DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
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DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Sinopsis
Julia Volkova había perseguido a muchas mujeres, pero sólo había amado a una... Elena Katina. La tranquila y seria chica que estaba comprometida con su hermano Mikhaíl.
Julia había mantenido las distancias hasta que Mikhaíl fue asesinado en Centroamérica. Entonces ella se acercó a Elena, pero ésta pensaba que era una persona demasiado salvaje... aunque Julia iba a demostrarle que ella también podía serlo.
Elena no quería que la arrastrase por el mal camino, pero Julia la guió a lo largo de una senda que la llevó al paraíso.
Uno
Si no cambiaban pronto de tema, iba a ponerse a gritar.
Pero eso era imposible. Era lo único en que pensaban todos, y nadie iba a ponerse a hablar de otra cosa.
Larissa se había superado a sí misma al preparar la cena. Un exquisito estofado de ternera, panecillos calientes recién sacados del horno y un pudín casero que hacía olvidar las calorías. Era una comida propia de los domingos, pero aquella era una ocasión especial que merecía celebrarse en vez de lamentar.
Más tarde, cuando sirvió el café en las tazas de porcelana china con diseños primaverales, seguían hablando sobre el inminente viaje de Mikhaíl a Centroamérica. Un viaje de duración indefinida que acabaría convirtiéndolo en un proscrito y que incluso pondría en peligro su vida.
Y, sin embargo, todos estaban entusiasmados. Especialmente Mikhaíl, cuyas mejillas se ruborizaban por la expectación.
—Es una tarea enorme. Pero de nada serviría si no fuera por el coraje que han demostrado esas pobres almas de Monterico. El honor es solo de ellos.
Larissa acarició la cara de su hijo menor mientras se sentaba.
—Pero fuiste tú quien les dio la idea para escapar. Creo que es algo maravilloso. Absolutamente maravilloso —su labio inferior empezó a temblar—. Tendrás cuidado, ¿verdad? Dime que no correrás peligro.
Mikhaíl le dio una palmadita en la mano.
—Mamá, te he dicho más de cien veces que los refugiados políticos nos estarán esperando en la frontera de Monterico. Solo tendremos que recogerlos, escoltarlos hasta México y...
—Introducirlos ilegalmente en Estados Unidos —intervino Julia con voz seca.
Larissa le lanzó una dura mirada a la hermana mayor de Mikhaíl. Pero Julia estaba acostumbrada al desprecio de su madre, por lo que estiró las piernas y se recostó en la silla del modo que tanto irritaba a Larissa. Todos sus esfuerzos porque se sentara correctamente en la mesa habían resultado inútiles.
Julia cruzó un tobillo encima de otro y miró a su hermano.
—Me pregunto si seguirás igual de contento cuando la Policía Fronteriza meta tu trasero en la cárcel.
—Si no sabes hablar de otro modo, haz el favor de abandonar la mesa —le espetó el reverendo Oleg Volkov.
—Lo siento, papá —sin el menor arrepentimiento se puso a sorber el café.
—Si Mikhaíl acaba en la cárcel —continuó el pastor—, será por una buena causa. Algo en lo que cree.
—No fue eso lo que dijiste la noche que me sacaste a mí de la cárcel —le recordó Julia.
—Te detuvieron por alcoholemia.
—A veces es bueno beber —replicó Julia con una sonrisa.
—Julia, por favor —le pidió su madre con un largo suspiro—. Por una vez en tu vida intenta comportarte.
Lena bajó la vista hasta sus manos. Odiaba las escenas familiares. Julia podía ser muy provocadora, pero en esa ocasión tenía razón al señalar los peligros que correría Mikhaíl en esa aventura. Además, las burlas de Julia solo eran una respuesta a la evidente predilección que sus padres mostraban hacia Mikhaíl. Incluso el propio Mikhaíl se sentía incómodo ante el descarado favoritismo de Oleg y Larissa.
Julia borró la sonrisa desdeñosa de su rostro, pero no dejó de discutir.
—Solo digo que esta misión tan solidaria de Mikhaíl parece un buen modo de acabar muerto. ¿Por qué tiene que jugarse el cuello en una de esas repúblicas bananeras donde disparan antes de preguntar?
—Jamás podrás entender los motivos de Mikhaíl —dijo Oleg, haciendo un gesto despectivo con la mano hacia su hija mayor.
Julia se enderezó en su silla y puso los brazos sobre la mesa.
—Puedo entender que quiera liberar a los condenados a muerte. Pero no creo que esta sea la mejor manera —se pasó una mano impaciente por sus negros cabellos—. Un ferrocarril subterráneo para cruzar México y entrar ilegalmente en el país... —el tono de burla se recrudeció—. ¿Y qué van a hacer cuando lleguen a Texas? ¿A qué se dedicarán? ¿Has pensado en sus refugios, comida, medicinas, ropas y demás? No serás lo bastante ingenuo para creer que todos los recibirán con los brazos abiertos, ¿verdad? Los tratarán como lo que son. Unos «espaldas mojadas».
—Será lo que Dios quiera —dijo Mikhaíl sin mucho convencimiento. Sus ideales siempre flaqueaban ante el crudo pragmatismo de su hermana. Justo cuando creía que sus principios eran inquebrantables, Julia los hacia tambalear igual que un terremoto. Mikhaíl prefería pensar que Dios lo ponía a prueba usando a Julia. ¿O tal vez la astucia de su hermano era un regalo del Diablo? Sus padres no dudarían en aceptar la segunda opción.
—Sí, bueno, espero que Dios tenga más sentido común que tú.
—¡Ya basta! —atajó Oleg.
Julia se encorvó sobre la mesa y agarró la taza con ambas manos. Nunca la sujetaba por el asa, aunque Lena dudaba que su dedo índice cupiera por el hueco.
Su aspecto desentonaba en la acogedora cocina parroquial. Era una agradable salita con cortinas en las ventanas, alfombrillas de vinilo color pastel y armarios
de cristal con delicadas piezas de porcelana. Pero la imponente presencia de Julia la hacía parecer pequeña y desordenada.
Pero no era solo por su extraordinaria musculatura. En eso era tan parecido a su hermano que no siempre era fácil distinguirlos, si bien la ocupación de Julia lo había hecho un poco más robusto que su hermano menor.
La principal diferencia estribaba en lo que cada uno transmitía. Julia irradiaba una fuerza tan poderosa que empequeñecía toda estancia en la que estuviera, como un cuerpo a punto de reventar las costuras de un traje pequeño. Cualquier habitación le resultaba agobiante, ya que lo que más necesitaba a su alrededor eran espacio y cielo abierto. Y era como si en sus ropas y en sus cabellos llevara siempre la esencia de la brisa exterior.
Lena nunca se había acercado lo bastante como para comprobarlo, pero estaba segura de que su piel debía de oler a sol. En su rostro eran evidentes las largas horas que pasaba bajo la luz del día, sobre todo en las finas arrugas que rodeaban sus azulados ojos y que lo hacían parecer un poco más vieja de lo que era. A sus treinta y dos años tenía una larga y curtida vida a sus espaldas.
Y esa noche, como siempre que Julia estaba presente, la discordia había hecho su aparición. Era como un depredador acechando en la jungla a los pacíficos habitantes de una aldea. La turbación y la inquietud lo precedían, aun cuando no fuera su intención crear problemas a nadie.
—¿Estás seguro de haber dejado claros todos los detalles del encuentro? —preguntó Larissa. Se sentía muy apenada de que Julia hubiera estropeado la perfecta cena de despedida, pero intentó ignorarle y volver al tema acuciante.
Mientras Mikhaíl repetía los planes del viaje por centésima vez, Lena empezó a limpiar la mesa. Cuando se inclinó sobre el hombro de Mikhaíl para recoger su plato, él le tomó la mano y le dio un beso en el dorso, pero sin dejar de hablar ni un segundo.
Ella tuvo el deseo de besarlo en la coronilla, sujetarle la cabeza entre sus pechos y suplicarle que no se fuera. Pero no lo hizo. Sería demasiado indignante y escandaloso, y todos pensarían que se había vuelto loca.
Reprimió sus emociones y terminó de llevar los platos al fregadero. Nadie se ofreció para ayudarla. Ni siquiera se fijaron en ella. Desde que vivía en esa casa, lavar los platos de la cena había sido tarea suya.
Quince minutos más tarde, cuando se secaba las manos con un trapo de cocina, seguían hablando. Abrió la puerta trasera y bajó los escalones del porche. Cruzó el jardín hasta la valla de color blanco y apoyó los brazos encima.
La noche era muy agradable. Apenas soplaba el viento, lo cual no era muy frecuente en Texas, y una tenue nube de polvo se levantaba en el aire. La luna
llena brillaba en el cielo nocturno, como si alguien hubiera pegado una inmensa pegatina dorada en un telón negro, salpicado de escasas estrellas.
Era una noche propicia para que los amantes se abrazaran y se susurraran palabras de amor al oído. No era una noche para decir adiós. Y en el caso de que sí lo fuera, las despedidas tendrían que ir acompañadas de pena y pasión, tildadas con palabras cariñosas en vez de con detalles de huida.
Lena se sentía inquieta, como si tuviera un picor que no podía localizar.
La puerta trasera se abrió y volvió a cerrarse. Lena se giró y vio que Julia bajaba los escalones y se dirigía hacia ella. Apartó la mirada mientras Julia llegaba a su lado.
Sin decir nada, Julia sacó un paquete de cigarros del bolsillo y tomó uno con los labios. Al encender el mechero, la llama iluminó brevemente su rostro. Volvió a guardar el paquete y aspiró una profunda calada.
—Eso te matará —dijo Lena sin mirarle.
Julia la miró y se apoyó de espaldas contra la valla.
—Todavía no me ha matado, y empecé a fumar a los once años.
Ella levantó la vista para mirarlo y sonrió.
—Qué lástima —dijo negando con la cabeza—. Piensa en cómo tendrás los pulmones. Deberías dejarlo.
—¿Ah, sí? —esbozó una media sonrisa que siempre había provocado estragos en las mujeres, ya fueran jóvenes, maduras, casadas o solteras. No había ni una sola mujer en La Bota que pudiera permanecer indiferente a la sonrisa de Julia Volkova. Todas sabían el significado: «yo soy irresistible y tú eres una mujer a la cual amar. No hay que decir nada más».
—Sí, deberías dejarlo. Pero sé que no lo harás. Llevo años oyendo a Larissa pedírtelo.
—Solo me lo pide porque no le gustan los ceniceros manchados de ceniza ni el olor a tabaco. Nunca me lo ha pedido porque esté preocupada por mi salud —un brillo casi imperceptible de amargura destelló en sus ojos azulados.
Cualquiera menos sensible que Lena no lo hubiera notado.
—Yo sí me preocupo por tu salud.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y por eso me pides que deje de fumar?
Lena sabía que se estaba burlando de ella, pero no le importó seguir jugando.
—Sí —respondió alzando el mentón.
Julia arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó con la bota.
—Ya está. Lo he dejado.
Ella se echó a reír, sin ser consciente de lo adorable que parecía cuando echaba la cabeza hacia atrás y soltaba una carcajada. Su cuello se arqueaba con exquisita elegancia, el pelo pelirrojo y rizado caía libremente sobre los hombros, sus ojos verdigrises chisporroteaban de gozo, la nariz vivaracha se arrugaba... Y su risa era deliciosamente seductora y dulce. Lena nunca se había dado cuenta.
Pero Julia sí. Todo su cuerpo respondía de forma automática al sensual sonido de la risa y no podía hacer nada por evitarlo. Bajó la mirada hasta sus labios, tan suaves como pétalos de rosa, y su reluciente dentadura.
—Es la primera vez que te veo sonreír esta noche —dijo.
Lena se puso seria al instante.
—No me apetece mucho sonreír.
—¿Porque Mikhaíl se va?
—Sí.
—¿Y porque de nuevo has tenido que posponer la boda?
—Sí —respondió ella rascando la valla con la uña—, aunque eso no importa.
—¿Cómo no va a importar? —espetó—. Creía que, para una mujer, el día de su boda era el más importante de su vida. Al menos para una mujer como tú.
—Lo es, pero si lo comparo a la misión de Misha...
Julia masculló una palabrota que la hizo callar.
—¿Y qué pasa con las otras veces? —le preguntó con brusquedad.
—¿Te refieres a los anteriores aplazamientos?
—Sí.
—Tenía que sacarse el doctorado antes de que pudiéramos casarnos y de... de formar una familia.
Otra vez. Julia la había hecho tartamudear, como tantas otras veces. Quiso pedirle que no se acercara tanto, pero realmente no estaba tan cerca. Solo parecía estarlo. Siempre provocaba el mismo efecto en ella. Se quedaba sin aire y sentía un ligero vértigo. Nunca había encontrado una explicación a esas reacciones, pero así eran. Y esa noche en especial le resultaba muy difícil mantenerle la mirada.
—¿Cuándo empezasteis a salir Mikhaíl y tú? —le preguntó de golpe.
—¿A salir? —el tono hacía ver que aquella palabra no formaba parte de su vocabulario.
—Sí, ya sabes. Salir juntos, agarrarse de la mano, darse el lote en el autocine... Salir. Debió de ser mientras yo estaba en la universidad, porque no lo recuerdo.
—Bueno, no hubo un comienzo propiamente dicho. Todo se fue... desarrollando a su paso. Siempre estábamos juntos, igual que una pareja.
—Lena Katina —Julia cruzó los brazos al pecho y la miró con incredulidad—. ¿Quieres decir que nunca has tenido una cita con nadie más?
—¡No, porque nadie me lo pidió! —replicó ella a la defensiva.
Julia alzó las manos en gesto de rendición.
—Eh, no estaba insinuando eso. Podrías haber tenido a todos los del pueblo jadeando a tus pies.
—No quería que jadearan a mis pies. Suena muy... indigno.
Se ruborizó, y Julia no pudo resistir la tentación de tocarle la mejilla con el dorso de la mano.
—Supongo que alguien estaría encantado de perder su dignidad por ti, Lena —dijo en tono pensativo—. Si no saliste con nadie, fue porque querías guardar fidelidad a Mikhaíl.
—Eso es cierto.
—¿Incluso cuando los dos estabais en Texas Christian?
—Sí.
—Mmm... —Julia sacó el paquete de cigarrillos, pero volvió a guardarlo enseguida—. ¿Cuándo te lo propuso Misha?
—Hace unos años. Creo que estábamos en el último curso de la universidad.
—¿Lo crees? ¿No lo recuerdas? ¿Cómo has podido olvidar un momento tan emocionante como ese?
—No te burles de mí, Julia.
—¿No fue tan emocionante?
—No es igual que en las películas.
—Creo que no vemos el mismo tipo de películas —Julia arqueó las cejas en un gesto lascivo.
—Ya sé cuáles ves tú —le lanzó una mirada acusatoria—. Las que Sammy Mac Higgins exhibe en la parte trasera de su local.
A Julia le resultó imposible mantener una expresión seria y esbozó otra sonrisa.
—Las damas están invitadas. ¿Quieres venir conmigo alguna vez?
—¡No!
—¿Por qué no?
—¿Por qué no? Jamás vería una película de esas. Son asquerosas.
—¿Cómo lo sabes si nunca las has visto? —preguntó Julia acercándose. Ella le dio un empujón en el hombro y le hizo apartarse. Julia se echó hacia atrás, no sin antes embriagarse con su fragancia floral—. Lena, ¿cuándo te pidió Mikhaíl que te casaras con él?
—Ya te lo he dicho. No...
—¿Dónde estabas? Descríbeme el lugar. ¿Qué ocurrió? ¿Se puso de rodillas? ¿Fue en su coche? ¿A la luz del día? ¿De noche? ¿En la cama? ¿Cuándo?
—¡Cállate! Ya te he dicho que no lo recuerdo.
—¿Lo hizo alguna vez? —le preguntó en un tono demasiado tranquilo.
—¿El qué?
—¿Pronunció alguna vez en voz alta? «Lena, ¿quieres casarte conmigo?».
—Siempre se supo que acabaríamos casados —respondió ella apartando la mirada.
—¿Quién lo sabía? ¿Tú? ¿Misha? ¿Tus padres?
—Sí. Todo el mundo —le dio la espalda y empezó a caminar hacia la casa—. Tengo que entrar y...
Julia la sujetó por la muñeca y la hizo volverse.
—Dile a Mikhaíl que no haga ese estúpido viaje.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Dile que se quede en casa, donde pertenece.
—No puedo.
—Eres la única que puede. No querrás que se vaya, ¿verdad? —ella no contestó—. ¿Verdad? —repitió Julia con más énfasis.
—¡No! —gritó, y se soltó de su mano—. Pero no puedo entrometerme entre Mikhaíl y la misión que, según él, Dios le ha encomendado.
—¿Te quiere?
—Sí.
—¿Y tú a él?
—Sí.
—Quieres casarte con él y tener una casa con niños y todo eso, ¿es así?
—Eso es asunto mío. Mío y de Misha.
—Maldita sea, no quiero meterme en tu vida privada. Lo que intento es evitar que mi hermano haga una tontería. Y le guste o no a la gente, yo también soy un miembro de la familia. Así que respóndeme.
Ella reprimió su ira, pero se sentía avergonzada de gritarle.
—Pues claro que es eso lo que quiero, Jul. Llevo años esperando para casarme.
—De acuerdo —repuso Julia con calma—. Mantente firme. Dale un ultimátum. Dile que no estarás aquí cuando regrese. Hazle saber cuánto te afecta todo esto.
—Es algo que se siente destinado a hacer.
—Entonces está destinado al fracaso, Lena. Demonios, ni los políticos ni los mercenarios ni nadie pueden arreglar el caos de Centroamérica. ¿Cómo cree Mikhaíl que va a hacerlo él? Está a punto de emprender una empresa de la que no tiene ni idea.
—Dios lo ayudará.
—Estás repitiendo lo mismo que él. Yo también he leído la Biblia, Lena. Y también estudié las guerras de Israel. Sí, los judíos consiguieron unas cuantas victorias milagrosas, pero Mikhaíl no lleva un ejército con él. Ni siquiera cuenta con el apoyo del gobierno americano. Dios nos da a cada uno un cerebro para razonar, y lo que Mikhaíl está haciendo no es nada razonable.
Lena estaba de acuerdo con ella. Pero Julia era una experta en darle la vuelta a las palabras y a las verdades para alcanzar su objetivo. Tomar partido por su forma de pensar era tentador, pero su lealtad se debía por completo a Mikhaíl y a su causa.
—Buenas noches, Julia.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo con nosotros, Lena?
—Casi doce años. Desde que tenía catorce.
Los Volkov la habían acogido tras la muerte de sus padres. Un día, mientras estaba en el colegio, una explosión de gas destruyó su casa hasta los cimientos. Lena recordaba haber oído las sirenas de las ambulancias y de los bomberos durante la clase de Álgebra. En aquel momento no sabía que para sus padres y su hermanita menor, quien se había quedado en casa por una inflamación de garganta, ya era demasiado tarde. A la caída del sol Lena estaba sola en el mundo, sin otra cosa que la ropa que llevaba puesta.
Los Katin habían sido muy buenos amigos de su pastor, Oleg Volkov, y de su esposa, Larissa. Como Lena no tenía otros parientes, no hubo discusión sobre su futuro.
—Recuerdo cuando volví de la universidad para el Día de Acción de Gracias y te encontré aquí —dijo Julia—. Mi madre había transformado su cuarto de costura en un dormitorio propio de una princesa. Al fin tenía a la hija que siempre quiso tener. Me dijeron que debía tratarte como a una más de la familia.
—Tus padres fueron muy buenos conmigo —dijo Lena con voz débil.
—¿Por eso nunca les has hecho frente?
—¡No sé de qué estás hablando! —replicó ella, ofendida.
—Oh, sí, claro que lo sabes. No has tomado una decisión por ti misma desde hace doce años. ¿Temes que te echen a la calle si los contradices?
—Eso es una tontería —exclamó. Se había quedado perpleja.
—No, no lo es. Es triste —dijo Julia—. Eran ellos los que decidían quién podía ser tu amigo y quién no, las ropas que debías vestir, la facultad a la que debías ir, incluso con quién debías casarte. Y parece que lo próximo es decidir la fecha de tu boda. ¿Vas a dejar que también decidan por tus hijos?
—Ya basta, Julia. Nada de eso es verdad y no quiero seguir escuchando. ¿Has bebido?
—Por desgracia, no. Pero ojalá lo hubiera hecho —dio un paso adelante y le agarró el brazo—. Lena, despierta. Estás bajo su control, y ya eres una mujer. Una mujer condenadamente atractiva. ¿Qué pasaría si hicieras algo sin su aprobación? No pueden castigarte. Y si te echaran, cosa que jamás harían podrías irte a cualquier parte.
—Una mujer independiente, ¿no?
—Eso es.
—¿Y crees que debería hacer como tú y ponerme a vagar de un sitio para otro?
—No, pero tampoco creo que debas emplear casi todo tu tiempo en estudiar la Biblia en grupo.
—Me gusta el trabajo en la iglesia.
—¿Más que cualquier otra cosa? —Julia se pasó una mano por el pelo tomando uno de sus rizos en su dedo—. Lo que haces es admirable y no voy a quitarte mérito. Lo que no soporto es ver cómo te conviertes en una anciana marchita antes de tiempo. Estás tirando tu vida por la borda.
—No es así. Voy a tener una vida junto a Misha.
—¡No, si se marcha a Centroamérica para que lo maten! —Vio que Lena se ponía pálida y suavizó la voz—. Lo siento. No quería meterme en eso.
—Mikhaíl es lo que de verdad te preocupa.
—Cierto —le tomó las manos—. Habla con él, Lena.
—No puedo hacer que cambie de opinión.
—Tendrá que escucharte. Eres su futura esposa.
—No confíes tanto en mí.
—La responsabilidad de que se vaya o se quede no es tuya, si es eso lo que quieres decir. Pero prométeme que intentarás convencerlo.
Lena miró hacia la cocina. A través de la ventana pudo ver a Mikhaíl y a sus padres alrededor de la mesa. Seguían inmersos en su discusión.
—Lo intentaré.
—Bien —le dio un apretón en las manos antes de soltarla.
—Larissa dijo que te quedarías esta noche —por alguna razón no quería que Julia supiera que había sido ella quien preparó su habitación, aireándola y poniendo sabanas limpias en la cama. Quería que pensara que había sido su madre —Bueno, en cualquier caso, a Larissa le gusta que duermas en casa de vez en cuando.
Julia sonrió tristemente y le acaricio la mejilla.
—Ah, Lena... Eres una persona muy diplomática. Mi madre me invitó a venir, y luego me dijo que sacara todos los trofeos de fútbol y baloncesto de mi cuarto. Dijo que estaba harta de quitarle el polvo a esos trastos.
Lena tragó saliva. Unas semanas atrás había ayudado a Larissa a envolver los trofeos de Mikhaíl y a guardarlos en cajas en el ático. Durante doce años, Lena no había tenido duda de quién era el hijo preferido. Pero Julia era la única culpable. Había escogido un modo de vida que sus padres no podían aprobar.
—Buenas noches, Julia —Lena tuvo el repentino deseo de abrazarle. A veces parecía necesitarlo, lo cual era una idea ridícula teniendo en cuenta su reputación de una persona dura.
—Buenas noches.
Ella se alejó, reacia, y entró en la casa. Mikhaíl la miró y le indicó con la cabeza que se pusiera tras él. Estaba escuchando con atención a su padre, quien explicaba sus ideas para ayudar a los refugiados cuando llegaran a Texas.
Lena se acercó a su silla y lo abrazó por detrás.
—¿Cansada? —le preguntó Mikhaíl cuando Oleg terminó de hablar. Los Volkov los contemplaron con orgullo.
—Un poco.
—Sube a acostarte. Mañana tendrás que levantarte muy temprano para despedirme.
Ella suspiró y se apoyó en su cabeza. No quería que sus padres notasen su desesperación.
—No podré dormir.
—Tómate una de esas píldoras que me recetó el doctor —sugirió Lena—. Son muy suaves, pero muy eficaces para conciliar el sueño.
—Vamos —dijo Mikhaíl echando para atrás la silla—. Subiré contigo.
—Buenas noches, Oleg, Larissa—se despidió Lena con voz apática.
—Hijo, no nos has dado el nombre de tu contacto en México —le recordó Oleg a Mikhaíl.
—Todavía no voy a acostarme. Enseguida vuelvo.
Los dos subieron las escaleras, y él se paró en la puerta de sus padres.
—¿Quieres el somnífero?
— Sí, creo que sí. Si no, voy a pasarme la noche dando vueltas.
—Sí, le prometí que estaría para la despedida de Mikhaíl por la mañana. Espero que no llegue a producirse algún contratiempo.
Él entró en el dormitorio y volvió a salir con dos pastillas de color rosado.
—Las instrucciones dicen que hay que tomar una o dos. Creo que te harían falta dos.
Entraron en la habitación de Lena y ella encendió la lamparita que había junto a la cama. Julia tenía razón. Su dormitorio era propio de una princesa. Pero, por desgracia, Lena tenía poco que decir en el tema de la decoración.
Años atrás, Larissa había sugerido un cambio y el odiado azul con flores había sido reemplazado por blanco con ojales. El cuarto era demasiado infantil para Lena, pero por nada del mundo se hubiera atrevido a herir los sentimientos de Larissa. Tan solo guardaba la esperanza de que, cuando se casara con Mikhaíl, pudiera ser ella quien decorase su dormitorio. Nunca habían hablado de mudarse a otra casa, ya que era obvio que cuando Oleg se retirase, sería Mikhaíl quien lo sustituyera en la iglesia.
—Tómate las pastillas y ponte el pijama. Esperaré hasta que te hayas acostado.
Lena obedeció y entró en el baño. Pero, en vez de ponerse el pijama, se puso un camisón nuevo. Lo había comprado con la esperanza de poder estrenarlo esa noche.
Se miró al espejo y se propuso hacer lo que Julia le había pedido. No quería que Mikhaíl se marchara. Era una misión muy peligrosa y, aunque no lo fuera, arruinaba sus planes de boda. ¿Qué mujer podría aceptarlo?
Tenía el presentimiento de que su futuro dependía de esa noche. Debía evitar que Mikhaíl se lucre de su lado. De lo contrario, su vida cambiaría para siempre. No habría más oportunidades. Esa noche era necesario jugarse el todo por el todo. Y para asegurarse la victoria, nada mejor que usar el viejo recurso femenino...
Según la Biblia, Dios llevó a Rut, la viuda, hacia el rico Booz. Tal vez aquella fuera una ocasión similar.
Pero Rut no había llevado un camisón que se deslizaba por su cuerpo, ni había sentido el pecaminoso tacto de la seda contra su piel desnuda. Dos tirantes tan finos como las cuerdas de un violín sostenían un body, que se hundía entre sus pechos resaltando la opulencia de sus curvas. El camisón perlado caía sensualmente sobre sus caderas, sin perder un solo detalle de su figura, hasta rozarle el empeine de los pies.
Se roció con un ligero perfume floral y se cepilló el pelo. Cuando estuvo lista, cerró los ojos y buscó el valor para abrir la puerta. Antes de hacerlo, apagó la luz del baño.
—Lena, no olvides...
Mikhaíl se quedó mudo de asombro en cuanto la vio. Era como contemplar una visión etérea y real a la vez. La luz de la lámpara bañaba su piel con reflejos dorados y dibujaba la sombra de sus piernas contra la tela transparente del camisón.
—¿Qué...? ¿De dónde has sacado ese, eh... camisón? —balbuceó Mikhaíl.
—Lo guardaba para una ocasión especial —respondió ella con suavidad. Se acercó a él y le puso las manos en el pecho—. Una ocasión como esta.
Él se echó a reír, incómodo. La abrazó por la cintura sin apenas tocarla.
—Tal vez deberías haberlo guardado hasta que estuviéramos casados.
—¿Y cuándo será eso? —apretó la mejilla contra su camisa de algodón.
—En cuanto regrese. Ya lo sabes. Te lo he prometido.
—Ya me lo has prometido otras veces.
—Y siempre lo has comprendido —le dijo en tono efusivo mientras le acariciaba la espalda—. Esta vez cumpliré mi promesa. Cuando regrese...
—Podrían pasar meses.
—Es posible —le echó hacia atrás la cabeza para mirarla a la cara—. Lo siento.
—No quiero esperar tanto tiempo, Misha.
—¿Qué quieres decir? — ella se apretó contra él.
—Ámame.
—Ya lo hago, Lena.
—Quiero decir... —se humedeció los labios—. Abrázame. Acuéstate conmigo. Hazme el amor esta noche.
—Lena —gimió él— ¿Por qué haces esto?
—Porque estoy desesperada.
—No tanto como me estás haciendo sentir a mí.
—No quiero que te vayas.
—Tengo que irme.
—Quédate, por favor.
—Ya me he comprometido.
—Cásate conmigo —le susurró con la boca pegada a su cuello.
—Lo haré cuando todo esto acabe.
—Necesito una prueba de tu amor.
—Ya la tienes.
—Muéstramelo. Hazme el amor esta noche.
—No puedo. No estaría bien.
—Para mí sí.
—Para ninguno de los dos.
—Los dos nos queremos.
—Y por eso tenemos que hacer sacrificios el uno por el otro.
—¿No me deseas?
Mikhaíl la atrajo hacia él y presionó los labios contra su cuello.
—Sí... sí. A veces sueño despierto en cómo sería compartir una cama contigo y... Sí, te deseo, Lena.
La besó y le acarició la cadera con la mano. Ella respondió apretándose contra él y frotando su muslo contra el suyo. Mikhaíl apenas introdujo la lengua en su boca.
—Por favor, Mikhaíl, ámame —le susurró agarrándolo por la camisa—. Te necesito esta noche. Necesito que me abraces, que me acaricies y que me beses. Necesito saber que esto es real y que vas a volver.
—Voy a volver.
—No lo sabes con seguridad. Quiero amarte antes de te que vayas —lo besó frenéticamente en los labios y en el cuello.
Él intentó apartarla, pero ella insistió, por lo que tuvo que sujetarla con fuerza por los brazos.
—¡Lena , piensa! —ella lo miró con ojos muy abiertos, como si la hubiera abofeteado—. No podemos. Sería ir contra nuestros principios. Mañana parto para una misión que Dios me ha encomendado, y no puedo permitir que me distraigas con tu belleza y encanto. Además, mis padres están abajo —se inclinó y le dio un casto beso en la mejilla—. Ahora métete en la cama como una buena chica.
La llevó hasta la cama y retiró las mantas. Ella se acostó obediente y él la arropó, manteniendo la vista lejos de sus pechos.
—Te veré mañana —la besó ligeramente en los labios—. Te quiero de veras, Lena. Por eso no puedo hacer lo que me pides —apagó la lámpara y salió del dormitorio cerrando la puerta a su paso.
Lena se tumbó de costado y empezó a llorar. Las lágrimas se resbalaron por sus mejillas y empaparon la almohada. Nunca se había sentido tan abandonada, ni siquiera cuando perdió a su familia. Estaba sola, más sola de lo que jamás había estado.
Incluso su dormitorio le parecía algo extraño y desconocido. Quizá fuera el efecto de las pastillas. Intentó distinguir en la oscuridad la forma de los muebles y el contorno de las ventanas, pero todo estaba borroso. Su percepción estaba enturbiada por culpa de los somníferos.
Tuvo la sensación de estar flotando y de volar hacia el sueño, pero un baño de lágrimas la mantenía despierta. Era demasiado humillante. Había ido contra sus propias normas morales. Se había ofrecido a la persona a la que amaba, a la persona que juraba amarla... Y la había rechazado.
Aunque no hubieran consumado el acto amoroso, al menos podría haberse quedado con ella, abrazándola y demostrándole que en su interior ardía la pasión. De ese modo le habría dejado algún recuerdo al que aferrarse en su ausencia.
Pero su rechazo había sido total. Seguramente porque ella no era una de sus prioridades. Mikhaíl tenía cosas más importantes que hacer que amarla y consolarla.
En ese momento se abrió la puerta del dormitorio.
Lena miró hacia el rectángulo de luz que irrumpía en la oscuridad. La silueta de alguien se recortaba al fondo antes de que entrara en la habitación y cerrara la puerta.
Lena se sentó y extendió los brazos hacia él. El corazón le saltaba en el pecho.
—¡Misha! —exclamó llena de alegría.
Julia Volkova había perseguido a muchas mujeres, pero sólo había amado a una... Elena Katina. La tranquila y seria chica que estaba comprometida con su hermano Mikhaíl.
Julia había mantenido las distancias hasta que Mikhaíl fue asesinado en Centroamérica. Entonces ella se acercó a Elena, pero ésta pensaba que era una persona demasiado salvaje... aunque Julia iba a demostrarle que ella también podía serlo.
Elena no quería que la arrastrase por el mal camino, pero Julia la guió a lo largo de una senda que la llevó al paraíso.
Uno
Si no cambiaban pronto de tema, iba a ponerse a gritar.
Pero eso era imposible. Era lo único en que pensaban todos, y nadie iba a ponerse a hablar de otra cosa.
Larissa se había superado a sí misma al preparar la cena. Un exquisito estofado de ternera, panecillos calientes recién sacados del horno y un pudín casero que hacía olvidar las calorías. Era una comida propia de los domingos, pero aquella era una ocasión especial que merecía celebrarse en vez de lamentar.
Más tarde, cuando sirvió el café en las tazas de porcelana china con diseños primaverales, seguían hablando sobre el inminente viaje de Mikhaíl a Centroamérica. Un viaje de duración indefinida que acabaría convirtiéndolo en un proscrito y que incluso pondría en peligro su vida.
Y, sin embargo, todos estaban entusiasmados. Especialmente Mikhaíl, cuyas mejillas se ruborizaban por la expectación.
—Es una tarea enorme. Pero de nada serviría si no fuera por el coraje que han demostrado esas pobres almas de Monterico. El honor es solo de ellos.
Larissa acarició la cara de su hijo menor mientras se sentaba.
—Pero fuiste tú quien les dio la idea para escapar. Creo que es algo maravilloso. Absolutamente maravilloso —su labio inferior empezó a temblar—. Tendrás cuidado, ¿verdad? Dime que no correrás peligro.
Mikhaíl le dio una palmadita en la mano.
—Mamá, te he dicho más de cien veces que los refugiados políticos nos estarán esperando en la frontera de Monterico. Solo tendremos que recogerlos, escoltarlos hasta México y...
—Introducirlos ilegalmente en Estados Unidos —intervino Julia con voz seca.
Larissa le lanzó una dura mirada a la hermana mayor de Mikhaíl. Pero Julia estaba acostumbrada al desprecio de su madre, por lo que estiró las piernas y se recostó en la silla del modo que tanto irritaba a Larissa. Todos sus esfuerzos porque se sentara correctamente en la mesa habían resultado inútiles.
Julia cruzó un tobillo encima de otro y miró a su hermano.
—Me pregunto si seguirás igual de contento cuando la Policía Fronteriza meta tu trasero en la cárcel.
—Si no sabes hablar de otro modo, haz el favor de abandonar la mesa —le espetó el reverendo Oleg Volkov.
—Lo siento, papá —sin el menor arrepentimiento se puso a sorber el café.
—Si Mikhaíl acaba en la cárcel —continuó el pastor—, será por una buena causa. Algo en lo que cree.
—No fue eso lo que dijiste la noche que me sacaste a mí de la cárcel —le recordó Julia.
—Te detuvieron por alcoholemia.
—A veces es bueno beber —replicó Julia con una sonrisa.
—Julia, por favor —le pidió su madre con un largo suspiro—. Por una vez en tu vida intenta comportarte.
Lena bajó la vista hasta sus manos. Odiaba las escenas familiares. Julia podía ser muy provocadora, pero en esa ocasión tenía razón al señalar los peligros que correría Mikhaíl en esa aventura. Además, las burlas de Julia solo eran una respuesta a la evidente predilección que sus padres mostraban hacia Mikhaíl. Incluso el propio Mikhaíl se sentía incómodo ante el descarado favoritismo de Oleg y Larissa.
Julia borró la sonrisa desdeñosa de su rostro, pero no dejó de discutir.
—Solo digo que esta misión tan solidaria de Mikhaíl parece un buen modo de acabar muerto. ¿Por qué tiene que jugarse el cuello en una de esas repúblicas bananeras donde disparan antes de preguntar?
—Jamás podrás entender los motivos de Mikhaíl —dijo Oleg, haciendo un gesto despectivo con la mano hacia su hija mayor.
Julia se enderezó en su silla y puso los brazos sobre la mesa.
—Puedo entender que quiera liberar a los condenados a muerte. Pero no creo que esta sea la mejor manera —se pasó una mano impaciente por sus negros cabellos—. Un ferrocarril subterráneo para cruzar México y entrar ilegalmente en el país... —el tono de burla se recrudeció—. ¿Y qué van a hacer cuando lleguen a Texas? ¿A qué se dedicarán? ¿Has pensado en sus refugios, comida, medicinas, ropas y demás? No serás lo bastante ingenuo para creer que todos los recibirán con los brazos abiertos, ¿verdad? Los tratarán como lo que son. Unos «espaldas mojadas».
—Será lo que Dios quiera —dijo Mikhaíl sin mucho convencimiento. Sus ideales siempre flaqueaban ante el crudo pragmatismo de su hermana. Justo cuando creía que sus principios eran inquebrantables, Julia los hacia tambalear igual que un terremoto. Mikhaíl prefería pensar que Dios lo ponía a prueba usando a Julia. ¿O tal vez la astucia de su hermano era un regalo del Diablo? Sus padres no dudarían en aceptar la segunda opción.
—Sí, bueno, espero que Dios tenga más sentido común que tú.
—¡Ya basta! —atajó Oleg.
Julia se encorvó sobre la mesa y agarró la taza con ambas manos. Nunca la sujetaba por el asa, aunque Lena dudaba que su dedo índice cupiera por el hueco.
Su aspecto desentonaba en la acogedora cocina parroquial. Era una agradable salita con cortinas en las ventanas, alfombrillas de vinilo color pastel y armarios
de cristal con delicadas piezas de porcelana. Pero la imponente presencia de Julia la hacía parecer pequeña y desordenada.
Pero no era solo por su extraordinaria musculatura. En eso era tan parecido a su hermano que no siempre era fácil distinguirlos, si bien la ocupación de Julia lo había hecho un poco más robusto que su hermano menor.
La principal diferencia estribaba en lo que cada uno transmitía. Julia irradiaba una fuerza tan poderosa que empequeñecía toda estancia en la que estuviera, como un cuerpo a punto de reventar las costuras de un traje pequeño. Cualquier habitación le resultaba agobiante, ya que lo que más necesitaba a su alrededor eran espacio y cielo abierto. Y era como si en sus ropas y en sus cabellos llevara siempre la esencia de la brisa exterior.
Lena nunca se había acercado lo bastante como para comprobarlo, pero estaba segura de que su piel debía de oler a sol. En su rostro eran evidentes las largas horas que pasaba bajo la luz del día, sobre todo en las finas arrugas que rodeaban sus azulados ojos y que lo hacían parecer un poco más vieja de lo que era. A sus treinta y dos años tenía una larga y curtida vida a sus espaldas.
Y esa noche, como siempre que Julia estaba presente, la discordia había hecho su aparición. Era como un depredador acechando en la jungla a los pacíficos habitantes de una aldea. La turbación y la inquietud lo precedían, aun cuando no fuera su intención crear problemas a nadie.
—¿Estás seguro de haber dejado claros todos los detalles del encuentro? —preguntó Larissa. Se sentía muy apenada de que Julia hubiera estropeado la perfecta cena de despedida, pero intentó ignorarle y volver al tema acuciante.
Mientras Mikhaíl repetía los planes del viaje por centésima vez, Lena empezó a limpiar la mesa. Cuando se inclinó sobre el hombro de Mikhaíl para recoger su plato, él le tomó la mano y le dio un beso en el dorso, pero sin dejar de hablar ni un segundo.
Ella tuvo el deseo de besarlo en la coronilla, sujetarle la cabeza entre sus pechos y suplicarle que no se fuera. Pero no lo hizo. Sería demasiado indignante y escandaloso, y todos pensarían que se había vuelto loca.
Reprimió sus emociones y terminó de llevar los platos al fregadero. Nadie se ofreció para ayudarla. Ni siquiera se fijaron en ella. Desde que vivía en esa casa, lavar los platos de la cena había sido tarea suya.
Quince minutos más tarde, cuando se secaba las manos con un trapo de cocina, seguían hablando. Abrió la puerta trasera y bajó los escalones del porche. Cruzó el jardín hasta la valla de color blanco y apoyó los brazos encima.
La noche era muy agradable. Apenas soplaba el viento, lo cual no era muy frecuente en Texas, y una tenue nube de polvo se levantaba en el aire. La luna
llena brillaba en el cielo nocturno, como si alguien hubiera pegado una inmensa pegatina dorada en un telón negro, salpicado de escasas estrellas.
Era una noche propicia para que los amantes se abrazaran y se susurraran palabras de amor al oído. No era una noche para decir adiós. Y en el caso de que sí lo fuera, las despedidas tendrían que ir acompañadas de pena y pasión, tildadas con palabras cariñosas en vez de con detalles de huida.
Lena se sentía inquieta, como si tuviera un picor que no podía localizar.
La puerta trasera se abrió y volvió a cerrarse. Lena se giró y vio que Julia bajaba los escalones y se dirigía hacia ella. Apartó la mirada mientras Julia llegaba a su lado.
Sin decir nada, Julia sacó un paquete de cigarros del bolsillo y tomó uno con los labios. Al encender el mechero, la llama iluminó brevemente su rostro. Volvió a guardar el paquete y aspiró una profunda calada.
—Eso te matará —dijo Lena sin mirarle.
Julia la miró y se apoyó de espaldas contra la valla.
—Todavía no me ha matado, y empecé a fumar a los once años.
Ella levantó la vista para mirarlo y sonrió.
—Qué lástima —dijo negando con la cabeza—. Piensa en cómo tendrás los pulmones. Deberías dejarlo.
—¿Ah, sí? —esbozó una media sonrisa que siempre había provocado estragos en las mujeres, ya fueran jóvenes, maduras, casadas o solteras. No había ni una sola mujer en La Bota que pudiera permanecer indiferente a la sonrisa de Julia Volkova. Todas sabían el significado: «yo soy irresistible y tú eres una mujer a la cual amar. No hay que decir nada más».
—Sí, deberías dejarlo. Pero sé que no lo harás. Llevo años oyendo a Larissa pedírtelo.
—Solo me lo pide porque no le gustan los ceniceros manchados de ceniza ni el olor a tabaco. Nunca me lo ha pedido porque esté preocupada por mi salud —un brillo casi imperceptible de amargura destelló en sus ojos azulados.
Cualquiera menos sensible que Lena no lo hubiera notado.
—Yo sí me preocupo por tu salud.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y por eso me pides que deje de fumar?
Lena sabía que se estaba burlando de ella, pero no le importó seguir jugando.
—Sí —respondió alzando el mentón.
Julia arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó con la bota.
—Ya está. Lo he dejado.
Ella se echó a reír, sin ser consciente de lo adorable que parecía cuando echaba la cabeza hacia atrás y soltaba una carcajada. Su cuello se arqueaba con exquisita elegancia, el pelo pelirrojo y rizado caía libremente sobre los hombros, sus ojos verdigrises chisporroteaban de gozo, la nariz vivaracha se arrugaba... Y su risa era deliciosamente seductora y dulce. Lena nunca se había dado cuenta.
Pero Julia sí. Todo su cuerpo respondía de forma automática al sensual sonido de la risa y no podía hacer nada por evitarlo. Bajó la mirada hasta sus labios, tan suaves como pétalos de rosa, y su reluciente dentadura.
—Es la primera vez que te veo sonreír esta noche —dijo.
Lena se puso seria al instante.
—No me apetece mucho sonreír.
—¿Porque Mikhaíl se va?
—Sí.
—¿Y porque de nuevo has tenido que posponer la boda?
—Sí —respondió ella rascando la valla con la uña—, aunque eso no importa.
—¿Cómo no va a importar? —espetó—. Creía que, para una mujer, el día de su boda era el más importante de su vida. Al menos para una mujer como tú.
—Lo es, pero si lo comparo a la misión de Misha...
Julia masculló una palabrota que la hizo callar.
—¿Y qué pasa con las otras veces? —le preguntó con brusquedad.
—¿Te refieres a los anteriores aplazamientos?
—Sí.
—Tenía que sacarse el doctorado antes de que pudiéramos casarnos y de... de formar una familia.
Otra vez. Julia la había hecho tartamudear, como tantas otras veces. Quiso pedirle que no se acercara tanto, pero realmente no estaba tan cerca. Solo parecía estarlo. Siempre provocaba el mismo efecto en ella. Se quedaba sin aire y sentía un ligero vértigo. Nunca había encontrado una explicación a esas reacciones, pero así eran. Y esa noche en especial le resultaba muy difícil mantenerle la mirada.
—¿Cuándo empezasteis a salir Mikhaíl y tú? —le preguntó de golpe.
—¿A salir? —el tono hacía ver que aquella palabra no formaba parte de su vocabulario.
—Sí, ya sabes. Salir juntos, agarrarse de la mano, darse el lote en el autocine... Salir. Debió de ser mientras yo estaba en la universidad, porque no lo recuerdo.
—Bueno, no hubo un comienzo propiamente dicho. Todo se fue... desarrollando a su paso. Siempre estábamos juntos, igual que una pareja.
—Lena Katina —Julia cruzó los brazos al pecho y la miró con incredulidad—. ¿Quieres decir que nunca has tenido una cita con nadie más?
—¡No, porque nadie me lo pidió! —replicó ella a la defensiva.
Julia alzó las manos en gesto de rendición.
—Eh, no estaba insinuando eso. Podrías haber tenido a todos los del pueblo jadeando a tus pies.
—No quería que jadearan a mis pies. Suena muy... indigno.
Se ruborizó, y Julia no pudo resistir la tentación de tocarle la mejilla con el dorso de la mano.
—Supongo que alguien estaría encantado de perder su dignidad por ti, Lena —dijo en tono pensativo—. Si no saliste con nadie, fue porque querías guardar fidelidad a Mikhaíl.
—Eso es cierto.
—¿Incluso cuando los dos estabais en Texas Christian?
—Sí.
—Mmm... —Julia sacó el paquete de cigarrillos, pero volvió a guardarlo enseguida—. ¿Cuándo te lo propuso Misha?
—Hace unos años. Creo que estábamos en el último curso de la universidad.
—¿Lo crees? ¿No lo recuerdas? ¿Cómo has podido olvidar un momento tan emocionante como ese?
—No te burles de mí, Julia.
—¿No fue tan emocionante?
—No es igual que en las películas.
—Creo que no vemos el mismo tipo de películas —Julia arqueó las cejas en un gesto lascivo.
—Ya sé cuáles ves tú —le lanzó una mirada acusatoria—. Las que Sammy Mac Higgins exhibe en la parte trasera de su local.
A Julia le resultó imposible mantener una expresión seria y esbozó otra sonrisa.
—Las damas están invitadas. ¿Quieres venir conmigo alguna vez?
—¡No!
—¿Por qué no?
—¿Por qué no? Jamás vería una película de esas. Son asquerosas.
—¿Cómo lo sabes si nunca las has visto? —preguntó Julia acercándose. Ella le dio un empujón en el hombro y le hizo apartarse. Julia se echó hacia atrás, no sin antes embriagarse con su fragancia floral—. Lena, ¿cuándo te pidió Mikhaíl que te casaras con él?
—Ya te lo he dicho. No...
—¿Dónde estabas? Descríbeme el lugar. ¿Qué ocurrió? ¿Se puso de rodillas? ¿Fue en su coche? ¿A la luz del día? ¿De noche? ¿En la cama? ¿Cuándo?
—¡Cállate! Ya te he dicho que no lo recuerdo.
—¿Lo hizo alguna vez? —le preguntó en un tono demasiado tranquilo.
—¿El qué?
—¿Pronunció alguna vez en voz alta? «Lena, ¿quieres casarte conmigo?».
—Siempre se supo que acabaríamos casados —respondió ella apartando la mirada.
—¿Quién lo sabía? ¿Tú? ¿Misha? ¿Tus padres?
—Sí. Todo el mundo —le dio la espalda y empezó a caminar hacia la casa—. Tengo que entrar y...
Julia la sujetó por la muñeca y la hizo volverse.
—Dile a Mikhaíl que no haga ese estúpido viaje.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Dile que se quede en casa, donde pertenece.
—No puedo.
—Eres la única que puede. No querrás que se vaya, ¿verdad? —ella no contestó—. ¿Verdad? —repitió Julia con más énfasis.
—¡No! —gritó, y se soltó de su mano—. Pero no puedo entrometerme entre Mikhaíl y la misión que, según él, Dios le ha encomendado.
—¿Te quiere?
—Sí.
—¿Y tú a él?
—Sí.
—Quieres casarte con él y tener una casa con niños y todo eso, ¿es así?
—Eso es asunto mío. Mío y de Misha.
—Maldita sea, no quiero meterme en tu vida privada. Lo que intento es evitar que mi hermano haga una tontería. Y le guste o no a la gente, yo también soy un miembro de la familia. Así que respóndeme.
Ella reprimió su ira, pero se sentía avergonzada de gritarle.
—Pues claro que es eso lo que quiero, Jul. Llevo años esperando para casarme.
—De acuerdo —repuso Julia con calma—. Mantente firme. Dale un ultimátum. Dile que no estarás aquí cuando regrese. Hazle saber cuánto te afecta todo esto.
—Es algo que se siente destinado a hacer.
—Entonces está destinado al fracaso, Lena. Demonios, ni los políticos ni los mercenarios ni nadie pueden arreglar el caos de Centroamérica. ¿Cómo cree Mikhaíl que va a hacerlo él? Está a punto de emprender una empresa de la que no tiene ni idea.
—Dios lo ayudará.
—Estás repitiendo lo mismo que él. Yo también he leído la Biblia, Lena. Y también estudié las guerras de Israel. Sí, los judíos consiguieron unas cuantas victorias milagrosas, pero Mikhaíl no lleva un ejército con él. Ni siquiera cuenta con el apoyo del gobierno americano. Dios nos da a cada uno un cerebro para razonar, y lo que Mikhaíl está haciendo no es nada razonable.
Lena estaba de acuerdo con ella. Pero Julia era una experta en darle la vuelta a las palabras y a las verdades para alcanzar su objetivo. Tomar partido por su forma de pensar era tentador, pero su lealtad se debía por completo a Mikhaíl y a su causa.
—Buenas noches, Julia.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo con nosotros, Lena?
—Casi doce años. Desde que tenía catorce.
Los Volkov la habían acogido tras la muerte de sus padres. Un día, mientras estaba en el colegio, una explosión de gas destruyó su casa hasta los cimientos. Lena recordaba haber oído las sirenas de las ambulancias y de los bomberos durante la clase de Álgebra. En aquel momento no sabía que para sus padres y su hermanita menor, quien se había quedado en casa por una inflamación de garganta, ya era demasiado tarde. A la caída del sol Lena estaba sola en el mundo, sin otra cosa que la ropa que llevaba puesta.
Los Katin habían sido muy buenos amigos de su pastor, Oleg Volkov, y de su esposa, Larissa. Como Lena no tenía otros parientes, no hubo discusión sobre su futuro.
—Recuerdo cuando volví de la universidad para el Día de Acción de Gracias y te encontré aquí —dijo Julia—. Mi madre había transformado su cuarto de costura en un dormitorio propio de una princesa. Al fin tenía a la hija que siempre quiso tener. Me dijeron que debía tratarte como a una más de la familia.
—Tus padres fueron muy buenos conmigo —dijo Lena con voz débil.
—¿Por eso nunca les has hecho frente?
—¡No sé de qué estás hablando! —replicó ella, ofendida.
—Oh, sí, claro que lo sabes. No has tomado una decisión por ti misma desde hace doce años. ¿Temes que te echen a la calle si los contradices?
—Eso es una tontería —exclamó. Se había quedado perpleja.
