Lo has hecho a propósito.
—Te juro que no. Sólo estaba intentando compartir contigo algo que no sabe nadie más.
El intercambio de secretos había roto el hielo y la conversación fluía ahora de forma menos forzada.
Charlaron otro rato y luego volvieron a bailar. De vuelta ya a la mesa, Justice se inclinó hacia delante y le preguntó al oído.
—¿Qué llevas debajo de ese vestido?
Aquellas palabras le resultaron a Sandy tan excitantes como una descarga eléctrica que le recorriera la columna. Se quedó mirándolo.
—Nada —respondió con la boca casi seca.
Comprobó que aquel dato iluminaba los ojos de Justice y supo que el fuego había prendido.
—Lena, cielo, ¿te apetece que vayamos ahora a tu casa?
—Si aún no te has terminado la cerveza —replicó ella.
Justice sacó su cartera, extrajo un billete de veinte dólares que depositó en la mesa y añadió:
—Ahí va eso. Solucionado. ¡Vámonos!
Luego tomó a Lena del brazo y ella se dejó guiar hasta la puerta. Justice la abrió y, antes de que ella pudiera pasar, un hombre se le adelantó y se cruzó con Lena.
—Usted… —musitó ella, situada cara a cara con el dominador por primera vez.








6
El dominador mostró una amplia sonrisa al mirarla de arriba abajo.
—Me temo que estoy en desventaja. ¿Nos conocemos?
Luego entró en el bar seguido de la chica a la que Lena había apodado la muñequita.
Aún desencajada, Lena seguía boquiabierta. Justice tiró de ella para alejarla de aquel tipo.
—No, es sólo que le encantan las personas bien vestidas. Vamos, cielo, tenemos que irnos a casa.
Sin darle tiempo a responder, Justice pasó por delante del dominador para salir con Lena a rastras. En cuanto se hubo cerrado la puerta tras ellas, Justice empezó a caminar a toda velocidad en dirección sur por la avenida McKinney mientras mantenía cogida por el codo a Lena, que todavía tardó otros tres o cuatro pasos en recuperarse y retirar el brazo. De repente, se quedó parada en medio de la acera.
—Mi casa está en el otro sentido.
Al echar la mirada atrás, Lena vio al dominador que, desde fuera del bar, les miraba mientras se alejaban.
—Ya lo sé. Tú sigue caminando. ¡Vamos! —Justice tiró de ella con fuerza—. ¡No mires hacia atrás, por lo que más quieras!
Lena decidió no discutir y permitió que la guiara a toda velocidad por la calle.
Estaba confundida, primero por aquel inesperado encuentro con el dominador y luego por el hecho de que parecía claro que Justice lo conocía. Si bien por un lado le agradecía que la hubiera ayudado a salir del paso sacándola de allí antes de que quedara totalmente en ridículo, por otro, quería saber qué era lo que estaba ocurriendo.
Un par de manzanas más adelante, él giró a la izquierda y se metió en una heladería. Había unos cuatro o cinco clientes esperando a que les sirvieran un helado italiano y ninguno de ellos les prestó atención.
—Justice, ¿qué ocurre? ¿Qué es lo que pasa?
—Julia , me llamo Julia —musitó ella. Luego se dirigió a una de las esquinas del local y se colocó cerca de una ventana desde la que se veía la calle.
—Julia —Lena pronunció su nombre a modo de prueba y le gustó cómo sonaba—. ¿Qué narices ocurre, Julia?
Ella negó con la cabeza y fijó la mirada en el tráfico del exterior. Lena esperó a que se volviera para mirarla.
—Venga, vámonos —le indicó mientras la cogía de la mano.
—No, no nos vamos a ningún sitio hasta que no me expliques qué es lo que acaba de ocurrir —respondió ella en voz baja, pero con firmeza.
Julia miró a las personas que las rodeaban.
—Salgamos de aquí primero.
Una vez fuera del local, Julia empezó a caminar de nuevo en dirección sur.
—Cielo, mi piso está hacia el otro lado —le recordó ella ya algo irritada.
—Ya lo sé, pero vamos a dar la vuelta a la manzana para ir por la calle Oak Grove.
Oak Grove corría paralela a la avenida McKinney hacia el este y solía estar menos concurrida debido a la presencia de un viejo cementerio en desuso que se extendía a lo largo de todo el paseo. Durante la reforma urbanística del vecindario, los constructores habían sido incapaces de obtener licencias para trasladarlo y sacarlo de allí porque en él había tumbas de la guerra de Secesión.
El hecho de que Julia hubiera propuesto volver por una calle casi desierta hizo que se encendieran todas las alarmas en la mente de Lena, que volvió a ponerse nerviosa con la idea de quedarse sola con ella.
—No, yo me voy por donde hemos venido. Tú haz lo que quieras, puedes quedarte o venir conmigo —entonces dio la vuelta y empezó a caminar hacia el norte para ir a su casa.
—Lena, por favor, esto es importante. Si no quieres que volvamos por Oak Grove, lo haremos por Colé.
La avenida Colé corría paralela a McKinney, pero estaba situada una manzana hacia el oeste y quedaba por detrás del piso del dominador. Era una calle mucho más transitada, de modo que, después de pensárselo un momento, Sandy accedió.
Esperaron a que pasara un coche antes de cruzar la avenida, luego avanzaron hasta Colé y empezaron a caminar en dirección norte. Lena fue la primera en romper el silencio.
—Vale, listo, ¿de qué va todo esto?
—Lena, ese tío es peligroso. Se llama Víctor Cabrini y es el objetivo de todos los agentes de esta parte del país. Debes procurar no tener nada que ver con él —le explicó con seriedad.
Ella se quedó mirándolo fijamente un momento antes de preguntarle:
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Porque sí. Tienes que creerme, por favor.
A Lena se le tensaron los hombros y volvió a detenerse, con lo que forzó a Julia a hacer lo mismo.
—No haces más que pedirme que confíe en ti, pero eres tú quien no se fía de mí lo suficiente como para contarme lo que ocurre. Y no quiero que esto siga así.
—Ya lo sé, cielo. Aguanta un poco más y te lo contaré todo. Te lo prometo.
O le estaba contando la verdad o era la mejor mentirosa que había visto nunca.
Lena reemprendió la marcha hacia su casa.
Caminaron en silencio. Ella notaba que Julia estaba tensa. Miraba a todas partes como si temiera encontrarse a alguien.
La agradable brisa de septiembre se colaba entre las ramas y las hojas de los robles. Aunque eran más de las once, la avenida Colé permanecía en plena actividad. Había varias personas paseando a sus perros, y un par de parejas que iban en sentido opuesto al suyo comentaban la película que acababan de ver en el cine.
Lena pensó en lo que Julia había dicho. ¿Cómo era posible que supiera que el dominador era un mañoso? Los ciudadanos normales y corrientes no solían tener la capacidad de reconocer a esa clase de tipos a primera vista. Sólo los policías podrían hacerlo, o bien los propios mañosos.
Si Julia era poli, tendría que enseñarle la placa, y si no lo hacía, las posibilidades de que se tratara de una delincuente —o de una sórdida abogada que se dedicara a defender a mañosos— aumentarían. En cualquier caso, la idea de poder estar recorriendo las calles de Dallas con alguien que se relacionaba con gentuza de ese calibre no resultaba demasiado tranquilizadora.
Cuando se encontraban ya a la altura del edificio de Cabrini, Julia la empujó hacia un garaje.
—¿Qué…?
—Lena, escúchame. Hay alguien siguiéndonos —Ella hizo el ademán de volverse, pero Julia se lo impidió tirando de ella hacia sí—. ¡No! No mires hacia atrás. Sigue caminando.
—¿De qué hablas? ¿Por qué iban a…?
—Porque has llamado la atención de Cabrini —la interrumpió de nuevo—. Quiere saber quiénes somos. Vamos a meternos en el garaje.
Caminaron hacia la entrada de los coches de residentes y bordearon la barra baja que bloqueaba el resto del tráfico. El suelo se convirtió en una cuesta arriba.
Aunque la iluminación era buena para tratarse de un aparcamiento, las sombras acechaban entre los coches y en los rincones oscuros.
—Julia —lo llamó.
—¡Chsss…! —Julia estaba recorriendo el lugar con la mirada mientras tiraba de
Lena cuesta arriba. Aparentemente satisfecho al comprobar que el lugar estaba vacío, se inclinó hacia ella y la miró a los ojos.
—Lena —su voz sonaba apremiante—, quiero que subas la cuesta hasta llegar arriba. Aunque no se ven desde aquí, al llegar encontrarás un par de ascensores. Si llegas antes de que yo te alcance, sube hasta el portal y espérame allí —después de dudarlo un momento, le dio un beso en la mejilla—. Si en cinco minutos no estoy allí, dile al conserje que llame a la policía, ¿de acuerdo?
—Pero, Julia…
—No hay tiempo para discusiones. Sólo hazlo, ¿vale?
Lena asintió con un único movimiento de cabeza. Julia le apretó el hombro antes de dejarla para esconderse en la sombra que había entre dos coches.
Lena se contuvo y en lugar de darse la vuelta para comprobar si efectivamente había alguien que los seguía, dio un paso adelante algo insegura. «Acabemos con esto de una vez.»
***
«No puedo creer que le haya hecho esto.» Julia permanecía en cuclillas entre un
Cadillac y un Jaguar, desde donde oía alejarse las pisadas de Lena. Se sacó el arma que llevaba en la cintura y comprobó que el seguro estaba en su sitio. «¿Estás segura de que estás haciendo lo correcto?»
Mierda, no, no lo estaba, pero ¿qué iba a hacer? ¿Permitir que el tipo la siguiera hasta su propia casa? Si Cabrini quería encontrarla, lo haría. Esto no era más que una forma de retrasarlo.
Se agachó para echar un vistazo debajo de los vehículos. Habría unos mil; dos mil; tres mil; cuatro… Oyó el ruido del ascensor. Bien. Eso significaba que Lena ya había salido de allí.
De repente descubrió a lo lejos las piernas de la persona que había estado siguiéndolos. El tipo se movía con rapidez y resultaba evidente que trataba de ver a qué piso subía el ascensor.
Julia se puso en tensión y se obligó a esperar hasta que su perseguidor estuvo a medio paso de distancia del lugar en el que permanecía escondido. Entonces saltó hacia delante y se lanzó sobre él por la espalda. El desconocido, alertado por algo en el último momento, se volvió justo cuando Julia caía sobre él.
La policía le golpeó la nuca con la culata de la pistola y lo derribó en silencio. Lo agarró a tiempo para impedir que se golpeara contra el suelo y luego recostó el cuerpo inconsciente sobre el cemento. Después volvió a guardarse el arma y se arrodilló para tomarle el pulso: todo en orden, el corazón le latía con fuerza y regularidad. Tampoco había sangre.
Contenta de que el hombre sólo hubiera perdido el sentido, echó un vistazo con rapidez. El garaje continuaba vacío. Cambió de posición y se colocó detrás de la cabeza del tipo. Se inclinó, le pasó los brazos por debajo de las axilas y lo incorporó.
El sonido metálico de un coche en la entrada anunció la llegada de algún inquilino.
Tenía que actuar con rapidez.
Arrastró el cuerpo entre dos coches, se agachó y esperó a que el vehículo que entraba —un todoterreno— pasara de largo el lugar en que se agazapaba y continuara hacia algún piso superior.
Una vez recuperado el silencio, Julia cacheó al hombre. Le quitó un arma y se la metió en el bolsillo de la chaqueta; tras localizar la billetera, comprobó el documento de identidad y volvió a depositarlo en su sitio.
«Espabílate —se dijo—, o Lena llamará a la policía y tendrás problemas.»
Se apartó del tipo, se irguió y se dirigió hacia los ascensores. Al llegar decidió subir por las escaleras a toda prisa. Entró en el portal justo en el momento en que el conserje le preguntaba a Lena:
—¿Y a qué inquilino viene a ver usted?
—Perdona que llegue tarde, cielo —interrumpió Julia. La mirada de alivio que vio en la cara de Lena le hizo sentir culpable. Entonces miró al portero—. Éste es el edificio Roanoke, ¿verdad?
—No —corrigió el hombre de mediana edad—, están ustedes en el Thackeray
Faire. El Roanoke está al final de la calle —y señaló hacia el norte.
—Vaya, sentimos mucho haberlo molestado. Vamos, cariño.
Julia tomó a Lena del brazo y la llevó hasta la puerta. Ella se dejó guiar.
Una vez en la calle, se cercioró de que no hubiera nadie sospechoso por ningún lado y empujó a Lena en dirección norte con delicadeza.
—Mi piso está justo enfrente, al otro lado de la calle.
Lena la cogió de la mano antes de que ella pudiera reaccionar.
—Ya lo sé, cielo, pero el vigilante está mirándonos y no quiero que vea dónde vives.
Lena dejó escapar un suspiro, pero no protestó. Caminaron en la dirección indicada hasta pasar una manzana antes de cruzar la calle. Julia agradeció que Lena no hubiera empezado a interrogarla nada más verla. Ya tenía bastante con vigilar por delante y por detrás. Más adelante, insistió en que continuaran un bloque más tras el edificio del dominador —o, más bien, de Cabrini— antes de cruzar a la acera de Lena, quien notaba que Julia estaba muy tensa y decidió seguirle la corriente.
Con todo, no dejó de mirarla de reojo: Julia se mantenía demasiado concentrada en controlarlo todo como para darse cuenta. Todo aquello parecía sacado de una peli de espías, y una parte de ella estaba disfrutando de la intriga y de la sensación de sentirse protegida por un hombre fuerte y apuesto. La situación la convertía en una sexy mujer fatal.
Cuando por fin cruzaron la calle, Lena sugirió:
—Si crees que pueden vernos entrar en el edificio, podemos atajar por el garaje, así evitaremos pasar por la entrada principal.
—Buena idea —dijo ella.
Lena le guió hasta la entrada del garaje. Pasaron por delante de dos hileras de coches hasta que alcanzaron la puerta lateral del bajo, que Lena abrió con su llave.
Como Julia había logrado contagiarle su preocupación, en lugar de tomar el ascensor de atrás, llevó a Julia por detrás de las cámaras de seguridad del portal, sin que dijera una sola palabra al respecto. Sin embargo, se aseguró de que, al saludar al conserje, Julia se diera cuenta de que aquél se había fijado en su cara.
A salvo en el ascensor que los llevaba hasta el piso de Lena, Julia se sintió por fin relajada. Ella percibió que liberaba la tensión.
—Gracias por seguirme la corriente ahí fuera —le agradeció.
Lena asintió.
—Ahora cuéntame, ¿qué es lo que ha pasado en el garaje?
Julia se metió las manos en los bolsillos y explicó:
—Me lo he quitado de encima. Ahora debe de estar despertándose con un tremendo dolor de cabeza.
—¿Lo has… agredido? —quiso saber ella, casi incapaz de pronunciar las palabras.
—Lo he disuadido. Llevaba… —empezó mientras se sacaba de la chaqueta la pequeña pistola negra para enseñársela.
Lena miró atónita cómo Julia extraía las balas del arma y se las ofrecía. Se quedó mirando las letales bolitas metálicas que sostenía ahora en la palma de la mano. «Vale, si cree que con vaciarla va a dejarme más tranquila, lo lleva claro. Tú no vas a ver mi piso ni de broma, y mucho menos mis bragas si las llevara puestas.»
Le devolvió las balas y presionó el botón de EMERGENCIA.
El ascensor se paró en seco y la alarma empezó a sonar. Lena se mantuvo imperturbable ante aquel tremendo pitido.
—Muy bien, Julia, o me enseñas algún tipo de identificación o bajamos directamente al portal. Ahora mismo.
Ella se sacó del bolsillo una cartera de piel que abrió para mostrar su placa. El teléfono del ascensor empezó a sonar. Lena hizo como que no lo escuchaba y se inclinó para leer en alto los datos que aparecían escritos:
—Agente Julia Volkova. ¿Eres poli?
—Eso es —confirmó ella—. ¿Contesto ya? —preguntó mientras señalaba el teléfono. En cuanto Lena asintió, Julia descolgó el auricular—: Oiga, lo siento mucho, le hemos dado al botón que no era sin querer. —Volvió a apretar el botón de seguridad y la alarma se detuvo. El ascensor se agitó y luego reinició el ascenso. — Sí, ya sé que es algo tarde. Lo siento.
Colgó.
—Parece que hemos despertado al vigilante.
Lena se encogió de hombros.
—Sobrevivirá.
—¿Ya te sientes mejor? —preguntó, apoyada en la pared del ascensor.
Ella asintió.
—Sólo quería comprobar que no eras una sórdida delincuente.
Julia arqueó una ceja antes de contestar:
—¿Satisfecha?
—Sólo por ahora.
Julia se irguió y tomó a Lena por la cintura aunque, en lugar de atraerla hacia ella, se quedó esperando, como si pidiera permiso.
Si bien invitarla a su piso no era lo más inteligente que podía hacer, llevaba dos años durmiendo sin compañía y en aquellos momentos el sentido común no guiaba tanto sus actuaciones como acostumbraba. Lena echaba de menos el sexo.
Añoraba la intimidad, la emoción, la comodidad al estar desnuda delante de alguien. Se acordaba de que Leah la animaba a que fuera más lanzada, más espontánea. A pesar de la forma tan poco ortodoxa en que se habían conocido, Julia había sido amable y a ella le apetecía sentir aquellos labios y aquellas manos sobre su cuerpo.
Julia seguía esperando a que Lena diera el primer paso. Ella se puso de puntillas y la besó por primera vez. En cuanto sus labios se posaron sobre los de ella, todo pareció desvanecerse…, todo salvo su sabor, su tacto y su olor.
***
Julia se había mantenido en silencio durante el trayecto que separaba el portal de Cabrini y el edificio de Lena, atento aún a cualquier signo de la presencia del mafioso o del equipo de vigilancia. «¡Mierda! El teniente va a cortarme la cabeza por haber tenido contacto con una persona vigilada con la operación aún abierta.
¿Qué rayos voy a decirle?»
Aunque nadie lo había visto noquear a la rata de Cabrini, de eso estaba segura, también estaba convencido de que el equipo de vigilancia lo había reconocido al salir del bar. Con suerte, aquello sería lo único sobre lo que tendría que dar explicaciones y era evidente que se había tratado de un encuentro accidental.
Se había sentido aliviada al llegar al edificio de Lena sin que se hubiera producido ningún otro incidente. Para cuando llegaron al ascensor, ya había logrado relajarse un poco. Ella se había mantenido a su lado con la mirada angustiada y una expresión de amargura en su rostro. «Pobre. No tiene ni idea de lo que está ocurriendo. Estoy actuando como el maldito Clark Kent al tratar de ocultar mi identidad de Superman.»
Sin embargo, cuando Lena había hecho sonar la alarma y el ascensor se había detenido, ella se había quedado paralizada. Nunca se habría esperado nada así de agresivo por parte de su dulce trabajadora social.
Julia se había notado tensa al ponerle las manos en la cintura. Le tocaba lanzarse a ella. Afortunadamente, Lena se había acercado y había juntado sus labios contra los de ella, quien, sin necesidad de mayor estímulo, la había atraído hacia sí. El beso de Lena era indeciso, vulnerable, lo que hizo que Julia se preguntara quién le habría hecho sufrir tanto. Deseosa de liberarla de aquel dolor, en lugar de centrarse en el beso inmediatamente, había empezado a besarla en la cara, prodigándose por las mejillas, la comisura de los labios y, por último, la boca. Por su parte, Lena, que se había mantenido rígida durante unos segundos, enseguida se había fundido en aquel abrazo.
Julia retiró las manos de la cintura de Lena y las arrastro hasta envolverle los pechos. Se moría de ganas de quitarle de una vez aquel maldito vestido. La sola imagen de su cuerpo desnudo en la pantalla bastaba para que se empalmara.
Apretó sus labios contra los de ella, que se abrieron de inmediato para ella. Julia aceptó aquella invitación y le introdujo la lengua para jugar con la de ella, la giró, la retorció y la retiró hasta que Lena empezó a participar. Con timidez al principio y con mayor confianza al cabo de un rato, ella empleó sus labios y su lengua para acariciarlo y provocarlo.
De repente, Julia escuchó vagamente el timbre del ascensor, ya en el sexto piso. Sin querer separarse de Sandy, la guió con sus propios labios y fue ella quien acabó separándose para informarle:
—Tengo que coger las llaves.
—Ya lo sé —le respondió antes de empotrarla contra la pared, en una postura que le permitía presionar su cuerpo contra el de ella. De nuevo, su pene erecto se apretó contra el vientre de Lena.
Quería recoger en sus manos aquellas nalgas blancas y redondeadas que había visto en la pantalla, modo que empezó a levantarle la falda y se quedó encantado al comprobar que ella no ofrecía resistencia alguna.
—¡Dios, nena! ¿De verdad no llevas nada?
—Ya te lo he dicho —le susurró Lena al oído.
—Sí…
Julia manoseó y apretujó las nalgas de Lena, que se arqueó apretándose más contra ella.
Impaciente por penetrarla, Julia comenzó a mover a Lena hacia la puerta de su casa. Como ninguno de los dos quería separarse para caminar los apenas seis metros que los separaban de la entrada, fueron dando tumbos y golpeando la pared empapelada como si conformaran una criatura cegada y con cuatro piernas.
Lena agarró con fuerza el cabello de Julia, que, a su vez, empezó a lamerle la boca. Como a mitad de camino, Julia escuchó el sonido de alguien que salía de casa y se retiró para comprobar de dónde provenía el ruido al tiempo que protegía a Lena con su cuerpo de modo instintivo.
Una puerta se entreabrió y, por la rendija, un anciano esquelético en un batín ya muy gastado asomó la cabeza.
—¿Quién anda ahí?
Julia se disponía a mostrar su placa para que el hombre las dejara en paz cuando
Lena intervino.
—¡Ah! Señor Guzmán. Siento haberlos molestado.
—Elena —una amplia sonrisa quedó dibujada en el rostro del hombre mientras la examinaba a ella y a su acompañante—, ¿has sido tú la que ha hecho saltar la alarma del ascensor?
«Bien, se trata de su vecino. Sé amable, Volkova.»
—Lo lamento mucho, señor.
—No os preocupéis. Mi esposa creía que se trataba de algún ladrón —el viejo se dirigió a alguien que se encontraba dentro de la casa—. No pasa nada cariño. Son
Elena y su novia que llegan ahora a su casa —se volvió hacia ellas de nuevo y les guiñó un ojo—. Mejor si seguís dentro, chicas.
—Claro, señor Guzmán. Muchas gracias —respondió Lena.
Julia se quedó escuchando hasta que oyó al vecino echar el cerrojo y pasar la cadena de la puerta antes de mirar a Lena de nuevo. De alguna manera esperaba que ella actuara de modo más recatado después de aquello. Sin embargo, Lena comenzó a reírse como una adolescente. Julia le tendió la mano.
—Dame esa maldita llave.
Ella hurgó en su bolso y extrajo un llavero que le entregó. Se acercaron hasta la puerta de la casa mientras Lena aún trataba de aguantar la risa. «Desde luego, esta trabajadora social está llena de sorpresas.»
Julia abrió la puerta y, antes de entrar, le cedió el paso a Lena, que le quitó las llaves y encendió la luz. Sin haber dado siquiera un par de pasos, Julia la atrajo de nuevo hacia sí.
—Quiero apoyarte sobre una silla para follarte desde atrás ahora mismo —le confesó al oído.
Luego le acarició el vientre y fue bajando la mano hasta hacerse con el dobladillo del vestido, que empezó a levantar. Lena tiró las llaves y el bolso, y descansó su cuerpo en el de Julia, que la empujó ligeramente hacia delante y cerró de una patada la puerta, aún abierta. Le tocó el sexo con los dedos y se los introdujo entre los pliegues.
—Oooh… —gimió Lena.
Julia le acarició los labios inferiores en busca del clítoris. Como enseguida notó que a ella le fallaban las rodillas, la cogió con el brazo izquierdo y la llevó hacia el interior del piso. Con la mano derecha, continuó masturbándola con el dedo índice dibujando pequeños círculos. Lena estaba caliente y empapada, y ella tenía la polla palpitante. «Mierda, espero aguantar para poder penetrarla», pensó.
Llevaba tres preservativos en la cartera, de modo que, antes de que las cosas fueran demasiado lejos, se dio unos segundos para hacerse con uno de ellos y ponérselo.
Una vez preparada, Julia aumentó la intensidad al frotar a Lena, cuyo sexo estaba ya hinchado y húmedo. «Dios, me encantaría saborearla. Me encantaría sentir cómo se corre en mi boca.»
Lena comenzó a mover las caderas rozándolas contra el pene erecto de Julia, a quien le temblaron las piernas hasta casi perder el equilibrio y acabar gimiendo.
Aquel sonido de satisfacción pareció animarla, y apoyó la mano en la que Julia tenía sobre su sexo y presionó para que la estimulación fuera más fuerte. Julia la empujó contra el respaldo del sofá, loca por penetrarla. Le retiró la mano del clítoris, lo que provocó la inmediata protesta de Lena, que volvió la cabeza para mirar a su compañera.
—¡Julia!
Ella le colocó una mano en la nuca y la presionó aún más contra el respaldo del sofá. Aunque aquel gesto puso nerviosa a Lena, que trató de incorporarse, enseguida pareció comprender qué era lo que Julia pretendía, y se relajó. Unos segundos más tarde, ya estaba la polla frotándose contra su sexo húmedo. Lena se retorcía y dificultaba con ello la entrada de aquel pene en su cuerpo, hasta que Julia la mantuvo enderezada con un brazo y la penetró. «¡Dios, qué gusto da, cómo me aprieta!»
En cuanto Lena sintió su pene dentro de ella, empezó a agitar las caderas adelante y atrás. Enseguida encontraron el ritmo adecuado: Julia daba un envite y Lena reaccionaba empujando hacia atrás. La respiración entrecortada de ambas se entremezcló con sordos sonidos de satisfacción. Ella llevaba el vestido aún arrugado alrededor de la cintura y Julia permanecía inclinada sobre su cuerpo mientras le sujetaba las caderas con las manos. Se retiró hasta casi sacar todo su miembro y luego volvió a hundirse en ella hasta el fondo, llegando a golpearle con los testículos por el impulso.
Aunque Julia sabía que estaba a punto de correrse, no quería hacerlo hasta que ella hubiera alcanzado el orgasmo, de modo que trató de distraerse contando en silencio: «Uno, dos, tres, ¡mierda, Lena, córrete ya!, cuatro, cinco…»
—Ahora, Julia, ahora… —gimió ella.
Jadeante como un corredor de maratones, Julia derramó toda su leche en el interior de Lena, que se arqueó contra ella para acabar encorvándose delante de nuevo. Julia tiró de sus caderas hacia ella, deseosa de sentir las últimas sacudidas mientras aquella húmeda cavidad lo ordeñaba hasta vaciarla. Los músculos de la vagina continuaron contrayéndose rítmicamente alrededor de su miembro un rato después de que Lena hubiera dejado de mover las caderas. Por fin, exprimida y agotada, se recostó sobre Lena, que yacía liberada de toda tensión, y se dio unos minutos hasta que fue capaz de recuperar el aliento.
Por alguna razón, incluso en aquella ridícula postura, arremolinadas sobre el respaldo del sofá, Julia no quería separarse de ella. Apoyó la cabeza sobre su hombro derecho y pudo verle mechones de cabello húmedo pegados sobre la sien.
De inmediato, le retiró de la cara aquellos rizos mojados.
Se había acostado con muchas mujeres a lo largo de los años, pero no era capaz de recordar un polvo mejor que el que acababa de disfrutar. «Espero que ella también lo haya pasado bien.»
Aquel pensamiento le sorprendió. Ella no era el tipo de persona que necesitaba que le dijeran que era buena en la cama. Las mujeres siempre le felicitaban por ser una amante sensible y atenta a sus necesidades. «¿Por qué me importa tanto que a Lena le haya gustado?» Había algo especial en ella… No sabía si eran sus agallas o esa innata tendencia a la honestidad. Lo único que sabía era que quería más de aquella mujer.

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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Miér Mar 04, 2015 1:33 pm

7
Cuando se hubo recuperado, Lena se descubrió acurrucada contra el respaldo del sofá y sumergida bajo el cuerpo de Julia. La habitación estaba impregnada de olor a sexo. Estaba sin aliento y no sabía si se debía a la intensidad del orgasmo o al peso de su compañera, que estaba aplastándola, así que empujó un poco hacia arriba y julia se levantó de inmediato.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Creo que sí —una serie de temblores le recorrieron el vientre—. Ayúdame a levantarme.
Ella la tomó por los brazos y la atrajo hacia sí.
—Tengo que ir al baño —se excusó sin mirarla.
—Espera —le pidió mientras la retenía cogiéndola de la mano.
Lena logró escabullirse y, una vez en el lavabo, cerró la puerta y se sentó en la taza del váter. Se desabrochó el cinturón, que dejó tirado en la encimera más próxima, y se quitó el vestido. ¿Qué acababa de hacer? ¡Acababa de acostarse con una desconocida! ¡Madre mía! Un toc toc en la puerta interrumpió sus pensamientos.
—¿Estás bien?
—Sí, sí…, estoy bien. Ahora… ahora salgo —y tiró de la cadena para que su promesa pareciera verosímil.
De repente se abrió la puerta del baño y Julia se plantó delante de ella.
—¿Qué haces? —Gritó Lena al tiempo que se esforzaba por cubrirse el pecho y el vello del pubis—. ¡Sal de aquí!
—De eso nada —respondió ella.
Dio un par de pasos más, ya dentro del alargado cuarto de baño, con el pene aún fuera de los pantalones. Sin hacer caso a Lena, se dirigió al lavabo, cogió una toalla y la humedeció en el grifo para lavarse el miembro.
—¡Que te largues! —le repitió ella, con la mirada fija en el albornoz que había colgado de la puerta.
Tendría que pasar al lado de Julia si quería ponérselo. Ella levantó la vista y se quedó mirándola en el espejo.
—No pienso irme de aquí. No vamos a repetir lo de la primera vez.
—Pero ¿qué dices?
—¡Qué mala memoria tienes, encanto! ¿Te acuerdas de la noche en que tuvimos sexo por teléfono? Pues aquello no va a repetirse —alargó el brazo para alcanzar el albornoz—. Toma, cógelo.
Aliviada, se puso de pie y le dio la espalda mientras se cubría con la prenda y se anudaba el cinturón con energía. Julia se secó con otra toalla.
—¿Ya estás contenta?
—Gracias —respondió Lena con sequedad.
—¿De quién es esa voz que oyes? —le preguntó sin mirarla, concentrada en volver a meterse el pene en los pantalones.
—¿Qué? —contestó Lena sin comprender a qué se refería.
—Sí, cuando todo empieza a darte vergüenza. ¿De quién es la voz que te habla?
—De nadie… —se interrumpió un segundo para repensarlo y reconoció—: la de mi madre.
—¿Es ella la que hace que te avergüences de tu cuerpo?
Lena ni siquiera trató de fingir que no sabía de qué hablaba.
—Sí. Se queja todo el rato de lo gorda que estoy. Y tiene razón.
Julia dejó la toalla en la encimera y se acercó a ella, que reaccionó mirándose los pies, avergonzada. Julia le colocó un dedo bajo la barbilla y le levantó la cara.
—Tu madre no tiene ni idea de lo que dice. Tienes un cuerpo precioso, con unas curvas de lujuria maravillosas. Podría pasarme semanas explorando tu preciosa
piel blanca y me encanta cómo reaccionas cuando te toco.
—Lo dices para ser amable.
Julia sonrió.
—No soy una persona amable precisamente, nena; digo lo que pienso —y posó las manos sobre el cinturón del albornoz—. Llevo tiempo soñando con tus pechos y quiero verlos al natural.
A Lena se le encogió el estómago al tiempo que se acaloraba. ¡Seguía sintiéndose atraída por ella! Temblorosa por los nervios y la excitación, lo observó mientras le desanudaba el cinturón.
Al abrir el albornoz por completo, su sonrisa se hizo más amplia.
—¡Dios! ¡Son preciosos!
Le retiró el albornoz de los hombros y le colocó ambas manos bajo los pechos.
Lena se relajó y disfrutó del tacto de aquella presión sobre su cuerpo. Julia le frotó los pezones con los pulgares.
—¡Qué gusto! —exclamó ella.
—Quiero chupártelos —en un movimiento repentino, le puso las manos en la cintura y la levantó.
—¡Julia! —gritó ella asustada.
Ella giró sobre sus talones y sentó a Lena sobre la encimera.
—Tranquila, cielo. Sólo quería ponerte en un sitio en el que pudiera llegar a tus maravillosos pechos.
Entonces bajó la cabeza y le lamió un pezón. A Lena se le tensaron los músculos y se sintió atravesada por un chispazo que viajó desde el pecho hasta el pubis.
Habría podido jurar que era capaz de escuchar la energía que la abrasaba por dentro.
Julia envolvió la areola de Sandy con los labios y, con mucho cuidado, se introdujo el pecho en la boca. La calidez de su aliento hizo que ella experimentara un escalofrío y que se le endurecieran los pezones. Luego le acarició la cadera con suavidad. Sus manos templadas la tranquilizaron, y mientras continuaba chupando, Lena le tomó la cabeza y se la colocó sobre su pecho de modo que pudo apoyar su barbilla en aquella cabellera oscura.
Aquella boca era un exquisito instrumento de tortura que hacía que Lena deseara más y empezara a mecerse con los nervios a flor de piel. Era plenamente consciente de todo, del olor a jabón y a sándalo que desprendía Julia, de la enorme mano que mantenía posada sobre su rodilla, la aspereza de los vaqueros que le rozaban los muslos abiertos y la frialdad de las baldosas sobre las que permanecía sentada.
Acababa de inclinarse hacia delante en un acto de rendición cuando, de pronto, Julia le mordió el pecho. Aquella ligera presión en el pezón, ya estimulado, hizo que
Lena se sobresaltara y se separara de su amante.
—Lo siento, cielo, ¿te he hecho daño? —preguntó mirándola a los ojos.
—No —respondió en un grito ahogado—, es un dolor agradable… Es que me ha pillado desprevenida, eso es todo.
Julia la besó en los labios y luego se agachó para continuar en la curva turgente del seno.
—Anoche te pregunté si alguna vez te habías corrido sólo con que alguien te chupara los pechos, ¿te acuerdas?
Lena se ruborizó.
—Sí.
—¿Me dejas intentarlo?
Incapaz de contestar, ella asintió y Julia respondió con una amplia sonrisa.
—Recuéstate, nena, y disfruta.
Julia se centró en el pecho izquierdo y repitió la misma operación que había realizado en el derecho: lamerle y succionarle el botón de la areola. Esta vez, en cambio, empleó la mano para estrujarle al mismo tiempo el pezón derecho. Se entretuvo alternando entre uno y otro, proporcionándole un placer que se confundía con una sensación de dolor, forzándola a tensar los muslos y el sexo, cada vez más hambriento de su miembro endurecido.
—Julia, por favor… —gimoteó.
—Eso es lo que te hago, cielo, un favor…
Lena tenía los pechos tan sensibles ya que tuvo que morderse el labio inferior para evitar gritar mientras él continuaba empleando las manos y los dientes para proporcionarle aquel dulce tormento.
El orgasmo llegó con tanta fuerza que las dejó a ambas sorprendidas. Ella se levantó de la encimera estirándose hacia delante y, al alcanzar el clímax, experimentó una sacudida.
—¡Julia! —gritó al fin.
Sobresaltada, ella liberó el pecho que tenía aún atrapado en la boca y al levantar la cabeza se golpeó con la barbilla de Lena. Enseguida se irguió para sujetarla por los hombros mientras ella disfrutaba de los espasmos al tiempo que el sexo derramaba todos sus flujos. Como si no tuviera esqueleto que la sostuviera, Lena acabó desplomándose sobre Julia, con la mejilla apoyada en su hombro. Julia la sostuvo con ternura y le acarició el cabello una y otra vez con la enormidad de su mano. Lena se acurrucó en ella, antes de susurrarle:
—Gracias.
—Gracias a ti —respondió ella—, es un placer proporcionarte placer.
Lena se rió, adormecida.
—¡Qué educadas somos! —Levantó la cabeza y le dijo al oído—: Ha sido fantástico, pero me siento un poco culpable porque tú no te hayas corrido.
—Aún hay tiempo —se echó hacia atrás para mirarla a la cara—. Salvo que quieras que me vaya ya.
Lena negó con la cabeza.
—No. Aunque creo que necesito un descanso; me gustaría ducharme y, quizá, tomar algo.
A pesar de haber pronunciado estas palabras, Lena no hizo ni siquiera el gesto de desprenderse de aquel abrazo y se dedicó, en cambio, a acariciar su mejilla contra el hombro de Julia. Julia deslizó una mano entre sus cuerpos y empezó a frotarle a Lena el muslo izquierdo. Los dedos subían cada vez más… hasta que ella le apartó.
—Ese descanso…
Él sonrió burlón.
—Está bien. ¿Por qué no te das una ducha mientras yo preparo algo de beber?
¿Qué te apetece tomar?
—Vodka con naranja, con mucho hielo. Hay un carrito con bebidas en el cuarto de estar.
—Voy volando —respondió él antes de darle un beso y salir del baño.
Esta vez Lena corrió el pestillo de la puerta. Además de ducharse, le apetecía disfrutar de algo de privacidad. Habían pasado tantas cosas, y tan deprisa, que necesitaba tiempo para evaluarlo todo, para acostumbrarse a lo de tener una amante y a lo de que la desearan. Le costaba hacerse a la idea.
***
Julia puso algo de hielo en un vaso y vertió en él un chorro de vodka. Luego preparó una segunda copa con whisky y sin hielo, y se dirigió a la cocina. Al ver las llaves y el bolso de Lena tirados en el suelo no pudo evitar sonreír. Se había excitado tanto como ella misma y se había mostrado de lo más receptiva en todo momento.
Si pudiera acabar con aquella vergüenza poscoital…
De repente escuchó el sonido de su móvil. Dejó las copas en la encimera y rebuscó en los bolsillos de su chaqueta hasta dar con él.
—¿Sí?
—Volkova, ¿qué rayos está haciendo? —le gritó Jenkins, el supervisor del equipo de vigilancia.
A Julia le dio un vuelco el corazón. Sus compañeros debían de haber informado ya sobre el incidente del Jerry's con Cabrini.
—Buenas, teniente, ¿qué tal está? —saludó en un intento de procurarse algo de tiempo.
—Pues aquí, sentado y preguntándome por qué uno de mis oficiale en esta operación se dedica a socializar con el maldito sospechoso, así es como estoy. ¿En qué demonios estaba pensando? —contestó elevando la voz.
—Eso no es lo que ocurrió exactamente, teniente —protestó Julia—. Me fui con mi novia a tomar algo al Jerry's y al salir de allí Cabrini… se quedó mirándola.
Hubo un rato de silencio mientras Jenkins digería lo que su agente acababa de contarle. Todo el mundo en la operación sabía lo pervertido que era Cabrini, de modo que la explicación de Julia encajaba.
—¿Y eso fue todo? —quiso asegurarse el teniente en un tono algo más suave.
—Sí, señor. Estoy convencida de que el equipo lo habrá informado de que saqué a Lena de allí lo más rápido que pude y que nos alejamos caminando calle abajo.
—Está bien. Supongo que eso es algo inevitable —concluyó Jenkins—. Ahora procure mantener a su novia lejos de Cabrini. No quiero que ese cerdo alegue incitación por agentes de la ley y tampoco quiero que el fiscal federal me arranque los huevos.
—Sí, señor. Entendido, señor.
Jenkins colgó sin despedirse. Julia cogió la copa de whisky y se la bebió de un trago.
Lena se lavó el pecho y luego pasó a la entrepierna; al frotarse los labios con la mano enjabonada suspiró por el placer y el leve dolor que le proporcionaba el roce.
Tenía el cuerpo hecho un manojo de nervios, y cualquier presión volvía a llevarla al orgasmo. Aunque tuvo la tentación de acariciarse para alcanzarlo, para cuando había encontrado el punto exacto con el dedo índice, escuchó la voz de Julia al otro lado de la puerta.
—Se te está derritiendo el hielo —la informó mientras trataba de girar el picaporte.
—Ya salgo —respondió Lena.
Enseguida volvió a concentrarse en la ducha. Luego cerró el grifo, salió de la bañera y se cubrió con una enorme y suave toalla. Abrió la puerta y se encontró a Julia delante de ella, que la estaba esperando y le tendía su copa mientras Julia daba un sorbo a la suya.
—Mmm —murmuró Lena tras beber un trago de vodka con zumo.
Caminaron juntos hasta el cuarto de estar. El aire frío que notó por el cuerpo le produjo un escalofrío. Julia había abierto la ventana del balcón, aunque había dejado las cortinas corridas. Movida por un impulso, Lena retiró una de las telas y, descalza y envuelta en la toalla, salió al exterior. Entre la sólida pared y las sombras oscuras que se producían en ella, su cuerpo quedaba casi totalmente oculto a la vista. Julia la siguió y juntas, con las copas en la mano, apoyaron los antebrazos en el murete de ladrillos para mirar hacia abajo.
A pesar de que era ya algo más de media noche, seis pisos más abajo, en la avenida McKinney, aún había movimiento. La brisa suave transportaba el sonido de las risas y de la música hasta la casa de Lena y, aunque el tranvía de la línea M dejaba de funcionar a las diez, todavía se veían hileras de coches en dirección al Hard Rock Café, que permanecía abierto hasta las dos de la madrugada.
La luz de la calle contrastaba con la oscuridad del balcón, que quedaba envuelto en una penumbra aterciopelada, mientras el suave sonido de las hojas del ficus ofrecía un agradable contraste con el bullicio de abajo. El frío de la noche hizo que a Lena se le pusiera la carne de gallina. Al recorrerle un escalofrío, Julia le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia ella. Ambas se acurrucaron juntas.
La mirada de Lena se quedó clavada en el ático en el que vivía el dominador, situado en el edificio de enfrente. Aunque se veía luz en el cuarto de estar, no se percibía ningún movimiento.
—¿Qué es lo que pensaste la primera vez que viste a Cabrini azotar a una mujer?
—la serenidad de la voz de Julia dejó a Lena perpleja y enseguida quedo invadida por el recuerdo de aquella noche.
La primera vez se había quedado aterrorizada. Las marcas rojas que el dominador había dejado en la espalda de la mujer sometida la habían horrorizado hasta tal punto que había salido de su propio piso y había corrido escaleras abajo hasta una cabina desde la que había llamado a la policía. Se había hecho pasar por una vecina que telefoneaba para alertar de unos chillidos que se oían desde su apartamento y había colgado sin dar su nombre.
Para cuando había llegado la policía, Lena ya estaba de vuelta en su balcón.
Desde allí había visto a Cabrini abrir la puerta e invitar a pasar a dos policías mientras la sometida, una rubia alta y delgada, se apresuraba a recoger la ropa esparcida por el suelo. Los agentes habían insistido en interrogar a la chica que, aunque parecía algo avergonzada, admitió, claro, haber participado en aquel juego sexual por voluntad propia. Los policías habían señalado las paredes, les habían advertido que no molestaran a los vecinos y habían abandonado el lugar.
Desde entonces, el dominador había probado varios sistemas para que las mujeres no gritaran mientras las azotaba. A Lena siempre le había asustado el instrumento con que finalmente había dado: una especie de capucha de tela y una bola de goma de color rojo.
El dominador guardaba el artilugio en un cajón. Antes de empezar a azotar a su compañera de juegos, le metía la pelota de goma en la boca y le colocaba la capucha de modo que la cabeza quedaba cubierta hasta el cuello, donde acababa haciendo un nudo. De verlo tantas veces, Lena había deducido que aquello volvía muda y ciega a la sometida, pero no sorda, de modo que aún podía escuchar las órdenes que Cabrini le daba. Así, éste podía emplear su vara sin miedo a molestar a los vecinos.
Después de que Lena acabara de relatarle la historia a Julia, ella la abrazó con
más fuerza.
—¿Te excita verlo con sus mujeres?
—No lo sé —respondió ella, pensativa—. Quiero decir, los picantones que viven dos pisos más abajo también se dan cachetes de vez en cuando y eso sí me excita, pero ellos comparten algo, se lo pasan bien juntos. Lo que el dominador, bueno, lo que Cabrini hace… no tiene nada que ver con una pareja o con compartir. A esas chicas debe de ocurrirles algo tremendo para que le permitan hacer lo que hace.
Como su copa ya no contenía más que hielo, Lena no protestó cuando Julia se la retiró y la depositó, junto a la suya, en la cornisa. Luego la abrazó con ambos brazos y ella se acurrucó contra Julia apoyando la cabeza sobre su hombro.
—Sospecho que la mayoría de esas pobres son profesionales del sexo.
—¿Tú crees? Parecen tan jóvenes —dijo ella mirándolo.
Julia se rió sin que aquello le hiciera gracia.
—Las prostitutas viejas no tienen demasiados clientes, ¿sabes?
Lena dudo un momento antes de decidirse a preguntarle lo que estaba pensando:
—¿Has estado alguna vez con una prostituta?
Julia negó con la cabeza.
—No, no me excita pagar por sexo. Y he visto lo que ese negocio hace con las niñas.
—Como poli, quieres decir… —dijo ella tratando de mostrarse tranquila.
Julia asintió. En un susurro continuó:
—Siempre he trabajado en la Brigada Anticorrupción. Seis meses contemplando todo eso bastan para acabar con la ilusión de cualquiera —entonces la miró—. Me han pasado temporalmente a la Brigada de Crimen Organizado, a un equipo que vigila a Cabrini, así es como te encontré.
—¿Ah, sí? —lo invitó a continuar.
—Estaba comprobando que nuestro puesto de vigilancia no podía verse desde el ático de Cabrini. Miré hacia abajo y te vi en el balcón… con el telescopio.
A Lena le entró miedo.
—¿Se lo dijiste a alguien?
—No, a nadie.
—¡Menos mal! —replicó ella, aliviada, a la vez que bajaba los hombros.
—De todas formas, ya sabes que no puedes volver a espiar a tus vecinos, ¿verdad?
—Claro, Julia. No volveré a hacerlo nunca más, te lo prometo.
Ella le acarició el cabello.
—Bien, entonces ya está. Ya no hace falta que volvamos a hablar de ello — sentenció.
Luego bajó la mano acariciándole los hombros hasta que se topó con la toalla y empezó a tirar del borde que la sujetaba.
Lena le dio un manotazo.
—¿Qué haces?
—Oye, que sólo quiero ver lo que hay debajo —respondió con la voz nítida y guasona.
Lena se alejó, pero de repente se le ocurrió algo que la hizo detenerse. Con los ojos fijos en los de Julia, se arrodilló delante de ella.
—¿Y ahora qué haces tú?
Por debajo del murete, fuera de la vista de los pisos cercanos, Lena se descubrió despojándose lentamente de la toalla.










8
—Pero, ¿qué ha…? —Julia se quedó mirándola boquiabierta.
Ella le dedicó una sonrisa.
—Sólo estoy devolviéndote el favor. Te debo un orgasmo.
Entonces Lena enrolló la toalla de felpa a modo de cojín y se la colocó bajo las rodillas. Libre de su envoltorio, había quedado totalmente desnuda y a los pies de Julia.
—¡Dios, nena…! —dijo ella con la respiración marcada mientras se inclinaba hacia Lena.
Lena le detuvo con un gesto.
—No. Ahora me toca a mí hacerte disfrutar —dijo, y empezó a acariciarle el bulto que se había formado en sus vaqueros y que, de inmediato, empezó a crecer. La mirada perpleja de Julia la hizo reír.
—Te gusta, ¿eh? —bromeó antes de bajarle la cremallera de los pantalones.
El pene apareció como una roca, dispuesto en el agresivo ángulo agudo que formaba con su cuerpo y brillante como una pieza de mármol de Carrara a la tenue luz que iluminaba el balcón. Blanquecina, recubierta de venas de tono más oscuro que la recorrían desde la base hasta la punta, el miembro parecía enorme. La erección había retirado el prepucio, de modo que el miembro aparecía desnudo. Lena descubrió una gota de líquido seminal a punto de caer de la punta en forma de seta, y la recogió con la lengua. Sabía salada y ofrecía una textura viscosa.
—¡Dios…! —dejó escapar Julia.
Lena rió y se inclinó hacia delante. Abrió la boca y se introdujo la punta del pene en la boca. Lamió la raja hasta que vio brotar una nueva gotita, lubricó la cabeza del miembro con la lengua antes de sacársela de la boca y chupó de nuevo la abertura, aunque esta vez por la parte inferior.
Julia temblaba y se balanceaba sobre Lena, que, al acordarse del placer que le había proporcionado media hora antes, se sentía encantada de poder corresponderle. Aunque ya les había hecho mamadas a otros chicos antes, nunca lo había disfrutado. Pero en esta ocasión parecía diferente. Julia resultaba tan excitante y tan generosa en la cama que le apetecía ofrecerle lo mismo. Alternó los lametazos con los movimientos de succión y se concentró en la cabeza hinchada del pene.
Julia la agarró del pelo con las dos manos para tirar de ella hacia sí y clavársela más. Ella se resistió y alejó la cara para extraerse el miembro.
—Todavía no, encanto. Aún no estás listo.
Convencida de que iba a regalarle la mejor mamada de su vida, Lena le levantó el pene y lo lamió por debajo desde la punta hasta la base. A Julia se le tensó el cuerpo hasta tal punto que ella pudo notar la contracción de los músculos.
—Nena, me estás matando —murmuró.
Encantada de pillarla desprevenida por una vez, continuó aplicándole aquel dulce tormento. El miembro permanecía erecto y en dirección hacia el cielo, de modo que Lena tenía acceso a los testículos. Inclinó la cabeza y se acercó para empujar suavemente con la nariz los sacos recubiertos de vello mientras aspiraba su aroma almizclado y ligeramente amargo. Se introdujo una de las bolas en la boca y jugueteó con ella antes de atraparla con los dientes.
—Ten cuidado… —la voz de Julia sonó ronca.
Lena separó los labios y movió la lengua alrededor del testículo para aliviarlo.
Luego, mientras le rascaba delicadamente el interior de los muslos con la mano izquierda, trató de registrar todos aquellos datos en la memoria: la sensación era de extrañeza, al tacto resultaba áspero y blando, y el sabor era inconfundible.
La respiración de Julia iba aumentando los intervalos y era entrecortada.
—Mámamela, por favor —rogó.
Lena le liberó el testículo y elevó la cabeza en busca del pene que tan desesperadamente la reclamaba. Sonrió y agarró el miembro que asomaba protuberante. Había llegado el momento de poner fin a los juegos.
Abrió la boca y se metió la polla hasta el fondo. Julia rugió de placer cuando casi rozaba la agonía.
—¡Sí…!
Lena mantuvo la mano derecha en la base del pene para evitar que Julia le introdujera el pene hasta la garganta. Tenía la polla tan larga y tan gruesa que le asustaba la idea de ponerse a toser si se la chupaba demasiado deprisa.
Comenzó muy lentamente y fue adquiriendo velocidad poco a poco mientras retiraba y acercaba, cada vez más, la cabeza. Podía oír por encima de ella la respiración forzada y los apagados gemidos de Julia, que movía las caderas ansioso por acelerarlo todo. Sandy se negó a que él le marcara el ritmo e insistió en prolongarle aquel delirio.
El pene empezó a derramar jugos que ella succionó y tragó con lascivia antes de cambiar a una postura que le permitiera introducirse el miembro al máximo, hasta que notó que la punta le golpeaba la garganta. Consciente de que ella misma se encontraba al límite, redujo la presión de la base del miembro con la intención de que Julia pudiera terminar.
Julia empujó con ganas, cada vez más rápido. Se balanceó adelante y atrás, más y más deprisa en cada empellón. Jadeaba sin control.
Lena se concentró en respirar por la nariz y empezó a coger aire rápidamente cada dos mamadas. Sabía que Julia estaba a punto de correrse y decidió centrarse en estar lista para cuanto explotara.
El orgasmo que llegó fue repentino y violento. Julia se quedó rígida, dio un grito inarticulado y expulsó todo su semen. Sandy tragó la leche que le llenaba la boca y se desbordó por las comisuras de los labios. Se retiró un poco para tratar de crear más espacio en la garganta: quería ingerir hasta la última gota.
Por encima de ella, Julia rugió mientras continuaba balanceándose. Tensó los puños, aún aferrados a la cabellera de Sandy, justo antes de estirarse animado por los últimos temblores del clímax.
Al notar que el pene se reducía en su boca, Lena le liberó y se lamió los labios.
Se sentó sobre los talones y se quedó mirando a Julia, que mantenía los ojos cerrados y continuaba resollando como un perro acalorado.
—Eh, ¿estás bien?
Julia abrió los ojos y le dedicó una sonrisa atontada.
—No he estado mejor en mi vida —dijo sacudiendo la cabeza—. ¡Madre mía!
¿Dónde has aprendido a hacer eso?
Lena no pudo controlar la risa.
—Quería que disfrutaras y parece que lo he conseguido.
Julia retrocedió unos pasos hasta que se apoyó en el murete del balcón.
—Bueno, así ya sé que estoy sanísima.
—¿Cómo?
—Sí, si no lo estuviera, habría muerto hace un rato ya. Casi consigues que me reviente la cabeza.
Lena recogió el albornoz que tenía aún bajo las rodillas y se cubrió con ella antes de permitirle a Julia que la ayudara a levantarse. Una vez de pie, se alisó la tela a la altura de las caderas y luego se inclinó para besar a Julia en los labios.
—Ahora estamos empatados.
Julia sonrió.
—Así que se trataba de eso, ¿eh?
Lena apoyó la cabeza en su hombro.
—Eso es, devolvértelo es jugar limpio.
—Vamos dentro anda, estás tiritando otra vez —Julia señaló con la cabeza la puerta de cristal.
—No te olvides de recoger los vasos, no quiero que se caigan y maten a alguien — pidió Lena.
Julia se volvió para cogerlos de la cornisa y luego entró en el piso. Una vez que estuvieron dentro, Lena cerró con llave el balcón y él llevó los vasos a la cocina y los lavó.
—¿Puedes quedarte esta noche? —le preguntó ella, tratando de evitar que la voz delatara las ganas terribles que tenía de pasar la noche con Julia.
—Claro —afirmó Julia con una sonrisa de soslayo hacia ella—. Aún no hemos follado en la cama y me muero por probarlo.
Lena se sintió tan aliviada que tuvo que cerrar los ojos para disimular la emoción. No tenía prisa por marcharse. Quería dormir con ella, como una novia de verdad y no como un ligue de una noche.
Cuando volvió a mirar, vio que Julia se dirigía a la nevera.
—¿Tienes algo de comer? No he cenado.
Abrió la puerta y empezó a buscar.
—¿Y por qué no has cenado?
Julia se detuvo un instante y asomó la cabeza para contestar sonriente:
—Estaba demasiado nerviosa como para comer. Podría decirse que atravesaba una crisis de cargo de conciencia.
—¿Una qué?
—Estaba volviéndome loca al tratar de convencerme de que ambas estaríamos mejor si no volvía a llamarte.
—¿Por qué? —quiso saber ella, tras recordar todo lo que ella misma había sufrido en aquellos cuarenta minutos hasta que por fin había sonado el teléfono. Julia se irguió y se encogió de hombros.
—Bueno, aunque sabía de sobra que lo que estaba haciendo no estaba bien, me resultaba imposible distanciarme de ti.
Lena se sintió atravesada por un arco iris de felicidad y tuvo la sensación de que notaba una gran fiesta de colores en su interior. Aunque abrió la boca para hablar, no logró emitir sonido alguno. Lo intentó una segunda vez y todo lo que le salió fue:
—¿Cómo quieres que te prepare los huevos?
Julia sirvió unas bebidas mientras Sandy hacía la cena, que consistió en unas tortillas de jamón y queso con tostadas de centeno. Estaban acomodadas en el pequeño comedor de la casa y ella seguía descalza y envuelta en el albornoz. La conversación parecía fluir sin problemas. Julia se mostraba dispuesta a hablar por primera vez y eran muchas las cosas que Lena quería saber. Le explicó que había pasado su niñez en Nueva Jersey, que sus padres aún vivían y que tenía dos hermanas. También le contó cómo había ingresado en la carrera militar y había acabado siendo una policía nacional.
Con todo, Julia no permitió que la conversación se centrara sólo en ella y, a su vez, fue preguntando con delicadeza hasta enterarse de que el ex novio de Lena, Josh, se había convertido en su futuro cuñado y de cómo había comenzado lo de espiar a los vecinos.
—La primera vez que espié a alguien fue la noche en que acababa de volver de la fiesta de compromiso de Tricia y Josh, hace unos tres meses.
—¿De dónde sacaste el telescopio?
—Bueno, la verdad es que lo tengo desde que iba al instituto. Lo guardaba en el armario — explicó con la mirada fija en el plato vacío—. Cuando venía en coche de vuelta a casa, escuché por la radio que aquella noche se verían tres planetas. Me sentía tan triste que al llegar saqué el telescopio con la intención de distraerme un poco. Mientras lo montaba me fijé en que el dominador, bueno, en que Cabrini, estaba follando con una de sus sumisas. Sin haberlo previsto, ése fue el momento en que comencé mi carrera de voyeur.
—Querrás decir de voyeuse, en femenino, que eres mujer —corrigió Julia.
Lena quiso explicarse; por alguna razón le importaba que él lo comprendiera.
—No me dedicaba a espiar sólo a la gente que estaba en la cama. También observaba a otras personas, como la señora del pelo azul, el señor Hudson y la esquelética. En realidad, al final mi intención era asegurarme de que estaban bien.
Julia se acercó a ella.
—Lo de la señora del pelo azul lo entiendo, debe de ser una anciana, pero cuéntame qué ocurre con el señor Hudson y con la esquelética.
Lena se puso de pie, recogió su plato y sus cubiertos.
—El señor Hudson es un señor mayor muy apuesto que me recuerda a Rock
Hudson. Aunque ha invitado a unos chicos jóvenes a su casa un par de veces, pasa la mayor parte del día solo y parece tan falto de compañía… —se detuvo para recoger el plato de Julia.
Ella se levantó y se ocupó de su propio cubierto.
—¿Y la esquelética? —preguntó de camino a la cocina.
—¡Ah! Esa chica es modelo —respondió mientras lo acompañaba hasta el fregadero—. Tiene todo el piso decorado con fotos suyas gigantes en blanco y negro. Es bulímica: la he visto zamparse litro y medio de helado de una sentada, meterse luego los dedos en la boca e ir corriendo al baño.
Julia abrió el grifo.
—Así que lo que has hecho es vigilarlos para asegurarte de que estaban bien.
Ella asintió al tiempo que le pasaba la sartén y la espumadera.
—Aunque puede que suene tonto, me he sentido como su ángel de la guarda, pendiente de que no les sucediera nada.
Julia se quedó mirándola fijamente.
—No suena tonto, es precioso; pero tienes que dejar de hacerlo de todas formas.
—Ya lo sé. No volveré a hacerlo, lo prometo.
—Muy bien. ¿Por qué no vas preparándote para irnos a la cama mientras yo acabo de fregar los platos? —Julia esbozó una sonrisa burlona—. Nada de pijamas, ¿eh?
Lena notó un cálido cosquilleo en la entrepierna. Sin decir nada, se dio la vuelta y se marchó al dormitorio.
A pesar de que ya era la una y veinte de la madrugada, no se sentía cansada en absoluto. Aunque Julia le había dicho que nada de pijamas, no tenía ninguna intención de recibirlo desnuda. Buscó en su armario y sacó el camisón negro, largo y sexy que Dora le había regalado en Navidad. Séquito el albornoz, se puso la nueva prenda y se observó satisfecha en el espejo. No estaba mal. Luego se cepilló los dientes y se lavó la cara. Cuando Julia entró en el dormitorio, Lena ya estaba retirando el edredón y ahuecando las almohadas de la enorme cama.
Julia dio un silbido tremendo al verla con el camisón.
—Es estupendo. ¿Lo compraste para Josh?
Repentinamente avergonzada por la pregunta, ella se protegió con la almohada que sostenía en aquel momento.
—No, es un regalo.
Julia se acercó a ella y se deshizo de la almohada que los separaba.
—Desde luego, para mí lo es, de eso estoy segura —le dijo antes de besarla con delicadeza.
Lena lo agarró para atraerlo hacia ella, pero entonces él retrocedió.
—¿Me dejas darme una ducha antes a mí también? Con lo guapa que te has puesto, tengo que estar a la altura.
—Hay un cepillo de dientes sin estrenar en el botiquín —lo informó Lena antes de liberarle.
—Estupendo. Vuelvo enseguida.
Ella se metió en la cama y se permitió disfrutar soñando despierta mientras escuchaba el ruido del agua. Todavía no podía creerse todo lo que le había ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Allí estaba ella, saliendo —bueno, follando era más preciso— con una poli de la Brigada de Crimen Organizado que podía haberla dejado hecha trizas y que, sin embargo, no lo había hecho. Y que tampoco se había largado después del polvo, sino que se había quedado allí, había cenado con ella, se estaba duchando en su baño y se disponía a dormir en su cama. Todo aquello parecía un regalo del cielo.
Oyó que se cortaba el chorro de agua. Julia aparecería en cualquier momento. El corazón empezó a latirle con tanta fuerza que hizo que le vibrara la caja torácica y se le secara la boca. Se incorporó y comprobó su aspecto en el espejo del vestidor.
Estaba sonrojada y respiraba con rapidez. ¿Apagaba la luz de la mesilla o la dejaba encendida? ¡Madre mía! Se sentía como una virgen de veinte años.
Julia estaba cepillándose los dientes —podía oírlo en el lavabo—, de modo que retiró las sábanas y saltó de la cama para darse los últimos retoques en el tocador.
Empezó a ahuecarse el cabello para alisarse las ondas más marcadas, cogió el cepillo, se inclinó hacia delante y se lo pasó por el pelo, de la nuca a la frente. De repente se abrió la puerta del baño.
—Hola —saludó Julia.
Lena dio un salto y se irguió de inmediato.
—¡Uy! —dijo, sorprendida, antes de soltar el cepillo.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, estoy bien.
Se retiró el pelo de la cara y tardó un segundo antes de recuperar la visión. Lo primero que se encontró fue a una Julia desnuda plantada delante de ella.
Sorprendida, primero dio un grito y luego casi pierde el equilibrio al intentar dar un paso atrás.
Julia sonrió.
—No me he traído el pijama, espero que no te importe.
Lena se quedó observando su cuerpo, incapaz de mirarle de una sola vez. A pesar de su desnudez, Julia transmitía fortaleza y poder. Tenía el torso alargado y delgado con unos senos pequeños pero firmes, los hombros anchos y las caderas estrechas. Los brazos y piernas estaban libres de vello. De la mata de pelo de la entrepierna le sobresalía el pene semierecto. Aquella visión le arrancó una sonrisa que la relajó un poco.
—¿Paso el examen? —preguntó Julia, tal y como lo había hecho en el bar un rato antes.
—Estás cañón y lo sabes —lo piropeó ella con la cabeza inclinada—; a tu lado me siento como un hipopótamo.
—De eso nada, cielo —Julia se acercó a ella, la tomó por los codos y le dio un beso en los labios—. Eres mi preciosa e insaciable amante y no pienso consentir que nadie se meta contigo, ni siquiera tú misma.
Lena apoyó la frente en la de Julia.
—Se te da bien lo de elevar mi autoestima.
—Eso espero, porque a ti también se te da de maravilla lo de elevarme algo que tengo por ahí —respondió mientras deslizaba la mano derecha por el camisón y le acariciaba con los dedos la parte superior del pecho casi a la altura del pezón, aunque sin rozarlo—. De hecho, creo que ya no puedes elevarlo más.
A Lena le entró la risa y buscó el pene que se mantenía firme entre sus cuerpos.
Empezó a bombearlo arriba y abajo, retirando el prepucio una y otra vez. El miembro reaccionó de inmediato aumentando de tamaño y endureciéndose. Julia cerró los ojos y ladeó la cabeza. Su respiración se tornó sonora.
—¡Oh, nena!, ¡qué gustazo!
Mientras continuaba masajeándole el miembro, se inclinó para mordisquearle el hombro desnudo. Le recorrió todo el pecho, lamiéndolo y jugueteando con la lengua, disfrutando de su piel limpia y tersa.
Julia, a su vez, empezó a tocarle los pechos y a estimularle los pezones. Lena gimió en cuanto Julia apretó las puntas, ya sensibles, con los dedos índice y pulgar de ambas manos. Luego fue empujándola ligeramente hasta que las pantorrillas chocaron contra la cama.
—¿Es una indirecta? —bromeó ella.
—Puedo decírtelo claramente, encanto: quiero que te tumbes boca arriba para que pueda meterte la polla hasta el fondo.
Lena se quedó sin respiración. Permitió que Julia la ayudara a recostarse en la cama, donde se colocó enseguida para hacerle sitio. Julia se quedó tumbada sobre ella durante un rato, mientras se frotaba contra la fina seda del camisón. Luego se apoyó en los codos de modo que quedaba algo de espacio entre ambas.
Lena se acercó para darle un beso en los labios.
—Hola.
—Hola —respondió Julia antes de besarla con mayor intensidad, juntando sus lenguas.
Esta vez, no había ya las ganas y la premura de su primer encuentro. Por acuerdo tácito, ambas respetaron un ritmo lento y fluido. Al poco tiempo, el camisón estaba ya en el suelo. Julia acarició a Lena por todas partes mientras le iba preguntando si le gustaba lo que le hacía. Le pasó la lengua por la mandíbula, la muñeca y detrás de las rodillas. Al llegar a la derecha, Lena casi se cae de la cama: nunca se había percatado de que allí se escondía una zona erógena. O en el hueco de detrás de la oreja. O en su ombligo. Le sorprendió que Julia pudiera saber cosas de su cuerpo que ella misma desconocía. Nunca había tenido un amante que estuviera tan atento a sus necesidades. Hacía que se sintiera como un tesoro deseado. Pronto se descubrió a sí misma correspondiéndole, tratando de aumentar al máximo el placer que le proporcionaba.
Aunque se acercaban al clímax una y otra vez, acababan frenándose para prolongar el juego en lugar de terminarlo. Cuando Lena dijo por fin «ahora», ambas estaban ya temblorosas, al borde del delirio y de la extenuación. Julia recolocó sus caderas y aumentó el ritmo, de modo que las dos se precipitaron sin remedio hacia el orgasmo.
El sexo y el vientre de Lena parecieron expandirse; tuvo la sensación de que se transformaban en una enorme bola incandescente. El fuego le recorrió la columna vertebral hasta alcanzarle el cerebro e incendiar todas sus conexiones nerviosas.
Acto seguido, sintió el fogonazo de las luces que estallaban antes de que se hiciera el silencio. Pasó de estar en la cima a caer en un profundo sueño sin percibir siquiera el tránsito entre un estado y otro.
Julia, por su parte, permaneció consciente el tiempo justo que necesitó para moverse y situarse a un lado de Lena, en lugar de encima de ella, y alargar el brazo para apagar la luz de la mesilla antes de abrazar a su amante por la cintura y colocar la cabeza en la cálida curva que se formaba entre su cuello y su hombro.

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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Miér Mar 04, 2015 1:35 pm