—No, no lo es. Es triste —dijo Julia—. Eran ellos los que decidían quién podía ser tu amigo y quién no, las ropas que debías vestir, la facultad a la que debías ir, incluso con quién debías casarte. Y parece que lo próximo es decidir la fecha de tu boda. ¿Vas a dejar que también decidan por tus hijos?
—Ya basta, Julia. Nada de eso es verdad y no quiero seguir escuchando. ¿Has bebido?
—Por desgracia, no. Pero ojalá lo hubiera hecho —dio un paso adelante y le agarró el brazo—. Lena, despierta. Estás bajo su control, y ya eres una mujer. Una mujer condenadamente atractiva. ¿Qué pasaría si hicieras algo sin su aprobación? No pueden castigarte. Y si te echaran, cosa que jamás harían podrías irte a cualquier parte.
—Una mujer independiente, ¿no?
—Eso es.
—¿Y crees que debería hacer como tú y ponerme a vagar de un sitio para otro?
—No, pero tampoco creo que debas emplear casi todo tu tiempo en estudiar la Biblia en grupo.
—Me gusta el trabajo en la iglesia.
—¿Más que cualquier otra cosa? —Julia se pasó una mano por el pelo tomando uno de sus rizos en su dedo—. Lo que haces es admirable y no voy a quitarte mérito. Lo que no soporto es ver cómo te conviertes en una anciana marchita antes de tiempo. Estás tirando tu vida por la borda.
—No es así. Voy a tener una vida junto a Misha.
—¡No, si se marcha a Centroamérica para que lo maten! —Vio que Lena se ponía pálida y suavizó la voz—. Lo siento. No quería meterme en eso.
—Mikhaíl es lo que de verdad te preocupa.
—Cierto —le tomó las manos—. Habla con él, Lena.
—No puedo hacer que cambie de opinión.
—Tendrá que escucharte. Eres su futura esposa.
—No confíes tanto en mí.
—La responsabilidad de que se vaya o se quede no es tuya, si es eso lo que quieres decir. Pero prométeme que intentarás convencerlo.
Lena miró hacia la cocina. A través de la ventana pudo ver a Mikhaíl y a sus padres alrededor de la mesa. Seguían inmersos en su discusión.
—Lo intentaré.
—Bien —le dio un apretón en las manos antes de soltarla.
—Larissa dijo que te quedarías esta noche —por alguna razón no quería que Julia supiera que había sido ella quien preparó su habitación, aireándola y poniendo sabanas limpias en la cama. Quería que pensara que había sido su madre —Bueno, en cualquier caso, a Larissa le gusta que duermas en casa de vez en cuando.
Julia sonrió tristemente y le acaricio la mejilla.
—Ah, Lena... Eres una persona muy diplomática. Mi madre me invitó a venir, y luego me dijo que sacara todos los trofeos de fútbol y baloncesto de mi cuarto. Dijo que estaba harta de quitarle el polvo a esos trastos.
Lena tragó saliva. Unas semanas atrás había ayudado a Larissa a envolver los trofeos de Mikhaíl y a guardarlos en cajas en el ático. Durante doce años, Lena no había tenido duda de quién era el hijo preferido. Pero Julia era la única culpable. Había escogido un modo de vida que sus padres no podían aprobar.
—Buenas noches, Julia —Lena tuvo el repentino deseo de abrazarle. A veces parecía necesitarlo, lo cual era una idea ridícula teniendo en cuenta su reputación de una persona dura.
—Buenas noches.
Ella se alejó, reacia, y entró en la casa. Mikhaíl la miró y le indicó con la cabeza que se pusiera tras él. Estaba escuchando con atención a su padre, quien explicaba sus ideas para ayudar a los refugiados cuando llegaran a Texas.
Lena se acercó a su silla y lo abrazó por detrás.
—¿Cansada? —le preguntó Mikhaíl cuando Oleg terminó de hablar. Los Volkov los contemplaron con orgullo.
—Un poco.
—Sube a acostarte. Mañana tendrás que levantarte muy temprano para despedirme.
Ella suspiró y se apoyó en su cabeza. No quería que sus padres notasen su desesperación.
—No podré dormir.
—Tómate una de esas píldoras que me recetó el doctor —sugirió Lena—. Son muy suaves, pero muy eficaces para conciliar el sueño.
—Vamos —dijo Mikhaíl echando para atrás la silla—. Subiré contigo.
—Buenas noches, Oleg, Larissa—se despidió Lena con voz apática.
—Hijo, no nos has dado el nombre de tu contacto en México —le recordó Oleg a Mikhaíl.
—Todavía no voy a acostarme. Enseguida vuelvo.
Los dos subieron las escaleras, y él se paró en la puerta de sus padres.
—¿Quieres el somnífero?
— Sí, creo que sí. Si no, voy a pasarme la noche dando vueltas.
—Sí, le prometí que estaría para la despedida de Mikhaíl por la mañana. Espero que no llegue a producirse algún contratiempo.
Él entró en el dormitorio y volvió a salir con dos pastillas de color rosado.
—Las instrucciones dicen que hay que tomar una o dos. Creo que te harían falta dos.
Entraron en la habitación de Lena y ella encendió la lamparita que había junto a la cama. Julia tenía razón. Su dormitorio era propio de una princesa. Pero, por desgracia, Lena tenía poco que decir en el tema de la decoración.
Años atrás, Larissa había sugerido un cambio y el odiado azul con flores había sido reemplazado por blanco con ojales. El cuarto era demasiado infantil para Lena, pero por nada del mundo se hubiera atrevido a herir los sentimientos de Larissa. Tan solo guardaba la esperanza de que, cuando se casara con Mikhaíl, pudiera ser ella quien decorase su dormitorio. Nunca habían hablado de mudarse a otra casa, ya que era obvio que cuando Oleg se retirase, sería Mikhaíl quien lo sustituyera en la iglesia.
—Tómate las pastillas y ponte el pijama. Esperaré hasta que te hayas acostado.
Lena obedeció y entró en el baño. Pero, en vez de ponerse el pijama, se puso un camisón nuevo. Lo había comprado con la esperanza de poder estrenarlo esa noche.
Se miró al espejo y se propuso hacer lo que Julia le había pedido. No quería que Mikhaíl se marchara. Era una misión muy peligrosa y, aunque no lo fuera, arruinaba sus planes de boda. ¿Qué mujer podría aceptarlo?
Tenía el presentimiento de que su futuro dependía de esa noche. Debía evitar que Mikhaíl se lucre de su lado. De lo contrario, su vida cambiaría para siempre. No habría más oportunidades. Esa noche era necesario jugarse el todo por el todo. Y para asegurarse la victoria, nada mejor que usar el viejo recurso femenino...
Según la Biblia, Dios llevó a Rut, la viuda, hacia el rico Booz. Tal vez aquella fuera una ocasión similar.
Pero Rut no había llevado un camisón que se deslizaba por su cuerpo, ni había sentido el pecaminoso tacto de la seda contra su piel desnuda. Dos tirantes tan finos como las cuerdas de un violín sostenían un body, que se hundía entre sus pechos resaltando la opulencia de sus curvas. El camisón perlado caía sensualmente sobre sus caderas, sin perder un solo detalle de su figura, hasta rozarle el empeine de los pies.
Se roció con un ligero perfume floral y se cepilló el pelo. Cuando estuvo lista, cerró los ojos y buscó el valor para abrir la puerta. Antes de hacerlo, apagó la luz del baño.
—Lena, no olvides...
Mikhaíl se quedó mudo de asombro en cuanto la vio. Era como contemplar una visión etérea y real a la vez. La luz de la lámpara bañaba su piel con reflejos dorados y dibujaba la sombra de sus piernas contra la tela transparente del camisón.
—¿Qué...? ¿De dónde has sacado ese, eh... camisón? —balbuceó Mikhaíl.
—Lo guardaba para una ocasión especial —respondió ella con suavidad. Se acercó a él y le puso las manos en el pecho—. Una ocasión como esta.
Él se echó a reír, incómodo. La abrazó por la cintura sin apenas tocarla.
—Tal vez deberías haberlo guardado hasta que estuviéramos casados.
—¿Y cuándo será eso? —apretó la mejilla contra su camisa de algodón.
—En cuanto regrese. Ya lo sabes. Te lo he prometido.
—Ya me lo has prometido otras veces.
—Y siempre lo has comprendido —le dijo en tono efusivo mientras le acariciaba la espalda—. Esta vez cumpliré mi promesa. Cuando regrese...
—Podrían pasar meses.
—Es posible —le echó hacia atrás la cabeza para mirarla a la cara—. Lo siento.
—No quiero esperar tanto tiempo, Misha.
—¿Qué quieres decir? — ella se apretó contra él.
—Ámame.
—Ya lo hago, Lena.
—Quiero decir... —se humedeció los labios—. Abrázame. Acuéstate conmigo. Hazme el amor esta noche.
—Lena —gimió él— ¿Por qué haces esto?
—Porque estoy desesperada.
—No tanto como me estás haciendo sentir a mí.
—No quiero que te vayas.
—Tengo que irme.
—Quédate, por favor.
—Ya me he comprometido.
—Cásate conmigo —le susurró con la boca pegada a su cuello.
—Lo haré cuando todo esto acabe.
—Necesito una prueba de tu amor.
—Ya la tienes.
—Muéstramelo. Hazme el amor esta noche.
—No puedo. No estaría bien.
—Para mí sí.
—Para ninguno de los dos.
—Los dos nos queremos.
—Y por eso tenemos que hacer sacrificios el uno por el otro.
—¿No me deseas?
Mikhaíl la atrajo hacia él y presionó los labios contra su cuello.
—Sí... sí. A veces sueño despierto en cómo sería compartir una cama contigo y... Sí, te deseo, Lena.
La besó y le acarició la cadera con la mano. Ella respondió apretándose contra él y frotando su muslo contra el suyo. Mikhaíl apenas introdujo la lengua en su boca.
—Por favor, Mikhaíl, ámame —le susurró agarrándolo por la camisa—. Te necesito esta noche. Necesito que me abraces, que me acaricies y que me beses. Necesito saber que esto es real y que vas a volver.
—Voy a volver.
—No lo sabes con seguridad. Quiero amarte antes de te que vayas —lo besó frenéticamente en los labios y en el cuello.
Él intentó apartarla, pero ella insistió, por lo que tuvo que sujetarla con fuerza por los brazos.
—¡Lena , piensa! —ella lo miró con ojos muy abiertos, como si la hubiera abofeteado—. No podemos. Sería ir contra nuestros principios. Mañana parto para una misión que Dios me ha encomendado, y no puedo permitir que me distraigas con tu belleza y encanto. Además, mis padres están abajo —se inclinó y le dio un casto beso en la mejilla—. Ahora métete en la cama como una buena chica.
La llevó hasta la cama y retiró las mantas. Ella se acostó obediente y él la arropó, manteniendo la vista lejos de sus pechos.
—Te veré mañana —la besó ligeramente en los labios—. Te quiero de veras, Lena. Por eso no puedo hacer lo que me pides —apagó la lámpara y salió del dormitorio cerrando la puerta a su paso.
Lena se tumbó de costado y empezó a llorar. Las lágrimas se resbalaron por sus mejillas y empaparon la almohada. Nunca se había sentido tan abandonada, ni siquiera cuando perdió a su familia. Estaba sola, más sola de lo que jamás había estado.
Incluso su dormitorio le parecía algo extraño y desconocido. Quizá fuera el efecto de las pastillas. Intentó distinguir en la oscuridad la forma de los muebles y el contorno de las ventanas, pero todo estaba borroso. Su percepción estaba enturbiada por culpa de los somníferos.
Tuvo la sensación de estar flotando y de volar hacia el sueño, pero un baño de lágrimas la mantenía despierta. Era demasiado humillante. Había ido contra sus propias normas morales. Se había ofrecido a la persona a la que amaba, a la persona que juraba amarla... Y la había rechazado.
Aunque no hubieran consumado el acto amoroso, al menos podría haberse quedado con ella, abrazándola y demostrándole que en su interior ardía la pasión. De ese modo le habría dejado algún recuerdo al que aferrarse en su ausencia.
Pero su rechazo había sido total. Seguramente porque ella no era una de sus prioridades. Mikhaíl tenía cosas más importantes que hacer que amarla y consolarla.
En ese momento se abrió la puerta del dormitorio.
Lena miró hacia el rectángulo de luz que irrumpía en la oscuridad. La silueta de alguien se recortaba al fondo antes de que entrara en la habitación y cerrara la puerta.
Lena se sentó y extendió los brazos hacia él. El corazón le saltaba en el pecho.
—¡Misha! —exclamó llena de alegría.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Dos
Se dirigió hacia la cama y se sentó en el borde. Su sombra apenas era discernible de las otras que envolvían la habitación.
—Has vuelto, has vuelto... —repetía Lena mientras tomaba sus manos y se las llevaba a los labios—. Tenía el corazón destrozado. Te necesito tanto esta noche... Abrázame —sus palabras acabaron en sollozos y la rodeó con sus brazos—. Oh, sí, abrázame fuerte.
—Shh...
Ella apoyó la mejilla en su palma mientras le acariciaron el pómulo con el pulgar. Cuando las lágrimas se secaron, hundió la cabeza entre su hombro y su pecho.
Sentía el tacto suave de su barbilla contra la sien. Alargó un brazo para tocarle la cara y le acarició la mejilla y parte de la barbilla. Le oyó emitir un grito ahogado, que parecía estar muy lejano, y sintió que se aceleraba el pulso. Lena sintió que le inclinó hacia atrás la cabeza y la besó en los labios. La apretó fuertemente contra su pecho, y Lena abandonó su último resto de conciencia y se dejó llevar por el instinto.
Abrió la boca y su lengua tomó posesión de los dulces secretos de la suya. Lena se estremeció y se aferró con ansia. La cabeza le daba vueltas y no sabía si era por el beso o por las pastillas. El beso se alargó, creciendo en intensidad a cada segundo y a cada latido, hasta que ella pensó que el corazón iba a explotarle.
Sintió un frío repentino en la piel, por lo que las sábanas debían de haber caído al suelo, pero enseguida llegó el calor de sus caricias. Su mano le recorría los pechos, amasándolos con sutil delicadeza.
Sintió el tacto de la almohada contra la cabeza y supo que la había tumbado de espaldas. Los tirantes del camisón fueron desplazados de sus hombros, y no estuvo segura de sí el gemido que emitió fue de protesta o de aceptación. De lo que estaba segura era de que nada protegía ya su desnudez entre aquellas manos.
Cayó rendida, víctima de una sensación tan ardiente y dominante como la lengua que recorría en círculos el interior de su boca.
Quería sujetarlo contra ella, pero no pudo. Era como si tuviera los brazos atados por cadenas invisibles. La sangre le manaba por las venas como un torrente de lava fundida, pero no tenía fuerzas para moverse. Recibió con agrado el peso de su cuerpo cuando se tumbó sobre ella.
Elevó las caderas para que pudiera quitarle el camisón. Quedó desnuda y vulnerable ante su presencia, pero las manos que seguían tocándola eran dulces y placenteras. Cada tacto era una caricia exquisita.
Notó que le rozaba con el pulgar los dedos de los pies. ¿O era con la lengua? Un apretón en sus gemelos, en las rodillas, en los muslos... Las manos la levantaron y la
colocaron en posición, y ella no pudo ni pensar en resistirse. Era la esclava de la seducción que imperaba en aquel momento, una sacerdotisa de la sensualidad, una discípula del deseo.
Sintió el tacto de su pelo en el vientre cuando su cabeza se movió de lado a lado. Le pellizcó la carne con los labios y la humedeció con la lengua, mientras su mano llegaba hasta la emanación del placer.
«¡Oh, sí!», Gritó su mente. ¡La amaba! ¡Y también la deseaba! Su cuerpo se contoneó para demostrarle su entrega total, y unos dedos experimentados hicieron que se le acelerara la respiración.
Su alma pareció abrirse y liberar una bandada de pájaros de colores que batían frenéticamente sus alas.
¡Pero no era suficiente! «Quiero más», demandaba su alma insatisfecha.
La tela vaquera de sus pantalones le rozaba sus muslos desnudos. Unos botones sueltos y después...
Pelo. Piel. Dureza y abrasadora fuerza vigorosa y firme. Una aterciopelada punta de lanza que buscaba el camino hacia la hembra, y que encajaba allí donde iba dirigida.
La penetración fue rápida y certera.
Oyó el grito agudo que siguió a la convulsión de calor, pero no se le ocurrió que pudiera ser ella la que emitió un sonido tan sorprendente. Estaba demasiado embelesada por la acerada masculinidad que la sacudía en su interior. Pero entonces, cuando se dio cuenta del alcance de su posesión, empezó a apartarse.
—No, no... —las palabras resonaron en los oscuros rincones de su mente, y se preguntó si las habría pronunciado en voz alta. La consumía una inquebrantable decisión de postergar el final.
Sus manos se movieron con voluntad propia, se deslizaron por la parte trasera de sus vaqueros y le presionaron sus endurecidas nalgas. Sintió el espasmo que le sacudía, el vigor de su respiración en el oído, el gemido animal que se intensificaba con el avance de su miembro...
Su cuerpo entero respondió a las innumerables sensaciones que la traspasaban. Besos ardientes le recorrieron la cara, el cuello y los pechos, y todos sus músculos se movían en perfecta armonía al creciente ritmo de los impulsos. Y entonces, la espiral de placer que se arremolinaba en su interior estalló en su punto fulminante, y sus muslos, caderas, manos y pechos respondieron en la más fogosa de las reacciones físicas, exprimiendo el caudal de vida que emanaban del cuerpo invasor.
El cuerpo que la aprisionaba se tensó, y ella sintió en las paredes del útero la erupción del amor que la inundaba, hasta que no hubo nada más que la presión llenándola por completo.
Saciada, se aferró a su espalda como un puño de seda. Estaba casi dormida cuando la soltó, se tumbó a su lado y la abrazó contra su cuerpo. Ella se acurrucó y apretó su camisa empapada. La embargaba una sensación de paz como nunca antes había tenido.
Todavía mareada y medio hechizada por la increíble experiencia. Más fuerte... Un torbellino de emoción pagana la envolvió hasta que se quedó dormida con una sonrisa en los labios...
Se despertó temprano y sola. En algún momento de la noche debió de haberla dejado. Era comprensible, aunque hubiera sido maravilloso despertarse entre sus brazos. Los Volkov jamás aceptarían lo que había pasado, y ni Mikhaíl ni ella iban a revelar el secreto.
Oyó pasos en el rellano de la escalera y el murmullo de voces que se perdían en el pasillo. Podía oler a café recién hecho. Los preparativos para la salida de Mikhaíl estaban en marcha. Por lo visto, Mikhaíl aún no había hablado con sus padres.
La última noche lo había cambiado todo. Él ya estaría tan ansioso por casarse como lo estaba con ella. Recordó cómo habían hecho el amor y no sintió pena ni vergüenza, ni aunque hubiera sido un medio para mantener a Mikhaíl en casa.
Él pertenecía a aquel lugar. Se quedaría allí, como párroco asociado, hasta que su padre se retirase y le cediera su puesto. Lena había sido bien entrenada para convertirse en la esposa de un pastor. Mikhaíl podría ver en ello la voluntad de Dios.
Pero, ¿cómo reaccionarían los Volkov al cambio de planes? No quería que Mikhaíl se enfrentara a ellos sin ayuda, por lo que apartó las mantas para levantarse. Se sorprendió al encontrarse desnuda... Oh, le había quitado el camisón, recordó con una sonrisa traviesa.
Entró en el baño y abrió el grifo de la ducha. Al mirarse al espejo no se notó distinta, solo unas marcas sonrosadas en los pechos.
Le había dejado su huella, y pensar en ello aún podía hacerla sentir el peso de su cuerpo, el movimiento de sus músculos bajo las manos, podía oír los gemidos de deleite... Se avergonzó y se excitó al mismo tiempo cuando su cuerpo respondió a los recuerdos.
Se vistió deprisa y bajó las escaleras, ansiosa por ver a Mikhaíl. Se dirigió hacia la cocina, con el corazón palpitante de emoción, pero al llegar a la puerta se quedó en el umbral, con la respiración contenida.
Los Volkov estaban sentados a la mesa, rezando. Julia también estaba allí, recostada en la silla, con la vista fija en su taza de café.
¿Dónde estaba Mikahíl? No podía seguir durmiendo.
Oleg pronunció el «amén» y levantó la cabeza.
—¿Dónde está Mikhaíl? —preguntó Lena.
Los tres la miraron en silencio, y ella creyó ver que la cocina se oscurecía de repente, como si nubes negras hubieran cubierto el cielo.
—Ya se ha ido, Lena —dijo Oleg con voz amable. Se levantó y dio un paso hacia ella.
Lena retrocedió, sintiendo que la oscuridad se cernía sobre su cabeza. No podía respirar bien, y se puso completamente pálida.
—Eso es imposible —murmuró—. No se ha despedido de mí.
—No quería hacerte pasar por otra triste despedida —dijo Oleg—. Pensó que sería más fácil así.
Aquello no estaba pasando. Ella se había imaginado la escena. Mikhaíl se quedaría fascinado al verla por la mañana. La miraría a los ojos y los dos compartirían un maravilloso secreto.
Pero Mikhaíl no estaba, y allí solo pudo ver tres rostros. Dos la miraban con pena, uno con ausencia total de emociones.
—¡No te creo! —gritó. Atravesó corriendo la cocina hacia la puerta trasera. El jardín estaba desierto y no se veían coches en la calle.
Se había ido.
La verdad la golpeó con fuerza. Sintió el deseo de arrojarse al suelo y golpear la tierra con los puños. Un amargo sentimiento de pena la oprimía hasta lo más profundo de su ser ¿qué había esperado? Mikhaíl nunca le demostrado el verdadero afecto que sentía por ella. A la luz del día se dio cuenta de lo ingenua que había sido. Él no le había dicho que no se iría. Tan solo había sellado su compromiso de amor con una expresión puramente física. Lo que ella le había pedido, nada más. Y luego había preferido evitarle la humillación de la súplica.
Entonces, ¿por qué se sentía abandonada? Abandonada y rechazada.
Y loca.
¿Cómo la había podido dejar así? ¿Cómo? Ni siquiera habían pasado juntos toda la noche.
Se quedó de pie en la acera, mirando la calle desierta. Se había ido tan alegremente, sin despedirse. ¿Tan poco suponía para él? Si la hubiera amado de verdad...
Esa idea se quedó fija en su mente. ¿La amaba de verdad? Y ella, ¿lo amaba a él como debería? ¿O tenía razón Julia? ¿Estarían juntos porque la relación les convenía a los dos? A ella porque le suponía seguridad, y a él porque no tendría que dejar sus obligaciones religiosas.
Qué pensamiento tan triste...
Se esforzó por apartarlo de su cabeza. ¿Por qué no podía quedarse con la felicidad que la había embriagado la noche anterior?
No podía. Las ambigüedades seguirían atormentándola hasta que consiguiera sacar algunas conclusiones. Sería una imprudencia meterse en un matrimonio albergando tantas dudas. La unión de sus cuerpos había sido subliminal, pero no bastaba para asentar los pilares de una vida en común. Y además, los sedantes la habían dejado medio atontada. Tal vez el acto sexual no había sido tan increíble. Tal vez había sido tan solo un sueño erótico...
Al darse la vuelta para volver a casa, casi se tropezó con Julia. Se había acercado a ella tan silenciosamente, que no le había oído.
El impacto de su mirada la hizo dar un salto atrás.
La miraba sin pestañear con sus penetrantes ojos asules, bajo sus pobladas cejas oscuras. No movió ni un músculo, hasta que la comisura de su boca se alzó involuntariamente.
Lena atribuyó aquel gesto revelador a una muestra de remordimiento. ¿Se estaría lamentando por la marcha de su hermano, al haber fracasado ella en su intento? ¿La vería así todo el pueblo, como a una amante abandoda por alguien que anteponía su trabajo a ella?
Apartó la mirada, se irguió e intentó pasar de lado, pero él se lo impidió.
—¿Estás bien, Lena? —le preguntó con el ceño fruncido y la mandíbula endurecida.
—Sí, claro —respondió con una sonrisa falsa—. ¿Por qué no habría de estarlo? Y se encogió de hombros.
—Mikhaíl te ha dejado sin decirte adiós. Pero volverá. Y ha hecho lo correcto.
No hubiera podido ver cómo se iba se preguntó si sus palabras le sonarían a Julia tan falsas como a ella.
—¿Hablaste con él anoche?
—Sí.
—¿Y? —su sonrisa hipócrita se desvaneció.
—Hizo que me sintiera mucho mejor. Quiere que nos casemos en cuanto regrese.
Aquello no era una mentira, aunque tampoco era la verdad absoluta, y los ojos de Julia le dijeron que no estaba convencida.
—¿Has desayunado? —le preguntó ella—. ¿Quieres que te prepare algo? ¿Te apetecen unos huevos?
—¿Recuerdas cómo me gustan? —le sonrió agradecido.
—Claro que sí —mantuvo la puerta abierta para Julia y se quedó apoyada en la jamba hasta que pasó a su lado.
Cuando la rozó ligeramente, Lena sintió que todas las células de su cuerpo se encendían y que sus pezones se endurecían. El calor palpitó entre sus muslos y el corazón le dio un vuelco.
Se quedó tan sorprendida, que se apresuró a prepararle el desayuno a Julia. Las manos le temblaban tanto, que apenas podía controlarlas, y en cuanto le sirvió el plato huyó a su habitación.
Parecía que la conciencia sexual de su cuerpo, que acababa de ser despertada, se negaba a dormir de nuevo.
Pero, por Dios Santo, ¿no sería capaz de hacer la mínima distinción? ¿Reaccionaría del mismo modo ante cualquier hombre que la tocase?
La idea la avergonzó bastante. Sin embargo, se sentó en la cama, se abrazó las rodillas, y dejó que los recuerdos de la última noche desfilaran por su cabeza, deleitándose con las sensaciones que aún latían en ella.
El líquido ambarino del vaso no ofrecía ninguna absolución para la culpa de Julia, pero al menos mantenía su atención fija.
Tres botellas vacías de Jack Daniel's estaban alineadas junto a ella en la superficie lustrosa de la mesa. Había recurrido al alcohol para intentar diluir el remordimiento que le envenenaba la sangre, pero ni una cantidad tan grande y letal daba resultado.
Había violado a Lena.
No tenía sentido usar eufemismos para intentar aliviar la culpa. Podría decir que le había hecho el amor, que la había desflorado o iniciado a los ritos del amor sexual. Su conciencia no entendía a cambios semánticos. La había violado. No había sido por la fuerza, pero ella no había estado en condiciones de negarse. Había sido una violación de lo más infame y vil.
Tomó otro trago de whisky que le abrasó la garganta. Ojalá pudiera beber hasta vomitarlo todo. Tal vez de ese modo consiguiera expurgarse.
¿Acaso sería posible? Nada iba a redimirle. No se había sentido tan culpable en años. ¿Qué demonios iba a hacer?
¿Confesarle la verdad a Lena?
«Oh, por cierto, Lena, hablando de esa noche en la que hiciste el amor con Mikahíl... Sí, bueno, no era él. Era yo».
Maldijo en voz baja y apuró el vaso de golpe. Podía imaginar su cara. Una expresión de puro horror, un estado catatónico del que jamás podría recuperarse. La rompecorazones más famosa de Texas se había acostado con la dulce Lena Katina... No, no podía contárselo. Había hecho otras cosas malas en su vida, pero esa vez no podía caer más bajo. Le gustaba su fama de pendenciera. Durante años
se había dedicado a mantener su reputación y demostrar que Julia Volkova no se ablandaba con el paso del tiempo. Había recibido las críticas hacia su comportamiento con una sonrisa perezosa, y no le daba la menor importancia a las conclusiones que sobre él pudieran sacar. Pero aquello...
Le hizo señas al camarero y se acordó de dónde estaba. Todo le era penosamente familiar. La atmósfera de la taberna cargada de humo; las luces de neón que parpadeaban en las paredes, anunciando marcas de cerveza; el oropel dorado que colgaba de la lámpara, olvidado allí desde la última Navidad; las telarañas en los rincones; la canción de amor de la máquina de discos...
Todo era sombrío, cruel, oscuro. Todo era familiar.
—Gracias, Bert —le dijo lacónicamente al camarero cuando le sirvió otro vaso.
—¿Un día duro?
«Una dura semana», pensó Julia. Llevaba lloviendo una semana con el pecado, cuyos afilados colmillos le traspasaban el alma. ¿Alma? ¿Acaso alguna vez la había tenido?
Bert se inclinó sobre la mesa y retiró las botellas vacías.
—He oído algo que puede interesarte.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata? —vio en el borde del vaso una gotita de agua que le recordó a las lágrimas de Lena. La apartó con el pulgar.
De los terrenos de Mesa.
—¿El viejo rancho de los Parson? —preguntó Julia con súbito interés.
—Sí. He oído que están dispuestos a hablar de dinero con cualquiera a quien le interese.
—Gracias, amigo.
Le sonrió y le dio una propina de diez dólares. Bert le devolvió la sonrisa y se alejó. Julia era su favorita, y se alegraba por hacerle un favor.
Julia Volkova era uno de las mejores buscadores de petróleo del estado. Parecía saber instintivamente dónde encontrarlo. Se había licenciado en Geología en Tech para inspirar confianza; pero su habilidad era innata; algo que no podía aprenderse en ninguna universidad. De todas las prospecciones que había realizado, muy pocas resultaron infructuosas. Tan pocas, que se había ganado el respeto de los magnates del negocio, hombres que lo triplicaban en edad y experiencia.
Llevaba años intentando conseguir los derechos de explotación de las tierras de los Parson. La anciana pareja había muerto, pero los hijos se habían negado a que los terrenos de su familia fueran profanados por las torres de perforación. Y se habían mantenido en su postura mientras el precio iba subiendo. Al día siguiente llamaría al albacea de la finca.
—Hola, Jul.
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos, que no vio a la mujer que se había acercado furtivamente hacia su mesa hasta que le empujó el hombro con la cadera.
—Hola, Didi —la saludó sin el menor interés—. ¿Cómo te va?
Sin decir nada, ella dejó una llave sobre el pequeño tablero circular y la deslizó hacia Julia.
—Sonny y yo lo hemos dejado.
—¿Por fin?
El matrimonio entre Sonny y Didi llevaba meses en la cuerda floja. Ninguno de los dos se había preocupado en mantener los juramentos de fidelidad. Didi ya le había hecho proposiciones a Julia, pero ella se había ido alejando. No era una persona de muchos principios, pero al menos tenía uno inquebrantable: jamás lo haría con una mujer casada. Algo en su interior aún creía en el sagrado voto del matrimonio, y no quería ser la responsable de su ruptura.
—Por fin. Soy una mujer soltera, Jul—le dijo con una insinuante sonrisa. Si se hubiera relamido los labios, hubiera sido la imitación perfecta de una gata bebiendo a lengüetadas un cuenco de leche. Llevaba unos vaqueros de marca y un jersey holgado, y al inclinarse le ofreció a Julia una vista privilegiada de su escote.
En vez de provocarle deseo, lo hizo sentirse con ganas de tomar un baño. Lena, Lena , Lena... Tan limpia y femenina. Su cuerpo no era exagerado, exuberante ni voluptuoso. Solo femenino. ¡Maldición!
Didi le pasó una de sus largas uñas por el brazo.
—Hasta luego, Julia —le dijo con voz tentadora, y se marchó ondulando sus caderas.
Julia esbozó una media sonrisa irónica. El descaro de Didi llegaba a ser ridículo.
Lena ni siquiera sabía que era sexy. Su fragancia era tan suave que, en comparación, el perfume de Didi dejaba un desagradable rastro tras ella.
Lena casi se quedaba sin aliento al hablar, pero su voz le resultaba a Julia infinitamente más sensual que el exagerado ronroneo de Didi. Y sus caricias de principiante lo habían excitado más que cualquier otra de sus experimentadas amantes.
Cerró los ojos y se perdió en los recuerdos de aquella habitación tan inocente, que parecía más propia de una niña que de una mujer con camisón de seda. Y había sido de seda... Sus dedos estaban entrenados para reconocer el incomparable tacto de la seda contra la piel de una mujer. Pero la piel de Lena era casi tan suave como el camisón, y sus cabellos...
Su virginidad había sido toda una sorpresa. ¿Cómo era posible que Mikhaíl, por muy santo que fuese, hubiera compartido casa con Lena durante tantos años sin hacerle el amor?
¿Era ella tan diferente a su hermano? Los dos estaban igual de bien dotados físicamente además de que se parecían bastante. Julia tenía que admirar la incansable moralidad de Mikhaíl, pero no podía comprender un código de conducta tan estricto.
Lena no era así.
Había deseado entregarse a Mikhaíl la víspera de su salida. Menudo idiota había sido por no aceptar un regalo semejante. A Julia no le gustaba pensar mal de su hermano, pero era lo que sentía. ¿No se había dado cuenta Mikhaíl del enorme sacrificio que Lena estaba haciendo por él? Estaba dispuesta a entregarle su virginidad...y fue ella quien se la había quedado.
De siempre había sabido que Lena pertenecía a Mikhaíl... Y que era la única mujer a la que realmente deseaba.
Estaba podrida hasta los huesos. No hacía nada bueno por nada ni por nadie. La gente tenía razón con lo que decían de ella. Pero sí se había preocupado bastante por Lena y Misha, y por eso no había querido entrometerse.
Había mantenido su atracción en secreto. Nadie se lo había imaginado jamás, y mucho menos ella. Lena no tenía ni idea de las veces que ella había estado a su lado muriéndose por tocarla. Solo por tocarla...
Ella lo quería como a una hermana. Su amor por ella era puramente fraternal y, además, le tenía miedo, lo cual no era extraño. La reputación de Julia era tan escandalosa, que cualquier mujer que quisiera mantener la dignidad se mantenía alejada, como si la sexualidad que emanaba de ella fuera más peligrosa que la lepra.
Pero, con frecuencia, Julia se preguntaba qué habría pasado si Lena se hubiera ido a vivir con ellos antes de que ella se marchara a la universidad. Si la hubiera conocido antes que a su reputación, ¿la habría preferido en vez de a Mikhaíl?
Esa era su fantasía favorita. Intuía que bajo el carácter reservado de Lena se escondía un espíritu vivo y sensual que anhelaba ser liberado. ¿Qué pasaría si se concediera esa libertad?
Tal vez deseara ser rescatada. Tal vez clamaba en silencio por su liberación. Tal vez ningún hombre se hubiera enterado y...
«No seas imbécil. No se iría contigo por nada del mundo».
Echó hacia atrás la silla y se levantó. Arrojó con enfado unos cuantos billetes sobre la mesa, pero entonces se quedó inmóvil al pensar en algo:
«A menos que cambies tu vida».
No había entrado en su dormitorio con intención de que sucediese lo que acabaron haciendo. La había oído llorar y supo que no había conseguido convencer a Mikahíl. Solo pretendía consolarla.
Pero Lena le había confundido con Mikhaíl, y ella se vio arrastrada hacia Lena como la marea hacia la costa. Se había acercado a la cama, diciéndose a sí misma que en cualquier momento le reconocería.
La había tocado y había oído la desesperación en su voz. El lamento por haber suplicado el amor y no haberlo recibido. Entonces la abrazó y la besó, y supo que no había vuelta atrás.
Lo que había hecho era imperdonable. Pero lo que pensaba hacer a continuación era aún peor. Iba a arrebatársela a su hermano.
Después de haberla poseído, no podía dejarla ni aunque el infierno se la tragase. No dejaría que su familia siguiera ahogando su alma. Mikhaíl había tenido una oportunidad de oro para recibir su amor eterno, pero la había rechazado. Julia no se quedaría de brazos cruzados a ver cómo la tremenda vitalidad de Lena se consumía en un cascarón de rectitud.
Disponía de varios meses antes de que Mikhaíl regresara.
—Didi —la vio en un rincón oscuro. Un obrero le pasaba una mano bajo el jersey y la lengua por la oreja. Ella se apartó, disgustada por la interrupción—. Te has olvidado de esto —le arrojó la llave a la mesa.
—¿Por qué me la das? —le preguntó ella con la mirada vacía.
—No voy a usarla.
—Bastarda —le espetó con voz envenenada.
—No te dije que fuera a hacerlo —respondió ella despreocupadamente, y empujó la puerta del bar.
—Eh, tú —lo llamó el otro tipo—. No puedes hablarle así a la señora...
—Oh, déjala, cariño —le susurró Didi acariciándole el pecho.
Julia no insistió y los dos siguieron donde lo habían dejado.
Julia salió a la calle y se metió en su Corvette Stingray del 63. Condujo con la ventanilla abierta, para que la fresca brisa nocturna lo hiciera olvidar el hedor de la taberna.
El coche, negro y con el interior tapizado de piel, era la envidia de cualquiera en un radio de doscientos kilómetros. Lo llevó por las desiertas calles del pueblo hasta una manzana de distancia de la casa parroquial. Lo aparcó junto al bordillo y apagó el motor.
La ventana de Lena estaba a oscuras. Julia se quedó sentada al volante durante una hora, igual que había hecho durante las seis noches anteriores.
Se dirigió hacia la cama y se sentó en el borde. Su sombra apenas era discernible de las otras que envolvían la habitación.
—Has vuelto, has vuelto... —repetía Lena mientras tomaba sus manos y se las llevaba a los labios—. Tenía el corazón destrozado. Te necesito tanto esta noche... Abrázame —sus palabras acabaron en sollozos y la rodeó con sus brazos—. Oh, sí, abrázame fuerte.
—Shh...
Ella apoyó la mejilla en su palma mientras le acariciaron el pómulo con el pulgar. Cuando las lágrimas se secaron, hundió la cabeza entre su hombro y su pecho.
Sentía el tacto suave de su barbilla contra la sien. Alargó un brazo para tocarle la cara y le acarició la mejilla y parte de la barbilla. Le oyó emitir un grito ahogado, que parecía estar muy lejano, y sintió que se aceleraba el pulso. Lena sintió que le inclinó hacia atrás la cabeza y la besó en los labios. La apretó fuertemente contra su pecho, y Lena abandonó su último resto de conciencia y se dejó llevar por el instinto.
Abrió la boca y su lengua tomó posesión de los dulces secretos de la suya. Lena se estremeció y se aferró con ansia. La cabeza le daba vueltas y no sabía si era por el beso o por las pastillas. El beso se alargó, creciendo en intensidad a cada segundo y a cada latido, hasta que ella pensó que el corazón iba a explotarle.
Sintió un frío repentino en la piel, por lo que las sábanas debían de haber caído al suelo, pero enseguida llegó el calor de sus caricias. Su mano le recorría los pechos, amasándolos con sutil delicadeza.
Sintió el tacto de la almohada contra la cabeza y supo que la había tumbado de espaldas. Los tirantes del camisón fueron desplazados de sus hombros, y no estuvo segura de sí el gemido que emitió fue de protesta o de aceptación. De lo que estaba segura era de que nada protegía ya su desnudez entre aquellas manos.
Cayó rendida, víctima de una sensación tan ardiente y dominante como la lengua que recorría en círculos el interior de su boca.
Quería sujetarlo contra ella, pero no pudo. Era como si tuviera los brazos atados por cadenas invisibles. La sangre le manaba por las venas como un torrente de lava fundida, pero no tenía fuerzas para moverse. Recibió con agrado el peso de su cuerpo cuando se tumbó sobre ella.
Elevó las caderas para que pudiera quitarle el camisón. Quedó desnuda y vulnerable ante su presencia, pero las manos que seguían tocándola eran dulces y placenteras. Cada tacto era una caricia exquisita.
Notó que le rozaba con el pulgar los dedos de los pies. ¿O era con la lengua? Un apretón en sus gemelos, en las rodillas, en los muslos... Las manos la levantaron y la
colocaron en posición, y ella no pudo ni pensar en resistirse. Era la esclava de la seducción que imperaba en aquel momento, una sacerdotisa de la sensualidad, una discípula del deseo.
Sintió el tacto de su pelo en el vientre cuando su cabeza se movió de lado a lado. Le pellizcó la carne con los labios y la humedeció con la lengua, mientras su mano llegaba hasta la emanación del placer.
«¡Oh, sí!», Gritó su mente. ¡La amaba! ¡Y también la deseaba! Su cuerpo se contoneó para demostrarle su entrega total, y unos dedos experimentados hicieron que se le acelerara la respiración.
Su alma pareció abrirse y liberar una bandada de pájaros de colores que batían frenéticamente sus alas.
¡Pero no era suficiente! «Quiero más», demandaba su alma insatisfecha.
La tela vaquera de sus pantalones le rozaba sus muslos desnudos. Unos botones sueltos y después...
Pelo. Piel. Dureza y abrasadora fuerza vigorosa y firme. Una aterciopelada punta de lanza que buscaba el camino hacia la hembra, y que encajaba allí donde iba dirigida.
La penetración fue rápida y certera.
Oyó el grito agudo que siguió a la convulsión de calor, pero no se le ocurrió que pudiera ser ella la que emitió un sonido tan sorprendente. Estaba demasiado embelesada por la acerada masculinidad que la sacudía en su interior. Pero entonces, cuando se dio cuenta del alcance de su posesión, empezó a apartarse.
—No, no... —las palabras resonaron en los oscuros rincones de su mente, y se preguntó si las habría pronunciado en voz alta. La consumía una inquebrantable decisión de postergar el final.
Sus manos se movieron con voluntad propia, se deslizaron por la parte trasera de sus vaqueros y le presionaron sus endurecidas nalgas. Sintió el espasmo que le sacudía, el vigor de su respiración en el oído, el gemido animal que se intensificaba con el avance de su miembro...
Su cuerpo entero respondió a las innumerables sensaciones que la traspasaban. Besos ardientes le recorrieron la cara, el cuello y los pechos, y todos sus músculos se movían en perfecta armonía al creciente ritmo de los impulsos. Y entonces, la espiral de placer que se arremolinaba en su interior estalló en su punto fulminante, y sus muslos, caderas, manos y pechos respondieron en la más fogosa de las reacciones físicas, exprimiendo el caudal de vida que emanaban del cuerpo invasor.
El cuerpo que la aprisionaba se tensó, y ella sintió en las paredes del útero la erupción del amor que la inundaba, hasta que no hubo nada más que la presión llenándola por completo.
Saciada, se aferró a su espalda como un puño de seda. Estaba casi dormida cuando la soltó, se tumbó a su lado y la abrazó contra su cuerpo. Ella se acurrucó y apretó su camisa empapada. La embargaba una sensación de paz como nunca antes había tenido.
Todavía mareada y medio hechizada por la increíble experiencia. Más fuerte... Un torbellino de emoción pagana la envolvió hasta que se quedó dormida con una sonrisa en los labios...
Se despertó temprano y sola. En algún momento de la noche debió de haberla dejado. Era comprensible, aunque hubiera sido maravilloso despertarse entre sus brazos. Los Volkov jamás aceptarían lo que había pasado, y ni Mikhaíl ni ella iban a revelar el secreto.
Oyó pasos en el rellano de la escalera y el murmullo de voces que se perdían en el pasillo. Podía oler a café recién hecho. Los preparativos para la salida de Mikhaíl estaban en marcha. Por lo visto, Mikhaíl aún no había hablado con sus padres.
La última noche lo había cambiado todo. Él ya estaría tan ansioso por casarse como lo estaba con ella. Recordó cómo habían hecho el amor y no sintió pena ni vergüenza, ni aunque hubiera sido un medio para mantener a Mikhaíl en casa.
Él pertenecía a aquel lugar. Se quedaría allí, como párroco asociado, hasta que su padre se retirase y le cediera su puesto. Lena había sido bien entrenada para convertirse en la esposa de un pastor. Mikhaíl podría ver en ello la voluntad de Dios.
Pero, ¿cómo reaccionarían los Volkov al cambio de planes? No quería que Mikhaíl se enfrentara a ellos sin ayuda, por lo que apartó las mantas para levantarse. Se sorprendió al encontrarse desnuda... Oh, le había quitado el camisón, recordó con una sonrisa traviesa.
Entró en el baño y abrió el grifo de la ducha. Al mirarse al espejo no se notó distinta, solo unas marcas sonrosadas en los pechos.
Le había dejado su huella, y pensar en ello aún podía hacerla sentir el peso de su cuerpo, el movimiento de sus músculos bajo las manos, podía oír los gemidos de deleite... Se avergonzó y se excitó al mismo tiempo cuando su cuerpo respondió a los recuerdos.
Se vistió deprisa y bajó las escaleras, ansiosa por ver a Mikhaíl. Se dirigió hacia la cocina, con el corazón palpitante de emoción, pero al llegar a la puerta se quedó en el umbral, con la respiración contenida.
Los Volkov estaban sentados a la mesa, rezando. Julia también estaba allí, recostada en la silla, con la vista fija en su taza de café.
¿Dónde estaba Mikahíl? No podía seguir durmiendo.
Oleg pronunció el «amén» y levantó la cabeza.
—¿Dónde está Mikhaíl? —preguntó Lena.
Los tres la miraron en silencio, y ella creyó ver que la cocina se oscurecía de repente, como si nubes negras hubieran cubierto el cielo.
—Ya se ha ido, Lena —dijo Oleg con voz amable. Se levantó y dio un paso hacia ella.
Lena retrocedió, sintiendo que la oscuridad se cernía sobre su cabeza. No podía respirar bien, y se puso completamente pálida.
—Eso es imposible —murmuró—. No se ha despedido de mí.
—No quería hacerte pasar por otra triste despedida —dijo Oleg—. Pensó que sería más fácil así.
Aquello no estaba pasando. Ella se había imaginado la escena. Mikhaíl se quedaría fascinado al verla por la mañana. La miraría a los ojos y los dos compartirían un maravilloso secreto.
Pero Mikhaíl no estaba, y allí solo pudo ver tres rostros. Dos la miraban con pena, uno con ausencia total de emociones.
—¡No te creo! —gritó. Atravesó corriendo la cocina hacia la puerta trasera. El jardín estaba desierto y no se veían coches en la calle.
Se había ido.
La verdad la golpeó con fuerza. Sintió el deseo de arrojarse al suelo y golpear la tierra con los puños. Un amargo sentimiento de pena la oprimía hasta lo más profundo de su ser ¿qué había esperado? Mikhaíl nunca le demostrado el verdadero afecto que sentía por ella. A la luz del día se dio cuenta de lo ingenua que había sido. Él no le había dicho que no se iría. Tan solo había sellado su compromiso de amor con una expresión puramente física. Lo que ella le había pedido, nada más. Y luego había preferido evitarle la humillación de la súplica.
Entonces, ¿por qué se sentía abandonada? Abandonada y rechazada.
Y loca.
¿Cómo la había podido dejar así? ¿Cómo? Ni siquiera habían pasado juntos toda la noche.
Se quedó de pie en la acera, mirando la calle desierta. Se había ido tan alegremente, sin despedirse. ¿Tan poco suponía para él? Si la hubiera amado de verdad...
Esa idea se quedó fija en su mente. ¿La amaba de verdad? Y ella, ¿lo amaba a él como debería? ¿O tenía razón Julia? ¿Estarían juntos porque la relación les convenía a los dos? A ella porque le suponía seguridad, y a él porque no tendría que dejar sus obligaciones religiosas.
Qué pensamiento tan triste...
Se esforzó por apartarlo de su cabeza. ¿Por qué no podía quedarse con la felicidad que la había embriagado la noche anterior?
No podía. Las ambigüedades seguirían atormentándola hasta que consiguiera sacar algunas conclusiones. Sería una imprudencia meterse en un matrimonio albergando tantas dudas. La unión de sus cuerpos había sido subliminal, pero no bastaba para asentar los pilares de una vida en común. Y además, los sedantes la habían dejado medio atontada. Tal vez el acto sexual no había sido tan increíble. Tal vez había sido tan solo un sueño erótico...
Al darse la vuelta para volver a casa, casi se tropezó con Julia. Se había acercado a ella tan silenciosamente, que no le había oído.
El impacto de su mirada la hizo dar un salto atrás.
La miraba sin pestañear con sus penetrantes ojos asules, bajo sus pobladas cejas oscuras. No movió ni un músculo, hasta que la comisura de su boca se alzó involuntariamente.
Lena atribuyó aquel gesto revelador a una muestra de remordimiento. ¿Se estaría lamentando por la marcha de su hermano, al haber fracasado ella en su intento? ¿La vería así todo el pueblo, como a una amante abandoda por alguien que anteponía su trabajo a ella?
Apartó la mirada, se irguió e intentó pasar de lado, pero él se lo impidió.
—¿Estás bien, Lena? —le preguntó con el ceño fruncido y la mandíbula endurecida.
—Sí, claro —respondió con una sonrisa falsa—. ¿Por qué no habría de estarlo? Y se encogió de hombros.
—Mikhaíl te ha dejado sin decirte adiós. Pero volverá. Y ha hecho lo correcto.
No hubiera podido ver cómo se iba se preguntó si sus palabras le sonarían a Julia tan falsas como a ella.
—¿Hablaste con él anoche?
—Sí.
—¿Y? —su sonrisa hipócrita se desvaneció.
—Hizo que me sintiera mucho mejor. Quiere que nos casemos en cuanto regrese.
Aquello no era una mentira, aunque tampoco era la verdad absoluta, y los ojos de Julia le dijeron que no estaba convencida.
—¿Has desayunado? —le preguntó ella—. ¿Quieres que te prepare algo? ¿Te apetecen unos huevos?
—¿Recuerdas cómo me gustan? —le sonrió agradecido.
—Claro que sí —mantuvo la puerta abierta para Julia y se quedó apoyada en la jamba hasta que pasó a su lado.
Cuando la rozó ligeramente, Lena sintió que todas las células de su cuerpo se encendían y que sus pezones se endurecían. El calor palpitó entre sus muslos y el corazón le dio un vuelco.
Se quedó tan sorprendida, que se apresuró a prepararle el desayuno a Julia. Las manos le temblaban tanto, que apenas podía controlarlas, y en cuanto le sirvió el plato huyó a su habitación.
Parecía que la conciencia sexual de su cuerpo, que acababa de ser despertada, se negaba a dormir de nuevo.
Pero, por Dios Santo, ¿no sería capaz de hacer la mínima distinción? ¿Reaccionaría del mismo modo ante cualquier hombre que la tocase?
La idea la avergonzó bastante. Sin embargo, se sentó en la cama, se abrazó las rodillas, y dejó que los recuerdos de la última noche desfilaran por su cabeza, deleitándose con las sensaciones que aún latían en ella.
El líquido ambarino del vaso no ofrecía ninguna absolución para la culpa de Julia, pero al menos mantenía su atención fija.
Tres botellas vacías de Jack Daniel's estaban alineadas junto a ella en la superficie lustrosa de la mesa. Había recurrido al alcohol para intentar diluir el remordimiento que le envenenaba la sangre, pero ni una cantidad tan grande y letal daba resultado.
Había violado a Lena.
No tenía sentido usar eufemismos para intentar aliviar la culpa. Podría decir que le había hecho el amor, que la había desflorado o iniciado a los ritos del amor sexual. Su conciencia no entendía a cambios semánticos. La había violado. No había sido por la fuerza, pero ella no había estado en condiciones de negarse. Había sido una violación de lo más infame y vil.
Tomó otro trago de whisky que le abrasó la garganta. Ojalá pudiera beber hasta vomitarlo todo. Tal vez de ese modo consiguiera expurgarse.
¿Acaso sería posible? Nada iba a redimirle. No se había sentido tan culpable en años. ¿Qué demonios iba a hacer?
¿Confesarle la verdad a Lena?
«Oh, por cierto, Lena, hablando de esa noche en la que hiciste el amor con Mikahíl... Sí, bueno, no era él. Era yo».
Maldijo en voz baja y apuró el vaso de golpe. Podía imaginar su cara. Una expresión de puro horror, un estado catatónico del que jamás podría recuperarse. La rompecorazones más famosa de Texas se había acostado con la dulce Lena Katina... No, no podía contárselo. Había hecho otras cosas malas en su vida, pero esa vez no podía caer más bajo. Le gustaba su fama de pendenciera. Durante años
se había dedicado a mantener su reputación y demostrar que Julia Volkova no se ablandaba con el paso del tiempo. Había recibido las críticas hacia su comportamiento con una sonrisa perezosa, y no le daba la menor importancia a las conclusiones que sobre él pudieran sacar. Pero aquello...