9
Lena se despertó con dos ideas muy claras: una, tenía la pierna derecha enroscada en una suave pierna de una mujer, y dos, tenía unas ganas tremendas de ir al baño.
Levantó los párpados y se descubrió anclada a los ojos azules de Julia. Verla le trajo a la memoria la noche anterior y la alegría la invadió de inmediato.
—Buenos días —saludó en un murmullo.
—Buenos días —respondió —. Ahora que te has despertado, me voy al baño.
—¿Has estado esperándome para levantarte? —Lena esbozó una sonrisa—. Vaya, lo siento.
—No lo sientas —contestó con un gesto—. Me gusta verte dormir y no quería molestarte —la besó en la frente antes de deshacer el nudo de sus piernas y se incorporó—, a pesar de lo cual, ya que me lo permites, necesito ir a cambiar el agua al canario.
Lena ignoró la presión de su propia vejiga para poder disfrutar de la visión de Julia mientras cruzaba la habitación completamente desnuda. Tenía uno de los mejores traseros que había visto en su vida. Cuando cerró la puerta del baño tras su excelente trasero, Lena miró la hora —las nueve y media— y saltó de la cama para atender, ella también, a la llamada de la naturaleza.
El aseo de la entrada no estaba tan ordenado como solía. El albornoz, el vestido negro y las toallas que Julia había empleado para secarse la noche anterior seguían esparcidos por el suelo, de modo que se vio obligada a sortearlos para acceder al retrete. En cualquier caso, el susto que se había dado al encontrar aquel desorden no fue nada en comparación con la sorpresa que se llevó al observar su reflejo en el espejo. Atónita, descubrió a una mujer desnuda y sexy que la miraba desde el otro lado, con el cabello despeinado, los labios hinchados, varios chupetones en el cuello y en el pecho, y, más importante aún, con una magnífica expresión de satisfacción y de felicidad.
Por primera vez en dos años se sintió una mujer hermosa.
Oyó a Julia moverse por la casa y se apresuró para terminar. Después de lavarse las manos y la cara, se puso el albornoz y salió para ver dónde estaba su amante. Lo encontró en la cocina preparando el café. Se había puesto los vaqueros, aunque seguía descalza y con el torso desnudo.
—Oye, guapísima, dime qué tienes de comer.
—Puedo preparar algo de fruta fresca y unas tostadas —se ofreció.
—Estupendo. Sólo quiero calmar el apetito, si quieres luego podemos salir a comer de verdad —propuso mientras sacaba dos tazas del armario.
Lena casi suspiró de lo contenta que estaba. ¡Julia se quedaba! Abrió la nevera en busca de las uvas, las naranjas y las manzanas, con la esperanza de que no se hubieran estropeado.
Mientras las troceaba sonó el teléfono. Fue a cogerlo, pero se detuvo, dudosa, cuando ya tenía la mano sobre el auricular.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
—A lo mejor es mi madre. Creo que voy a dejar que salte el contestador.
Después del cuarto tono y de su mensaje se oyó una voz de mujer:
—Lena, soy Annie, del bar.
Cogió el teléfono enseguida.
—Hola, Annie, ¿qué hay?
—Hola. Mira, me ha dicho Pete que te llame. Yo le he dicho que no fuera tonto, pero ha insistido en que te lo contara… —la voz se fue apagando.
—¿Que me contaras qué? —Lena se colocó el teléfono en el hombro para seguir troceando la manzana.
—La otra noche estuvo aquí ese señor mayor tan rico y preguntó por ti. Seguramente lo viste tú también, te cruzaste con él al salir del bar.
A Lena se le cayó el cuchillo al suelo. Julia, que estaba poniendo la mesa, la miró.
—¿Qué pasa?
—¿Y qué le has contado? —la voz de Lena se convirtió en un susurro y el miedo le contrajo la garganta. Julia se acercó a ella con el ceño fruncido.
—Yo no le conté nada, claro, fue el imbécil de Dennis el que no supo mantener el pico cerrado. —Lena cerró los ojos y se quedó esperando. Sabía que Annie no había acabado de hablar aún—. Le dijo cómo te llamabas, el nombre sólo, y le explicó que vivías por la zona. Entonces Pete intervino para que se callara.
—Menos mal. ¿Y Cabrini os comentó por qué quería saberlo?
—¿Se llama así? Pete dijo que ese tipo no le daba buena espina y que…
Lena la interrumpió.
—Annie, ¿dijo algo Cabrini? —el tono se volvió más brusco, pero tenía que enterarse
—Bueno, dijo que estabas como un queso y que le apetecía llamarte.
«Sí, ya; y voy yo y me lo creo.»
Annie continuó explicándose.
—De todas formas, como a Pete no le gustó ese tipo, me dijo que te llamara. Te parece bien, ¿no?
—Sí, sí, Annie. Muchas gracias, y dáselas también a Pete de mi parte, ¿de acuerdo?
—Claro, hasta pronto —y colgó.
Lena le pasó a Julia el auricular para que lo colgara.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó.
—Cabrini ha estado preguntando por mí en el bar. Dennis, el tipo que estaba hablando conmigo cuando llegaste, le ha dicho mi nombre y le ha contado que vivo por aquí.
Por la expresión del rostro de Julia, Lena sabía lo disgustado que estaba.
—¡Diablos! —explotó dando un manotazo sobre la mesa. El ruido la sobresaltó—.
A lo mejor convendría que te vinieras un tiempo a mi apartamento.
Las palabras de Julia la tranquilizaron, pero…
—No puedo —dijo—. Me has dicho que vives al otro lado del lago White Rock.
Tardaría una hora más en llegar al trabajo todos los días —negó con la cabeza—. De todos modos, no va a venir a buscarme. Y si lo hace, le explicaré que lo confundí con mi ex suegro o con mi psiquiatra, o algo así de raro —le dio unas palmaditas en la mano—. No va a pasar nada.
«¿Estoy tratando de convencerla a ella o a mí?», se preguntó Lena.
Julia volvió a fruncir el ceño.
—Está bien. Entonces me mudaré yo aquí. No pienso dejarte sola en este piso con Cabrini en el edificio de enfrente.
Lena le dedicó una sonrisa.
—Y eso significa que tardarás en llegar al trabajo lo que le cueste al ascensor subirte hasta el puesto de vigilancia.
—Sí. Ya ves, voy a ahorrar un montón en gasolina —bromeó algo más relajada.
El teléfono volvió a sonar. De nuevo, Lena esperó a ver de quién se trataba.
«Elena, soy tu madre. Coge el teléfono. Sé que estás ahí. No creo que vayas a misa los domingos por la mañana. —Julia arqueó las cejas y Lena hizo un gesto de desesperación con la cabeza. Aún no estaba preparada para contarle cómo era Inessa Katina—. Anoche me colgaste el teléfono y aún estoy esperando una disculpa y una explicación. Haz el favor de llamarme», dijo finalmente y luego colgó con energía.
—Vaya —Julia se alejó del contestador—, me habías dicho que tu madre era complicada, no que fuera una bruja.
Lena suspiró.
—Pues tendrías que oírla cuando está enfadada de verdad…
A ambas se les habían quitado las ganas de sentarse a la mesa para comer, así que Lena llevó los platos al cuarto de estar y se acomodaron en los sofás para ver las noticias de la mañana.
Durante la hora siguiente fueron relajándose. Julia, típica poli conservadora, se quedó muy sorprendida al enterarse de que Lena era demócrata. Charlaron tranquilamente sobre política y el espectro de Cabrini fue desvaneciéndose poco a poco. Hacia las once, cuando aparecieron los títulos de crédito de MacLaughlin
Group, el programa de debates sobre política que habían estado viendo, Julia empezó a acariciarle a Lena el lóbulo de la oreja.
—¿Tienes hambre, encanto? —le preguntó Julia al tiempo que le tomaba la mano para colocársela en la bragueta de sus pantalones.
Ella volvió la cabeza para mirarle.
—Yo creía que ibas a llevarme a comer por ahí.
—Claro que sí, pero luego. Ahora estaba pensando en satisfacer otro tipo de apetito — respondió al tiempo que le apretaba la mano contra el pene, ya endurecido.
A Julia le entró la risa.
—No tienes remedio —y permitió que la empujara suavemente contra los almohadones del sofá.
Julia se puso de pie y se quitó los pantalones antes de arrodillarse en el suelo a su lado. Se inclinó hacia ella, le abrió el albornoz, le besó el ombligo y acabó lamiéndole el pecho.
—Mmmm… —gimió Sandy—, más…
Julia levantó la cabeza para poder verle la cara.
—Cuéntame tus fantasías.
—¿Qué? —a Lena no le apetecía pensar, sino sentir.
Julia dedicó unos segundos a mordisquearle un pezón, que luego liberó.
—Quiero saber cuáles son tus fantasías.
—Esta es una de ellas… —Lena se retorció en un intento de volver a introducirle el seno en la boca—. Vamos, Julia, eres tú la que ha empezado.
—Y pienso terminar, en cuanto me cuentes tus fantasías —respondió al tiempo que le toqueteaba el pezón con los dedos.
—¿Qué fantasías?
—Esas en las que piensas al masturbarte cuando estás sola en la cama por la noche. —Julia situó la otra mano entre sus piernas y empezó a masajearle los labios de su sexo—. Vamos, nena, dime con qué sueñas.
—Me imagino… cosas que no he hecho nunca.
—Como por ejemplo… —su voz era ahora más grave y áspera.
—Como el sentirme dominada, a merced de otro. Nunca me han atado y me gustaría saber qué se siente…
—¿Y qué más? —Julia le separó los labios y le introdujo un dedo en la hendidura.
Lena arqueó la espalda y trató de apretarse contra aquella mano que la penetraba.
—Te estás mojando, cielo. ¿Te gusta hablar de esto? —entonces le metió un dedo más.
—Me gusta lo que estás haciendo ahora —gimió ella—. ¡Dios! ¡Más, más!
—Respóndeme a una cosa —ya había tres dedos dentro y Julia empezó a frotarle el clítoris con el pulgar. Lena empezó a mecerse para contrarrestar el ritmo de los dedos al entrar y salir de su sexo—. ¿Qué más cosas te gustaría que te hiciera tu amante? —la respiración de Julia se había vuelto sonora.
Lena subió los brazos por encima de la cabeza y levantó las caderas para acercárselas a Lena, que dejó de mover las manos. Ella protestó en un grito ahogado.
—Respóndeme —insistió.
Desesperada por que siguiera tocándola, dijo:
—Alguna vez me he preguntado cómo sería someterme a los deseos de alguien, dejar que tomara el control de mi cuerpo.
—Mmmm… —murmuró, animándola a seguir hablando.
—No fantaseo con ser azotada, sólo con que me atormente excitándome, ya sabes… Ahora tócame, por favor.
Julia la compensó volviendo a mover las manos.
Durante algunos minutos, los únicos sonidos que se escucharon fueron los suspiros y los gemidos de Lena. A esas alturas, los fluidos de su sexo habían empapado los dedos de Julia.
—Avísame cuando vayas a correrte —ordenó.
—¡Ya! —rogó— ¡Por favor!
Hubo una pausa mientras Julia abría un preservativo. Se lo puso, se subió al sofá y se colocó encima de Lena. Luego acercó su miembro a los pliegues para invitar a la hendidura a que se abriera. Ella se retorció enseguida para ayudarle. En cuanto Julia introdujo el pene en la humedad de su hendidura, ambas rugieron de placer. Lena recorrió con sus manos su musculosa espalda hasta que alcanzó las nalgas que recogió y estrujó.
La reacción de Julia fue inmediata: se retiró un poco y enseguida volvió a embestirla con toda su fuerza para marcar el ritmo. El sonido acompasado del chapoteo de flujos se oía sin dificultad. A Lena le resbalaba el sudor por las caderas y los muslos. Se olía el aroma de su pasión. Aceleró el movimiento de sus caderas contra las de Julia, con la esperanza de liberarse por fin.
Julia, concentrada en el ritmo de sus movimientos, resollaba sobre ella.
—¡Dios, Lena! ¡Cómo me gusta follarte!
Con cada empellón, ella notaba el golpeteo de sus testículos contra su cuerpo. En un minuto, estaba ya a punto de llegar al precipicio, y al cabo de otro, ya estaba saltando al vacío. Sintió apenas que el cuerpo de Julia se tensaba al llenarla. Los músculos del sexo se contrajeron para apresar su miembro y exprimir todo el semen que derramaba.
A continuación, ambos se desplomaron como una masa debilitada que resoplaba sin fuelle al recuperarse. Y así descansaron durante unos minutos. Lena le acarició la frente peinándole hacia atrás los rizos humedecidos. Julia abrió los ojos y sonrió.
—Te doy un dólar si me dices lo que te pasa ahora por la mente.
—Sólo pensaba en lo rápido que cambian las cosas. Hace sólo dos días, tú y yo ni siquiera nos conocíamos. Y, ahora, míranos.
—Bueno, yo sí que te conocía. Llevo un par de semanas siguiéndote, observándote y pensando en ti.
—¿De verdad?
Lena apoyó la cabeza en un codo, sorprendida. Nunca habría pensado que ella pudiera haber estado tanto tiempo vigilándola.
—Claro. Me he acostado cada noche pensando en ti. Quería saber quién eras y lo que pensabas.
Lena le acarició la mejilla.
—Estaba deseando que apareciera alguien como tú. —Julia se volvió para besarle la palma de la mano.
—Bueno, y ahora que ya me tienes, ¿qué quieres hacer conmigo?
—De todo.
Julia sonrió con la mirada encandilada.
—De todo es algo muy amplio. Yo pensé que empezaríamos por tus fantasías y que seguiríamos a partir de ahí.
Lena le recorrió la comisura de los labios con el dedo índice.
—¿Y tus fantasías? No haces más que preguntarme por las mías y tú aún no me has contado las tuyas.
Julia sonrió con pereza.
—Ya viste algo de mis fantasías ayer por la noche en el balcón.
Lena ladeó la cabeza y se quedó mirándole burlona.
—¿Que te hiciera una mamada?
Julia negó con un gesto.
—No, que me la hicieras en público.
En cuanto Lena procesó lo que acababa de escuchar, se incorporó para sentarse.
—A ver si lo entiendo. ¿Tienes fantasías sobre follar en lugares públicos?
—Soy una enferma, ¿verdad? —reconoció.
—¡ Y tanto! —Respondió ella entre risas—. ¿Y eso?
Se encogió de hombros.
—Siempre me han gustado las descargas de adrenalina. Por eso me alisté y por eso cuando acabé la carrera militar, me hice policía. La mayoría de los policías de la
Brigada de Crimen Organizado son como yo.
—Bien, pero ésas son formas legales de disfrutar de un subidón, mientras que si follas en público puedes acabar detenido.
Julia negó de nuevo con un gesto.
—Ni de broma. Ningún poli detendría a otro por tocar a su chica —alargó el brazo para acariciarle el pecho derecho.
Al escucharle llamarla «su chica», Lena se quedó como si le hubiera dado un abrazo tremendo. Se fijó en cómo Julia la acariciaba.
—Vaya cara dura, de todos modos, juzgarme a mí por espiar a la gente cuando tú eres una auténtica pervertida.
—Tienes toda la razón. Puede que fuera eso lo que primero me atrajo de ti.
—Bueno, entonces, ¿ya has follado en público alguna vez?
—Lo de tu balcón ha sido lo más parecido a triunfar en público que he hecho en mi vida.
—¿Triunfar? —se burló ella.
Ambas soltaron una carcajada.
—En serio, esto me interesa, ¿dónde te gustaría echar un polvo?
—No lo sé. En algún sitio en el que pudieran pillarme, como en la mesa de un despacho, en mi coche, en un avión…
—¿Y en un aeropuerto?
—Sí, también.
Lena le pasó la mano por el hombro desnudo y le estrujó el bíceps.
—Bueno, puede que podamos hacer realidad alguna de tus fantasías.
En lugar de responder, Julia miró la hora.
—Es casi mediodía, ¿por qué no vas a ducharte y luego te llevo a comer por ahí?
—Vale —Lena se puso de pie y se quedó mirándola; allí tumbada en el sofá, estaba guapísima, tanto que la dejaba sin aliento.
—Venga —la apremió—. Ve tú a tu cuarto de baño si quieres, ya uso yo el otro.
Lena se dirigió a la habitación. Salir a comer con ella era un paso más. Julia era tan atractiva que ella estaba encantada de que sus vecinos y sus amistades las vieran juntas. Tenía su ropa colgada en el baño y le encantaba verla allí. Era una imagen íntima a la vez que tranquilizadora.
Dejó la puerta abierta porque no le gustaba salir de la ducha a una nube de vapor. Abrió el grifo y se quitó el albornoz, retiró la cortina, se metió en la bañera y se hizo con el gel.
Tenía los pezones y el sexo doloridos. La verdad es que en menos de cuarenta y ocho horas los había utilizado bastante. Se enjabonó el cuerpo mientras se imaginaba a sí misma llevando a Julia a conocer a su familia. Seguro que a sus hermanos, Matt y Tony, les caía bien enseguida, y Tricia se pondría muy contenta al saber que volvía a tener pareja. El problema sería, como siempre, su madre.
Inessa Katina era una mujer imponente. Nada le parecía suficiente, ni siquiera sus propios hijos. Lena se había pasado toda la infancia escuchando que era demasiado gorda, demasiado vaga y demasiado tonta. Era su padre quien había hecho siempre de barricada entre su esposa y los niños, por eso desde que Sergey Katin había fallecido, las cosas habían empeorado.
La madre de Lena se había enfadado al descubrir que su marido les había legado en su testamento algo de dinero a cada uno de sus cuatro hijos. Sergey sabía bien que Inessa habría usado sus ahorros como un arma de control y aquel gesto había sido un ataque preventivo. La generosa donación había servido para que Matt estudiara medicina, para que Tony se mudara a Los Ángeles para conseguir trabajar como actor, para que Lena abandonara su apartamento y adquiriera un piso con vigilante, y para que Tricia invirtiera en un nuevo negocio de encuadernación y reparación de libros. Lena sonrió bajo la cascada de agua. Su padre habría estado encantado con todo aquello. «Te echo de menos, papá. Julia te gustaría.»
Mientras se enjabonaba las piernas, Lena trató de imaginarse la reacción de
Inessa al conocerla. Sabía cómo era su madre: la presentación iría seguida de un interrogatorio, y aunque las primeras preguntas no pasarían de ser agradables e inocuas, no tardarían en volverse duras condescendientes. Julia no tenía pinta de ser la típica persona que se siente intimidada y aquello sacaría lo peor de su madre.
Lena decidió mantenerles lo más alejadas que fuera posible.
Tras aclararse el cabello, se agachó para cerrar los grifos. «No hay familias perfectas.»
Cuando estuvo lista para salir de la bañera, retiró la cortina y casi le dio un ataque al corazón: Julia estaba de pie justo delante de ella. Antes de que se hubiera podido recuperar para preguntarle qué hacía allí, ella ya le había tomado la muñeca y se la había pasado por encima de la cabeza. Lena protestó, pero Julia la ignoró, le puso una esposa en la muñeca y enganchó la otra en la barra de la cortina. Mientras Lena miraba aún sorprendida su mano apresada y tiraba sin éxito para liberarse, Julia le tomó la otra muñeca. Con enorme rapidez se la esposó también a la barra.
Luego retrocedió dos pasos para distanciarse de la bañera y le sonrió.
Absolutamente desconcertada, Lena observó su propio reflejo en el espejo. Se vio enganchada a la varilla, totalmente empapada y atrapada por las muñecas.
Tenía los pies descalzos aún en la bañera, adonde iban a parar todas las gotas que le resbalaban por el cuerpo.
—¿Qué estás haciendo? —protestó.
—Estoy ayudándote a hacer realidad una de tus fantasías.
Lena se dio cuenta en ese momento de que Julia estaba desnuda. La erección de su miembro apuntaba, agresivo, hacia su cuerpo desprotegido. Julia alargó el brazo para retirarle de la cara los mechones de pelo mojado.
En cuanto Lena digirió el contenido de aquellas palabras, una oleada de excitación la recorrió de arriba abajo. Se encontraba desnuda e indefensa en su propio cuarto de baño.
—Yo me refería a que me ataran a la cama —corrigió.
—Lo siento. No has especificado y he tenido que improvisar. —Con un tono petulante añadió—: Nena, tengo que confesar que estás impresionante así colgada.
Lena se miró al espejo. Julia tenía razón. Con los brazos estirados sobre la cabeza, los pechos turgentes se expandían y quedaban tirantes. El contraste entre el pelo rojo y la palidez de la piel resultaba increíblemente erótico. Parecía una diosa pagana ofrecida en sacrificio para calmar las iras de algún dios irritado. Al mirarse, los pezones se le endurecieron y quedaron como lanzas. Inmediatamente notó un fogonazo de calor en la entrepierna.
—¿Y ahora qué?
—Ahora vamos a jugar.







10
Julia se quedó mirándola, cautivada al verla allí colgada, indefensa. Tuvo que contenerse para no agarrarle las piernas, enganchárselas alrededor de la cintura y penetrarla directamente. Resultaba de lo más excitante; era como si Lena se exhibiera en un mercado de esclavos y ella pudiera hacer con ella todo lo que le apeteciera.
Cuando Lena había mencionado lo del juego de dominación, a ella no le había parecido excitante. Como poli, había conocido a tantas mujeres violadas que lo de obligar a una mujer a follar con ella no le resultaba agradable, ni siquiera aunque fuera algo fingido en un juego erótico. Había presenciado muchas escenas en las que las prostitutas, o sus chulos, aparecían encadenados a una cama o a una mesa en habitaciones de motel, de modo que lo de atar a una mujer a un somier no le llamaba demasiado la atención. Esto, en cambio…
—Ahora mismo vuelvo —dijo.
—¡Julia, espera! ¡No me dejes así!
—No, tranquila, vuelvo en un segundo. —Julia quería que se quedara un rato pensando en la idea de estar encadenada y absolutamente a su merced.
Fue al cuarto de estar y recogió los juguetes que había seleccionado de la caja, de donde también provenían las viejas esposas niqueladas que la Unidad Policial de
Dallas había desechado para pasar a emplear, en su lugar, tiras de plástico, más modernas, en la detención de sospechosos. Al preparar la caja, había metido sus dos pares de viejas esposas.
Cogió también las pinzas de los pezones, una venda y una larguísima pluma de color morado. También había un instrumento con forma de mariposa azul, pero aquello prefería reservarlo para más adelante.
Se dirigió a la cocina y llenó un cuenco con hielos.
—¡Jul! —gritó Lena.
«Estupendo, se está impacientando.»
—Ya voy —respondió.
Cuando regresó, notó que Lena estaba nerviosa. Había salido de la bañera y estaba de pie sobre la alfombrilla del baño.
—¿Dónde estabas? —se quejó.
—Buscando los accesorios que vamos a emplear —contestó mientras colocaba todo en la encimera del lavabo.
Deseosa de enterarse de lo que preparaba, Lena deslizó las esposas a lo largo de la barra de la ducha para poder verla mejor. Julia se hizo con uno de los cubitos de hielo y se dio la vuelta hacia ella.
—¿Qué vas a hacer?
—Lo que me dé la gana.
Lena abrió los ojos y se alejó de ella hasta toparse con la bañera.
—Julia, ¡no!
—Len, ¡sí! Voy a repetir tus palabras: «Alguna vez me he preguntado cómo sería someterme a los deseos de alguien, dejar que tomara el control de mi cuerpo.» Bien, encanto, pues aquí estoy. A veces se obtiene lo que se desea.
Lena se mordió el labio superior, en un claro signo de preocupación. Julia le pasó un brazo por la cintura para atraerla hacia si y presionarle el pecho izquierdo con el cubito de hielo. Lena suspiró antes de que un escalofrío la atravesara de la cabeza a los pies. Julia no quiso creer que aquella reacción proviniera exclusivamente de la temperatura del cubito, el cual continuó girando en círculos cada vez más cerrados a medida que se aproximaba al centro. El pezón aumentó de tamaño y se oscureció hasta adquirir un suave tono violeta. Julia escuchaba la fuerte respiración de Lena, consciente de la tensión en que estaba sumida. Luego tiró el cubito y, con los dedos índice y pulgar, empezó a retorcerle el pezón.
—Mmmm —suspiró ella.
Julia bajó la cabeza y se introdujo el otro pezón en la boca. Lo mordisqueó, primero con suavidad y luego con algo más de energía. La respiración de Lena cada vez era más entrecortada mientras ella combinaba aquel jugueteo con el balanceo de sus piernas, de modo que apretaba su erección contra el vientre y las caderas de su prisionera.
—Julia, por favor… —rogó Lena con los ojos cerrados.
Ella liberó el pezón y la miró.
—Por favor, ¿qué?
—Más —pidió ella.
Julia atravesó la habitación para coger la venda.
***
Aunque a Lena empezaron a dolerle los brazos de tenerlos por encima de la cabeza tanto tiempo, la molestia quedaba compensada por el placer que Julia le proporcionaba con las manos y la boca. A pesar del frío del cubito, el pecho le ardía tanto como la entrepierna, ya incandescente.
Lena le había rogado que continuara cuando ella se había retirado y se había alejado. En cuanto abrió los ojos, Julia le colocó la venda sobre los ojos.
—¿Qué estás haciendo?
—Relájate, cielo. Ya verás qué bien.
La venda no era más que un par de parches de nailon unidos por medio de unas tiras elásticas que se ajustaban alrededor de la cabeza.
—¿Qué vas a hacer?
—Confía en mí.
Sin pararse siquiera a pensarlo, Lena replicó:
—Ya confío en ti; más de lo que confío en nadie más.
Notó enseguida que se quedaba paralizada y sintió que se le encogía el corazón.
«No tendría que haber dicho eso. Qué tonta soy.»
Julia le acarició la mejilla con la mano.
—Gracias.
Lena apartó la cara.
—Lo siento. No tendría que haber dicho nada.
Julia le tomó el rostro con ambas manos.
—Eso no es cierto. Sé exactamente cómo te sientes porque yo me siento igual. —
La besó en los labios con extrema delicadeza—. Es como sí te conociera de toda la vida. Pondría la mano en el fuego por ti —dudó un segundo y añadió—: y el corazón.
A Lena se le engrandeció el alma.
—Me encantaría poder verte la cara.
Julia la besó de nuevo.
—Pues está muy bien que no puedas, porque yo creo que no me habría atrevido a decirte lo que acabo de decir si hubiera estado mirándote a los ojos —de inmediato cambió su tono de voz—. Bien, y deja de distraerme que tengo cosas que hacer por aquí.
Lena esperó, nerviosa, y se recordó a sí misma que había sido ella la que había sacado a colación lo de los juegos de dominación. Escuchó un ruido extraño, como de cadenas. Sintió que algo le rozaba el pecho y se dio cuenta de que Julia estaba colocándole una de las pinzas para los pezones. Y lo hizo de modo que aunque notó el pequeño pellizco, no fue como si se cerrara de golpe. Lena se retorció por la presión que ejercía aquel aparato sobre el pezón.
—¿Tan estupendo es? —quiso saber Julia al tiempo que le pinzaba la otra en el otro pecho.
—Sí —suspiró ella.
—Muy bien. Quiero que abras las piernas tanto como puedas —aunque Lena trató de seguir las instrucciones, las esposas limitaban su capacidad de movimiento. —Así está bien —dijo satisfecha mientras le acariciaba las caderas—. Eso es.
«¿Así está bien? ¿Para qué? ¿Qué es lo que pretende hacer?»
Aunque el primer contacto con el frío del hielo en el seno derecho la sobresaltó, pronto se relajó en cuanto reconoció el cubito, que Julia arrastró hasta conseguir que también hiciera contacto con la pinza, de modo que el metal bajó enseguida de temperatura hasta resultar casi doloroso. Lena serpenteo ligeramente con la intención de escapar de aquel clip congelado.
—Julia… —gimió.
Ella no respondió, pero retiró el hielo. Acto seguido Lena notó el tacto ligero de una pluma. La suavidad de la caricia eliminó de inmediato el dolor provocado por el frío del hielo. La combinación de sensaciones físicas en la piel era impresionante: la presión de la pinza, el frío del metal y ahora la delicadeza de la pluma, que Julia paseó por sus axilas, su vientre, por detrás de las rodillas…
—Pareces una diosa pagana, con la piel tan blanca y tan suave… No deberías taparte nunca, todo el mundo debería tener derecho a verte tal y como te estoy viendo yo ahora mismo.
A pesar del frío del hielo, Lena se sintió invadida por una oleada de calor que se extendió hasta el ombligo y los senos. Las extremidades perdieron su fuerza y se le hicieron extrañas, como si ya no pudiera dominarlas. Aunque se fiaba de Julia, sentirse tan indefensa le resultaba un poco aterrador. Si Julia se marchaba en ese momento del piso, ella se quedaría allí hasta que… hasta que mandaran a alguien del trabajo a ver si pasaba algo cuando no apareciera por la oficina el lunes por la mañana. O hasta que se pusieran en contacto con la persona cuyos datos había facilitado al rellenar el formulario de solicitud de empleo para los casos de urgencia… «¡Dios mío: mamá!»
La idea de que fuera su madre quien la encontrara de esa forma, desnuda y atada, le resultaba demasiado horrible como para planteársela. Apartó aquel pensamiento de su mente y se centró en escuchar. ¿Qué hacía Julia ahora?
Un cambio en las corrientes de aire hizo que cayera en la cuenta de que se había arrodillado delante de ella. Primero le colocó las manos en la parte interna de los muslos y le separó aún más las piernas, y luego hizo lo mismo con los labios de su sexo. Lena se quedó esperando, convencida de que iba a empezar a acariciarle el clítoris. Enseguida notó la calidez de sus labios sobre su sexo.
—¡Oh…! —Gimió antes de gritar—: ¡Ay! —el tacto inesperado de un cubito de hielo en el clítoris la llevó a separarse de Julia de un salto.
Sabía que reaccionaría así. Le recogió las nalgas con una mano y la acercó de nuevo mientras, con la otra, volvía a localizar el punto de placer. Lena experimentó de nuevo la calidez de su lengua.
Alerta ahora, permaneció tensa a la espera de que abriera la boca para rozarle el maldito hielo. No tuvo que esperar mucho. Los labios de Julia se retiraron y a continuación notó el frío del cubito medio derretido entre los labios de su sexo.
Como esta vez ya lo esperaba, Lena no dio un salto al notar la gélida presión. Julia contó hasta tres antes de volver a besarle el clítoris.
Lena comprendió entonces el ritmo que quería marcar, y se relajó. Calor, frío. Frío, calor. El contraste era… estimulante. Calor, frío. Frío, calor. Empezó a mecerse adelante y atrás en un movimiento que contrarrestaba el de la boca de Julia. La temperatura de su sexo aumentó y Julia pareció percibirlo a juzgar por el sonido del hielo que dejó caer en la bañera. Retomó de inmediato la tarea de lamerle y succionarle el clítoris con avidez. Con sus enormes manos le masajeó los glúteos mientras empleaba la lengua para juguetear con el pequeño pliegue superior de los labios de su vulva.
Lena comenzó a jadear al tiempo que le apretujaba el pubis contra la cara. El clítoris, ya completamente erecto, sobresalía como si se tratara de un minúsculo pene que Julia se introdujo en la boca. Lena tiró de las esposas, agitada por el orgasmo.
Julia tensó los brazos al abrazarla por las caderas justo cuando ella perdía el control de las piernas. En aquella posición, con las manos enganchadas, y sostenida por el abrazo de Julia, resultaba imposible que se cayera. Durante el tiempo que duró la explosión de placer, cegada por los chispazos, Lena se contrajo arropada por Julia antes de dejar caer la cabeza con todo su peso.
Lena no fue del todo consciente de que Julia le retiraba las pinzas y abría las esposas. Se dejó caer sobre ella, que la cogió en brazos y la trasladó hasta el dormitorio, la depositó en la cama y le retiró la venda.
—Hola —dijo al abrir los ojos.
—Hola —respondió él mientras le apartaba el pelo de la frente—, ¿qué tal estás?
—Genial.
—¿Hemos satisfecho la fantasía? —preguntó con una sonrisa.
—Yo diría que sí. —Lena cerró los ojos de nuevo.
—Oye, no te me quedes dormida —protestó Julia. Luego le dio unas palmaditas en la mejilla—: aún no hemos comido.
—¿Comer? ¿Qué hora es?
—Ya es más de la una. ¿Adónde te apetece que vayamos?
Lena se dio un minuto para pensarlo.
—¿Qué tal el Gemima's? Está en la otra manzana y tienen un patio, así que podemos sentarnos fuera.
—Pues al Gemima's —dijo Julia tomándola de las manos para ayudarla a incorporarse.
—Cuidado —protestó Julia—, que todavía me duelen las muñecas y los brazos.
—Vaya, lo siento. No me he dado cuenta. ¿Te doy algo a ver si te alivia?
—No, no pasa nada —lo tranquilizó ella—. Con que no me tires de ellos es suficiente.
—De acuerdo. —Julia le dio unas palmaditas en el hombro—. Voy a vestirme. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Vestirme, si es eso lo que quieres —dijo ella dirigiendo la mirada al pene de
Julia, que, si bien no estaba totalmente empalmado, aún no había perdido totalmente la erección.
Julia sonrió.
—Por una vez, tengo más apetito de comida que sexual. Suelo tomar desayunos más consistentes que el que me has preparado.
Lena le devolvió la sonrisa.
—Vale, vale, ya lo he entendido. Voy a vestirme.
—Ponte falda.
—¿Y eso? —Lena frunció el ceño sorprendida por su tono imperativo.
—Es que me gustan tus piernas —dijo, y luego se dio la vuelta y se dirigió al cuarto de baño.
Aunque, encantada con el piropo, Lena se quedó mirándola fijamente hasta que se distrajo con la visión de sus nalgas. «¡Madre mía! ¡Si es que está como un queso!»
En cuanto le oyó cerrar la puerta, se levantó y se dirigió al armario. Le gustaba que se hubiera fijado en sus piernas, que ella consideraba una de sus mejores bazas.
Julia reapareció con vaqueros, camisa y chaqueta. Lena, por su parte, llevaba una falda de colores y una blusa blanca, de mangas anchas y holgada que le dejaba los hombros al descubierto.
—Muy, muy guapa —alabó.
—Te has peinado —apreció Lena.
—Sí. Espero que no te moleste que haya usado tus cosas.
—¡Qué tontería! Aunque no me disgustaba ese look de chica mala que te daba ese cabello revuelto y despeinado.
—Sí, claro, me lo cuentas esta noche otra vez cuando te raspe con ellos. —Julia observó a Lena con detenimiento—. ¿Llevas algo debajo de la falda?
Ella sonrió, coqueta.
—Nada de nada. ¿Te gusta?
—Sí me gusta, sí —respondió con una sonrisa—. Va a quedar estupendo con lo que voy a regalarte.
—¿Otro regalo?
Julia miró a su alrededor para buscar la venda de nailon, que encontró sobre la cama. Luego se acercó a Lena, que retrocedió.
—Ni en broma, Julia. Ya he tenido bastante.
—Pero si sólo es un regalo. Te prometo que va a gustarte.
No demasiado convencida, Lena accedió a que le colocara la venda sobre los ojos.
—Vale, ahora quédate ahí. Vengo enseguida.
Lo oyó salir del dormitorio y pensó que estaría rebuscando en la caja de juguetes sexuales. Sin embargo, luego se dio cuenta de que estaba en su cuarto de baño. Al cabo de un momento reapareció, se agachó y le tocó una de las pantorrillas.
—Levanta la pierna, cariño —dijo. Lena subió la pierna derecha y le pareció notar que Julia le pasaba algo por encima—. Ahora, la otra —le pasó dos cintas por los muslos y, al hacerlo, le levantó la falda— sujétala, por favor —le pidió al pasarle la tela arrugada para que la sostuviera.
—¿Qué estás haciendo?
—Una cosa estupenda, ya lo verás.
La abrazó mientras le subía las tiras hasta pasárselas por encima de las caderas desnudas. Aquello era una especie de arnés con una tira que le pasaba entre las piernas. Le separó los muslos y situó sobre el pubis algo que parecía hecho de plástico, le abrió los labios del sexo y le introdujo el objeto, que le apretaba el clítoris y la hendidura.
—Pero ¿se puede saber qué es eso?
—Tú confía en mí, Len. Sé que te va a gustar. —Julia le retiró la venda—. Ya está, échale un vistazo.
Con la falda aún levantada. Lena miró hacia abajo. Descubrió una pieza de plástico de color azul colocada de modo que le cubría todo el vello. Se giró para mirarse en el espejo del vestidor: el objeto tenía forma de mariposa, y era azul, al igual que las tiras. Parecía más bien la braga de un biquini. Luego se tocó la parte que Julia le había introducido entre los pliegues.
—¿Es un vibrador?
Julia sonrió y asintió.
—¿Cómo se enciende? —preguntó ella con el ceño fruncido.
La sonrisa de Julia se tornó burlona.
—Así —respondió mientras se daba unos golpecitos sobre el bolsillo de la chaqueta.
—¿Tiene mando a distancia? —En cuanto se imaginó lo que eso significaba, Lena se quedó alucinada—. ¿Quiere eso decir que puedes encenderlo cuando estemos por ahí comiendo?
—Sí —respondió absolutamente encantado con la idea.
Lena le miró a los ojos y luego volvió a observar la mariposa azul en el espejo.
La idea de que el vibrador empezara a funcionar mientras estaban fuera hizo que le aumentara la temperatura corporal.
—¿Nos vamos? —preguntó al tiempo que le tendía la mano.
Lena se bajó la falda y aceptó la invitación. Se entretuvo un segundo para coger el bolso y luego, tras cerrar la puerta con llave, echaron a andar hacia el ascensor.
Los señores Guzmán estaban esperándolo también. Sus perros, Sasha y Gigi, se movían inquietos. Jacob Guzmán les dedicó una sonrisa a Julia y a Lena.
—Mira, Lois, es Lena con su nueva novia.
La joven se sintió emocionada al oír que se referían a Julia como a «su novia». Julia le apretó la mano. Lena sonrió y dio paso a las presentaciones:
—Señores Guzmán, ésta es Julia… —de repente se le trabó la lengua al darse cuenta de que no recordaba su apellido.
La mirada de Lois Guzmán se volvió inquisitoria.
—Julia Volkova —continuó al rescate antes de extender la mano para saludar—.
Siento mucho haberlos despertado anoche.
Jacob Guzmán correspondió a su saludo.
—No pasa nada. Lois y yo también fuimos jóvenes hace tiempo —Jacob le dio un codazo a su mujer—, ¿verdad, cielo?
Ella continuaba escrutando a Julia como si fuera una jueza que observa a un acusado de asesinato. Lena apretó el botón de bajada, impaciente por que llegara el ascensor.
—¿A qué se dedica usted, señora Volkova? —preguntó Lois.
—Soy policía, señora Guzmán —dijo con una sonrisa triunfal.
—¿Ah, sí? —el tono de la anciana se dulcificó considerablemente.
Por fin se abrieron las puertas y Lena dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.
Las dos parejas y los perros se subieron al ascensor, que volvió a cerrarse silenciosamente.
Lena se esforzó en buscar algún tema de conversación inocuo que pudiera evitar el interrogatorio de Lois. Sin embargo, antes de que pudiera abrir siquiera la boca dio un salto, sobresaltada. Julia había puesto en marcha el vibrador plateado.
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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Jue Mar 05, 2015 1:34 pm

11
Las vibraciones que notaba en el clítoris le nublaron el resto de pensamientos, y sólo era vagamente consciente de la conversación de ascensor que Julia mantenía con sus vecinos porque las maravillosas sensaciones que estaba experimentando captaban toda su atención. Apretó las nalgas para atrapar con más fuerza el vibrador. En apenas unos segundos ya tenía el sexo palpitante y húmedo.
Cuando el ascensor llegó a la planta baja, los señores Guzmán salieron tirando de sus perros. Julia, por su parte, tomó a Lena por el codo para sacarla de allí.
—Ha sido un placer conocerte, Julia —se despidió la anciana.
—Lo mismo digo, Lois. Espero volver a verlos.
Lena balbució algún tipo de despedida mientras Julia la guiaba por el portal hacia la salida.
Hacía un día estupendo: cálido y soleado. El tranvía traqueteó al pasar a su lado.
—¿Qué tal? —le susurró Juliaal oído.
—Eres una cabrona. Ya te la devolveré —amenazó—. Apágalo antes de que me vuelva loca aquí en la acera.
El vibrador se detuvo de inmediato. Lena no sabía si alegrarse o lamentar que aquel aparatito hubiera dejado de funcionar.
—¿Mejor así? —se interesó Julia.
—Sí, pero no gracias a ti.
—Venga, cuéntame cómo ha sido.
—Una auténtica pasada.
—¡Esa es mi chica! —se alegró. Luego la besó en la frente—. Ahora, venga, vamos a comer. Te invito.
Cruzaron la calle y caminaron en dirección sur las dos manzanas que los separaban del Gemima's. Lena fue tranquilizándose con la charla banal de Julia sobre las tiendas que iban viendo. Cuando llegaron a la esquina del restaurante, Julia cruzó la terraza y abrió la puerta para invitar a Lena a entrar. Enseguida los recibió una camarera que les preguntó dónde preferían sentarse. Lena escogió el patio interior y la mujer los condujo hasta allí a través de la sala.
El patio tenía un suelo compuesto por hileras desordenadas de ladrillos rojos.
Las mesas y sillas, de hierro forjado, estaban rodeadas de árboles y plantas exuberantes que emergían de enormes macetas de barro. Como ya era bastante tarde, no quedaban comensales.
Con un gesto, la camarera los animó a elegir entre todas las posibilidades. Julia señaló una esquina donde había una mesa medio tapada por una planta de la familia de los dragos. Luego se acercó a la mujer para indicarle algo en voz baja, le dio un billete y retiró una silla para ofrecérsela a Lena. Julia se sentó frente a ella. La camarera les repartió el menú y se marchó.
—¿Qué es lo que le has dicho? —quiso saber Sandy.
—Le he dicho que quería una camarera que fuera muy discreta, nada de estar interrumpiéndonos cada cinco minutos. He venido aquí para hablar contigo y no con el personal del restaurante.
Lena sonrió y colocó la mano sobre la de Julia, que estaba posada en la mesa.
—¿Qué haremos después de comer?
—Bueno, tenemos que pasar por mi apartamento para recoger algo de ropa.
Tengo una reunión en la comisaría mañana a las nueve de la mañana. Si quieres que me quede esta noche, tendré que prepararme una maleta.
Julia movió la mano y apretó la de Julia, que en un intento de actuar como si nada para disimular su emoción, preguntó:
—Has dicho que tu apartamento estaba al este del lago White Rock, pero ¿dónde, exactamente?
—En Garland Road, cerca del Jardín Botánico. Vivo allí desde que dejé el ejército. No queda lejos de la comisaría.
—Me encanta el Jardín Botánico. Mi padre era un jardinero estupendo y solía formar parte del consejo de administración.
Julia se encogió de hombros.
—La verdad es que no lo conozco muy bien. He estado allí un par de veces, en alguna boda, y una vez llevé a mis sobrinos el día de Pascua para buscar los huevos de chocolate, pero nada más.
A Lena se le ocurrió algo, aunque antes de que pudiera dedicar un momento a pensarlo apareció la camarera con una bandeja en la que traía agua y una cesta de pan.
Pidieron la comida: unos huevos a la benedictina para Julia y una ensalada marinera para Lena. Julia pidió que les trajeran las bebidas con la comida. En cuanto la camarera se hubo marchado, se metió la mano en el bolsillo y encendió de nuevo el vibrador.
Sentada con el cilindro metálico encajado en la vagina, Lena notaba cómo las vibraciones se extendían por todo su cuerpo. Los pezones se le endurecieron, el vientre empezó a tensársele y comenzó a sudar.
—¿Te gusta? —preguntó Julia.
—Sí —respondió Lena en un gemido antes de humedecerse los labios con la lengua.
Julia le tomó la mano y empezó a lamerle la parte interior de la muñeca. Lena reaccionó presionando los muslos, lo que le provocó la habitual oleada de calor que la recorrió de arriba abajo.
—¡No puedo! ¡Estamos en un restaurante!
—Claro que puedes, preciosa. Estamos solas, así que no hay nadie que esté mirándote. — Julia movió la silla ligeramente hacia la izquierda—. Con la planta y conmigo no pueden verte desde la entrada.
Le mordisqueó los dedos de la mano derecha y sonrió con una expresión tremendamente sexy mientras, con la otra mano en el mando, subía la intensidad de las vibraciones.
—¡Dios mío! —gimió Lena al notar el cambio.
—Déjate llevar, cielo. No te resistas.
Lena retiró la mano que tenía encima de la de Julia y se apoyó con ambas palmas en la mesa. Se inclinó hacia delante para apretarse más contra el vibrador y dejarse invadir totalmente por las sensaciones. Se mordió el labio inferior y empezó a jadear.
—Eso es, vamos —la animó él al tiempo que aumentaba de nuevo la intensidad. A ella le resbalaban las lágrimas por las mejillas mientras trataba de mantener la compostura.
—Jul, por favor —le rogó en un susurro.
Había empezado a dolerle el estómago del esfuerzo por contenerse. De pronto, no pudo aguantar más: se inclinó hacia delante y luego se combó hacia atrás recostándose en la silla, totalmente desencajada por el orgasmo. Durante unos segundos no dejó de temblar. Oleada a oleada, el éxtasis la agitó de la cabeza a los pies. Tuvo que controlarse para no caerse de la silla y acabar desparramada en el suelo de ladrillos como si fuera un charco de agua. El patio, Julia, todo lo que la rodeaba fue difuminándose al electrizársele todas las terminaciones nerviosas.
Poco a poco fue recuperando el control. Tenía la frente empapada y las gotas de sudor le resbalaban entre los pechos. El vibrador seguía activado y aún le frotaba el clítoris, ya muy sensible. El intenso placer de hacía unos segundos se convertía ahora en un dolor insoportable.
Lena chasqueó los dedos y ordenó:
—Apaga eso.
Julia obedeció al instante.
—¿Estás bien, cariño? —quiso saber, algo nerviosa.
Ella cogió una servilleta de lino y se secó con ella la cara y el cuello, aunque no respondió.
—Lena, esta mañana me has dicho que te gustaría saber qué se sentía cuando alguien tomaba el control de tu cuerpo.
Y tenía razón. Lo había dicho. Y ella había hecho exactamente lo que había pedido: le había preparado una experiencia de dominación y la había hecho perder el control de su propio cuerpo. Los orgasmos habían sido increíbles. A Lena se le dibujó una media sonrisa.
Con aquella reacción, Julia se quedó visiblemente más relajada.
—Vaya, menos mal. Me habías asustado.
La sonrisa de Lena se tornó burlona.
—Que no se te olvide que he confiado en ti todo el rato. Así que cuando yo te lo pida, tendrás que hacer lo mismo.
Julia levantó las manos en actitud de defensa.
—Por supuesto. Cuando quieras.
Justo en ese momento apareció la camarera con las bebidas y los platos. Lena y Julia se pasaron el resto de la comida charlando sobre todo y sobre nada en particular.
Hacia las tres y cuarto, ella esperaba ya, de pie, en el cuarto de estar de Julia y aprovechaba para explorar el pequeño apartamento mientras ella, en el dormitorio, se preparaba una pequeña maleta. El lugar era típicamente recio y los muebles eran sin lugar a dudas de segunda mano, salvo los aparatos electrónicos: la enorme televisión de pantalla plana, el lector de DVD, el vídeo y un aparato de música estéreo último modelo. También había una fotografía encima de la mesa situada al lado de Lena que llamó su atención. La cogió y comprobó que se trataba de una toma profesional de cinco personas: Julia vestida con el uniforme militar y unas personas que serían seguramente sus padres y sus dos hermanas.
—¿De cuándo es esta foto de tu familia?
Julia se asomó a la puerta con la bolsa ya preparada.
—De justo antes de que se casara mi hermana, hace unos ocho años o así. Yo estaba en casa de permiso y mi madre insistió en que un fotógrafo nos hiciera una foto.
—Sois todas muy guapas.
—Gracias —respondió antes de tirar la bolsa encima del sofá y colocarse detrás de Lena. La rodeó con los brazos por la cintura y le mordisqueó el cuello por un lado.— ¿Qué quieres que hagamos ahora?
Ella notó enseguida que el pene se iba endureciendo contra sus nalgas. Era el momento de llevar a cabo su plan. Se dio la vuelta y la abrazó por el cuello.
—¿Sabes lo que de verdad me apetece? Ir a dar un paseo por el Jardín Botánico.
Cierran a las cinco, así que tendrá que ser cortito.
Lena se percató de la cara de desilusión de Julia, que preguntó, sin poder creérselo:
—¿Quieres que vayamos a ver flores?
Ella bajó la mirada con timidez, de modo que no pudiera verle los ojos.
—La verdad es que estoy un poco dolorida después de todo lo que hemos hecho estos dos días. Creo que mi cuerpo necesita un descanso.
—Vaya —Julia procuró esbozar una sonrisa sexy—, pues acabo de coger más preservativos.
Lena levantó los párpados para mirarla y se mantuvo en silencio.
—En fin, claro, lo entiendo. Seguro que disfrutamos mucho del paseo —continuó
tratando claramente de disimular su decepción.
Lena se emocionó con el triunfo.
—Soy socia, así que no tenemos que pagar entrada —añadió encantada.
Siguió charlando mientras salían del apartamento, depositaban la bolsa de Julia en el maletero del coche y conducían unas diez manzanas hasta la entrada del
Jardín Botánico. Una vez allí, Lena mostró su carnet y les recordaron que el recinto cerraría en una hora y media.
El jardín, llamado Arboretum Dallas, ocupaba unas veinticinco hectáreas y estaba situado en la ribera sudeste del lago White Rock. Las enormes y exuberantes zonas de césped, los majestuosos árboles y la fragancia dispersada por los parterres de flores convertían el lugar en un espacio impresionante desde el que observar las cuatrocientas hectáreas de agua que se extendían desde la orilla.
—Vamos al jardín «Jonsson Color» —sugirió Lena.
Le encantó que Julia no pareciera estar molesta por aquel sorprendente cambio de planes que consistía en ir a pasear por un jardín; no como Josh, su ex, que tenía la desagradable costumbre de poner mala cara siempre que le pedía que hiciera algo que a él no le apetecía demasiado.
Tal y como había supuesto, no había prácticamente nadie en aquella zona.
Aunque se cruzaron con un par de parejas de ancianos con zapatillas de deporte que disfrutaban de su caminata diaria, cuanto más se adentraban en el jardín, menos gente encontraban. En el lago, que quedaba a unos noventa metros a su izquierda, se veía navegar, apenas rozando el agua en calma, a una media docena de barquitos. El sol de la tarde reverberaba y creaba así un espejo sobre la acuosa superficie.
—¿Sabías que en el Jonsson Color hay más de doscientas especies de azaleas? — preguntó.
—Pues no, la verdad es que no tenía ni idea.
—¿Qué lista soy, eh? —Lena le golpeó el hombro con el suyo.
El camino que recorrían empezó a serpentear. Ella había escogido el jardín de las azaleas porque tenía forma de meandro y acababa girando hacia fuera. Aunque en él se entrecruzaban unos diez caminos en distintos puntos, Lena sabía que si se colocaban en el extremo sur quedarían en una elevación que les permitiría ver si alguien se acercaba por cualquiera de las rutas.
—¡Anda, mira! ¡Los crisantemos y las azaleas están en flor!
Enseguida se vieron rodeados de los colores dorados y violáceos del otoño que contrastaban con los tonos rojizos de los caladios y las astromelias.
—Es precioso —coincidió Julia.
Se encontraban ya en la pequeña colina que Lena recordaba. Había un banco de madera y hierro forjado desde el que se divisaban el lago y el resto del jardín. Se dio un paseo con la intención de inspeccionar la zona. Aunque se veían algunas personas a lo lejos, no había nadie cerca.
—Este es el sitio perfecto —afirmó.
—¿Perfecto para qué? —quiso saber Julia, que estaba acariciando el pétalo de una flor violeta.
—Para hacer realidad tu fantasía.
Julia volvió con rapidez la cabeza para mirarla.
—¿Cómo dices?
Lena le señaló el banco y le ordenó:
—Bájate la cremallera de los vaqueros y siéntate.
Julia la miró, sin poder dar crédito.
—¿Estás loca? Aquí puede vernos todo el mundo.
Lena se rió.
—No antes de que los hayamos visto nosotros. Los arbustos que hay al otro lado del camino nos tapan la parte de abajo del cuerpo y desde donde tú estás puedes ver a cualquier persona que se acerque.
Julia se mojó los labios. Lena dedujo enseguida que la idea le excitaba: ya se le notaba el bulto en los pantalones.
—¿Tendrán prismáticos en aquellos barcos? —se preguntó mirando hacia el lago.
—Seguramente —asintió ella—, pero ¿qué más da? Están demasiado lejos como para poder hacer algo más que disfrutar mirándonos.
Aquellas palabras y la actitud de Lena le convencieron. Se dispuso a desabrocharse el cinturón y bajarse la cremallera de los pantalones.
—Habrá que hacerlo rápido.
—¿Por qué no te los bajas hasta las rodillas? —Indicó al tiempo que le señalaba los pantalones—. Así no estorbarán ni los mancharemos.
Absolutamente dispuesta, se bajó los vaqueros por las caderas, se sentó en el banco y se sacó el pene de los calzoncillos. Luego extrajo un preservativo del bolsillo.
Lena se había quitado la mariposa azul en el apartamento de Julia y se la había guardado en el bolso. Libre de nuevo, el sexo volvía a hinchársele por el deseo. Se subió a horcajadas sobre Julia y colocó las rodillas a la altura de sus caderas. Bajó la mano hasta los muslos y le ayudó a dirigir el pene hacia la hendidura hasta que la penetró deslizándose en la humedad y encajando en su cavidad como si se tratara de una llave en un candado. Ambas gimieron de placer. Para poder disfrutar de todas las sensaciones, Lena se inclinó sobre el regazo de Julia, que la agarró de la cintura.
—Vamos, cielo, móntame. Soy tu semental, móntame fuerte y ligera.
Ella se hizo enseguida con el ritmo, cabalgando a velocidad creciente mientras se mantenía agarrada a sus hombros para no perder el equilibrio.
—¿Estás vigilando el camino? —quiso asegurarse.
—Sí —la tranquilizó, con la barbilla clavada en su hombro.
Sin sujetador, los pechos se movían arriba y abajo desacompasados. Se bajó la camisa para sacarse el seno izquierdo.
—Muérdemelo —le pidió a Julia.
En el siguiente movimiento de Lena hacia arriba, Julia le cazó el pezón al vuelo.
No había sido precisamente delicada al hacerlo, pero a ella no le importó, lo que quería era follar salvaje y descontroladamente. Cuando se le escapó el pecho de la boca, Julia volvió a mirar el camino.
Estaban tan excitadas que sólo tardó un par de minutos en preguntar:
—¿Estás lista?
—Sí —respondió Lena sin aliento.
Julia rugió y murmuró y empezó a mover las caderas con fuerza para penetrarla profundamente hasta estallar en un grito de placer mientras se corría.
Lena tuvo un segundo para pensar: «Van a oírnos.» Sin embargo, el orgasmo la invadió y se olvidó de todo lo demás, hasta de su nombre. La fuerza de las convulsiones hizo que el banco chirriara. Una vez que hubieron acabado, ambos se desplomaron uno sobre el cuerpo del otro como si fueran un par de muñecos de trapo.
Lena se descubrió preguntándose, por primera vez, si sería posible que a alguien le estallara el corazón al follar. A ella le latía como una locomotora y la pregunta le resultó más que apropiada.
De repente Julia le susurró apremiante:
—Viene alguien.
Ella se incorporó tan rápido que se tambaleó y estuvo a punto de caerse sobre las azaleas. Barrió los alrededores con la mirada hasta localizar a una pareja de ancianos que atravesaban pausadamente el jardín. Cuando se dio la vuelta para mirar a Julia, vio que ya estaba subiéndose los pantalones.
—Vamos, date prisa y ponte de pie, yo te tapo —dijo acercándose a Julia.
Julia se subió la cremallera mientras ella le cubría. Cuando la pareja de ancianos alcanzó la cima de la colina, ambas estaban ya disfrutando inocentemente de las vistas. La única prueba del polvo que acababan de echar era el penetrante olor a sexo que aún se respiraba en el lugar. Ni siquiera la fragancia de las flores podía solapar aquel inconfundible aroma. Lena rezó para que la pareja no lo notara o, al menos, no lo reconociera.
Los paseantes iban ataviados con sus ropas de domingo: él llevaba un traje negro
y un abrigo a juego, y ella lucía un jersey rosa y una falda de punto de alpaca.
—Buenas tardes —saludó el hombre.
—Buenas tardes —respondieron las dos al unísono.
La pareja pasó renqueante. Lena ya había empezado a relajarse, cuando la señora se volvió para guiñarles un ojo. Perpleja y preocupada, Lena se quedó un rato mirando a los ancianos. Al darse, por fin, la vuelta para mirar a Julia, se la encontró sonriendo de oreja a oreja. Aquella estampa hizo que le entrara la risa y antes de que pudieran ponerle remedio estaban los dos riéndose a carcajadas.
Cuando se calmaron, Julia se inclinó para besarle los labios con ternura.
—Gracias —le dijo.
—Gracias a ti —respondió ella.
—No, va en serio —insistió —. Es uno de los mejores regalos que me han hecho en la vida. Tenía que decírtelo —volvió a besarla—. Nunca lo olvidaré.
Lena se sintió colmada por la felicidad.
—Vámonos a casa —propuso Julia tomándola del brazo.
Y juntas, agarradas, caminaron hacia la salida del Jardín Botánico.








12
El lunes por la mañana Lena se despertó a las cinco y media entrelazada en el cuerpo de Julia, que permanecía profundamente dormida y ni siquiera se enteró cuando ella se escabulló de la cama. Se detuvo un momento a mirarla. Bañada por aquella luz tenue del alba, parecía más joven y Lena sintió el deseo de acariciarle la frente. El día anterior había considerado la posibilidad de acabar enamorándose de ella. Hoy lo sabía ya con certeza. «Le quiero y vamos a disfrutar al máximo del tiempo que pasemos juntas.» Por miedo a despertarle, Lena no cedió a la tentación de tocarla y se dirigió al salón para ir al otro cuarto de baño.
Aunque la noche anterior había preparado espaguetis y albóndigas, no había comido mucho; el sexo parecía estar robándole el apetito de cualquier otra cosa.
Después de cenar habían ido a dar una vuelta en el coche de Julia —sin rumbo fijo, sólo para estar sentadas y charlar—. Julia le había contado que soñaba con montar su propia empresa de seguridad algún día. Dentro de unos doce años, a los cuarenta y seis, podría jubilarse como policía y calculaba que para entonces ya tendría ahorrado el dinero suficiente para hacer despegar el negocio.
Esta confidencia animó a Lena a explicarle que ella siempre había querido escribir novelas. Le contó que ya había escrito varios relatos en los que desarrollaba argumentos de cuentos de hadas en el mundo actual. Julia le pidió que le dejara leer alguno, pero al ver que ella se mostraba algo reacia a compartir sus creaciones, no insistió.
Hablaron de todo: de sus películas favoritas, de cuántos hijos quería tener cada una…
Aquella mañana, al reflexionar sobre las conversaciones que habían mantenido,
Lena se dio cuenta de lo atípica que era Julia. Se sentía cómoda hablando de sus sentimientos y de las cosas que eran importantes para ella.
Lena lanzó una mirada al reloj que había en la repisa del baño: las seis menos veinte. Tenía que estar en el trabajo a las ocho y cuarto, y la reunión de Julia era a las nueve. Mientras se duchaba fue repasando mentalmente las opciones para el desayuno: en casa sólo había huevos y tostadas. Tendría que pasar por el supermercado al volver del trabajo, de modo que empezó a elaborar mentalmente una lista de la compra con todo lo que necesitaba. Al salir de la bañera se envolvió en una toalla, se cepilló el cabello y se maquilló. En cuanto hubo terminado, abrió la puerta del baño y se topó con una oleada de aroma de café. Enseguida se asomó y vio a Julia en el rincón de la cafetera. Estaba dando un sorbo a su taza mientras leía los titulares del periódico. Llevaba el pelo mojado, el torso descubierto y los pies descalzos.
A Lena le dio un vuelco el corazón. Estaba tan sexy allí plantada y tan… en casa.
Julia debió de notar el peso de su mirada porque levantó la cabeza.
—Buenos días, ¿te sirvo el café?
Algo avergonzada, asintió.
Julia desapareció en la cocina y volvió con una humeante taza de café.
—Voy a hacerme unos huevos revueltos. ¿Cómo quieres los tuyos?
—Ya lo hago yo —se ofreció Lena al coger la taza.
—Yo ya estoy casi vestida, y tú no. Para cuando estés arreglada, tendrás listo el desayuno, ¿los quieres revueltos tú también?
Lena no discutió. Aquella situación resultaba tan natural, tan cotidiana, tan agradable… Se dirigió al dormitorio absolutamente enternecida.
A las seis menos cuarto de la tarde, Lena atravesaba su portal y se dirigía al buzón para comprobar si había recibido correo. Encontró una nota de color amarillo que avisaba de la llegada de un paquete.
El vigilante de turno era Frampton. Lena se acercó hasta su mesa con el papel en la mano.
—¿Ha llegado algo para mí?
—Sí, señorita Katina. Está aquí —el conserje le entregó un enorme jarrón con flores de colores.
—¡Son preciosas!
—Sí que lo son. Vienen con tarjeta.
No quiso abrirla delante del vigilante.
—Ya la leo arriba —dijo, y cogió el jarrón y se dirigió al ascensor.
Mientras subía a su piso, hundió la nariz en el ramo para aspirar la fragancia de las flores. Eran muy bonitas: amarillas, naranjas y de un tono marrón rojizo, muy otoñales. «¿Cómo se podía ser tan encantador?»
Cuando llegó a su puerta, agarró el ramo con un brazo mientras la abría.
Atravesó la habitación y puso las flores en un jarrón que colocó en la mesa de desayuno. La tarjeta venía en un pequeño sobre de color blanco, que Lena abrió para leer el mensaje. Se quedó paralizada. «Lamento mucho que no tuviéramos la oportunidad de charlar el sábado por la noche. ¿Por qué no quedamos? Mi número es… V. C.»
«¡Dios mío! Me ha encontrado», pensó. La garganta se le quedó seca y por un instante se le cortó la respiración. «¿Qué hago ahora?»
Enseguida dirigió la mirada hacia la puerta de cristal del balcón. Las cortinas estaban cerradas de modo que era imposible que la vieran desde el ático de Cabrini.
«Vale. No puede verme. Menos mal.»
«¿Llamo a Julia?» Él le había dado su número de móvil aquella misma mañana.
«No, ¿para qué voy a preocuparla cuando aún está en el trabajo?»
El olor de las flores llenaba la habitación. De repente Lena ya no podía soportar ni verlas ni respirar el olor que desprendían, así que cogió el jarrón y se dirigió a la entrada. A cada flor le llegaba inevitablemente su fin y ella tenía la intención de acelerar el proceso de aquéllas, con jarrón y todo.
Nada más doblar la esquina, de camino al contenedor del pasillo, se cruzó con Lois Guzmán que, cargada con una bolsa blanca de plástico, atravesaba la puerta giratoria en esos momentos. La anciana la miró y le dedicó una sonrisa.
—¡Qué flores tan bonitas! —exclamó—. Esos crisantemos naranja oscuro son preciosos.
Sin pensarlo dos veces, Lena le ofreció el jarrón con el ramo.
—¿Las quiere?
—Uy, no, cielo. Son tuyas.
—Si, pero es que yo tengo alergia y justamente los crisantemos me van fatal — improvisó—. Iba a tirarlas, así que me encantaría que se las quedara usted.
Aunque la señora Guzmán lo dudó por un momento, en cuanto Lena le entregó las flores hundió el rostro entre los pétalos.
—¡Son una maravilla! Te lo agradezco mucho.
—De nada, y soy yo quien se lo agradece a usted.
Conversó con ella un poco más. Como era de esperar, su vecina, que ya tenía tres hijas y un hijo casados, quería saber si Julia tenía intenciones serias. Después de apañárselas para no contestar a la correspondiente retahíla de preguntas, Lena logró escapar con la excusa de que tenía que ir al supermercado.
Ya de vuelta en su piso, se felicitó por la serenidad con que había sobrellevado lo de las flores. No tenía sentido llamar a Julia al trabajo: no había nada que ella pudiera hacer. Le contaría lo del ramo y lo de la tarjeta después de cenar.
Acababa de prepararse para salir cuando sonó el teléfono. Convencida de que se trataría de Julia, dejó el bolso en la cocina y descolgó el auricular.
—¿Sí?
—¿Te han gustado las flores que te he enviado? —preguntó una voz segura y fluida.
Lena se quedó tan sorprendida que perdió el habla.
—Pensé que te gustarían, como tu padre formaba parte del consejo de administración del Jardín Botánico… —continuó Cabrini.
«¡Dios mío! ¡Ha estado investigando sobre mí! ¿Y ahora qué digo?»
—¿Te ha comido la lengua el gato?
—¿Cómo ha conseguido mi número? —Lena no había permitido que lo incluyeran en los listines telefónicos públicos.
—¡Uy! Te sorprenderías de lo que unos mil dólares pueden comprar hoy en día en un barrio —respondió él con petulancia.
—¿Qué es lo que quiere? —Lena sonó algo nerviosa y, consciente de ello, se mordió el labio inferior. «Va a pensar que me da miedo. —Algo en su interior corroboró—: Bueno, es que sí té da miedo, ¿no?»
—Quiero que hablemos. He pensado que podríamos ir a cenar por ahí. En algún sitio bonito y discreto.
«¿Está loco?»
—No tenemos nada de qué hablar. No vuelva a llamarme.
Lena colgó el teléfono con más fuerza de la necesaria e hizo un gesto de dolor al oír el ruido del golpe.
Media hora después, ya estaba en el supermercado con el carrito. Después de haberle colgado a Cabrini, había permanecido en su apartamento dando vueltas durante un cuarto de hora. Aunque había sentido la enorme tentación de llamar a
Julia, se había repetido a sí misma los mismos argumentos que la habían retenido un rato antes. No había nada que ella pudiera hacer, de modo que lo mejor era esperar y contárselo por la noche.
Se alegraba de haber hecho la lista de la compra a la hora de la comida. Ahora se encontraba tan nerviosa que no era capaz de concentrarse en nada. Caminó por los pasillos como una autómata mientras llenaba el carrito con lo que aparecía indicado en la lista.
Al llegar al puesto de la carne, el dependiente y su ayudante estaban atendiendo a otros clientes. Había por lo menos otras dos personas antes que ella, así que aparcó el carro en un lado para que no estorbara al resto de compradores que se apresuraban a encontrar rápidamente algo para cenar aquel día. Cogió un número y trató de distraerse mirando los precios de otros productos. Las gambas estaban de oferta… Podía llevarse unas pocas además de los filetes que había pensado comprar.
Al cabo de quince minutos ya tenía los dos paquetes. Al ir a meterlos en el carro, descubrió en él, un producto que no le pertenecía a ella. Lo primero que pensó fue que se había confundido de carro y comprobó el resto del contenido. «No, pues sí es mi carro. ¿Qué será esto?»
El extraño objeto era negro, medía unos doce centímetros de largo y diez de ancho, era de látex y tenía forma cónica. Intrigada, Lena lo cogió y entonces cayó en la cuenta de lo que era. «¡Dios mío! ¡Es un dilatador anal!»
De inmediato dejó caer el juguete sexual como si le quemara en las manos y miró a su alrededor avergonzada.
A un metro de ella, Víctor Cabrini sonreía jactanciosamente. Llevaba un carísimo traje negro y un abrigo a juego. Dos de sus hombres, situados a su izquierda y aparentemente ajenos al resto de clientes que se veían obligados a pasar junto a ellos, se mantenían a una cierta distancia.
La rabia no tardó en sustituir al miedo. Lena se dirigió enfurecida hacia donde se encontraba.
—¿Cómo se atreve? —preguntó entre dientes.
—Quería conocerte, y como me has colgado el teléfono sin haberme dado siquiera las gracias por las flores, he pensado que a lo mejor preferías algo más práctico.
—Si vuelve a acercarse a mí, llamaré a la policía —al escucharse hablar con voz temblorosa, Lena se enfureció aún más—. Es usted un cerdo.
—¿Por eso llamaste a la policía aquella vez? —respondió él con una ceja arqueada.
A pesar de los esfuerzos que Lena realizó por no reaccionar, supo que la expresión de su cara la había delatado. No había esperado que él relacionara los hechos con tanta rapidez.
Cabrini asintió como si ella hubiera contestado a la pregunta.
—Eso me parecía. La verdad es que me molestó bastante no saber quién me había mandado a aquellos tipos de uniforme —explicó antes de acariciarle el brazo a Lena con los dedos—. Has estado mirándome desde el balcón, ¿verdad, Elena?
—No…, no sé de qué me habla —tartamudeó Lena. Aunque quería retirar el brazo, parecía tener el cuerpo paralizado, incapaz de reaccionar.
—Oh, vamos, no vayamos a empezar nuestra relación con una mentira. Los dos sabemos que has estado espiándome. Debería estar enfadado contigo, pero no lo estoy. —Cabrini le lanzó una mirada lasciva mostrando los dientes que contrastaban con su tez color aceituna—. Creo que me gusta la idea de que haya una mujer como tú mirándome mientras me follo a una de mis p****.
Aquellos comentarios obscenos rompieron por fin el estupor que la mantenía paralizada. Trató de retirar la mano, pero él la tomó por la muñeca con fuerza.
—Todavía no, Lena. No te he dado permiso para que te vayas. Veo que tienes mucho que aprender —la recorrió con la mirada de arriba abajo—. Me juego lo que quieras a que ese enorme culo blanco que tienes se pone de un precioso tono rojo con unos azotes.
Las palabras de Cabrini le recordaron a Lena que ella no era la muñequita y que no se encontraban a solas en el ático de aquel hombre.
—Señor Cabrini, si no deja usted que me marche ahora mismo, voy a gritar. Pueden acusarlo de acoso por haberme puesto las manos encima. De modo que, ¿qué piensa usted hacer?
Cabrini parpadeó como si estuviera sorprendido. Le soltó la mano y se dirigió a los hombres que esperaban detrás de él:
—Uy, Augie, la gordita tiene genio.
—Ya le cortarás las garras, Vic —sentenció el más alto de los dos torreones—. La tendrás comiendo de tu mano dentro de nada.
Lena giró sobre sus tacones y volvió donde estaba su carro. Al llegar, cogió el dilatador y se lo lanzó a Cabrini, quien, rápido como una serpiente, se hizo con él al vuelo y se lo pasó a sus hombres como si nada. El más bajito lo recuperó y se lo metió en el bolsillo.
—Jefe, voy a guardármelo para que puedas usarlo con ella más adelante.
—Ya nos veremos, Elena —se despidió Cabrini antes de indicar con un gesto a sus hombres que la siguieran.
Los tres se retiraron atravesando la sección de congelados en dirección a la entrada del supermercado.
Lena miró a su alrededor con la intención de comprobar si alguien había sido testigo del encuentro: los dependientes parecían ocupados en sus tareas. Así que empujó el carro hasta la zona de los cereales y luego se desvió para no ir por el pasillo que habían recorrido Cabrini y sus hombres.
Estaba temblando. El absurdo incongruente de toparse con tres mafiosos en medio de un supermercado resultaba mucho más aterrador que haberlos visto en la calle. Pensar en el descaro de aquel acto hizo que perdiera el aliento por un instante.
Ajena a la potente luz del supermercado y a las estanterías repletas de latas y de cajas, Lena decidió dirigirse rápidamente a la salida. Sólo pensaba en llegar a casa tan pronto como fuera posible. Allí podría cerrar la puerta a cal y canto, y esperar a que llegara Julia.
Si no hubiera habido cajas abiertas, Lena habría abandonado la compra allí mismo para poder salir escopetada. Sin embargo, uno de los cajeros le hizo una seña. Perpleja como estaba, Lena no se vio capaz de discutir, así que se limitó a sacar los productos del carro y colocarlos en la cinta transportadora. En unos pocos minutos ya se encontraba fuera, en el aparcamiento. Miró a su alrededor.
Si bien sabía que era probable que aquel miedo fuera irracional, temía que Cabrini o sus hombres pudieran estar esperándola al lado de su coche a la salida.
Podría llamar a Julia. Seguro que vendría a recogerla inmediatamente. Sin embargo, cabía la posibilidad de que quisiera perseguir a Cabrini y acabara muerta.
—Disculpe, señora, ¿necesita que le eche una mano con las bolsas? —un adolescente interrumpió sus pensamientos para ofrecerle ayuda.
¿Se arriesgaría Cabrini a herir a aquel muchacho al tratar de ir a por ella? Sí, seguro que sí. Sin embargo, no era probable que lo hiciera con todos aquellos testigos a su alrededor.
—Pues, sí, por favor —le contestó al chico, mientras se decía a sí misma que le tendría que dar una buena propina, como si eso compensara lo de ponerlo en peligro.
Juntos, Lena y el chico caminaron hacia su coche.

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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Jue Mar 05, 2015 1:37 pm

13
A las nueve, después de haberse tomado un par de copas de whisky para calmarse, Lena recobraba, si bien aún algo nerviosa, la capacidad de pensar.
Saltaba atemorizada al menor ruido, por bajito que fuera.
Julia estaba a punto de llegar, pero todavía no había decidido si debía contarle lo de Cabrini. Aunque se moría por compartir con él el horroroso suceso del supermercado, su parte racional le aconsejaba que lo guardara en secreto.
Era cierto que se conocían desde hacía solamente cuatro días; sin embargo, estaba segura de que si se lo contaba, Julia querría tomar partido para mantenerla a salvo, y aquello acarrearía unas consecuencias desastrosas para ambas. Por un lado, si Julia le plantaba cara a Cabrini, los guardaespaldas del mafioso podrían hacerle daño. Por otro, si la animaba a presentar una denuncia por acoso contra Cabrini por haberla cogido y amenazado, seguro que éste alegaría que estaba defendiéndose de la persona que había estado espiándolo. Aquello sería el fin para la carrera profesional de Lena.
Y para la de Julia. El teniente ya estaba enfadado por el encuentro accidental en el Jerry's, así que si hacían cualquier cosa que pusiera en peligro la operación de vigilancia, su enojo aumentaría. O peor aún, si llegara a enterarse de que Julia había descubierto, sin haber informado de ello, que Lena espiaba a Cabrini, su trabajo podría peligrar de verdad. Y Lena no quería hacer nada que pudiera perjudicarla profesionalmente.
Una voz interior le preguntaba: «¿Y si Cabrini iba en serio sobre lo de hacerme
daño?»
Lena se dijo a sí misma que, si bien era cierto que ese tipo disfrutaba con aquellos juegos psicológicos y de dominación, también lo era que sería lo suficientemente listo como para restringirlos a sus encuentros con prostitutas. Ella era una profesional respetable y muy trabajadora. No creía que Cabrini fuera a arriesgarlo todo sólo para vengarse.
Unos toques en la puerta interrumpieron aquellos tristes pensamientos y la dejaron sorprendida, porque esperaba que el conserje la hubiera llamado para avisarla de que Julia había llegado. Sin embargo, claro, Julia ya se encontraba en el interior del edificio, en su puesto de vigilancia. En cualquier caso, Lena echó un vistazo por la mirilla de la puerta para cerciorarse de que se trataba de ella. Al ver la sonrisa de su amante, todas las reflexiones en torno a Cabrini se desvanecieron.
Abrió la puerta y se lanzó sobre él.
Julia la abrazó.
—¡Vaya! Si vas a recibirme así todos los días, no vuelvo a irme a tomar una caña con los colegas al salir del trabajo nunca más —bromeó.
—Me alegro tanto de verte —respondió Lena, apretándose contra su pecho. Era la primera vez en horas que se sentía protegida.
—¿Estás bien? —Julia la apartó ligeramente para liberarse del abrazo—. ¿Qué pasa, cariño? —preguntó mirándola a la cara con preocupación.
Si iba a decírselo, éste era el momento. Se fijó en su mirada cansada y en las líneas de fatiga que se le perfilaban alrededor de la boca. Acababa de terminar un turno de doce horas.
—Nada —contestó—, sólo es que te he echado de menos.
La mirada de preocupación de Julia desapareció para dejar paso a una estupenda sonrisa.
—Yo también te he echado de menos, preciosa —correspondió antes de darle un beso en la boca.
Lena se regodeó en el beso con un suspiro. Julia era tan cálida, tan familiar y hacía que se sintiera tan segura… Julia cerró los ojos y Lena decidió apartar los horribles recuerdos de la tarde y relegarlos al fondo de su conciencia. Por esta noche, se olvidaría de lo de Cabrini.
Julia la tomó por las caderas sujetándolas con las enormes manos.
—¿Qué hay de cena? —quiso saber.
—¿Que qué hay de cena? —repitió Lena mirándola, después de haberse dado unos segundos para reaccionar.
—Lena, el niño de Ben se ha puesto enfermo y su mujer no podía salir del trabajo para ir a buscarlo al colegio, de modo que le he cubierto el puesto y me he quedado solo mientras él llevaba al crío al médico. He tenido que hacer pis en una botella de fanta y lo único que he tomado en todo el día ha sido una bolsa de cacahuetes. Llevo diez horas sin comer algo consistente. Me muero de hambre y no tengo fuerzas para nada más.
—¿En serio? —retó Lena al tiempo que bajaba la mano para toquetearle el paquete. El miembro de Julia se endureció de inmediato—. Yo creo que aquí tu amigo no opina lo mismo.
—Va en serio, Lena. No sabe lo que dice. Danos algo de comer a los dos y te prometo que luego nos ocuparemos de ti.
—Julia —se conformó entre risas—. ¿Qué tal suena un cóctel de gambas, un buen filete, una ensalada y pan de ajo?
—Suena de cine. Si tienes una plancha, yo me encargo de preparar la carne.
—Estupendo, ya la tengo adobada —luego dudó un instante. Tenía una parrilla de gas en el armario del balcón, pero no quería que Cabrini pudiera verlas desde su ático—. Hay una barbacoa de carbón en la terraza del edificio. Uno de los vecinos la compró para que la usáramos todos. También hay una mesa y unas sillas.
—Fenomenal, ¿tienes carbón?
—Sí, está en la despensa, al lado del líquido para encender el fuego —indicó de camino a la cocina.
Julia la cogió de la cintura e hizo que Lena se volviera para mirarle.
—¿Me haces un favor?
—Depende de qué se trate —respondió ella antes de esbozar una pequeña sonrisa.
—No lleves puesta ropa interior.
—¡Eres una pervertida! —Lena protestó con un gesto exagerado—. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, pero soy tu pervertida —respondió después de darle un beso en la frente.
Luego añadió—: Voy encendiendo el fuego.
Lena continuaba mirándole fijamente cuando, de repente, se dio cuenta de que seguía sonriendo. Meneó la cabeza y salió de la cocina. En el dormitorio, se desnudó para quitarse el body que Julia le había regalado. Se miró al espejo y se sorprendió de lo diferente que se veía desde hacía unos días. El cuerpo que observaba era el mismo que, redondeado y carnoso, había visto en el reflejo hacía cuatro días, sí, y, sin embargo, segura ahora de su atractivo, Lena sentía que aquellos kilos de más no le importaban tanto. «Bueno, sí me molestan, pero no como antes. Puedo estar rellenita y ser sexy al mismo tiempo.» Se guiñó un ojo.
Durante la hora siguiente, Lena y Julia hicieron juntas la cena. Mientras esperaba a que Julia llegara del trabajo, ya había preparado el cóctel de gambas y la ensalada César, de modo que se limitó a organizar una cesta con el mantel, la comida, los platos, los vasos y los cubiertos. La subió a la terraza, donde Julia ya había encendido el fuego y se ocupaba de los filetes. Cuando por fin se sentaron a cenar, eran más de las diez.
—Vino —Julia levantó la copa y señaló las luces que brillaban en el centro de Dallas—, unas vistas preciosas y —brindó para ella— una mujer hermosa. ¿Hay algo más que se pueda pedir?
—Gracias —Lena miró a su alrededor—. Es una noche muy bonita, ¿verdad?
La temperatura rondaba los veinte grados y el cielo estaba despejado. La luna llena iluminaba la terraza y se oía la música que provenía de la calle.
—¿Qué tal el día? —se interesó Sandy al tiempo que pinchaba una hoja de lechuga.
—Frustrante. El equipo que sigue a Cabrini lo ha perdido de vista esta tarde —
Julia ignoró el cóctel de gambas y la ensalada para concentrarse en el filete.
—¿Y cómo lo han perdido? —a Lena le latía con fuerza el corazón.
—Por vagos. Yo vi que Cabrini se preparaba para salir de casa y avisé por radio al que estaba abajo. Mis dos compañeros esperaban que lo hiciera por el garaje, pero empleó la entrada principal. —Julia dudó antes de llevarse el tenedor a la boca—. Ha sido un error de principiantes. Tenemos instrucciones de cubrir todas las entradas del edificio. Les entró pereza a los de seguimiento —concluyó antes de, ahora sí, meterse el tenedor en la boca.
—¿Tú crees que Cabrini sabe que estáis vigilándolo? —Lena hizo esfuerzos por mantener una actitud calmada y no alterar el ritmo de la respiración.
Julia negó con la cabeza y acabó de masticar.
—No, creemos que no. Se les ha escapado a los de abajo, eso es todo. El conserje les dijo luego que lo había recogido un coche en la puerta.
Por temor a cruzar la mirada con ella, Lena continuó observando la ensalada.
— ¿Lo encontrasteis después?
—Sí, aproximadamente una hora más tarde el coche lo dejó de nuevo en su casa. No sabemos adónde ha ido, aunque no puede haber sido muy lejos. —Julia cortó un trozo de grasa del filete.
«Cierto, sólo pasó por el supermercado para asustarme.» Incapaz de pensar en algo que responderle a Julia, Lena rezó para que dejara el tema y se dedicó a masticar con ganas un trozo de gamba.
—Estás preciosa, nena.
—¿Eh? — levantó los ojos para mirarlo.
—He dicho que estás preciosa.
—Y tú estás como una cabra —respondió meneando la cabeza.
—Sí, estoy loca, loca por ti. No tienes ni idea de lo caliente que me pone ese jersey que llevas.
Ella se miró el jersey negro y frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Porque era lo que llevabas el día en que te vi por primera vez. Sola en medio de la oscuridad, espiando.
—¿Te ponía verme así? —se extrañó. Luego dejó el tenedor en la mesa.
—Mucho. Me moría de ganas de tocarte.
A Lena se le quitó el apetito. Se echó hacia atrás sobre el respaldo y se agarró los pechos con las manos.
—¿Tocarme así?
Julia dejó sus cubiertos.
—Así exactamente.
Con los pechos aún en las manos, ella los levantó para frotarse los pezones con los pulgares.
—¿Te gusta ver cómo me toco?
Julia movió la silla para colocarse justo enfrente de Lena, a unos centímetros de distancia.
—Quítate el jersey.
Lena miró alrededor. El edificio en el que estaban era el más alto de todos los que había por la zona y el centro de Dallas quedaba a varios kilómetros de distancia. Desde allí no podía saber, ni le importaba, si algún miembro del personal de limpieza de algún lejano rascacielos o alguien que se hubiera quedado trabajando hasta tarde en el despacho podía verlos. Se humedeció los labios.
—Asegúrate de que la puerta de la terraza está cerrada con llave.
—Vamos, nena, no te preocupes por eso —rogó Julia mientras se pasaba las palmas de las manos por los vaqueros, como si estuviera secándoselas.
«Está sudando. Sí que la he excitado, sí.» Lena cayó en la cuenta de que lo de no cerrar la puerta aumentaba las posibilidades de que les pillaran y aquel lio hacía que aumentara su excitación.
—Voy a quedarme helada —argumentó, más por prolongar la espera que por discutir.
—Yo te calentaré, cielo, te lo prometo.
Lena tomó el jersey por la parte de abajo y tiró él hasta sacárselo.
—¡Dios! —rugió Julia al ver sus pechos desnudos, al tiempo que estiraba las piernas.
Lena se fijó en los músculos que se tensaban bajo los pantalones. Estaba cada vez más empalmado y el pene se presionaba contra la tela.
—Te toca, vaquera. Bájate la cremallera —exigió, al dejar el jersey encima de la mesa.
El viento fresco de la noche le endureció los pezones, cada vez más arrugados.
Julia trató de bajarse la cremallera con torpeza mientras Lena se desabrochaba los primeros botones de los pantalones.
—Dime qué es lo que sientes ahora, Jul.
—Siento que lo que tienes que hacer es abrir las piernas, nena.
—No, eso es lo que estás pensando —corrigió—. Dime lo que sientes —y para animarle, separó los muslos.
—Siento que me gustaría ver cómo te tocas —rectificó mientras elevaba las caderas para liberarse el pene, aún prisionero en la bragueta. El miembro apareció como un mástil, apuntando hacia Lena, que se rió.
—No, Julia. Piensas que quieres ver cómo me toco. ¿Qué es lo que sientes?
—Demonios, Len. Deja ya de hacer ejercicios de sociología y frótate tu cavidad para mí —bramó excitada.
Aquel tono de ofensa le resultó divertido a Lena, que se metió la mano por la abertura de los pantalones. Se acarició el pubis y enseguida se sintió correspondida por una oleada de calor que la recorrió del vientre a la vagina. Aunque ya había oído a Julia masturbándose durante las conversaciones sexuales por teléfono, era la primera vez que la veía empuñarse el pene y sacudírselo a ritmo lento. Verla con la mano alrededor del miembro hizo que se excitara más.
—¿Qué es lo que sientes tú, Lena? —preguntó Julia ahora.
—Me siento caliente, y sexy, y encantada de haber metido el bote de nata montada en la cesta —respondió. Se encontró el clítoris con los dedos: el pequeño órgano ya estaba tenso.
—¿Nata montada? —A Julia le brillaron los ojos—. Eres una chica mala —la regañó, mientras empezaba a mover la mano a un ritmo más rápido.
—Sí, pero soy tu chica mala.
Julia se humedeció los labios con la lengua.
—Me gustaría verte los senos cubiertas de nata montada.
—Sólo si me las limpias a lenguetazos.
—Te lo juro. ¿Estás frotándote el clítoris?
—Aja —respondió extasiada—. Esto es un gustazo.
—¿Puedes correrte mientras te miro?
—No lo sé. A lo mejor.
Ver a Julia mirarla con los ojos ardientes aumentó su excitación y empezó a mover los dedos más rápido.
Ambas se provocaron el mismo deseo, las mismas ganas. Lena no sabía qué era lo que tenía Julia, pero aquella chica, aquella poli, le llegaba muy hondo. Cerró los ojos y se dejó llevar por las sensaciones.
—Eso es, cielo —la animó Julia—. Córrete para mí, quiero ver cómo te corres para mí. Y —así de fácil— Lena alcanzó su orgasmo.