Le hizo señas al camarero y se acordó de dónde estaba. Todo le era penosamente familiar. La atmósfera de la taberna cargada de humo; las luces de neón que parpadeaban en las paredes, anunciando marcas de cerveza; el oropel dorado que colgaba de la lámpara, olvidado allí desde la última Navidad; las telarañas en los rincones; la canción de amor de la máquina de discos...
Todo era sombrío, cruel, oscuro. Todo era familiar.
—Gracias, Bert —le dijo lacónicamente al camarero cuando le sirvió otro vaso.
—¿Un día duro?
«Una dura semana», pensó Julia. Llevaba lloviendo una semana con el pecado, cuyos afilados colmillos le traspasaban el alma. ¿Alma? ¿Acaso alguna vez la había tenido?
Bert se inclinó sobre la mesa y retiró las botellas vacías.
—He oído algo que puede interesarte.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata? —vio en el borde del vaso una gotita de agua que le recordó a las lágrimas de Lena. La apartó con el pulgar.
De los terrenos de Mesa.
—¿El viejo rancho de los Parson? —preguntó Julia con súbito interés.
—Sí. He oído que están dispuestos a hablar de dinero con cualquiera a quien le interese.
—Gracias, amigo.
Le sonrió y le dio una propina de diez dólares. Bert le devolvió la sonrisa y se alejó. Julia era su favorita, y se alegraba por hacerle un favor.
Julia Volkova era uno de las mejores buscadores de petróleo del estado. Parecía saber instintivamente dónde encontrarlo. Se había licenciado en Geología en Tech para inspirar confianza; pero su habilidad era innata; algo que no podía aprenderse en ninguna universidad. De todas las prospecciones que había realizado, muy pocas resultaron infructuosas. Tan pocas, que se había ganado el respeto de los magnates del negocio, hombres que lo triplicaban en edad y experiencia.
Llevaba años intentando conseguir los derechos de explotación de las tierras de los Parson. La anciana pareja había muerto, pero los hijos se habían negado a que los terrenos de su familia fueran profanados por las torres de perforación. Y se habían mantenido en su postura mientras el precio iba subiendo. Al día siguiente llamaría al albacea de la finca.
—Hola, Jul.
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos, que no vio a la mujer que se había acercado furtivamente hacia su mesa hasta que le empujó el hombro con la cadera.
—Hola, Didi —la saludó sin el menor interés—. ¿Cómo te va?
Sin decir nada, ella dejó una llave sobre el pequeño tablero circular y la deslizó hacia Julia.
—Sonny y yo lo hemos dejado.
—¿Por fin?
El matrimonio entre Sonny y Didi llevaba meses en la cuerda floja. Ninguno de los dos se había preocupado en mantener los juramentos de fidelidad. Didi ya le había hecho proposiciones a Julia, pero ella se había ido alejando. No era una persona de muchos principios, pero al menos tenía uno inquebrantable: jamás lo haría con una mujer casada. Algo en su interior aún creía en el sagrado voto del matrimonio, y no quería ser la responsable de su ruptura.
—Por fin. Soy una mujer soltera, Jul—le dijo con una insinuante sonrisa. Si se hubiera relamido los labios, hubiera sido la imitación perfecta de una gata bebiendo a lengüetadas un cuenco de leche. Llevaba unos vaqueros de marca y un jersey holgado, y al inclinarse le ofreció a Julia una vista privilegiada de su escote.
En vez de provocarle deseo, lo hizo sentirse con ganas de tomar un baño. Lena, Lena , Lena... Tan limpia y femenina. Su cuerpo no era exagerado, exuberante ni voluptuoso. Solo femenino. ¡Maldición!
Didi le pasó una de sus largas uñas por el brazo.
—Hasta luego, Julia —le dijo con voz tentadora, y se marchó ondulando sus caderas.
Julia esbozó una media sonrisa irónica. El descaro de Didi llegaba a ser ridículo.
Lena ni siquiera sabía que era sexy. Su fragancia era tan suave que, en comparación, el perfume de Didi dejaba un desagradable rastro tras ella.
Lena casi se quedaba sin aliento al hablar, pero su voz le resultaba a Julia infinitamente más sensual que el exagerado ronroneo de Didi. Y sus caricias de principiante lo habían excitado más que cualquier otra de sus experimentadas amantes.
Cerró los ojos y se perdió en los recuerdos de aquella habitación tan inocente, que parecía más propia de una niña que de una mujer con camisón de seda. Y había sido de seda... Sus dedos estaban entrenados para reconocer el incomparable tacto de la seda contra la piel de una mujer. Pero la piel de Lena era casi tan suave como el camisón, y sus cabellos...
Su virginidad había sido toda una sorpresa. ¿Cómo era posible que Mikhaíl, por muy santo que fuese, hubiera compartido casa con Lena durante tantos años sin hacerle el amor?
¿Era ella tan diferente a su hermano? Los dos estaban igual de bien dotados físicamente además de que se parecían bastante. Julia tenía que admirar la incansable moralidad de Mikhaíl, pero no podía comprender un código de conducta tan estricto.
Lena no era así.
Había deseado entregarse a Mikhaíl la víspera de su salida. Menudo idiota había sido por no aceptar un regalo semejante. A Julia no le gustaba pensar mal de su hermano, pero era lo que sentía. ¿No se había dado cuenta Mikhaíl del enorme sacrificio que Lena estaba haciendo por él? Estaba dispuesta a entregarle su virginidad...y fue ella quien se la había quedado.
De siempre había sabido que Lena pertenecía a Mikhaíl... Y que era la única mujer a la que realmente deseaba.
Estaba podrida hasta los huesos. No hacía nada bueno por nada ni por nadie. La gente tenía razón con lo que decían de ella. Pero sí se había preocupado bastante por Lena y Misha, y por eso no había querido entrometerse.
Había mantenido su atracción en secreto. Nadie se lo había imaginado jamás, y mucho menos ella. Lena no tenía ni idea de las veces que ella había estado a su lado muriéndose por tocarla. Solo por tocarla...
Ella lo quería como a una hermana. Su amor por ella era puramente fraternal y, además, le tenía miedo, lo cual no era extraño. La reputación de Julia era tan escandalosa, que cualquier mujer que quisiera mantener la dignidad se mantenía alejada, como si la sexualidad que emanaba de ella fuera más peligrosa que la lepra.
Pero, con frecuencia, Julia se preguntaba qué habría pasado si Lena se hubiera ido a vivir con ellos antes de que ella se marchara a la universidad. Si la hubiera conocido antes que a su reputación, ¿la habría preferido en vez de a Mikhaíl?
Esa era su fantasía favorita. Intuía que bajo el carácter reservado de Lena se escondía un espíritu vivo y sensual que anhelaba ser liberado. ¿Qué pasaría si se concediera esa libertad?
Tal vez deseara ser rescatada. Tal vez clamaba en silencio por su liberación. Tal vez ningún hombre se hubiera enterado y...
«No seas imbécil. No se iría contigo por nada del mundo».
Echó hacia atrás la silla y se levantó. Arrojó con enfado unos cuantos billetes sobre la mesa, pero entonces se quedó inmóvil al pensar en algo:
«A menos que cambies tu vida».
No había entrado en su dormitorio con intención de que sucediese lo que acabaron haciendo. La había oído llorar y supo que no había conseguido convencer a Mikahíl. Solo pretendía consolarla.
Pero Lena le había confundido con Mikhaíl, y ella se vio arrastrada hacia Lena como la marea hacia la costa. Se había acercado a la cama, diciéndose a sí misma que en cualquier momento le reconocería.
La había tocado y había oído la desesperación en su voz. El lamento por haber suplicado el amor y no haberlo recibido. Entonces la abrazó y la besó, y supo que no había vuelta atrás.
Lo que había hecho era imperdonable. Pero lo que pensaba hacer a continuación era aún peor. Iba a arrebatársela a su hermano.
Después de haberla poseído, no podía dejarla ni aunque el infierno se la tragase. No dejaría que su familia siguiera ahogando su alma. Mikhaíl había tenido una oportunidad de oro para recibir su amor eterno, pero la había rechazado. Julia no se quedaría de brazos cruzados a ver cómo la tremenda vitalidad de Lena se consumía en un cascarón de rectitud.
Disponía de varios meses antes de que Mikhaíl regresara.
—Didi —la vio en un rincón oscuro. Un obrero le pasaba una mano bajo el jersey y la lengua por la oreja. Ella se apartó, disgustada por la interrupción—. Te has olvidado de esto —le arrojó la llave a la mesa.
—¿Por qué me la das? —le preguntó ella con la mirada vacía.
—No voy a usarla.
—Bastarda —le espetó con voz envenenada.
—No te dije que fuera a hacerlo —respondió ella despreocupadamente, y empujó la puerta del bar.
—Eh, tú —lo llamó el otro tipo—. No puedes hablarle así a la señora...
—Oh, déjala, cariño —le susurró Didi acariciándole el pecho.
Julia no insistió y los dos siguieron donde lo habían dejado.
Julia salió a la calle y se metió en su Corvette Stingray del 63. Condujo con la ventanilla abierta, para que la fresca brisa nocturna lo hiciera olvidar el hedor de la taberna.
El coche, negro y con el interior tapizado de piel, era la envidia de cualquiera en un radio de doscientos kilómetros. Lo llevó por las desiertas calles del pueblo hasta una manzana de distancia de la casa parroquial. Lo aparcó junto al bordillo y apagó el motor.
La ventana de Lena estaba a oscuras. Julia se quedó sentada al volante durante una hora, igual que había hecho durante las seis noches anteriores.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Tres
Lena levantó la vista desde el altar cuando una alta figura se recortó contra la luz que entraba por la puerta. La última persona a la que esperaba ver allí era Julia. Y, sin embargo, allí estaba ella. Se quitó las gafas de sol y avanzó por el pasillo de la iglesia.
—Hola.
—Hola.
—Tal vez debería aumentar mis donativos. ¿La iglesia no puede permitirse contratar a un portero? —preguntó Julia, señalando con la barbilla la caja con las cosas de la limpieza.
Ella se metió el mango del plumero en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Las plumas quedaron colgando, como si fuera una cola de ave.
—Me gusta hacerlo.
—Pareces sorprendida de verme.
—Lo estoy —respondió ella con sinceridad—. ¿Cuándo fue la última vez que viniste a la iglesia?
Había estado limpiando el altar antes de colocar el ramo de flores que la florista había entregado. Las motas de polvo brillaban en el aire al recibir los rayos de sol que se filtraban por las vidrieras de colores. Un arco iris cruzaba la piel y el pelo de Lena, recogido en lo alto de su cabeza. Los vaqueros y las zapatillas deportivas le quedaban tan bien como todo lo demás en ella, pensó Julia.
—La Pascua pasada —se dejó caer en el primer banco y extendió los brazos en el respaldo. Echó un vistazo alrededor y vio que nada había cambiado desde entonces.
—Oh, sí —dijo Lena —. Aquella tarde nos fuimos de picnic al parque.
—Y yo te empujé en el columpio.
—¿Cómo podría olvidarme de eso? —preguntó con una carcajada—. No hacía más que gritar y suplicarte que no me empujaras tan fuerte, pero tú no me hacías caso.
—Te encantaba.
Ella esbozó una adorable sonrisa al tiempo que sus ojos brillaron con picardía.
—¿Cómo podías saberlo?
—Por instinto.
Cuando la miró sonriente, Lena pensó que Julia tenía muchos instintos con las mujeres, ninguno de ellos sagrado.
Julia recordó aquel domingo de la primavera pasada. El cielo estaba despejado y hacía calor. Lena llevaba un vestido amarillo y espumoso que se pegaba a su cuerpo cada vez que se levantaba algo de viento.
A Julia le encantó tenerla contra su pecho cuando la sentó en el columpio. La sostuvo por más tiempo del necesario antes de empujarla. Así tuvo la oportunidad de aspirar su esencia veraniega y sentir el tacto de su esbelta espalda contra los pectorales.
Cuando la soltó, ella se rió como una niña. El sonido de aquella risa tan infantil y alegre resonó en sus oídos mientras empujaba el columpio cada vez más alto.
Era cierto lo que los poetas románticos recitaban sobre los caprichos primaverales de los jóvenes. Aquel día Julia sintió que el jugo vigoroso le recorría las venas, incitándola a la excitación del apareamiento.
Hubiera querido tumbarse con ella en la hierba, las dos bañadas por el sol mientras la cubría de besos. Hubiera querido apoyar la cabeza en su regazo, contemplar su rostro, y hacerle el amor con toda la dulzura posible.
Pero aquel día, igual que todos, ella era la chica de Mikhaíl. Y cuando Julia los volvió a ver juntos, no pudo seguir aguantando y fue a su coche a tomar una cerveza helada. Sus padres manifestaron su más enérgica desaprobación ante su indecoroso comportamiento.
Finalmente, para no estropearle el día a nadie, y menos a Lena, se despidió de todos y se alejó del parque en su Corvette negro.
Y en aquel momento, en la iglesia, volvía a sentir el irrefrenable deseo de tocarla. A pesar de su aspecto desaliñado, seguía pareciendo tan provocadora y dulce como siempre, y Julia se preguntó si las paredes de la iglesia soportarían la embestida de la pasión que lo invadía.
—¿Quién ha donado las flores esta semana? —le preguntó antes de que su cuerpo respondiera a sus pensamientos lujuriosos.
Todos los años circulaba un calendario entre los feligreses. Cada domingo era una familia la que llevaba las flores al altar, por lo general en honor de una ocasión especial.
Lena leyó la tarjeta del ramo de gladiolos colorados.
—Los Randall. «En memoria de nuestro hijo Joe Wiley» —leyó en voz alta.
—Joe Wiley Randall —Julia entrecerró los ojos y sonrió.
—¿Lo conocías?
—Sí. Era un poco mayor que yo, pero pasábamos algún tiempo juntos —giró la cabeza y miró por encima del hombro a la fila de bancos—. ¿Ves el cuarto banco? Joe y yo nos sentamos ahí un domingo. Cuando la bandeja de ofrendas pasó por nosotros, él se sacó el chicle de la boca y lo pegó por debajo. Los dos pensamos
que era para desternillarse de risa. Imagínate la cara de la gente cuando les llegaba la bandeja y se les pegaban las manos al chicle.
—¿Qué pasó? —le preguntó ella sentándose a su lado.
—Me gané un guantazo, y creo que él se llevó otro.
—No. Me refiero a lo que le pasó a él. La tarjeta dice «en memoria de».
—Oh... Se fue a Nam —miró las flores por un momento—. No recuerdo haberlo visto desde que se graduó en el instituto. Era un jugador de baloncesto endemoniadamente bueno —al decir eso, se encorvó y agachó la cabeza, como esperando recibir la ira de Dios—. ¡Uy! No se puede hablar así en la iglesia, ¿verdad?
Lena se echó a reír.
—¿Qué más da aquí que en cualquier otro sitio? Dios siempre te está oyendo hablar así —de repente se puso seria—. Tú crees en Dios, ¿verdad, Jul?
—Sí —respondió con una seriedad rara en ella. No había duda de que estaba diciendo la verdad—. Y le rindo culto aunque sea a mi modo. Sé lo que dicen de mí. Hasta mis propios padres creen que soy una pagana.
—Estoy segura de que no es eso lo que creen.
Julia la miró dudosa.
—¿Qué piensas tú de mí?
—Que eres el estereotipo de la hija de un predicador.
Julia echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Eso es simplificarlo mucho, ¿no crees?
—En absoluto. Siempre estabas haciendo lo posible para que no se te viera como una niña buena.
—Ya he crecido y sigo sin querer que me vean así.
—Nadie te acusaría de eso —se burló ella, dándole un golpecito en el muslo. Retiró la mano enseguida. Sus piernas eran recias y musculosas, y a pesar de su diferencia de género eran igual que las de Mikhaíl, y le recordaron el tacto de su dureza contra su piel desnuda—. ¿Recuerdas cómo intentabas hacerme reír cuando estaba cantando en el coro?
—¿Yo? —preguntó indignada Julia—. Nunca hice algo semejante.
—Oh, sí, claro que lo hiciste. Te ponías a hacerme muecas desde el último banco, donde te sentabas con una de tus chicas. Tú...
—¿Con una de mis chicas? —repitió—. Hablas como si hubiera tenido un harén.
—¿Acaso no lo tenías? ¿No lo tienes ahora? — Julia le recorrió el cuerpo con la mirada.
—Siempre hay espacio para una más. ¿Quieres rellenar una solicitud?
—¡Oh! —exclamó ella. Se levantó de un salto y le miró con furia—. Sal de aquí. Tengo mucho que hacer.
—Sí, yo también —suspiró y se puso en pie—. Acabo de firmar un contrato para arrendar unos acres de los terrenos de los Parson.
—¿Y eso es bueno? —lo único que sabía de su trabajo era que estaba relacionado con el petróleo y que tenía bastante éxito.
—Mucho. Estamos listos para empezar las perforaciones.
—Felicidades.
—Ahórratelas para cuando lleguen los beneficios —le puso tras la oreja un mechón rizado de pelo, que se había soltado del recogido, y se dio la vuelta para salir.
—¿Julia?
—¿Sí? —se volvió para mirarla, con los pulgares en el cinturón y con el cuello de la camisa vaquera subido hasta la mandíbula. Una persona dura, atractiva y peligrosa...
—He olvidado preguntarte para qué has venido.
Julia se encogió de hombros.
—Por nada en especial. Adiós, Lena.
—Adiós.
Julia la miró por un momento antes de ponerse las gafas de sol, y caminó hacia la puerta.
Lena se afanaba por tender la sábana empapada en la cuerda antes de que el viento se la arrebatase de las manos. Las otras que había colgado se mecían como velas gigantes a su alrededor.
Cuando sujetó la última pinza y dejó caer los brazos, oyó una especie de rugido monstruoso. Una forma amenazante se revolvió tras la sábana y la agarró entre sus enormes brazos.
Ella intentó gritar de miedo, pero la figura se lo impidió poniéndole una mano en la boca.
—Te he asustado, ¿verdad? —le susurró al oído su agresor.
—Suéltame.
—Di «por favor».
—¡Por favor!
Julia la soltó y salió riendo de detrás de la sábana.
—Julia Volkova, ¡me has dado un susto de muerte!
—Eh, vamos, sabías que era yo.
—Solo porque ya me lo has hecho antes — dijo un esfuerzo por no sonreír, sin éxito, y acabo riéndose con ella—. Algún día... —dejó la amenaza latente en el aire.
—Algún día, ¿qué, Lena Katina?
—Algún día tendrás tu merecido —le agitó el dedo bajo su nariz, pero Julia la agarró por la muñeca y le dio un pequeño mordisco.
—No lo creo.
El ver su dedo entre aquellos dientes tan blancos la hizo sonrojarse. Pensó en cómo podría apartar la mano sin que pareciera un movimiento cobarde, pero finalmente fue Julia quien la liberó.
Se preguntó por qué estaría Julia allí, aunque sus visitas no eran ocasionales como antes de que Mikhaíl se marchara. Desde entonces se dejaba ver con mucha más frecuencia.
Sus motivos aparentes eran preguntar por su hermano; pero se trataba de una excusa tan pobre, que Lena se preguntó si acaso lo haría en atención a sus padres. De ser así, era un gesto muy bonito por su parte.
También había ido varias veces para vaciar su antiguo dormitorio de todos los «traste tal y como su madre le había pedido, pero hubiera podido hacerlo de un solo viaje.
Más tarde se presentó con un pastel que había comprado en la feria pastelera del Organismo de Viviendas Sociales, alegando que el solo no podría comérselo entero.
Una noche se pasó con la intención de que su padre le prestase una lijadora eléctrica para limpiar el coche. A pesar de todas esas razones, Lena seguía pensando que Julia escondía un motivo oculto.
Y mientras más tiempo pasaba a su lado, menos le gustaba pensar en las mujeres que habían estado con ella. Los celos que la asaltaban eran infundados, y Lena no podía imaginarse de dónde habían salido.
—¿Está rota la secadora? —le preguntó Julia cargándose al hombro la cesta vacía y siguiéndola hacia la puerta trasera.
—No, pero me gusta el olor de las sábanas cuando se secan fuera.
Julia sonrió y le sostuvo la puerta abierta.
—Eres un caso, Lena.
—Lo sé. Totalmente pasada de moda.
—Eso es lo que me gusta de ti.
De nuevo sintió la necesidad de alejarse.
Ya que la miraba de aquel modo tan penetrante que apenas podía respirar.
—Te apetece... ¿te apetece algo de beber?
—Con mucho gusto —llevó la cesta al lavandero mientras Lena servía el refresco en dos vasos con hielo.
—¿Dónde están papá y mamá?
—Tenían que visitar a varias personas en el hospital.
Al darse cuenta de que estaban las dos solos en casa, se puso inexplicablemente nerviosa. La mano le temblaba cuando le puso el vaso sobre la mesa. No quería arriesgarse a tocarla. Siempre había evitado hacerlo...
Se sentó frente a Julia y bebió inquieta su refresco. Aunque mantenía la vista apartada, sentía que la estaba mirando. ¿Por qué no se había puesto algo debajo de la camiseta? Entonces, para aumentar su mortificación, sus pechos empezaron a endurecerse bajo la tela.
—¿Lena?
—¿Qué? —su voz la sobresaltó, como si hubiera estado haciendo algo malo. Recordó su noche de amor con Mikhaíl, quien vestía igual que Julia, con vaqueros y camisa de algodón.
Casi podía sentir el tacto del tejido contra su piel desnuda, el frío picor de su hebilla antes de que la desabrochara, la abrasadora fuerza de su miembro cuando... Se estremeció y juntó las rodillas bajo la mesa, tratando de permanecer impasible.
—¿Sabes algo de Misha?
Ella negó con la cabeza. Era tanto una respuesta como un intento de rechazar las sensaciones que la asaltaban.
—No sé nada desde la última postal que envío hace un mes. ¿Crees que deberíamos sacar alguna conclusión?
—Sí —respondió Julia con una sonrisa—. Que todo va bien.
—La falta de noticias son buenas noticias, ¿no?
—Sí, algo así.
—Oleg y Larissa intentan disimularlo, pero están muy preocupados. No sabíamos que tendría que internarse en el país. Pensábamos que solo llegaría hasta la frontera y que ya estaría de vuelta.
—Puede que ya esté de regreso y que no haya tenido la oportunidad de comunicárnoslo.
—Puede —Lena se sentía dolida, porque las pocas veces que Mikhaíl había escrito se había dirigido a todos en general. Explicaba las malas condiciones de Monterico e insistía en que se encontraba a salvo, pero no incluía ni una sola palabra especial para ella. Su propia novia, ¿Era eso normal en alguien enamorado?
—¿Lo echas de menos? —le preguntó Julia con amabilidad.
—Muchísimo —alzó la vista para mirarlo pero enseguida bajó la mirada. No podía mentir ante aquellos ojos azulados. Ni siquiera podía eludir la verdad. Echaba de menos a Mikhaíl, pero no «muchísimo».
¿Cómo era posible, después de haber hecho el amor con él? ¿En qué clase de depravación se había metido? Se moría por volver a sentir un placer tan increíble, pero no estaba particularmente ansiosa por volver a ver a Mikhaíl. Tal vez aún le guardara rencor por haberla dejado sin despedirse. Al menos esa era la respuesta que intentaba creerse. No la satisfacía del todo, pero no tenía otra.
—Seguro que está bien —dijo Julia reclinándose en la silla—. Mikhaíl siempre sale ileso de cualquier apuro. Había una familia que vivía no lejos de aquí... mucho antes de que vinieras a esta casa. Yo tenía doce años, y Mikhaíl ocho o nueve. Tenían una hija con un grave problema de sobrepeso. Todos los chicos del colegio la llamaban «gorda mantecosa», «porky» y cosas así. Un grupo de ellos solía esperarla en una esquina y, cuando ella pasaba de camino a casa, se ponían a reírse y a silbarle—mientras hablaba, deslizaba los dedos por el vaso. El modo en que acariciaba el vidrio era fascinante, y Lena se imaginó...—. Un día, Mikhaíl la acompañaba a casa y se topó con los chicos que la insultaban. Sus intentos de defenderla le costaron un ojo morado, un labio partido y una nariz sangrando. Pero, aquella noche, papá y mamá lo convirtieron en un héroe por haberse enfrentado a un enemigo mayor que él. Mamá le sirvió una doble ración de postre y papá comparó su hazaña a la de David contra Goliat —hizo una pequeña pausa antes de seguir—. Yo pensé, demonios, si eso es todo lo que hay que hacer para contentarlos, yo también puedo hacerlo. Sabía luchar, y mucho mejor que Misha. De modo que, al día siguiente, esperé a esos pequeños matones detrás del garaje. Tenía que ajustar cuentas con ellos; por un lado al haber herido a mi hermano, y por otro al reírse de esa pobre chica.
—¿Qué hiciste?
—Se sentían muy orgullosos de sí mismos y bajaban riendo por el callejón. Entonces salí de mi escondite y golpeé a uno con la tapa de un cubo de basura. Le rompí la nariz. A otro le hundí el puño en el cuello y lo dejé sin respiración. Y al último le di una patada en... en el sitio donde le duele a los niños.
Lena sonrió a su pesar y se ruborizó un poco.
—¿Qué pasó?
—Esperé con ilusión el mismo premio que Mikhaíl había obtenido la noche anterior —negó con la cabeza y una triste sonrisa curvó sus labios—. Me mandaron a la cama sin cenar después de haberme dado un guantazo, haberme soltado un sermón y requisarme la bici durante dos semanas —se echó hacia delante y las dos patas frontales de la silla acabaron la historia con un crujido seco—. Así que ya ves, Lena, si hubiera sido yo quien se marchara a Centroamérica me habrían etiquetado de alborotador y agitador de las masas. Pero Misha... a él se le considera un santo.
Sin pensar en lo que hacía, Lena alargó la mano y le cubrió la suya.
—Lo siento, Julia. Sé que es doloroso.
Julia le puso la otra mano encima y le clavó la mirada. Los verdedigrises ojos de Lena brillaban con lágrimas de empatía.
—¿Lena? Estamos en casa. ¿Dónde estás?
Los Volkov acababan de entrar por la puerta principal. Pasaron a la cocina un segundo antes de que Julia y Lena se soltaran.
—Ah, aquí estás. Hola, Julia.
Lena se puso en pie de un salto y les ofreció algo para beber. Julia también se levantó.
—Tengo que irme. Solo he pasado por aquí para preguntar por Misha. Volveré más tarde. Hasta luego.
No había razón para prolongar la visita. Realmente había querido preguntar por Mikhaíl, pero su principal motivo había sido ver a Lena.
La había visto.
Y ella le había tocado.
Era estupendo.
Lena colocó la bolsa de la compra sobre el asiento trasero del coche, un pequeño utilitario que los Volkov le regalaron tras graduarse. De pronto, un largo silbido la hizo volverse tan rápido que a punto estuvo de golpearse la cabeza.
Julia estaba montada en una impresionante motocicleta, y su expresión encajaba muy bien con el silbido. Tenía un casco negro en la mano y una camisa azul sin mangas. Los botones habían sido arrancados o desabrochados, y lo único decente de su aspecto era que el borde de la camisa lo tenía metido por dentro de los vaqueros.
Llevaba un pañuelo rojo anudado al cuello. Los Ángeles del Infierno le habrían acogido con los brazos abiertos y sin duda la habrían elegido presidente.
Lena sintió curiosidad por la tela de franela que sobresalía bajo la camisa y le cubría el pecho. Los pequeños senos se marcaban ligeramente dejando entrever un torso muy bien proporcionado y fuerte. Le resultó muy difícil apartar la mirada de aquella piel bronceada y aquellos músculos endurecidos de sus brazos.
—No tienes muy buen aspecto —le mintió.
—Gracias, señorita —ella se echó a reír—. Tú tampoco.
—¿Qué tiene de malo mi aspecto?
—Llevas unos vaqueros tan ajustados, que calentarían la imaginación de cualquiera.
—Solo a algunos —replicó ella—. Los que tienen el cerebro en sus partes íntimas.
—Mmm… Supongo que soy una de ellos.
—Nadie más me ha silbado hoy.
—Eso porque ninguno te ha visto inclinada sobre el asiento.
—Eres un sexista.
—A mucha honra.
—¿Cómo te sentaría que te silbara yo así?
—Te arrastraría detrás de los arbustos.
—Eres incorregible.
—Eso dicen por ahí —sonrió, luciendo sus blancos dientes al sol. Al apoyarse sobre el manillar de la moto, sus bíceps se hincharon—. ¿Quieres dar una vuelta conmigo?
Ella apartó la mirada, cerró con un portazo la puerta trasera y abrió la del conductor.
—¿Un paseo? ¿Te has vuelto loca? —le preguntó mirando con recelo la motocicleta.
—No, solo incorregible. Vamos, será un momento.
—Ni hablar. No pienso montarme en esa cosa.
—¿Por qué?
—No confío en ti como conductora.
—Estoy más sobria que una piedra —dijo Julia riendo.
—Será por primera vez. Ya me he montado en un coche contigo y fue arriesgar mi vida. Hasta la policía te saluda cuando te ve pasar. Saben muy bien que no podrían alcanzarte.
Julia se encogió de hombros.
—Me gusta conducir deprisa. Soy digna de confianza.
—Y yo también. No, gracias —dijo con cortesía, y se sentó al volante—. Además, el helado se está derritiendo —añadió mientras arrancaba el motor.
Julia la siguió hasta la casa, cruzándose en su camino una y otra vez, y haciéndola frenar de golpe para no atropellarla. Ella pudo ver su sonrisa burlona bajo el cristal del casco. Intentó mantenerse seria y ceñuda, pero cuando aparcó no podía dejar de reír.
—¿Lo ves? —Julia se puso a su lado y se quitó el casco—. Sana y salva. Ven a dar un paseo conmigo.
Sus cabellos destellaban a la luz del sol con reflejos azulados. Su mirada era tan convincente, que Lena dudó con la bolsa de la compra en los brazos.
—¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo sin pensar?
«La noche que seduje a Mikhaíl», pensó, pero ni siquiera quería pensar en él. Llevaba fuera diez semanas. En ese tiempo Julia iba a verla con tanta frecuencia que, si no la conociera tan bien, pensaría que la estaba siguiendo.
—No puedo, de verdad que no.
—Claro que sí. Vamos. Te ayudaré a guardar el helado.
No tenía sentido discutir con ella. Oleg y Larissa no estaban en casa, por lo que Lena era blanco fácil, y Julia sabía aprovechar las circunstancias.
—Está bien —aceptó ella con un suspiro de irritación, aunque su corazón latía frenético de anticipación.
Julia la agarró del brazo y la volvió a sacar a la calle antes de que cambiase de opinión.
—Tengo un casco para ti —se lo puso en la cabeza y ató las correas a la barbilla. Por un breve instante sus ojos se encontraron y Julia le rozó la mejilla. Pero enseguida se puso a explicarle cómo debía sentarse en la moto—. Ahora rodéame con los brazos —le dijo cuando se sentó delante de ella.
Ella dudó un segundo antes de abrazarla. Al tocar sus abdominales sobre la camisa de franela, la textura le hizo cosquillas en las muñecas y retiró las manos.
—Lo siento —murmuró. Tenía el corazón desbocado.
—Está bien — Julia le tomó las manos y las sujetó firmemente sobre su cintura—. Tienes que agarrarte con fuerza.
La cabeza de Lena daba vueltas. Si no hubiera estado tan temerosa de caerse, habría cerrado los ojos mientras ella arrancaba y se ponían en marcha. Mantuvo las manos quietas, a pesar de que se moría por deslizar los dedos por su pecho y palpar aquellos músculos tan poderosos.
—¿Te gusta? —le gritó por encima del hombro.
—¡Me encanta! —respondió ella con sinceridad.
El cálido viento los golpeaba sin piedad a medida que se alejaban del perímetro urbano. Al salir de la ciudad, Julia aceleró y se lanzó como un cohete a la carretera. Lena pensó que había algo excitante y salvaje en que solo dos neumáticos la separasen del asfalto que se deslizaba velozmente a sus pies, y en las vibraciones que el motor le provocaba entre los muslos.
Julia salió de la carretera y se desvió por un camino que acababa en una verja. La casa que se veía al otro lado de la valla era auténticamente victoriana, rodeada por un jardín con césped y variedad de árboles. Un porche rodeaba tres fachadas del edificio, protegido del sol por los balcones del segundo piso, y en una de las esquinas se veía una cúpula. Las paredes estaban pintadas de color arena, con adornos de pizarra.
En un lateral estaba el garaje, donde Lena vio el Corvette aparcado junto a otros vehículos. Más allá había un establo, detrás del cual se extendía un pasto donde pacían algunos caballos.
—Esta es mi casa —dijo Julia cuando apagó el motor. Lena se quitó el casco y la contempló sorprendida.
—¿Es aquí donde vives?
—Sí, desde hace dos años.
—Nunca he sabido dónde estaba tu casa. Nunca nos has invitado a venir. ¿Por qué, Julia?
—No quería recibir críticas de mis padres. Ven esto como una injusticia, y Mikhaíl no quería venir por miedo a contradecirlos. Así que me pareció mejor no invitar a nadie.
—¿Ni siquiera a mí?
—¿Habrías venido?
—Creo que sí —respondió sin mucha convicción.
—Ya estás aquí. ¿Te gustaría verla?
—Por favor —aquella vez Lena no tuvo la menor duda—. ¿Podemos entrar?
Julia sonrió y la condujo hacia los escalones de la entrada.
—La casa se construyó a principios de siglo y pasó por varios propietarios, cada uno de los cuales la deterioró un poco más. Cuando la compré, estaba en un estado de total abandono. Lo que yo quería realmente era el terreno que la rodeaba, pero al final decidí quedarme. Sentía que era mi hogar.
—Es preciosa —dijo ella mientras recorrían las habitaciones de techos altos y alegremente iluminadas.
Julia las había decorado con simpleza. Todo estaba pintado de blanco: paredes, puertas y postigos. El suelo estaba recubierto de una capa de pátina, y los muebles ofrecían una combinación de clasicismo y modernidad, todos ellos dispuestos de una forma cómoda y elegante.
La cocina parecía un prodigio de la era espacial, pero los modernos electrodomésticos estaban apropiadamente escondidos tras una fachada de encanto centenario. En el piso superior había tres dormitorios, de los cuales solo uno había sido reformado.
Lena observó desde la puerta del pasillo la habitación en la que Julia dormía. El color siena de las paredes combinaba muy bien con el edredón de ante que cubría la inmensa cama, que parecía tan blanda como la mantequilla. A través de una puerta se veía un lujoso cuarto de baño con una enorme bañera bajo una ventana.
—Me gusta tomar un baño mientras contemplo el paisaje —dijo Julia al notar la dirección de su mirada—. Desde ahí se observa una puesta de sol espectacular... O de noche, bajo la luna llena y las estrellas.
Lena se sintió como si estuviera hipnotizada.
—La casa parece perfecta para ti, Jul. Al principio pensé que no, pero así es.
—Ven a ver a la piscina.
Bajaron las escaleras y salieron a un patio de piedra caliza lleno de macetas y geranios. En una esquina se veía un cactus con flores rojas y amarillas, y una hilera de arbustos plateados y morados se alineaban junto a la valla. La piscina era honda y tan azul como un zafiro.
—Vaya —susurró ella.
—¿Quieres bañarte?
—No tengo bañador.
—¿Quieres bañarte?
Lena se quedó sin respiración, cautivada por la intensa mirada azulada y por la embriagadora sutileza de la provocación.
Era algo impensable...
Pero, aun así, pensó en ello.
Y los pensamientos prohibidos se arremolinaron en su mente elevando la temperatura de sus células. Pudo verse a las dos desnudas, bañados por el sol y la brisa. El cuerpo desnudo de Julia, su piel morena y su abdomen marcada. Y a ella misma, mostrándole sus secretos...
La fantasía le hizo la boca agua.
Se imaginó tocándola, sus manos deslizándose por aquellos marcados, fuertes pero cálidos brazos, siguiendo con los dedos el curso de las venas que se marcaban en la superficie. Vio a Julia tocándola a ella; vio sus manos acariciándole los pechos, los pezones erguidos, resbalándose por el vientre hasta sus muslos y...
—Tengo que volver —dijo de repente, y entró corriendo en la casa como si el mismo demonio la persiguiera. Julia no tenía cuernos ni tridente, pero su sonrisa era igual de diabólica.
La esperó en el porche a que cerrara la puerta, y se apartó de ella cuando tomó su brazo para bajar los escalones.
—¿Pasa algo, Lena?
—No, no, claro que no —se apresuró a responder—. Me ha gustado mucho tu casa.
¿Por qué se comportaba así? Julia no iba a hacerle daño. La conocía desde hacía años.
¿Por qué de repente era como una desconocida para ella, y a la vez alguien a quien conocía mejor que a nadie en la tierra? No había hablado con ella tanto como con Mikhaíl, y aun así sentía una afinidad inexplicable.
Los sentimientos que bullían en su interior eran extraños, sexuales... Y, sin embargo, parecían los apropiados.
—Muy bien, ya sabes cómo va esto —le dijo Julia subiendo a la moto—. Aprieta los muslos, nena.
—¡Jul!
Fue su única protesta. En cuanto la moto se puso en marcha, se aferró a Julia como si la vida dependiera de ello, sin el menor temor por tocarle el estómago ni por apretarse contra su espalda. Apretó los muslos contra sus caderas y apoyó la barbilla en su hombro.
Cuando se acercaron a la casa parroquial, Julia aparcó entre unas moreras, a cierta distancia. No pasaban peatones, pero Lena no estaba tranquila.
—¡Estás loca, Julia Volkova ! —exclamó riendo.
—¿Quieres repetirlo mañana? —le preguntó sonriente.
—No, por supuesto que no —estaba tan nerviosa, que al bajar estuvo a punto de caer al suelo—. Esta última carrera ha sido un auténtico desafío a la muerte.
Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Julia nunca la había visto sonreír así, sin su eterna máscara de conservadurismo. Lena tenía una vena aventurera, y la estaba dejando salir por primera vez en su vida.
Julia también se bajó y se quitó el casco.
—Muy pronto estarás deseando repetirlo –la ayudó a quitarse el casco y entrelazó los dedos en su pelo, como si fuera lo más natural del mundo—. La próxima vez traspasaremos la barrera del sonido.
Le pasó el brazo por los hombros. A Lena todavía le temblaban las rodillas, por lo que se apoyó en ella y le rodeó la cintura con un brazo. Juntas se encaminaron hacia la puerta trasera.
Entonces Oleg abrió y salió a los escalones. Lanzó una mirada acusadora a Julia y luego miró a Lena. Su expresión los hizo detenerse.
—¿Papá?
—¿Oleg?
Las dos le preguntaron al mismo tiempo, pero ambas lo sabían.
—Mi hijo ha muerto.
Lena levantó la vista desde el altar cuando una alta figura se recortó contra la luz que entraba por la puerta. La última persona a la que esperaba ver allí era Julia. Y, sin embargo, allí estaba ella. Se quitó las gafas de sol y avanzó por el pasillo de la iglesia.
—Hola.
—Hola.
—Tal vez debería aumentar mis donativos. ¿La iglesia no puede permitirse contratar a un portero? —preguntó Julia, señalando con la barbilla la caja con las cosas de la limpieza.
Ella se metió el mango del plumero en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Las plumas quedaron colgando, como si fuera una cola de ave.
—Me gusta hacerlo.
—Pareces sorprendida de verme.
—Lo estoy —respondió ella con sinceridad—. ¿Cuándo fue la última vez que viniste a la iglesia?
Había estado limpiando el altar antes de colocar el ramo de flores que la florista había entregado. Las motas de polvo brillaban en el aire al recibir los rayos de sol que se filtraban por las vidrieras de colores. Un arco iris cruzaba la piel y el pelo de Lena, recogido en lo alto de su cabeza. Los vaqueros y las zapatillas deportivas le quedaban tan bien como todo lo demás en ella, pensó Julia.
—La Pascua pasada —se dejó caer en el primer banco y extendió los brazos en el respaldo. Echó un vistazo alrededor y vio que nada había cambiado desde entonces.
—Oh, sí —dijo Lena —. Aquella tarde nos fuimos de picnic al parque.
—Y yo te empujé en el columpio.
—¿Cómo podría olvidarme de eso? —preguntó con una carcajada—. No hacía más que gritar y suplicarte que no me empujaras tan fuerte, pero tú no me hacías caso.
—Te encantaba.
Ella esbozó una adorable sonrisa al tiempo que sus ojos brillaron con picardía.
—¿Cómo podías saberlo?
—Por instinto.
Cuando la miró sonriente, Lena pensó que Julia tenía muchos instintos con las mujeres, ninguno de ellos sagrado.
Julia recordó aquel domingo de la primavera pasada. El cielo estaba despejado y hacía calor. Lena llevaba un vestido amarillo y espumoso que se pegaba a su cuerpo cada vez que se levantaba algo de viento.
A Julia le encantó tenerla contra su pecho cuando la sentó en el columpio. La sostuvo por más tiempo del necesario antes de empujarla. Así tuvo la oportunidad de aspirar su esencia veraniega y sentir el tacto de su esbelta espalda contra los pectorales.
Cuando la soltó, ella se rió como una niña. El sonido de aquella risa tan infantil y alegre resonó en sus oídos mientras empujaba el columpio cada vez más alto.
Era cierto lo que los poetas románticos recitaban sobre los caprichos primaverales de los jóvenes. Aquel día Julia sintió que el jugo vigoroso le recorría las venas, incitándola a la excitación del apareamiento.
Hubiera querido tumbarse con ella en la hierba, las dos bañadas por el sol mientras la cubría de besos. Hubiera querido apoyar la cabeza en su regazo, contemplar su rostro, y hacerle el amor con toda la dulzura posible.
Pero aquel día, igual que todos, ella era la chica de Mikhaíl. Y cuando Julia los volvió a ver juntos, no pudo seguir aguantando y fue a su coche a tomar una cerveza helada. Sus padres manifestaron su más enérgica desaprobación ante su indecoroso comportamiento.
Finalmente, para no estropearle el día a nadie, y menos a Lena, se despidió de todos y se alejó del parque en su Corvette negro.
Y en aquel momento, en la iglesia, volvía a sentir el irrefrenable deseo de tocarla. A pesar de su aspecto desaliñado, seguía pareciendo tan provocadora y dulce como siempre, y Julia se preguntó si las paredes de la iglesia soportarían la embestida de la pasión que lo invadía.
—¿Quién ha donado las flores esta semana? —le preguntó antes de que su cuerpo respondiera a sus pensamientos lujuriosos.
Todos los años circulaba un calendario entre los feligreses. Cada domingo era una familia la que llevaba las flores al altar, por lo general en honor de una ocasión especial.
Lena leyó la tarjeta del ramo de gladiolos colorados.
—Los Randall. «En memoria de nuestro hijo Joe Wiley» —leyó en voz alta.
—Joe Wiley Randall —Julia entrecerró los ojos y sonrió.
—¿Lo conocías?
—Sí. Era un poco mayor que yo, pero pasábamos algún tiempo juntos —giró la cabeza y miró por encima del hombro a la fila de bancos—. ¿Ves el cuarto banco? Joe y yo nos sentamos ahí un domingo. Cuando la bandeja de ofrendas pasó por nosotros, él se sacó el chicle de la boca y lo pegó por debajo. Los dos pensamos
que era para desternillarse de risa. Imagínate la cara de la gente cuando les llegaba la bandeja y se les pegaban las manos al chicle.
—¿Qué pasó? —le preguntó ella sentándose a su lado.
—Me gané un guantazo, y creo que él se llevó otro.
—No. Me refiero a lo que le pasó a él. La tarjeta dice «en memoria de».
—Oh... Se fue a Nam —miró las flores por un momento—. No recuerdo haberlo visto desde que se graduó en el instituto. Era un jugador de baloncesto endemoniadamente bueno —al decir eso, se encorvó y agachó la cabeza, como esperando recibir la ira de Dios—. ¡Uy! No se puede hablar así en la iglesia, ¿verdad?
Lena se echó a reír.
—¿Qué más da aquí que en cualquier otro sitio? Dios siempre te está oyendo hablar así —de repente se puso seria—. Tú crees en Dios, ¿verdad, Jul?
—Sí —respondió con una seriedad rara en ella. No había duda de que estaba diciendo la verdad—. Y le rindo culto aunque sea a mi modo. Sé lo que dicen de mí. Hasta mis propios padres creen que soy una pagana.
—Estoy segura de que no es eso lo que creen.
Julia la miró dudosa.
—¿Qué piensas tú de mí?
—Que eres el estereotipo de la hija de un predicador.
Julia echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Eso es simplificarlo mucho, ¿no crees?
—En absoluto. Siempre estabas haciendo lo posible para que no se te viera como una niña buena.
—Ya he crecido y sigo sin querer que me vean así.
—Nadie te acusaría de eso —se burló ella, dándole un golpecito en el muslo. Retiró la mano enseguida. Sus piernas eran recias y musculosas, y a pesar de su diferencia de género eran igual que las de Mikhaíl, y le recordaron el tacto de su dureza contra su piel desnuda—. ¿Recuerdas cómo intentabas hacerme reír cuando estaba cantando en el coro?
—¿Yo? —preguntó indignada Julia—. Nunca hice algo semejante.
—Oh, sí, claro que lo hiciste. Te ponías a hacerme muecas desde el último banco, donde te sentabas con una de tus chicas. Tú...
—¿Con una de mis chicas? —repitió—. Hablas como si hubiera tenido un harén.
—¿Acaso no lo tenías? ¿No lo tienes ahora? — Julia le recorrió el cuerpo con la mirada.
—Siempre hay espacio para una más. ¿Quieres rellenar una solicitud?
—¡Oh! —exclamó ella. Se levantó de un salto y le miró con furia—. Sal de aquí. Tengo mucho que hacer.
—Sí, yo también —suspiró y se puso en pie—. Acabo de firmar un contrato para arrendar unos acres de los terrenos de los Parson.
—¿Y eso es bueno? —lo único que sabía de su trabajo era que estaba relacionado con el petróleo y que tenía bastante éxito.
—Mucho. Estamos listos para empezar las perforaciones.
—Felicidades.
—Ahórratelas para cuando lleguen los beneficios —le puso tras la oreja un mechón rizado de pelo, que se había soltado del recogido, y se dio la vuelta para salir.
—¿Julia?
—¿Sí? —se volvió para mirarla, con los pulgares en el cinturón y con el cuello de la camisa vaquera subido hasta la mandíbula. Una persona dura, atractiva y peligrosa...
—He olvidado preguntarte para qué has venido.
Julia se encogió de hombros.
—Por nada en especial. Adiós, Lena.
—Adiós.
Julia la miró por un momento antes de ponerse las gafas de sol, y caminó hacia la puerta.
Lena se afanaba por tender la sábana empapada en la cuerda antes de que el viento se la arrebatase de las manos. Las otras que había colgado se mecían como velas gigantes a su alrededor.
Cuando sujetó la última pinza y dejó caer los brazos, oyó una especie de rugido monstruoso. Una forma amenazante se revolvió tras la sábana y la agarró entre sus enormes brazos.
Ella intentó gritar de miedo, pero la figura se lo impidió poniéndole una mano en la boca.
—Te he asustado, ¿verdad? —le susurró al oído su agresor.
—Suéltame.
—Di «por favor».
—¡Por favor!
Julia la soltó y salió riendo de detrás de la sábana.
—Julia Volkova, ¡me has dado un susto de muerte!
—Eh, vamos, sabías que era yo.
—Solo porque ya me lo has hecho antes — dijo un esfuerzo por no sonreír, sin éxito, y acabo riéndose con ella—. Algún día... —dejó la amenaza latente en el aire.
—Algún día, ¿qué, Lena Katina?
—Algún día tendrás tu merecido —le agitó el dedo bajo su nariz, pero Julia la agarró por la muñeca y le dio un pequeño mordisco.
—No lo creo.
El ver su dedo entre aquellos dientes tan blancos la hizo sonrojarse. Pensó en cómo podría apartar la mano sin que pareciera un movimiento cobarde, pero finalmente fue Julia quien la liberó.
Se preguntó por qué estaría Julia allí, aunque sus visitas no eran ocasionales como antes de que Mikhaíl se marchara. Desde entonces se dejaba ver con mucha más frecuencia.
Sus motivos aparentes eran preguntar por su hermano; pero se trataba de una excusa tan pobre, que Lena se preguntó si acaso lo haría en atención a sus padres. De ser así, era un gesto muy bonito por su parte.
También había ido varias veces para vaciar su antiguo dormitorio de todos los «traste tal y como su madre le había pedido, pero hubiera podido hacerlo de un solo viaje.
Más tarde se presentó con un pastel que había comprado en la feria pastelera del Organismo de Viviendas Sociales, alegando que el solo no podría comérselo entero.
Una noche se pasó con la intención de que su padre le prestase una lijadora eléctrica para limpiar el coche. A pesar de todas esas razones, Lena seguía pensando que Julia escondía un motivo oculto.
Y mientras más tiempo pasaba a su lado, menos le gustaba pensar en las mujeres que habían estado con ella. Los celos que la asaltaban eran infundados, y Lena no podía imaginarse de dónde habían salido.
—¿Está rota la secadora? —le preguntó Julia cargándose al hombro la cesta vacía y siguiéndola hacia la puerta trasera.
—No, pero me gusta el olor de las sábanas cuando se secan fuera.
Julia sonrió y le sostuvo la puerta abierta.
—Eres un caso, Lena.
—Lo sé. Totalmente pasada de moda.
—Eso es lo que me gusta de ti.
De nuevo sintió la necesidad de alejarse.
Ya que la miraba de aquel modo tan penetrante que apenas podía respirar.
—Te apetece... ¿te apetece algo de beber?
—Con mucho gusto —llevó la cesta al lavandero mientras Lena servía el refresco en dos vasos con hielo.
—¿Dónde están papá y mamá?
—Tenían que visitar a varias personas en el hospital.
Al darse cuenta de que estaban las dos solos en casa, se puso inexplicablemente nerviosa. La mano le temblaba cuando le puso el vaso sobre la mesa. No quería arriesgarse a tocarla. Siempre había evitado hacerlo...
Se sentó frente a Julia y bebió inquieta su refresco. Aunque mantenía la vista apartada, sentía que la estaba mirando. ¿Por qué no se había puesto algo debajo de la camiseta? Entonces, para aumentar su mortificación, sus pechos empezaron a endurecerse bajo la tela.
—¿Lena?
—¿Qué? —su voz la sobresaltó, como si hubiera estado haciendo algo malo. Recordó su noche de amor con Mikhaíl, quien vestía igual que Julia, con vaqueros y camisa de algodón.
Casi podía sentir el tacto del tejido contra su piel desnuda, el frío picor de su hebilla antes de que la desabrochara, la abrasadora fuerza de su miembro cuando... Se estremeció y juntó las rodillas bajo la mesa, tratando de permanecer impasible.
—¿Sabes algo de Misha?
Ella negó con la cabeza. Era tanto una respuesta como un intento de rechazar las sensaciones que la asaltaban.
—No sé nada desde la última postal que envío hace un mes. ¿Crees que deberíamos sacar alguna conclusión?
—Sí —respondió Julia con una sonrisa—. Que todo va bien.
—La falta de noticias son buenas noticias, ¿no?
—Sí, algo así.
—Oleg y Larissa intentan disimularlo, pero están muy preocupados. No sabíamos que tendría que internarse en el país. Pensábamos que solo llegaría hasta la frontera y que ya estaría de vuelta.
—Puede que ya esté de regreso y que no haya tenido la oportunidad de comunicárnoslo.
—Puede —Lena se sentía dolida, porque las pocas veces que Mikhaíl había escrito se había dirigido a todos en general. Explicaba las malas condiciones de Monterico e insistía en que se encontraba a salvo, pero no incluía ni una sola palabra especial para ella. Su propia novia, ¿Era eso normal en alguien enamorado?