14
El martes por la tarde, Lena se encontraba a la entrada de un piso al sur de la ciudad hablando con una anciana.
—Gracias, señora Prudie. La veré, entonces, el catorce de noviembre.
—Gracias a ti, Lena. Aquí estaré esperándote.
Prudie Collins, negra, alta y delgada, llevaba dibujados en la cara los años de trabajo duro en puestos de salario mínimo. Era una de las personas favoritas de
Lena: una mujer que había sobrevivido a dos maridos y que había logrado sacar adelante, si bien con mano dura, a cinco hijos. Ahora, matriarca de una enorme familia, contaba con trece nietos, cuarenta y dos biznietos y dos tataranietos. A pesar de cargar a sus espaldas ochenta años ya y aunque el cáncer estuviera devorándole lentamente los órganos, la anciana continuaba cuidando de su familia.
Había asumido la tutela de tres de sus biznietos cuando la madre de éstos había muerto asesinada en un atraco a mano armada en la tienda de ultramarinos en la que trabajaba.
Ocupada como estaba en organizado todo para que las tres criaturas quedaran protegidas cuando ella ya no estuviera allí, Prudie Williams no tenía tiempo para lamentarse de los dolores que sufría o de la mala suerte que había tenido. El cáncer no había conseguido que se doblegara ni robarle aquella discreta dignidad que tanto admiraba Lena.
Las dos mujeres se despidieron en medio de los edificios de protección oficial situados en la calle Hatcher. Se trataba de bloques de ladrillos, de dos y tres pisos, alineados a ambos lados del bulevar que se extendía al este del recinto ferial del estado de Texas.
La primera vez que Lena había visitado la calle Hatcher, hacía unos tres años, se había detenido en la comisaría que había por allí. El agente con quien había estado charlando le había sugerido que se acostumbrara a pasar siempre por allí antes de acceder a los pisos de protección para que la policía pudiera estar al tanto mientras ella trabajaba. Y aunque al principio había seguido aquella recomendación, Lena había tardado poco en aprender a oler los problemas y a arreglárselas para no acabar siendo víctima de algún delito. Nunca llevaba bolso ni lucía joyas cuando visitaba aquellos edificios. Siempre iba con el móvil a mano y dejaba programada la marcación rápida del número de la comisaría por si acaso.
Tras despedirse de Prudie, echó a andar hacia su Buick, que había dejado aparcado en Park Avenue. No había avanzado siquiera unos pasos cuando se dio cuenta de que algo iba mal. Los niños pequeños que al llegar había visto jugar en los parterres situados entre la acera y la pared de ladrillo de la casa habían desaparecido. Más aún, no había niños a la vista, algo bastante inusual en una cálida y preciosa tarde del mes de octubre. Los chicos de los pisos de protección contaban con un sexto sentido para el peligro y desaparecían en cuanto ocurría cualquier cosa.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Algo iba mal, muy mal. Se contuvo ante la tentación de echar a correr hacia su coche y observó cuidadosamente la calle y los edificios de su alrededor. Allí mismo, estacionado en la concurrida calle, detrás de su Buick, divisó un Cadillac negro de un modelo antiguo. El coche estaba impoluto y llevaba las ventanas tintadas. Aunque desde donde Sandy estaba le resultaba imposible saber si había alguien dentro del vehículo, estaba claro que aquel
Cadillac no era del barrio. Cabrini.
Lena se dio la vuelta girando sobre sus tacones y se dirigió de inmediato hacia el piso de Prudie. Llamaría a la policía desde allí. No había dado ni dos pasos cuando dos hombres la tomaron por los brazos —uno por cada lado—. A Lena se le cayó al suelo la carpeta.
—Vamos, preciosa. Hay alguien que quiere hablar contigo —los dos tiarrones la forzaron a ir hacia el coche negro.
Lena gritó tan alto como pudo. Una mano rolliza le tapó la boca y los dos
hombres la llevaron hasta el Cadillac a empujones.
—Oye, pero ¿qué hacéis ahí? —la voz de ultratumba parecía proceder de ninguna parte.
Los hombres que sostenían a Lena dudaron un momento. El más alto la empujó hacia el otro, que la tomó por los hombros y la introdujo en el coche. Ella estiró las piernas de modo que los pies quedaron ejerciendo presión contra el lateral del asiento de al lado del conductor y apretó las rodillas. El hombre que trataba de meterla en el coche maldijo en alto, a pesar de lo cual no logró hacer palanca para mover a Lena. Le colocó la mano izquierda en el hombro mientras intentaba colocarla para que entrara en el vehículo.
Lena volvió la cabeza para morderle la mano. Los dientes perforaron la piel y se llevaron un trozo de carne al tirar. El hombre gritó de dolor y dejó caer a Lena, que se desplomó contra el bordillo y se golpeó en la rabadilla. Se puso de rodillas con esfuerzo y probó a caminar a gatas. El sabor de la sangre le llenaba la boca.
Aún agarrándose la muñeca, el hombre bloqueó el paso de Sandy con las piernas.
—Zorra, te mataré por esto.
Ella cerró un puño y lo lanzó hacia delante tan fuerte como pudo. El golpe que le propinó en sus partes fue contundente: el hombre gritó y se echó hacia delante para agarrarse los genitales y aguantar las arcadas. Lena consiguió ponerse en pie y se quedó perpleja sin poder dar crédito a la escena que presenciaba.
El otro matón se enfrentaba a un grupo de unos siete chicos afroamericanos.
Lena reconoció los rostros de uno o dos de ellos; pertenecían a familias de la calle Hatcher que ella solía visitar.
Los chicos iban vestidos con los pantalones caídos y sudaderas con capucha tan comunes en aquel barrio. Algunos de ellos llevaban también gorras de propaganda, mientras que otros llevaban pañuelos que se anudaban ajustados a la cabeza. Lena calculó que la edad de los chicos oscilaría entre los trece y los dieciséis años.
El que lideraba el grupo, claramente el cabecilla, dio unos pasos hacia el matón.
Llevaba una sudadera de Nike forrada de lana que le cubría ligeramente la cabellera organizada en hileras de trenzas.
—¿Por qué molesta a la trabajadora social? A usted no le ha hecho nada.
Lena se acercó al grupo de chicos y buscó el móvil en el bolsillo.
El matón, que tenía pinta de ex marine e iba enfundado en un traje marrón que le iba pequeño, dirigió una mirada a Lena y luego otra a los chicos.
—Oíd, chicos, no os metáis en esto y no os pasará nada.
Los chicos se rieron al unísono y se dieron codazos unos a otros.
—¿Habéis escuchado eso? ¿Habéis oído a este tipo? Que no nos hace nada si no nos metemos en esto.
Lena no veía ninguna expresión de miedo en aquellas caras adolescentes. Abrió la pestaña del móvil y apretó el botón de marcación rápida para contactar con la comisaría.
El tipo al que había golpeado estaba ahora vomitando en la acera.
Uno de los chicos, de unos catorce años y con la cabeza completamente rapada, se adelantó para situarse junto al cabecilla.
—Esta trabajadora social cuidó de mi abuela cuando los de la cartilla de alimentación se estaban portando como unos cabrones. Así que tú no te la llevas a ninguna parte.
El ex marine se introdujo una mano en la chaqueta en un movimiento claramente amenazador.
—Venga, niños, ya os estáis largando si no queréis que convierta a alguno de vosotros en un colador.
Al otro lado de la línea comunicaba. «¡Dios santo! No permitas que les pase nada a estos chicos por mi culpa.» Lena colgó y volvió a marcar.
—¿A quién llamas tú «niño»? —el líder cerró los puños—. Ya has oído a mi colega Binks — indicó al chico de la cabeza rapada—, saca tu culo de aquí y llévatelo al sitio del que haya salido si no quieres que seamos nosotros los que te hagamos daño a ti.
En la comisaría seguían con el teléfono ocupado. Lena sintió ganas de echarse a llorar por la frustración. De nuevo colgó y volvió a marcar al tiempo que se aproximaba aún más a los chicos dispuesta a situarse entre ellos y el arma del matón. Allí no moriría ningún niño por su culpa.
El ex marine hizo ademán de sacarse el arma de la chaqueta, pero antes de que pudiera hacerlo ya tenía cuatro automáticas apuntándolo a la cabeza. El silencio lo invadió todo. Sandy observó a aquellos adolescentes blandiendo las armas. Ya no había risas.
De pronto, todos estaban muy serios.
—Oye, tío —el cabecilla empezó a hablar con dureza—, coge a tu amigo y sal de la calle Hatcher de una puta vez, porque si no lo haces no vas a ver ningún otro sitio nunca más.
El matón se quedó estupefacto. Una calma insoportable se apoderó de la zona hasta que una voz familiar rompió el silencio.
—Oiga, caballero, ya he llamado a la policía, de modo que será mejor que se largue antes de que llegue.
Gracias a Dios. Era Prudie, que había salido al porche de su casa.
Fue entonces cuando Lena se dio cuenta de que había otra media docena de mujeres en las puertas de sus casas.
Otra de ellas gritó:
—He apuntado el número de matrícula de su coche, señor. Más le vale hacer caso a la señora Prudie y largarse de aquí antes de que me dé por enseñarles este número a los agentes cuando lleguen.
El ex marine levantó la mano izquierda para mostrar, con el gesto, que se rendía.
Sacó la mano de la chaqueta y se alejó de los chicos. Al marcharse, acribilló con la mirada a Lena, que se quedó helada al comprobar la maldad que había en aquellos ojos.
El hombre fue hacia donde se encontraba su amigo, que continuaba con las arcadas. Lo tomó por el brazo y lo llevó hasta el coche, que seguía abierto. Colocó a su compañero en el asiento de delante, cerró la puerta y enseguida apareció en el lado del conductor.
Antes de subirse al vehículo, el ex marine lanzó una última mirada a Lena.
—Ya te atraparemos luego, encanto —prometió con una sonrisita maliciosa.
A ella le temblaron las piernas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer al suelo desvanecida mientras el matón la miraba. El portazo había quedado silenciado por el sonido atropellado de sus propias pulsaciones.
El Cadillac se alejaba y el ruido distante de las sirenas la sacó de su estupor. No quería explicarle a la policía por qué aquellos hombres habían intentado secuestrarla. Al agacharse para recoger la carpeta que se le había caído, perdió el equilibrio y casi acaba en el suelo. Unas manos la agarraron con fuerza.
—Trabajadora, ¿está usted bien? —era el chico de la cabeza rapada.
—Sí, gracias. Tengo que irme de aquí antes de que…
—…de que llegue la policía. Ya, sé a qué se refiere. Venga, la acompaño hasta su coche.
El chico la guió hasta la puerta del Buick y esperó mientras ella manejaba las llaves con torpeza para abrirlo. Finalmente, se le cayeron. Entonces el muchacho las recogió, abrió la puerta y ayudó a Lena a sentarse en el asiento del conductor.
—No sé cómo darles las gracias, a ti… y a tus amigos —le dijo ella mientras el chico le devolvía las llaves.
—No tiene que darme las gracias por nada. Ayudó a mi abuela, con eso basta. Y ahora lárguese de aquí, corra. —Cerró la puerta y dio un golpe en el capó del coche, apremiándola para que se marchara.
Lena miró los pisos. Los otros chicos y las mujeres habían desaparecido ya. La calle Hatcher parecía vacía. Era el momento que ella también se fuera de allí.
Después de arrancar, levantó la mano para despedirse de su nuevo amigo, pero el chico ya había desaparecido.
Arrancó y por el espejo retrovisor vio aparecer el coche de policía al final de la calle de Prudie. Giró en la primera perpendicular con que se topó y pisó el acelerador para poner más distancia entre ella y las autoridades.

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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Jue Mar 05, 2015 1:39 pm

15
Lena giró de nuevo a la derecha en dirección a la avenida Spring. Conducía como si llevara activado el piloto automático: tomó el camino que la llevaba de vuelta al centro de Dallas. Asustada ante la idea de que alguien —ya fuera la policía o los hombres de Cabrini— estuviera siguiéndola, miraba continuamente por los espejos retrovisores.
«Vale, necesito pensar con calma en todo esto. Cabrini ha intentado secuestrarme en medio de la calle y a plena luz del día. Si lo ha hecho una vez, puede volver a hacerlo. No puedo irme a casa», se dijo.
Le costaba hacerse a la idea del descaro con que Cabrini se saltaba las normas.
«Sabía que era un narcisista, pero ¿esto? No hay quien pueda predecir lo que vendrá después. Tengo que contarle todo lo ocurrido a Julia. No tengo elección.»
Miró el reloj del salpicadero: eran las dos y media. Los hombres de Cabrini debían de haberla seguido hasta la casa de Prudie. Aquello significaba que, además de saber dónde vivía, ahora también sabían dónde trabajaba. No podía volver ni a su piso, ni a la oficina. «¿Y qué hago? —se preguntó—. No tengas miedo, Elena. Piensa.» Se detuvo en un semáforo. «Lo primero es lo primero. Llama a la oficina para decirles que no te encuentras bien y que te vas a casa.» Lena localizó el móvil e hizo la llamada.
«Y, ahora, ¿qué?» El semáforo se puso en verde. Sin embargo, Lena no sabía a dónde dirigirse. «¿Llamo a Julia? ¿Y qué hago? ¿Se lo cuento todo mientras está en el trabajo? No, no puedo; no mientras esté en su turno.»
El coche que había detrás de ella tocó el claxon. Lena aceleró y condujo de vuelta a Dallas. «Tengo que encontrar algún sitio en el que esconderme, algún sitio en el que pueda pedirle a Julia que quede conmigo para poder contárselo todo.»
Tomó el desvío que llevaba al centro.
Al igual que la mayoría de los habitantes de Dallas, solía admirar con orgullo los luminosos rascacielos de la ciudad. Aquella tarde, sin embargo, el nerviosismo le impedía apreciar aquel imponente conjunto arquitectónico.
«No puedo ir a casa. No puedo ir al trabajo. No me atrevo a ir a casa de mi madre. ¿Y si Cabrini sabe dónde vive? Quizá debería quedarme en un hotel.»
Delante de Sandy apareció un cartel que indicaba la dirección hacia Oak Cliff y que le llamó la atención. «¡Oak Cliff! Claro, puedo ir a casa de Leah.»
Cuando Leah Reece lanzó su revista electrónica, la oficina central de Heat existía únicamente en la realidad virtual. El personal trabajaba disperso por la ciudad de modo que las reuniones se celebraban on-line o por teléfono. Tras un año de cuentas favorables con la revista en funcionamiento, Leah le había pedido a Dora que le buscara un local donde instalar las oficinas. Aunque Heat era una publicación electrónica, Leah quería buscar la sinergia que surge cuando el personal creativo trabaja junto y en equipo.
Dora le había encontrado un edificio de ladrillo de cuatro pisos en Oak Cliff, una zona deprimida del sur de la ciudad que estaba aburguesándose. Leah había comprado la propiedad por el equivalente a nada y había acabado gastándose una fortuna en las reformas. Una de las cosas en las que invirtió más dinero fue en hacer diez habitaciones en el tercer piso para que el personal que tuviera que quedarse en la oficina para cumplir plazos tuviera un sitio donde descansar y dormir un rato. Los dormitorios contaban con una cocina completa y servicio de limpieza.
Cuando inauguraron el edificio, el Dallas Moming News publicó un artículo sobre Heat y el personal de jóvenes troyanos que hacía funcionar la revista. En él se hablaba extensamente del «lugar de trabajo-patio de recreo», como denominaban a las instalaciones del tercer piso del edificio de Leah, insinuando que se usaban más para echar polvos que para trabajar. Cuando pidieron a Leah unas declaraciones, ella —consciente del valor de la publicidad— respondió: «Mientras Heat salga adelante, no pienso preocuparme de si mi equipo aprovecha para animarse un poco.»
Efectivamente, el artículo y el eco que éste produjo le proporcionaron a Leah unas cuantas entrevistas en la televisión nacional y sirvieron para que la revista llamara la atención del público.
Lena marcó el número de la oficina central de Heat y esperó mientras la secretaria localizaba a su amiga.
—Hola, guapa —saludó Leah—, ¿qué tal todo?
—Estoy metida en un lío y necesito un sitio donde esconderme. ¿Puedo quedarme en una de las habitaciones del tercer piso durante un par de días?
—Pues claro que puedes, cielo; pero ¿qué es lo que te pasa?
Lena resopló aliviada.
—Voy para allá y te lo cuento. ¿Dónde aparco?
—Llama al interfono del garaje cuando llegues. Te dejarán entrar. Sube al segundo piso y ven a verme al despacho.
—Gracias, cariño. Llego en diez minutos.
—Vale. Hasta ahora entonces —dijo Leah antes de colgar.
Más tranquila ahora que tenía un sitio donde ir, Lena decidió llamar al móvil de Julia, que debió de reconocer su número en la pantalla y contestó enseguida.
—Hola, cielo, ¿qué tal el día?
—Pues no muy bien. Me ha pasado algo.
—¿Estás bien? ¿Qué es lo que te ha ocurrido? —a Julia le cambió la voz.
—Estoy bien, pero no quiero contártelo por teléfono. ¿Hasta qué hora trabajas hoy?
—Hasta las ocho, pero Ben y yo vamos a tener un descanso para comer dentro de nada, ¿quieres que nos veamos?
—Sí. ¿Puedes acercarte al despacho de Leah en Oak Cliff? —Lena le explicó cómo llegar.
Julia le prometió que estaría allí hacia las tres y media, y no quiso colgar hasta que ella le aseguró por segunda vez que estaba bien.
Lena se metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Por lo menos ahora ya tenía un plan, aunque no le hacía gracias lo de contarle a Julia que había estado ocultándole información. Algo le decía que la conversación no iba a ser precisamente agradable.
Julia y su compañero llegaron a la oficina central de Heat media hora después que Lena, quien, en este rato, había tenido tiempo de contarle a Leah lo que había pasado. Su amiga no le había hecho muchas preguntas; había preferido escuchar.
Lena le había descrito cómo había conocido a Julia y lo asustada que estaba ante la idea de que Cabrini fuera a estropear su relación. Cuando los dos policías llegaron al despacho de Leah, acompañados por el recepcionista, Lena estaba acurrucada, con las pernas plagadas, en la esquina del sofá.
Julia se acercó a ella y le dio un beso en la frente.
—¿Qué es lo que te ocurre, cariño? —preguntó, pero al ver que Lena mantenía la mirada fija en el hombre que se había quedado junto a la puerta, Julia pidió al otro policía que se acercara—. Lena, éste es Ben Forrester. Somos compañeros desde hace casi dos años. Ben, ésta es Lena.
Ben medía unos quince centímetros menos que Julia y pesaba al menos veinte kilos más. Iba vestido como Julia: vaqueros gastados y camiseta. El corte de pelo militar y las gafas de pasta le daban un aire de entrenador de instituto. Aunque la expresión del rostro era dura, Lena pensó que su mirada era amable.
—Hola, Ben. Gracias por venir con Julia —saludó al tenderle la mano.
—No hay de qué.
El policía correspondió al saludo y luego volvió a dar un paso atrás, mientras barría el despacho con la mirada. Lena se preguntó qué pensaría aquel tipo sobre las antiguas portadas de números anteriores de la revista con que estaban decoradas las paredes. Algunas eran bastante atrevidas. De pronto se dio cuenta de que su amiga permanecía detrás de su mesa.
—¡Uy!, lo siento. Leah, te presento a Julia y a su compañero Ben.
—Ya me lo he imaginado —dijo ella sonriendo, al tiempo que salía de detrás de la
mesa. Les dio la mano a ambos—. ¿Queréis tomar algo?
—No, gracias. No tenemos mucho tiempo —contestó Julia, y luego volvió a mirar a Lena—. ¿Qué pasa, cielo? —preguntó, agachada junto al sofá, tomándole la mano.
Ella no sabía hasta qué punto podía hablar con Ben allí delante. Al desviar la mirada hacia él antes de mirar a Julia, éste debió de comprender su duda.
—Confío plenamente en Ben. Puedes decir lo que quieras delante de él.
Ben se dirigió hacia la puerta.
—Puedo esperar abajo si lo prefieres… —empezó a decir.
—No, no —interrumpió Lena con un gesto, si Julia se fía de ti, yo también.
El policía asintió y se sentó en una silla que había junto a la pared.
Todos habían fijado su atención en Lena y esperaban a que ella empezara a hablar. Tras unos segundos, que empleó en organizar sus pensamientos, comenzó a contarles lo ocurrido. Empezó explicando que el día anterior se había encontrado un ramo de flores al llegar a casa, luego les contó que le había colgado el teléfono a
Cabrini y que se había encontrado con él en el supermercado.
Aunque nadie la interrumpió mientras hablaba, el rostro de Julia fue cambiando de expresión mientras ella narraba los sucesos del carro de la compra. Le apretó la mano con tanta fuerza que Lena hizo un gesto de dolor y trató de soltarse. Cuando
Julia se dio cuenta de que estaba haciéndole daño, le liberó la mano y siguió sin decir nada.
A ella le daba vergüenza que Ben estuviera allí delante. Sin embargo, ahora que estaba compartiéndolo todo con Julia, no quería dejarse ningún detalle y, aunque bajó la mirada al hacerlo, repitió las palabras de Cabrini acerca de que lo que ella necesitaba era que le diera unos azotes en ese «enorme culo blanco» que tenía.
Julia se puso de pie de un salto.
—Maldición, Lena, ¿por qué no me lo contaste anoche? —Le temblaba el cuerpo por la rabia.
—No sabía qué hacer —se excusó ella—. Tenía miedo de que hicieras alguna locura y te hirieran o te despidieran. Y habría sido todo por mi culpa. No quería que te pasara nada por mi culpa.
—Así que decidiste esperar un día para contármelo… —Julia paseaba airada por la habitación como si su enfado fuera demasiado grande como para estar parada.
Lena empezó a temblar. Los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas habían caído sobre ella como si se tratara de un tsunami. Pensar que estaba protegiendo a Julia le había dado fuerzas para contener el miedo. Ahora, al verla hecha una furia, se sentía indefensa. La estaba asustando más que Cabrini y todos sus hombres juntos.
Una voz tranquila rompió el silencio.
—Yo creo que algo más ha debido de pasar para que ahora Lena te cuente lo que le ocurrió ayer —dijo Ben.
Julia se volvió para mirar a su amigo.
—¿No es así, Lena? —continuó Ben.
Con la mirada fija aún en Julia, Lena asintió lentamente.
—Sí —respondió.
—Siéntate, Julia. Estás asustándola y aún no ha terminado de explicárnoslo todo.
—Ben se puso de pie y se acercó al aparador de la esquina. Localizó la botella de whisky y sirvió un vaso con generosidad. Luego se lo ofreció a Lena—: Toma, anda. Tiene pinta de que te hace falta algo así.
A ella le temblaban tanto las manos que le daba miedo aceptar la bebida y derramarla en el sofá o en la moqueta de Leah, así que la rechazó con un gesto y entrelazó las manos sobre su regazo.
Julia se sentó a su lado, cogió el vaso que Ben sostenía y se lo dio a Lena.
—Toma, anda. Ben tiene razón. Estás pálida como un fantasma.
Ella no reaccionó, de modo que le acercó el vaso a los labios.
—Vamos, cielo. Bebe. Te prometo que no volveré a gruñir.
Lena tomó un trago y continuó.
—No te preocupes. Ben tiene razón. Hay más y tengo que contártelo todo.
Ben volvió a sentarse mientras Julia se quedaba dónde estaba, junto a Lena.
Esta vez, ella no se entretuvo en los detalles del episodio en la calle Hatcher y relató los hechos del modo más sucinto que pudo.
La tensión de Julia crecía por momentos y ella notaba la rigidez del muslo que le rozaba la pierna. Con todo, continuaba acariciándole las manos, que se le habían quedado heladas a pesar de la elevada temperatura del despacho.
Cuando hubo terminado, esperó en silencio a que Julia reaccionara.
—Voy a matar a ese cabrón. Empezaré destrozándole las rodillas y luego iré subiendo. Pienso hacerle un agujero del tamaño de Manhattan en la polla.
—No, no lo harás —lo tranquilizó Ben—. Lo que vamos a hacer es presentar una denuncia por agresión e intento de secuestro contra sus hombres. Con suerte, se vendrán abajo en el interrogatorio y acabarán implicando a Cabrini. Vamos a agarrarlo por un delito de conspiración.
—No, no podéis hacerlo —protestó Lena—, la policía se enterará de que… —de repente se interrumpió.
Julia le pasó un brazo por los hombros.
—No, cielo. Lo único que puede contarles Cabrini es que sospecha que fuiste tú quien lo denunció por maltrato. Nadie puede acusarte de nada. Estabas en el balcón, lo viste pegando a una mujer y avisaste a la policía. No hay nada de lo que tengas que avergonzarte.
Ben miró el reloj.
—Tienes que llevar a Lena a la comisaría. Yo me vuelvo al puesto y desde allí llamaré al teniente.
—Gracias, pero prefiero llamarlo yo misma —dijo Julia con el rostro crispado— Coge tú el coche, nosotros iremos en el de Lena.
Su compañero asintió. Se puso de pie, se acercó al sofá y le tendió la mano a
Lena.
—Encantado de haberte conocido. Eres una mujer muy valiente. No me extraña que tengas a Julia loca por ti.
—Gracias por venir, Ben. Te lo agradezco mucho, en serio —respondió ella después de dedicarle una media sonrisa.
—¡Ánimo! Ya verás como todo esto se acaba enseguida.







16
Con tanta actividad, el tiempo pasó volando en las horas que siguieron. Julia y Lena fueron hasta la Central de Policía, que se encontraba en el número 1.400 de la calle South Lamar. Por el camino, él le aconsejó:
—Cuéntales la verdad, pero no digas nada sobre tu afición a espiar a los vecinos.
Una vez allí, la condujo a la unidad de seguridad ciudadana para que presentara una denuncia y se quedó a su lado mientras relataba lo sucedido. Lena siguió su consejo y contó todo a los hombres que la interrogaban, excepto lo relacionado con sus actividades nocturnas.
Los agentes le enseñaron unas fotos extraídas de los archivos electrónicos policiales vinculados a Cabrini y a sus colaboradores conocidos, pero ninguno de los rostros correspondía al que tenía pinta de ex marine ni a su acompañante.
Luego se entrevistó con un caricaturista a quien describió a los dos matones.
Pasadas las nueve de la noche, Lena y Julia se reunieron por fin con un ayudante de la fiscalía del distrito y con la persona encargada de la unidad de seguridad ciudadana. Las noticias que traían no eran buenas.
—Señorita Katina, ¿está usted segura de que los dos hombres no mencionaron en ningún momento el nombre de Víctor Cabrini? —preguntó la capitana de la unidad, apellidada Torres.
—No —dijo Lena moviendo la cabeza—, pero no fue necesario. Yo sabía de sobra quién los había enviado.
El ayudante de la fiscalía, Jackson Green, un corpulento afroamericano, gesticuló extrañado.
—Me temo que eso no va a ser suficiente. No tenemos nada que vincule directamente al señor Cabrini con la agresión.
—¿Qué está usted diciendo? —Preguntó Julia—. El hombre la amenazó ayer y hoy le ha enviado a sus dos matones.
—Eso será según usted —replicó Green, quien, consciente de la agresividad en la voz de Julia, continuó—, y estoy convencido de que tiene razón. El problema es que no tenemos motivos suficientes que justifiquen su detención.
—Sí, pero seguro que sí hay los bastantes como para invitarle a responder a unas cuantas preguntas —insistió Julia, que miraba a la capitana Torres en busca de apoyo.
—Eso sí podemos hacerlo, ¿no? —Torres miró al ayudante de la fiscalía.
—Por supuesto. Sólo quiero que tengan en cuenta que Cabrini no es ningún idiota. Llamará a su abogado, y éste aparecerá aquí en menos de una hora — advirtió Green mientras reclinaba la silla hasta dejarla apoyada contra la pared.
—Telefonearé al teniente Jenkins para pedirle las grabaciones de Cabrini que ha conseguido tu equipo, Julia —propuso Torres antes de que el policía pudiera intervenir—. A lo mejor Lena reconoce a los matones en las imágenes.
Ella reaccionó de inmediato.
—Muchas gracias, capitana, y a usted también, señor Green. Les agradezco mucho el tiempo que le están dedicando a este asunto.
—Parece agotada —sonrió Torres—. Vaya a tomar algo con su novia. Nos pondremos en contacto con ustedes en cuanto hayamos hablado con Cabrini.
El camino hasta casa fue muy tranquilo. Julia, que estaba al volante, parecía estar absorta en sus pensamientos. Lena se debatía entre la curiosidad por saber qué estaría pensando y el miedo de que él estuviera enfadado con ella. En cuanto cruzaron el río Trinity y dejaron atrás Oak Cliff, preguntó:
—¿Adónde vamos?
Claramente sorprendida al oír su voz, Julia volvió a la realidad y miró a su alrededor.
—Pues no lo sé. Supongo que iba con el piloto automático puesto —explicó, y miró la hora—. Es bastante tarde, ¿dónde quieres que cenemos?
—¿Y si vamos al Café Brasil, en Cedar Springs?
—Vale, buena idea. Podríamos pedir un poco de ese chorizo brasileño —y giró en dirección norte por la 135.
—¿Estás enfadado conmigo?
Julia emitió un sonido a medio camino entre un suspiro y un gruñido. Lena esperó a que ella pusiera fin a ese incómodo silencio.
—No, no estoy enfadada contigo. Estoy enfadada conmigo —apartó la mirada de la carretera y la miró un instante—. Anoche sabía que pasaba algo, pero no insistí en que me lo contaras; tendría que haberlo hecho. —Volvió a mirar la carretera.
—No es culpa tuya. Fui yo quien decidió no decírtelo —le tranquilizó tocándole el brazo con la mano.
—Y te equivocaste. Deberías habérmelo contado —Julia se detuvo en un semáforo y la miró fijamente—. Mira, no es que tenga un repertorio maravilloso de relaciones. No sé si dentro de un año estaremos juntas —Julia se fijó en un indigente que caminaba empujando un carrito por la vía de servicio—, pero una de las cosas que primero me gustaron de ti fue tu sinceridad. Si dejas de ser sincera conmigo, lo nuestro no saldrá bien —afirmó mirándola a los ojos.
Lena retiró la mano que aún apoyaba sobre el brazo de Julia y le correspondió con la mirada.
—Tienes razón. Me equivoqué. Tomé sola una decisión que nos incumbía a las dos sin darte la oportunidad de opinar. No volveré a hacerlo.
El coche de detrás tocó el claxon. El semáforo ya estaba en verde. Julia se concentró de nuevo en la carretera y pisó el acelerador. El Buick salió disparado.
Ninguno de los dos habló durante el resto del trayecto hasta el restaurante, aunque el silencio que había era ya diferente al de antes. Se trataba de un silencio cómodo, de esos que hacen compañía. Por primera vez en las últimas horas, a Lena se le relajaron los hombros.
A pesar de que ya faltaba poco para las diez, el restaurante estaba abarrotado. El servicio de wi-fi gratuito atraía a la clientela a este lugar las veinticuatro horas del día. Si bien había unas cuantas mesas con parejas, la mayoría estaban ocupadas por una sola persona que se afanaba en teclear en su portátil entre sorbo y sorbo de un fortísimo café brasileño.
Lena y Julia encontraron sitio y una encantadora camarera tomó nota de su pedido. Julia pidió tacos de chorizo brasileño con huevos revueltos y tortillas mexicanas de harina cubiertas de queso feta derretido. Lena prefirió unas crepés de espinacas con salsa de queso picante. Justo cuando acababan de servirles la comida, a Julia le sonó el teléfono. Se lo sacó del bolsillo de la chaqueta y contestó:
—Volkova.
Después de escuchar unos segundos, movió los labios para articular la palabra
«Ben» a Lena, a quien no le hizo falta escuchar las dos partes de la conversación para deducir que Julia estaba disgustada. Después de hacer un montón de preguntas, se despidió con un gruñido. Ella esperó a que apagara el móvil y volviera a guardárselo en el bolsillo.
—¿Qué ha pasado?
—Ben se las ha arreglado para ir al ático de Cabrini con los chicos de la unidad.
Dice que el tipo estaba esperándolos. Le han preguntado por ti y les ha contestado más o menos lo que imaginaban, que como tú habías avisado a la policía, quería hablar contigo. —Frunció el ceño y empezó a dar golpecitos en la mesa con el tenedor en un gesto que a Lena le resultó una manifestación de nerviosismo poco habitual.
—¿Y ha pedido un abogado? —quiso saber.
—No, no está nada preocupado. Sabe que no tenemos nada contra él. De hecho, según Ben, cuando llegaron, Cabrini estaba preparándose para ir a jugar al casino de Shreveport. Él y su prostituta salieron del domicilio junto a los tíos de latinidad.
—Julia recogió un poco del revuelto de huevos con el tenedor.
—¿Vais a seguirlo hasta Luisiana?
—No —respondió él cuando hubo terminado de masticar—. No podemos desarrollar actividades de vigilancia en otras jurisdicciones. Además, la gasolina está por las nubes últimamente. Se nos sale del presupuesto. Nuestro equipo ha confirmado que ha abandonado la ciudad en dirección este. Cabrini le dijo al conserje que volvería el jueves por la noche.
—¿El jueves por la noche? Eso significa que no tengo que quedarme en las oficinas de Leah o en tu apartamento. Puedo volver a mi piso esta misma noche. Julia se aproximó a ella. —Lena, cielo, ¿es que no lo entiendes? Todavía no hemos detenido a los dos hijos de puta que trataron de secuestrarte.
—Bueno, pero ahora que Cabrini está fuera de la ciudad, no parece probable que vuelvan a intentarlo Además —le acarició la mejilla—, vas a quedarte conmigo, ¿no?
—Sí —Julia la miraba entre divertido y ofendido—, no pienso perderte de vista — seguía dando golpecitos con el tenedor—. Supongo que podemos ir a tu casa esta noche para que puedas coger algo de ropa. Tendrás que avisar a tu jefe mañana.
Hasta que no tengamos a Cabrini entre rejas no puedes estar visitando a clientes y corriendo de un sitio para otro como has hecho hasta ahora.
Aunque Lena abrió la boca con la intención de protestar, al recordar la mirada del ex marine antes de meterse en el coche, asintió.
—Es verdad. Le pediré a Julie que me autorice para quedarme en el despacho y hacer allí las entrevistas.
—Estupendo —Julia parecía aliviada. Lena se dio cuerna de que había temido que ella pudiera llevarle la contraria.
—Aún no puedo creerme que ese tipo sea tan caradura —dijo ella; era algo que no se sacaba de la cabeza desde el lunes—. Es como si creyera que es inmune a la autoridad.
—Es un psicópata. Está convencido de que las normas son para el resto de la gente, no para él.
—Me ha asustado. —Pronunciar aquellas palabras fue como quitarse un peso de encima después de haber estado tratando de evitar pensar en lo que Cabrini le haría si volvía a por ella.
—A mí también me da miedo. Es un asesino a sangre fría. Ahora bien, te prometo que no permitiré que te toque un pelo.
De pronto, a Lena se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias.

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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Jue Mar 05, 2015 1:41 pm

17
El miércoles por la mañana, Lena se despertó a las cinco y media, unos minutos antes de que sonara la alarma. Permaneció acostada para disfrutar de la calidez del cuerpo de Julia, que estaba a su lado. Se dio la vuelta con cuidado para no molestarla y se quedó mirándolo; aún dormía y tenía la boca abierta unos centímetros. Julia se había acostado muy cansada la noche anterior; no le extrañaba que continuara dormida. Al volver del restaurante, habían tardado apenas unos segundos en irse a la cama y quedarse dormidas.
Con el pelo revuelto y aquella barba incipiente ofrecía un aspecto casi peligroso, aunque, ahora que lo conocía, ya no le resultaba temible.
Julia no necesitaba levantarse temprano como ella, que salió de la cama despacio, cerró la puerta del dormitorio y se dirigió al baño del vestíbulo. Mientras se duchaba, recordó lo sucedido el día anterior. Tanto Leah como Ben se habían portado de maravilla. Leah era amiga suya de toda la vida; sin embargo, la sensatez de Ben había sido una sorpresa para ella. Ya le había preguntado a Julia si había algún modo de agradecerle aquella amabilidad y la respuesta había sido una carcajada y un «¿es que no sabes que a los polis nos encantan los donuts? A Ben le gustan los que tienen virutas de colores por encima».
Al recordar ese comentario, Lena visualizó la panadería alemana que había a un par de manzanas al norte de su casa. Abría a las seis de la mañana. Podía bajar, comprar una docena de donuts y regresar antes de que Julia se levantara. Así podría llevárselos recién hechos al trabajo. Se lo pensó un instante. A Julia no le gustaría que saliera sola, pero Cabrini iba a estar en Luisiana hasta el jueves por la noche y dudaba que el ex marine y su compañero estuvieran esperándola en la puerta de su casa a las cinco y media de la mañana. Así que, encantada con su plan, acabó de ducharse y se coló de nuevo en el dormitorio para vestirse.
Veinte minutos después, ya caminaba por las calles desiertas de vuelta de la panadería Naugle's, con una bolsa de papel llena de donuts calientes, la mitad de los cuales estaban cubiertos de virutas. Era una mañana fresca, aunque aún no hacía demasiado frío: una señal de que faltaban apenas unas semanas para que comenzara el otoño. Con el aroma de la mantequilla se le hizo la boca agua. Lena deseó haberse comprado un donut para ella.
Una limusina negra y con los cristales tintados se acercaba por la calle McKinney en dirección norte. «Mira estos marchosos. Vuelven a casa después de una noche de juerga, justo a tiempo para ir a trabajar.» El vehículo fue reduciendo la velocidad a medida que se aproximaba a ella, hasta que alguien bajó la ventana del asiento de atrás. Lena observó el coche con curiosidad convencida de que iban a preguntarle por alguna calle. Sin embargo, de pronto se topó con el rostro de Cabrini y se quedó mirándolo, paralizada.
Él sonreía.
—¡Qué agradable sorpresa, Elena! Justamente estaba pensando en ti. ¡Qué casualidad que nos encontremos!
«¡Corre!» Lena tardó en reaccionar y en enviar un mensaje a sus piernas, que seguían sin responder. «¡Lárgate de ahí!» Escuchó que se abría una puerta y, con el rabillo del ojo, vio al ex marine y al señor de los vómitos corriendo hacia ella. Lena se tropezó y aquellos tipos se le echaron encima. Abrió la boca para chillar, pero el del mareo estaba preparado ya y le cruzó la cara con la mano cubierta por un guante de piel.
—Intenta morderme ahora, zorra —gruñó.
Los dos hombres la sujetaron por los brazos y la obligaron a entrar en el coche.
El ex marine entró primero en el asiento de atrás para ayudar al otro a introducirla en el vehículo. Ahora se encontraba atrapada entre los dos. Cerraron las puertas de golpe y la limusina aceleró para marcharse de allí.
Lena trató de liberarse. Cabrini estaba sentado en el asiento de enfrente con la muñequita a su lado. Hizo un gesto al mareado para que soltara a Lena y el tipo obedeció al instante.
—Pare el coche ahora mismo —exigió ella chillando.
Cabrini hizo un gesto con la mano y el ex marine cogió la bolsa blanca de papel con los donuts que Lena agarraba aún y se la dio a su jefe, que la abrió para ver qué contenía y acabó eligiendo un donut, uno de los de virutas.
—Así que habías salido a comprar el desayuno, ¿eh? —preguntó mientras rompía un pedazo y se lo ofrecía a Lena—. ¿Quieres? Aún está calentito.
—Esto es un secuestro. Dé la vuelta y lléveme a casa ahora mismo. Le prometo que no presentaré más denuncias.
Cabrini hizo caso omiso de su propuesta y le dio un mordisco al donut glaseado.
—No está mal —opinó después de masticarlo—; aunque, claro, si te zampas unos cuantos donuts de más con esas enormes caderas que tienes, acabas glotona enseguida.
«Está intentando intimidarme. Tengo que mantenerme tranquila. En realidad no quiere hacerme daño. No puedes secuestrar a alguien en una calle de Dallas así sin más. Tranquila. Tranquila. Tranquila», se dijo Lena.
Tomó aire y comenzó.
—Señor Cabrini, está usted cometiendo un terrible error —Lena temblaba tanto que le castañeteaban los dientes de modo que la frase no sonó tan firme como a ella le habría gustado.
—Así que ahora sí estás dispuesta a hablar conmigo, ¿eh? —Cabrini arqueó una ceja—. Bueno, bueno, entonces vamos a necesitar un lugar tranquilo en el que conversar. Augie —el conductor volvió la cabeza—, vamos a la cabaña de pesca.
—Sí, señor —respondió el chófer, que era uno de los grandullones que habían acompañado a Cabrini al supermercado.
—No haga usted esto —Sandy se percató de que estaba rogando y cerró la boca de golpe. «Eso es precisamente lo que quiere.»
—Veamos qué es lo que llevas en ese bolso —Cabrini señaló con la barbilla el bolso que Lena llevaba colgado del brazo.
El del mareo se lo quitó y se lo dio a su jefe.
El mañoso tarareaba una melodía mientras hurgaba entre las cosas de Lena, que reconoció en las notas la melodía de la serie Gilligan's Island.
«Debo de estar soñando —se dijo—. Dentro de un minuto me despertaré y todo esto no habrá sido más que una pesadilla.»
La limusina adquirió velocidad con un brusco acelerón. Lena miró por la ventana. Estaban entrando en la 75, una autovía nacional que recorría el eje nortesur.
Era todavía demasiado pronto para la hora punta. El enorme vehículo salió disparado hacia el sur.
«No hay nadie a quien pedir ayuda. ¡Piensa, Lena, piensa!»
Cabrini empezó a reírse. Extrajo algo del bolso y lo sostuvo en alto. Había dado con el vibrador azul en forma de mariposa.
A pesar del peligro en el que se encontraba, Lena, muerta de la vergüenza, quiso encogerse debajo del asiento. Ruborizada, enseguida se le sonrojaron el cuello y las mejillas.
—Vaya, vaya, mira qué interesante —Cabrini se acercó la mariposa a la nariz—.
Mmm, huele a líquido de tu cavidad, qué rico —sonrió a Lena con gesto antipático—. Puede que dentro de un rato disfrute de este aroma directamente.
A Lena se le encogió el estómago y pudo notar el sabor del ácido que le ascendió hasta la boca. «¡Dios mío! Ahora sí que estoy en un lío. ¿Qué hago?»
***
Julia se despertó y se encontró solo en la cama. Estiró los brazos por encima de la cabeza y miró el despertador. Las seis de la mañana. «Tengo un montón de tiempo», pensó.
Luego se acordó de que Lena tenía que estar en el trabajo a las ocho. «Levanta el culo de la cama y ve a desayunar con ella, melón», se dijo.
Se sentó y miró a su alrededor. Nada parecía indicar que Lena estuviera por allí. No podía oírla. «A lo mejor está en la cocina preparando el café.» Sonriente, se levantó de la cama y fue al cuarto de baño de la habitación. Después se enfundó los vaqueros y se acercó sin prisas al salón mientras echaba un vistazo en el baño de la entrada. Tampoco estaba allí, sin embargo, había una toalla húmeda colgada de la barra de la ducha. Aún podía respirarse el olor al gel de baño de Sandy. Tampoco la encontró en el comedor, ni en la cocina. Julia la buscó a su alrededor, sorprendido.
«Son las seis de la mañana. ¿Dónde se ha metido?»
Acababa de empezar a buscar pistas que pudieran indicarle adonde había ido cuando se topó con una nota escrita en papel amarillo que Lena había dejado sobre la pequeña mesa del comedor. «He bajado un segundo a la panadería alemana a por unos donuts con virutas. Vuelvo dentro de diez minutos», leyó.
Julia frunció el ceño. «¡Diablos! ¿Por qué no me ha hecho caso por una vez?»
No había tiempo para regodearse en aquella idea. Sandy. Tenía que encontrarla.
Sacó el móvil de la chaqueta, lo abrió y marcó su número. Después de cuatro tonos, saltó el contestador. «Diablos. Diablos. Diablos.» Apagó el teléfono sin dejar mensaje alguno y se dirigió corriendo al dormitorio. Recorrería el mismo camino que ella hasta la panadería y la encontraría por el camino.
Se puso la camisa a toda velocidad. Ya se la abrocharía en el ascensor. La pistola estaba, junto a la funda, en la mesilla de noche, donde él la había dejado para tenerla a mano.
Se metió los calcetines en los bolsillos y, al lado de la cama, se calzó los zapatos en los pies desnudos. Miró la hora de nuevo. Las seis y cuarto. Ella había dicho que volvería en diez minutos y ella ya llevaba quince despierta. Lena. Lena. ¡Elena!
***
Cuando empezó a sonar el móvil, Cabrini volvió a coger el bolso de Lena del suelo. Lo abrió y rebuscó dentro hasta que dio con el aparato plateado. Miró con interés la pantalla y leyó en alto.
—Julia Volkova.
A Lena le dio un vuelco el corazón y se llenó de esperanza. Julia estaba buscándola. La encontraría. No pararía hasta dar con ella.
—¿Quién es Julia Volkova? —preguntó Cabrini.
Se cruzaron las miradas. Ella se mantuvo en silencio.
—¿Es la tipa con la que estabas el sábado por la noche? ¿Es tu amante, Elena?
Ella continuó sin hablar.
—Lo de llamar antes de las siete de la mañana me dice que debe de tratarse de tu amante. ¿Consigue que te corras, Lena? ¿Chillas cuando te corres? Vas a gritar para mí —Cabrini se llevó la mano al bolsillo y sacó un pañuelo con el que limpió el móvil.
Lena se esforzó por permanecer tranquila, a pesar del terror que la atenazaba.
«Quiere asustarme. Esto no es más que un juego para él, una partida que quiere ganar. Cuanto más pueda aguantar, más tiempo le daré a Julia para que me encuentre. La policía puede seguir la señal de mi móvil para dar con nosotros.» Cabrini se inclinó hacia la derecha, apretó el botón de abrir la ventana y esperó a que estuviera completamente bajada. Entonces lanzó el móvil y el pañuelo al arcén.
Lena se echó hacia delante para observar el arco luminoso que trazaba el aparato al caer, hasta perderlo de vista. Cerró los ojos del todo, la desesperación amenazaba con poder con ella. «Abre los ojos. No permitas que vea lo asustada que estás», se dijo.
Lena abrió los ojos y observó a la muñequita, que permanecía hierática e inexpresiva junto a Cabrini. Parecía exactamente lo que representaba su nombre, una muñeca preciosa y vacía. Lena la miró con la esperanza de que la chica le correspondiera. Aquello era inútil. La muñequita miraba al infinito, aparentemente ajena a la tensión que se respiraba en el interior del vehículo.
—Ella no va a ayudarte —dijo Cabrini—. Está muy bien enseñada, ¿verdad, Maya?
—Sí, amo —respondió la chica.
Lena apretó los brazos contra sí misma para tratar de frenar el temblor que la recorría de arriba abajo. «Bien enseñada. Como un perro. Así es como quiere que me comporte yo.»
—Eso es, Elena —rugió Cabrini—, frótate esos enormes pechos para mí. Ya estás aprendiendo.
Lena lo miró sorprendida y luego bajó la mirada a su pecho. Cada vez que apretaba los brazos contra el cuerpo, realzaba sus senos sin querer. Cambió de posición de inmediato y se cubrió.
—Voy a divertirme mucho enseñándote —rió Cabrini—. Haré que aprendas a mostrarte para mí cada vez que yo te lo ordene… O para quien yo te diga —continuó con una mirada lasciva.
Lena se sintió mareada, casi sobrecogida por la crudeza de las palabras de Cabrini. Sin embargo, un pensamiento seguía resonando en su cabeza. «Julia, por favor, encuéntrame. Por favor, por favor, encuéntrame.»








18
Julia permaneció en la esquina situada junto a la panadería y volvió a llamar a Lena por teléfono, aunque sin éxito. El conserje la había visto salir del portal hacia las cinco y cincuenta, pero aún no había regresado.
Por su parte, la dependienta de la panadería reconoció a Lena por la descripción de Julia. Le explicó que había estado allí comprando una docena de donuts y que se habría marchado hacía aproximadamente un cuarto de hora.
«¿Estaría en el ático de Cabrini? Si la hubiera secuestrado, ¿sería tan estúpido como para llevársela a su propia casa? No, no era ningún estúpido, aunque sí lo suficientemente arrogante para hacer algo así.» Acortó la distancia cruzando por la avenida McKinney en dirección al edificio de Cabrini.
El conserje leía el periódico de la mañana, sentado en un taburete alto tras la mesa de la recepción. Zeke le mostró la placa policial.
—¿Está Cabrini en casa?
El hombre —en cuya insignia se leía Guy— echó una ojeada a la identificación, dobló el periódico y cogió su carpeta. Julia giró sobre sus talones mientras el viejo se concentraba en leer las hojas de entrada y salida.
—Aquí dice que el señor Cabrini se marchó anoche a las nueve y cuarenta y que no volverá hasta mañana.
—Ya sé que salió anoche, pero ¿lo ha visto usted desde entonces?
—No —respondió el conserje con la cabeza—, pero podría haber entrado por el garaje y haber subido directamente. Los residentes tienen una llave del ascensor que les permite saltarse la recepción. Las visitas, en cambio, han de pasar antes por aquí.
—Vamos —indicó Julia mientras apuntaba a los ascensores—, hay que registrar su apartamento.
—Yo no sé nada de eso —Guy se humedeció los labios con nerviosismo—, ¿no necesita usted una orden?
—No sí creo que alguien puede estar en peligro. Venga —Julia pensó que por su aspecto y su forma de hablar debía de parecer una loca, pero no le importaba.
Mientras subían al piso, se acordó del equipo de vigilancia por primera vez. La habrían visto entrar en el edificio de Cabrini. «Diablos, ¿qué es lo que me pasa?
Diablos. Bueno, si Lena no está en casa de ese mañoso, yo misma llamaré al teniente. Si quiere despedirme, que lo haga. Pero tengo que encontrar a Lena.»
En cuanto se detuvo el ascensor, Julia apremió al conserje para que fuera hasta la puerta de Cabrini.
—Adelante. Ábrala.
Guy se sacó el llavero del bolsillo, escogió una llave y se quedó parado, claramente indeciso.
—A lo mejor debería llamar a mi jefe.
Julia le arrebató la llave de las manos y la introdujo en la cerradura.
—¡Oiga! —protestó el conserje—. Usted no puede…
Julia se sacó la pistola de la funda y Guy salió corriendo hacia el ascensor.
Después de respirar profundamente y con la automática preparada, abrió la puerta de par en par. La casa estaba vacía. Registró con rapidez el apartamento. Allí no había nadie.
—¡Diablos! —maldijo mientras echaba un vistazo al dormitorio principal.
Había llegado el momento de informar al teniente y a la capitana Torres de la desaparición de Lena. Se sacó el móvil de la chaqueta y empezó a hacer las llamadas oportunas.
***
La limusina negra circulaba ahora por la 145. Lena logró mirar el reloj.
Llevaban más de una hora de viaje. Cabrini había mencionado una cabaña de pescar, pero ¿dónde estaría? La carretera 145 conectaba Dallas con Houston, que, junto con la vecina Galveston, se situaba justo en la parte superior del golfo de
México. ¿Se referiría Cabrini a alguna cabaña de por allí?
Miró a su captor, que llevaba kilómetros sin hablar, aunque sin dejar de mirarla un momento.
—¿Adónde vamos? ¿Me lleva a Houston?
—¿Se lo digo, Maya —Cabrini sonreía—, o dejamos que sea una sorpresa?
La muñequita, que sabía perfectamente que se lo había preguntado como si se tratara de una niña o una mascota, no respondió.
—Elena, necesitamos un lugar tranquilo en el que desarrollar nuestra relación, un sitio en el que no nos moleste nadie.
Aquellas palabras le revolvieron el estómago. Menos mal que no había desayunado. De repente la limusina salió de la autopista. Lena miró por la ventana para ver hacia dónde se dirigían. En los carteles se leía «carretera 84, este». Entonces supo que iban al bosque Piney. Se volvió para mirar de nuevo a Cabrini, que se carcajeaba ahora al ver la expresión de su rostro.
—Eso es. Tú y yo rodeados de varios cientos de miles de hectáreas de pinar.
«Dios Santo. Puede hacer conmigo lo que quiera y nadie se enterará jamás. Tengo que huir como sea.»
—¿Podemos hacer una parada? —pidió—. Necesito ir al baño.
La sonrisa de Cabrini se convirtió en una mueca maliciosa.
—No, tienes que aprender a ser disciplinada. Aguantarte cuando quieres mear es una forma de practicar. Llegaremos en cuarenta minutos. Siéntate y relájate.
***
Julia esperó en la calle situada enfrente de la casa de Lena a que Ben la recogiera. Ya había comprobado que el Buick estaba en el garaje, donde lo habían aparcado la noche anterior. Fuera lo que fuera lo que había ocurrido, ella no estaba al volante en ese momento.
Se dio la vuelta al escuchar un ruido a su espalda. Los señores Guzmán salieron a la calle. Sus rostros se endurecieron al verla. A Julia no le importó y se acercó a ellos de todas formas.
—Disculpe, señor Guzmán. ¿Ha visto usted a Lena esta mañana?
Jacob se colocó entre su mujer y Julia.
—No, no la hemos visto. A lo mejor se ha vuelto lista y ha decidido romper con usted.
Julia estaba demasiado preocupada como para perder tiempo tratando de decidir cómo meterle un palo por el culo al caballero en cuestión.
—Es posible que Lena esté en peligro. Tengo que encontrarla.
La señora Guzmán apartó a su marido.
—Debería usted estar avergonzada. Darle a una chica tan encantadora como Lena una cosa así.
—¿A qué se refiere? ¿Qué me está contando? Lena ha desaparecido y tengo que encontrarla.
Jacob retomó la palabra e intervino en la conversación.
—Que seamos mayores no significa que seamos idiotas. Reconozco un látigo en cuanto lo veo.
—¿Un látigo? —Julia se aproximó a ellos—. ¿Dónde han visto ustedes un látigo?
—No finja que no lo sabe —protestó la mujer—. Lena me dio a mí las flores que usted le envió. Cuando las saqué del jarrón para cambiarles el agua y cortar los tallos, encontré ese… ese horrible juguete sexual que le dio usted.
Julia lo entendió todo al instante.
—Cabrini. Él le mandó a Lena unas flores con un látigo escondido entre los tallos.
—¿Cabrini? —repitió el señor Guzmán—. ¿Quién es Cabrini?
—El tipo que ha estado persiguiendo a Lena. ¿La han visto ustedes esta mañana? ¿Entre las seis y las seis y cuarto?
—No —contestó el hombre—. Estaba paseando a Sasha y a Gigi a esa hora, y no la he visto. ¿A qué tipo se refiere?
Julia miró hacia la avenida McKinney y comprobó de nuevo la hora. Ni rastro de
Ben todavía.
—Al que vive en el ático del edificio de enfrente.
—¿El tarado? —Interrumpió Lois—. Jacob, sabes bien de quién habla.
—Ese tipo es peligroso —dijo el hombre—. Mi vecino trabaja en el edificio de enfrente y nos ha contado cosas.
Julia obvió aquel comentario.
—Hábleme de esta mañana cuando paseaba a sus perros, ¿ha visto usted algo?
Lo que sea.
El anciano cerró los ojos mientras trataba de recordar.
—Veamos. Íbamos tarde porque Gigi no me dejaba ponerle la correa. Habitualmente a las seis y cinco ya estamos en la calle, pero esta mañana eran casi y cuarto.
Julia vio acercarse el vehículo oficial de Ben.
—Por favor, señor Guzmán, ¿vio usted algo?
—Sólo una limusina negra aparcada que arrancaba para irse. Aceleró demasiado rápido y dejó marcado el asfalto. Eso va fatal para los neumáticos.
«Cabrini tiene una limusina negra», pensó Julia.
—¿Pudo usted ver quién había en el interior del coche? ¿Vio la matrícula?
—No —negó el vecino con la cabeza—, lo siento. Tenía las ventadas tintadas y yo no tenía ninguna razón para fijarme en la matrícula.
El Plymouth de Ben se acercó hasta el lugar en el que estaban y aparcó.
—Muchas gracias, señores Guzmán. Han sido de gran ayuda.
—La encontrará, ¿verdad? —preguntó Lois.
—La encontraré. Se lo prometo.
Julia abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento de delante. Ben aceleró antes de que él hubiera cerrado la puerta.
—¿Has descubierto algo? —preguntó Julia al tiempo que se abrochaba el cinturón de seguridad.
—Anoche hubo un gran concierto de rock en el American Airlines Center. —Ben giró hacia el carril rápido del centro y continuó—: Como en teoría Cabrini estaba fuera, se llevaron a los chicos de vigilancia a ayudar a controlar a la gente del concierto. Según, consta, el puesto estará sin vigilancia hasta las nueve de esta mañana.
—¡Maldita sea! El cabrón se ha llevado a Julia en plena calle. Su vecino ha visto una limusina negra salir acelerando de aquí aproximadamente a la misma hora.
—Vamos a encontrarla. Sabes que vamos a encontrarla. —Ben lo miró hasta que
Julia se volvió hacia ella.
—Ya sé que vamos a encontrarla, lo que me preocupa es cómo vamos a encontrarla.
Cogió el teléfono para llamar a la capitana Torres. Pensó que si sabían que Cabrini iba en la limusina, podrían lanzar una señal de aviso por radio y emplear las cámaras de tráfico para dar con él.
Durante el mes que la unidad de operaciones había estado observándolo, Cabrini había llevado una vida muy comedida. Había estado en unos diez lugares distintos, siempre los mismos: su apartamento, su despacho, un par de bares en Deep Ellum, una casa en el barrio de Oak Cliff en la que se celebraban unas juergas tremendas y los casinos de Shreveport. Puede que se hubiera llevado a Lena a la casa que tenía en el sur de Dallas. Podían llegar allí en veinte minutos.
Ben interrumpió sus pensamientos.
—Salimos a la carretera setenta y cinco, ¿qué dirección tomo?
—Ve hacia el sur —respondió Julia—. Vamos a comprobar si está en la casa de la zona de Harlandale.
—Vale. Puede que para cuando lleguemos Torres tenga ya alguna señal del móvil de Lena.
***
Lena estaba cada vez más desesperada. Habían abandonado la autopista y ahora circulaban por una carretera regional. A nadie se le ocurriría buscarla por allí. Necesitaba un plan, pero ¿cuál? Sin contar con la debilucha de Maya, se enfrentaba a cuatro hombres. «Tengo que centrarme en entretenerlo el mayor tiempo posible. Julia me encontrará. Sé que lo hará», se dijo.
—Estás muy callada, Elena —comentó Cabrini con voz susurrante—. ¿Te aburrimos? A lo mejor deberíamos tratar de entretenerte. Se volvió hacia la chica que tenía al lado—: Maya, Elena está aburrida. Hazle una mamada a Gordon.
Lena se quedó boquiabierta y el matón que tenía a su izquierda se revolvió.
Sin mediar palabra, la chica se levantó, se acercó al ex marine y se agachó frente a él. El tipo separó las piernas y ella se arrodilló a sus pies e hizo el ademán de bajarle la cremallera, pero él le apartó las manos.
Mientras Lena observaba horrorizada, él se desabrochó el pantalón y se sacó el miembro, que sólo estaba semierecto.
Aunque miró a otro sitio de inmediato, la visión de Cabrini y del tipo del mareo sonriendo lascivamente ante la escena que se desarrollaba delante de ellos resultaba tan desagradable como la de Maya y Gordon. Lena cerró los ojos y empezó a rezar.
—¡Elena! —La voz de Cabrini sonó como un latigazo—. Abre los ojos y mira, si no quieres que te folle aquí mismo. —Ella abrió los ojos y Cabrini continuó hablando, en un tono más suave—. Después de todo, Maya está actuando para ti. Fíjate en su técnica. Te vendrá bien para luego.
Lena se volvió lentamente para mirar a la chica. Maya apoyaba las manos sobre los muslos del tipo mientras se entretenía en lamerle el pene. Gordon la miraba con los ojos algo dispersos y mantenía los puños en sus costados. El miembro estaba ahora completamente erecto y su respiración cada vez era más ruidosa.
—Ya lo has entretenido bastante, Lena. Mámasela.
Lena nunca había sentido tantas ganas de partirle a alguien la cara como en ese momento. Hubiera querido golpear a Cabrini. Aquella arrogancia, aquella voz exigente, esa expresión de sorna… Lo odiaba.
Maya no dio señales de haberlo escuchado, sin embargo, se introdujo el miembro de Gordon en la boca con la mano derecha. El matón empezó a dar empellones al tiempo que cogía a la chica por el pelo para mantenerla quieta. «Sólo la emplea como vasija para su semen. — Lena tenía la piel de gallina—. Esto es horrible.»
El olor a sexo impregnaba el interior del coche y sintió ganas de vomitar.
Consciente de que aquella escena mantenía excitado a Cabrini, mantuvo los ojos fijos en Maya. No quería darle una razón para que centrara su atención en ella.
Gordon movía las caderas a un ritmo frenético. Los sonidos pringosos que la chica emitió al tragar quedaron ahogados por el grito contenido del matón, cuyo cuerpo quedó como congelado antes de desplomarse contra el respaldo del asiento.
Maya continuó chupando y tragando unos segundos más antes de retirarse del miembro, ya flácido. Luego miró a Cabrini «para buscar su aprobación», pensó Lena.
El mafioso se dio unas palmaditas en el muslo y Maya volvió para arrodillarse frente a él. El delgadísimo cuerpo de la chica rozó las piernas de Lena que necesitó de toda su fuerza de voluntad para no encogerse al contacto con aquella joven sumisa.
—Buena chica —la felicitó Cabrini, de nuevo como si le hablara a un perro. Luego le acarició el pelo sin prestarle demasiada atención mientras observaba la cara de Lena, que se mantuvo impávida para evitar mostrarle cuánto la había afectado aquello.
—¿Te hemos entretenido, Elena? Espero que hayas tomado nota. Antes de esta noche, voy a tenerte sirviéndonos a mí… y a mis hombres.

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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Jue Mar 05, 2015 1:42 pm

19
Una mujer abrió la puerta en la casa de Harlandale. Sólo llevaba un camisón transparente. No parecía sentir curiosidad ni preocupación alguna por que la policía hubiera estado dando golpes en la puerta de su domicilio antes de las ocho de la mañana. Cuando Ben le preguntó si podía entrar y echar un vistazo, no protestó ni le pidió siquiera que le mostrara una orden de registro. Se quedó quieta mientras sujetaba la puerta bien abierta y daba caladas a un cigarrillo.
Una primera ojeada le bastó a Julia para confirmar que la mujer estaba sola.
Cuando le preguntó cuándo había sido la última vez que había visto a Cabrini, ella lo miró con ojos apagados y respondió.
—¿A quién?
De nuevo en la entrada, Ben le agradeció su amabilidad y la mujer le correspondió con un portazo.
Los dos hombres bajaron, uno al lado del otro, por el camino que llevaba hasta el
Plymouth.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Ben.
—No se me ocurre dónde más podemos buscar. —Julia sintió el corazón en un puño—. No creo que la haya llevado a un lugar público como su despacho, una habitación de hotel o un bar.
A Ben le sonó el teléfono y Julia tuvo que contenerse para no quitárselo de las manos. Esperó con impaciencia dando golpecitos en el capó del vehículo hasta que su amigo terminó la llamada.
—Volvamos a la Central en el coche —dijo Ben nada más colgar.
—¿Cómo? —Julia se contuvo y se metió en el coche.
Cuando ambos se hubieron abrochado los cinturones de seguridad, Ben arrancó rumbo a la comisaría.
—Diablos, Ben, ¿qué es lo que ha dicho?
—Han encontrado el teléfono de Lena. Estaba encendido y la compañía ha logrado interceptar la señal. Nuestros hombres lo han localizado justo en el desvío de la nacional setenta y cinco que lleva a Woodall Rogers. Han debido de tirarlo por la ventana. Le habían pasado un pañuelo para borrar las huellas.
Julia sintió que un dedo helado le tocaba la espalda, justo entre los omóplatos.
—Dios mío, Ben. ¿Qué hacemos ahora?
—Tranquilo, hombre. Tenemos varias pistas. Sabemos, por el teléfono, que se dirigían hacia el sur. Puede que Cabrini tenga otra casa aquí, en Oak Cliff —la voz de Ben sonaba segura.
—No tenemos ni idea de dónde está esa casa imaginaria. Y tampoco sabemos si Cabrini tiró allí el teléfono para despistarnos. —Julia se golpeó la frente con el puño.
—Torres tiene un par de alternativas —continuó Ben—. Está haciéndose con todas las cintas de grabación del tráfico de la vía rápida y tiene a la fiscalía del distrito tratando de conseguir una orden para consultar los informes de localización por GPS de la limusina de Cabrini que tienen en la compañía donde la alquila.
Julia recuperó algo de esperanza.
—¿La limusina tiene GPS?
—Sí. Y eso nos va a llevar directos a ese listillo cabrón.
—Podríamos ir a la compañía de limusinas para convencer al dueño de que sea de más ayuda —sugirió.
—No, Julia —respondió Ben al tiempo que negaba con la cabeza—. Esto hay que hacerlo sin saltarse las normas. Por el bien de Lena —añadió dándole a su amiga unos golpes en la espalda—. Vamos a esperar a estar en la Central. Puede que ya tengan algo cuando lleguemos.
***
La limusina avanzó muy lentamente dando tumbos por la carretera sin asfaltar.
El enorme coche negro atravesó un paso de seguridad para ganado, de esos que consisten en unas barras de metal colocadas sobre un foso. A los lados aparecieron sendas hileras de pinos que, a pesar de ser ya pasadas las ocho y media de la mañana, cortaban los rayos de sol y formaban sombras sobre el barro del camino.
—Casi hemos llegado, Elena —avisó Cabrini—. El claro está a la vuelta de esta curva.
La limusina dio un giro cerrado y la carretera se ensanchó. Lena cerró los ojos cegada por la luz brillante que golpeó el coche al abandonar la protección de los pinos. Ante ellos apareció un lago y en la orilla de enfrente podía verse una casa de un piso construida con madera de cedro y cristal, rodeada por un porche amplio bajo el cual había unos bancos corridos.
En la corta distancia que separaba la casa del lago había una cuesta que bajaba hasta el agua, donde se distinguían dos embarcaderos: uno para pescar y otro para amarrar el barco.
—Es preciosa, ¿verdad? —presumió Cabrini—. Se la compré hace unos años por una miseria a un tipo dedicado al negocio de Internet que se había arruinado.
El vehículo se aproximó a la casa muy despacio por el camino que llevaba hasta ella. Lena se inclinó para ver mejor. Habían talado los pinos en un radio bastante amplio alrededor del lago y de la vivienda, de modo que la luz del sol lo bañaba todo. Las enormes ventanas daban al agua y prometían unas impresionantes vistas desde el interior. Fuera, los patos nadaban plácidamente en las tranquilas aguas a la espera de que saltara algún pez.
—Huelga decir que el lago está repleto de peces —alardeó—. Yo he pescado un siluro de más de cinco kilos con un sedal que resistía los cuatro y medio.
Lena no era ajena a lo surrealista de aquella situación. Cabrini estaba presumiendo de la casa a la que la había conducido para torturarla y violarla.
—Es muy bonito —dijo sin disimular su admiración—. Me encantará que me lleve a dar una vuelta para enseñarme la propiedad.
—A lo mejor… luego —respondió Cabrini—. Ahora tenemos otras cosas más importantes que hacer.
Augie, el chófer, aparcó la limusina junto a la casa.
—Pues ya hemos llegado, Elena —anunció Cabrini—. Hogar, dulce hogar.
***
—¿Qué Rayos es eso de que están en el condado de Eldon? —exclamó Ben.
Peter Spenser, el dueño de la compañía de alquiler de vehículos de lujo, se encogió de hombros y señaló la pantalla del GPS.
—Mírelo usted mismo. Según el sistema, se encuentran en algún lugar entre Jersalem y Deerhide.
—Pero ¿y eso? —preguntó la capitana Lucinda Torres—. ¿Qué sentido tiene irse hasta allí?
—Necesita un lugar tranquilo en el que imponerle a Lena disciplina —contestó Julia—. Tenemos que llegar allí lo antes posible.
El teniente Jenkins habló por primera vez desde que habían llegado a la oficina de la compañía.
—Esa área queda fuera de nuestra jurisdicción. Tenemos que ponernos en contacto con el sheriff del condado de Eldon o avisar al FBI.
—¡No, por Dios! —protestó Julia—. No metáis en esto a los malditos federales.
Seguro que logran que la mate.
La capitana Torres tomó a Peter Spenser por el brazo y lo acompañó hasta la puerta.
—Muchas gracias por su ayuda, señor Spenser. Ahora necesitamos unos minutos para decidir qué medidas adoptamos.
Una vez que el civil se hubo marchado de la habitación, dio comienzo la conversación de verdad. Ninguno de los miembros de la policía quería meter a los federales, de modo que acordaron que el teniente Jenkins llamaría al agente especial del FBI encargado de Dallas y lo avisaría de que había una denuncia de desaparición, sin darle detalles. Así habría pruebas de que habían notificado al FBI un posible secuestro, aunque Jenkins trataría de no insistir en lo de «posible secuestro».
—Esperemos que podamos solucionar todo esto hoy mismo. Si no, tendremos que incluir al FBI mañana —advirtió Lucy Torres con rotundidad.
—¿Podemos ponernos a ello? —rogó Julia—. Ya son más de las diez. Tenemos que ir al condado de Eldon volando.
Torres se dirigió a Jenkins:
—Avisaremos al sheriff cuando estemos de camino.
El teniente asintió.
—De acuerdo. Pero si creemos que puede producirse un enfrentamiento, deberíamos contar con el Equipo de Armas y Ataques Especiales. Ese condado no cuenta con los recursos suficientes para una operación de ese calibre.
—Sí, pero no podemos presentarnos ante la puerta del sheriff con un batallón de soldados —replicó Torres.
—Bueno, pues entonces tenemos que conseguir que él nos pida que los llevemos con nosotros —concluyó Julia—. No va a querer poner a sus hombres en peligro frente a un tío tan listo como Cabrini. ¿Podemos irnos ya, por favor?
—Prada tiene razón —apoyó Jenkins—. Se tarda dos horas en llegar. Ya pensaremos los detalles por el camino. Larguémonos.
En el baño del refugio de Cabrini, Lena permanecía inmóvil mirando por la ventana. Podía abrirla y escapar, pero ¿adónde iría? Se vería en medio de un aterrador bosque de pinos y a decenas de kilómetros de distancia de cualquier sitio.
«Voy a tener que aguantar hasta que Julia me encuentre.» Una voz en su interior susurró: «¿Y si Julia no te encuentra… nunca?» Lena no podía siquiera contemplar esa posibilidad. Las consecuencias podían ser demasiado horribles.
El del mareo, que, según parecía, se llamaba Turner, dio unos golpes en la puerta.
—Sal de ahí ahora mismo —ordenó.
Después de una última mirada por la ventana, Julia salió del baño. Turner la acompañó hasta el salón, donde Cabrini la esperaba tumbado en un sofá. Gordon estaba de pie junto a la ventana y miraba el lago.
Había una interminable encimera que separaba aquella habitación de la cocina, donde Lena y Augie trabajaban.
—Pasa, Elena, siéntate —invitó Cabrini con un gesto y la voz tranquila. En la mano sostenía un vaso con hielo y una bebida que tenía el color del whisky—. Es hora de que tú y yo charlemos.
Lena se sentó en el borde de un mullido sillón situado frente a él y esperó.
—Elena, eres un verdadero misterio para mí —Cabrini se detuvo, como si disfrutara del sonido trisilábico de la palabra «misterio»—. Puede que no lo creas cuando me miras y ves a un exitoso empresario, pero he pasado años poniendo mi vida en peligro y confiando en mi instinto para salir del paso —agitó los cubitos de hielo del vaso mientras la observaba—. Y ese instinto es el que me dice que tú sabes algo que yo necesito saber —volvió a detenerse.
A Lena le parecía que Cabrini estaba actuando, aunque no tenía muy claro si lo hacía para ella o para el matón de Gordon. Permaneció mirándolo con la misma fascinación con que un ratón observa a una serpiente cuando nota su presencia.
—El sábado por la noche —continuó él—, cuando nos encontramos por casualidad en el Jerry's, tú ya me conocías.
Aunque Lena negó con la cabeza, él habló antes de que ella pudiera siquiera abrir la boca.
—No te molestes en tratar de negarlo. El encuentro que tuvimos en el supermercado, aunque muy agradable, no fue sólo para darte el dilatador anal, sino para comprobar si conocías mi nombre. Sabía que habías reconocido mi cara, de modo que firmé sólo con mis iniciales la tarjeta que acompañaba el ramo de flores y, aun así, cuando nos cruzamos en el pasillo del supermercado, me llamaste
«señor Cabrini».
A Lena le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que iba a salírsele del pecho. «¿Cómo he podido ser tan idiota?», pensó. No se fiaba de lo que iba a decir, así que permaneció en silencio.
Cabrini la miraba pensativo.
—Hacía tiempo que me preguntaba quién me habría delatado a la policía hacía dos meses. Incluso mantuve una pequeña conversación con mis vecinos después del incidente. Ambos aseguraron que no estaban en casa aquella noche y era evidente que decían la verdad. También se lo pregunté al personal del edificio. Obviamente, todos ellos negaron haberme denunciado —se detuvo para beber un trago de whisky antes de seguir—. Cuando el sábado por la noche me reconociste con tanta facilidad en el Jerry's, sentí la curiosidad y mandé que te siguieran. Alguien atacó y golpeó a Farr, a quien yo había enviado detrás de ti, en mi propio garaje. Podrás imaginarte que eso aumentó todavía más mi curiosidad —miró a Lena por encima del vaso—. Entonces me empeñé en enterarme de quiénes erais tú y tu acompañante, que asumo que será esa Julia Volkova que te ha llamado antes.
«No puedes dejar que se entere de que Julia es poli o de que la policía lleva un mes vigilándolo. Te mataría aquí mismo.»
—Al día siguiente —siguió diciendo Cabrini—, hice venir de Houston a Gordon y a Turner para que interrogaran al personal de los edificios que hay justo enfrente de mi ático. Quería que fuera gente que nadie pudiera relacionar conmigo. Imagina lo contento que me puse al enterarme de que éramos vecinos. —Cabrini esbozó, divertido, aquella sonrisa de lobo tan suya y dirigió luego la mirada a Gordon—: ¿Lo ves? Ya sabía yo que algo estaba ocurriendo. Llevaba semanas sintiéndome observado. —Cabrini se dio un palmetazo en el muslo y se echó a reír—. Yo pensando que la policía estaba espiándome y resulta que era una voyeuse que, además, era una soplona asquerosa —se acabó el whisky—. Tendré que pensar en un castigo especial para ti, Elena. No me importa lo de que me espiaras, pero no tendrías que haber avisado a la policía —la frialdad de su mirada desmentía la jocosidad del tono de voz que empleaba.
A Lena le dio un subidón de adrenalina. Reconocía la sensación: la de la hiperactividad al estrés, esa que llamaban de combate o fuga. Su cuerpo se preparaba para luchar o salir corriendo. Se obligó a mantenerse quieta y a mirar a Cabrini como si estuviera escuchando a un conferenciante que ofreciera una charla interesante en alguna universidad.
—Maya, ven aquí —llamó Cabrini.
La sumisa salió de la cocina y se acercó al salón, donde adoptó con gracia una postura genuflexa ante el sofá de su amo.
Él la miró animado por algo parecido al afecto.
—Levántate y desnúdate.
Maya obedeció de inmediato. En unos segundos, ya se había quitado el vestido jersey que llevaba y bajo el cual se descubrió totalmente desnuda. Y allí se quedó, en medio de la habitación, sólo con un par de tacones altos y negros.
Desde donde se encontraba, detrás de la chica, Lena podía verle las marcas en los hombros, las nalgas y la parte trasera de los muslos. Se le llenó la boca de bilis al imaginar el dolor que aquella chica debía de haber soportado mientras Cabrini la golpeaba.
—Ahora siéntate aquí a mi lado —ordenó él, con un par de palmaditas en el sofá—. Esta es mi chica —alabó cuando Lena obedeció. Entonces él le colocó, como si nada, la mano que tenía libre entre los muslos.
Luego le tendió el vaso a Gordon.
—Prepárame otro —le ordenó.
Cabrini esperó mientras el matón iba hasta el mueble bar que se encontraba al otro lado de la estancia, le servía una segunda copa y volvía para dársela. Luego le dio un buen trago a la bebida fría.
—Estupendo, Gordon, gracias.
De nuevo dedicó su atención a Lena.
—En cuanto desarrollé la hipótesis —dijo, haciendo énfasis en la palabra «hipótesis»—de que eras una voyeuse, quise enterarme de hasta qué punto estabas interesada en mí y por qué tu acompañante atacó a Farr. Así que te envié las flores, firmé sólo con mis iniciales y luego te seguí hasta el supermercado. Cuando te pregunté si habías sido tú quien había avisado a la policía, tu cara me dijo la verdad aunque tú mentiste. Fue entonces cuando me llamaste por mi nombre y me sentí muy intrigado. Si conocías dónde vivía yo, podías, claro, haber hablado con mi conserje, como yo había hecho con el tuyo. Sin embargo, ¿por qué habrías de molestarte en hacer algo así? Más importante aún, ¿por qué la señora Volkova atacó a Farr? —Estiró las piernas—. Vas a tener que contestarme a estas preguntas, Elena. ¿Por qué no empiezas ahora mismo?
Lena apretó los muslos entre sí en un movimiento inconsciente de protección.
Temblaba. Entrelazó las manos sobre el regazo para que Cabrini no lo notara. «No puedo contarle que Julia es policía y tampoco lo de la operación de vigilancia, pero tengo que contarle algo. La cuestión es ¿qué? —pensó—. ¿Y si me quedo calladita?
Si lo hago, empezará a pegarme y a violarme. No, tengo que decirle algo.»
Lena se humedeció los labios con la lengua.
—Tiene razón, señor Cabrini. Una noche en la que yo estaba en mi balcón, lo vi a usted en el ático —dejó que los recuerdos de aquella noche tiñeran su voz de sinceridad—. Soy trabajadora social. No sabía qué era lo que estaba ocurriendo.
Nunca antes había visto escenas de dominación o sadomasoquismo. Pensé que estaba usted matando a la chica. Por eso llamé a la policía. Mi primera reacción fue la de tratar de salvarle la vida a aquella criatura.
—Bien —asintió él con un gesto de aprobación—. ¿Y cómo es que sabes mi nombre?
—Seguí mirando cuando llegó la policía. La chica que estaba con usted les aseguró, claro, que, fuera lo que fuera lo que estaban haciendo, se trataba de algo consensuado. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que se trataba de un juego sexual —Lena bajó la mirada sin esconder su vergüenza—. Sentí curiosidad y quise saber más. Por eso fui a su edificio para conseguir su nombre.
—¿Y quién te dio información sobre mí en mi edificio? —aunque su voz sonaba fluida, se trabó en la palabra «información». Sin duda el whisky estaba dificultándole el habla.
—No me acuerdo y tampoco importa —respondió ella mientras se encogía de hombros.
—Puede que a ti no pero a mí sí me importa, y mucho, ¿sabes? Doy unas propinas estupendas al personal del edificio. Si alguno de los empleados me traiciona, tengo que saber de quién se trata —eran palabras de acero—. Puedes optar por contármelo sin más o por explicármelo todo mientras te azoto. Estoy bastante ansioso por ver cómo reaccionas a los latigazos.
A Lena se le secó la boca y los dientes empezaron a castañetearle. Después de dos intentos fallidos, logró explicarse.
—Esperé a que el conserje atendiera a otro inquilino y me colé para mirar los buzones.
—¡Ding! —exclamó para imitar el sonido de la bocina de un concurso televisivo. —Respuesta incorrecta, Elena. En los buzones de mi casa no aparecen los nombres, sólo los números de los pisos.
Entonces se dirigió a Gordon:
—¿Por qué no acompañáis Turner y tú a mi amiguita la gorda a mi sala de juegos? Veré si allí puedo conseguir que saque la lengua a paseo.
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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Jue Mar 05, 2015 1:43 pm