—¿Lo echas de menos? —le preguntó Julia con amabilidad.
—Muchísimo —alzó la vista para mirarlo pero enseguida bajó la mirada. No podía mentir ante aquellos ojos azulados. Ni siquiera podía eludir la verdad. Echaba de menos a Mikhaíl, pero no «muchísimo».
¿Cómo era posible, después de haber hecho el amor con él? ¿En qué clase de depravación se había metido? Se moría por volver a sentir un placer tan increíble, pero no estaba particularmente ansiosa por volver a ver a Mikhaíl. Tal vez aún le guardara rencor por haberla dejado sin despedirse. Al menos esa era la respuesta que intentaba creerse. No la satisfacía del todo, pero no tenía otra.
—Seguro que está bien —dijo Julia reclinándose en la silla—. Mikhaíl siempre sale ileso de cualquier apuro. Había una familia que vivía no lejos de aquí... mucho antes de que vinieras a esta casa. Yo tenía doce años, y Mikhaíl ocho o nueve. Tenían una hija con un grave problema de sobrepeso. Todos los chicos del colegio la llamaban «gorda mantecosa», «porky» y cosas así. Un grupo de ellos solía esperarla en una esquina y, cuando ella pasaba de camino a casa, se ponían a reírse y a silbarle—mientras hablaba, deslizaba los dedos por el vaso. El modo en que acariciaba el vidrio era fascinante, y Lena se imaginó...—. Un día, Mikhaíl la acompañaba a casa y se topó con los chicos que la insultaban. Sus intentos de defenderla le costaron un ojo morado, un labio partido y una nariz sangrando. Pero, aquella noche, papá y mamá lo convirtieron en un héroe por haberse enfrentado a un enemigo mayor que él. Mamá le sirvió una doble ración de postre y papá comparó su hazaña a la de David contra Goliat —hizo una pequeña pausa antes de seguir—. Yo pensé, demonios, si eso es todo lo que hay que hacer para contentarlos, yo también puedo hacerlo. Sabía luchar, y mucho mejor que Misha. De modo que, al día siguiente, esperé a esos pequeños matones detrás del garaje. Tenía que ajustar cuentas con ellos; por un lado al haber herido a mi hermano, y por otro al reírse de esa pobre chica.
—¿Qué hiciste?
—Se sentían muy orgullosos de sí mismos y bajaban riendo por el callejón. Entonces salí de mi escondite y golpeé a uno con la tapa de un cubo de basura. Le rompí la nariz. A otro le hundí el puño en el cuello y lo dejé sin respiración. Y al último le di una patada en... en el sitio donde le duele a los niños.
Lena sonrió a su pesar y se ruborizó un poco.
—¿Qué pasó?
—Esperé con ilusión el mismo premio que Mikhaíl había obtenido la noche anterior —negó con la cabeza y una triste sonrisa curvó sus labios—. Me mandaron a la cama sin cenar después de haberme dado un guantazo, haberme soltado un sermón y requisarme la bici durante dos semanas —se echó hacia delante y las dos patas frontales de la silla acabaron la historia con un crujido seco—. Así que ya ves, Lena, si hubiera sido yo quien se marchara a Centroamérica me habrían etiquetado de alborotador y agitador de las masas. Pero Misha... a él se le considera un santo.
Sin pensar en lo que hacía, Lena alargó la mano y le cubrió la suya.
—Lo siento, Julia. Sé que es doloroso.
Julia le puso la otra mano encima y le clavó la mirada. Los verdedigrises ojos de Lena brillaban con lágrimas de empatía.
—¿Lena? Estamos en casa. ¿Dónde estás?
Los Volkov acababan de entrar por la puerta principal. Pasaron a la cocina un segundo antes de que Julia y Lena se soltaran.
—Ah, aquí estás. Hola, Julia.
Lena se puso en pie de un salto y les ofreció algo para beber. Julia también se levantó.
—Tengo que irme. Solo he pasado por aquí para preguntar por Misha. Volveré más tarde. Hasta luego.
No había razón para prolongar la visita. Realmente había querido preguntar por Mikhaíl, pero su principal motivo había sido ver a Lena.
La había visto.
Y ella le había tocado.
Era estupendo.
Lena colocó la bolsa de la compra sobre el asiento trasero del coche, un pequeño utilitario que los Volkov le regalaron tras graduarse. De pronto, un largo silbido la hizo volverse tan rápido que a punto estuvo de golpearse la cabeza.
Julia estaba montada en una impresionante motocicleta, y su expresión encajaba muy bien con el silbido. Tenía un casco negro en la mano y una camisa azul sin mangas. Los botones habían sido arrancados o desabrochados, y lo único decente de su aspecto era que el borde de la camisa lo tenía metido por dentro de los vaqueros.
Llevaba un pañuelo rojo anudado al cuello. Los Ángeles del Infierno le habrían acogido con los brazos abiertos y sin duda la habrían elegido presidente.
Lena sintió curiosidad por la tela de franela que sobresalía bajo la camisa y le cubría el pecho. Los pequeños senos se marcaban ligeramente dejando entrever un torso muy bien proporcionado y fuerte. Le resultó muy difícil apartar la mirada de aquella piel bronceada y aquellos músculos endurecidos de sus brazos.
—No tienes muy buen aspecto —le mintió.
—Gracias, señorita —ella se echó a reír—. Tú tampoco.
—¿Qué tiene de malo mi aspecto?
—Llevas unos vaqueros tan ajustados, que calentarían la imaginación de cualquiera.
—Solo a algunos —replicó ella—. Los que tienen el cerebro en sus partes íntimas.
—Mmm… Supongo que soy una de ellos.
—Nadie más me ha silbado hoy.
—Eso porque ninguno te ha visto inclinada sobre el asiento.
—Eres un sexista.
—A mucha honra.
—¿Cómo te sentaría que te silbara yo así?
—Te arrastraría detrás de los arbustos.
—Eres incorregible.
—Eso dicen por ahí —sonrió, luciendo sus blancos dientes al sol. Al apoyarse sobre el manillar de la moto, sus bíceps se hincharon—. ¿Quieres dar una vuelta conmigo?
Ella apartó la mirada, cerró con un portazo la puerta trasera y abrió la del conductor.
—¿Un paseo? ¿Te has vuelto loca? —le preguntó mirando con recelo la motocicleta.
—No, solo incorregible. Vamos, será un momento.
—Ni hablar. No pienso montarme en esa cosa.
—¿Por qué?
—No confío en ti como conductora.
—Estoy más sobria que una piedra —dijo Julia riendo.
—Será por primera vez. Ya me he montado en un coche contigo y fue arriesgar mi vida. Hasta la policía te saluda cuando te ve pasar. Saben muy bien que no podrían alcanzarte.
Julia se encogió de hombros.
—Me gusta conducir deprisa. Soy digna de confianza.
—Y yo también. No, gracias —dijo con cortesía, y se sentó al volante—. Además, el helado se está derritiendo —añadió mientras arrancaba el motor.
Julia la siguió hasta la casa, cruzándose en su camino una y otra vez, y haciéndola frenar de golpe para no atropellarla. Ella pudo ver su sonrisa burlona bajo el cristal del casco. Intentó mantenerse seria y ceñuda, pero cuando aparcó no podía dejar de reír.
—¿Lo ves? —Julia se puso a su lado y se quitó el casco—. Sana y salva. Ven a dar un paseo conmigo.
Sus cabellos destellaban a la luz del sol con reflejos azulados. Su mirada era tan convincente, que Lena dudó con la bolsa de la compra en los brazos.
—¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo sin pensar?
«La noche que seduje a Mikhaíl», pensó, pero ni siquiera quería pensar en él. Llevaba fuera diez semanas. En ese tiempo Julia iba a verla con tanta frecuencia que, si no la conociera tan bien, pensaría que la estaba siguiendo.
—No puedo, de verdad que no.
—Claro que sí. Vamos. Te ayudaré a guardar el helado.
No tenía sentido discutir con ella. Oleg y Larissa no estaban en casa, por lo que Lena era blanco fácil, y Julia sabía aprovechar las circunstancias.
—Está bien —aceptó ella con un suspiro de irritación, aunque su corazón latía frenético de anticipación.
Julia la agarró del brazo y la volvió a sacar a la calle antes de que cambiase de opinión.
—Tengo un casco para ti —se lo puso en la cabeza y ató las correas a la barbilla. Por un breve instante sus ojos se encontraron y Julia le rozó la mejilla. Pero enseguida se puso a explicarle cómo debía sentarse en la moto—. Ahora rodéame con los brazos —le dijo cuando se sentó delante de ella.
Ella dudó un segundo antes de abrazarla. Al tocar sus abdominales sobre la camisa de franela, la textura le hizo cosquillas en las muñecas y retiró las manos.
—Lo siento —murmuró. Tenía el corazón desbocado.
—Está bien — Julia le tomó las manos y las sujetó firmemente sobre su cintura—. Tienes que agarrarte con fuerza.
La cabeza de Lena daba vueltas. Si no hubiera estado tan temerosa de caerse, habría cerrado los ojos mientras ella arrancaba y se ponían en marcha. Mantuvo las manos quietas, a pesar de que se moría por deslizar los dedos por su pecho y palpar aquellos músculos tan poderosos.
—¿Te gusta? —le gritó por encima del hombro.
—¡Me encanta! —respondió ella con sinceridad.
El cálido viento los golpeaba sin piedad a medida que se alejaban del perímetro urbano. Al salir de la ciudad, Julia aceleró y se lanzó como un cohete a la carretera. Lena pensó que había algo excitante y salvaje en que solo dos neumáticos la separasen del asfalto que se deslizaba velozmente a sus pies, y en las vibraciones que el motor le provocaba entre los muslos.
Julia salió de la carretera y se desvió por un camino que acababa en una verja. La casa que se veía al otro lado de la valla era auténticamente victoriana, rodeada por un jardín con césped y variedad de árboles. Un porche rodeaba tres fachadas del edificio, protegido del sol por los balcones del segundo piso, y en una de las esquinas se veía una cúpula. Las paredes estaban pintadas de color arena, con adornos de pizarra.
En un lateral estaba el garaje, donde Lena vio el Corvette aparcado junto a otros vehículos. Más allá había un establo, detrás del cual se extendía un pasto donde pacían algunos caballos.
—Esta es mi casa —dijo Julia cuando apagó el motor. Lena se quitó el casco y la contempló sorprendida.
—¿Es aquí donde vives?
—Sí, desde hace dos años.
—Nunca he sabido dónde estaba tu casa. Nunca nos has invitado a venir. ¿Por qué, Julia?
—No quería recibir críticas de mis padres. Ven esto como una injusticia, y Mikhaíl no quería venir por miedo a contradecirlos. Así que me pareció mejor no invitar a nadie.
—¿Ni siquiera a mí?
—¿Habrías venido?
—Creo que sí —respondió sin mucha convicción.
—Ya estás aquí. ¿Te gustaría verla?
—Por favor —aquella vez Lena no tuvo la menor duda—. ¿Podemos entrar?
Julia sonrió y la condujo hacia los escalones de la entrada.
—La casa se construyó a principios de siglo y pasó por varios propietarios, cada uno de los cuales la deterioró un poco más. Cuando la compré, estaba en un estado de total abandono. Lo que yo quería realmente era el terreno que la rodeaba, pero al final decidí quedarme. Sentía que era mi hogar.
—Es preciosa —dijo ella mientras recorrían las habitaciones de techos altos y alegremente iluminadas.
Julia las había decorado con simpleza. Todo estaba pintado de blanco: paredes, puertas y postigos. El suelo estaba recubierto de una capa de pátina, y los muebles ofrecían una combinación de clasicismo y modernidad, todos ellos dispuestos de una forma cómoda y elegante.
La cocina parecía un prodigio de la era espacial, pero los modernos electrodomésticos estaban apropiadamente escondidos tras una fachada de encanto centenario. En el piso superior había tres dormitorios, de los cuales solo uno había sido reformado.
Lena observó desde la puerta del pasillo la habitación en la que Julia dormía. El color siena de las paredes combinaba muy bien con el edredón de ante que cubría la inmensa cama, que parecía tan blanda como la mantequilla. A través de una puerta se veía un lujoso cuarto de baño con una enorme bañera bajo una ventana.
—Me gusta tomar un baño mientras contemplo el paisaje —dijo Julia al notar la dirección de su mirada—. Desde ahí se observa una puesta de sol espectacular... O de noche, bajo la luna llena y las estrellas.
Lena se sintió como si estuviera hipnotizada.
—La casa parece perfecta para ti, Jul. Al principio pensé que no, pero así es.
—Ven a ver a la piscina.
Bajaron las escaleras y salieron a un patio de piedra caliza lleno de macetas y geranios. En una esquina se veía un cactus con flores rojas y amarillas, y una hilera de arbustos plateados y morados se alineaban junto a la valla. La piscina era honda y tan azul como un zafiro.
—Vaya —susurró ella.
—¿Quieres bañarte?
—No tengo bañador.
—¿Quieres bañarte?
Lena se quedó sin respiración, cautivada por la intensa mirada azulada y por la embriagadora sutileza de la provocación.
Era algo impensable...
Pero, aun así, pensó en ello.
Y los pensamientos prohibidos se arremolinaron en su mente elevando la temperatura de sus células. Pudo verse a las dos desnudas, bañados por el sol y la brisa. El cuerpo desnudo de Julia, su piel morena y su abdomen marcada. Y a ella misma, mostrándole sus secretos...
La fantasía le hizo la boca agua.
Se imaginó tocándola, sus manos deslizándose por aquellos marcados, fuertes pero cálidos brazos, siguiendo con los dedos el curso de las venas que se marcaban en la superficie. Vio a Julia tocándola a ella; vio sus manos acariciándole los pechos, los pezones erguidos, resbalándose por el vientre hasta sus muslos y...
—Tengo que volver —dijo de repente, y entró corriendo en la casa como si el mismo demonio la persiguiera. Julia no tenía cuernos ni tridente, pero su sonrisa era igual de diabólica.
La esperó en el porche a que cerrara la puerta, y se apartó de ella cuando tomó su brazo para bajar los escalones.
—¿Pasa algo, Lena?
—No, no, claro que no —se apresuró a responder—. Me ha gustado mucho tu casa.
¿Por qué se comportaba así? Julia no iba a hacerle daño. La conocía desde hacía años.
¿Por qué de repente era como una desconocida para ella, y a la vez alguien a quien conocía mejor que a nadie en la tierra? No había hablado con ella tanto como con Mikhaíl, y aun así sentía una afinidad inexplicable.
Los sentimientos que bullían en su interior eran extraños, sexuales... Y, sin embargo, parecían los apropiados.
—Muy bien, ya sabes cómo va esto —le dijo Julia subiendo a la moto—. Aprieta los muslos, nena.
—¡Jul!
Fue su única protesta. En cuanto la moto se puso en marcha, se aferró a Julia como si la vida dependiera de ello, sin el menor temor por tocarle el estómago ni por apretarse contra su espalda. Apretó los muslos contra sus caderas y apoyó la barbilla en su hombro.
Cuando se acercaron a la casa parroquial, Julia aparcó entre unas moreras, a cierta distancia. No pasaban peatones, pero Lena no estaba tranquila.
—¡Estás loca, Julia Volkova ! —exclamó riendo.
—¿Quieres repetirlo mañana? —le preguntó sonriente.
—No, por supuesto que no —estaba tan nerviosa, que al bajar estuvo a punto de caer al suelo—. Esta última carrera ha sido un auténtico desafío a la muerte.
Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Julia nunca la había visto sonreír así, sin su eterna máscara de conservadurismo. Lena tenía una vena aventurera, y la estaba dejando salir por primera vez en su vida.
Julia también se bajó y se quitó el casco.
—Muy pronto estarás deseando repetirlo –la ayudó a quitarse el casco y entrelazó los dedos en su pelo, como si fuera lo más natural del mundo—. La próxima vez traspasaremos la barrera del sonido.
Le pasó el brazo por los hombros. A Lena todavía le temblaban las rodillas, por lo que se apoyó en ella y le rodeó la cintura con un brazo. Juntas se encaminaron hacia la puerta trasera.
Entonces Oleg abrió y salió a los escalones. Lanzó una mirada acusadora a Julia y luego miró a Lena. Su expresión los hizo detenerse.
—¿Papá?
—¿Oleg?
Las dos le preguntaron al mismo tiempo, pero ambas lo sabían.
—Mi hijo ha muerto.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Cuatro
—¿Lena? —le susurró Julia—. Lena, por favor, no llores. ¿Quieres que le pida algo a la azafata?
Ella negó con la cabeza y se apartó el pañuelo de los ojos.
—No, gracias, Julia. Estoy bien.
Pero no estaba bien. No lo estaba desde la tarde anterior, cuando Oleg Volkov les dijo que Mikhaíl había sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento en Monterico.
—Jamás sabré por qué demonios te he permitido venir —dijo Julia en un tono de amargo reproche.
—Es algo que tengo que hacer —insistió ella restregándose los ojos.
—Me temo que esto va a ser un calvario y que solo te pondrá las cosas más difíciles.
—No. No podría quedarme sentada en casa a esperar. Tengo que ir contigo o me volveré loca.
Al menos Julia podía entender eso. Se trataba de un espantoso viaje a Monterico para identificar el cadáver de Mikhaíl y conseguir llevarlo de vuelta a Estados Unidos. Habría que negociar con el Departamento de Estado y con la Junta Militar en Monterico. Pero siempre sería mejor que quedarse en casa y contemplar el humillante dolor de los Volkov.
—Lena, ¿dónde has estado? —le había gritado Larissa al verla—. Tu coche estaba aquí... Te hemos buscado por todas partes... ¡Oh, Lena!
Se había abrazado a ella sin parar de llorar, mientras Julia se desplomaba en el sofá y bajaba la vista al suelo. Nadie se preocupó de consolarla por la pérdida de su hermano. Era como si no estuviese allí, salvo por la reprobatoria mirada que su padre lanzó al casco. Julia lo había tirado al suelo del vestíbulo cuando irrumpieron en la casa.
—Siento no haber estado aquí —dijo Lena acariciando el pelo de Sarah—. Yo... Julia y yo fuimos a dar un paseo en moto.
—¿Estabas con Julia? —Larissa levantó la cabeza y miró a su hija. Parecía que por primera vez se daba cuenta de su presencia.
—¿Cómo os habéis enterado de lo de Mikhaíl, mamá? —preguntó ella tranquilamente.
—Un representante del Departamento de Estado nos llamó hace media hora —explicó su padre. Larissa parecía haber caído en trance. El viejo pastor tenía los hombros encorvados, y la barbilla le temblaba. Sus ojos habían perdido el brillo habitual y su voz era un triste balbuceo—. Por lo visto, a esos matones fascistas no les gustaba lo que hacía Misha. Él y sus compañeros fueron arrestados junto a
varios de los rebeldes que habían ido a rescatar. Todos fueron... —miró a Larissa. — Ejecutados. Nuestro gobierno va a hacer una protesta formal.
—¡Nuestro hijo ha muerto! —gritó Larissa—. ¿De qué sirven las protestas? Nada va a hacer que Mikhaíl regrese.
Lena estaba de acuerdo. Las dos mujeres permanecieron abrazadas toda la tarde, sin parar de llorar. La noticia no tardó en divulgarse y pronto la gente empezó a llegar. Llenaron la casa con muestras de compasión y la cocina con comida.
El teléfono sonaba incesantemente. En un momento, Lena levantó la cabeza y vio que Julia estaba hablando por el auricular. Había ido a su casa para cambiarse de ropa, y estaba vestida con unos pantalones entallados, una camisa y una chaqueta. Mientras escuchaba a su interlocutor, se restregaba los ojos con los dedos, apoyado en la pared. Parecía agotada y desconsolada.
Lena no había tenido tiempo de subir a arreglarse un poco tras su descabellado paseo. Pero nadie parecía notar su aspecto. Todo el mundo se movía como si fueran autómatas, yendo de un lado para otro sin interés. Nadie podía creer que Mikhaíl ya no estuviera entre ellos.
—Pareces cansada —le dijo a Julia—. ¿Has comido algo?
La encimera de la cocina estaba repleta de los platos que habían llevado los miembros de la iglesia, pero a Lena la idea de comer en esos momentos le resultaba repugnante.
—No, no me apetece nada. ¿Y tú?
—Yo tampoco tengo hambre.
—Deberíamos comer algo —dijo Oleg entrando en la cocina. Larissa iba agarrada de su brazo.
—Papá, ha llamado un tal Whithers, del Departamento de Estado —le dijo Julia—. Tengo que ir mañana a recuperar el cuerpo —Larissa se estremeció y se llevó la mano a la boca—. Whithers se encontrará conmigo en Ciudad de México. Me ayudará a gestionar los trámites, así que ya podéis ir preparando el funeral.
Larissa se apoyó sobre la mesa y empezó a llorar de nuevo.
—Iré contigo, Julia —dijo Lena tranquilamente.
La reacción de los Volkov no fue tan tranquila, pero ella había tomado una decisión y estaba dispuesta a llevarla hasta el final.
Julia y ella condujeron hasta el Paso, desde donde tomaron un avión hacia México. Era el mismo recorrido que había seguido Mikhaíl tres meses antes.
Julia iba sentada junto a ella, como si quisiera protegerla del resto del mundo. Cuando vio que había hecho trizas su pañuelo, sacó el suyo del bolsillo y se lo ofreció.
—Gracias.
—No me des las gracias, Lena. No soporto verte llorar. —
—Me siento tan culpable.
—¿Culpable? ¿Por qué?
Ella hizo un gesto de frustración con las manos y perdió la mirada entre las nubes que desfilaban al otro lado de la ventanilla.
—No lo sé. Por muchas razones. Por enfadarme cuando se marchó sin despedirse, por guardarle rencor cuando no me mandaba ninguna carta íntima. Tonterías como esa.
—Todo el mundo se siente culpable por menosprecios así cuando alguien muere. Es natural.
—Sí, pero... yo me siento culpable por... estar viva —giró la cabeza y lo miró con sus ojos llorosos—. Por haberlo pasado tan bien contigo ayer cuando Mikhaíl ya estaba muerto.
—Lena —Julia sintió una punzada en el pecho.
Había albergado el mismo sentimiento de culpa, pero no se lo había dicho.
La rodeó con un brazo y la apretó contra ella. Con la otra mano le acarició el pelo.
—No debes sentirte culpable por estar viva. A Mikhaíl no le hubiera gustado. Fue él quien eligió hacer esto. Sabía los riesgos que asumía. Y los asumió.
Julia no quería reconocer lo bien que se sentía al abrazarla. Había querido hacerlo miles de veces, y al fin podía hacerlo. No le gustaba que la oportunidad le hubiera llegado en un momento así, pero era humana y no podía ignorar el placer que le invadía.
¿Por qué tuvo que morir Mikahíl? ¿Por qué? Julia hubiera querido quedarse con Lena, pero tras arrebatársela a su hermano en un duelo justo. No había victoria en aquella muerte tan repentina. ¿Sería el remordimiento de Lena el siguiente obstáculo a vencer?
—¿Por qué te enfureciste tanto con Mikhaíl cuando se marchó? —tal vez oyera una respuesta que no le gustase, pero tenía que preguntárselo.
Lena dudó un rato antes de contestar.
—La noche antes pasó algo que nos acercó más que nunca. Pensé que aquello lo cambiaría todo. Sin embargo, a la mañana siguiente se marchó sin decirme nada, como si nunca hubiera pasado.
«Porque a Mikhaíl no le había pasado nada...», pensó él.
—Tenía la esperanza de que anulase el viaje —continuó ella con un suspiro—. Por eso me sentí tan rechazada cuando no lo hizo. En el fondo sabía que mis sentimientos no eran más importantes para él que su misión, pero...
Julia estaba desesperada por saber lo que había pensado y sentido aquella mañana. Cuando la miró en la cocina se le habían pasado por la cabeza mil preguntas, pero no fue capaz de formular ninguna.
Hubiera querido preguntar: «¿estás bien?», «¿te hice daño?», «Lena , ¿lo he soñado o de verdad ha sido algo tan increíble?».
Seguía sin saber las respuestas a esas preguntas. Pero, fuera cuáles fueran las respuestas, pertenecían a Mikhaíl, no a ella. A Lena le había dolido la aparente despreocupación de su novio tras su primera noche de amor, y no podía entender su reacción al marcharse como si para él no hubiese significado nada. Pero tanto Mikhaíl como ella eran inocentes. La única culpable, como siempre, era ella.
¿Debería decírselo en esos momentos? ¿La absolvería de su martirio?
No, por Dios, claro que no. Tenía que superar la muerte de Mikhaíl. ¿Cómo iba a hacerlo sabiendo que había hecho el amor con alguien que no era Mikhaíl? ¿Cómo se perdonaría a ella misma y a quien la había engañado?
Lena debió de sentir la tensión del brazo que la rodeaba, porque de repente se enderezó en el asiento y puso distancia entre ellos.
—No debería estar molestándote con esto. Seguro que mi vida personal poco te importa.
Oh, sí, claro que le importaba. Pero ella no podía saberlo. No podía saber que ella la había tocado y sentido como nadie más. Que había palpado los secretos de su piel, que había escuchado los íntimos gemidos de placer y que la había besado con más pasión de la que Mikhaíl hubiera hecho jamás.
De pronto se dio cuenta de lo que estaba pensando. ¿Qué clase de bastarda era? Su hermano había muerto y ella estaba pensando en cómo había sido su encuentro sexual con Lena.
—Pronto aterrizaremos —dijo con voz tosca para disimular su confusión.
—Entonces debería arreglarme un poco la cara.
—Estás muy guapa.
Ella le miró, y se dio cuenta de que nadie le había agradecido todo el esfuerzo que estaba haciendo. Se había hecho responsable de aquel encargo tan desagradable sin que nadie se lo hubiese pedido.
—Has sido de gran ayuda con todo esto, Jul. Con tus padres y conmigo —le puso la mano en el brazo—. Me alegra que podamos contar contigo.
—Yo también me alegro de poder ayudaros —respondió con suavidad.
Era mejor no contarle que había sido ella su amante nocturna. El egoísmo de Julia no habría permitido que Mikhaíl se llevase el mérito, pero su nobleza no podía consentir que Lena tuviera que afrontar una doble tragedia.
La capital de Monterico era una ciudad agobiante, miserable y calurosa. Los edificios no eran más que ruinosos esqueletos de acero y hormigón; enormes pilas de basura y escombros hacían intransitables las calles. Las paredes y vallas estaban cubiertas de pinturas rojas que recordaban los logros de la espeluznante guerra civil. Por todas partes se veían soldados de uniforme, con expresión adusta y actitud arrogante, mientras que la población civil intentaba vivir con normalidad bajo el miedo y el peligro.
Lena nunca había visto un lugar tan deprimente. No tardó en comprender la determinación de Mikhaíl para liberar a aquel desgraciado pueblo de la opresión.
Whithers, el oficial del Departamento de Estado que los recibió en Ciudad de México, le resultó una decepción. Lena había esperado encontrar a alguien parecido a Gregory Peck: un hombre de personalidad arrolladora y autoridad incuestionable. Pero el señor Whithers no parecía ni resistir el soplo del viento, y mucho menos las dificultades que presentara un gobierno hostil a Estados Unidos. Con su traje arrugado y su aspecto débil, parecía más bien el blanco de bromas crueles que una supuesta amenaza a una junta militar.
Sin embargo, a ella la trató con deferencia, y se mostró amable y comprensible con su dolor mientras los conducía al avión que los llevaría a Monterico.
Lena dejó que fuera Julia quien llevara el ritmo de la conversación con Whithers. Pero aunque no dejó de hablar durante todo el vuelo, no le quitó la vista de encima ni le apartó el brazo de su hombro.
Ella se relajó en su compañía, y se preguntó por qué la gente no apreciaría la sensibilidad de Julia.
«A Julia Volkova le importa un pimiento cualquiera que no sea ella misma».
Eso es lo que la gente decía de Julia.
Pero estaban equivocados. Julia se interesaba por los demás. Por su hermano... y por ella.
Cuando llegaron a Monterico, Lena, Julia y el señor Whithers se subieron al asiento trasero de un viejo Ford. Delante se sentaron el conductor y un soldado con un rifle AK—47 soviético. Ninguno de los dos ocultó su desprecio hacia los pasajeros, y cada vez que Lena miraba el arma automática un escalofrío le recorría la columna.
Después de un recorrido por la ciudad, los dejaron frente a un edificio que anteriormente había sido un banco y que en esos momentos albergaba la sede general del gobierno. Una cabra, de aspecto tan enfermizo y hostil como cualquier otro habitante de Monterico, estaba atada a una de las columnas de la fachada.
Los ventiladores apenas funcionaban, y en el interior hacia casi tanto calor como en el exterior; pero, al menos, el amplio vestíbulo suponía un refugio contra
el sol. Lena tenía la blusa empapada de sudor y pegada a la espalda, y Julia se había quitado la chaqueta y la corbata y se había arremangado la camisa. Un soldado les indicó un sofá destartalado, y murmuró una orden para que se sentaran mientras hacía pasar al señor Whithers a la oficina del comandante. Cuando Whithers salió, varios minutos más tarde, estaba nervioso y se secaba la frente con un pañuelo.
—Washington tendrá que oír esto —dijo con indignación.
—¿El qué? —le preguntó Julia.
De pie, con la chaqueta al hombro, la camisa abierta revelando parte de los músculos de su torso cubierto por un top negro, con el ceño fruncido y la mandíbula recia, Julia parecía más intimidadora que cualquiera de los soldados.
El señor Whithers explicó que el cuerpo de Mikhaíl aún no había llegado a la ciudad.
—El pueblo donde... eh... la...
—Ejecución —añadió Julia.
—Sí, bueno, el pueblo donde tuvo lugar está acordonado por la guerrilla. Pero esperan que el cuerpo sea devuelto esta noche.
—¡Por la noche! —exclamó Lena.
Pasar una tarde entera en aquel horrible lugar era desolador.
—Eso me temo, señorita Katina —el señor Whithers miró nervioso a Julia—. Puede que sea antes. Nadie lo sabe con seguridad.
—¿Qué se supone que debemos hacer mientras tanto? —preguntó Lena.
Julia se aclaró la garganta y tragó saliva.
—Esperar.
Y eso hicieron. Durante interminables horas tuvieron que permanecer encerrados en el edificio. El señor Whithers usó todo su poder diplomático para que les trajeran comida y agua; solo consiguió unos sandwiches rancios de jamón y unos vasos de agua turbia.
—Seguro que son las sobras del campo de prisioneros —dijo Julia tirando el sándwich en una papelera. Lena tampoco pudo comerse el suyo. El jamón estaba recubierto por una capa verdosa. Pero estaban tan sedientas, que se bebieron toda el agua. Se pasaron sudando toda la tarde mientras los soldados dormitaban apoyados contra la pared.
Julia caminaba de un lado para otro, mascullando blasfemias e insultos sobre Monterico y los soldados. El pelo rojo de Lena y sus ojos verdigrises eran una novedad en aquel país, donde casi toda la población era de descendencia latina. Cada vez que uno de los soldados la miraba, Julia fruncía el ceño amenazador inmediatamente.
Los soldados no sabían que Julia hablaba muy bien español y, cuando uno de ellos dijo algo ofensivo, Julia se dirigió hacia él con los puños cerrados. El señor Whithers le agarró por la manga.
—Por amor de Dios, no haga ninguna tontería si no quiere que sean tres cuerpos lo que lleven a sus padres.
Tenía razón, y Julia volvió resignado al sofá. Se sentó junto a Lena y le apretó la mano.
—No te muevas de aquí, pase lo que pase.
Cuando el sol empezó a ocultarse por el horizonte, un camión militar paró frente al edificio gubernamental. Sus ocupantes bajaron, fumando y riendo entre ellos, y se dirigieron hacia el despacho del comandante. Al poco rato, el comandante salió con un fajo de papeles y les indicó que lo acompañaran. Se subió a la parte trasera del camión, seguido por Whithers y Julia.
—No —le dijo Julia a Lena cuando ella puso el pie en el portón.
—Pero, Julia...
—No —repitió con firmeza.
Dentro del camión había cuatro ataúdes. Mikhaíl estaba en el tercero que abrieron. Lena lo supo al ver la expresión de Julia. Cerró los ojos y puso una mueca endurecida de dolor. Whithers le preguntó algo y ella asintió en silencio.
Cuando abrió los ojos, dio unos pasos por el interior del camión antes de mirar a su hermano de nuevo. Entonces su expresión se suavizó un poco y las lágrimas le empezaron a afluir. Extendió la mano y tocó el rostro de Mikahíl.
El comandante dio una rápida orden en español y el ataúd fue sellado de nuevo. Hizo que Julia y Whithers salieran, y cuatro soldados subieron para bajar el féretro.
En cuanto Julia pisó el suelo, se abrazó a Lena. Ella también estaba llorando.
—Vámonos de aquí —le dijo a Whithers—. Haz que lo lleven al aeropuerto y salgamos cuanto antes —Whithers se alejó y Julia le puso a Lena un dedo en la barbilla—. ¿Estás bien?
—¿Estaba...? ¿Su cara esta...?
—No —respondió Julia con una triste sonrisa—. No tiene nada. Parece que está durmiendo plácidamente.
Ella soltó un gemido y hundió la cara en su pecho. Julia la apretó con fuerza y le acarició la espalda. Julia comprendía su sufrimiento. A pesar de todo, Mikhaíl era como un hermano para ella. Era como si una parte de ambas estuviera en el ataúd.
—Eh... señora Volkova —interrumpió Whithers —. Van a trasladar el cuerpo ahora mismo —señaló una furgoneta tambaleante que subía dando tumbos por la colina.
—Bien. Quiero sacar a Lena de este infierno. Podemos estar en México dentro de...
—Hay... eh... hay un problema.
Julia ya estaba caminando hacia la furgoneta. Se paró y dio media vuelta.
—¿Qué problema? —preguntó con furia. Whithers se balanceó ligeramente sobre sus pies.
—No permiten que ningún avión despegue de noche.
—¿Qué? —explotó Julia. Ya había oscurecido por completo.
—Seguridad —explicó Whithers—. No encienden ninguna pista de aterrizaje tras la puesta de sol. Si recuerda bien, los fugitivos estaban camuflados cuando aterrizamos hoy.
—Sí, sí, lo recuerdo —dijo Julia irritada—. ¿Cuándo podremos salir?
—A primera hora de la mañana.
—Si no es así, voy a armar el escándalo de mi vida. Seré peor que cualquier guerrilla de la jungla. ¡Y si piensan que voy a dejar a Lena en este maldito edificio, están muy equivocados!
—No, no, eso no será necesario. Lo han arreglado todo para que pasemos la noche en un hotel.
—No me interesa —espetó Julia—. Buscaremos un hotel nosotras mismas.
Pero las posibilidades eran tan escasas, que al final tuvieron que aceptar el lugar que les había asignado el gobierno. Al ver el vestíbulo, Lena se hundió en la desesperación. Los muebles estaban manchados y desvencijados. Los ventiladores no funcionaban. Las cortinas desastradas y hechas jirones, y las paredes y el techo agrietados. En un rincón se veía una pila de revistas, tan viejas que apenas podían distinguirse los títulos.
—No es exactamente el Farmont —dijo Julia.
Después de hablar con el desaseado conserje, Whithers les dio a cada una, una llave.
—Estamos todos en el mismo piso —dijo más animado.
—Fabuloso. Llamaré al servicio de habitaciones y pediré champán y caviar —comentó Julia con sorna.
—Señorita Katina, su habitación es la trescientos diecinueve —Whithers pareció ofenderse por el sarcasmo de Julia.
Julia agarró la llave antes de que llegara a Lena y miró el número de la suya.
—La señorita Katina se quedará conmigo en la trescientos veinticinco. Vamos, Lena
—la agarró del brazo y la condujo hacia las escaleras en vez de al ascensor. No valía la pena correr el riesgo de probarlo.
—Pero han sido muy específicos con eso —protestó Whithers—. Nos han asignado una a cada uno.
—Al infierno con ellos. ¿Cree que voy a dejar sola a Lena? Píenselo bien.
—Esto rompe nuestro acuerdo.
—Pues me importa un rábano si eso nos lleva a la Tercera Guerra Mundial.
—No creo que le hicieran nada a la señorita Katina. No son salvajes...
Julia se volvió y lo miró con tanta severidad, que el otro hombre enmudeció.
—Ella se queda conmigo.
No había discusión posible contra esa declaración.
La habitación trescientos veinticinco era tan calurosa y polvorienta como cualquier otra estancia en Monterico. Julia miró por la ventana y, tal y como sospechaba, vio a dos soldados vigilándolos tres plantas más abajo. Ajustó los postigos para preservar un poco de intimidad, pero dejó la ventana abierta para que la brisa nocturna airease un poco el cuarto.
—Whithers ha dicho que nos subirán la cena.
—Si son más bocadillos de jamón, me muero de impaciencia —dijo Lena. Soltó la bolsa sobre la cama y se sentó en el borde. Tenía los hombros encorvados, pero no había perdido todo el ánimo.
—Quítate los zapatos y túmbate.
—Puede que descanse unos minutos — dijo ella acostándose.
Media hora más tarde, un soldado llamó a la puerta y entró con una bandeja. Lena estaba medio adormilada y se sentó de un salto en la cama, provocando que la falda se le subiera hasta los muslos. El soldado se dio cuenta y le lanzó una mirada lasciva.
Julia, olvidando la advertencia de Whithers, le quitó la bandeja de las manos y lo empujó afuera. Echó el pestillo y puso una silla bajo el pomo. Tales precauciones no detendrían las balas de un AK—47, pero al menos le hacían sentirse mejor.
La cena consistía en un plato de arroz con pollo, judías y pimienta. Estaba tan picante, que a Lena se le saltaron las lágrimas. No pudo tragar más de dos bocados.
—Come —le ordenó Julia.
—No tengo hambre.
—Come de todas formas.
Lo dijo con una voz tan implacable que ella obedeció, intentando separar los trozos de pollo. Había también una pequeña garrafa de vino tinto, y Julia probó un poco.
—Con esto podrían limpiar los orinales —dijo poniendo una mueca de asco.
—¿Es la borracha de La Bota quien habla?
—¿Así es cómo se me conoce? —preguntó Julia arqueando una ceja.
—A veces.
Julia sirvió un vaso de vino y se lo tendió. Ella lo miró, como preguntando: «¿qué se supone que tengo que hacer con esto?».
—Bebe —la apremió Julia—. No confío en el agua de este lugar y, créeme, ninguna bacteria podría vivir en este líquido.
Ella dio un sorbo, y puso una mueca que lo hizo reír. Solo consiguió dar cinco sorbos más.
—No puedo tomar más —dijo con un estremecimiento de repugnancia.
Julia dejó la bandeja con los platos en el suelo, junto a la puerta. Escuchó unos segundos, pero al final se convenció de que nadie los estaba espiando al otro lado. Los guardias debían de estar vigilando el ascensor y las escaleras.
—¿Crees que la ducha funcionará? —preguntó Lena entrando en el baño.
—Inténtalo.
—¿Crees que pillaré una infección?
Julia se echó a reír.
—Tendremos que arriesgarnos —se quitó la camisa manchada—. No tengo otra opción.
—Yo tampoco, me temo —dijo ella, viéndose reflejada en el espejo.
Cerró la puerta y se desnudó. En otras circunstancias no se habría atrevido a pisar descalza un plato de ducha cubierto de moho, pero como Julia había dicho, no tenían alternativa. O eso, o dormir cubierta de polvo y sudor.
Sorprendentemente, el agua salía caliente y abundante, y el jabón era importado de Estados Unidos. Lo usó incluso para lavarse el pelo, ya que no tenía champú.
Después de secarse pensó en el siguiente dilema. ¿Qué podría ponerse? Tenía que enjuagar la ropa usada si quería volver a utilizarla al día siguiente. Se puso las enaguas y se cubrió con la chaqueta del traje. Tenía un aspecto ridículo, pero mejor era eso que nada.
Dejó la ropa interior en el lavabo, y colgó los pantalones y la blusa en el único toallero disponible. Apagó la luz y abrió la puerta.
Al ver a Julia, se llevó los dedos a los botones de la chaqueta y la mantuvo sobre los pechos. ¿Alguna vez la había visto Julia con el pelo mojado?
—Yo... eh... Solo había una toalla. Lo siento.
—Me secaré con el aire —dijo Julia con una sonrisa. Tenía la mirada fija en el borde de las enaguas, sobre las rodillas.
Pasó a su lado y entró en el baño. Cuando cerró la puerta, Lena se puso colorada al recordar la ropa que había dejado a secar. Era absurdo sentir vergüenza. En
casa habían colgado sus ropas en el mismo tendedero. Julia la había visto con bata y camisón en innumerables ocasiones.
Pero aquello era diferente. Y solo de pensar en que Julia estaría viendo su ropa interior en el lavabo la hizo ruborizarse aún más.
Cuando salió del baño, Lena ya se había quitado la chaqueta y estaba acostada bajo las sábanas. Le llegó el olor de su piel suave, húmeda y recién enjabonada. Iba desnuda de cintura para arriba, y tenía el cabello mojado y despeinado.
Apagó la luz y se sentó en el borde de la cama.
—¿Estás cómoda?
—Teniendo en cuenta todo, sí.
Julia alargó una mano hasta la suya, que estaba sujetando la sábana, y entrelazó los dedos con los suyos.
—Eres un caso, Lena Katina —le dijo con suavidad—. ¿Lo sabías?
—¿A qué te refieres?
—Hoy has pasado por un infierno y ni siquiera has emitido una queja —con la otra mano le rozó un mechón de pelo—. Creo que eres tremenda.
—Tú también —dijo con voz temblorosa—. Has llorado por Mikhaíl.
—Era mi hermano. Y a pesar de nuestras diferencias, yo lo quería.
—Sigo pensando en... —se le rasgó la voz, al tiempo que una lágrima se deslizaba por su mejilla.
—No pienses más en ello, Lena —le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—¡Tengo que hacerlo!
—No. Te volverás loca si sigues pensando.
—Tú también has pensado en eso, Julia. ¿Cómo murió? ¿Lo torturaron? ¿Tuvo miedo? ¿Estaba...?
Julia le puso un dedo sobre los labios.
—Claro que he pensado en todo eso. Y creo que Mikhaíl se enfrentó con valor a su destino. Su fe era inquebrantable, y seguro que nunca lo abandonó.
—Lo admirabas —susurró ella con repentina perspicacia.
—Sí, lo admiraba —la confesión pareció avergonzarlo un poco—. Éramos completamente diferentes. Yo era agresiva y pendenciera, mientras que él nunca perdía la calma. Tal vez su serenidad le exigiera mucho más coraje que a mí la violencia.
Sin pensar, ella alargó un brazo y le tocó la cara.
—Él también te admiraba.
—¿A mí? —preguntó incrédula.
—Por tu garra, tu carácter desafiante... Llámalo como quieras.
—Puede ser —dijo en tono reflexivo—. Me gustaría pensar que así era —la arropó hasta los hombros—. Intenta dormir —apagó la lámpara de la mesita y dudó un segundo antes de inclinarse y besarla en la frente.
Luego se movió hacia un sillón junto a la ventana y se sentó. El día había sido agotador, y en pocos minutos los dos se quedaron dormidos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Lena dando un salto en la cama. La habitación estaba a oscuras, pero una serie de resplandores iluminaban la ventana.
Julia se acercó a ella rápidamente.
—Tranquila, Lena —se sentó e intentó acostarla sobre la almohada, pero ella tenía el cuerpo rígido—. Están a varios kilómetros. Llevan una media hora. Siento que te haya despertado.
—No son truenos —dijo ella.
—No.
—Están luchando.
—Sí.
—Oh, Señor... —se cubrió la cara con las manos y se tumbó de espaldas—. Odio este lugar. Tan sucio y agobiante, y donde matan a tantas personas... A gente buena y noble como Mikhaíl. Quiero irme a casa —dijo entre sollozos—. Tengo miedo. Odio tenerlo, pero no puedo evitarlo.
—Ah, Lena... —se acostó a su lado y la abrazó—. Los combates están lejos. Mañana nos marcharemos y nunca más tendrás que pensar en Monterico. Mientras tanto, yo estoy contigo.
Con los dedos le masajeó la cabeza, como si con ello quisiera introducirle sus palabras de consuelo en la mente. Apoyó la barbilla en su pelo y le dio un beso.
—No dejaré que te ocurra nada. Por Dios, te juro que mientras yo viva, no te pasará nada malo.
Ella sintió un alivio inmediato al oír su voz profunda. Se aferró a sus fuertes brazos, como si de ellos dependiera su vida, y dejó que Julia la acostara sobre su pecho.
Deslizó los dedos sobre el abdomen y no pudo evitar sentir la suave pero a la vez dura textura de los marcados músculos. Con el otro brazo le abrazó la cintura y se quedó acurrucada entre sus fuertes músculos.
Julia la mantuvo abrazada mientras le susurraba las promesas que ella necesitaba oír. Pero la atención de Julia no estaba en las palabras que pronunciaba, sino en la incomparable sensación de estar pegado a ella. La seda de las enaguas se amoldaba a la curva de su cadera, y sus senos descansaban sensualmente sobre los suyos.
De vez en cuando un estremecimiento la recorría. Entonces Julia la besaba en el pelo y le acariciaba los hombros desnudos. Le maravillaba la suavidad de su piel y le resultaba difícil tocarla de un modo impersonal.
Finalmente, ella se durmió. Julia lo supo por el calor de la respiración y por el movimiento inconsciente de su pierna sobre su espinilla. Tenía el muslo sobre el suyo y la rodilla flexionada sobre la cremallera de los pantalones. Julia apretó los dientes luchando contra el deseo. La necesidad de tocarla era tan profunda, que llegaba a ser dolorosa. Y si ella bajase un poco más la mano, moriría de éxtasis y agonía al mismo tiempo.
En la distancia se oía el tronar de las bombas. Poco a poco todo fue quedando en silencio, y las primeras luces del amanecer se dibujaron en el horizonte. Y Julia la seguía abrazando. La novia de Mikhaíl.
Pero su amada.
—¿Lena? —le susurró Julia—. Lena, por favor, no llores. ¿Quieres que le pida algo a la azafata?
Ella negó con la cabeza y se apartó el pañuelo de los ojos.
—No, gracias, Julia. Estoy bien.
Pero no estaba bien. No lo estaba desde la tarde anterior, cuando Oleg Volkov les dijo que Mikhaíl había sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento en Monterico.
—Jamás sabré por qué demonios te he permitido venir —dijo Julia en un tono de amargo reproche.
—Es algo que tengo que hacer —insistió ella restregándose los ojos.
—Me temo que esto va a ser un calvario y que solo te pondrá las cosas más difíciles.
—No. No podría quedarme sentada en casa a esperar. Tengo que ir contigo o me volveré loca.
Al menos Julia podía entender eso. Se trataba de un espantoso viaje a Monterico para identificar el cadáver de Mikhaíl y conseguir llevarlo de vuelta a Estados Unidos. Habría que negociar con el Departamento de Estado y con la Junta Militar en Monterico. Pero siempre sería mejor que quedarse en casa y contemplar el humillante dolor de los Volkov.
—Lena, ¿dónde has estado? —le había gritado Larissa al verla—. Tu coche estaba aquí... Te hemos buscado por todas partes... ¡Oh, Lena!
Se había abrazado a ella sin parar de llorar, mientras Julia se desplomaba en el sofá y bajaba la vista al suelo. Nadie se preocupó de consolarla por la pérdida de su hermano. Era como si no estuviese allí, salvo por la reprobatoria mirada que su padre lanzó al casco. Julia lo había tirado al suelo del vestíbulo cuando irrumpieron en la casa.
—Siento no haber estado aquí —dijo Lena acariciando el pelo de Sarah—. Yo... Julia y yo fuimos a dar un paseo en moto.
—¿Estabas con Julia? —Larissa levantó la cabeza y miró a su hija. Parecía que por primera vez se daba cuenta de su presencia.
—¿Cómo os habéis enterado de lo de Mikhaíl, mamá? —preguntó ella tranquilamente.
—Un representante del Departamento de Estado nos llamó hace media hora —explicó su padre. Larissa parecía haber caído en trance. El viejo pastor tenía los hombros encorvados, y la barbilla le temblaba. Sus ojos habían perdido el brillo habitual y su voz era un triste balbuceo—. Por lo visto, a esos matones fascistas no les gustaba lo que hacía Misha. Él y sus compañeros fueron arrestados junto a
varios de los rebeldes que habían ido a rescatar. Todos fueron... —miró a Larissa. — Ejecutados. Nuestro gobierno va a hacer una protesta formal.
—¡Nuestro hijo ha muerto! —gritó Larissa—. ¿De qué sirven las protestas? Nada va a hacer que Mikhaíl regrese.
Lena estaba de acuerdo. Las dos mujeres permanecieron abrazadas toda la tarde, sin parar de llorar. La noticia no tardó en divulgarse y pronto la gente empezó a llegar. Llenaron la casa con muestras de compasión y la cocina con comida.
El teléfono sonaba incesantemente. En un momento, Lena levantó la cabeza y vio que Julia estaba hablando por el auricular. Había ido a su casa para cambiarse de ropa, y estaba vestida con unos pantalones entallados, una camisa y una chaqueta. Mientras escuchaba a su interlocutor, se restregaba los ojos con los dedos, apoyado en la pared. Parecía agotada y desconsolada.
Lena no había tenido tiempo de subir a arreglarse un poco tras su descabellado paseo. Pero nadie parecía notar su aspecto. Todo el mundo se movía como si fueran autómatas, yendo de un lado para otro sin interés. Nadie podía creer que Mikhaíl ya no estuviera entre ellos.
—Pareces cansada —le dijo a Julia—. ¿Has comido algo?
La encimera de la cocina estaba repleta de los platos que habían llevado los miembros de la iglesia, pero a Lena la idea de comer en esos momentos le resultaba repugnante.
—No, no me apetece nada. ¿Y tú?
—Yo tampoco tengo hambre.
—Deberíamos comer algo —dijo Oleg entrando en la cocina. Larissa iba agarrada de su brazo.
—Papá, ha llamado un tal Whithers, del Departamento de Estado —le dijo Julia—. Tengo que ir mañana a recuperar el cuerpo —Larissa se estremeció y se llevó la mano a la boca—. Whithers se encontrará conmigo en Ciudad de México. Me ayudará a gestionar los trámites, así que ya podéis ir preparando el funeral.
Larissa se apoyó sobre la mesa y empezó a llorar de nuevo.
—Iré contigo, Julia —dijo Lena tranquilamente.
La reacción de los Volkov no fue tan tranquila, pero ella había tomado una decisión y estaba dispuesta a llevarla hasta el final.
Julia y ella condujeron hasta el Paso, desde donde tomaron un avión hacia México. Era el mismo recorrido que había seguido Mikhaíl tres meses antes.
Julia iba sentada junto a ella, como si quisiera protegerla del resto del mundo. Cuando vio que había hecho trizas su pañuelo, sacó el suyo del bolsillo y se lo ofreció.
—Gracias.
—No me des las gracias, Lena. No soporto verte llorar. —
—Me siento tan culpable.
—¿Culpable? ¿Por qué?
Ella hizo un gesto de frustración con las manos y perdió la mirada entre las nubes que desfilaban al otro lado de la ventanilla.
—No lo sé. Por muchas razones. Por enfadarme cuando se marchó sin despedirse, por guardarle rencor cuando no me mandaba ninguna carta íntima. Tonterías como esa.
—Todo el mundo se siente culpable por menosprecios así cuando alguien muere. Es natural.
—Sí, pero... yo me siento culpable por... estar viva —giró la cabeza y lo miró con sus ojos llorosos—. Por haberlo pasado tan bien contigo ayer cuando Mikhaíl ya estaba muerto.
—Lena —Julia sintió una punzada en el pecho.
Había albergado el mismo sentimiento de culpa, pero no se lo había dicho.
La rodeó con un brazo y la apretó contra ella. Con la otra mano le acarició el pelo.