20
A Julia le dolían los músculos, que la adrenalina había recorrido durante horas como preparación para la acción. Sentada en el coche, no había podido descargar toda la epinefrina al torrente sanguíneo. Podía sentir los latidos del corazón y empezaba a dolerle mucho la cabeza.
La capitana Torres iba acomodada en la parte de atrás y hablaba por el móvil con Winston Parnell, el sheriff del condado de Eldon. Ya se había repetido varias veces, lo que hacía pensar que el sheriff Parnell no tenía muchas luces. Julia quería quitarle el teléfono y chillar: «¡Maldita sea! Vamos hacia su insignificante ciudad para hacer nuestro trabajo. Apártese de nuestro camino y nadie saldrá herido.»
Notó que Ben lo miraba de soslayo con una expresión de preocupación y trató de relajar las extremidades, pero las tenía agarrotadas y le dolían por todo el azúcar acumulado en el sistema nervioso a causa del estrés. Y aunque sonrió a su compañero para tranquilizarlo, pudo leerle en la cara que su sonrisa había sido más bien una mueca.
Torres colgó el móvil con un clic sonoro.
—Confiaba en resolver esto por la vía más sencilla, pero el sheriff insiste, en que pasemos por su oficina de Travis para hablar con él.
—¡Al diablos! —gruñó Julia—. No tenemos tiempo que perder jugando a ser amables con un melón de pueblo. Lena está en peligro.
—Volkova… —empezó a hablar el teniente Jenkins, pero Torres lo cortó.
—Sé que está nerviosa, detective, pero necesitamos la ayuda del sheriff. Él conoce bien la zona y nosotros no. Él conoce bien a la gente que vive allí y nosotros no. Él conoce los pinares y nosotros no.
—Le he dejado unirse a esta operación a sabiendas de que está usted implicada personalmente… —intervino Jenkins con la voz dura.
—Teniente, yo no… —explicó Julia.
—Pare —lo interrumpió su jefe—. Usted tiene algo que ver con la mujer secuestrada, y ésa es una implicación personal. Así que, si no quiere que le dejemos aquí mismo, mantenga el pico cerrado y obedezca las órdenes, ¿me ha entendido?
Su formación militar prevaleció y Julia se tragó su rabia.
—Sí, señor. Gracias, señor.
La mirada del teniente se suavizó.
—La traeremos de vuelta, hija. No debe perder la confianza.
—Sí, señor.
En lugar de añadir algo que pudiera dejarlo fuera de aquel coche, Julia se calló y apretó las mandíbulas con tanta fuerza que acabaron doliéndole los dientes. Miró por la ventana el paisaje que iban dejando a su paso. Había torres de perforación y extracción petrolífera en medio del ganado o junto a casas tipo rancho o en pequeñas plantaciones de trigo o maíz.
Aunque mantenía la mirada fija en el exterior, con la mente seguía visualizando a Lena, tal y como la recordaba en la cena de la noche anterior. Apenas doce horas antes, le había prometido que la protegería. Y ahora ella se encontraba en manos de un pervertido sexual. Su amable y divertida Lena, tan llena de sorpresas y contradicciones, estaba ahora con Víctor Cabrini. «Si le toca un pelo de la cabeza, lo mataré. No me importa si me paso en la cárcel el resto de mi vida. Habrá valido la pena. Aguanta, nena, enseguida estaré contigo.»
***
Lena estaba sentada en un taburete alto situado en el centro de lo que el constructor debía de haber imaginado como sala de cine: una habitación amplia y cuadrada sin ventanas y pintada en gris oscuro. Y ahí es donde acababa todo parecido con una casa normal. Cabrini la había llamado su «sala de juegos». De las paredes colgaban tiras de sujeción para muñecas y tobillos, y un aparador de caoba y cristal servía de mostrador para los látigos y las fustas. A la izquierda de Lena se extendía una estrecha camilla llena de estribos, y a su derecha, había una especie de instrumento de madera con cadenas y poleas.
Había algo muy dramático a la vez que teatral en aquel lugar, como si se tratara de un decorado para una obra de teatro. Si Lena no hubiera visto actuar a Cabrini con sus sumisas, habría creído que la habitación estaba hecha para asustar a sus invitadas. No obstante, con todo lo que sabía acerca de él y de sus perversas inclinaciones, no le cabía duda de que aquel lugar era exactamente lo que parecía: una sala de tortura. El suelo, también gris, estaba recubierto de pizarra; la sangre se limpiaba mejor en la piedra que en una moqueta.
Estaba a punto de desmayarse del miedo que aquel sitio le producía. El cuerpo, sacudido por una repentina oleada de terror, parecía habérsele cerrado. Los temblores y el castañeteo de los dientes de hacía veinte minutos habían desaparecido y había dado paso a una suerte de reposo atenazador. Por contra, el cerebro se mantenía en alerta máxima y procesaba con nitidez todo lo que ocurría al tiempo que le proporcionaba instantáneas sugerencias. «Julia está buscándome.
Sabrá que Cabrini me ha secuestrado. Ella y la policía me encontrarán. Sólo tengo que aguantar hasta que aparezcan.»
Víctor Cabrini paseaba por la habitación mientras escogía juguetes sexuales y acariciaba los artilugios que colgaban de la pared. Se había quitado el abrigo y la corbata, y ahora llevaba las mangas de la camisa remangadas.
Gordon y Turner hacían guardia uno al lado del otro delante de la única puerta, ahora cerrada, de la sala.
Lena pensó en todo lo que había aprendido sobre Cabrini en los últimos meses en que había estado espiándolo. «Es un sociópata y un sádico que usa la dominación y el sadomasoquismo para satisfacer su necesidad de provocar dolor a las mujeres y controlarlas. Quiere hacerme temblar y conseguir que llore y acabe rogando. Eso es lo que le produce placer, mucho más que el acto sexual en sí mismo. Lo mejor que puedo hacer es seguir resistiendo sin dejar que vaya minándome poco a poco hasta romperme en pedazos. Si no se sale con la suya, irá a más. Podría matarme aunque no tenga intención de hacerlo y sólo por su empeño en ganar. Eso no será muy difícil —oyó una voz en su interior—. Estás muerta de miedo. Cabrini acabará contigo de todas formas. Y le encantará hacerlo.»
Él cogió algo que parecía un gato de nueve colas. Acarició las tiras de cuero en un gesto repulsivo que a Lena le costó mirar.
«Está todo pensado para ir asustándome cada vez más. Genial, pues está funcionando, aunque, como la habitación, todo es puro teatro.»
Cabrini se volvió y dio unos pasos hacia ella.
—Bien, Elena, ¿estás lista para decirme quién te dio mi nombre?
—Fue el conserje —mintió—. Le dije que le había visto asomado al balcón y que nos habíamos saludado. Le pregunté si usted estaba casado.
—¿Porque estabas interesada en mí…? —quiso saber. Se inclinó hacia ella y le pasó el mango del látigo a lo largo del cuello.
Lena no necesitó fingir que inspiraba profundamente.
—Porque sentía curiosidad. Nunca había visto a nadie hacer lo que usted hacía — por lo menos aquello era cierto.
—¿Y te excitaba? —el brillo de los ojos de Cabrini era malévolo, aunque no tanto como su evidente erección.
Lena trató de encogerse.
—Sí —susurró—, me excitaba.
—¿Y quién era ese conserje tan amable? ¿Cómo se llamaba?
—No recuerdo el nombre. Era un vigilante de seguridad de mediana edad.
—Bien, eso es una mentira —parecía encantado de haberla pillado. Hizo un gesto a sus matones—. Desnudadla.
Lena saltó del taburete.
—Un momento. ¡Usted no puede hacer eso!
En lugar de responder, Cabrini se dio la vuelta para abrir el mueble mostrador.
Pasó la mano por la gran variedad de látigos, fustas y varas que poseía.
Ella se alejó de Gordon y Turner hasta que se topó con la camilla.
—No os acerquéis a mí.
Uno de ellos la agarró y la sujetó mientras el otro le arrancó la ropa. Fue rápido y brutal, y, de algún modo, peor aún por lo impersonal del ataque. Ninguno de ellos parecía sentir ni placer ni lujuria. Aquello no era más que su trabajo. La blusa, el sujetador, la falda y las bragas formaron enseguida un montón de tela rasgada a sus pies. Lena se había quedado desnuda y descalza.
Una semana antes, se habría visto reducida a un charco acobardado de lágrimas en el suelo. Sin embargo, en los últimos días, desde que había conocido a Julia, habían pasado muchas cosas. La admiración sin tapujos que ella sentía hacia su cuerpo la había llenado de orgullo por su aspecto. Además, su intuición le decía que no debía permitir que Cabrini notara su miedo; si lo hacía, él se convertiría en un tiburón que ha olido la sangre en el agua.
Cuando fue evidente que Sandy no iba a salir corriendo, los esbirros de Cabrini la soltaron, aunque no dejaron de flanquearla.
Ella se obligó a quedarse con las manos a los lados en lugar de intentar taparse los pechos y el sexo. Se congratuló por la fugaz expresión de confusión que se plasmó en el rostro de Cabrini.
—Me sorprendes, Elena —confesó mientras se acercaba a ella y se golpeaba la palma de la mano con una vara de caña—. Pensé que caerías al suelo y que me implorarías piedad entre lloriqueos.
Lena se mantuvo inmóvil, sin prestar atención a la vara, con la mirada clavada en la de él.
—Yo no soy una de sus pobres sumisas.
El momento en que acabó de pronunciar aquellas palabras, Lena se dio cuenta de que había cometido un error táctico. Los ojos de Cabrini se engrandecieron y la línea de la boca dibujó una leve sonrisa.
—Eso sí que es interesante, Elena. Te crees superior a mujeres sumisas como Maya. Y, aun así, dices que te excita verme con ellas. ¿Es que me estás mintiendo? ¿Es que hay alguna otra razón para que me espíes?
Para evitar empeorar las cosas, Lena no respondió.
Cabrini se acercó a ella y le clavó el mango de la vara en la barbilla para obligarla a levantar la cabeza.
—¿Quién es Julia Volkova y por qué atacó a Farr?
—No sé de qué me habla —se excusó con frialdad.
—Esa es otra mentira. —Cabrini la miró reflexivo antes de indicar a sus hombres—: Cogedla.
Gordon y Turner la agarraron. Ella movida por el pánico, luchó con energía contra ellos, golpeándolos y pateándolos.
Aunque con los pies descalzos y aquellos débiles puños no lograba herir a aquellos hombretones, se las arregló para morder el brazo de Gordon, que reaccionó cruzándole la cara con un bofetón que la dejó aturdida.
Oyó apenas la voz de Cabrini que les ordenaba:
—Inclinadla sobre aquella camilla, chicos.
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DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS Empty Re: DIARIO DE UNA VOYEUR // MAYA REYNOLDS

Mensaje por Admin Jue Mar 05, 2015 1:44 pm

21
El grupo de Dallas encontró al sheriff sin problemas. Como en la mayoría de las ciudades cabeza de partido en Texas, Travis contaba con una plaza mayor enfrente de los tribunales, tras los cuales, en este caso, se situaba el despacho con su propia entrada.
Antes de acceder al edificio, habían hablado sobre cuál sería la mejor forma de dirigirse a él. Después de haber comprobado lo difícil que le había resultado a Torres comunicarse con él desde el coche, el equipo había decidido basarse en una estrategia que consistía en dejar que fuera el teniente Jenkins quien hablara. A
Torres le entró la risa.
—No sé si las interferencias las ha producido el que sea mujer o el que sea latina.
Winston Parnell era un hombre de gran tamaño, de casi dos metros de estatura y de más de cien kilos de peso. A Julia le bastaron unos minutos para darse cuenta de que la idea de que se trataba de un melón de pueblo quedaba bastante lejos de la realidad. El sheriff los recibió con la amabilidad propia de las ciudades pequeñas: les ofreció café y les indicó dónde se encontraban los baños. Mientras, aquellos ojos de mirada intensa se ocuparon en observar con atención. En un momento de silencio, se acercó a Julia y le preguntó:
—¿Cree usted que va a haber pelea en Oriente Medio?
Ben pidió permiso para hacer uso de la mesa del sheriff y colocar el portátil que Peter Spenser les había prestado. Parnell observó atentamente mientras el detective de Dallas introducía los datos de la limusina de Cabrini y contrastaba la cobertura del GPS con un mapa topográfico del condado de Eldon. Ben señaló la ubicación del vehículo.
El sheriff se inclinó, sentado cerno estaba en su silla de madera, para poder ver el mapa en la pequeña pantalla.
—Veamos, esto es el lago Dillo y aquí está el río. Si lo seguimos hasta este pequeño afluente de aquí…, parece que el coche que buscan se encuentra en la propiedad de uno de nuestros nuevos vecinos: el señor Vincent Cable.
Julia y Ben intercambiaron una mirada.
—¿Y qué puede contarnos sobre el señor Cable, sheriff? —preguntó Jenkins,
Parnell se frotó la mandíbula y se rascó la perilla.
—Bueno, llegó aquí hace dos años y medio más o menos. Compró una casa que se había construido uno de esos magnates de la informática —pronunció «mannates»— de la zona de Austin —el sheriff movió la mano para rascarse la nariz—. Había escuchado la historia hacía tiempo. Este tipo, Mathis, lo perdió todo en algún tipo de absorción empresarial y acabó vendiendo la casa tirada de precio. Una soleada mañana —continuó—, el señor Vincent Cable apareció con tres o cuatro tiarrones que me llamaron la atención. Les hice una visita de cortesía, por supuesto, y ya de paso anoté los números de matrícula de todos los coches que vi.
Aunque no sirvió de nada: eran todos alquilados —la mirada del sheriff se endureció—. Muy amablemente y de forma muy natural, les dejé claro que en el condado de Eldon no nos van los jaleos de las grandes urbes. Aquí hay alguna plantación de marihuana. Nada serio. Sólo para consumo personal. La gente como
Agatha Carson necesita la hierba para aliviar el dolor y las náuseas que le produce el cáncer.
Parnell entrecerró los ojos por un instante y Julia creyó ver en ellos verdadera compasión. En cuanto el sheriff notó su mirada, abrió de nuevo los ojos.
—Pero aquí no pasamos una que tenga que ver con ese cristal venenoso de alcohol de quemar. Y se lo expliqué al señor Cable, que me respondió que se hacía cargo. —Parnell cogió su sombrero y le quitó unas pelusas inexistentes—. Les comenté que a lo mejor él y sus acompañantes preferían hacer la compra en algún otro lugar porque probablemente no encontrarían en las pequeñas tiendas de los alrededores los productos de consumo que buscaban —sonrió con una expresión nada divertida—. El señor Cable me comprendió enseguida y ni él ni su gente nos molestan en absoluto. Vienen y se van —se puso de pie y se encajó el sombrero—.
La verdad es que hasta ahora hemos disfrutado de una buena relación. Aun así, mentiría si les dijera que sentiría que abandonara el condado.
Se produjo un momento de silencio, como un pequeño homenaje que ofrecieran unos experimentados agentes de la ley al reconocer a uno de los suyos. Entonces
Jenkins carraspeó para aclararse la garganta y comentó en un tono respetuoso:
—Sheriff, le agradeceríamos mucho que nos aconsejara sobre la mejor manera de acercarnos a la casa.
Parnell parpadeó encantado.
—Pues me alegro mucho de oír eso. Cuando la capitana Torres me llamó, no nos entendimos muy bien y pensé que ustedes querían que me mantuviera al margen.
Esta vez el silencio se hizo incómodo y fue el sheriff quien lo rompió:
—Bueno, yo creo que ya es hora de que les llevemos a visitar al señor Cable. ¿Qué les parece?
Julia estaba esperando en la puerta con Ben. En cuanto escucharon las palabras del sheriff se dieron la vuelta y salieron de la habitación. «Lena, ya voy. Espérame, cariño», pensó.
***
Lena apretó los dientes cuando la vara de caña volvió a golpearle las nalgas.
—Mañana vas a estar llena de moratones, Elena. Tengo que reconocer que me gusta lo de azotar a una gordita.
Ella lo oía jadear, pero no era capaz de saber si el resuello era fruto del cansancio o de la excitación.
—Con lo mullida que tienes la espalda —continuó Cabrini—, no tengo que preocuparme por si te daño algún órgano. Maya es tan delgada y tan frágil… Nada que ver contigo, grandullona mía, preciosa amazona.
Lena estaba de pie y descalza, inclinada sobre la parte de la camilla opuesta a la cabecera. Los pechos, el estómago y el lado izquierdo de la cara estaban aplastados contra el colchón de plástico, mientras que los brazos le quedaban extendidos por encima de la cabeza, atados por las muñecas a unas cadenas de sujeción.
En comparación con la vez en que había estado maniatada a la barra de la ducha, esta experiencia no tenía nada de excitante ni de estimulante. Sudaba por todo el cuerpo, así que la piel se le pegaba aún más a la superficie de plástico. Y aquel sudor olía a miedo.
Después de que Gordon y Turner la ataran a la camilla, Cabrini los había echado de la sala con la orden de que no lo molestaran. Él los llamaría cuando los necesitara, dijo.
Aunque Cabrini no quedaba dentro de su campo de visión, Lena lo escuchaba moverse a su espalda por la habitación. Ahora silbaba de nuevo la melodía de Gilligan's Island y a ella le resultaba imposible relacionar aquella estúpida canción con la terrible situación en que se encontraba. Las palabras de la letra le atravesaban la mente mientras él continuaba cantando: «Now sit right back and you'll hear a tale…»
Cabrini golpeó el trasero desnudo de Lena, que se tensó sorprendida, y luego se echó a reír a carcajadas.
—Eres un poco saltarina, Elena, ¿quieres más? —y se colocó para que lo viera—. Vas a ser un verdadero entretenimiento para mí. Nunca había tenido una sumisa gorda. Esas tetas enormes y ese culo blanco y ancho que tienes son una delicia. Esto va a ser divertido. ¿Te gustaría ser mi esclava doméstica? Podría dejarte encadenada aquí y venir a verte los fines de semana.
Lena se dio cuenta, horrorizada, de que Cabrini tenía una erección y cerró los ojos para tratar de no mirarla.
Él volvió a situarse tras ella. El sonido silbante de la vara atravesando el aire volvió a escucharse antes de que Lena sintiera el golpe en las nalgas. El dolor agudo que le infligió la hizo chillar, arquear la espalda y tensar los hombros.
—Abre los ojos —le ordenó él con un golpe—. No los cierres sin que yo te dé permiso. ¿Me has oído?
Lena resopló, presa del estupor y de la rabila, e incapaz de creer que Cabrini estuviera azotándola de verdad. El siguiente silbido la llevó a abrir los ojos y a quejarse.
—No, por favor —gritó.
Demasiado tarde. La vara le golpeó de nuevo la piel. Lena dio un grito ahogado y se aferró a las cadenas que la apresaban.
—Cuando hago una pregunta, quiero una respuesta inmediata. ¿Entiendes, Elena?
—Sí —susurró.
—¿Cómo? ¿Has dicho algo?
—Sí, lo he entendido —repitió ella más alto.
Cabrini volvió a situarse de modo que ella pudiera verlo.
—De ahora en adelante, vas a llamarme amo. ¿Entendido?
A Lena se le encogió el estómago y se rebeló mentalmente. No pensaba llamarlo amo. Tendría que matarla porque no iba a hacerlo.
Cabrini sonrió, feliz.
—¡Ah! Ya veo que quieres ponerte obstinada. Me encantará hacerte cambiar de actitud.
Volvió a retirarse. Sin embargo, antes de que el sonido silbante de la vara pusiera a Lena sobre aviso, alguien llamó a la puerta.
—Os he dicho que no me molestarais —gritó Cabrini.
—Lo llama por teléfono el señor Kingsley. Quiere repasar la lista que le ha enviado usted.
La mente de Lena empezó a funcionar a mil revoluciones, puede que ésta fuera su oportunidad.
—¡Diablos! —protestó Cabrini—, dile que ahora voy.
Entonces acarició la nalga derecha de Sandy con ternura.
—Ahora vuelvo.
—Creo que me ha golpeado en el riñón —dijo ella—. Necesito hacer pis.
Cabrini dudó y por un momento Lena creyó que iba a decirle otra vez que se aguantara. Sin embargo, gritó:
—Turner, ven aquí y lleva a Elena al baño.
—¿Puedo darme una ducha caliente para relajar los músculos? —se detuvo un instante—. Por favor, amo.
—Mira, por preguntarlo con tanta amabilidad, sí, sí puedes.
Turner entró en la habitación.
—Lleva a mi amazona al baño de invitados y enciérrala allí para que pueda orinar y darse una ducha —ordenó Cabrini.
—El mes pasado nos pidió usted que quitáramos la puerta de ese baño.
—Bueno, pues entonces enciérrala en el dormitorio de invitados. ¿Es que tengo que pensarlo yo todo? —preguntó. Luego abandonó la sala y se dirigió a la entrada de la casa.
Turner se acercó a la camilla.
—¿Qué tal vas, zorra?
—¿Por? ¿Es que te importa? —preguntó Lena mientras él le liberaba la muñeca izquierda.
—Sólo por el golpe en las pelotas que me diste ayer. Me pasé la noche meando sangre. Y me gustaría darte yo mismo unos azotes —se inclinó hacia ella para soltarle el otro brazo—. Venga, vamos.
Lena estaba completamente rígida. Lo único que la hacía moverse era la esperanza de escaparse de la guarida de aquel monstruo. Así que colocó las palmas de las manos sobre el plástico húmedo y se irguió.
Inmediatamente el dolor le recorrió la espalda y los hombros y emitió un largo y agónico rugido.
—Vale, estupendo, sí te ha hecho daño. Venga. —Turner la tomó del brazo y empezó a arrastrarla hacia la puerta.
—Espera, mi ropa —protestó ella.
—El jefe no ha dicho nada de dejar que cogieras tu ropa —Turner desvió la mirada de Lena hacia la puerta y luego volvió a mirar a su víctima—, aunque, por supuesto, a lo mejor me haces cambiar de idea con una mamada.
—Antes prefiero morirme —respondió ella.
—Encanto, creo que no has entendido muy bien de qué va esto —Turner acercó la cara a la de ella—. ¿Qué crees que ha pensado Cabrini para ti para cuando haya acabado de jugar contigo? No será la primera vez que deja un cuerpo tirado en este bosque —se enderezó—. A lo mejor quieres volver a pensarte lo de ser amable conmigo. Puede que sea el último amigo que tengas. Y ahora, vamos.
Sus palabras hicieron que todo le diera vueltas a Lena. Aunque ya sabía lo que ocurriría, escucharlo así de claramente resultaba insoportable.
Tenía las plantas de los pies resbaladizas por el sudor y perdió el equilibrio.
Turner la sujetó al instante. La segunda vez que resbaló, le soltó el brazo y Lena cayó sobre el duro suelo de pizarra.
—Un amigo te habría sostenido —le recordó.
Ella lo privó del placer de la respuesta, incluso cuando resbaló una tercera vez yél, de nuevo, dejó que se cayera. Sin hacerle caso, Lena se levantó y permitió que volviera a tomarla del brazo.
Turner la guió hasta una habitación situada en el extremo opuesto al salón.
Estaba escasamente amueblada: una cama, una mesilla, un armario y una silla de respaldo recto. Habían retirado la puerta del baño.
—Hay toallas ahí dentro para que te duches —le informó Turner antes de lanzarla al interior del baño—. Tienes quince minutos.
—Gracias —respondió ella en un tono neutro.
El matón cerró la puerta con llave, y ella corrió entonces hacia la ventana y echó un vistazo. Nada había cambiado desde la primera vez que se había planteado huir por una ventana. Nada, salvo el hecho de que ahora ella estaba desnuda, llena de moratones y dolorida. Escapar por esa ventana equivalía a protagonizar un suicidio virtual. La casa estaba ubicada a por lo menos ocho kilómetros de la carretera del desvío y ella estaba descalza. Incluso aunque lograra esconderse de los hombres de Cabrini, no podría atravesar kilómetros y kilómetros de bosque corriendo desnuda.
«Si pudiera encontrar algún sitio en la casa en el que ocultarme. Podría dejar abierta la ventana para que creyeran que me he escapado.» Miró a su alrededor en la habitación, pero no vio ningún escondite, excepto el armario y debajo de la cama, los dos lugares donde la buscarían primero.
Volvió al baño y abrió el grifo de la ducha. Mientras dejaba correr el agua, rebuscó rápidamente en los armarios. Aparte de unas aspirinas que encontró y que se tragó con ganas, las estanterías estaban vacías. En otro armario sólo había seis toallas y rollos de papel higiénico. Ya iba a cerrar la puerta cuando vio algo. Se arrodilló y se fijó en el suelo del interior. «¡Santo Dios! ¡Es una trampilla!»
Como muchas de las casas en Texas, la de Cabrini había sido construida sobre un falso suelo elevado que dejaba un espacio vacío por debajo hasta el real. Lena estaba frente a la trampilla de acceso a ese hueco, que solía medir entre cincuenta y setenta centímetros de alto. Levantó la portezuela de madera y echó un vistazo al agujero, que la recibió con una oleada húmeda y hedionda: oscuro, sucio, lleno de arañas, ratas y sus excrementos. «Así que, Elena, ¿qué prefieres, pasar el rato con las ratas de dos patas o con las de cuatro?» No había duda. Turner volvería en cualquier momento, de modo que, si iba a hacerlo, debía hacerlo ya.
Volvió a incorporarse con dificultad, fue hasta la habitación y abrió la ventana.
Con sólo tres tirones, logró lanzar las cortinas por fuera del marco de la ventana al exterior. Luego colocó la silla de respaldo recto encajada bajo el pomo de la puerta para bloquearla. Aunque no aguantaría mucho, le daría algunos segundos más. Tiró de la sábana que cubría la cama, se envolvió con ella y se dirigió al cuarto de baño.
La trampilla no era muy grande y las caderas de Lena eran anchas. «Querer es poder —se dijo—. Elena Katina, mete el culo por ese agujero.»
El hueco ofrecía un panorama espeluznante y el miedo de que algo la mordiera le hizo dudar. Si tuviera un palo o una escoba, podría comprobar con él que no había ningún bicho asqueroso cerca.
Alguien giró el pomo de la puerta. Ya no había tiempo. Lena introdujo primero los pies hasta encajar el trasero y luego serpenteó hasta que se metió, por fin, de cintura para arriba.