—No debes sentirte culpable por estar viva. A Mikhaíl no le hubiera gustado. Fue él quien eligió hacer esto. Sabía los riesgos que asumía. Y los asumió.
Julia no quería reconocer lo bien que se sentía al abrazarla. Había querido hacerlo miles de veces, y al fin podía hacerlo. No le gustaba que la oportunidad le hubiera llegado en un momento así, pero era humana y no podía ignorar el placer que le invadía.
¿Por qué tuvo que morir Mikahíl? ¿Por qué? Julia hubiera querido quedarse con Lena, pero tras arrebatársela a su hermano en un duelo justo. No había victoria en aquella muerte tan repentina. ¿Sería el remordimiento de Lena el siguiente obstáculo a vencer?
—¿Por qué te enfureciste tanto con Mikhaíl cuando se marchó? —tal vez oyera una respuesta que no le gustase, pero tenía que preguntárselo.
Lena dudó un rato antes de contestar.
—La noche antes pasó algo que nos acercó más que nunca. Pensé que aquello lo cambiaría todo. Sin embargo, a la mañana siguiente se marchó sin decirme nada, como si nunca hubiera pasado.
«Porque a Mikhaíl no le había pasado nada...», pensó él.
—Tenía la esperanza de que anulase el viaje —continuó ella con un suspiro—. Por eso me sentí tan rechazada cuando no lo hizo. En el fondo sabía que mis sentimientos no eran más importantes para él que su misión, pero...
Julia estaba desesperada por saber lo que había pensado y sentido aquella mañana. Cuando la miró en la cocina se le habían pasado por la cabeza mil preguntas, pero no fue capaz de formular ninguna.
Hubiera querido preguntar: «¿estás bien?», «¿te hice daño?», «Lena , ¿lo he soñado o de verdad ha sido algo tan increíble?».
Seguía sin saber las respuestas a esas preguntas. Pero, fuera cuáles fueran las respuestas, pertenecían a Mikhaíl, no a ella. A Lena le había dolido la aparente despreocupación de su novio tras su primera noche de amor, y no podía entender su reacción al marcharse como si para él no hubiese significado nada. Pero tanto Mikhaíl como ella eran inocentes. La única culpable, como siempre, era ella.
¿Debería decírselo en esos momentos? ¿La absolvería de su martirio?
No, por Dios, claro que no. Tenía que superar la muerte de Mikhaíl. ¿Cómo iba a hacerlo sabiendo que había hecho el amor con alguien que no era Mikhaíl? ¿Cómo se perdonaría a ella misma y a quien la había engañado?
Lena debió de sentir la tensión del brazo que la rodeaba, porque de repente se enderezó en el asiento y puso distancia entre ellos.
—No debería estar molestándote con esto. Seguro que mi vida personal poco te importa.
Oh, sí, claro que le importaba. Pero ella no podía saberlo. No podía saber que ella la había tocado y sentido como nadie más. Que había palpado los secretos de su piel, que había escuchado los íntimos gemidos de placer y que la había besado con más pasión de la que Mikhaíl hubiera hecho jamás.
De pronto se dio cuenta de lo que estaba pensando. ¿Qué clase de bastarda era? Su hermano había muerto y ella estaba pensando en cómo había sido su encuentro sexual con Lena.
—Pronto aterrizaremos —dijo con voz tosca para disimular su confusión.
—Entonces debería arreglarme un poco la cara.
—Estás muy guapa.
Ella le miró, y se dio cuenta de que nadie le había agradecido todo el esfuerzo que estaba haciendo. Se había hecho responsable de aquel encargo tan desagradable sin que nadie se lo hubiese pedido.
—Has sido de gran ayuda con todo esto, Jul. Con tus padres y conmigo —le puso la mano en el brazo—. Me alegra que podamos contar contigo.
—Yo también me alegro de poder ayudaros —respondió con suavidad.
Era mejor no contarle que había sido ella su amante nocturna. El egoísmo de Julia no habría permitido que Mikhaíl se llevase el mérito, pero su nobleza no podía consentir que Lena tuviera que afrontar una doble tragedia.
La capital de Monterico era una ciudad agobiante, miserable y calurosa. Los edificios no eran más que ruinosos esqueletos de acero y hormigón; enormes pilas de basura y escombros hacían intransitables las calles. Las paredes y vallas estaban cubiertas de pinturas rojas que recordaban los logros de la espeluznante guerra civil. Por todas partes se veían soldados de uniforme, con expresión adusta y actitud arrogante, mientras que la población civil intentaba vivir con normalidad bajo el miedo y el peligro.
Lena nunca había visto un lugar tan deprimente. No tardó en comprender la determinación de Mikhaíl para liberar a aquel desgraciado pueblo de la opresión.
Whithers, el oficial del Departamento de Estado que los recibió en Ciudad de México, le resultó una decepción. Lena había esperado encontrar a alguien parecido a Gregory Peck: un hombre de personalidad arrolladora y autoridad incuestionable. Pero el señor Whithers no parecía ni resistir el soplo del viento, y mucho menos las dificultades que presentara un gobierno hostil a Estados Unidos. Con su traje arrugado y su aspecto débil, parecía más bien el blanco de bromas crueles que una supuesta amenaza a una junta militar.
Sin embargo, a ella la trató con deferencia, y se mostró amable y comprensible con su dolor mientras los conducía al avión que los llevaría a Monterico.
Lena dejó que fuera Julia quien llevara el ritmo de la conversación con Whithers. Pero aunque no dejó de hablar durante todo el vuelo, no le quitó la vista de encima ni le apartó el brazo de su hombro.
Ella se relajó en su compañía, y se preguntó por qué la gente no apreciaría la sensibilidad de Julia.
«A Julia Volkova le importa un pimiento cualquiera que no sea ella misma».
Eso es lo que la gente decía de Julia.
Pero estaban equivocados. Julia se interesaba por los demás. Por su hermano... y por ella.
Cuando llegaron a Monterico, Lena, Julia y el señor Whithers se subieron al asiento trasero de un viejo Ford. Delante se sentaron el conductor y un soldado con un rifle AK—47 soviético. Ninguno de los dos ocultó su desprecio hacia los pasajeros, y cada vez que Lena miraba el arma automática un escalofrío le recorría la columna.
Después de un recorrido por la ciudad, los dejaron frente a un edificio que anteriormente había sido un banco y que en esos momentos albergaba la sede general del gobierno. Una cabra, de aspecto tan enfermizo y hostil como cualquier otro habitante de Monterico, estaba atada a una de las columnas de la fachada.
Los ventiladores apenas funcionaban, y en el interior hacia casi tanto calor como en el exterior; pero, al menos, el amplio vestíbulo suponía un refugio contra
el sol. Lena tenía la blusa empapada de sudor y pegada a la espalda, y Julia se había quitado la chaqueta y la corbata y se había arremangado la camisa. Un soldado les indicó un sofá destartalado, y murmuró una orden para que se sentaran mientras hacía pasar al señor Whithers a la oficina del comandante. Cuando Whithers salió, varios minutos más tarde, estaba nervioso y se secaba la frente con un pañuelo.
—Washington tendrá que oír esto —dijo con indignación.
—¿El qué? —le preguntó Julia.
De pie, con la chaqueta al hombro, la camisa abierta revelando parte de los músculos de su torso cubierto por un top negro, con el ceño fruncido y la mandíbula recia, Julia parecía más intimidadora que cualquiera de los soldados.
El señor Whithers explicó que el cuerpo de Mikhaíl aún no había llegado a la ciudad.
—El pueblo donde... eh... la...
—Ejecución —añadió Julia.
—Sí, bueno, el pueblo donde tuvo lugar está acordonado por la guerrilla. Pero esperan que el cuerpo sea devuelto esta noche.
—¡Por la noche! —exclamó Lena.
Pasar una tarde entera en aquel horrible lugar era desolador.
—Eso me temo, señorita Katina —el señor Whithers miró nervioso a Julia—. Puede que sea antes. Nadie lo sabe con seguridad.
—¿Qué se supone que debemos hacer mientras tanto? —preguntó Lena.
Julia se aclaró la garganta y tragó saliva.
—Esperar.
Y eso hicieron. Durante interminables horas tuvieron que permanecer encerrados en el edificio. El señor Whithers usó todo su poder diplomático para que les trajeran comida y agua; solo consiguió unos sandwiches rancios de jamón y unos vasos de agua turbia.
—Seguro que son las sobras del campo de prisioneros —dijo Julia tirando el sándwich en una papelera. Lena tampoco pudo comerse el suyo. El jamón estaba recubierto por una capa verdosa. Pero estaban tan sedientas, que se bebieron toda el agua. Se pasaron sudando toda la tarde mientras los soldados dormitaban apoyados contra la pared.
Julia caminaba de un lado para otro, mascullando blasfemias e insultos sobre Monterico y los soldados. El pelo rojo de Lena y sus ojos verdigrises eran una novedad en aquel país, donde casi toda la población era de descendencia latina. Cada vez que uno de los soldados la miraba, Julia fruncía el ceño amenazador inmediatamente.
Los soldados no sabían que Julia hablaba muy bien español y, cuando uno de ellos dijo algo ofensivo, Julia se dirigió hacia él con los puños cerrados. El señor Whithers le agarró por la manga.
—Por amor de Dios, no haga ninguna tontería si no quiere que sean tres cuerpos lo que lleven a sus padres.
Tenía razón, y Julia volvió resignado al sofá. Se sentó junto a Lena y le apretó la mano.
—No te muevas de aquí, pase lo que pase.
Cuando el sol empezó a ocultarse por el horizonte, un camión militar paró frente al edificio gubernamental. Sus ocupantes bajaron, fumando y riendo entre ellos, y se dirigieron hacia el despacho del comandante. Al poco rato, el comandante salió con un fajo de papeles y les indicó que lo acompañaran. Se subió a la parte trasera del camión, seguido por Whithers y Julia.
—No —le dijo Julia a Lena cuando ella puso el pie en el portón.
—Pero, Julia...
—No —repitió con firmeza.
Dentro del camión había cuatro ataúdes. Mikhaíl estaba en el tercero que abrieron. Lena lo supo al ver la expresión de Julia. Cerró los ojos y puso una mueca endurecida de dolor. Whithers le preguntó algo y ella asintió en silencio.
Cuando abrió los ojos, dio unos pasos por el interior del camión antes de mirar a su hermano de nuevo. Entonces su expresión se suavizó un poco y las lágrimas le empezaron a afluir. Extendió la mano y tocó el rostro de Mikahíl.
El comandante dio una rápida orden en español y el ataúd fue sellado de nuevo. Hizo que Julia y Whithers salieran, y cuatro soldados subieron para bajar el féretro.
En cuanto Julia pisó el suelo, se abrazó a Lena. Ella también estaba llorando.
—Vámonos de aquí —le dijo a Whithers—. Haz que lo lleven al aeropuerto y salgamos cuanto antes —Whithers se alejó y Julia le puso a Lena un dedo en la barbilla—. ¿Estás bien?
—¿Estaba...? ¿Su cara esta...?
—No —respondió Julia con una triste sonrisa—. No tiene nada. Parece que está durmiendo plácidamente.
Ella soltó un gemido y hundió la cara en su pecho. Julia la apretó con fuerza y le acarició la espalda. Julia comprendía su sufrimiento. A pesar de todo, Mikhaíl era como un hermano para ella. Era como si una parte de ambas estuviera en el ataúd.
—Eh... señora Volkova —interrumpió Whithers —. Van a trasladar el cuerpo ahora mismo —señaló una furgoneta tambaleante que subía dando tumbos por la colina.
—Bien. Quiero sacar a Lena de este infierno. Podemos estar en México dentro de...
—Hay... eh... hay un problema.
Julia ya estaba caminando hacia la furgoneta. Se paró y dio media vuelta.
—¿Qué problema? —preguntó con furia. Whithers se balanceó ligeramente sobre sus pies.
—No permiten que ningún avión despegue de noche.
—¿Qué? —explotó Julia. Ya había oscurecido por completo.
—Seguridad —explicó Whithers—. No encienden ninguna pista de aterrizaje tras la puesta de sol. Si recuerda bien, los fugitivos estaban camuflados cuando aterrizamos hoy.
—Sí, sí, lo recuerdo —dijo Julia irritada—. ¿Cuándo podremos salir?
—A primera hora de la mañana.
—Si no es así, voy a armar el escándalo de mi vida. Seré peor que cualquier guerrilla de la jungla. ¡Y si piensan que voy a dejar a Lena en este maldito edificio, están muy equivocados!
—No, no, eso no será necesario. Lo han arreglado todo para que pasemos la noche en un hotel.
—No me interesa —espetó Julia—. Buscaremos un hotel nosotras mismas.
Pero las posibilidades eran tan escasas, que al final tuvieron que aceptar el lugar que les había asignado el gobierno. Al ver el vestíbulo, Lena se hundió en la desesperación. Los muebles estaban manchados y desvencijados. Los ventiladores no funcionaban. Las cortinas desastradas y hechas jirones, y las paredes y el techo agrietados. En un rincón se veía una pila de revistas, tan viejas que apenas podían distinguirse los títulos.
—No es exactamente el Farmont —dijo Julia.
Después de hablar con el desaseado conserje, Whithers les dio a cada una, una llave.
—Estamos todos en el mismo piso —dijo más animado.
—Fabuloso. Llamaré al servicio de habitaciones y pediré champán y caviar —comentó Julia con sorna.
—Señorita Katina, su habitación es la trescientos diecinueve —Whithers pareció ofenderse por el sarcasmo de Julia.
Julia agarró la llave antes de que llegara a Lena y miró el número de la suya.
—La señorita Katina se quedará conmigo en la trescientos veinticinco. Vamos, Lena
—la agarró del brazo y la condujo hacia las escaleras en vez de al ascensor. No valía la pena correr el riesgo de probarlo.
—Pero han sido muy específicos con eso —protestó Whithers—. Nos han asignado una a cada uno.
—Al infierno con ellos. ¿Cree que voy a dejar sola a Lena? Píenselo bien.
—Esto rompe nuestro acuerdo.
—Pues me importa un rábano si eso nos lleva a la Tercera Guerra Mundial.
—No creo que le hicieran nada a la señorita Katina. No son salvajes...
Julia se volvió y lo miró con tanta severidad, que el otro hombre enmudeció.
—Ella se queda conmigo.
No había discusión posible contra esa declaración.
La habitación trescientos veinticinco era tan calurosa y polvorienta como cualquier otra estancia en Monterico. Julia miró por la ventana y, tal y como sospechaba, vio a dos soldados vigilándolos tres plantas más abajo. Ajustó los postigos para preservar un poco de intimidad, pero dejó la ventana abierta para que la brisa nocturna airease un poco el cuarto.
—Whithers ha dicho que nos subirán la cena.
—Si son más bocadillos de jamón, me muero de impaciencia —dijo Lena. Soltó la bolsa sobre la cama y se sentó en el borde. Tenía los hombros encorvados, pero no había perdido todo el ánimo.
—Quítate los zapatos y túmbate.
—Puede que descanse unos minutos — dijo ella acostándose.
Media hora más tarde, un soldado llamó a la puerta y entró con una bandeja. Lena estaba medio adormilada y se sentó de un salto en la cama, provocando que la falda se le subiera hasta los muslos. El soldado se dio cuenta y le lanzó una mirada lasciva.
Julia, olvidando la advertencia de Whithers, le quitó la bandeja de las manos y lo empujó afuera. Echó el pestillo y puso una silla bajo el pomo. Tales precauciones no detendrían las balas de un AK—47, pero al menos le hacían sentirse mejor.
La cena consistía en un plato de arroz con pollo, judías y pimienta. Estaba tan picante, que a Lena se le saltaron las lágrimas. No pudo tragar más de dos bocados.
—Come —le ordenó Julia.
—No tengo hambre.
—Come de todas formas.
Lo dijo con una voz tan implacable que ella obedeció, intentando separar los trozos de pollo. Había también una pequeña garrafa de vino tinto, y Julia probó un poco.
—Con esto podrían limpiar los orinales —dijo poniendo una mueca de asco.
—¿Es la borracha de La Bota quien habla?
—¿Así es cómo se me conoce? —preguntó Julia arqueando una ceja.
—A veces.
Julia sirvió un vaso de vino y se lo tendió. Ella lo miró, como preguntando: «¿qué se supone que tengo que hacer con esto?».
—Bebe —la apremió Julia—. No confío en el agua de este lugar y, créeme, ninguna bacteria podría vivir en este líquido.
Ella dio un sorbo, y puso una mueca que lo hizo reír. Solo consiguió dar cinco sorbos más.
—No puedo tomar más —dijo con un estremecimiento de repugnancia.
Julia dejó la bandeja con los platos en el suelo, junto a la puerta. Escuchó unos segundos, pero al final se convenció de que nadie los estaba espiando al otro lado. Los guardias debían de estar vigilando el ascensor y las escaleras.
—¿Crees que la ducha funcionará? —preguntó Lena entrando en el baño.
—Inténtalo.
—¿Crees que pillaré una infección?
Julia se echó a reír.
—Tendremos que arriesgarnos —se quitó la camisa manchada—. No tengo otra opción.
—Yo tampoco, me temo —dijo ella, viéndose reflejada en el espejo.
Cerró la puerta y se desnudó. En otras circunstancias no se habría atrevido a pisar descalza un plato de ducha cubierto de moho, pero como Julia había dicho, no tenían alternativa. O eso, o dormir cubierta de polvo y sudor.
Sorprendentemente, el agua salía caliente y abundante, y el jabón era importado de Estados Unidos. Lo usó incluso para lavarse el pelo, ya que no tenía champú.
Después de secarse pensó en el siguiente dilema. ¿Qué podría ponerse? Tenía que enjuagar la ropa usada si quería volver a utilizarla al día siguiente. Se puso las enaguas y se cubrió con la chaqueta del traje. Tenía un aspecto ridículo, pero mejor era eso que nada.
Dejó la ropa interior en el lavabo, y colgó los pantalones y la blusa en el único toallero disponible. Apagó la luz y abrió la puerta.
Al ver a Julia, se llevó los dedos a los botones de la chaqueta y la mantuvo sobre los pechos. ¿Alguna vez la había visto Julia con el pelo mojado?
—Yo... eh... Solo había una toalla. Lo siento.
—Me secaré con el aire —dijo Julia con una sonrisa. Tenía la mirada fija en el borde de las enaguas, sobre las rodillas.
Pasó a su lado y entró en el baño. Cuando cerró la puerta, Lena se puso colorada al recordar la ropa que había dejado a secar. Era absurdo sentir vergüenza. En
casa habían colgado sus ropas en el mismo tendedero. Julia la había visto con bata y camisón en innumerables ocasiones.
Pero aquello era diferente. Y solo de pensar en que Julia estaría viendo su ropa interior en el lavabo la hizo ruborizarse aún más.
Cuando salió del baño, Lena ya se había quitado la chaqueta y estaba acostada bajo las sábanas. Le llegó el olor de su piel suave, húmeda y recién enjabonada. Iba desnuda de cintura para arriba, y tenía el cabello mojado y despeinado.
Apagó la luz y se sentó en el borde de la cama.
—¿Estás cómoda?
—Teniendo en cuenta todo, sí.
Julia alargó una mano hasta la suya, que estaba sujetando la sábana, y entrelazó los dedos con los suyos.
—Eres un caso, Lena Katina —le dijo con suavidad—. ¿Lo sabías?
—¿A qué te refieres?
—Hoy has pasado por un infierno y ni siquiera has emitido una queja —con la otra mano le rozó un mechón de pelo—. Creo que eres tremenda.
—Tú también —dijo con voz temblorosa—. Has llorado por Mikhaíl.
—Era mi hermano. Y a pesar de nuestras diferencias, yo lo quería.
—Sigo pensando en... —se le rasgó la voz, al tiempo que una lágrima se deslizaba por su mejilla.
—No pienses más en ello, Lena —le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—¡Tengo que hacerlo!
—No. Te volverás loca si sigues pensando.
—Tú también has pensado en eso, Julia. ¿Cómo murió? ¿Lo torturaron? ¿Tuvo miedo? ¿Estaba...?
Julia le puso un dedo sobre los labios.
—Claro que he pensado en todo eso. Y creo que Mikhaíl se enfrentó con valor a su destino. Su fe era inquebrantable, y seguro que nunca lo abandonó.
—Lo admirabas —susurró ella con repentina perspicacia.
—Sí, lo admiraba —la confesión pareció avergonzarlo un poco—. Éramos completamente diferentes. Yo era agresiva y pendenciera, mientras que él nunca perdía la calma. Tal vez su serenidad le exigiera mucho más coraje que a mí la violencia.
Sin pensar, ella alargó un brazo y le tocó la cara.
—Él también te admiraba.
—¿A mí? —preguntó incrédula.
—Por tu garra, tu carácter desafiante... Llámalo como quieras.
—Puede ser —dijo en tono reflexivo—. Me gustaría pensar que así era —la arropó hasta los hombros—. Intenta dormir —apagó la lámpara de la mesita y dudó un segundo antes de inclinarse y besarla en la frente.
Luego se movió hacia un sillón junto a la ventana y se sentó. El día había sido agotador, y en pocos minutos los dos se quedaron dormidos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Lena dando un salto en la cama. La habitación estaba a oscuras, pero una serie de resplandores iluminaban la ventana.
Julia se acercó a ella rápidamente.
—Tranquila, Lena —se sentó e intentó acostarla sobre la almohada, pero ella tenía el cuerpo rígido—. Están a varios kilómetros. Llevan una media hora. Siento que te haya despertado.
—No son truenos —dijo ella.
—No.
—Están luchando.
—Sí.
—Oh, Señor... —se cubrió la cara con las manos y se tumbó de espaldas—. Odio este lugar. Tan sucio y agobiante, y donde matan a tantas personas... A gente buena y noble como Mikhaíl. Quiero irme a casa —dijo entre sollozos—. Tengo miedo. Odio tenerlo, pero no puedo evitarlo.
—Ah, Lena... —se acostó a su lado y la abrazó—. Los combates están lejos. Mañana nos marcharemos y nunca más tendrás que pensar en Monterico. Mientras tanto, yo estoy contigo.
Con los dedos le masajeó la cabeza, como si con ello quisiera introducirle sus palabras de consuelo en la mente. Apoyó la barbilla en su pelo y le dio un beso.
—No dejaré que te ocurra nada. Por Dios, te juro que mientras yo viva, no te pasará nada malo.
Ella sintió un alivio inmediato al oír su voz profunda. Se aferró a sus fuertes brazos, como si de ellos dependiera su vida, y dejó que Julia la acostara sobre su pecho.
Deslizó los dedos sobre el abdomen y no pudo evitar sentir la suave pero a la vez dura textura de los marcados músculos. Con el otro brazo le abrazó la cintura y se quedó acurrucada entre sus fuertes músculos.
Julia la mantuvo abrazada mientras le susurraba las promesas que ella necesitaba oír. Pero la atención de Julia no estaba en las palabras que pronunciaba, sino en la incomparable sensación de estar pegado a ella. La seda de las enaguas se amoldaba a la curva de su cadera, y sus senos descansaban sensualmente sobre los suyos.
De vez en cuando un estremecimiento la recorría. Entonces Julia la besaba en el pelo y le acariciaba los hombros desnudos. Le maravillaba la suavidad de su piel y le resultaba difícil tocarla de un modo impersonal.
Finalmente, ella se durmió. Julia lo supo por el calor de la respiración y por el movimiento inconsciente de su pierna sobre su espinilla. Tenía el muslo sobre el suyo y la rodilla flexionada sobre la cremallera de los pantalones. Julia apretó los dientes luchando contra el deseo. La necesidad de tocarla era tan profunda, que llegaba a ser dolorosa. Y si ella bajase un poco más la mano, moriría de éxtasis y agonía al mismo tiempo.
En la distancia se oía el tronar de las bombas. Poco a poco todo fue quedando en silencio, y las primeras luces del amanecer se dibujaron en el horizonte. Y Julia la seguía abrazando. La novia de Mikhaíl.
Pero su amada.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Cinco
El funeral de Mikhaíl Volkov congregó a muchos asistentes. Todos aquellos que habían criticado su fanatismo se presentaron a rendirle homenaje en la tumba, considerando que había sido un auténtico mártir. Las principales cadenas de televisión de todo el país acudieron a cubrir el acto y las cámaras se esparcieron por todo el cementerio.
Lena, sentada junto a Oleg y a Larissa, aún no podía creer que la misión de Mikhaíl hubiese acabado de aquella manera. Parecía imposible que hubiera muerto. Era como si todo fuese una horrible pesadilla.
Desde que Julia y ella regresaron de Monterico, la casa parroquial había sido un caos. El teléfono no dejaba de sonar y las visitas se sucedían una detrás de otra. Incluso llegaron agentes del gobierno para preguntarle a Julia por sus impresiones acerca del país centroamericano.
Lena había dormido muy poco desde que se despertó en brazos de Julia en aquel hotel de Monterico. Se había despertado poco a poco y, cuando se dio cuenta de que estaba tumbada sobre su torso desnudo y de que ella solo llevaba sus enaguas, levantó la cabeza y vio que Julia la estaba mirando.
—Lo... lo siento —balbució. Se levantó a toda prisa y se metió en el baño.
La tensión chasqueaba entre ellas como una hoguera mientras se vestían para salir. No hacían más que chocarse accidentalmente el uno con el otro, lo que provocaba torpes disculpas.
Cada vez que la miraba se encontraba con sus penetrantes ojos. Evitó mirarle más, lo que pareció irritarla.
Las condujeron al aeropuerto en otro destartalado coche y los subieron al avión que transportaba el féretro de Mikhaíl. En Ciudad de México, el señor Whithers hizo los preparativos necesarios para volar hasta El Paso, donde una limusina funeraria llevaría el cuerpo a casa.
No se dijeron nada durante el vuelo a El Paso, ni tampoco en el interminable trayecto hasta La Bota.
Apenas se dirigieron la palabra hasta el funeral.
La química que se había despertado entre ellas en Monterico parecía haber desaparecido por completo. Por razones que no podía comprender, Lena se sentía más incómoda a su lado de lo que jamás había estado. Cuando Julia entraba en una habitación, ella salía. Cuando la miraba, ella giraba la cabeza. No sabía por qué lo evitaba, pero suponía que tenía que ver con la noche que compartieron en Monterico.
Había dormido abrazada a Julia...
Semidesnuda...
Y semidesnudo ella...
Habían sido dos extranjeras en un país lleno de peligros. En semejantes circunstancias, la gente hacía cosas que normalmente no se atrevería a hacer. Como apretar la mejilla contra un torso musculoso y despertarse con los labios alarmantemente cerca de un pezón...
En esos momentos, mientras contemplaba el féretro recubierto de flores, Lena intentó borrar esos recuerdos de su mente. No quería ni recordar la milésima de segundo en la que, al despertarse sobre el cuerpo de Julia, se sintió cálida, segura y en paz.
No volvería a correr el riesgo de acercarse más a Julia, aunque fuera difícil no mirarla.
La fuerza que emanaba era como un imán que la atraía irresistiblemente hacia Julia. Incluso estando sentada junto a Oleg sentía la necesidad de buscarla con la mirada para encontrar su apoyo.
El sacerdote concluyó el servicio con una larga oración. En la limusina que los llevó de vuelta a casa, Larissa estuvo llorando en el hombro de su marido. Julia mantuvo la vista fija en la ventanilla. Se había aflojado la corbata y se había desabrochado el cuello de la camisa. Lena manoseaba un pañuelo, sin decir nada.
Algunas señoras de la iglesia ya estaban sirviendo café y pastelillos en la casa parroquial. Había mucha gente entrando y saliendo, y Lena pensó que aquel desfile de personas nunca acabaría. Entró en la cocina y se ofreció para lavar los platos.
—Por favor —le dijo a la mujer que estaba frente al fregadero—. Necesito ocuparme en algo.
—Pobrecita...
—Tu dulce Mikhaíl se ha ido...
—Pero todavía eres joven, Lena...
—Tienes que seguir adelante. Quizá te cueste un tiempo...
—Lo estás llevando muy bien...
—Todo el mundo lo dice...
—El viaje a ese horrible país debe de haber sido una pesadilla...
—Y encima con Julia...
La última que habló negó tristemente con la cabeza, como si quisiera decir que viajar con Julia era un castigo peor que la muerte.
Lena hubiera querido decirles a todas que, de no ser por Julia, no lo habría superado. Pero sabía que nadie podría entenderlo. Les dio las gracias y les perdonó su ignorancia. Sabía que se preocupaban realmente por ella. Terminó de lavar los platos que había en el mostrador y fue a buscar los que había esparcidos por la
casa. Cuando entró en la salita, descubrió aliviada que solo estaban los Volkov. Todos los demás ya se habían ido. Se dejó caer en una silla y se apoyó en el reposa cabezas.
Abrió los ojos cuando oyó el ruido de un mechero. Julia acababa de encender un cigarrillo.
—Te he dicho que no fumes en esta casa –lo recriminó Larissa desde el sofá. Su aspecto encorvado y esquelético agudizaba la amargura de su expresión.
—Lo siento —se disculpó con sinceridad. Se levantó y arrojó el cigarrillo por la ventana— Es la costumbre.
—¿Por qué traes los malos hábitos a esta casa? —Le preguntó Oleg—. ¿No tienes ningún respeto por tu madre?
—Os respeto a los dos —le respondió Julia. Su voz era amable, pero tenía el cuerpo en tensión.
—Tú no respetas nada —le espetó Larissa—. No me has dicho ni una sola vez que lamentas la muerte de tu hermano. No puedo comprenderte.
—Mamá, yo...
—Pero no sé ni por qué me molesto en esperar nada de ti —continuó ella como si no lo hubiera oído—. Desde el día que naciste no has hecho otra cosa que darme problemas. Nunca te has preocupado por mí como lo hacía Mikhaíl.
Lena se enderezó en la silla. Quería recordarle a Larissa que durante los últimos días fue Julia quien se ocupó de todo lo relacionado con la muerte de Mikhaíl. Pero antes de que pudiera abrir la boca, Larissa siguió hablando:
—Mikhaíl no se hubiera separado de mi lado en un momento como esta...
—Yo no soy Misha, mamá...
—¿Crees que no lo sé? A Mikhaíl no le llegabas ni a la suela de los zapatos.
—Larissa, por favor... —interrumpió Lena.
—Mikhaíl era tan bueno... tan bueno y tan dulce. Mi niño... —le temblaron los hombros y rompió a llorar de nuevo—. Si Dios tenía que arrebatarme a uno de mis hijos, ¿por qué se llevó a Mikhaíl y me dejó contigo?
—Oh, Dios mío —exclamó Lena llevándose la mano a la boca.
Oleg se arrodilló a los pies de su esposa y empezó a consolarla. Durante largo rato Julia los contempló en silencio, sin poder creer lo que había oído. Luego se dirigió hacia la puerta, la abrió con violencia y bajó los escalones del porche.
Sin pararse a pensar, Lena salió corriendo tras ella. La alcanzó cuando estaba abriendo la puerta de su Corvette.
—¡Vuelve a donde perteneces! —le gritó al mirarla.
Se metió en el coche y arrancó el motor. Lena tuvo el tiempo justo de abrir la puerta del pasajero y de meterse dentro antes de que Julia pisara el acelerador.
El coche salió disparado como un misil. Enfiló la calle y tomó una curva sin disminuir la velocidad. Lena consiguió cerrar la puerta antes de que la inercia del giro la lanzara sobre el pavimento.
Julia aceleró a fondo a medida que salía del pueblo. Fueron dejando atrás las farolas que iluminaban las calles y, cuando la oscuridad las engulló, Lena ni siquiera se atrevió a mirar el velocímetro.
Julia accionó los mandos de la radio con una mano mientras con la otra controlaba el volante. Encontró una emisora de heavy—metal y puso el volumen al máximo.
—Has cometido un gran error —gritó por encima de la ensordecedora música—. Deberías haberte quedado en casa.
Alargó el brazo hacia la guantera, entre las rodillas de Lena, y sacó un estuche plateado. Se la puso entre los muslos para desenroscar el tapón y se la llevó a los labios. Tomó un largo trago y, por la expresión de su rostro, Lena supo que la bebida era fuerte. Bebió una y otra vez mientras con la otra mano intentaba mantener el vehículo en línea recta.
Las ventanillas del coche estaban abiertas y el viento irrumpía en el interior. El cuidadoso peinado que Lena se había hecho para el funeral se había deshecho por completo, y la sorprendió ver que, a pesar del aire, Julia había conseguido encender un cigarrillo.
—¿Te diviertes? —le preguntó Julia con voz burlona.
Ella se negó a seguirle el juego, por lo que mantuvo la vista fija en el parabrisas. La velocidad la aterraba, pero no diría nada ni aunque se estrellasen. Julia giró bruscamente y se internó por un camino que no tenía ninguna señalización. Cómo había sabido que estaba allí era un misterio para Lena.
El camino estaba tan lleno de baches, que Lena tuvo que agarrarse al asiento para que los vaivenes no la despidieran contra el techo. A pesar de que no podía ver nada, excepto los pocos metros que iluminaban los faros, notó que estaban subiendo una cuesta. Finalmente, Julia dio un frenazo tan brusco que Lena a punto estuvo de estrellarse contra el cristal. Los neumáticos derraparon en la tierra antes de que el coche se detuviera por completo.
Apagó el motor al mismo tiempo que la radio y se apoyó en el alféizar de la ventana. Se quitó el cigarrillo de la boca y tomó unos cuantos tragos del estuche antes de ofrecérsela a Lena.
—Lo siento. ¿Dónde están mis modales? ¿Te apetece un trago? —Ella no respondió ni cambió la expresión—. ¿No? —se encogió de hombros y siguió bebiendo—. ¿Un cigarrillo? —Le ofreció el paquete—. No, claro que no. Eres toda
una dama, ¿verdad? La señorita Lena Katina, libre de vicios. Incorruptible. Intocable. Tan solo digna de un santo como nuestro querido Mikhaíl Volkov—aspiró una profunda bocanada y soltó el humo directamente en su rostro.
Ella siguió imperturbable, y Julia acabó arrojando el cigarrillo por la ventana.
—Vamos a ver, ¿qué hay que hacer para que llores de terror? ¿Qué hay que hacer para que salgas huyendo de mi coche y de mi condenada vida? —le gritó con tanta furia, que se quedó sin aire en los pulmones. Ella permaneció callada y serena. Cuando Julia habló de nuevo, lo hizo más calmada, aunque su voz seguía mostrando su dolor y su ira—. ¿Qué te asquearía lo suficiente para que corrieras en busca de tus virtudes? ¿Una retahíla de palabrotas? Sí, eso tal vez. No creo que sepas ninguna, pero podemos intentarlo. ¿Las prefieres en orden alfabético o las voy soltando según se me ocurran?
—No vas a conseguir asquearme, Julia.
—¿Quieres apostar?
—Nada de lo que hagas o digas hará que me marche.
—¿De modo que estás dispuesta a salvarme? —se echó a reír—. No pierdas el tiempo con eso.
—No te abandonaré —insistió ella.
—¿Ah, no? —una sonrisa irónica curvó sus labios—. Ahora lo veremos.
Le agarró la cabeza con una mano y, tirando de ella la trajo hacia sí, la besó ferozmente en los labios. Lena no intentó apartarla, ni siquiera cuando le introdujo la lengua en la boca y sus dientes le mordieron el labio inferior. Dejó que consumara su humillante saqueo sin oponer la más mínima resistencia.
El vestido negro que se había puesto para el funeral constaba de dos piezas. Julia deslizó la mano hasta su cintura y levantó la parte superior.
—Ya veo que no conoces mi fama con las mujeres —le murmuró contra el cuello—. No tengo escrúpulos, ni con vírgenes ni con mujeres casadas. Soy una máquina del sexo que ataca de la forma más indiscriminada. Dicen que estoy siempre tan caliente, que no puedo ni mantener subida la cremallera —le separó las rodillas con la suya—. ¿Sabes lo que eso significa, Lena? Pues que ahora estás en un grave apuro.
La besó de nuevo con salvaje arrebato mientras su mano encontraba su pecho. Lo apretó con fuerza y deslizó los dedos bajo el sujetador. Lo masajeó con los dedos hasta endurecer la cresta erguida.
A pesar de su determinación de permanecer impasible, Lena se inclinó de espaldas contra el asiento. Pero no se revolvió ni luchó. Su única resistencia era la pasividad.
Su gemido ahogado fue como un canto de sirena a oídos de Julia. Se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y parecía como si fuera un globo al que hubieran pinchado con un alfiler. Se desinfló en sonoras exhalaciones, con los labios todavía pegados a su boca, pero sin exigir ya venganza alguna.
El oxígeno le sirvió para aliviar el efecto del alcohol mezclado con la furia. Retiró la mano de su pecho y, en un patético ademán por enmendar su error, intentó colocar el sujetador en su lugar. Luego abrió la puerta y salió del coche.
Lena se cubrió la cara con las manos y tragó saliva varias veces. Cuando sintió que recuperaba algo de su compostura, se ajustó la ropa y también salió.
Julia estaba sentada en el capó del coche, con la mirada perdida en la oscuridad. Lena reconoció entonces los alrededores. Estaban en la Mesa, una meseta que se elevaba sobre los prados circundantes. Se extendía varios kilómetros.
Lena se puso delante de ella, con las rodillas casi rozando las suyas. Julia la miró durante unos segundos y entonces bajó la cabeza.
—Lo siento —murmuró.
—Lo sé —le acarició el pelo, desde la nuca hasta la frente, pero la cálida brisa lo volvió a despeinar.
—¿Cómo he podido...?
—No importa, Jul.
—Sí importa —replicó él entre dientes—. Claro que importa.
Alzó de nuevo la cabeza y apoyó suavemente la mano en el pecho que minutos antes había intentado poseer. No había nada sexual en ese contacto. Era como tocar el hombro de una niña herida.
—¿Te he hecho daño?
—No —su tacto era cálido e inocente, y Lena cubrió la mano con la suya.
—Sí, te lo he hecho.
—No tanto como ellos a ti.
Se miraron a los ojos durante unos instantes cargados de electricidad. Finalmente, ella retiró la mano y él se apresuró a bajar la suya.
Lena se sentó a su lado en el capó. La superficie encerada estaba muy caliente por el motor, pero ninguna de las dos pareció notarlo.
—Larissa no tenía intención de decir lo que te dijo, Julia.
—Oh, sí —replicó ella riendo sin humor—. Claro que sí.
—Está destrozada. Era su dolor el que hablaba, no ella.
—No, Lena —negó tristemente con la cabeza—. Sé lo que sienten por mí. Desearían que yo no hubiera nacido. Soy un recuerdo perpetuo de un fallo que cometieron, y un constante insulto a sus creencias. Aunque no lo dijeran en voz
alta, sé que lo están pensando. Igual que todo el mundo. Julia Volkova merece morir. Su hermano no.
—¡Eso no es verdad!
Julia se levantó y fue hasta el borde de la meseta con las manos en los bolsillos. Su camisa blanca destacaba en la oscuridad. Lena le siguió.
—¿Cuándo empezó todo?
—Cuando Mikhaíl nació. Puede que antes. No lo recuerdo. Solo sé que siempre fue igual. Mikhaíl era el chico de oro. Yo tendría que haber nacido con el pelo moreno. Así habría sido de verdad la oveja negra.
—No digas eso de ti mismo.
—Es la verdad, ¿no? —Se giró para mirarla con agresividad—. Mira lo que casi te he hecho a ti. He estado a punto de violar a la mujer que... —dejó la frase sin terminar y Lena se preguntó qué habría querido decir.
—Sé por qué lo has hecho, y por qué has estado conduciendo borracha. Intentabas convencerte de que tenían razón sobre ti. Pero no la tienen, Julia —se acercó más a ella—. No eres una mala semilla que haya brotado por accidente en una familia impecable. No sé lo que vino primero, si tu rebeldía o su desprecio —la agarró de la manga y lo hizo mirarla—. Te has pasado toda tu vida reaccionando contra ellos. Te comportas de esa manera porque sabes que es eso lo que los demás esperan de ti. Tú misma te has esforzado en ser la oveja negra de la familia. ¿No lo ves, Jul? Incluso de niña intentabas llamar la atención que le dedicaban a Misha. Pero fue culpa de ellos, no tuya. Tuvieron dos hijos y cada uno salió con su propia personalidad. La de Mikhaíl era la más parecida a la de ellos, por eso lo escogieron como el hijo modelo. Tú intentaste ganar su aprobación y, al no conseguirlo, te dedicaste a hacer justo lo contrario.
Julia esbozó una sonrisa paternalista.
—Veo que lo tienes todo muy claro.
—Sí. Si no lo tuviera, me habría espantado lo que ha pasado esta noche. Incluso hasta hace unos meses lo habría estado. Pero ahora te conozco mejor, y sé que no me harías daño. Te he estado observando. He visto cómo llorabas por tu hermano. No eres tan «mala» como quieres hacer creer a los demás. No puedes competir con la bondad de Mikhaíl, por eso intentas ser el mejor en otros aspectos.
Julia la escuchaba con toda su atención. Quería contradecirla, pero sus argumentos eran ciertos. Con la punta del pie removió la tierra del suelo, levantando una nube de polvo.
—Lo que me preocupa es hasta dónde piensas llegar —continuó Lena.
—¿Qué quieres decir?
—¿Hasta cuándo seguirás demostrándoles que tienen razón sobre ti?
—Ya lo estás viendo —respondió Julia—. ¿Por qué no lo sueltas de una vez? Tú crees que solo tengo ganas de morir.
—Las personas con poca autoestima hacen cosas estúpidas.
—¿Cómo conducir a toda velocidad y vivir al límite del riesgo?
—Exacto.
—Bah... Pregúntale a cualquiera sobre mi autoestima. Todos te dirán lo engreída que soy.
—No me refiero a lo que haces, sino a tus sentimientos. He visto tu lado sensible, Julia; El que no muestras a nadie.
—¿Crees que me estoy suicidando poco a poco?
—No he dicho eso.
—Pero es lo que quieres decir. Has llevado tu psicología demasiado lejos, Lena.
—De acuerdo —admitió ella—. Lo siento. Pero si me preocupo tanto es porque me importas, Julia.
Julia relajó su expresión y suavizó la mirada.
—Aprecio tu preocupación, pero no tienes por qué molestarte. Me gusta conducir deprisa, beber y... ¿qué era lo otro? –preguntó con burla.
—Creo que a tus padres también les importas —dijo ella muy seria.
Julia apartó incómodo la mirada.
—¿Acaso mi madre no se da cuenta de que quiero abrazarla? ¿A ella y a mi padre? Desde que nos enteramos de lo de Mikhaíl es lo único que he querido hacer. Abrazarlos... y ellos a mí.
—Jul... —le tocó el brazo, pero ella se apartó. No quería la compasión de nadie.
—No me acerqué a ellos porque sé que me quieren a su lado. De modo que intento demostrar mi cariño de otras maneras —soltó un suspiro—. Pero ellos no lo ven.
—Yo sí lo he visto, y te estoy muy agradecida.
—Pero tú tampoco me permites acercarme a ti, Lena —dijo ella bruscamente.
—No sé a qué te refieres.
—Claro que lo sabes. Cuando estábamos en Monterico te aferrabas a mí como si fuera tu único medio de salvación. Confiabas en mí tanto emocional como físicamente. Y desde que volvimos, vuelvo a ser como un leproso para ti. Ni me hablas, ni me tocas... Demonios, ni siquiera me miras.
Tenía razón, pensó Lena, pero ella no iba a reconocerlo.
—¿Tu rechazo tiene algo que ver con la noche que compartimos en Monterico?
Ella levantó la cabeza e intentó humedecerse los labios, pero tenía la lengua seca.
—Por supuesto que no.
—¿Seguro?
—Sí. ¿Qué diferencia podría haber supuesto?
—Nos acostamos juntas.
—¡No fue así! —exclamó ella a la defensiva.
—No —dio unos pasos hacia ella—. Pero, por tu modo de reaccionar, podría haber sido así. ¿Qué te hace sentirte tan culpable?
—No me siento culpable.
—¿No? ¿No piensas que no tenías derecho a dormir medio desnuda en mis brazos? ¿No sientes que estabas siendo infiel a la memoria de Mikhaíl?
Lena le dio la espalda y cruzó los brazos sobre el estómago.
—No debería haberlo hecho.
—¿Por qué?
—Lo sabes muy bien.
—Porque sabes lo que todo el mundo pensaría de una mujer que se acuesta conmigo —ella no respondió—. ¿De qué tienes miedo, Lena?
—De nada.
—¿Temes que alguien descubra lo que pasó esa noche?
—No.
—¿Temes que tu nombre se añada a la lista de Julia Volkova?
—No.
—¿Tienes miedo de mí?
Ni siquiera el viento podía ocultar la duda y la desolación en la voz de Julia. Lena se dio la vuelta y vio la expresión de tristeza en su rostro.
—No, Julia, no —para demostrar la veracidad de sus palabras, se abrazó a su cintura y apoyó la mejilla contra su pecho.
Ella no tardó ni un segundo en rodearla con sus brazos.
—No te culparía si así fuera, especialmente después de lo que ha pasado esta noche. Pero no podría soportarlo. No podría vivir sabiendo que te he hecho daño.
Lena podría haberle dicho que no tenía miedo de ella, sino de las reacciones que provocaba en ella. Cuando estaban juntas, podía arrancarse la máscara parroquial y ser una mujer completamente distinta. Julia le aceleraba el corazón y la respiración, y hacía que sus manos se llenaran de sudor. Con Julia se olvidaba de quién era y de dónde venía. Con Julia solo vivía para el presente, ya fuera montando en moto o compartiendo una cama...
Era como si todos esos años hubiese estado enamorada de Julia en vez de Mikhaíl. Había hecho el amor con Mikhaíl, pero la noche que durmió en brazos de Julia había sido igualmente maravillosa. No podía dejar de recriminarse por eso. ¿Cómo era
posible que, tan solo una semana después de la muerte de su novio, se estuviera preguntando cómo sería hacer el amor con Julia?
—Deberíamos volver a casa —dijo de repente, asustada por ese pensamiento—. Estarán preocupados.
Julia pareció decepcionada, pero la hizo subir al coche. Volvió a guardar el estuche en la guantera y tiró la caja de cigarrillos por la ventana.
—¿No te da vergüenza ensuciar el campo? —le preguntó ella.
—Mujeres... —murmuró él con exasperación—. Nunca están contentas del todo.
Se sonrieron la uno a la otra. Todo iba bien.
Cuando llegaron a la casa parroquial, después de un viaje tranquilo y moderado, Julia le abrió la puerta y la rodeo por la cintura de camino a la puerta. Ella hizo lo mismo.
—Gracias, Lena.
—¿Por qué?
—Por ser mí amiga.
—Últimamente tú también has sido mi amiga.
—Gracias, de todos modos —en la puerta se pararon y se miraron. Julia parecía reacia a marcharse—. En fin... Buenas noches.
—Buenas noches.
—Puede que pase un tiempo antes de que vuelva por aquí.
—Lo entiendo.
—Pero te llamaré.
—Me rompe el corazón estar entre tus padres y tú en un momento en el que os necesitáis más que nunca.
Julia soltó un suspiro lleno de tristeza.
—Sí, bueno, así son las cosas. Si necesitas algo, cualquier cosa, grita.
—Lo haré.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Julia le apretó la mano y se inclinó para darle un beso en la mejilla. Sus labios se mantuvieron unos segundos pegados a la piel, o tal vez fue ella quien lo imaginó. Antes de decidirlo, entró y subió a su dormitorio. La casa estaba a oscuras. Los Volkov ya se habían acostado.
«¿Ahora qué?», se preguntó mirando su habitación infantil—. «¿Qué voy a hacer con mi vida?».
Pensó en la pregunta mientras se desnudaba, y siguió dándole vueltas durante largas horas después de acostarse.
A la mañana siguiente ya tenía una respuesta. La otra pregunta era, ¿cómo iba a decírselo a los Volkov?
El funeral de Mikhaíl Volkov congregó a muchos asistentes. Todos aquellos que habían criticado su fanatismo se presentaron a rendirle homenaje en la tumba, considerando que había sido un auténtico mártir. Las principales cadenas de televisión de todo el país acudieron a cubrir el acto y las cámaras se esparcieron por todo el cementerio.
Lena, sentada junto a Oleg y a Larissa, aún no podía creer que la misión de Mikhaíl hubiese acabado de aquella manera. Parecía imposible que hubiera muerto. Era como si todo fuese una horrible pesadilla.
Desde que Julia y ella regresaron de Monterico, la casa parroquial había sido un caos. El teléfono no dejaba de sonar y las visitas se sucedían una detrás de otra. Incluso llegaron agentes del gobierno para preguntarle a Julia por sus impresiones acerca del país centroamericano.
Lena había dormido muy poco desde que se despertó en brazos de Julia en aquel hotel de Monterico. Se había despertado poco a poco y, cuando se dio cuenta de que estaba tumbada sobre su torso desnudo y de que ella solo llevaba sus enaguas, levantó la cabeza y vio que Julia la estaba mirando.
—Lo... lo siento —balbució. Se levantó a toda prisa y se metió en el baño.
La tensión chasqueaba entre ellas como una hoguera mientras se vestían para salir. No hacían más que chocarse accidentalmente el uno con el otro, lo que provocaba torpes disculpas.
Cada vez que la miraba se encontraba con sus penetrantes ojos. Evitó mirarle más, lo que pareció irritarla.
Las condujeron al aeropuerto en otro destartalado coche y los subieron al avión que transportaba el féretro de Mikhaíl. En Ciudad de México, el señor Whithers hizo los preparativos necesarios para volar hasta El Paso, donde una limusina funeraria llevaría el cuerpo a casa.
No se dijeron nada durante el vuelo a El Paso, ni tampoco en el interminable trayecto hasta La Bota.
Apenas se dirigieron la palabra hasta el funeral.
La química que se había despertado entre ellas en Monterico parecía haber desaparecido por completo. Por razones que no podía comprender, Lena se sentía más incómoda a su lado de lo que jamás había estado. Cuando Julia entraba en una habitación, ella salía. Cuando la miraba, ella giraba la cabeza. No sabía por qué lo evitaba, pero suponía que tenía que ver con la noche que compartieron en Monterico.
Había dormido abrazada a Julia...
Semidesnuda...
Y semidesnudo ella...
Habían sido dos extranjeras en un país lleno de peligros. En semejantes circunstancias, la gente hacía cosas que normalmente no se atrevería a hacer. Como apretar la mejilla contra un torso musculoso y despertarse con los labios alarmantemente cerca de un pezón...
En esos momentos, mientras contemplaba el féretro recubierto de flores, Lena intentó borrar esos recuerdos de su mente. No quería ni recordar la milésima de segundo en la que, al despertarse sobre el cuerpo de Julia, se sintió cálida, segura y en paz.
No volvería a correr el riesgo de acercarse más a Julia, aunque fuera difícil no mirarla.
La fuerza que emanaba era como un imán que la atraía irresistiblemente hacia Julia. Incluso estando sentada junto a Oleg sentía la necesidad de buscarla con la mirada para encontrar su apoyo.
El sacerdote concluyó el servicio con una larga oración. En la limusina que los llevó de vuelta a casa, Larissa estuvo llorando en el hombro de su marido. Julia mantuvo la vista fija en la ventanilla. Se había aflojado la corbata y se había desabrochado el cuello de la camisa. Lena manoseaba un pañuelo, sin decir nada.
Algunas señoras de la iglesia ya estaban sirviendo café y pastelillos en la casa parroquial. Había mucha gente entrando y saliendo, y Lena pensó que aquel desfile de personas nunca acabaría. Entró en la cocina y se ofreció para lavar los platos.
—Por favor —le dijo a la mujer que estaba frente al fregadero—. Necesito ocuparme en algo.
—Pobrecita...
—Tu dulce Mikhaíl se ha ido...
—Pero todavía eres joven, Lena...
—Tienes que seguir adelante. Quizá te cueste un tiempo...
—Lo estás llevando muy bien...
—Todo el mundo lo dice...
—El viaje a ese horrible país debe de haber sido una pesadilla...
—Y encima con Julia...
La última que habló negó tristemente con la cabeza, como si quisiera decir que viajar con Julia era un castigo peor que la muerte.
Lena hubiera querido decirles a todas que, de no ser por Julia, no lo habría superado. Pero sabía que nadie podría entenderlo. Les dio las gracias y les perdonó su ignorancia. Sabía que se preocupaban realmente por ella. Terminó de lavar los platos que había en el mostrador y fue a buscar los que había esparcidos por la
casa. Cuando entró en la salita, descubrió aliviada que solo estaban los Volkov. Todos los demás ya se habían ido. Se dejó caer en una silla y se apoyó en el reposa cabezas.
Abrió los ojos cuando oyó el ruido de un mechero. Julia acababa de encender un cigarrillo.
—Te he dicho que no fumes en esta casa –lo recriminó Larissa desde el sofá. Su aspecto encorvado y esquelético agudizaba la amargura de su expresión.
—Lo siento —se disculpó con sinceridad. Se levantó y arrojó el cigarrillo por la ventana— Es la costumbre.
—¿Por qué traes los malos hábitos a esta casa? —Le preguntó Oleg—. ¿No tienes ningún respeto por tu madre?
—Os respeto a los dos —le respondió Julia. Su voz era amable, pero tenía el cuerpo en tensión.
—Tú no respetas nada —le espetó Larissa—. No me has dicho ni una sola vez que lamentas la muerte de tu hermano. No puedo comprenderte.
—Mamá, yo...
—Pero no sé ni por qué me molesto en esperar nada de ti —continuó ella como si no lo hubiera oído—. Desde el día que naciste no has hecho otra cosa que darme problemas. Nunca te has preocupado por mí como lo hacía Mikhaíl.
Lena se enderezó en la silla. Quería recordarle a Larissa que durante los últimos días fue Julia quien se ocupó de todo lo relacionado con la muerte de Mikhaíl. Pero antes de que pudiera abrir la boca, Larissa siguió hablando:
—Mikhaíl no se hubiera separado de mi lado en un momento como esta...
—Yo no soy Misha, mamá...
—¿Crees que no lo sé? A Mikhaíl no le llegabas ni a la suela de los zapatos.
—Larissa, por favor... —interrumpió Lena.
—Mikhaíl era tan bueno... tan bueno y tan dulce. Mi niño... —le temblaron los hombros y rompió a llorar de nuevo—. Si Dios tenía que arrebatarme a uno de mis hijos, ¿por qué se llevó a Mikhaíl y me dejó contigo?
—Oh, Dios mío —exclamó Lena llevándose la mano a la boca.
Oleg se arrodilló a los pies de su esposa y empezó a consolarla. Durante largo rato Julia los contempló en silencio, sin poder creer lo que había oído. Luego se dirigió hacia la puerta, la abrió con violencia y bajó los escalones del porche.
Sin pararse a pensar, Lena salió corriendo tras ella. La alcanzó cuando estaba abriendo la puerta de su Corvette.
—¡Vuelve a donde perteneces! —le gritó al mirarla.
Se metió en el coche y arrancó el motor. Lena tuvo el tiempo justo de abrir la puerta del pasajero y de meterse dentro antes de que Julia pisara el acelerador.
El coche salió disparado como un misil. Enfiló la calle y tomó una curva sin disminuir la velocidad. Lena consiguió cerrar la puerta antes de que la inercia del giro la lanzara sobre el pavimento.
Julia aceleró a fondo a medida que salía del pueblo. Fueron dejando atrás las farolas que iluminaban las calles y, cuando la oscuridad las engulló, Lena ni siquiera se atrevió a mirar el velocímetro.
Julia accionó los mandos de la radio con una mano mientras con la otra controlaba el volante. Encontró una emisora de heavy—metal y puso el volumen al máximo.
—Has cometido un gran error —gritó por encima de la ensordecedora música—. Deberías haberte quedado en casa.
Alargó el brazo hacia la guantera, entre las rodillas de Lena, y sacó un estuche plateado. Se la puso entre los muslos para desenroscar el tapón y se la llevó a los labios. Tomó un largo trago y, por la expresión de su rostro, Lena supo que la bebida era fuerte. Bebió una y otra vez mientras con la otra mano intentaba mantener el vehículo en línea recta.
Las ventanillas del coche estaban abiertas y el viento irrumpía en el interior. El cuidadoso peinado que Lena se había hecho para el funeral se había deshecho por completo, y la sorprendió ver que, a pesar del aire, Julia había conseguido encender un cigarrillo.
—¿Te diviertes? —le preguntó Julia con voz burlona.
Ella se negó a seguirle el juego, por lo que mantuvo la vista fija en el parabrisas. La velocidad la aterraba, pero no diría nada ni aunque se estrellasen. Julia giró bruscamente y se internó por un camino que no tenía ninguna señalización. Cómo había sabido que estaba allí era un misterio para Lena.
El camino estaba tan lleno de baches, que Lena tuvo que agarrarse al asiento para que los vaivenes no la despidieran contra el techo. A pesar de que no podía ver nada, excepto los pocos metros que iluminaban los faros, notó que estaban subiendo una cuesta. Finalmente, Julia dio un frenazo tan brusco que Lena a punto estuvo de estrellarse contra el cristal. Los neumáticos derraparon en la tierra antes de que el coche se detuviera por completo.
Apagó el motor al mismo tiempo que la radio y se apoyó en el alféizar de la ventana. Se quitó el cigarrillo de la boca y tomó unos cuantos tragos del estuche antes de ofrecérsela a Lena.
—Lo siento. ¿Dónde están mis modales? ¿Te apetece un trago? —Ella no respondió ni cambió la expresión—. ¿No? —se encogió de hombros y siguió bebiendo—. ¿Un cigarrillo? —Le ofreció el paquete—. No, claro que no. Eres toda
una dama, ¿verdad? La señorita Lena Katina, libre de vicios. Incorruptible. Intocable. Tan solo digna de un santo como nuestro querido Mikhaíl Volkov—aspiró una profunda bocanada y soltó el humo directamente en su rostro.
Ella siguió imperturbable, y Julia acabó arrojando el cigarrillo por la ventana.
—Vamos a ver, ¿qué hay que hacer para que llores de terror? ¿Qué hay que hacer para que salgas huyendo de mi coche y de mi condenada vida? —le gritó con tanta furia, que se quedó sin aire en los pulmones. Ella permaneció callada y serena. Cuando Julia habló de nuevo, lo hizo más calmada, aunque su voz seguía mostrando su dolor y su ira—. ¿Qué te asquearía lo suficiente para que corrieras en busca de tus virtudes? ¿Una retahíla de palabrotas? Sí, eso tal vez. No creo que sepas ninguna, pero podemos intentarlo. ¿Las prefieres en orden alfabético o las voy soltando según se me ocurran?
—No vas a conseguir asquearme, Julia.
—¿Quieres apostar?
—Nada de lo que hagas o digas hará que me marche.
—¿De modo que estás dispuesta a salvarme? —se echó a reír—. No pierdas el tiempo con eso.
—No te abandonaré —insistió ella.
—¿Ah, no? —una sonrisa irónica curvó sus labios—. Ahora lo veremos.
Le agarró la cabeza con una mano y, tirando de ella la trajo hacia sí, la besó ferozmente en los labios. Lena no intentó apartarla, ni siquiera cuando le introdujo la lengua en la boca y sus dientes le mordieron el labio inferior. Dejó que consumara su humillante saqueo sin oponer la más mínima resistencia.
El vestido negro que se había puesto para el funeral constaba de dos piezas. Julia deslizó la mano hasta su cintura y levantó la parte superior.
—Ya veo que no conoces mi fama con las mujeres —le murmuró contra el cuello—. No tengo escrúpulos, ni con vírgenes ni con mujeres casadas. Soy una máquina del sexo que ataca de la forma más indiscriminada. Dicen que estoy siempre tan caliente, que no puedo ni mantener subida la cremallera —le separó las rodillas con la suya—. ¿Sabes lo que eso significa, Lena? Pues que ahora estás en un grave apuro.
La besó de nuevo con salvaje arrebato mientras su mano encontraba su pecho. Lo apretó con fuerza y deslizó los dedos bajo el sujetador. Lo masajeó con los dedos hasta endurecer la cresta erguida.
A pesar de su determinación de permanecer impasible, Lena se inclinó de espaldas contra el asiento. Pero no se revolvió ni luchó. Su única resistencia era la pasividad.
Su gemido ahogado fue como un canto de sirena a oídos de Julia. Se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y parecía como si fuera un globo al que hubieran pinchado con un alfiler. Se desinfló en sonoras exhalaciones, con los labios todavía pegados a su boca, pero sin exigir ya venganza alguna.
El oxígeno le sirvió para aliviar el efecto del alcohol mezclado con la furia. Retiró la mano de su pecho y, en un patético ademán por enmendar su error, intentó colocar el sujetador en su lugar. Luego abrió la puerta y salió del coche.
Lena se cubrió la cara con las manos y tragó saliva varias veces. Cuando sintió que recuperaba algo de su compostura, se ajustó la ropa y también salió.
Julia estaba sentada en el capó del coche, con la mirada perdida en la oscuridad. Lena reconoció entonces los alrededores. Estaban en la Mesa, una meseta que se elevaba sobre los prados circundantes. Se extendía varios kilómetros.
Lena se puso delante de ella, con las rodillas casi rozando las suyas. Julia la miró durante unos segundos y entonces bajó la cabeza.
—Lo siento —murmuró.
—Lo sé —le acarició el pelo, desde la nuca hasta la frente, pero la cálida brisa lo volvió a despeinar.
—¿Cómo he podido...?
—No importa, Jul.
—Sí importa —replicó él entre dientes—. Claro que importa.
Alzó de nuevo la cabeza y apoyó suavemente la mano en el pecho que minutos antes había intentado poseer. No había nada sexual en ese contacto. Era como tocar el hombro de una niña herida.
—¿Te he hecho daño?
—No —su tacto era cálido e inocente, y Lena cubrió la mano con la suya.
—Sí, te lo he hecho.
—No tanto como ellos a ti.
Se miraron a los ojos durante unos instantes cargados de electricidad. Finalmente, ella retiró la mano y él se apresuró a bajar la suya.
Lena se sentó a su lado en el capó. La superficie encerada estaba muy caliente por el motor, pero ninguna de las dos pareció notarlo.
—Larissa no tenía intención de decir lo que te dijo, Julia.
—Oh, sí —replicó ella riendo sin humor—. Claro que sí.
—Está destrozada. Era su dolor el que hablaba, no ella.
—No, Lena —negó tristemente con la cabeza—. Sé lo que sienten por mí. Desearían que yo no hubiera nacido. Soy un recuerdo perpetuo de un fallo que cometieron, y un constante insulto a sus creencias. Aunque no lo dijeran en voz
alta, sé que lo están pensando. Igual que todo el mundo. Julia Volkova merece morir. Su hermano no.
—¡Eso no es verdad!
Julia se levantó y fue hasta el borde de la meseta con las manos en los bolsillos. Su camisa blanca destacaba en la oscuridad. Lena le siguió.
—¿Cuándo empezó todo?
—Cuando Mikhaíl nació. Puede que antes. No lo recuerdo. Solo sé que siempre fue igual. Mikhaíl era el chico de oro. Yo tendría que haber nacido con el pelo moreno. Así habría sido de verdad la oveja negra.
—No digas eso de ti mismo.
—Es la verdad, ¿no? —Se giró para mirarla con agresividad—. Mira lo que casi te he hecho a ti. He estado a punto de violar a la mujer que... —dejó la frase sin terminar y Lena se preguntó qué habría querido decir.
—Sé por qué lo has hecho, y por qué has estado conduciendo borracha. Intentabas convencerte de que tenían razón sobre ti. Pero no la tienen, Julia —se acercó más a ella—. No eres una mala semilla que haya brotado por accidente en una familia impecable. No sé lo que vino primero, si tu rebeldía o su desprecio —la agarró de la manga y lo hizo mirarla—. Te has pasado toda tu vida reaccionando contra ellos. Te comportas de esa manera porque sabes que es eso lo que los demás esperan de ti. Tú misma te has esforzado en ser la oveja negra de la familia. ¿No lo ves, Jul? Incluso de niña intentabas llamar la atención que le dedicaban a Misha. Pero fue culpa de ellos, no tuya. Tuvieron dos hijos y cada uno salió con su propia personalidad. La de Mikhaíl era la más parecida a la de ellos, por eso lo escogieron como el hijo modelo. Tú intentaste ganar su aprobación y, al no conseguirlo, te dedicaste a hacer justo lo contrario.
Julia esbozó una sonrisa paternalista.
—Veo que lo tienes todo muy claro.
—Sí. Si no lo tuviera, me habría espantado lo que ha pasado esta noche. Incluso hasta hace unos meses lo habría estado. Pero ahora te conozco mejor, y sé que no me harías daño. Te he estado observando. He visto cómo llorabas por tu hermano. No eres tan «mala» como quieres hacer creer a los demás. No puedes competir con la bondad de Mikhaíl, por eso intentas ser el mejor en otros aspectos.
Julia la escuchaba con toda su atención. Quería contradecirla, pero sus argumentos eran ciertos. Con la punta del pie removió la tierra del suelo, levantando una nube de polvo.
—Lo que me preocupa es hasta dónde piensas llegar —continuó Lena.
—¿Qué quieres decir?
—¿Hasta cuándo seguirás demostrándoles que tienen razón sobre ti?
—Ya lo estás viendo —respondió Julia—. ¿Por qué no lo sueltas de una vez? Tú crees que solo tengo ganas de morir.
—Las personas con poca autoestima hacen cosas estúpidas.
—¿Cómo conducir a toda velocidad y vivir al límite del riesgo?
—Exacto.
—Bah... Pregúntale a cualquiera sobre mi autoestima. Todos te dirán lo engreída que soy.
—No me refiero a lo que haces, sino a tus sentimientos. He visto tu lado sensible, Julia; El que no muestras a nadie.
—¿Crees que me estoy suicidando poco a poco?
—No he dicho eso.
—Pero es lo que quieres decir. Has llevado tu psicología demasiado lejos, Lena.
—De acuerdo —admitió ella—. Lo siento. Pero si me preocupo tanto es porque me importas, Julia.
Julia relajó su expresión y suavizó la mirada.
—Aprecio tu preocupación, pero no tienes por qué molestarte. Me gusta conducir deprisa, beber y... ¿qué era lo otro? –preguntó con burla.
—Creo que a tus padres también les importas —dijo ella muy seria.
Julia apartó incómodo la mirada.
—¿Acaso mi madre no se da cuenta de que quiero abrazarla? ¿A ella y a mi padre? Desde que nos enteramos de lo de Mikhaíl es lo único que he querido hacer. Abrazarlos... y ellos a mí.
—Jul... —le tocó el brazo, pero ella se apartó. No quería la compasión de nadie.
—No me acerqué a ellos porque sé que me quieren a su lado. De modo que intento demostrar mi cariño de otras maneras —soltó un suspiro—. Pero ellos no lo ven.
—Yo sí lo he visto, y te estoy muy agradecida.
—Pero tú tampoco me permites acercarme a ti, Lena —dijo ella bruscamente.
—No sé a qué te refieres.
—Claro que lo sabes. Cuando estábamos en Monterico te aferrabas a mí como si fuera tu único medio de salvación. Confiabas en mí tanto emocional como físicamente. Y desde que volvimos, vuelvo a ser como un leproso para ti. Ni me hablas, ni me tocas... Demonios, ni siquiera me miras.
Tenía razón, pensó Lena, pero ella no iba a reconocerlo.
—¿Tu rechazo tiene algo que ver con la noche que compartimos en Monterico?
Ella levantó la cabeza e intentó humedecerse los labios, pero tenía la lengua seca.
—Por supuesto que no.
—¿Seguro?
—Sí. ¿Qué diferencia podría haber supuesto?
—Nos acostamos juntas.
—¡No fue así! —exclamó ella a la defensiva.
—No —dio unos pasos hacia ella—. Pero, por tu modo de reaccionar, podría haber sido así. ¿Qué te hace sentirte tan culpable?
—No me siento culpable.
—¿No? ¿No piensas que no tenías derecho a dormir medio desnuda en mis brazos? ¿No sientes que estabas siendo infiel a la memoria de Mikhaíl?
Lena le dio la espalda y cruzó los brazos sobre el estómago.
—No debería haberlo hecho.
—¿Por qué?
—Lo sabes muy bien.
—Porque sabes lo que todo el mundo pensaría de una mujer que se acuesta conmigo —ella no respondió—. ¿De qué tienes miedo, Lena?
—De nada.
—¿Temes que alguien descubra lo que pasó esa noche?
—No.
—¿Temes que tu nombre se añada a la lista de Julia Volkova?
—No.
—¿Tienes miedo de mí?
Ni siquiera el viento podía ocultar la duda y la desolación en la voz de Julia. Lena se dio la vuelta y vio la expresión de tristeza en su rostro.
—No, Julia, no —para demostrar la veracidad de sus palabras, se abrazó a su cintura y apoyó la mejilla contra su pecho.
Ella no tardó ni un segundo en rodearla con sus brazos.
—No te culparía si así fuera, especialmente después de lo que ha pasado esta noche. Pero no podría soportarlo. No podría vivir sabiendo que te he hecho daño.
Lena podría haberle dicho que no tenía miedo de ella, sino de las reacciones que provocaba en ella. Cuando estaban juntas, podía arrancarse la máscara parroquial y ser una mujer completamente distinta. Julia le aceleraba el corazón y la respiración, y hacía que sus manos se llenaran de sudor. Con Julia se olvidaba de quién era y de dónde venía. Con Julia solo vivía para el presente, ya fuera montando en moto o compartiendo una cama...
Era como si todos esos años hubiese estado enamorada de Julia en vez de Mikhaíl. Había hecho el amor con Mikhaíl, pero la noche que durmió en brazos de Julia había sido igualmente maravillosa. No podía dejar de recriminarse por eso. ¿Cómo era
posible que, tan solo una semana después de la muerte de su novio, se estuviera preguntando cómo sería hacer el amor con Julia?
—Deberíamos volver a casa —dijo de repente, asustada por ese pensamiento—. Estarán preocupados.
Julia pareció decepcionada, pero la hizo subir al coche. Volvió a guardar el estuche en la guantera y tiró la caja de cigarrillos por la ventana.
—¿No te da vergüenza ensuciar el campo? —le preguntó ella.
—Mujeres... —murmuró él con exasperación—. Nunca están contentas del todo.
Se sonrieron la uno a la otra. Todo iba bien.
Cuando llegaron a la casa parroquial, después de un viaje tranquilo y moderado, Julia le abrió la puerta y la rodeo por la cintura de camino a la puerta. Ella hizo lo mismo.
—Gracias, Lena.
—¿Por qué?
—Por ser mí amiga.
—Últimamente tú también has sido mi amiga.
—Gracias, de todos modos —en la puerta se pararon y se miraron. Julia parecía reacia a marcharse—. En fin... Buenas noches.
—Buenas noches.
—Puede que pase un tiempo antes de que vuelva por aquí.
—Lo entiendo.
—Pero te llamaré.
—Me rompe el corazón estar entre tus padres y tú en un momento en el que os necesitáis más que nunca.
Julia soltó un suspiro lleno de tristeza.
—Sí, bueno, así son las cosas. Si necesitas algo, cualquier cosa, grita.
—Lo haré.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Julia le apretó la mano y se inclinó para darle un beso en la mejilla. Sus labios se mantuvieron unos segundos pegados a la piel, o tal vez fue ella quien lo imaginó. Antes de decidirlo, entró y subió a su dormitorio. La casa estaba a oscuras. Los Volkov ya se habían acostado.
«¿Ahora qué?», se preguntó mirando su habitación infantil—. «¿Qué voy a hacer con mi vida?».
Pensó en la pregunta mientras se desnudaba, y siguió dándole vueltas durante largas horas después de acostarse.
A la mañana siguiente ya tenía una respuesta. La otra pregunta era, ¿cómo iba a decírselo a los Volkov?
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Seis
Oleg estaba haciendo las tostadas cuando Lena entró en la cocina. Ella sonrió al verlo con el delantal y le dio un beso en la mejilla. Se sirvió una taza de café y se sentó a la mesa junto a Sarah, quien estaba removiendo el tenedor entre los huevos revueltos de su plato.
—¿Adónde fuiste anoche?
Nada de «buenos días», ni «¿qué tal has dormido?». Nada. Solo una pregunta escueta.
—Fuimos a dar un paseo —respondió ella, enfatizando el verbo en plural.
—Volviste muy tarde —intervino Oleg.
Se respiraba un ambiente hostil en la cocina.
—¿Cómo sabes cuándo volví? Ya estabais los dos durmiendo.
—La señora Hicks vino esta mañana. Os vio... os vio juntas a Julia y ti anoche.
Lena los miró a los dos, desconcertada y furiosa. La señora Hicks era la vecina más chismosa del barrio. Le encantaba propagar rumores, sobre todo si eran malos.
—¿Qué ha dicho?
—Nada —respondió Bob, incómodo.
—No. Quiero saberlo. ¿Qué ha dicho? Sea lo que sea, parece que os ha inquietado.
—No estamos preocupados, Lena —dijo Oleg con diplomacia—. Pero no queremos que la gente empiece a relacionar tu nombre con el de Julia.
—Mi nombre ya está relacionado con el de Julia. Es una Volkov, e hija vuestra —les recordó enojada—. He pasado doce años de mi vida en esta casa. ¿Cómo podría no estar unida a ella?
—Sabes a lo que me refiero, querida —dijo Larissa con lágrimas en los ojos—. Tú eres todo lo que tenemos. Nosotros...
—¡Eso no es así! —exclamó al tiempo que se levantaba de la silla—. Tenéis a Julia. Nunca había pensado que os iba a decir esto, pero los dos me avergonzáis. Larissa, ¿te das cuenta del daño que le hiciste anoche a Julia? Puede que no te guste todo lo que hace, pero es tu hija. ¡Y deseaste que fuera ella quien muriera!
Larissa agachó la cabeza y rompió a llorar. Lena se avergonzó al instante de su arrebato, y se volvió a sentar mientras Oleg le daba golpecitos de consuelo a su esposa.
—Se quedó muy apenada cuando las dos se marcharon anoche —le explicó a Lena. —Se dio cuenta de lo que había dicho y lo lamentó mucho.
Lena esperó tomándose el café hasta que Larissa dejó de llorar. Entonces puso la taza en el platillo y los miró.
—He decidido marcharme.
Tal y como había esperado, los Volkov se quedaron de piedra. Ninguno de ellos se movió durante varios segundos.
—¿Marcharte? —susurró Larissa.
—Voy a empezar una nueva vida por mi cuenta. He pasado muchos años aquí, esperando a que Mikhaíl y yo nos casáramos. Quizá si lo hubiéramos hecho a tiempo y hubiéramos tenido hijos... —dejó que el pensamiento se esfumara en el aire—. Pero como no ha podido ser así, ya no hay razón para quedarme. Tengo que construir mi propio futuro.
—Pero tu futuro está aquí, con nosotros —dijo Oleg.
—Soy una mujer adulta. Necesito...
—¡Nosotros te necesitamos, Lena ! —gritó Larissa poniéndole una fría mano en el brazo—. Nos recuerdas a Mikhaíl. Eres como nuestra hija. No puedes hacernos esto. Por favor. Ahora no. Danos tiempo para superar la muerte de Misha. No puedes irte. No puedes... —empezó a llorar de nuevo y se cubrió la cara con un pañuelo.
Lena sintió una punzada de culpa. Tenía una responsabilidad con ellos. La habían acogido y le habían ofrecido un hogar y una familia cuando ella no tenía nada. ¿Cuánto tiempo más les debía? ¿Semanas? ¿Meses?
—De acuerdo —aceptó con desánimo—. Pero no toleraré la censura de la señora Hicks ni la de nadie. Estaba comprometida con Mikhaíl y lo amaba. Pero, ahora que ha muerto, yo tengo que dirigir mi propia vida.
—Siempre has sido libre para entrar y salir cuando te plazca —dijo Oleg, satisfecho de que ya no pensara en marcharse—. Por eso te compramos el coche.
No era esa la libertad a la que se refería, pero no se molestó en darles más explicaciones. No las entenderían.
—Mi otra condición es que los dos se disculpen ante Julia por lo que le dijeron anoche.
Les clavó la mirada y ellos bajaron la vista al suelo.
—Muy bien, Lena —concedió finalmente Oleg—. Lo haremos por ti.
—No, por mí no. Háganlo por ustedes y por ella —se levantó y se dirigió hacia la puerta. — Julia sabrá perdonaros porque os quiere. Espero que Dios también os perdone.
Los dos carros de la compra se chocaron y las bolsas se volcaron unas sobre otras. Un paquete de detergente cayó sobre un cartón de huevos y un rollo de papel de cocina se extendió sobre las latas de conserva.
—Hola.
—Eres un idiota, Julia Volkova. Lo has hecho a propósito.
Ella esbozó una vaga sonrisa, desprovista del menor arrepentimiento.
—Es estupendo encontrarse a una mujer bonita en una tarde aburrida. Chocar el carrito contra el suyo. Ella se enfurece, pero casi siempre se obtiene el resultado esperado. A veces intento bloquear las ruedas del carro —miró hacia abajo y frunció el ceño—. Has sido demasiado rápida para mí.
—¿Y qué pasa después?
—Le pido que se acueste conmigo.
—Oh —recibió la información como un puñetazo en la barbilla. Maniobró el carrito para pasar junto al suyo, que estaba vacío, y siguió examinando los estantes de comida para animales. Algo absurdo, ya que los Volkov no tenían ninguna mascota.
—Bueno, tú dijiste que te había resultado fascinante —dijo Julia poniéndose a su lado.
—Y así era, pero pensaba que tus métodos de seducción eran un poco más ingeniosos.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió Lena mirándola—. ¿Es tan simple como me has contado? ¿Nada más que eso? —preguntó haciendo chasquear los dedos.
—No siempre —respondió Julia fingiendo concentración—. A veces requiere más tiempo y esfuerzo. Tú, por ejemplo... Apuesto a que serías un caso difícil.
—¿Por qué dices eso?
—¿Quieres acostarte conmigo?
—¡No!
—¿Lo ves? Siempre tengo razón —se tocó la frente con el dedo—. Cuando llevas en esto tanto tiempo como yo, aprendes unas cuantas cosas. Es como desarrollar un sexto sentido. Contigo sabría de inmediato qué método utilizar. Lo he intuido por el modo en que has fruncido el ceño cuando el paquete de cereales ha triturado la bolsa de merengue. Un claro indicio de que no ibas a ser tan fácil.
Ella lo miró en silencio unos segundos antes de echarse a reír.
—Jul, eres la persona más amoral que conozco, te lo juro.
—Desvergonzada —le guiñó un ojo—. Pero sincera —ella intentó avanzar con el carrito, pero Julia le bloqueó el paso—. No tienes buen aspecto.
—¿Es eso una muestra de tu método de seducción? —le preguntó secamente—. Si es así, necesitas un poco de práctica.
—Sabes a lo que me refiero. Pareces cansada. Y estás muy delgada. ¿Qué te están haciendo en esa casa?
—Nada —respondió ella sin mirarla.
Sabía que no podía engañarla, ni tampoco a sí misma. Los Volkov no habían comprendido bien su declaración de independencia. O quizá sí y simplemente la ignoraban. Cada día, antes del desayuno, le tenían preparado un programa de actividades.
Lo primero había sido escribir todas las notas de agradecimiento tras el funeral de Mikhaíl. A Lena casi la complació esa tarea, porque así pudo llamar a Julia para pedirle que las enviara por correo, y de paso darles a sus padres la oportunidad de disculparse.
Fue una situación muy incómoda. Julia se quedó en la puerta, como temerosa de que no la invitasen a entrar. Lena contuvo la respiración, incapaz de distinguir las palabras que intercambiaban en el pasillo. Luego, Julia entro en la salita, donde su madre estaba acurrucada en el sofá.
—Hola, Julia. Gracias por venir.
—Hola, mamá. ¿Cómo te sientes?
—Bien, bien —dijo en tono ausente. Miró a Lena quien asintió con la cabeza—. Sobre la otra noche... —se humedeció el labio—. La noche del funeral... Lo que dije...
—No importa —se apresuró a decir Julia. Se arrodilló frente a su madre y le apretó la mano—. Sé que estabas muy preocupada.
Aquella escena había hecho que a Lena le diera un vuelco el corazón. No sabía si las disculpas de Larissa eran sinceras ni si Julia las aceptaba de corazón, pero al menos se habían expresado sus sentimientos la uno a la otra.
Las tareas de Lena en la casa parroquial parecían no acabarse nunca. Los Volkov llegaron a sugerir incluso que continuara la cruzada de Mikhaíl en Centroamérica. Se negó en rotundo a hablar de misiones y huidas, pero aceptó a difundir un boletín informativo con los detalles que había presenciado y a buscar clonaciones para la causa.
Sabía que tenía sombras de fatiga bajo los ojos, que había perdido peso debido a su falta de apetito y que su aspecto era débil y pálido por estar siempre encerrada en casa.
—Me preocupas —le dijo Julia.
—Estoy cansada, como todos. El funeral de Mikhaíl ha supuesto mucho trabajo.
—Ya han pasado dos semanas. Y pasas casi todo el tiempo metida en casa. Eso no es sano.
—Pero es necesario.
—La iglesia no es tu profesión; es la de ellos. Si se lo permites, van a convertirte en una anciana decrépita, Lena.
—Lo sé —reconoció ella—. Por favor, Julia, no te pongas pesada con eso. Les dije que necesitaba irme, pero...
—¿Cuándo?
—El día después del funeral.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Porque me preocupé por ellos. Hubiera sido muy cruel abandonarlos después de haber perdido a Mikhaíl.
—¿Y ahora?
Ella sonrió y negó con la cabeza.
—Ni siquiera tengo un trabajo. Al menos un trabajo remunerado. Sé que tengo que ocuparme de mi vida, pero les he dejado el control durante tanto tiempo que ahora no sé cómo recuperarlo.
—Tengo una idea —dijo Julia de repente, y la agarró del brazo—. Vamos.
—No puedo dejar aquí la compra.
—Esta vez no tienes la excusa del helado. Te he pillado antes de que llegases a los congeladores.
—No puedo dejar un carro lleno en mitad de la tienda.
—Oh, por amor de Dios —exclamó Julia irritada. Agarró el carro de Lena y lo empujó hasta la entrada del supermercado—. ¡Eh, Zack! —llamó al encargado, que estaba contando el dinero de una caja.
—Hola, Julia.
—La señorita Katina va a dejar su compra aquí —aparcó el carrito junto a una pila de ollas y sartenes de promoción—. Volveremos a recogerla más tarde.
—Muy bien, Julia. Hasta luego.
Al pasar frente al mostrador de golosinas, Julia agarró una barrita de chocolate blanco y saludó al encargado con la mano. Luego pasó el brazo alrededor de Lena y ambas salieron de la tienda.
—¿La has robado?
—Claro —abrió el envoltorio y le dio un gran mordisco—. Para ti la mitad.
—Pero... —no pudo acabar la protesta porque Julia le llenó la boca con el resto de la chocolatina.
—¿Nunca has robado un dulce? —ella negó con la boca llena—. Bueno, pues ya iba siendo hora. Te has convertido en mi socia —abrió la puerta del Corvette y la empujó con suavidad al asiento.
Condujo a través del centro con un poco más de disciplina que por la carretera. Aparcó frente a un complejo de oficinas y agarró una bolsa del asiento trasero. Era el tipo de bolsa con la que la gente cubría los contadores de los aparcamientos en vacaciones. Julia hizo lo propio y le hizo un guiño a Lena.
—¿Puedes hacer eso? —preguntó ella con preocupación.
—Ya lo he hecho —la tomó del codo y la llevó hasta la puerta.
Al cruzar el umbral, Lena se paró en seco y miró perpleja a su alrededor. La habitación estaba en penumbra, pero cuando Julia subió las persianas ofreció un aspecto terrible.
Lena jamás había visto tanto desorden. Un viejo sofá estaba arrinconado contra una pared. La tapicería estaba tan cubierta de polvo, que apenas dejaba ver su color rosado. En otra pared colgaban horribles estantes metálicos, llenos de papeles, libros y mapas amarillentos.
Todos los ceniceros que no estaban rotos se encontraban cargados de cenizas.
El escritorio debería haberse tirado a la basura mucho tiempo atrás. En una de las esquinas, una baraja de cartas hacía la función de un pivote que se había soltado. La superficie, llena de arañazos y marcas, estaba ocupada por revistas viejas y tazas de café. Alguien había grabado sus iniciales en la madera.
—¿Qué es esto? —le preguntó a Julia.
—Mi oficina —respondió ella un poco avergonzado.
—¿En serio llevas un negocio desde este montón de basura?
—Yo no lo llamaría así.
—Julia, si Dante viviera, describiría el Infierno como esta habitación.
—¿Tan mal aspecto tiene?
—Peor —Lena se acercó a la mesa y pasó un dedo por la superficie deslucida. Se llevó en la punta un centímetro de polvo—. ¿Alguna vez has hecho limpieza?
—Creo que sí. Una vez llamé a una agencia de limpieza. El tipo que enviaron era un auténtico juerguista. Nos pusimos a beber y...
—No importa. Ya me lo imagino —rodeó una papelera llena hasta el borde y se dirigió hacia una puerta que parecía ser un armario.
—Eh, Lena... —Julia intentó detenerla, pero fue demasiado tarde.
Cuando abrió la puerta, un objeto se precipitó sobre ella y la golpeó en el hombro. Lena dio un saltó hacia atrás, pero enseguida vio que se trataba de un enorme calendario de pared, colgado de una alcayata y con una brillante fotografía de adorno.
Una provocativa pelirroja sostenía en un lugar estratégico una estrella azul con la inscripción: Introdúcete en el corazón de Texas. Unos enormes pechos, con los pezones tan grandes y rojos como un par de fresas, ocupaban buena parte de la foto.
Julia carraspeó incómoda.
—Algún cretino me lo regaló la pasada Navidad.
Lena cerró el armario y se volvió para mirarla.
—¿Por qué me has traído aquí?
—Siéntate —le dijo, apartando los cojines del sofá.
—No quiero sentarme. Quiero salir de aquí y respirar aire puro, pero antes dime por qué me has traído.
—Bueno, has dicho que te hacía falta un trabajo y estaba pensando en...
—No puedes hablar en serio —lo interrumpió ella.
—Escúchame, Lena. Necesito a alguien que...
—Lo que necesitas es una brigada de demolición con una apisonadora, y luego levantarlo todo de nuevo —empezó a caminar hacia la puerta.
Julia le bloqueó la salida y la sujetó por los hombros.
—No estoy diciendo que seas tú la que limpie. Ya me encargaré de ponerlo todo en orden. He pensado que podrías contestar al teléfono, ocuparte del papeleo... Ya sabes.
—Has conseguido sobrevivir tú sola durante todos estos años. ¿Quién responde a las llamadas?
—Un contestador automático.
—¿Y por qué quieres cambiarlo?
—Es un agobio tener que mirarlo a cada hora.
—Llévate un busca.
—Ya lo he probado.
—¿Y?
—Lo llevaba colgado al cinturón, pero... eh... lo perdí.
—Mmm... me imagino el inconveniente que te supondría llevarlo en el cinturón —intentó moverse, pero Julia la retuvo con fuerza.
—Lena, por favor, escucha. Tú necesitas y quieres un trabajo, y yo te estoy ofreciendo uno.
—Hasta un chimpancé podría contestar al teléfono. Además, ya tienes un contestador.
—Pero, ¿cómo sé si todo el que llama deja un mensaje? Y aún hay más cosas.
—¿Cómo cuáles?
—Escribir la correspondencia. No te imaginas cuánta tengo que enviar.
—¿Quién se encarga de eso ahora? ¿Tú?
—No, una amiga —ella le lanzó una mirada sospechosa y Julia dejó escapar un suspiro de exasperación—. Tiene ochenta y siete años, es miope y usa una máquina de escribir que no imprime la mitad de las letras.
—Tú ni siquiera tienes máquina de escribir.
—Compraré una. La que más te guste.
La oferta era tentadora, pero no podía aceptarla. Encorvó los hombros y negó con la cabeza.
—No puedo, Julia.
—¿Por qué no?
—Tus padres me necesitan.
—Ese es el problema. Si siguen dependiendo de ti, acabarán por ser incapaces de valerse por ellos mismos. Se convertirán en unos ancianos decrépitos e inútiles antes de tiempo. Nunca he tenido un hijo y no sé lo que es perder a uno. Pero puedo imaginarme lo fuerte que sería la tentación de encerrarme en mí mismo y darle la espalda a la vida. Y eso es lo que harán si continúas sirviéndoles en todo.
Tenía razón. Los Volkov parecían marchitarse más cada día. Y seguirían utilizándola hasta que sus vidas se secaran por completo.
—¿Cuánto me pagarías?
Julia esbozó una amplia sonrisa.
—Astuta, ¿eh?
—¿Cuánto? —volvió a preguntar.
—Veamos... —se rascó la mandíbula—. ¿Doscientos cincuenta a la semana?
Lena no sabía si esa cantidad era justa o no, pero no quería dejarla escapar.
—¿Cuántas vacaciones pagadas?
—Lo tomas o lo dejas, señorita Katina —dijo Julia severamente.
—Lo tomo. De nueve a cinco, con una hora y media para comer —eso le daría tiempo para ir a casa y prepararles la comida a los Volkov—. Dos semanas de vacaciones pagadas, más todos los días festivos del año. Y los viernes solo trabajaré hasta el mediodía.
—No resultas ninguna ganga —murmuró Julia con el ceño fruncido. Pero en el fondo estaba encantada. Habría estado dispuesta a doblarle el salario con tal de sacarla de la casa parroquial.
—Y no pienso poner un pie en este lugar hasta que lo limpies a fondo. A fondo, ¿está claro?
—Sí, señora.
—Y deshazte de ese calendario.
Julia miró hacia la puerta del armario y puso una mueca de decepción.
—Vaya... Empezaba a gustarme —se encogió de hombros—. Está bien. ¿Algo más?
Lena estaba pensando en lo adorable que era Julia, pero recordó el problema que tenía entre manos.
—Sí. ¿Cómo voy a decírselo a tus padres?
—No les des elección —le tendió la mano—. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —se dispuso a estrecharle la mano, pero Julia se la tomó y se la posó sobre el pecho.
—Un apretón de manos no es modo de sellar un trato con una mujer hermosa.
Antes de que Lena pudiera reaccionar, Julia se inclinó y la besó en los labios; pero, a pesar de que abrió la boca, no usó la lengua. Se mantuvo pegada a ella durante un largo rato, con la amenaza latente de invadirla en cualquier momento. Pero no lo hizo y, cuando se retiró, se limitó a sonreírle.
Más tarde, cuando la llevó de vuelta al supermercado para que recogiera sus compras, Lena se preguntó por qué no había hecho nada para detenerlo. ¿Por qué no le había dado una bofetada o una patada, o por qué ni siquiera se había reído? ¿Por qué, cuando retiró sus labios, se había quedado embobada mirándola?
La única respuesta que se le ocurría era que su cuerpo se negaba a rechazarle. No podría haber levantado un dedo contra el beso de Julia ni aunque hubiera querido. Y no había querido.
Los Volkov no recibieron de buen grado la noticia sobre un nuevo trabajo. Larissa dejó caer el tenedor sobre el plato cuando Lena soltó el anuncio.
—Empiezo el lunes.
—¿Vas a trabajar...?
—¿Para Julia? —terminó de preguntar Oleg.
—Sí. Así que, si tenéis algún otro plan para mí, decídmelo ahora.
Salió de la cocina sin darles tiempo a recuperarse del asombro. Como Julia le había dicho, no podía darles elección.
Al lunes siguiente, un minuto antes de las nueve en punto de la mañana, Lena entró en la oficina. Por un momento pensó que se había equivocado de puerta. La oficina no sólo estaba limpia, sino que había sufrido una profunda transformación.
Las paredes grises estaban pintadas de un alegre color crema. El horrible sofá había sido reemplazado por dos sillones de tapicería marrón, con una mesita de nogal entre ellos.
El suelo de baldosas había sido cubierto con parqué y con una alfombra de origen étnico. Las baldas de metal habían desaparecido y en su lugar había armarios y estanterías de madera. Todas las piezas del mobiliario estaban elegantemente dispuestas, de manera que el conjunto pareciera amplio y espacioso.
La superficie del escritorio estaba tan pulida como una pista de hielo. Tras ella había un sillón de cuero tan grande como un trono. Sobre la mesa había un ramo de flores frescas.
—Son para ti.
Lena se giró y vio a Julia de pie en el armario.
—¿Cómo lo has hecho?
—Con mi talonario de cheques. ¿Te gusta?
—Sí, pero... Te has gastado una fortuna en todo esto.
—Bueno, tendría que haberlo hecho hace años. A mis clientes los citaba en cualquier bar, por vergüenza de traerlos a este «montón de basura», como alguien lo llamó —sonrió al ver cómo ella se sonrojaba—. A propósito, tengo unos cuantos calendarios para que elijas el que más te guste —le sostuvo el primero—. «Bollos del Mes» —dijo con voz solemne intentando no sonreír. El musculoso modelo de la foto llevaba tan solo un casco de fútbol y un taparrabos—. Este es Míster Octubre. ¿Quieres ver los otros meses?
—Me resulta suficiente. ¿Qué más tienes?
Julia dejó el calendario y le mostró el siguiente.
—«Un macizo por día. Nada de mente, solo cuerpos» —un pecho untado de aceite y unos bíceps a punto de estallar. Lena puso una mueca de aprensión y negó con la cabeza—. O... —extendió la tercera opción—. «Ansel Adams».
—Cuelga este —Julia pareció complacida y se dispuso a colgarlo—. Pero deja los otros en el armario —añadió con picardía. Julia la miró desanimada y las dos se echaron a reír—. Julia, la oficina está preciosa, de verdad. Me encanta.
—Estupendo, quiero que estés cómoda.
—Gracias por las flores —rodeó la mesa y se sentó en el cómodo sillón.
—Esto es una ocasión especial.
Se miraron la una a la otra durante un momento, antes de que Julia empezara a explicarle cómo manejar la máquina de escribir.
—Puedes empezar a redactar estas cartas —le pasó una abultada carpeta—. Las he escrito a mano. Espero que entiendas mi letra. Gertie sí podía.
—¿La amiga miope? —preguntó ella con inocencia.
—La misma —le aparto un mechón de la cara y le explicó que iba al rancho de los Parson.
—¿Qué posibilidades hay en esos terrenos?
—Bastante buenas. Si no encontramos petróleo, yo soy un arcángel —se puso las gafas de sol y giró el pomo de la puerta—. Hasta luego —se paró antes de salir y la miró durante un largo rato—. Tienes muy buen aspecto sentada ahí —añadió antes de salir.
Regresó Julia poco antes del mediodía con una bolsa.
—¡Hora de comer! —exclamó irrumpiendo en el despacho.
Lena le hizo un gesto con la mano para que se callara. Estaba hablando por teléfono al tiempo que tomaba notas.
—Entendido. Se lo comunicaré a la señora Volkova en cuanto llegue. Gracias —colgó y le pasó con orgullo el papel a Julia.
—Magnífico —dijo al leerlo—. Llevaba mucho tiempo esperando el permiso para inspeccionar esa propiedad. Me has traído suerte —sonrió y dejó la bolsa sobre la mesa—. Y yo te he traído el almuerzo.
—¿Puedo esperar el mismo trato todos los días? —se puso en pie para examinar el contenido.
—De ningún modo. Pero, como ya te dije antes, hoy es una ocasión especial.
—Debería ir a casa a preparar la comida para Larissa y Oleg.
—Estarán bien. Llámalos más tarde si quieres.
Su buen humor era tan contagioso, que Lena la acompañó en su entusiasmo con la comida que sacaba de la bolsa.
—Y para rematarlo... —se metió en el armario y volvió a salir con una botella de champán—. ¡Tachan!
—¿De dónde la has sacado?
—La tenía en la nevera.
—¿Tienes una nevera en el armario?
—Una pequeñita. ¿No la has visto?
—No. He estado muy ocupada —señaló la pila de cartas que esperaban la firma de Julia.
—En ese caso, te mereces una copa de champán —descorchó la botella, que despidió un chorro de espuma.
—No debería, Julia.
—¿Cómo que no?
—Quizá no lo creas, pero en casa no tomamos champán con la comida —dijo en tono sarcástico—. No estoy acostumbrada a beber.
—Estupendo. Tal vez te emborraches y bailes desnuda encima de la mesa.
Le recorrió el cuerpo con la mirada, imaginando lo que había propuesto.
—¿Haces esto muy a menudo? —le preguntó Lena, avergonzada.
—¿Beber champán al mediodía? No.
—Entonces, ¿cómo sabes que no serás tú quien acabe bailando desnuda encima de la mesa?
Julia le tendió una copa y brindó con la suya.
—Porque si las dos estuviéramos desnudas sobre la mesa, lo último que haríamos sería bailar.
A Lena le dio un vuelco el corazón. Consiguió apartar la mirada de su poder hipnotizante y notó que le temblaban las manos.
—Bebe un poco —la apremió Julia. Ella obedeció—. ¿Te gusta?
—Sí —respondió tomando otro sorbo. El champán estaba frío y le picaba en la lengua.
Julia se acercó hasta que casi estuvieron pegados.
—¿Qué te parece...?
—¿El qué?
—¿Perritos calientes?
La comida resultó deliciosa. Mientras almorzaban, Julia le hablaba de sus negocios y pareció complacida de las preguntas inteligentes que Lena le formulaba, pero no consiguió que bebiera más de media copa de champán. Al terminar, recogió los cartones y los metió en la bolsa.
—No me atrevería a ensuciar tu oficina —le dijo sonriente.
Mucho rato después de que Julia se hubiera marchado, Lena seguía pensando en la imagen de las dos desnudas sobre la mesa. ¿Qué habría querido decir con que no estarían bailando?
Sabía muy bien cuál era la respuesta. Y tampoco podía dejar de pensar en ella.
Los días siguieron su curso rutinario, aunque la vida junto a Julia era siempre espontánea e imprevista. Era como navegar por un río entre la jungla. Nunca se sabía lo que podía estar esperando tras la siguiente curva.
Le solía dejar pequeños regalos en la oficina. Para cualquier otra persona hubieran resultado insignificantes, pero para ella, a quien nunca habían cortejado, significaban muchísimo.
El día que se cumplió su primera semana en la empresa se encontró un pastel con una vela sobre el escritorio. En otra ocasión había una rosa roja junto a la cafetera. Una mañana casi dio un grito al abrir la puerta y encontrarse a un enorme oso de peluche sentado en su sillón.
Sabía que todo el pueblo rumoreaba sobre ellas. Las cajeras del banco se quedaron pasmadas cuando la vieron ingresar los cheques de Julia, y se ponían a murmurar cada vez que salía. El administrador de correos, que siempre la había tratado amistosamente, la miraba de un modo que ponía los pelos de punta.
Y, además, Julia había empezado a acudir a la iglesia con regularidad, lo que llevó los rumores al grado sumo.
Por su parte, a Lena le encantaba su trabajo y en su segunda semana ya se desenvolvía como una profesional.
—¿Volkova Enterprises? —contestó al teléfono.
—Lena, cariño. ¡Hoy también estamos de celebración!
—¿El pozo tiene petróleo? —gritó. Al otro lado de la línea podía oírse el ruido de las perforadoras.
—¡El pozo tiene petróleo! —exclamó Julia—. Voy a llevarte el pollo asado más grande que pueda encontrar. Llegaré dentro de una hora.
—Tengo que salir a hacer un recado. ¿Por qué no nos encontramos en alguna parte?
—Como quieras. ¿Te parece bien en The Wagón Wheel a las doce y media?
Ella estuvo de acuerdo con el sitio y la hora.
Pero a las doce y media Lena vagaba sin rumbo fijo por la calle principal del pueblo. Se paró como hechizada en la acera y se quedó mirando distraídamente el escaparate de una tienda de variedades.
Julia pasó a su lado en la camioneta que usaba para ir a las perforaciones. Al verla la llamó y tocó la bocina, pero ella no pareció oírla y no se volvió. Entonces Julia giró bruscamente en medio de la calzada y aparcó subiéndose al bordillo. Se acercó corriendo a ella, con las botas y los pantalones llenos de barro.
—Lena —le dijo casi sin aliento—. Vas en dirección contraria. ¿No habíamos quedado en The Wagón Wheel?
La sonrisa que lucía se esfumó de su rostro en cuanto vio su mirada perdida.
—¡Lena ! —la agitó suavemente—. ¿Qué te pasa?
—¿Julia? —susurró ella. Parpadeó un par de veces y miró a su alrededor—.Oh, Julia.
—Dios, no me pegues estos sustos —dijo Julia con el ceño fruncido—. ¿Qué ha pasado? ¿Te sientes mal?
Ella negó con la cabeza y bajó la mirada.
—No, pero no me apetece ir a comer. Lo siento. Me alegro por lo del pozo, pero no me apetece...
—Al infierno con la comida. Dime qué te ha ocurrido —ella se tambaleó como si fuera a desmayarse. Julia la agarró a tiempo, sintiéndose una completa inepta—. Vamos, cariño. Entremos ahí. Te vendrá bien tomarte un refresco.
La llevó casi a rastras hasta el local y la sentó en un banco.
—Hazel, dos refrescos, por favor —le pidió a la camarera.
No apartó los ojos de Lena, pero ella no lo miraba. Mantenía la vista fija en las manos, cruzadas sobre el mostrador.
—¿Cómo va todo, Julia? —le preguntó Hazel cuando les trajo dos vasos con hielo.
—Muy bien —murmuró ella.
Hazel se encogió de hombros y se fue hasta la caja registradora. La gente decía que Julia Volkova no era la misma desde la muerte de su hermano. Decían que rondaba a la niña Katina como una mosca alrededor de un tarro de miel.
Normalmente, Hazel solía bromear con ella cada vez que entraba en su local. Pero aquel día no tenía ojos más que para Lena.
—Lena, bébete el refresco —le dijo acercándole el vaso—. Estás más pálida que un fantasma —ella dio un sorbo, obediente—. Ahora dime cuál es el problema.
Mantuvo la cabeza agachada durante un largo rato. Cuando Julia estaba a punto de perder la paciencia, ella levantó por fin la mirada.
Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Julia —susurró con voz ronca—. Estoy embarazada.
Oleg estaba haciendo las tostadas cuando Lena entró en la cocina. Ella sonrió al verlo con el delantal y le dio un beso en la mejilla. Se sirvió una taza de café y se sentó a la mesa junto a Sarah, quien estaba removiendo el tenedor entre los huevos revueltos de su plato.
—¿Adónde fuiste anoche?
Nada de «buenos días», ni «¿qué tal has dormido?». Nada. Solo una pregunta escueta.
—Fuimos a dar un paseo —respondió ella, enfatizando el verbo en plural.
—Volviste muy tarde —intervino Oleg.
Se respiraba un ambiente hostil en la cocina.
—¿Cómo sabes cuándo volví? Ya estabais los dos durmiendo.
—La señora Hicks vino esta mañana. Os vio... os vio juntas a Julia y ti anoche.
Lena los miró a los dos, desconcertada y furiosa. La señora Hicks era la vecina más chismosa del barrio. Le encantaba propagar rumores, sobre todo si eran malos.
—¿Qué ha dicho?
—Nada —respondió Bob, incómodo.
—No. Quiero saberlo. ¿Qué ha dicho? Sea lo que sea, parece que os ha inquietado.
—No estamos preocupados, Lena —dijo Oleg con diplomacia—. Pero no queremos que la gente empiece a relacionar tu nombre con el de Julia.
—Mi nombre ya está relacionado con el de Julia. Es una Volkov, e hija vuestra —les recordó enojada—. He pasado doce años de mi vida en esta casa. ¿Cómo podría no estar unida a ella?
—Sabes a lo que me refiero, querida —dijo Larissa con lágrimas en los ojos—. Tú eres todo lo que tenemos. Nosotros...