22
Cuando Lena oyó los ruidos de Tumer al aporrear la puerta de la habitación, sacó el brazo del agujero, agarró la portezuela de la trampilla y la bajó hasta encajarla de nuevo con la punta de los dedos.
Justo a tiempo. Acto seguido escuchó el sonido de la madera astillándose y los pasos apresurados del matón.
—¡Maldita sea! ¡Se ha escapado por la ventana! —gritó Turner.
—Bueno, ¿pues a qué esperas? ¡Ve a buscar a esa zorra! —la voz de Cabrini sonaba rabiosa.
A Lena se le encogió el estómago. El suelo vibró por encima de su cabeza.
Alguien había entrado en el cuarto de baño. Lena había dejado el armario abierto con la esperanza de que nadie lo examinara con detenimiento.
Oyó que abrían el armario de debajo del lavabo. Quienquiera que fuese se encontraba a unos centímetros de su escondite. ¿Olería el hedor que había salido de aquel pasadizo? ¿Oiría los frenéticos latidos de su corazón? «Por favor, Señor, no dejes que me encuentren. Si lo hacen, Cabrini me arrancará la piel como si fuera una uva.»
La persona que había entrado en el baño se alejó. Lena trató de escucharlo moverse. Nada.
¿Cuánto tiempo pasarían fuera buscándola? ¿Volverían enseguida? ¿Debería ella quedarse allí o huir? ¿Estaría mejor si esperaba allí a que ellos volvieran a Dallas? ¿Y si les llevaba días?
El miedo la tenía paralizada. Era incapaz de decidir qué hacer. Luego escuchó un ruido de hojarasca a su derecha. Volvió lentamente la cabeza y visualizó un par de ojos color naranja que la miraban fijamente en la oscuridad. «¡Dios santo! ¡Una rata!» La decisión estaba tomada. Abrió la portezuela y salió del agujero; al hacerlo se arañó con una astilla. «Genial, ahora necesitaré una inyección antitetánica.»
Arrojó la sábana por el agujero y volvió a cerrar la portezuela de la trampilla antes de abandonar el baño. Fue de puntillas hasta la puerta del dormitorio y escuchó.
Nada.
Todavía desnuda, caminó hasta la entrada de la casa. Aunque fuera se oían las voces de los hombres que se gritaban unos a otros, todo estaba en silencio en el interior. Lo primero que tenía que hacer era encontrar un teléfono. Luego debería ponerse algo d ropa y calzado. Y quizá debería hacerse con un arma. O incluso con las llaves de la limusina.
Agachada para que no la viera nadie desde el exterior, recorrió el cuarto de estar en busca de un teléfono. Al no ver ninguno, se dirigió entonces a la c ciña. Allí, en la pared, había un teléfono. Justo cuan se disponía a descolgar el auricular, oyó un ruido detrás de ella. Al darse la vuelta se encontró a Maya. La chica la observaba con unos ojos muy abiertos y asustados que oscilaban entre el salón y ella. Ambas se miraron fijamente durante un rato.
—Por favor —rogó Lena—, déjame avisar a la policía. ¡Te lo suplico!
Maya asintió parsimoniosa y se dirigió al salón pasando al lado de Lena, que contuvo el aliento mientras la chica se dirigía hacia la puerta principal de la casa, la que daba al porche. No llamó a nadie. Sólo trataba de poner el máximo espacio posible entre las dos. Después de saber cómo era Cabrini, Lena no podía culparla.
Ahora sí, descolgó el auricular, que cayó y casi le da en la cabeza. Lo recogió y esperó hasta escuchar el tono para marcar el teléfono de emergencias.
No había tono. Se figuró que tendría que colgar y volver a descolgar, de modo que se incorporó ligeramente, apretó el botón para reactivar el teléfono y volvió a colocarse el auricular en la oreja. Nada.
Empezó a marcar números. El cero para hablar con algún operador, el de emergencias de nuevo. Nada.
—Elena.
Elena se volvió y vio a Cabrini en el salón. Agarraba a Maya por el brazo y la apuntaba a la cabeza con un arma.
Dejó caer el teléfono.
—Ya te dije que tenía instinto —empezó—. Como no te veía yo a ti corriendo por los bosques tal y como viniste al mundo, mandé a Gordon, a Turner y a Augie a buscarte y yo me quedé en el porche esperando. —Cabrini acarició la mejilla de Maya con la punta del arma presionándola contra la piel de la chica. El roce le produjo un arañazo tremendo en el rostro—. Imagina mi sorpresa cuando te vi a ti llegar a la cocina agachada y luego a mi dulce Maya salir de allí sin avisar a nadie — entonces sacó la lengua y lamió la sangre que resbalaba por la mejilla de la chica—.
Me has decepcionado tanto, Maya.
Aunque permaneció en silencio, la mirada desesperada que transmitían sus ojos fue como un jarro de agua fría para Lena.
—Ella no ha hecho nada. Ni me ha visto. Yo estaba escondida.
—Mala, mala, mala, Lena. Vuelves a mentir. Tendré que castigarte a ti y a ella, a las dos.
A Maya le recorrió un escalofrío y Lena se quedó sin voz. «¡Dios mío! ¿Qué va a hacernos?»
***
La hilera de vehículos policiales y el par de ambulancias viajó sin sirenas hacia el extremo este de la propiedad de Cabrini y aparcó a lo largo de la carretera.
Julia iba sentada en el asiento delantero del coche patrulla que conducía el sheriff. La capitana Torres y el teniente Jenkins iban en la parte de atrás. Ben, por su parte, viajaba con el ayudante del sheriff en el coche que los seguía.
Lo único que hacía pensar que había alguien al final de aquel camino era el buzón de madera y la alambrada que circundaba el terreno. Un reguero de pinos flanqueaba la carretera hasta donde Julia alcanzaba a ver.
—Allá vamos —animó el sheriff—. La casa queda a unos seis o siete kilómetros por aquel camino embarrado, en un claro que se abre detrás de aquellos pinos.
—Entonces, ¿nos verán llegar? —quiso saber Jenkins.
—Si vamos en coche, seguro —confirmó el sheriff—. Por eso he pensado que nos acerquemos a pie sigilosamente y sin hacer un ruido.
—No me convence la idea de aparecer a escondidas cuando no contamos con una orden de registro —intervino Torres.
—Bueno, respecto a eso, en cuanto acabé de hablar con ustedes, llamé al juez
Burton y le pedí que preparara una. Al viejo no le preocupa demasiado lo de las situaciones probables y ha dictado una orden en blanco que tengo aquí conmigo.
Sólo tengo que rellenar el nombre y la dirección —acto seguido mostró un papel blanco que llevaba en el bolsillo de atrás y se lo entregó a Lucy.
Ella se quedó mirándolo en silencio hasta contar tres mentalmente y luego reaccionó.
—Sheriff Parnell, ¿quiere usted casarse conmigo?
Él, que le sacaba al menos veinte años, le dedicó una sonrisa.
—Bueno, si mi Cora me echa de casa alguna vez, esté segura de que iré a buscarla
a usted, capitana.
Impaciente por empezar a caminar, Julia interrumpió la bromita.
—Entonces, ¿qué hacemos? Caminar por este sendero y confiar en que no nos vean.
El sheriff se tiró del lóbulo de la oreja derecha como si estuviera ordeñando una vaca.
—La verdad es que sería una pena no usar a los hombres del Equipo de Armas y
Ataques Especiales, ya que han venido con ustedes desde Dallas —luego miró al teniente Jenkins y continuó—: Este camino es el único por el que pueden salir en coche de la casa. La salida por la zona norte está bloqueada por un lago de unas cinco hectáreas. Se me ocurre que podemos dividir su equipo en dos grupos y mandar la mitad con uno de mis ayudantes para que se dirijan a la casa por el sur y la otra mitad con otro para que acceda por el oeste. Cuando todo el mundo esté en su sitio, yo me acercaré en coche por la carretera —sonrió—, como en uno de esos movimientos en pinza que solía emplearse durante la guerra.
Los tres agentes de Dallas intercambiaron miradas. Julia fue la primera en hablar:
—Yo quiero ir con usted, sheriff.
—¡No! —respondieron Torres y Jenkins al unísono.
La capitana intervino en primer lugar:
—Detective, Cabrini ya ha visto su cara. Si usted se presenta allí con el sheriff, perderemos el factor sorpresa.
—Bueno —interrumpió el sheriff antes de que Jenkins pudiera decir algo—, si la chica de esta detective es la que está encerrada en aquel sitio, me parece a mí que se ha ganado el derecho a aparecer por la puerta principal —dijo con la mirada puesta en Julia—. Usted se quedará agazapada en la parte delantera dentro del coche hasta que veamos cómo va la cosa.
—Sí, señor —aceptó.
—Permitan a la detective venir conmigo. Yo ya estoy algo mayor y los reflejos no me funcionan tan bien como antes. Me gustará tener compañía.
Así, salieron del coche patrulla y el sheriff extendió sobre el capó un mapa de la zona. El sargento Gómez, a la cabeza del Equipo de Especiales, escuchó las instrucciones de Parnell.
—A mí me parece bien —dijo Gómez.
—Dejaremos a un ayudante con las ambulancias al principio de la carretera por si algo sale mal y Cable, o Cabrini o como se llame, logra escapar en la limusina.
Todos activaron el vibrador de los móviles y sincronizaron los relojes. Julia y el sheriff esperarían a que ambos equipos se situaran en sus puestos antes de avanzar por la carretera.
Los equipos partieron y se adentraron en el bosque mientras el sheriff se recostaba en el asiento del conductor del coche patrulla.
—Dentro de nada, detective, tendrá aquí a su chica.
—Espero que tenga razón, señor. Rezo para que la tenga. —Julia caminaba de un lado a otro frente al vehículo.
—¿Ya le ha dicho que la quiere? —preguntó el sheriff.
Julia se quedó mirándolo.
—¿Cómo? No, no se lo he dicho.
—Puede que ésa sea la razón por la que está usted tan nerviosa. Aún no ha compartido con ella lo que siente.
—Sólo quiero que esté a salvo —afirmó Julia—. Nada de esto habría ocurrido si no fuera por mi culpa.
—¡Bobadas! —respondió el sheriff mientras doblaba el mapa—. Usted quiere que esté a salvo porque la quiere. Sea usted un honesta y admítalo. La quiere y está sufriendo al saber que ella está en peligro. Créame, sé lo que digo. —La voz de sheriff adquirió el tono de alguien que narra una historia—: Cuando Cora y yo estábamos saliendo, ella trabajaba de enfermera en la cárcel de Hunstiville, donde yo estaba de vigilante. Un día se produjo un asalto y cuatro de los internos la cogieron junto a otros dos miembros del personal —movió la cabeza al recordarlo. —Quise morirme al enterarme de que Cora era una de las personas que habían tomado como rehenes.
El sheriff se frotó la nuca y continuó:
—Aquel día le hice una promesa a Dios. Le dije que si me devolvía a mi Cora, me casaría con ella y la protegería durante el resto de mi vida —y sonrió a Julia con los ojos chispeantes—. Y aún sigo cumpliendo esa cadena perpetua, después de cincuenta años.
Julia se rió porque el sheriff esperaba que lo hiciera. Parnell suspiró y abrió la puerta del vehículo.
—Aún tenemos algo de tiempo de espera. Si no le importa, voy a echarme una pequeña siesta en el coche patrulla. Si pasa algo, me avisa, ¿de acuerdo?
El sheriff no tardó en quedarse dormido en el asiento del conductor. Julia continuó caminando: de un lado a otro, arriba y abajo. La mente no dejaba de funcionarle. Repensó la historia de Parnell y aunque no rezaba desde que era pequeño, se descubrió repitiendo la misma plegaria una y otra vez: «Dios mío, sé que Lena y yo no nos hemos conocido en la parroquia precisamente, pero si la mantienes viva, te juro que me comportaré como esperas. Le pediré que se case conmigo y, si acepta, la protegeré durante el resto de mi vida, pero cuídala tú esta vez por mí. No dejes que muera, déjame recuperarla. Déjame recuperarla.»
En cuanto notó la vibración del móvil, casi se le salió el corazón del susto. Era el equipo de Torres que avisaba de que ya había tomado posición. A los diez minutos llamó el equipo de Jenkins. Cuando Julia abrió la puerta del coche patrulla, el sheriff abrió los ojos.
—¿Estás lista, hija?
Julia se humedeció los labios secos antes de responder:
—Lista, señor.
Luego se agachó delante de su asiento para permanecer escondido. Parnell arrancó y el coche empezó a moverse lentamente por el abrupto camino embarrado. El trayecto duró lo que a Julia le pareció una eternidad.
—Bien, ya vemos el lago —informó el sheriff—. Voy a aparcar y luego me acercaré a llamar a la puerta. Dejaré el coche en un lugar que no les permita verle cuando salga usted. Salga y espere. Están acostumbrados a que pase por aquí de vez en cuando. Les explicaré que ha habido varios casos de vandalismo en las casas de recreo y que estoy visitándolas una a una. Deme dos minutos. Luego dígales a Torres y a Jenkins que entren en la casa por la parte de atrás y por el garaje. Cabrini estará mirándome mientras me voy y le llevará unos segundos volver a centrarse en lo que estaba haciendo. Mientras tanto, usted salga del coche y venga a la puerta de entrada para echarme a mí una mano, ¿está claro?
—Correrá un riesgo enorme exponiéndose así mientras Jenkins y Torres entran por detrás.
—¡Qué va! Seguro que Cabrini nunca ha estado en un tiroteo. No sabrá cómo reaccionar. Usted sólo vaya allí y ayúdeme.
El sheriff aparcó y abrió la puerta del vehículo.
—Allá vamos.
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Mensaje por Admin Jue Mar 05, 2015 1:47 pm

23
Julia salió del coche y reptó hasta el parachoques trasero. Tal y como el sheriff había dicho, el lago quedaba justo delante. Observó la casa detenidamente desde detrás de la rueda. Parnell se encontraba en la puerta de entrada y llamaba delicadamente con los nudillos.
Julia cogió el móvil y llamó a Torres, que respondió a la primera.
—Está en la puerta —susurró—, dadle un par de minutos.
—De acuerdo.
Colgó y marcó el número de Jenkins.
—Está en la puerta —repitió—. Torres entra dentro de dos minutos. Síganla ustedes cuando la oigan.
—Entendido —contestó el teniente.
El protocolo habitual requería que el agente llamara a la puerta y se presentara, si traía consigo una orden. En este caso, el ruido metálico de los arietes equivaldría a la llamada.
Parnell estaba tardando mucho y Julia no alcanzaba a ver a quién se dirigía.
—Vamos, date prisa —susurró.
Por fin escuchó al sheriff decir:
—Ahora podrá disfrutar de la estancia. Hasta luego.
—Gracias por pasarse por aquí —replicó una voz masculina.
Parnell volvió hacia el coche patrulla, pero antes de que hubiera avanzado apenas diez metros, Julia oyó el primer ruido de la incursión. El segundo se produjo tan seguido que pareció que se trataba del eco más que de otra entrada.
El sheriff se tiró al suelo y Julia salió corriendo de detrás del coche patrulla en dirección a la casa. Esperaba que le dispararan desde la puerta de entrada, sin embargo, el tipo allí apostado levantó las manos y dio un paso al frente.
—No dispare, no dispare. No voy armado. Yo sólo soy el chófer.
Julia lo agarró, lo hizo echarse en el suelo y estaba a punto de ponerle las esposas cuando el sheriff apareció tras él.
—Yo me ocupo de éste, usted vaya a por su chica.
Julia se introdujo rápidamente en la casa. La vivienda, enorme, estaba decorada con numerosos y pesados muebles de piel en tonos oscuros. No había nadie ni en el cuarto de estar ni en la cocina. Escuchó voces y corrió al lugar de procedencia del ruido. En el vestíbulo se encontró con cuatro miembros del Equipo de Especiales que habían atrapado a dos tipos enormes a los que habían esposado ya.
—¿Dónde está Cabrini? —gritó Julia a los agentes especiales.
Uno de ellos señaló al fondo de la sala y Julia corrió en la dirección indicada. Un grupo de policías conducía a Cabrini fuera de la habitación. Llevaba las manos esposadas y una expresión de rabia en la cara. Miró a Julia y la reconoció enseguida.
Julia lo agarró por la camisa y se lo acercó.
—¿Dónde está? ¿Le has hecho daño?
El mafioso contrajo la cara en un gesto de sorna.
—Tu gorda pu**** está en mi sala de juegos. Es una lástima que hayas llegado ahora. En sólo diez minutos la habría tenido rogándome que le dejara chupármela.
Antes de que nadie pudiera hacer nada, Julia le asestó un puñetazo en la cara.
Cuando iba a darle un segundo golpe, los miembros del equipo le sujetaron.
—Vamos, Jul. No pierdas el tiempo con esta basura. Tu chica te necesita ahí dentro.
El jefe de Especiales lo separó de Cabrini y lo llevó a la entrada de la habitación.
En los años en que había trabajado como policía anticorrupción, Julia había visto muchas salas de sadomasoquismo y dominación, de modo que el tono gris del cuarto no lo sorprendió. Lo único que le importaba era ver a Julia.
La encontró desnuda y atada a una especie de camilla médica. Gómez y otro de los policías estaban a su lado. Julia saltó hacia ella.
Lena tenía la expresión congelada, como si sufriera algún tipo de shock. Julia se situó a la derecha de la camilla y se inclinó para que ella pudiera verlo.
—Lena, soy yo, cielo. Ya estoy aquí. Ya acabó todo.
Ella levantó la cabeza para mirarlo y él supo que lo había reconocido.
—Jul, ¿eres tú?
—Sí, cariño. Ya estoy aquí. Ahora mismo te soltamos. —Miró a Gómez—. ¡Maldita sea! ¿Dónde cono está la llave?
—Aquí está.
Gómez le entregó un llavero y Julia buscó a tientas la llave para abrir la esposa de su lado. Mientras tanto el otro agente le frotaba la muñeca izquierda a Lena para que recuperara la circulación.
Ella gimió como un animal herido. Julia sintió que se le rompía el corazón.
—Ya está, cielo. Ya ha terminado todo. Ese cabrón no volverá a tocarte nunca.
Abrió la esposa y la ayudó a incorporarse. Fue entonces cuando vio los latigazos.
Había al menos una docena marcados en la espalda desde la nuca hasta la cintura.
—¡Hijo de p***! ¡Voy a matar a ese cabrón con mis propias manos!
Lena se levantó y se tambaleó hacia delante. Julia la sujetó con cuidado de no tocarle las señales de aquel rojo intenso que pronto se volvería morado y oscuro.
Uno de los agentes entró en la habitación con una manta ligera.
—Tenga, tápela con esto. La encontré en la habitación de al lado.
Julia cubrió con la manta a Lena, que empezó a temblar.
—Traiga la ambulancia hasta aquí —le pidió a Gómez.
—Ahora mismo. Iré también al minibar. Le vendrá bien un trago.
—Maya —susurró Lena—, ¿está bien?
Fue entonces cuando Julia se fijó en la sumisa, que estaba encadenada a la pared. Había dos policías liberándola de las ataduras. La chica sollozaba.
—Sí, está bien. Está llorando.
Lena le miró a la cara.
—Eres tú de verdad. Sabría que vendrías a buscarme.
Y entonces rompió a llorar angustiosamente. Las lágrimas se convirtieron en sollozos y éstos en tremendos gemidos. Julia la abrazó con ternura sin rozarle las zonas doloridas de la espalda y los costados. Le besó la sien y la frente mientras la tranquilizaba con palabras suaves.
—Ya está. Ya verás cómo te pones bien. Nos iremos de aquí dentro de nada.
Julia la condujo fuera de la habitación hacia la salida. Para cuando llegaron al salón, ya se habían llevado a Cabrini y a sus esbirros. Julia llevó a Lena hasta la otomana de cuero y trató de que Lena se recostara en ella.
—No, ahí no pienso sentarme: es donde las coloca a ellas.
De repente Julia recordó el ático de Cabrini y la otomana en la que ordenaba ponerse a sus sumisas.
—Venga, cielo, aquí no nos sentamos, vamos al comedor.
En menos de un minuto aparecieron los médicos de urgencias con una camilla.
Cuando Julia se puso de pie y se retiró para que examinaran a Lena, ella se le agarró al brazo y le rogó:
—Por favor, no te vayas.
Julia se quedó con ella y estuvieron con las manos entrelazadas mientras le tomaban la fiebre y la presión, y le observaban las pupilas.
—Está en estado de shock —diagnosticó uno de ellos—. Será mejor que nos la llevemos al hospital. —Miró a Julia y propuso—: ¿Quiere usted acompañarla?
—Claro. Ya no vuelvo a perderla de vista.
Lena se negó a que la llevaran en camilla y caminó hacia la ambulancia en lugar de apoyarse en la espalda. La pequeña procesión pasó junto a los policías y al
Equipo de Especiales que esperaban fuera de la casa. Lena no quiso subir en la ambulancia hasta ver a Maya en la otra camilla.
—Se pondrá bien, ¿verdad?
—Sí, cariño. Se pondrá bien —le aseguró Julia mientras la forzaba a montar en la ambulancia.
Lo último que Julia vio antes de que uno de los facultativos cerrara la puerta de golpe fue que obligaban a Cabrini a meterse en un coche patrulla que estaba esperándolo.
El hospital regional de Jerusalén actuó con aplomo ante la avalancha de policías y ayudantes de la fiscalía que llegaron además de las dos pacientes. El personal de enfermería se deshizo de todo el mundo excepto de Julia, que se negó a abandonar a Lena. El hecho de que ella no le soltara la mano también ayudó.
En el hospital trataron a Lena y a Maya como si fueran clientes VIP y las colocaron en espacios contiguos. El personal de urgencias se apresuró a limpiarles las heridas y los moratones a ambas con suma delicadeza.
Maya había sido el chivo expiatorio del enfado de Cabrini. Lena explicó que la chica había tratado de ayudarla a escapar y que él, irritado por el motín, la había azotado sin piedad.
Julia se enfureció de nuevo al volver a ver las marcas en el cuerpo de Lena. Se sentó junto a su cama y deseó poder ponerle las manos encima a aquel tipo.
Lena pareció recuperarse con rapidez de la confusión en que Julia la había encontrado. Quería hablar, contarle todo lo que había ocurrido. Y Julia, consciente de que tendría que declarar más adelante de todas formas, solicitó la presencia de una taquígrafa para que tomara nota del relato.
Escuchó asombrada la historia del lanzamiento de la cortina por la ventana y del escondite en el bajo suelo.
—¡Eres increíble! —felicitó.
La doctora que examinó a Lena insistió en que Julia abandonara la habitación durante el reconocimiento y esperó con impaciencia a que acabaran. Cuando la doctora abrió la cortina para dejarlo entrar de nuevo, él le preguntó:
—¿Cómo está?
—Va a estar dolorida un par de días y luego le parecerá un arco iris que durará bastante más tiempo, pero está bien —la doctora sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro—. No deja de repetir que usted la ha salvado. Es usted su heroína.
Julia no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas.
—No soy ninguna herína. Es ella quien merece todo el reconocimiento. —Se aclaró la garganta— ¿Cuándo puedo llevármela a casa?
—¿De vuelta a Dallas? Hoy no. Aún tiene la espalda y las nalgas mal. No quiero que monte en coche todavía. Deje que pase aquí la noche y podrá llevársela mañana al mediodía —Julia asintió—. Le he dado algo para aliviarle el dolor, de modo que puede que esté un poco ida el resto del día.
—Está bien, doctora. Gracias por su ayuda.
Estaba ya anocheciendo cuando trasladaron a Lena a planta. Para entonces, los analgésicos ya la habían sumido en un profundo sueño.
Uno de los ayudantes del sheriff le entregó el bolso de Lena a Julia, que sacó la tarjeta del seguro médico y efectuó el registro correspondiente en el hospital.
Después se sentó junto a su cama y empezó a hacer llamadas. Se puso en contacto con Leah para contarle lo que había ocurrido. Le explicó que aunque la policía haría todo lo posible por proteger la privacidad de Lena, la historia aparecería en primera plana de todos los periódicos. Al tratarse de una agresión sexual, los medios de comunicación no revelarían los nombres de Lena y de Maya.
Sin embargo, eso no los frenaría a la hora de tratar de entrevistar a todas las personas de su entorno. Ella y Leah charlaron sobre si avisar a Inessa Katina. Leah prefería no hacerlo y Julia estuvo de acuerdo en seguir su recomendación.
Julia permanecía sentada en la oscuridad y miraba por la ventana cuando Lena se despertó, alrededor de las ocho de la tarde.
—Jul —la llamó.
—Estoy aquí, cielo. —Se levantó y se acercó a ella—. ¿Cómo te encuentras?
—Algo atontada. ¿Te tumbas a mi lado, por favor? Quiero que estés donde pueda tocarte.
—Claro, cariño.
Julia se quitó los zapatos y colgó la funda de la pistola en el armario, junto a su chaqueta. Al entrar en urgencias había tenido que depositar el arma por razones de seguridad.
Lena se movió enseguida para hacerle sitio en la cama. Estaba tumbada sobre un costado para evitar poner peso sobre las heridas. Julia se recostó enfrente de ella sobré el estrecho colchón.
—¿Sabes si Maya está bien? —preguntó Lena.
—Sí, he ido a verla hacia las seis. Estaba completamente dormida.
—Me gustaría intentar ayudarla, Jul. Se arriesgó mucho por mí.
—Como tú quieras, cielo. Haremos lo que tú quieras. —Julia le retiró el pelo de delante de los ojos.
—¿Y Cabrini? ¿Dónde están él y los otros?
—Están calmándose en la cárcel del condado de Eldon —respondió—. El sheriff Parnell les está mostrando la hospitalidad que se despliega en esta región de Piney
Woods —sonrió—. A ti te gustaría este Parnell. Es un viejo malhumorado, pero de una rectitud impecable. Te lo presentaré antes de que nos vayamos de aquí.
—¿Tendré que testificar contra Cabrini? —quiso saber, con la mirada expectante.
—Sí, cielo. Si quieres que pague por lo que os ha hecho a ti y a Maya, tendrás que hacerlo. De todos modos, no pienses ahora en eso. —Le pasó el dedo por la nariz y le dio un golpecito en la punta—. Cuando llegue el momento, estaré contigo.
Lena asintió.
—Quiero testificar. Quiero verle la cara cuando le diga a todo el mundo lo que pienso de él.
—Ésta es mi chica. Mi valiente y maravillosa chica. La policía no ha logrado conseguir suficientes pruebas como para encerrarlo y ahora vas a lograrlo tú sólita.
—Julia hizo un gesto de aprobación con la cabeza—. Ben se ha quedado impresionado cuando se ha enterado de cómo te escondiste en el bajo suelo.
—¡Puaj! —A Lena le recorrió el cuerpo un escalofrío—. Todavía veo los ojos naranjas de esa rata clavados en mí.
—Sí, pues Ben quiere saber si tienes una hermana. Dice que podría sacarle partido a una chica con tus agallas.
—Sí, tengo una hermana, pero ya está comprometida. Dile que tendrá que buscarse la chica él sólito.
—Dios, Len, es estupendo volver a verte sonreír. —Julia le acarició la mejilla con dulzura—. Por un momento no he sabido cuándo o si volvería a verte así. He pasado tanto miedo…
Ella asintió.
—Yo también. Estaba aterrorizada, pero no dejé de repetirme «Julia va a venir»,
«Julia va a encontrarme». Y lo hiciste. —Se le llenaron los ojos de lágrimas y le puso la mano en el hombro.
Julia sintió que sus propios ojos querían liberarse también.
—Llevaba años sin rezar, pero le he pedido a Dios que cuidara de ti hasta que yo llegara.
—Y lo ha hecho. Tendremos que ir a una iglesia para darle las gracias. —Lena sonrió emocionada.
—Ésa no es la razón por la que tenemos que ir a una iglesia. —Julia tuvo la sensación de que tenía la boca llena de algodón.
Lena inclinó la cabeza.
—¿Por?
—Bueno, es que le hice una promesa a Dios. Le dije que si te mantenía a salvo, me encargaría de cuidar de ti el resto de mi vida.
Lena abrió los ojos.
—¿Me estás pidiendo que me case contigo?
—Sí. Y tienes que decirme que sí, porque si no Dios puede lanzarme un rayo a la cabeza.
—¿Y me pides que me case contigo para evitarlo? —preguntó ella.
—Len, te estoy pidiendo que te cases conmigo porque no tengo ni idea de cómo voy a soportar vivir sin ti. —Julia se inclinó y la besó con cuidado—. Te quiero.
En un jaleo de codos y sábanas, Lena logró abrazarla.
—Yo también te quiero. Te quiero muchísimo.
Se basaron con ternura durante largo rato hasta que un sonriente enfermero entró para comprobar las constantes de Lena. Julia salió de la cama de un salto y esperó mientras a ella le tomaban el pulso y comprobaban si tenía fiebre.
—Sólo hay una cosa, cariño.
—¿Qué?
—Vas a tener que llamar tú a tu madre. Leah me ha dicho que tengo que mantenerme tan lejos de ella como me sea posible.
La risa de felicidad de Lena se escuchó hasta en el mostrador de enfermería.








24
Seis meses después

Lena se miró en el espejo del baño. Aunque había parecido imposible, el vestido de dama de honor le sentaba bien. El color rosa le iba fenomenal con la palidez de su piel y el tono rojo del pelo, y el escote bajo le realzaba el pecho. Por supuesto, tampoco molestaba lo de que hubiera perdido unos nueve kilos en seis meses. A lo mejor debería plantearse escribir un libro sobre cómo adelgazar mediante una estrategia basada en disfrutar de sesiones diarias de sexo fantástico.
Habían sido unos meses maravillosos. Había testificado ante el jurado de acusación que debía decidir si presentaba cargos de secuestro contra Cabrini y la habían escogido como testigo principal para el juicio cuando se celebrara.
Aunque había asistido a un par de sesiones de terapia después de todo lo ocurrido, se había recuperado antes de lo que nadie esperaba. Julia la había cuidado como si fuera una gallina con su polluelo y la ternura de sus atenciones habían sido de gran ayuda para que se repusiera.
La puerta del baño se abrió y entró Tricia barriendo el suelo con la cola de su vestido de novia que llevaba por delante de ella.
—¡Ah! Estás aquí —exclamó al entrar—, mamá está buscándote.
—Genial, ¿y qué quiere ahora?
—No se lo he preguntado —su hermana sonrió—. Estaba demasiado emocionada ante la idea de que no estuviera centrada en mí en ese momento. Uno de los efectos secundarios de casarme es que está siendo encantadora conmigo, para variar.
—¡Qué suerte tienes! —Suspiró Lena—. Supongo que tendré que ir a ver qué quiere.
Se inclinó hacia el espejo y, después de sujetarse uno de los rizos, cogió su bolso y se volvió para marcharse.
—Espera, Len —pidió Tricia mientras detenía a su hermana con la mano en alto.
Ella miró a su hermana pequeña.
—¿Qué pasa?
—Nunca hemos hablado de lo de Josh y yo. Quiero decir que he querido hacerlo, pero tú nunca querías… —dudó un momento, claramente incómoda—. No planeé enamorarme de él, pero…
—Pero lo hiciste, y juntos hacéis una pareja estupenda. —Lena abrazó a Tricia. —
Josh te quiere a ti, no a mí. Y no pasa nada.
—Y tú quieres a Julia, ¿no? —Tricia preguntó ansiosa mientras se apartaba para mirar a su hermana a los ojos.
Lena asintió.
—Y ella me quiere a mí. Así que todo ha salido como tenía que salir.
—Gracias, hermanita. Es el mejor regalo de boda que podrías hacerme —a Tricia se le llenaron los ojos de lágrimas—. Me alegro tanto por ti.
—Y yo por ti —Lena sonrió—. Venga, vamos a buscar a mamá para que disfrute de su dosis mínima diaria de dar la lata.
Agarradas del brazo, las dos hermanas salieron del baño y regresaron al salón de baile, donde la celebración de la boda estaba en su mejor momento. No habían caminado mucho cuando Inessa Katina —impresionante en un vestido de corte imperio y color azul claro— las detuvo.
—Aquí estáis. Todo el mundo está buscándote, Patricia. La fotógrafa está esperando.
—Pues entonces mejor me voy a buscar a mi marido —dijo Tricia resplandeciente de orgullo al pronunciar aquella palabra—. Ahora os veo —le dio unos golpecitos a Lena en el brazo y desapareció para cruzar la pista de baile.
Inessa se dirigió entonces a su hija mayor.
—Elena, no sé por qué te ha dado por llevar el pelo recogido con todos esos rizos colgando. Eres ya mayor para ir con ese peinado.
Lena le dedicó a su madre una sonrisa.
—A mí me gusta, y a Julia también.
—Y eso es otra cosa —Inessa entrecerró los ojos—. ¿Cuándo pensáis casaros?
Alguien que se dedica al trabajo social como tú no debería vivir en pecado con alguien. ¿No puedes hacer que te lo pida? —Se encogió de hombros—. Aunque no sé por qué iba a hacerlo. Ya tiene la leche, así que para qué quedarse con la vaca — dejó de mirar a Lena, dirigió la mirada por encima del hombro izquierdo de ésta y frunció el ceño.
Lena empezó a perder la sonrisa. Antes de que pudiera pronunciar palabra, notó dos manos cálidas que la cogían de los brazos.
—Hola, cielo —era Julia.
Lena se volvió, aliviada, para mirarlo de soslayo.
—Mamá estaba preguntándome que cuándo nos casamos.
—¡Ah! —le acarició la oreja izquierda—. Ya le he pedido a Lena que se case conmigo, y me ha dicho que sí.
Lena se volvió para mirar a su madre de frente.
—No quería robarle a Tricia la primicia. Julia y yo pensamos casarnos pronto. En cuanto decidamos la fecha, te la haremos saber —su voz sonaba tranquila y natural.
—Bueno, yo creo que… —Inessa empezó a hablar y Julia la interrumpió.
—Con todos mis respetos, Inessa, no importa lo que usted crea. Lo importante es lo que piense Lena. Venga, estoy lista para empezar con el bufet. ¿Vamos, cielo?
—Vamos —respondió Lena mientras le acariciaba la mejilla—. Luego te vemos, mamá.
Cogidas de la mano, se alejaron de la madre de Lena, que se quedó mirándolas atónita.
—Gracias —murmuró Lena—, estaba a punto de perder los nervios justo cuando has aparecido.
—No, no ibas a hacerlo —la confortó—. Acuérdate de que ella es una arpía de mediana edad y tú, una joven preciosa. No hace falta que te enfrentes a ella. Ya la ganas.
Lena se detuvo en medio de la sala y se volvió para mirar a Julia.
—¿Te he dicho ya hoy que te quiero?
—Sí —sonrió Julia—, pero aún no has hecho nada para demostrármelo.
—¿Y en qué estabas pensando? —preguntó Lena con una sonrisa.
Julia se inclinó para susurrarle al oído:
—Mientras estabas en el baño, he estado estudiando este lugar. Hay una escalera que lleva a las habitaciones de invitados. ¿Te apetece uno rápido?
Lena se quedó mirándolo.
—¡Estás de broma!
—No —Julia negó con la cabeza—. He estado repasando. Lo hemos hecho en un coche, en un avión, en el despacho de mi jefe, en tu despacho y en el jardín de casa de tu madre, pero en una escalera todavía no.
A ella le entró la risa.
—Seguro que nos pillan.
—Eso es lo que dijiste sobre las estanterías de la biblioteca —respondió con una amplia sonrisa—, y no nos pilló nadie.
Lena notó enseguida aquella sensación familiar de calor entre los muslos.
—Vale, pero deprisa. No quiero faltar cuando corten la tarta.
Julia la cogió de la mano y la sacó de la sala de baile por una estancia que llevaba hasta una pesada puerta de incendios.
Al otro lado, había un rellano de escalera de color gris. Lena miró la escalera que llevaba hacia los pisos más altos. También había un tramo que bajaba hasta el sótano del hotel.
—No sé. Puede entrar alguien por la puerta, o bajar de arriba o subir de abajo.
Me parece un poco arriesgado.
Julia sacó la navaja multiusos que llevaba encima, seleccionó el destornillador y truncó la barra de hierro de la puerta.
—Ya está. He cerrado la puerta. Por ahí ya no vendrá nadie —luego se volvió hacia Lena y preguntó—: ¿Qué llevas debajo del vestido?
Lena se rió al escuchar la pregunta, ya tan familiar.
—Un liguero y unas medias. Nada más.
—Dios, nena…
La erección le dificultó a Julia lo de desabrocharse los pantalones del traje gris y crema que llevaba puesto. Cuando por fin logró bajarse la cremallera, el pene apareció listo para la acción.
—Aquí está —susurró Lena—, ¡pobre!, todo arrugado en ese horrible traje.
—Dale un beso para que se ponga mejor —sugirió ella.
Lena se miró el precioso vestido y, luego, la sucísima escalera.
—Sube tres escalones y lo haré. No quiero estropearme el vestido al arrodillarme.
Con las prisas, Julia casi se tropezó al subir la escalera. Antes de dedicarse a ella,
Lena dejó el bolso en el suelo. En aquella posición, Lena podía acceder al pene con sólo inclinarse y apoyarse en las piernas de Julia. Empezó a pasarle la lengua por la punta.
—Eso es, cielo —gimió Julia con los ojos cerrados—. ¡Dios, sí! ¡Qué bien!
Lena se detuvo para mirarla.
—Sólo acuérdate de que me debes una, ¿eh?, picarona.
Julia abrió los ojos.
—Oye, esto es sólo para ponerme, ahora me ocupo de ti.
—Ya, promesas, promesas —susurró ella antes de abrir la boca e introducirse en ella el capullo del pene.
De repente oyeron una puerta que se cerraba y unos pasos que bajaban al trote por la escalera. Lena se incorporó mientras Julia la separaba. Para cuando los dos chavales llegaron al descansillo en el que estaban, Lena ya estaba delante de Julia para tapar la bragueta abierta y el pene empalmado.
—Hola —saludaron los niños al pasar corriendo al lado de las dos adultas antes de dirigirse a la puerta de incendios.
—Está cerrada —avisó Julia—, tendréis que bajar un tramo y salir por el sótano.
Los chicos no lo pusieron en duda y siguieron bajando golpeando en los peldaños con las suelas de las deportivas.
En cuanto oyeron la puerta del sótano cerrarse tras los chavales, a Lena y a
Julia les entró un ataque de risa.
—Te lo dije —insistió ella mientras lo miraba. El pene de Julia estaba caído frente al vestido de Lena, que lo miró y empezó a reírse—: Está ridículo.
—Ya te daré yo ridículo —rugió Julia antes de empezar a subirle la falda de seda a manos llenas.
—¡Espera! ¿Qué haces? —chilló.
Julia metió por fin las manos bajo el vestido, le agarró las nalgas desnudas y, en un movimiento suave, levantó a Lena.
—¡Jul! —Lena la cogió por los hombros para sujetarse.
—Abrázame por la cintura con las piernas —le pidió.
Al darse cuenta de lo que pretendía hacer, Lena accedió y pataleó para apartar los metros de tela que le impedían mover las piernas. Julia se volvió y la apoyó contra la pared al tiempo que ella le rodeaba la cintura con los muslos. Aunque Lena notó en los hombros desnudos la frialdad y la dureza de las paredes de cemento, tenía el coño ya húmedo y caliente, preparado para recibirlo.
Con la espalda de Lena contra la pared, Julia vio una de sus manos liberadas.
Se agarró el pene y lo introdujo en la hendidura. Las dos rugieron de placer cuando ella empujó para meter su carne en el cuerpo de Lena.
—¡Oh!—suspiró ella.
—¡Ah! —gimió él.
Julia no esperó. Empezó a mover las caderas con rapidez en un movimiento mecánico y envites contra Lena. Se agitó hasta que notó el golpeteo de sus propios testículos y entonces se retiró hasta casi salir del cuerpo de ella.
La combinación del roce de su enorme miembro con la excitación de estar follando en un lugar público puso a punto a Lena casi al instante. En aquella posición, el pecho le quedaba a la altura de la cara de Julia. Con una mano, se retiró la parte superior del vestido y se pellizcó el pezón derecho. Cuando lo mordió, Lena chilló y se corrió.
El orgasmo de Lena llevó a Julia hasta el borde de la tensión. Se introdujo en ella una última vez, se tensó y estalló lanzando toda la leche caliente dentro de Lena, que se derrumbó hacia delante y apoyó la barbilla en la cabeza de Julia.
Notaba aún la cara de ésta sobre el pecho y el calor de sus jadeos sobre la piel.
Y así permanecieron, con los cuerpos contra la pared, bañados por la tenue luz del descansillo, jadeantes y satisfechos.
Cuando Lena recuperó el aliento, bromeó diciendo:
—Bueno, pues ya podemos tachar la escalera de esa lista que estás haciendo.
—Sí —confirmó Julia—. Ahora, por el restaurante.
—¿Cómo? ¿Estás tarada? No podemos follar en un restaurante.
—Eso mismo dijiste de la biblioteca y del descansillo de la escalera.
A Lena le entró la risa.
—Bájame al suelo, anda, maníaca sexual.
Julia dio un paso hacia atrás y sacó su miembro del calor de Lena.
—Vaya… —lamentó en cuanto notó la ausencia de Julia—. Odio cuando nos separamos.
—Yo también —coincidió ella antes de dejarla en el suelo—. Por eso quiero casarme contigo. ¿Qué te parece, mi pequeña espía? Se acabó lo de darme largas. Te quiero y quiero pasarlos próximos cincuenta años contigo.
—Vale —suspiró Lena—, me casaré contigo este otoño, en el aniversario de nuestra primera cita. —Se recolocó el pecho en el sujetador del vestido.
—¡Este otoño! Ni de broma. Para eso quedan seis meses. Si espero mucho, vas a encontrar a alguien más y me mandarás a la porra.
—Eso no va a ocurrir, Volkova. Ya estás atrapada —Lena recogió el bolso que había dejado en las escaleras—. Si aceptas lo de celebrar la boda en septiembre, te dejo elegir el destino del viaje de luna de miel —luego le besó la barbilla—. ¿Te parece?
—Me parece. Si el juicio empieza en junio, Cabrini debería estar ya en la cárcel para entonces —Julia sonrió—. Aunque… antes de casarnos tenemos que follar en un cine y en una tienda.
Julia le cubrió el pómulo de besos.
—Sólo si el cine tiene palco —Lena se separó de ella y señaló la salida de incendios—. Deben de estar a punto de cortar la tarta. Vamos.
Julia abrió la puerta con el destornillador de la navaja. Cogidos de la mano, ella y
Lena volvieron a la sala.
¿FIN?

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Mensaje por keizike Jue Nov 26, 2015 7:14 pm

me encanta esta historia me hubiera gustado ver una secuela de la vida de lena y yulia casadas y con hijos (y me gustaria que el tal josh ex de lena y ahora marido de su hermana le pasara alguna maldad y que a cabrini lo usaran de muñeca en la carcel XD soy perversa)
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