—¡Eso no es así! —exclamó al tiempo que se levantaba de la silla—. Tenéis a Julia. Nunca había pensado que os iba a decir esto, pero los dos me avergonzáis. Larissa, ¿te das cuenta del daño que le hiciste anoche a Julia? Puede que no te guste todo lo que hace, pero es tu hija. ¡Y deseaste que fuera ella quien muriera!
Larissa agachó la cabeza y rompió a llorar. Lena se avergonzó al instante de su arrebato, y se volvió a sentar mientras Oleg le daba golpecitos de consuelo a su esposa.
—Se quedó muy apenada cuando las dos se marcharon anoche —le explicó a Lena. —Se dio cuenta de lo que había dicho y lo lamentó mucho.
Lena esperó tomándose el café hasta que Larissa dejó de llorar. Entonces puso la taza en el platillo y los miró.
—He decidido marcharme.
Tal y como había esperado, los Volkov se quedaron de piedra. Ninguno de ellos se movió durante varios segundos.
—¿Marcharte? —susurró Larissa.
—Voy a empezar una nueva vida por mi cuenta. He pasado muchos años aquí, esperando a que Mikhaíl y yo nos casáramos. Quizá si lo hubiéramos hecho a tiempo y hubiéramos tenido hijos... —dejó que el pensamiento se esfumara en el aire—. Pero como no ha podido ser así, ya no hay razón para quedarme. Tengo que construir mi propio futuro.
—Pero tu futuro está aquí, con nosotros —dijo Oleg.
—Soy una mujer adulta. Necesito...
—¡Nosotros te necesitamos, Lena ! —gritó Larissa poniéndole una fría mano en el brazo—. Nos recuerdas a Mikhaíl. Eres como nuestra hija. No puedes hacernos esto. Por favor. Ahora no. Danos tiempo para superar la muerte de Misha. No puedes irte. No puedes... —empezó a llorar de nuevo y se cubrió la cara con un pañuelo.
Lena sintió una punzada de culpa. Tenía una responsabilidad con ellos. La habían acogido y le habían ofrecido un hogar y una familia cuando ella no tenía nada. ¿Cuánto tiempo más les debía? ¿Semanas? ¿Meses?
—De acuerdo —aceptó con desánimo—. Pero no toleraré la censura de la señora Hicks ni la de nadie. Estaba comprometida con Mikhaíl y lo amaba. Pero, ahora que ha muerto, yo tengo que dirigir mi propia vida.
—Siempre has sido libre para entrar y salir cuando te plazca —dijo Oleg, satisfecho de que ya no pensara en marcharse—. Por eso te compramos el coche.
No era esa la libertad a la que se refería, pero no se molestó en darles más explicaciones. No las entenderían.
—Mi otra condición es que los dos se disculpen ante Julia por lo que le dijeron anoche.
Les clavó la mirada y ellos bajaron la vista al suelo.
—Muy bien, Lena —concedió finalmente Oleg—. Lo haremos por ti.
—No, por mí no. Háganlo por ustedes y por ella —se levantó y se dirigió hacia la puerta. — Julia sabrá perdonaros porque os quiere. Espero que Dios también os perdone.
Los dos carros de la compra se chocaron y las bolsas se volcaron unas sobre otras. Un paquete de detergente cayó sobre un cartón de huevos y un rollo de papel de cocina se extendió sobre las latas de conserva.
—Hola.
—Eres un idiota, Julia Volkova. Lo has hecho a propósito.
Ella esbozó una vaga sonrisa, desprovista del menor arrepentimiento.
—Es estupendo encontrarse a una mujer bonita en una tarde aburrida. Chocar el carrito contra el suyo. Ella se enfurece, pero casi siempre se obtiene el resultado esperado. A veces intento bloquear las ruedas del carro —miró hacia abajo y frunció el ceño—. Has sido demasiado rápida para mí.
—¿Y qué pasa después?
—Le pido que se acueste conmigo.
—Oh —recibió la información como un puñetazo en la barbilla. Maniobró el carrito para pasar junto al suyo, que estaba vacío, y siguió examinando los estantes de comida para animales. Algo absurdo, ya que los Volkov no tenían ninguna mascota.
—Bueno, tú dijiste que te había resultado fascinante —dijo Julia poniéndose a su lado.
—Y así era, pero pensaba que tus métodos de seducción eran un poco más ingeniosos.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió Lena mirándola—. ¿Es tan simple como me has contado? ¿Nada más que eso? —preguntó haciendo chasquear los dedos.
—No siempre —respondió Julia fingiendo concentración—. A veces requiere más tiempo y esfuerzo. Tú, por ejemplo... Apuesto a que serías un caso difícil.
—¿Por qué dices eso?
—¿Quieres acostarte conmigo?
—¡No!
—¿Lo ves? Siempre tengo razón —se tocó la frente con el dedo—. Cuando llevas en esto tanto tiempo como yo, aprendes unas cuantas cosas. Es como desarrollar un sexto sentido. Contigo sabría de inmediato qué método utilizar. Lo he intuido por el modo en que has fruncido el ceño cuando el paquete de cereales ha triturado la bolsa de merengue. Un claro indicio de que no ibas a ser tan fácil.
Ella lo miró en silencio unos segundos antes de echarse a reír.
—Jul, eres la persona más amoral que conozco, te lo juro.
—Desvergonzada —le guiñó un ojo—. Pero sincera —ella intentó avanzar con el carrito, pero Julia le bloqueó el paso—. No tienes buen aspecto.
—¿Es eso una muestra de tu método de seducción? —le preguntó secamente—. Si es así, necesitas un poco de práctica.
—Sabes a lo que me refiero. Pareces cansada. Y estás muy delgada. ¿Qué te están haciendo en esa casa?
—Nada —respondió ella sin mirarla.
Sabía que no podía engañarla, ni tampoco a sí misma. Los Volkov no habían comprendido bien su declaración de independencia. O quizá sí y simplemente la ignoraban. Cada día, antes del desayuno, le tenían preparado un programa de actividades.
Lo primero había sido escribir todas las notas de agradecimiento tras el funeral de Mikhaíl. A Lena casi la complació esa tarea, porque así pudo llamar a Julia para pedirle que las enviara por correo, y de paso darles a sus padres la oportunidad de disculparse.
Fue una situación muy incómoda. Julia se quedó en la puerta, como temerosa de que no la invitasen a entrar. Lena contuvo la respiración, incapaz de distinguir las palabras que intercambiaban en el pasillo. Luego, Julia entro en la salita, donde su madre estaba acurrucada en el sofá.
—Hola, Julia. Gracias por venir.
—Hola, mamá. ¿Cómo te sientes?
—Bien, bien —dijo en tono ausente. Miró a Lena quien asintió con la cabeza—. Sobre la otra noche... —se humedeció el labio—. La noche del funeral... Lo que dije...
—No importa —se apresuró a decir Julia. Se arrodilló frente a su madre y le apretó la mano—. Sé que estabas muy preocupada.
Aquella escena había hecho que a Lena le diera un vuelco el corazón. No sabía si las disculpas de Larissa eran sinceras ni si Julia las aceptaba de corazón, pero al menos se habían expresado sus sentimientos la uno a la otra.
Las tareas de Lena en la casa parroquial parecían no acabarse nunca. Los Volkov llegaron a sugerir incluso que continuara la cruzada de Mikhaíl en Centroamérica. Se negó en rotundo a hablar de misiones y huidas, pero aceptó a difundir un boletín informativo con los detalles que había presenciado y a buscar clonaciones para la causa.
Sabía que tenía sombras de fatiga bajo los ojos, que había perdido peso debido a su falta de apetito y que su aspecto era débil y pálido por estar siempre encerrada en casa.
—Me preocupas —le dijo Julia.
—Estoy cansada, como todos. El funeral de Mikhaíl ha supuesto mucho trabajo.
—Ya han pasado dos semanas. Y pasas casi todo el tiempo metida en casa. Eso no es sano.
—Pero es necesario.
—La iglesia no es tu profesión; es la de ellos. Si se lo permites, van a convertirte en una anciana decrépita, Lena.
—Lo sé —reconoció ella—. Por favor, Julia, no te pongas pesada con eso. Les dije que necesitaba irme, pero...
—¿Cuándo?
—El día después del funeral.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Porque me preocupé por ellos. Hubiera sido muy cruel abandonarlos después de haber perdido a Mikhaíl.
—¿Y ahora?
Ella sonrió y negó con la cabeza.
—Ni siquiera tengo un trabajo. Al menos un trabajo remunerado. Sé que tengo que ocuparme de mi vida, pero les he dejado el control durante tanto tiempo que ahora no sé cómo recuperarlo.
—Tengo una idea —dijo Julia de repente, y la agarró del brazo—. Vamos.
—No puedo dejar aquí la compra.
—Esta vez no tienes la excusa del helado. Te he pillado antes de que llegases a los congeladores.
—No puedo dejar un carro lleno en mitad de la tienda.
—Oh, por amor de Dios —exclamó Julia irritada. Agarró el carro de Lena y lo empujó hasta la entrada del supermercado—. ¡Eh, Zack! —llamó al encargado, que estaba contando el dinero de una caja.
—Hola, Julia.
—La señorita Katina va a dejar su compra aquí —aparcó el carrito junto a una pila de ollas y sartenes de promoción—. Volveremos a recogerla más tarde.
—Muy bien, Julia. Hasta luego.
Al pasar frente al mostrador de golosinas, Julia agarró una barrita de chocolate blanco y saludó al encargado con la mano. Luego pasó el brazo alrededor de Lena y ambas salieron de la tienda.
—¿La has robado?
—Claro —abrió el envoltorio y le dio un gran mordisco—. Para ti la mitad.
—Pero... —no pudo acabar la protesta porque Julia le llenó la boca con el resto de la chocolatina.
—¿Nunca has robado un dulce? —ella negó con la boca llena—. Bueno, pues ya iba siendo hora. Te has convertido en mi socia —abrió la puerta del Corvette y la empujó con suavidad al asiento.
Condujo a través del centro con un poco más de disciplina que por la carretera. Aparcó frente a un complejo de oficinas y agarró una bolsa del asiento trasero. Era el tipo de bolsa con la que la gente cubría los contadores de los aparcamientos en vacaciones. Julia hizo lo propio y le hizo un guiño a Lena.
—¿Puedes hacer eso? —preguntó ella con preocupación.
—Ya lo he hecho —la tomó del codo y la llevó hasta la puerta.
Al cruzar el umbral, Lena se paró en seco y miró perpleja a su alrededor. La habitación estaba en penumbra, pero cuando Julia subió las persianas ofreció un aspecto terrible.
Lena jamás había visto tanto desorden. Un viejo sofá estaba arrinconado contra una pared. La tapicería estaba tan cubierta de polvo, que apenas dejaba ver su color rosado. En otra pared colgaban horribles estantes metálicos, llenos de papeles, libros y mapas amarillentos.
Todos los ceniceros que no estaban rotos se encontraban cargados de cenizas.
El escritorio debería haberse tirado a la basura mucho tiempo atrás. En una de las esquinas, una baraja de cartas hacía la función de un pivote que se había soltado. La superficie, llena de arañazos y marcas, estaba ocupada por revistas viejas y tazas de café. Alguien había grabado sus iniciales en la madera.
—¿Qué es esto? —le preguntó a Julia.
—Mi oficina —respondió ella un poco avergonzado.
—¿En serio llevas un negocio desde este montón de basura?
—Yo no lo llamaría así.
—Julia, si Dante viviera, describiría el Infierno como esta habitación.
—¿Tan mal aspecto tiene?
—Peor —Lena se acercó a la mesa y pasó un dedo por la superficie deslucida. Se llevó en la punta un centímetro de polvo—. ¿Alguna vez has hecho limpieza?
—Creo que sí. Una vez llamé a una agencia de limpieza. El tipo que enviaron era un auténtico juerguista. Nos pusimos a beber y...
—No importa. Ya me lo imagino —rodeó una papelera llena hasta el borde y se dirigió hacia una puerta que parecía ser un armario.
—Eh, Lena... —Julia intentó detenerla, pero fue demasiado tarde.
Cuando abrió la puerta, un objeto se precipitó sobre ella y la golpeó en el hombro. Lena dio un saltó hacia atrás, pero enseguida vio que se trataba de un enorme calendario de pared, colgado de una alcayata y con una brillante fotografía de adorno.
Una provocativa pelirroja sostenía en un lugar estratégico una estrella azul con la inscripción: Introdúcete en el corazón de Texas. Unos enormes pechos, con los pezones tan grandes y rojos como un par de fresas, ocupaban buena parte de la foto.
Julia carraspeó incómoda.
—Algún cretino me lo regaló la pasada Navidad.
Lena cerró el armario y se volvió para mirarla.
—¿Por qué me has traído aquí?
—Siéntate —le dijo, apartando los cojines del sofá.
—No quiero sentarme. Quiero salir de aquí y respirar aire puro, pero antes dime por qué me has traído.
—Bueno, has dicho que te hacía falta un trabajo y estaba pensando en...
—No puedes hablar en serio —lo interrumpió ella.
—Escúchame, Lena. Necesito a alguien que...
—Lo que necesitas es una brigada de demolición con una apisonadora, y luego levantarlo todo de nuevo —empezó a caminar hacia la puerta.
Julia le bloqueó la salida y la sujetó por los hombros.
—No estoy diciendo que seas tú la que limpie. Ya me encargaré de ponerlo todo en orden. He pensado que podrías contestar al teléfono, ocuparte del papeleo... Ya sabes.
—Has conseguido sobrevivir tú sola durante todos estos años. ¿Quién responde a las llamadas?
—Un contestador automático.
—¿Y por qué quieres cambiarlo?
—Es un agobio tener que mirarlo a cada hora.
—Llévate un busca.
—Ya lo he probado.
—¿Y?
—Lo llevaba colgado al cinturón, pero... eh... lo perdí.
—Mmm... me imagino el inconveniente que te supondría llevarlo en el cinturón —intentó moverse, pero Julia la retuvo con fuerza.
—Lena, por favor, escucha. Tú necesitas y quieres un trabajo, y yo te estoy ofreciendo uno.
—Hasta un chimpancé podría contestar al teléfono. Además, ya tienes un contestador.
—Pero, ¿cómo sé si todo el que llama deja un mensaje? Y aún hay más cosas.
—¿Cómo cuáles?
—Escribir la correspondencia. No te imaginas cuánta tengo que enviar.
—¿Quién se encarga de eso ahora? ¿Tú?
—No, una amiga —ella le lanzó una mirada sospechosa y Julia dejó escapar un suspiro de exasperación—. Tiene ochenta y siete años, es miope y usa una máquina de escribir que no imprime la mitad de las letras.
—Tú ni siquiera tienes máquina de escribir.
—Compraré una. La que más te guste.
La oferta era tentadora, pero no podía aceptarla. Encorvó los hombros y negó con la cabeza.
—No puedo, Julia.
—¿Por qué no?
—Tus padres me necesitan.
—Ese es el problema. Si siguen dependiendo de ti, acabarán por ser incapaces de valerse por ellos mismos. Se convertirán en unos ancianos decrépitos e inútiles antes de tiempo. Nunca he tenido un hijo y no sé lo que es perder a uno. Pero puedo imaginarme lo fuerte que sería la tentación de encerrarme en mí mismo y darle la espalda a la vida. Y eso es lo que harán si continúas sirviéndoles en todo.
Tenía razón. Los Volkov parecían marchitarse más cada día. Y seguirían utilizándola hasta que sus vidas se secaran por completo.
—¿Cuánto me pagarías?
Julia esbozó una amplia sonrisa.
—Astuta, ¿eh?
—¿Cuánto? —volvió a preguntar.
—Veamos... —se rascó la mandíbula—. ¿Doscientos cincuenta a la semana?
Lena no sabía si esa cantidad era justa o no, pero no quería dejarla escapar.
—¿Cuántas vacaciones pagadas?
—Lo tomas o lo dejas, señorita Katina —dijo Julia severamente.
—Lo tomo. De nueve a cinco, con una hora y media para comer —eso le daría tiempo para ir a casa y prepararles la comida a los Volkov—. Dos semanas de vacaciones pagadas, más todos los días festivos del año. Y los viernes solo trabajaré hasta el mediodía.
—No resultas ninguna ganga —murmuró Julia con el ceño fruncido. Pero en el fondo estaba encantada. Habría estado dispuesta a doblarle el salario con tal de sacarla de la casa parroquial.
—Y no pienso poner un pie en este lugar hasta que lo limpies a fondo. A fondo, ¿está claro?
—Sí, señora.
—Y deshazte de ese calendario.
Julia miró hacia la puerta del armario y puso una mueca de decepción.
—Vaya... Empezaba a gustarme —se encogió de hombros—. Está bien. ¿Algo más?
Lena estaba pensando en lo adorable que era Julia, pero recordó el problema que tenía entre manos.
—Sí. ¿Cómo voy a decírselo a tus padres?
—No les des elección —le tendió la mano—. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —se dispuso a estrecharle la mano, pero Julia se la tomó y se la posó sobre el pecho.
—Un apretón de manos no es modo de sellar un trato con una mujer hermosa.
Antes de que Lena pudiera reaccionar, Julia se inclinó y la besó en los labios; pero, a pesar de que abrió la boca, no usó la lengua. Se mantuvo pegada a ella durante un largo rato, con la amenaza latente de invadirla en cualquier momento. Pero no lo hizo y, cuando se retiró, se limitó a sonreírle.
Más tarde, cuando la llevó de vuelta al supermercado para que recogiera sus compras, Lena se preguntó por qué no había hecho nada para detenerlo. ¿Por qué no le había dado una bofetada o una patada, o por qué ni siquiera se había reído? ¿Por qué, cuando retiró sus labios, se había quedado embobada mirándola?
La única respuesta que se le ocurría era que su cuerpo se negaba a rechazarle. No podría haber levantado un dedo contra el beso de Julia ni aunque hubiera querido. Y no había querido.
Los Volkov no recibieron de buen grado la noticia sobre un nuevo trabajo. Larissa dejó caer el tenedor sobre el plato cuando Lena soltó el anuncio.
—Empiezo el lunes.
—¿Vas a trabajar...?
—¿Para Julia? —terminó de preguntar Oleg.
—Sí. Así que, si tenéis algún otro plan para mí, decídmelo ahora.
Salió de la cocina sin darles tiempo a recuperarse del asombro. Como Julia le había dicho, no podía darles elección.
Al lunes siguiente, un minuto antes de las nueve en punto de la mañana, Lena entró en la oficina. Por un momento pensó que se había equivocado de puerta. La oficina no sólo estaba limpia, sino que había sufrido una profunda transformación.
Las paredes grises estaban pintadas de un alegre color crema. El horrible sofá había sido reemplazado por dos sillones de tapicería marrón, con una mesita de nogal entre ellos.
El suelo de baldosas había sido cubierto con parqué y con una alfombra de origen étnico. Las baldas de metal habían desaparecido y en su lugar había armarios y estanterías de madera. Todas las piezas del mobiliario estaban elegantemente dispuestas, de manera que el conjunto pareciera amplio y espacioso.
La superficie del escritorio estaba tan pulida como una pista de hielo. Tras ella había un sillón de cuero tan grande como un trono. Sobre la mesa había un ramo de flores frescas.
—Son para ti.
Lena se giró y vio a Julia de pie en el armario.
—¿Cómo lo has hecho?
—Con mi talonario de cheques. ¿Te gusta?
—Sí, pero... Te has gastado una fortuna en todo esto.
—Bueno, tendría que haberlo hecho hace años. A mis clientes los citaba en cualquier bar, por vergüenza de traerlos a este «montón de basura», como alguien lo llamó —sonrió al ver cómo ella se sonrojaba—. A propósito, tengo unos cuantos calendarios para que elijas el que más te guste —le sostuvo el primero—. «Bollos del Mes» —dijo con voz solemne intentando no sonreír. El musculoso modelo de la foto llevaba tan solo un casco de fútbol y un taparrabos—. Este es Míster Octubre. ¿Quieres ver los otros meses?
—Me resulta suficiente. ¿Qué más tienes?
Julia dejó el calendario y le mostró el siguiente.
—«Un macizo por día. Nada de mente, solo cuerpos» —un pecho untado de aceite y unos bíceps a punto de estallar. Lena puso una mueca de aprensión y negó con la cabeza—. O... —extendió la tercera opción—. «Ansel Adams».
—Cuelga este —Julia pareció complacida y se dispuso a colgarlo—. Pero deja los otros en el armario —añadió con picardía. Julia la miró desanimada y las dos se echaron a reír—. Julia, la oficina está preciosa, de verdad. Me encanta.
—Estupendo, quiero que estés cómoda.
—Gracias por las flores —rodeó la mesa y se sentó en el cómodo sillón.
—Esto es una ocasión especial.
Se miraron la una a la otra durante un momento, antes de que Julia empezara a explicarle cómo manejar la máquina de escribir.
—Puedes empezar a redactar estas cartas —le pasó una abultada carpeta—. Las he escrito a mano. Espero que entiendas mi letra. Gertie sí podía.
—¿La amiga miope? —preguntó ella con inocencia.
—La misma —le aparto un mechón de la cara y le explicó que iba al rancho de los Parson.
—¿Qué posibilidades hay en esos terrenos?
—Bastante buenas. Si no encontramos petróleo, yo soy un arcángel —se puso las gafas de sol y giró el pomo de la puerta—. Hasta luego —se paró antes de salir y la miró durante un largo rato—. Tienes muy buen aspecto sentada ahí —añadió antes de salir.
Regresó Julia poco antes del mediodía con una bolsa.
—¡Hora de comer! —exclamó irrumpiendo en el despacho.
Lena le hizo un gesto con la mano para que se callara. Estaba hablando por teléfono al tiempo que tomaba notas.
—Entendido. Se lo comunicaré a la señora Volkova en cuanto llegue. Gracias —colgó y le pasó con orgullo el papel a Julia.
—Magnífico —dijo al leerlo—. Llevaba mucho tiempo esperando el permiso para inspeccionar esa propiedad. Me has traído suerte —sonrió y dejó la bolsa sobre la mesa—. Y yo te he traído el almuerzo.
—¿Puedo esperar el mismo trato todos los días? —se puso en pie para examinar el contenido.
—De ningún modo. Pero, como ya te dije antes, hoy es una ocasión especial.
—Debería ir a casa a preparar la comida para Larissa y Oleg.
—Estarán bien. Llámalos más tarde si quieres.
Su buen humor era tan contagioso, que Lena la acompañó en su entusiasmo con la comida que sacaba de la bolsa.
—Y para rematarlo... —se metió en el armario y volvió a salir con una botella de champán—. ¡Tachan!
—¿De dónde la has sacado?
—La tenía en la nevera.
—¿Tienes una nevera en el armario?
—Una pequeñita. ¿No la has visto?
—No. He estado muy ocupada —señaló la pila de cartas que esperaban la firma de Julia.
—En ese caso, te mereces una copa de champán —descorchó la botella, que despidió un chorro de espuma.
—No debería, Julia.
—¿Cómo que no?
—Quizá no lo creas, pero en casa no tomamos champán con la comida —dijo en tono sarcástico—. No estoy acostumbrada a beber.
—Estupendo. Tal vez te emborraches y bailes desnuda encima de la mesa.
Le recorrió el cuerpo con la mirada, imaginando lo que había propuesto.
—¿Haces esto muy a menudo? —le preguntó Lena, avergonzada.
—¿Beber champán al mediodía? No.
—Entonces, ¿cómo sabes que no serás tú quien acabe bailando desnuda encima de la mesa?
Julia le tendió una copa y brindó con la suya.
—Porque si las dos estuviéramos desnudas sobre la mesa, lo último que haríamos sería bailar.
A Lena le dio un vuelco el corazón. Consiguió apartar la mirada de su poder hipnotizante y notó que le temblaban las manos.
—Bebe un poco —la apremió Julia. Ella obedeció—. ¿Te gusta?
—Sí —respondió tomando otro sorbo. El champán estaba frío y le picaba en la lengua.
Julia se acercó hasta que casi estuvieron pegados.
—¿Qué te parece...?
—¿El qué?
—¿Perritos calientes?
La comida resultó deliciosa. Mientras almorzaban, Julia le hablaba de sus negocios y pareció complacida de las preguntas inteligentes que Lena le formulaba, pero no consiguió que bebiera más de media copa de champán. Al terminar, recogió los cartones y los metió en la bolsa.
—No me atrevería a ensuciar tu oficina —le dijo sonriente.
Mucho rato después de que Julia se hubiera marchado, Lena seguía pensando en la imagen de las dos desnudas sobre la mesa. ¿Qué habría querido decir con que no estarían bailando?
Sabía muy bien cuál era la respuesta. Y tampoco podía dejar de pensar en ella.
Los días siguieron su curso rutinario, aunque la vida junto a Julia era siempre espontánea e imprevista. Era como navegar por un río entre la jungla. Nunca se sabía lo que podía estar esperando tras la siguiente curva.
Le solía dejar pequeños regalos en la oficina. Para cualquier otra persona hubieran resultado insignificantes, pero para ella, a quien nunca habían cortejado, significaban muchísimo.
El día que se cumplió su primera semana en la empresa se encontró un pastel con una vela sobre el escritorio. En otra ocasión había una rosa roja junto a la cafetera. Una mañana casi dio un grito al abrir la puerta y encontrarse a un enorme oso de peluche sentado en su sillón.
Sabía que todo el pueblo rumoreaba sobre ellas. Las cajeras del banco se quedaron pasmadas cuando la vieron ingresar los cheques de Julia, y se ponían a murmurar cada vez que salía. El administrador de correos, que siempre la había tratado amistosamente, la miraba de un modo que ponía los pelos de punta.
Y, además, Julia había empezado a acudir a la iglesia con regularidad, lo que llevó los rumores al grado sumo.
Por su parte, a Lena le encantaba su trabajo y en su segunda semana ya se desenvolvía como una profesional.
—¿Volkova Enterprises? —contestó al teléfono.
—Lena, cariño. ¡Hoy también estamos de celebración!
—¿El pozo tiene petróleo? —gritó. Al otro lado de la línea podía oírse el ruido de las perforadoras.
—¡El pozo tiene petróleo! —exclamó Julia—. Voy a llevarte el pollo asado más grande que pueda encontrar. Llegaré dentro de una hora.
—Tengo que salir a hacer un recado. ¿Por qué no nos encontramos en alguna parte?
—Como quieras. ¿Te parece bien en The Wagón Wheel a las doce y media?
Ella estuvo de acuerdo con el sitio y la hora.
Pero a las doce y media Lena vagaba sin rumbo fijo por la calle principal del pueblo. Se paró como hechizada en la acera y se quedó mirando distraídamente el escaparate de una tienda de variedades.
Julia pasó a su lado en la camioneta que usaba para ir a las perforaciones. Al verla la llamó y tocó la bocina, pero ella no pareció oírla y no se volvió. Entonces Julia giró bruscamente en medio de la calzada y aparcó subiéndose al bordillo. Se acercó corriendo a ella, con las botas y los pantalones llenos de barro.
—Lena —le dijo casi sin aliento—. Vas en dirección contraria. ¿No habíamos quedado en The Wagón Wheel?
La sonrisa que lucía se esfumó de su rostro en cuanto vio su mirada perdida.
—¡Lena ! —la agitó suavemente—. ¿Qué te pasa?
—¿Julia? —susurró ella. Parpadeó un par de veces y miró a su alrededor—.Oh, Julia.
—Dios, no me pegues estos sustos —dijo Julia con el ceño fruncido—. ¿Qué ha pasado? ¿Te sientes mal?
Ella negó con la cabeza y bajó la mirada.
—No, pero no me apetece ir a comer. Lo siento. Me alegro por lo del pozo, pero no me apetece...
—Al infierno con la comida. Dime qué te ha ocurrido —ella se tambaleó como si fuera a desmayarse. Julia la agarró a tiempo, sintiéndose una completa inepta—. Vamos, cariño. Entremos ahí. Te vendrá bien tomarte un refresco.
La llevó casi a rastras hasta el local y la sentó en un banco.
—Hazel, dos refrescos, por favor —le pidió a la camarera.
No apartó los ojos de Lena, pero ella no lo miraba. Mantenía la vista fija en las manos, cruzadas sobre el mostrador.
—¿Cómo va todo, Julia? —le preguntó Hazel cuando les trajo dos vasos con hielo.
—Muy bien —murmuró ella.
Hazel se encogió de hombros y se fue hasta la caja registradora. La gente decía que Julia Volkova no era la misma desde la muerte de su hermano. Decían que rondaba a la niña Katina como una mosca alrededor de un tarro de miel.
Normalmente, Hazel solía bromear con ella cada vez que entraba en su local. Pero aquel día no tenía ojos más que para Lena.
—Lena, bébete el refresco —le dijo acercándole el vaso—. Estás más pálida que un fantasma —ella dio un sorbo, obediente—. Ahora dime cuál es el problema.
Mantuvo la cabeza agachada durante un largo rato. Cuando Julia estaba a punto de perder la paciencia, ella levantó por fin la mirada.
Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Julia —susurró con voz ronca—. Estoy embarazada.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Siete
Julia se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en la garganta. Tragó saliva con dificultad, pero no hizo el menor movimiento.
—¿Embarazada?
—Acabo de salir de la consulta del médico —dijo ella asintiendo—. Voy a tener un bebé.
—¿No lo sabías?
—No.
—¿Y qué pasa con el período? ¿Se te cortó?
—Sí, pero pensé que sería por la muerte de Mikhaíl y todo el jaleo posterior. Nunca se me ocurrió que... Oh, no sé —apoyó la frente en la mano—. Julia, ¿qué voy a hacer?
¿Hacer? Se casaría con ella y tendrían un bebé, pensó Julia. ¡Un bebé!
La alegría le invadió el cuerpo. Quiso ponerse a dar saltos y salir a la calle a parar el tráfico y a gritarle a todo el mundo que iba a ser madre.
Pero entonces vio la expresión abatida de Lena, oyó sus débiles gemidos, y supo que no podía reaccionar como quería. Ella pensaba que el bebé era de Mikhaíl y, si le contaba la verdad en esos momentos en los que se estaba ganando su confianza, solo conseguiría que la despreciara.
¿Era ese el justo castigo por todos sus pecados? Siempre había mantenido las precauciones necesarias con todas las mujeres con las que había estado. Y cuando al fin quería reclamar su maternidad, no podía hacerlo. Había concebido un hijo con la mujer que siempre había amado y no tenía ningún derecho sobre él.
Dios estaba jugando sucio.
«Díselo, díselo ahora», le susurraba una voz interior.
Quería hacerlo. Quería estrecharla en sus brazos y decirle que no había razón para llorar de pena. Quería declararle su amor y confesarle que su bebé era el hijo de ambas. Y quería prometerle que cuidaría siempre de ella y de su hijo.
Pero no podía. El descubrimiento de su embarazo había sido traumático para ella. No podía hacerla sufrir más diciéndole que se equivocaba del responsable.
De momento, tendría que conformarse con ser su amiga.
—Llorar no te ayudará, Lena —le dijo tendiéndole un pañuelo. Estaban solas en la cafetería. Hazel estaba absorta leyendo una revista.
—Todo el mundo pensará que soy una escoria. Y Mikhaíl... —puso una mueca al pensar en lo que pensarían del joven pastor.
—Nadie pensará que Lena Katina es una escoria —dijo Julia—. No sabía que Mikhaíl y tú hubierais mantenido esa clase de relación.
—No lo hicimos —hablaba en voz tan débil, que Julia tuvo que inclinarse para oírla—. No hasta la noche antes de su marcha —alzó la cabeza y lo encontró mirándola con atención. Eso la hizo sentirse aún más incómoda—. ¿Recuerdas que me dijiste que intentase convencerlo para que no se fuera? Pues lo intenté —soltó una pequeña carcajada temblorosa—, pero no lo conseguí.
—¿Qué ocurrió? —a Julia le resultaba muy difícil hablar de aquello como si no lo supiera, pero quería saber cómo se había sentido Lena aquella noche.
—Subió conmigo a mi habitación. Yo...—bajó otra vez la voz—, le rogué que no se fuera, pero no se dejó convencer. Entonces intenté seducirlo con el sexo, pero tampoco dio resultado. Salió y me dejó sola en el cuarto.
—Entonces no entiendo cómo...
—Más tarde volvió e hicimos el amor.
Durante los segundos siguientes nadie habló, cada una sumida en sus propios pensamientos. Lena recordaba la explosión de felicidad que sintió al ver la silueta de Mikhaíl recortada contra la puerta. Julia recordaba a Lena sentada en la cama, con la cara cubierta de lágrimas.
—Fue la primera vez que...
—La primera y única vez. Nunca creí que una mujer pudiera quedarse embarazada haciéndolo solo una vez —apretó el pañuelo empapado—. Estaba equivocada.
—¿Cómo fue, Lena? —ella le clavó la mi rada—. Quiero decir —se apresuró a improvisar la pregunta—, si eras virgen... ¿te dolió?
—Un poco al principio —esbozó una sonrisa enigmática, propia de la Mona Lisa—. Fue maravilloso, Julia. Fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Jamás me había sentido tan cercana a alguien. Y no me importa lo que ocurra en el futuro. Nunca me arrepentiré de lo que hice esa noche.
Le tocó el turno a Julia para bajar la mirada. Tenía un nudo de emoción en la garganta y estaba a punto de echarse a llorar. Se moría por abrazarla y decirle que la comprendía, ya que ella había sentido lo mismo.
—Debes de estar de…
— Cuatro meses —dijo ella.
—¿Y no has tenido ningún síntoma?
—Ahora que lo sé, recuerdo haberlos tenido. Me sentía cansada y apática. A la vuelta de Monterico perdí algo de peso, pero lo volví a recuperar. Y mis pechos... —dejó la frase a medias.
—Sigue, Lena —la apremió Julia—. Tus pechos, ¿qué?
—Bueno... me duelen un poco y siento hormigueos, ¿sabes?
—No, no lo sé —respondió Julia con una sonrisa.
—¿Cómo ibas a saberlo? —preguntó riendo. Le sentaba bien reírse, pero se cubrió la boca—. No puedo creer que me esté riendo de algo tan serio.
—¿Qué otra cosa puedes hacer? Además, creo que es un motivo para celebrar, no para llorar. No todos los días alguien encuentra petróleo y descubre que va a ser... eh... tío.
Ella le apretó fuertemente las manos.
—Gracias por verlo así, Julia. Cuando salí de la consulta, me sentía completamente perdida. Perdida y sola.
—No tienes por qué sentirte sola, Lena. Siempre puedes contar conmigo. Para todo.
—Aprecio mucho tu ayuda.
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé.
—Cásate conmigo, Lena.
Lena se quedó muda y boquiabierta. Le miró con la mente en blanco mientras el corazón amenazaba con salírsele del pecho. Sabía que la oferta estaba motivada por la compasión, o quizá por la lealtad familiar, pero aun así se vio tentada a darle una respuesta afirmativa.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Hay un millón de razones en contra.
—Y una muy buena a favor.
—Julia, no puedo permitir que eches a perder tu vida por mí ni por mi hijo. No, gracias.
—Deja que sea yo quien decida cómo quiero echar a perder mi vida, por favor —le dio un apretón en la mano—. ¿Deberíamos fugarnos esta noche o esperar hasta mañana? Iremos de luna de miel adonde tú quieras, menos a Monterico —añadió con una sonrisa.
—Eres maravillosa —le dijo con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Lo sabías?
—Eso es lo que dicen de mí.
—Pero no puedo casarme contigo, Julia.
—¿Es por Misha? —su rostro perdió todo rastro de humor.
—No, no solo por eso. Tiene que ver contigo y conmigo. Lena Katina y Julia Volkova. Menudo chiste.
—¿Ya no te gusto? —le preguntó con la sonrisa más encantadora que pudo.
—Sabes que sí —ella le devolvió la sonrisa—. Me gustas mucho.
—Te sorprendería saber cuántos matrimonios conozco que no se soportan. Nosotros tendríamos más posibilidades que la mayoría.
—Una mujer y un niño no encajan en tu modo de vida.
—Lo cambiaría por completo.
—No puedo dejar que cometas ese sacrificio.
Julia quiso zarandearla y decirle que no era ningún sacrificio. Pero sabía que Lena necesitaba tiempo para hacerse a la idea de que iba a ser madre. Solo sería un aplazamiento temporal. Nada en el mundo le impediría casarse con ella y compartir un hogar lleno de amor en vez de censura.
—Y además de romperme el corazón y rechazarme, ¿qué vas a hacer?
—¿Puedo seguir trabajando para ti?
—¿Tienes que preguntarlo?
—Gracias, Julia —murmuró ella.
Se permitió a sí misma relajarse y se llevó inconscientemente las manos al abdomen. Qué pequeña era, pensó Julia. ¿Cómo iba a albergar a un niño en su interior?
Se fijó en sus pechos. No eran muy grandes, pero sí firmes y redondeados; Julia no quería otra cosa que cubrirlos de caricias y besos.
—Tus padres tendrán que saberlo.
—¿Quieres que se lo diga yo? —preguntó Julia apartando la vista de sus pechos.
—No. Es mi responsabilidad. Ojalá supiera cómo van a tomárselo.
—Estarán encantados —dijo con dificultad—. Así tendrán un vivo legado de Mikhaíl.
—Tal vez, pero no creo que sea así de simple. Son personas muy moralistas, Julia. Tú lo sabes muy bien. Para ellos no hay punto medio. O algo está bien o está mal.
—Pero mi padre ha promulgado la caridad cristiana durante toda su vida. El perdón y el amor de Dios han sido los principales tópicos de sus sermones —le cubrió la mano con la suya—. No te condenarán por esto, Lena. Te lo aseguro.
Ella deseó tener la misma confianza que Julia, pero al menos se esforzó en sonreír.
Antes de salir Julia la hizo tomar una taza de chocolate, alegando que debía ganar peso enseguida. Brindaron por la salud del bebé y por el pozo de petróleo.
—Tendré que compartir mi oso de peluche con el bebé —dijo ella al salir.
—Bueno, de momento te pertenece solo a ti—Le abrió la puerta del coche para que se subiera—. Vete a casa y duerme un poco.
—Pero si solo llevo en pie la mitad del día protestó ella.
—Y ha sido agotador. Te vendrá bien descansar el resto de la tarde. Te llamaré esta noche.
—Alguna vez tendré que darle la noticia a Larissa y a Oleg.
—Estarán tan entusiasmados como yo.
Lo dijo aun sabiendo que era imposible. Nadie podría estar tan entusiasmado por el bebé como ella. Dios... se sentía llena de alegría y amor.
No tenía más remedio que guardar el secreto, pero fue incapaz de resistirse a abrazarla. Ella se refugió en sus brazos, y las dos se unieron sin importarles las miradas ajenas.
Lena oyó los poderosos latidos de su corazón contra la oreja y se apretó con más fuerza. Julia se había convertido en alguien muy importante para ella. Era una amiga en quien podía encontrar seguridad y apoyo... y de quien le gustaba aspirar su fragancia dulce pero salvaje.
Julia la meció suavemente, extasiada por sentir sus pechos contra el suyo. Le dio un largo beso en el pelo, como pobre muestra de lo que realmente quería demostrarle. A pesar de su alegría, era muy doloroso no poder darle las gracias por haberla bendecido con un hijo.
—Prométeme que te acostarás en cuanto llegues a casa.
—Lo prometo.
Julia la acomodó frente al volante y le abrochó el cinturón de seguridad.
—Esto es para protegerte a ti y al bebé de conductores como yo —le dijo con una sonrisa burlona.
—Gracias por todo, Jul.
Mientras la veía alejarse en el coche, se preguntó si le seguiría estando agradecida en caso de saber la verdad.
Julia llegó a la casa parroquial poco después de las siete. Después de enviar a Lena a casa, había pasado el resto de la tarde en las perforaciones. Pero, por muy ocupada que estuvo, no consiguió apartar los pensamientos que lo agobiaban: la salud de Lena, su estado de ánimo, el miedo a contárselo a sus padres...
Desde fuera, la casa tenía el mismo aspecto que siempre. El coche de Lena estaba aparcado junto al de sus padres. Se veían luces en las ventanas de la cocina y de la salita. Sin embargo, Julia tuvo el presentimiento de que algo iba mal.
Llamó a la puerta principal y luego la empujó.
—Hola —llamó en voz alta. Al no recibir respuesta, entró y se encontró a Oleg y a Larissa sentados en la salita.
—Hola, Julia —lo saludó su padre apáticamente. Su madre no dijo nada, concentrada en el pañuelo que tenía entre los dedos.
—¿Dónde está Lena ?
Oleg tragó saliva varias veces. Era obvio que le resultaba difícil hablar y, cuando finalmente lo hizo, soltó unas pocas palabras:
—Se ha ido.
—¿Quién se ha ido? —El miedo y la furia invadieron a Julia—. ¿Qué quieres decir? Su coche está aparcado fuera.
Oleg se pasó la mano por la cara.
—Ha decidido marcharse sin llevarse nada, salvo sus ropas.
Julia se dio la vuelta y subió la escalera a grandes zancadas, como siempre había hecho de joven. Eso era ir contra las reglas de la casa, pero nunca se había preocupado por acatarlas.
—¿Lena? —no estaba en su dormitorio. Abrió el armario y lo encontró casi vacío, igual que los cajones—. ¡**** sea! —Rugió como un león frustrado y volvió a bajar las escaleras—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le habéis hecho? ¿Qué le habéis dicho? —le preguntó a sus padres—. ¿Os ha contado lo del bebé?
—Sí —respondió Oleg—. Nos quedamos horrorizados.
—¿Horrorizados? ¡Horrorizados! ¿Lena os dice que va a tener su primer nieto y su única reacción es horrorizaros?
—Dice que es el hijo de Mikhaíl.
Si en vez de su padre hubiera sido cualquier otro hombre el que difamara de aquel modo la integridad de Lena, Julia lo habría agarrado por el cuello y lo habría hecho tragarse sus palabras.
En vez de eso, se limitó a gruñir y a dar un paso adelante. Que fuera o no hijo de Mikhaíl no importaba en esos momentos. Lena pensaba que sí lo era, y les había contado lo que ella creía que era la verdad.
—¿Lo habéis dudado?
—Pues claro que sí —intervino Larissa por primera vez—. Mikhaíl nunca hubiera hecho algo tan... pecaminoso. Y mucho menos la noche antes de irse a Centroamérica, según contó ella.
—Puede que esto te sorprenda, madre, pero Mikhaíl era un hombre antes que un misionero.
—¿Y eso significa que...?
—Significa que estaba dotado como cualquier otro hombre desde Adán. Que tenía las mismas necesidades y los mismos deseos. En el fondo, me resulta extraño que pudiera esperar tanto tiempo para acostarse con Lena.
Mikhaíl nunca había hecho tal cosa, pero en esos momentos Julia no pensaba con mucho sentido común.
—Cállate, Julia, por el amor de Dios —le ordenó su padre poniéndose en pie—. ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre?
—Está bien —aceptó ella—. Me da igual lo que piensen de mí; pero, ¿cómo han podido echar a Lena?
—Nosotros no la hemos echado. Fue ella quien tomó la decisión.
—Tuvisteis que decirle algo que la incitara a hacerlo. ¿Qué fue?
—Esperaba que creyéramos que fue Mikhaíl quien... quien hizo eso —dijo Oleg—. Tu madre y yo aceptamos esa posibilidad. Como bien has dicho, tu hermano era un hombre. Pero si lo hizo, fue porque ella lo tentó más allá de su entereza moral.
Julia no podía imaginarse cómo Mikhaíl había podido resistirse aquella noche. Ella jamás hubiera podido.
—Pasara lo que pasara, fue por amor —eso sí era verdad.
—Lo creo. Pero aun así, Mikhaíl no se habría distraído en su misión si la tentación no hubiese sido demasiado fuerte. Y puede que el sentimiento de culpa lo torturara desde entonces....Quizá por eso no tuvo el suficiente cuidado en Monterico y dejó que lo capturaran y ejecutasen.
—Dios mío —Julia se apoyó en la pared. Se preguntaba cómo dos personas de mentes tan estrechas podían haberla engendrado—. ¿Le dijiste eso a Lena? ¿La culpaste por la muerte de Mikhaíl?
—Ella es culpable —dijo Larissa—. Las convicciones de Mikhaíl eran inquebrantables. Pero la seducción de Lena fue más fuerte. ¿Puedes imaginarte lo traicionados que nos sentimos? La criamos como si fuera nuestra hija. Y ahora va a tener un... un hijo ilegítimo... Oh, Señor, cuando pienso en cómo afectará esto a la memoria de Mikhaíl. Todo el mundo lo quería y admiraba, y esto destruirá su recuerdo noble— apretó los labios y sacudió la cabeza.
Julia estaba desgarrada por la confusión. Sus padres culpaban a Lena por la muerte de Mikhaíl, pero Mikhaíl era el único culpable de su muerte porque no había compartido ninguna noche de pasión con Lena. Julia podría absolverla si les contaba la verdad. Pero entonces no dudarían en lapidarla por haberse acostado con ella.
Se sentía asqueada por la actitud de sus padres. Le había asegurado a Lena que estarían encantados al recibir la noticia y, en vez de eso, la habían tratado con un desprecio que no tenía nada de cristiano. Quería acusarlos de ser unos hipócritas, pero no tenía tiempo para eso. Eran una causa perdida. Y su único propósito era encontrar a Lena.
—¿Adónde se fue?
—No lo sabemos —respondió Bob. Su tono indicaba que no le importaba—. Llamó a un taxi.
—Me dan pena —fue lo último que dijo Julia antes de marcharse.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Bueno... —el dependiente de la estación de autobuses pasó un dedo por la lista de salidas—. Hará una media hora. Tuvo que salir a las seis cincuenta. Que yo recuerde, no se produjo ningún retraso.
—¿Hace alguna parada en el recorrido?
El hombre volvió a revisar la agenda con una meticulosidad que desesperó a Julia. ¿Acaso aquel cretino no sabía nada sin consultar el **** programa?
Después de hablar con el propietario del único servicio de taxis del pueblo y descubrir que habían llevado a Lena a la estación de autobuses, Julia condujo hasta allí a toda velocidad. Un rápido vistazo a la sala de espera le demostró que no estaba allí, y en la taquilla le dijeron que habían vendido un billete para Dallas a una mujer que correspondía con su descripción.
—No, no hace paradas... hasta Abilene. Eso es.
—¿Por qué carretera va?
Antes de que el dependiente acabara de decírselo, Julia ya estaba corriendo hacia la puerta. Al arrancar el Corvette comprobó con enfado que no tenía suficiente gasolina para recorrer ochenta kilómetros, de modo que tuvo que detenerse en la primera gasolinera que encontró.
—¿Solo tienes un billete de cincuenta dólares? —se quejó el encargado—. Por Dios, Julia, me vas a dejar sin cambio.
—Lo siento. Es todo lo que tengo y, además, con una prisa terrible —demonios, se moría por un cigarrillo. ¿Por qué le había tenido que prometer a Lena que dejaría de fumar?
—¿Una cita? —le preguntó el encargado con un guiño—. ¿Es rubia o morena esta vez?
—Te he dicho que...
—Sí, que tienes mucha prisa —le dijo con otro ruino—. ¿Quién está más caliente, ella o tú? — Examinó la caja registradora en busca de cambio—. Vamos a ver que tenemos aquí... Uno de veinte. No, es de diez. Y aquí hay uno de cinco.
¿Todo el pueblo se había vuelto imbécil o se habían confabulado para ponérselo difícil?
—Mira, Andy, quédate con el cambio y volveré para recogerlo más tarde.
—Esa chica merece la pena, ¿eh? —le gritó cuando Julia ya se alejaba—. Tiene que ser muy especial.
—Lo es —respondió ella desde el coche. Segundos más tarde la oscuridad se tragaba sus luces traseras.
Lena había optado por no luchar contra el balanceo constante del autobús. En vez de eso, intentó amoldar su cuerpo a él. Al menos así evitaba pensar en el futuro.
¿Qué futuro?
No tenía ninguno.
Los Volkov le habían dejado claro su postura. Era como Jezabel, que había tentado a su hijo santo y lo había cautivado con engaños.
Las lágrimas le afluían a los ojos, pero no iba a rendirse a ellas. Apoyó la cabeza en el respaldo y deseó poder dormir. Pero era imposible. Su mente era un torbellino de pensamientos, y los pasajeros que la rodeaban hablaban casi a gritos.
—Fíjate en ese.
—Qué loco.
—¿Lo ha visto el conductor?
Intrigada por saber lo que había despertado tantos comentarios, Lena miró por la ventanilla. No vio nada, tan solo su propio reflejo en el cristal y una densa oscuridad al otro lado. Entonces se fijó en el coche deportivo que circulaba pegado al autobús, tan peligrosamente cerca que casi rozaba las ruedas.
—Debe de tratarse de un loco —oyó que alguien decía.
—Oh, no —susurró ella con los ojos muy abiertos al reconocerlo.
De repente el autobús dio un bandazo. El conductor frenó en seco y giró hasta la cuneta.
—Damas y caballeros —dijo por el micrófono—. Lamento este retraso pero me he visto obligado a hacer una parada imprevista. Seguramente habrán notado que un conductor borracho nos viene siguiendo con la intención de echarnos de la carretera. Voy a intentar hablar con él antes de que nos mate a todos. Permanezcan sentados en sus asientos. Enseguida reanudaremos la marcha.
Todos los pasajeros se inclinaron en sus asientos para ver mejor, mientras que Lena se hundía en el suyo con el corazón latiéndole a ritmo frenético. El conductor accionó el mando para abrir la puerta; pero, antes de que pudiera salir, la persona loca borracha entró como una exhalación.
—Por favor, señor —le rogó el chofer, claramente preocupado por la seguridad de los pasajeros—. Somos todos gente inocente y...
—Tranquilícese. No soy una criminal y no voy a hacerle daño a nadie. Tan solo vengo a aliviar a uno de sus pasajeros —sus ojos recorrieron las dos filas de asientos y empezó a caminar por el pasillo. Lena seguía callada e inmóvil—. Siento las molestias —les dijo en tono amistoso a quienes le miraban con recelo—. Será cuestión de un minuto —entonces vio a su presa y suspiró aliviado—. Recoge tus cosas, Lena. Te vienes conmigo.
—No, Julia. Te lo he explicado todo en una carta que te envié justo antes de salir. No deberías haberme seguido.
—Bueno, pues lo he hecho, y no pienso hacer el viaje en balde. Vamos.
—No.
Todo el mundo las miraba con atención.
Julia apoyó las manos en las caderas, como si fuera una madre que acabase de encontrar a su hija perdida.
—De acuerdo. Si quieres que todas estas simpáticas personas se enteren de lo sucedido, por mí estupendo, pero piénsatelo mejor antes de que saquemos los detalles picantes.
Lena miró a su alrededor. Era el blanco de todas las miradas.
—¿Qué ha hecho, mamá? —preguntó una niña pequeña—. ¿Algo malo?
—No tiene que ir a ninguna parte con ella, señorita —le dijo el conductor con valentía.
Lena miró a Julia. Tenía la mandíbula en tensión, y los ojos le brillaban con llamas amarillas. No parecía dispuesta a desistir, y ella no quería ser la causa de ninguna trifulca en un autobús decente.
—Oh, está bien, ya voy —se puso en pie y agarró su pequeña maleta—. Tengo otra bolsa en el maletero —le dijo con amabilidad al conductor.
Los tres bajaron del autobús y el conductor abrió el compartimiento de equipajes.
—¿Está segura de que quiere irse con ella? —le preguntó mientras sacaba la bolsa que ella le indicó—. No le hará ningún daño, ¿verdad?
—No, no —respondió ella con una sonrisa—. No es lo que parece. No va a hacerme nada.
Después de echar a Julia una mirada fulminante y de mascullar algo contra los locos de la carretera, el chófer volvió a subir y arrancó de nuevo el autobús. El vehículo se puso en marcha, mientras que todos los pasajeros giraban la cabeza para ver a la pareja que dejaban detrás.
Lena se volvió hacia Julia poniendo sus maletas en el suelo.
—Bueno, eso sí que ha sido una jugada arriesgada, señora Volkova. ¿Qué esperas conseguir con ello?
—Lo que acabo de hacer. Sacarte del autobús e impedir que huyeras como un conejo asustado.
—Tal vez sea eso lo que quiero —protestó ella. Las lágrimas que había reprimido desde la escena en la casa parroquial empezaban a afluir a sus ojos.
—¿Qué pensabas hacer, Lena? ¿Ir hasta Dallas para abortar?
Ella apretó los puños.
—Esa idea es demasiado despreciable incluso para sugerirla.
—Entonces, ¿qué? ¿Cuál era tu intención? ¿Tener al bebé y deshacerte de él?
—¡No!
—¿Esconderlo? —dio un paso hacia ella. Su próxima respuesta era de vital importancia para Julia—. ¿No quieres al bebé, Lena? ¿Te avergüenzas de tenerlo?
—No —ella gimió y se cubrió el estómago con las manos—. Claro que quiero tenerlo. Ya siento amor por él.
Julia relajó los hombros, pero su voz seguía siendo severa.
—¿Por eso estabas huyendo?
—No sabía qué más hacer. Tus padres me dejaron claro que no me querían allí más tiempo.
—¿Y?
—¿Y? —extendió el brazo en la dirección que el autobús había tomado—. No todo el mundo es lo bastante valiente, o lo bastante loco, para perseguir un autocar de viajeros. O para conducir a ciento sesenta kilómetros en una motocicleta. No puedo ser como tú, Julia. No te importa lo que los demás piensen de ti.
Te vales tú misma para complacerte... Pero yo no soy así. A mí sí se importa la opinión de la gente, y por eso tengo miedo.
—¿Miedo de qué? ¿De un pueblo lleno de gente mezquina e hipócrita? ¿Cómo pueden hacerte daño? ¿Qué es lo peor que pueden hacerte? ¿Murmurar sobre ti? ¿Y qué? Esas personas no te hacen falta para nada —hizo una breve pausa—. ¿Tienes miedo de enturbiar el nombre de Mikhaíl? A mí tampoco me gustaría que esos idiotas pensaran mal de él, pero Mikhaíl ha muerto y nunca se enterará. Y además, el trabajo que empezó debe continuar. Por amor de Dios, Lena, no seas tan dura contigo misma. Eres tu peor enemiga.
—¿Qué me estás aconsejando? ¿Volver a trabajar en tu oficina?
—Sí.
—¿Haciendo gala de mi condición?
—Con orgullo.
—¿Y mi hijo tendrá que saber que su apellido estará mancillado toda su vida?
Julia la apuntó con un dedo en el estómago.
—Cualquiera que se atreva a no etiquetar a este niño de maravilloso se estará jugando la vida.
Ella casi soltó una carcajada ante su fiera amenaza.
—Pero tú no estarás siempre a su lado para protegerlo. No será fácil para él criarse en un pueblecito donde todo el mundo conocerá su origen.
—Tampoco le será fácil en una gran ciudad donde su madre no conozca a nadie más. ¿A quién recurrirías para pedir ayuda, Lena? Al menos, todas las caras hostiles que encuentres en La Bota te resultarán familiares.
Lena tuvo que reconocer que la idea de mudarse a una ciudad desconocida, sin dinero, trabajo ni amigos, la aterrorizaba.
—¿No es hora de que empieces a mostrar tus agallas, Lena?
—¿Qué quieres decir?
—Llevas desde los catorce años dejando que sean los demás quienes opinen por ti.
—Ya hablamos de esto hace unos meses. He intentado dirigir mi destino, y mira lo que he conseguido.
Julia pareció ofenderse.
—Pensé que hacer el amor fue para ti algo increíble. Y como resultado vas a tener un bebé. ¿Tan malo es?
—No, es fantástico. Estoy sobrecogida ante la idea. Sobrecogida y humillada por el milagro.
—Entonces quédate con esa idea. Vuelve conmigo a La Bota, ten a tu precioso hijo y dale la espalda a quien no le guste.
—¿Incluso a tus padres?
—Su reacción fue motivada por el miedo. Cuando piensen en ello acabarán aceptándolo.
—Supongo que tienes razón. No puedo encontrar un futuro para el bebé y para mí. Tengo que construir uno, ¿no es así?
—Exacto —respondió Julia con una sonrisa.
—Oh, Julia —soltó un suspiró y dejó caer los brazos a los costados. De repente se sentía desfallecida—. Gracias una vez más.
Julia se acercó a ella y le sujetó la cara entre las manos. Con los pulgares le acarició las mejillas.
—Sería todo más fácil si te casaras conmigo. El niño tendría otra madre y todo sería legal y perfecto.
—No puedo, Julia.
—¿Seguro?
—Seguro.
—No será la última vez que te lo pida.
Ella sintió el calor y la suavidad de sus labios incluso antes de que Julia la besara. El beso fue dulce y prolongado, pero esa vez sus lenguas se rozaron lo suficiente como para que a Lena se le hiciera un nudo en la garganta y los pechos se le encendieran.
Julia deslizó la lengua sobre la suya, y entonces se retiró, dejándola insatisfecha y anhelante. Cuando la tomó de la mano y la llevó hasta el coche, ella sintió frío por la ausencia de su cuerpo.
—Lo primero que hay que hacer es encontrarte un lugar para vivir —dijo Julia mientras colocaba sus bolsas en el maletero.
—¿Se te ocurre alguno?
—Podrías venirte a vivir conmigo.
La miró con picardía y ella a Julia con recelo.
—Siguiente sugerencia.
Julia soltó una risita.
—Creo que podría arreglar algo con Roxy.
Julia se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en la garganta. Tragó saliva con dificultad, pero no hizo el menor movimiento.
—¿Embarazada?
—Acabo de salir de la consulta del médico —dijo ella asintiendo—. Voy a tener un bebé.
—¿No lo sabías?
—No.
—¿Y qué pasa con el período? ¿Se te cortó?
—Sí, pero pensé que sería por la muerte de Mikhaíl y todo el jaleo posterior. Nunca se me ocurrió que... Oh, no sé —apoyó la frente en la mano—. Julia, ¿qué voy a hacer?
¿Hacer? Se casaría con ella y tendrían un bebé, pensó Julia. ¡Un bebé!
La alegría le invadió el cuerpo. Quiso ponerse a dar saltos y salir a la calle a parar el tráfico y a gritarle a todo el mundo que iba a ser madre.
Pero entonces vio la expresión abatida de Lena, oyó sus débiles gemidos, y supo que no podía reaccionar como quería. Ella pensaba que el bebé era de Mikhaíl y, si le contaba la verdad en esos momentos en los que se estaba ganando su confianza, solo conseguiría que la despreciara.
¿Era ese el justo castigo por todos sus pecados? Siempre había mantenido las precauciones necesarias con todas las mujeres con las que había estado. Y cuando al fin quería reclamar su maternidad, no podía hacerlo. Había concebido un hijo con la mujer que siempre había amado y no tenía ningún derecho sobre él.
Dios estaba jugando sucio.
«Díselo, díselo ahora», le susurraba una voz interior.
Quería hacerlo. Quería estrecharla en sus brazos y decirle que no había razón para llorar de pena. Quería declararle su amor y confesarle que su bebé era el hijo de ambas. Y quería prometerle que cuidaría siempre de ella y de su hijo.
Pero no podía. El descubrimiento de su embarazo había sido traumático para ella. No podía hacerla sufrir más diciéndole que se equivocaba del responsable.
De momento, tendría que conformarse con ser su amiga.
—Llorar no te ayudará, Lena —le dijo tendiéndole un pañuelo. Estaban solas en la cafetería. Hazel estaba absorta leyendo una revista.
—Todo el mundo pensará que soy una escoria. Y Mikhaíl... —puso una mueca al pensar en lo que pensarían del joven pastor.
—Nadie pensará que Lena Katina es una escoria —dijo Julia—. No sabía que Mikhaíl y tú hubierais mantenido esa clase de relación.
—No lo hicimos —hablaba en voz tan débil, que Julia tuvo que inclinarse para oírla—. No hasta la noche antes de su marcha —alzó la cabeza y lo encontró mirándola con atención. Eso la hizo sentirse aún más incómoda—. ¿Recuerdas que me dijiste que intentase convencerlo para que no se fuera? Pues lo intenté —soltó una pequeña carcajada temblorosa—, pero no lo conseguí.
—¿Qué ocurrió? —a Julia le resultaba muy difícil hablar de aquello como si no lo supiera, pero quería saber cómo se había sentido Lena aquella noche.
—Subió conmigo a mi habitación. Yo...—bajó otra vez la voz—, le rogué que no se fuera, pero no se dejó convencer. Entonces intenté seducirlo con el sexo, pero tampoco dio resultado. Salió y me dejó sola en el cuarto.
—Entonces no entiendo cómo...
—Más tarde volvió e hicimos el amor.
Durante los segundos siguientes nadie habló, cada una sumida en sus propios pensamientos. Lena recordaba la explosión de felicidad que sintió al ver la silueta de Mikhaíl recortada contra la puerta. Julia recordaba a Lena sentada en la cama, con la cara cubierta de lágrimas.
—Fue la primera vez que...
—La primera y única vez. Nunca creí que una mujer pudiera quedarse embarazada haciéndolo solo una vez —apretó el pañuelo empapado—. Estaba equivocada.
—¿Cómo fue, Lena? —ella le clavó la mi rada—. Quiero decir —se apresuró a improvisar la pregunta—, si eras virgen... ¿te dolió?
—Un poco al principio —esbozó una sonrisa enigmática, propia de la Mona Lisa—. Fue maravilloso, Julia. Fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Jamás me había sentido tan cercana a alguien. Y no me importa lo que ocurra en el futuro. Nunca me arrepentiré de lo que hice esa noche.
Le tocó el turno a Julia para bajar la mirada. Tenía un nudo de emoción en la garganta y estaba a punto de echarse a llorar. Se moría por abrazarla y decirle que la comprendía, ya que ella había sentido lo mismo.
—Debes de estar de…
— Cuatro meses —dijo ella.
—¿Y no has tenido ningún síntoma?
—Ahora que lo sé, recuerdo haberlos tenido. Me sentía cansada y apática. A la vuelta de Monterico perdí algo de peso, pero lo volví a recuperar. Y mis pechos... —dejó la frase a medias.
—Sigue, Lena —la apremió Julia—. Tus pechos, ¿qué?
—Bueno... me duelen un poco y siento hormigueos, ¿sabes?
—No, no lo sé —respondió Julia con una sonrisa.
—¿Cómo ibas a saberlo? —preguntó riendo. Le sentaba bien reírse, pero se cubrió la boca—. No puedo creer que me esté riendo de algo tan serio.
—¿Qué otra cosa puedes hacer? Además, creo que es un motivo para celebrar, no para llorar. No todos los días alguien encuentra petróleo y descubre que va a ser... eh... tío.
Ella le apretó fuertemente las manos.
—Gracias por verlo así, Julia. Cuando salí de la consulta, me sentía completamente perdida. Perdida y sola.
—No tienes por qué sentirte sola, Lena. Siempre puedes contar conmigo. Para todo.
—Aprecio mucho tu ayuda.
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé.
—Cásate conmigo, Lena.
Lena se quedó muda y boquiabierta. Le miró con la mente en blanco mientras el corazón amenazaba con salírsele del pecho. Sabía que la oferta estaba motivada por la compasión, o quizá por la lealtad familiar, pero aun así se vio tentada a darle una respuesta afirmativa.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Hay un millón de razones en contra.
—Y una muy buena a favor.
—Julia, no puedo permitir que eches a perder tu vida por mí ni por mi hijo. No, gracias.
—Deja que sea yo quien decida cómo quiero echar a perder mi vida, por favor —le dio un apretón en la mano—. ¿Deberíamos fugarnos esta noche o esperar hasta mañana? Iremos de luna de miel adonde tú quieras, menos a Monterico —añadió con una sonrisa.
—Eres maravillosa —le dijo con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Lo sabías?
—Eso es lo que dicen de mí.
—Pero no puedo casarme contigo, Julia.
—¿Es por Misha? —su rostro perdió todo rastro de humor.
—No, no solo por eso. Tiene que ver contigo y conmigo. Lena Katina y Julia Volkova. Menudo chiste.
—¿Ya no te gusto? —le preguntó con la sonrisa más encantadora que pudo.
—Sabes que sí —ella le devolvió la sonrisa—. Me gustas mucho.
—Te sorprendería saber cuántos matrimonios conozco que no se soportan. Nosotros tendríamos más posibilidades que la mayoría.
—Una mujer y un niño no encajan en tu modo de vida.
—Lo cambiaría por completo.
—No puedo dejar que cometas ese sacrificio.
Julia quiso zarandearla y decirle que no era ningún sacrificio. Pero sabía que Lena necesitaba tiempo para hacerse a la idea de que iba a ser madre. Solo sería un aplazamiento temporal. Nada en el mundo le impediría casarse con ella y compartir un hogar lleno de amor en vez de censura.
—Y además de romperme el corazón y rechazarme, ¿qué vas a hacer?
—¿Puedo seguir trabajando para ti?
—¿Tienes que preguntarlo?
—Gracias, Julia —murmuró ella.
Se permitió a sí misma relajarse y se llevó inconscientemente las manos al abdomen. Qué pequeña era, pensó Julia. ¿Cómo iba a albergar a un niño en su interior?
Se fijó en sus pechos. No eran muy grandes, pero sí firmes y redondeados; Julia no quería otra cosa que cubrirlos de caricias y besos.
—Tus padres tendrán que saberlo.
—¿Quieres que se lo diga yo? —preguntó Julia apartando la vista de sus pechos.
—No. Es mi responsabilidad. Ojalá supiera cómo van a tomárselo.
—Estarán encantados —dijo con dificultad—. Así tendrán un vivo legado de Mikhaíl.
—Tal vez, pero no creo que sea así de simple. Son personas muy moralistas, Julia. Tú lo sabes muy bien. Para ellos no hay punto medio. O algo está bien o está mal.
—Pero mi padre ha promulgado la caridad cristiana durante toda su vida. El perdón y el amor de Dios han sido los principales tópicos de sus sermones —le cubrió la mano con la suya—. No te condenarán por esto, Lena. Te lo aseguro.
Ella deseó tener la misma confianza que Julia, pero al menos se esforzó en sonreír.
Antes de salir Julia la hizo tomar una taza de chocolate, alegando que debía ganar peso enseguida. Brindaron por la salud del bebé y por el pozo de petróleo.
—Tendré que compartir mi oso de peluche con el bebé —dijo ella al salir.
—Bueno, de momento te pertenece solo a ti—Le abrió la puerta del coche para que se subiera—. Vete a casa y duerme un poco.
—Pero si solo llevo en pie la mitad del día protestó ella.
—Y ha sido agotador. Te vendrá bien descansar el resto de la tarde. Te llamaré esta noche.
—Alguna vez tendré que darle la noticia a Larissa y a Oleg.
—Estarán tan entusiasmados como yo.
Lo dijo aun sabiendo que era imposible. Nadie podría estar tan entusiasmado por el bebé como ella. Dios... se sentía llena de alegría y amor.
No tenía más remedio que guardar el secreto, pero fue incapaz de resistirse a abrazarla. Ella se refugió en sus brazos, y las dos se unieron sin importarles las miradas ajenas.
Lena oyó los poderosos latidos de su corazón contra la oreja y se apretó con más fuerza. Julia se había convertido en alguien muy importante para ella. Era una amiga en quien podía encontrar seguridad y apoyo... y de quien le gustaba aspirar su fragancia dulce pero salvaje.
Julia la meció suavemente, extasiada por sentir sus pechos contra el suyo. Le dio un largo beso en el pelo, como pobre muestra de lo que realmente quería demostrarle. A pesar de su alegría, era muy doloroso no poder darle las gracias por haberla bendecido con un hijo.
—Prométeme que te acostarás en cuanto llegues a casa.
—Lo prometo.
Julia la acomodó frente al volante y le abrochó el cinturón de seguridad.
—Esto es para protegerte a ti y al bebé de conductores como yo —le dijo con una sonrisa burlona.
—Gracias por todo, Jul.
Mientras la veía alejarse en el coche, se preguntó si le seguiría estando agradecida en caso de saber la verdad.
Julia llegó a la casa parroquial poco después de las siete. Después de enviar a Lena a casa, había pasado el resto de la tarde en las perforaciones. Pero, por muy ocupada que estuvo, no consiguió apartar los pensamientos que lo agobiaban: la salud de Lena, su estado de ánimo, el miedo a contárselo a sus padres...
Desde fuera, la casa tenía el mismo aspecto que siempre. El coche de Lena estaba aparcado junto al de sus padres. Se veían luces en las ventanas de la cocina y de la salita. Sin embargo, Julia tuvo el presentimiento de que algo iba mal.
Llamó a la puerta principal y luego la empujó.
—Hola —llamó en voz alta. Al no recibir respuesta, entró y se encontró a Oleg y a Larissa sentados en la salita.
—Hola, Julia —lo saludó su padre apáticamente. Su madre no dijo nada, concentrada en el pañuelo que tenía entre los dedos.
—¿Dónde está Lena ?
Oleg tragó saliva varias veces. Era obvio que le resultaba difícil hablar y, cuando finalmente lo hizo, soltó unas pocas palabras:
—Se ha ido.
—¿Quién se ha ido? —El miedo y la furia invadieron a Julia—. ¿Qué quieres decir? Su coche está aparcado fuera.
Oleg se pasó la mano por la cara.
—Ha decidido marcharse sin llevarse nada, salvo sus ropas.
Julia se dio la vuelta y subió la escalera a grandes zancadas, como siempre había hecho de joven. Eso era ir contra las reglas de la casa, pero nunca se había preocupado por acatarlas.
—¿Lena? —no estaba en su dormitorio. Abrió el armario y lo encontró casi vacío, igual que los cajones—. ¡**** sea! —Rugió como un león frustrado y volvió a bajar las escaleras—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le habéis hecho? ¿Qué le habéis dicho? —le preguntó a sus padres—. ¿Os ha contado lo del bebé?
—Sí —respondió Oleg—. Nos quedamos horrorizados.
—¿Horrorizados? ¡Horrorizados! ¿Lena os dice que va a tener su primer nieto y su única reacción es horrorizaros?
—Dice que es el hijo de Mikhaíl.
Si en vez de su padre hubiera sido cualquier otro hombre el que difamara de aquel modo la integridad de Lena, Julia lo habría agarrado por el cuello y lo habría hecho tragarse sus palabras.
En vez de eso, se limitó a gruñir y a dar un paso adelante. Que fuera o no hijo de Mikhaíl no importaba en esos momentos. Lena pensaba que sí lo era, y les había contado lo que ella creía que era la verdad.
—¿Lo habéis dudado?
—Pues claro que sí —intervino Larissa por primera vez—. Mikhaíl nunca hubiera hecho algo tan... pecaminoso. Y mucho menos la noche antes de irse a Centroamérica, según contó ella.
—Puede que esto te sorprenda, madre, pero Mikhaíl era un hombre antes que un misionero.
—¿Y eso significa que...?
—Significa que estaba dotado como cualquier otro hombre desde Adán. Que tenía las mismas necesidades y los mismos deseos. En el fondo, me resulta extraño que pudiera esperar tanto tiempo para acostarse con Lena.
Mikhaíl nunca había hecho tal cosa, pero en esos momentos Julia no pensaba con mucho sentido común.
—Cállate, Julia, por el amor de Dios —le ordenó su padre poniéndose en pie—. ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre?
—Está bien —aceptó ella—. Me da igual lo que piensen de mí; pero, ¿cómo han podido echar a Lena?
—Nosotros no la hemos echado. Fue ella quien tomó la decisión.
—Tuvisteis que decirle algo que la incitara a hacerlo. ¿Qué fue?
—Esperaba que creyéramos que fue Mikhaíl quien... quien hizo eso —dijo Oleg—. Tu madre y yo aceptamos esa posibilidad. Como bien has dicho, tu hermano era un hombre. Pero si lo hizo, fue porque ella lo tentó más allá de su entereza moral.
Julia no podía imaginarse cómo Mikhaíl había podido resistirse aquella noche. Ella jamás hubiera podido.
—Pasara lo que pasara, fue por amor —eso sí era verdad.
—Lo creo. Pero aun así, Mikhaíl no se habría distraído en su misión si la tentación no hubiese sido demasiado fuerte. Y puede que el sentimiento de culpa lo torturara desde entonces....Quizá por eso no tuvo el suficiente cuidado en Monterico y dejó que lo capturaran y ejecutasen.
—Dios mío —Julia se apoyó en la pared. Se preguntaba cómo dos personas de mentes tan estrechas podían haberla engendrado—. ¿Le dijiste eso a Lena? ¿La culpaste por la muerte de Mikhaíl?
—Ella es culpable —dijo Larissa—. Las convicciones de Mikhaíl eran inquebrantables. Pero la seducción de Lena fue más fuerte. ¿Puedes imaginarte lo traicionados que nos sentimos? La criamos como si fuera nuestra hija. Y ahora va a tener un... un hijo ilegítimo... Oh, Señor, cuando pienso en cómo afectará esto a la memoria de Mikhaíl. Todo el mundo lo quería y admiraba, y esto destruirá su recuerdo noble— apretó los labios y sacudió la cabeza.
Julia estaba desgarrada por la confusión. Sus padres culpaban a Lena por la muerte de Mikhaíl, pero Mikhaíl era el único culpable de su muerte porque no había compartido ninguna noche de pasión con Lena. Julia podría absolverla si les contaba la verdad. Pero entonces no dudarían en lapidarla por haberse acostado con ella.
Se sentía asqueada por la actitud de sus padres. Le había asegurado a Lena que estarían encantados al recibir la noticia y, en vez de eso, la habían tratado con un desprecio que no tenía nada de cristiano. Quería acusarlos de ser unos hipócritas, pero no tenía tiempo para eso. Eran una causa perdida. Y su único propósito era encontrar a Lena.
—¿Adónde se fue?
—No lo sabemos —respondió Bob. Su tono indicaba que no le importaba—. Llamó a un taxi.
—Me dan pena —fue lo último que dijo Julia antes de marcharse.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Bueno... —el dependiente de la estación de autobuses pasó un dedo por la lista de salidas—. Hará una media hora. Tuvo que salir a las seis cincuenta. Que yo recuerde, no se produjo ningún retraso.
—¿Hace alguna parada en el recorrido?
El hombre volvió a revisar la agenda con una meticulosidad que desesperó a Julia. ¿Acaso aquel cretino no sabía nada sin consultar el **** programa?
Después de hablar con el propietario del único servicio de taxis del pueblo y descubrir que habían llevado a Lena a la estación de autobuses, Julia condujo hasta allí a toda velocidad. Un rápido vistazo a la sala de espera le demostró que no estaba allí, y en la taquilla le dijeron que habían vendido un billete para Dallas a una mujer que correspondía con su descripción.
—No, no hace paradas... hasta Abilene. Eso es.
—¿Por qué carretera va?
Antes de que el dependiente acabara de decírselo, Julia ya estaba corriendo hacia la puerta. Al arrancar el Corvette comprobó con enfado que no tenía suficiente gasolina para recorrer ochenta kilómetros, de modo que tuvo que detenerse en la primera gasolinera que encontró.
—¿Solo tienes un billete de cincuenta dólares? —se quejó el encargado—. Por Dios, Julia, me vas a dejar sin cambio.
—Lo siento. Es todo lo que tengo y, además, con una prisa terrible —demonios, se moría por un cigarrillo. ¿Por qué le había tenido que prometer a Lena que dejaría de fumar?
—¿Una cita? —le preguntó el encargado con un guiño—. ¿Es rubia o morena esta vez?
—Te he dicho que...
—Sí, que tienes mucha prisa —le dijo con otro ruino—. ¿Quién está más caliente, ella o tú? — Examinó la caja registradora en busca de cambio—. Vamos a ver que tenemos aquí... Uno de veinte. No, es de diez. Y aquí hay uno de cinco.
¿Todo el pueblo se había vuelto imbécil o se habían confabulado para ponérselo difícil?
—Mira, Andy, quédate con el cambio y volveré para recogerlo más tarde.
—Esa chica merece la pena, ¿eh? —le gritó cuando Julia ya se alejaba—. Tiene que ser muy especial.
—Lo es —respondió ella desde el coche. Segundos más tarde la oscuridad se tragaba sus luces traseras.
Lena había optado por no luchar contra el balanceo constante del autobús. En vez de eso, intentó amoldar su cuerpo a él. Al menos así evitaba pensar en el futuro.
¿Qué futuro?
No tenía ninguno.
Los Volkov le habían dejado claro su postura. Era como Jezabel, que había tentado a su hijo santo y lo había cautivado con engaños.
Las lágrimas le afluían a los ojos, pero no iba a rendirse a ellas. Apoyó la cabeza en el respaldo y deseó poder dormir. Pero era imposible. Su mente era un torbellino de pensamientos, y los pasajeros que la rodeaban hablaban casi a gritos.
—Fíjate en ese.
—Qué loco.
—¿Lo ha visto el conductor?
Intrigada por saber lo que había despertado tantos comentarios, Lena miró por la ventanilla. No vio nada, tan solo su propio reflejo en el cristal y una densa oscuridad al otro lado. Entonces se fijó en el coche deportivo que circulaba pegado al autobús, tan peligrosamente cerca que casi rozaba las ruedas.
—Debe de tratarse de un loco —oyó que alguien decía.
—Oh, no —susurró ella con los ojos muy abiertos al reconocerlo.
De repente el autobús dio un bandazo. El conductor frenó en seco y giró hasta la cuneta.
—Damas y caballeros —dijo por el micrófono—. Lamento este retraso pero me he visto obligado a hacer una parada imprevista. Seguramente habrán notado que un conductor borracho nos viene siguiendo con la intención de echarnos de la carretera. Voy a intentar hablar con él antes de que nos mate a todos. Permanezcan sentados en sus asientos. Enseguida reanudaremos la marcha.
Todos los pasajeros se inclinaron en sus asientos para ver mejor, mientras que Lena se hundía en el suyo con el corazón latiéndole a ritmo frenético. El conductor accionó el mando para abrir la puerta; pero, antes de que pudiera salir, la persona loca borracha entró como una exhalación.
—Por favor, señor —le rogó el chofer, claramente preocupado por la seguridad de los pasajeros—. Somos todos gente inocente y...
—Tranquilícese. No soy una criminal y no voy a hacerle daño a nadie. Tan solo vengo a aliviar a uno de sus pasajeros —sus ojos recorrieron las dos filas de asientos y empezó a caminar por el pasillo. Lena seguía callada e inmóvil—. Siento las molestias —les dijo en tono amistoso a quienes le miraban con recelo—. Será cuestión de un minuto —entonces vio a su presa y suspiró aliviado—. Recoge tus cosas, Lena. Te vienes conmigo.
—No, Julia. Te lo he explicado todo en una carta que te envié justo antes de salir. No deberías haberme seguido.
—Bueno, pues lo he hecho, y no pienso hacer el viaje en balde. Vamos.
—No.
Todo el mundo las miraba con atención.
Julia apoyó las manos en las caderas, como si fuera una madre que acabase de encontrar a su hija perdida.
—De acuerdo. Si quieres que todas estas simpáticas personas se enteren de lo sucedido, por mí estupendo, pero piénsatelo mejor antes de que saquemos los detalles picantes.
Lena miró a su alrededor. Era el blanco de todas las miradas.
—¿Qué ha hecho, mamá? —preguntó una niña pequeña—. ¿Algo malo?
—No tiene que ir a ninguna parte con ella, señorita —le dijo el conductor con valentía.
Lena miró a Julia. Tenía la mandíbula en tensión, y los ojos le brillaban con llamas amarillas. No parecía dispuesta a desistir, y ella no quería ser la causa de ninguna trifulca en un autobús decente.
—Oh, está bien, ya voy —se puso en pie y agarró su pequeña maleta—. Tengo otra bolsa en el maletero —le dijo con amabilidad al conductor.
Los tres bajaron del autobús y el conductor abrió el compartimiento de equipajes.
—¿Está segura de que quiere irse con ella? —le preguntó mientras sacaba la bolsa que ella le indicó—. No le hará ningún daño, ¿verdad?
—No, no —respondió ella con una sonrisa—. No es lo que parece. No va a hacerme nada.
Después de echar a Julia una mirada fulminante y de mascullar algo contra los locos de la carretera, el chófer volvió a subir y arrancó de nuevo el autobús. El vehículo se puso en marcha, mientras que todos los pasajeros giraban la cabeza para ver a la pareja que dejaban detrás.
Lena se volvió hacia Julia poniendo sus maletas en el suelo.
—Bueno, eso sí que ha sido una jugada arriesgada, señora Volkova. ¿Qué esperas conseguir con ello?
—Lo que acabo de hacer. Sacarte del autobús e impedir que huyeras como un conejo asustado.
—Tal vez sea eso lo que quiero —protestó ella. Las lágrimas que había reprimido desde la escena en la casa parroquial empezaban a afluir a sus ojos.
—¿Qué pensabas hacer, Lena? ¿Ir hasta Dallas para abortar?
Ella apretó los puños.
—Esa idea es demasiado despreciable incluso para sugerirla.
—Entonces, ¿qué? ¿Cuál era tu intención? ¿Tener al bebé y deshacerte de él?
—¡No!
—¿Esconderlo? —dio un paso hacia ella. Su próxima respuesta era de vital importancia para Julia—. ¿No quieres al bebé, Lena? ¿Te avergüenzas de tenerlo?
—No —ella gimió y se cubrió el estómago con las manos—. Claro que quiero tenerlo. Ya siento amor por él.
Julia relajó los hombros, pero su voz seguía siendo severa.
—¿Por eso estabas huyendo?
—No sabía qué más hacer. Tus padres me dejaron claro que no me querían allí más tiempo.
—¿Y?
—¿Y? —extendió el brazo en la dirección que el autobús había tomado—. No todo el mundo es lo bastante valiente, o lo bastante loco, para perseguir un autocar de viajeros. O para conducir a ciento sesenta kilómetros en una motocicleta. No puedo ser como tú, Julia. No te importa lo que los demás piensen de ti.
Te vales tú misma para complacerte... Pero yo no soy así. A mí sí se importa la opinión de la gente, y por eso tengo miedo.
—¿Miedo de qué? ¿De un pueblo lleno de gente mezquina e hipócrita? ¿Cómo pueden hacerte daño? ¿Qué es lo peor que pueden hacerte? ¿Murmurar sobre ti? ¿Y qué? Esas personas no te hacen falta para nada —hizo una breve pausa—. ¿Tienes miedo de enturbiar el nombre de Mikhaíl? A mí tampoco me gustaría que esos idiotas pensaran mal de él, pero Mikhaíl ha muerto y nunca se enterará. Y además, el trabajo que empezó debe continuar. Por amor de Dios, Lena, no seas tan dura contigo misma. Eres tu peor enemiga.
—¿Qué me estás aconsejando? ¿Volver a trabajar en tu oficina?
—Sí.
—¿Haciendo gala de mi condición?
—Con orgullo.
—¿Y mi hijo tendrá que saber que su apellido estará mancillado toda su vida?
Julia la apuntó con un dedo en el estómago.
—Cualquiera que se atreva a no etiquetar a este niño de maravilloso se estará jugando la vida.
Ella casi soltó una carcajada ante su fiera amenaza.
—Pero tú no estarás siempre a su lado para protegerlo. No será fácil para él criarse en un pueblecito donde todo el mundo conocerá su origen.
—Tampoco le será fácil en una gran ciudad donde su madre no conozca a nadie más. ¿A quién recurrirías para pedir ayuda, Lena? Al menos, todas las caras hostiles que encuentres en La Bota te resultarán familiares.
Lena tuvo que reconocer que la idea de mudarse a una ciudad desconocida, sin dinero, trabajo ni amigos, la aterrorizaba.
—¿No es hora de que empieces a mostrar tus agallas, Lena?
—¿Qué quieres decir?
—Llevas desde los catorce años dejando que sean los demás quienes opinen por ti.
—Ya hablamos de esto hace unos meses. He intentado dirigir mi destino, y mira lo que he conseguido.
Julia pareció ofenderse.
—Pensé que hacer el amor fue para ti algo increíble. Y como resultado vas a tener un bebé. ¿Tan malo es?
—No, es fantástico. Estoy sobrecogida ante la idea. Sobrecogida y humillada por el milagro.
—Entonces quédate con esa idea. Vuelve conmigo a La Bota, ten a tu precioso hijo y dale la espalda a quien no le guste.
—¿Incluso a tus padres?
—Su reacción fue motivada por el miedo. Cuando piensen en ello acabarán aceptándolo.
—Supongo que tienes razón. No puedo encontrar un futuro para el bebé y para mí. Tengo que construir uno, ¿no es así?
—Exacto —respondió Julia con una sonrisa.
—Oh, Julia —soltó un suspiró y dejó caer los brazos a los costados. De repente se sentía desfallecida—. Gracias una vez más.
Julia se acercó a ella y le sujetó la cara entre las manos. Con los pulgares le acarició las mejillas.
—Sería todo más fácil si te casaras conmigo. El niño tendría otra madre y todo sería legal y perfecto.
—No puedo, Julia.
—¿Seguro?
—Seguro.
—No será la última vez que te lo pida.
Ella sintió el calor y la suavidad de sus labios incluso antes de que Julia la besara. El beso fue dulce y prolongado, pero esa vez sus lenguas se rozaron lo suficiente como para que a Lena se le hiciera un nudo en la garganta y los pechos se le encendieran.
Julia deslizó la lengua sobre la suya, y entonces se retiró, dejándola insatisfecha y anhelante. Cuando la tomó de la mano y la llevó hasta el coche, ella sintió frío por la ausencia de su cuerpo.
—Lo primero que hay que hacer es encontrarte un lugar para vivir —dijo Julia mientras colocaba sus bolsas en el maletero.
—¿Se te ocurre alguno?
—Podrías venirte a vivir conmigo.
La miró con picardía y ella a Julia con recelo.
—Siguiente sugerencia.
Julia soltó una risita.
—Creo que podría arreglar algo con Roxy.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Ocho
—¿Roxy Clemmons?
—Sí. ¿La conoces?
Solo por su reputación como una de las amantes de Julia, pensó Lena con sarcasmo.
—He oído hablar de ella —se giró para mirar por la ventanilla. Su boca se torció en un gesto de decepción.
La había besado con tanta dulzura y calor, que a Lena le gustaba cada vez más que la tocara. Pero Julia no hacía con ella lo mismo que con las otras. Sus besos podían hacerla estallar de pasión, pero solo podía haber perfeccionado su técnica con muchas horas de práctica.
¿Estaría también ella destinada a ser una de las «mujeres» de Julia Volkova? ¿Estaría planeando acomodarla en algún sitio donde pudiera ir a visitarla de vez en cuando?
—No parece que te entusiasme mucho la idea —comentó Julia.
—No tengo mucha elección, ¿verdad?
—Te he ofrecido otra alternativa, pero la has rechazado.
Ella se quedó en silencio. Estaba furiosa y no sabía el motivo. ¿Por qué tenía que sentirse ofendida? No tenía nada en común con esa Roxy Clemmons. Había una diferencia crucial entre ambas.
Lena Katina no era una de las mujeres de Julia... todavía.
¿Acaso había albergado en su subconsciente la esperanza de que se convirtieran en amantes? ¿Solo porque la había besado unas pocas veces? ¿Por la noche de Monterico? ¿O porque siempre había sentido una inexplicable atracción hacia ella?
Bueno, pues si pensaba que ella iba a unirse a las otras solo por lo que había hecho con Mikhaíl, no podía estar más equivocada.
No hablaron hasta que llegaron a La Bota. Las calles del pueblo estaban desiertas y Julia aparcó frente a un bloque de apartamentos.
—¿Qué es esto? —preguntó Lena.
—Tu nueva dirección, espero. Vamos —la llevó hasta un apartamento con un discreto letrero en el que se leía Encargado.
Pulsó el timbre y a través de las paredes pudieron oír la voz de Johnny Carson. Cuando la puerta se abrió, Lena se encontró cara a cara con Roxy Clemmons. La mujer la miró con curiosidad y luego se fijó en Julia.
—Hola, Julia —lo saludó con una sonrisa—. ¿Qué pasa?
—¿Podemos pasar?
—Claro —Roxy se hizo a un lado y mantuvo la puerta abierta. Después de cerrarla, se acercó a la televisión y bajó el volumen.
—Siento molestarte tan tarde, Roxy... —empezó Julia.
—Eh, ya sabes que siempre eres bienvenida.
A Lena se le hizo un nudo en el estómago y volvió la vista hacia la puerta.
—Roxy, esta es Lena Katina.
—Sí, la conozco. Hola, Lena, me alegro de verte.
—Yo también me alegro, señora Clemmons —la sincera amabilidad de la mujer la había sorprendido.
—Llámame Roxy —dijo ella riendo—. ¿Queréis beber algo? Tengo una cerveza fría, Jul.
—Estupendo.
—¿Lena?
—Eh... no me apetece nada, gracias.
—¿Un refresco?
—Sí, está bien —no quería parecer descortés—. Un refresco de cola.
—Siéntense. Están en su casa.
Roxy se dirigió hacia la cocina. Sus caderas se marcaban bajo unos vaqueros ceñidos, igual que las voluptuosas curvas de sus pechos bajo el jersey. Iba descalza y tenía el pelo suelto. Parecía que acabara de levantarse o que estuviera dispuesta a acostarse. Era el tipo de mujer con la que cualquiera podía relajarse. Amistosa, servicial, hospitalaria... Lena sintió nauseas en la garganta al reconocerlo.
Julia se había acomodado en el sofá y estaba hojeando un ejemplar del Cosmopolitan que Roxy había dejado en la mesa.
—Siéntate, Lena —le dijo al ver que seguía de pie en medio de la salita.
Ella se sentó con mucho cuidado en una silla, como si temiera mancharse la falda. Julia la miró divertida, lo que la irritó bastante.
Roxy volvió con las bebidas y Julia tomó un largo trago de su cerveza.
—¿Tienes apartamentos libres? Necesitamos alojamiento.
Roxy miró sorprendida a Lena y luego a Julia.
—Vaya, enhorabuena. Pero, ¿qué ocurre con tu casa?
—Nada, que yo sepa —respondió Julia riendo—. Me parece que has entendido mal. Lena necesita un apartamento para ella sola.
Lena se había puesto roja de vergüenza y de furia, pero se alivió tras la aclaración. Seguramente a Roxy la alegraría no tener que alojar a otra de las amantes de Julia, pero todo lo que pudo ver en su rostro fue la turbación propia del malentendido.
—Oh —miró a Lena y sonrió—. Tienes suerte. Me queda un apartamento de una habitación.
Lena quiso decir algo, pero Julia se adelantó.
—¿Es grande el dormitorio? Lena va a tener un bebé. ¿Hay sitio suficiente para una cuna?
La reacción de Roxy fue de auténtico shock. Se quedó boquiabierta mirando a Julia. Cuando se volvió hacia Lena, bajó la vista hasta su vientre.
—No tendrás ninguna cláusula contra las inquilinas embarazadas, ¿verdad? —le preguntó Julia.
—No, por supuesto que no —Roxy intentó recuperar la compostura y se puso las sandalias— Vamos al apartamento y podrás ver si te convence.
Pocos minutos más tarde, las tres caminaban por un paseo peatonal entre los edificios.
—Está muy bien situado —explicó Roxy por encima del hombro—. Apartado y tranquilo, pero tan aislado como para que te de miedo vivir sola, Lena.
Le siguió explicando las comodidades del complejo residencial, incidiendo en el servicio de lavandería y en la piscina. Pero Lena no escuchaba. Le lanzaba miradas asesinas a Julia por haber revelado su secreto a aquella... mujer. Al día siguiente todo el pueblo sabría que estaba embarazada.
—Ya hemos llegado —anunció Roxy. Abrió la puerta y, tras encender la luz, les hizo pasar—. ¡Vaya! Ha estado cerrado mucho tiempo, desde que lo pintaron por última vez.
El apartamento olía a desinfectante y a pintura, pero a Lena no le importó. Al menos estaba limpio.
—Esta es la salita. Y ahí tienes la cocina —la condujo a través de una puerta con cortinas. Los muebles estaban limpios y relucientes.
Aparte había un cuarto de baño y un dormitorio.
—¿Cuánto es el alquiler?
—Cuatrocientos dólares al mes más la comunidad.
—¿Cuatrocientos? —exclamó Lena—. Me temo que...
—¿Y sin muebles? —preguntó Julia.
—Oh, Dios... —Roxy se dio una palmada en la frente—. Lo he dicho mal. Una habitación se puede amueblar son doscientos cincuenta.
—Eso ya está mejor —repuso Julia.
Lena calculó los gastos. Podría afrontarlos si mantenía un estilo de vida frugal. Además, era el complejo residencial más agradable del pueblo, y sus opciones eran limitadas.
Tenía suerte de que hubiera un apartamento disponible, aunque eso significara ser vecina de una de las amantes de Julia.
—¿Tengo que firmar un contrato?
—¿Entonces te lo quedas? —le preguntó Roxy.
—Sí, supongo que sí —le hubiera gustado saber por qué su casera parecía tan complacida.
—Estupendo. Me gustará tenerte por vecina. Vamos, volvamos a la oficina.
Quince minutos después, Lena tenía una copia del contrato y un manojo de llaves.
—Puedes mudarte mañana, después de que lo haya ventilado un poco.
—Gracias —le estrechó la mano a Roxy y Julia la acompañó hasta el coche. La acomodó en el asiento y volvió junto a Roxy, quien esperaba de pie en la puerta.
—Gracias por seguirme el juego con el alquiler.
—Pude pillar la indirecta —respondió ella, sonriente—. ¿Vas a darme los detalles de este «acuerdo» o voy a tener que usar mi imaginación?
—¿Tan fisgona eres?
—Más aún.
—Ya te lo explicaré —dijo él riendo—. Gracias por todo.
—De nada. ¿Para qué están los amigos?
Julia le dio un beso fugaz en los labios y volvió al coche. Lena estaba sentada tan rígida como una estatua con la vista fija al frente. Una punzada de celos le atravesaba el pecho.
No había oído la conversación de las dos antiguas amantes en la puerta, pero había visto el modo en que se sonreían la una a la otra y cómo Julia la besaba.
—Lo primero que haremos mañana será visitar el almacén de muebles —le dijo Julia.
—Ya has hecho bastante. No puedo pedirte que...
—No me has pedido nada, ¿de acuerdo? Me he ofrecido voluntariamente, así que esta noche haz una lista con todo lo que necesites.
—No puedo permitirme muchas cosas. Solo lo imprescindible. A propósito, ¿adonde vamos ahora? —hasta ese momento no había recordado que no tenía dónde quedarse esa noche.
—No creo que quieras volver a la casa parroquial.
—No.
—Puedes venir a mi casa.
—No tienes espacio.
—¿Has visto lo grande que es mi casa?
—Solo tienes una cama.
—¿Y? Ya hemos compartido cama antes — ella no hizo ningún comentario al respecto. Julia soltó un suspiro—. De acuerdo, te llevaré n un hotel.
Poco después aparcó en la entrada de un pequeño motel.
—Espera aquí.
Lena observó cómo entraba en el vestíbulo bien iluminado. A través de las puertas de cristal vio cómo el recepcionista soltaba la novela que estaba leyendo y se dirigía a Julia con una sonrisa y un fuerte apretón de manos, era obvio que se conocían.
Sin ni siquiera hacerla firmar el registro, agarró una llave del panel y se la tendió sobre el mostrador. Luego se inclinó sobre él y le susurró algo aparentemente confidencial. Julia rechazó la supuesta oferta con un gesto de manos.
El hombre miró a través de la puerta hacia el coche y vio que Lena tenía una expresión de sorpresa. Sonrió y le hizo otro comentario a Julia que la hizo fruncir el ceño.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Lena cuando volvió al coche.
—Nada.
—He visto que te decía algo.
Julia no respondió y condujo hasta la habitación sin molestarse en mirar los números de las puertas. Aparcó bruscamente y apagó el motor.
—Ya has estado aquí antes —era una afirmación más que una pregunta.
—Lena...
—¿Has estado?
—Déjalo ya.
—¿Has estado?
—Tal vez.
—¿A menudo?
—¡Sí!
—¿Con mujeres?
—¡Sí!
Lena sintió que el corazón se le resquebrajaba.
—Has traído a tus conquistas a este hotel, y por eso el recepcionista piensa que soy una más. ¿Qué te ha dicho de mí?
—No importa...
—A mí sí me importa —replicó ella—. Dilo.
—No.
Salió del coche y sacó las bolsas del maletero. Sin volverse a ver si la seguía, caminó a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió. Colocó el equipaje en el armario y encendió la lámpara.
—¿Qué te ha dicho? —insistió Lena.
Julia la miró y vio su aspecto cansado y vulnerable. Tenía el pelo despeinado, las mejillas pálidas, los ojos ensombrecidos y la boca le temblaba. Parecía una niña perdida o un soldado vencido.
Nunca la había deseado más. Y el no poder tenerla avivaba aún más su fuego. Era suya, demonios, y no podía reclamarla. La necesitaba tanto como Lena a ella, pero las circunstancias los mantenían separados. Era como si aquella noche que pasó en el Cielo le estuviera costando vivir en el infierno terrenal.
—De acuerdo, señorita Katina. ¿Quieres saber lo que ha dicho? Ha dicho que esta vez la cosa se iba a quedar en familia.
Ella se mordió los labios para no gritar de indignación.
—¿Ves lo que has hecho? Le soltaste a Roxy Clemmons, quien todo el mundo sabe que es una de tus fulanas, que estoy embarazada. Ahora me traes a un hotel al que sueles venir con las otras. Mañana todo el pueblo sabrá que he estado aquí contigo. No quiero que nadie me tome por una amante tuya, Julia.
—¿Por qué? ¿Tan despreciable soy? ¿No quieres que te relacionen con la «chica mala» que nadie puede controlar, la hija salvaje del predicador que siempre anda metida en problemas y con mujeres?
Avanzó hacia ella como un depredador a punto de saltar sobre su presa. Lena intentó retroceder, pero chocó contra el armario.
—No he querido decir eso.
—Claro que sí —le espetó—. Bien, tienes razón al ser precavida. Soy mala. Condenadamente mala —alargó un brazo y la sujetó por detrás de la cabeza—. Es cierto... He traído a muchísimas mujeres a esta misma habitación... pero nunca he deseado a ninguna tanto como a ti.
Le agarró la muñeca con la otra mano y la hizo bajar el brazo.
—¡No! —gritó ella cuando se dio cuenta de su intención. Intentó desasirse, pero Julia la retuvo con fuerza y la apretó contra la firme excitación que abultaba sus vaqueros.
—Así es cómo te deseo. Te llevo deseando desde hace mucho tiempo, y estoy harta de ocultarlo. ¿Te asusta? ¿Te da asco o vergüenza? ¿Quieres gritar o volver corriendo a la casa parroquial? —Se apretó contra la palma de su mano—. Es muy duro, Lena... muy duro.
La besó con una pasión salvajemente descontrolada, desatando sus emociones con las urgentes indagaciones de su lengua...
Y entonces, con la misma furia con la que la había poseído, la soltó y salió por la puerta cerrando con fuerza a su paso.
Lena se arrojó en la cama. Intentó ignorar la decepción que sentía por no haber terminado lo que habían empezado. Pero no podía obviar el deseo que le palpitaba por las venas. Hizo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban y consiguió llegar hasta el cuarto de baño, desnudarse y meterse en la ducha. Ni siquiera se atrevió a mirarse en el espejo. No quería ver el color de sus mejillas ni la sonrosada disposición de sus pezones.
El agua salía ardiendo, y dejó que le abrasara el cuerpo como el justo castigo que merecía. El chorro le hería la piel como una lluvia torrencial de agujas incandescentes. Después de secarse y ponerse un camisón, volvió a la cama y cerró los ojos con la esperanza de poder dormirse enseguida.
Pero el recuerdo del beso aún latía en sus labios, aún sentía el tacto de su excitación endurecida contra su palma. El tacto de su lengua aún le ardía en la boca...
El teléfono sonó a su lado, haciéndola dar un salto.
—¿Diga?
—Lo siento.
Ninguna dijo nada durante un incómodo momento. A Lena le temblaron los senos bajo el camisón.
—No pasa nada —respondió sujetando el auricular entre la oreja y el hombro.
—Perdí el control.
—Fui yo quien te provocó.
—Hoy hemos pasado por un calvario.
—Las dos estábamos susceptibles.
—¿Te he hecho daño?
—No, de ningún modo.
—He sido muy dura —bajó un poco la voz—Y violenta.
Ella tragó saliva y se miró la mano, como si esperase ver una huella en la palma.
—Sobreviví.
—¿Lena?
—¿Qué?
Se produjo un largo silencio.
—No siento haberte besado. Lo que siento es el modo en como te he besado —hizo una pena pausa—. Y si tenías alguna duda de lo siento por ti, ya no es ningún secreto.
El tono amable y a la vez imperativo de su voz hizo que a Lena le entrasen ganas de llorar.
—No estoy preparada para pensar en ello, Julia. Han ocurrido demasiadas cosas.
—Lo sé, lo sé. Intenta descansar ahora. Todo lo que necesites. Mañana la oficina estará cerrada. Iré a recogerte y te llevaré a desayunar y de compras. A las diez en punto.
—De acuerdo.
—Buenas noches, Lena.
—Buenas noches, Julia.
—Buenos días, Lena.
—¿Mmm...?
—He dicho buenos días.
Lena bostezó, se estiró cuanto pudo bajo las sábanas y abrió los ojos. Entonces se incorporó de inmediato. Julia estado sentada al borde de la cama, sonriéndole.
—Bienvenida al mundo de los vivos.
—¿Qué hora es?
—Las diez y diez. A las diez en punto toqué a la puerta y, al no recibir respuesta, fui a recepción por una llave.
—Lo siento —se apartó el pelo de los ojos se cubrió los pechos con la manta, avergonzada de la imagen que estaba ofreciendo recién despierta.
—¿Tienes hambre?
—Mucha.
—Iré a encargar el desayuno en la cafetería mientras te vistes —le dio un beso ligero en la punta de la nariz antes de levantarse.
—Nos vemos allí —le dijo ella cuando Julia salía por la puerta.
Veinte minutos más tarde se reunió con ella en la cafetería. Se había puesto una sencilla falda y una blusa, y se había atado a la cintura un chai de cachemira. Los zapatos eran de tacón bajo y con estrechas correas alrededor del tobillo. Su aspecto era fresco y despejado, y Julia la miró con atención mientras se dirigía hacia ella.
Sabía que había usado su primera paga para renovar su vestuario, y el resultado saltaba a la vista. Vestía con mucho más estilo del que lucía con Julia.
—¿Llego tarde?
—Acaban de servir tu desayuno. Por cierto, me gustan tus zapatos.
—Son nuevos —dijo en tono ausente examinando los platos—. ¿Todo esto es para mí?
—Sí.
—No esperarás que me coma todo eso, ¿verdad?
—Espero que comas bien. Adelante.
—¿No vas a comer?
—Ya lo he hecho —se inclinó sobre una lista en la que estaba anotando las cosas que ella podría necesitar para la casa.
Lena se quedó ensimismada por el aspecto atractivo de Julia. Su pelo negro estaba tan alborotado como siempre. Se lo había cortado recientemente y la fragancia de su colonia corporal la embriagaba por encima incluso del aroma del café. Tenía el ceño fruncido en un gesto de concentración.
Iba vestida con vaqueros y camisa, y había dejado una chaqueta de seda en el respaldo de la silla. Era una combinación extraña, propia de alguien a quien le gustaba romper todas las reglas posibles.
Su belleza era sexy y peligrosa al mismo tiempo. Muy peligrosa... Podía conseguir que una mujer perdiera el rumbo por completo. Lena tuvo que respirar hondo antes de poder comer.
Cuando comió lo bastante para complacerla, Julia ya había diseñado el itinerario del día.
—Recuerda mi presupuesto —le dijo ella cuando Julia empezó a enumerar las tiendas que tenía previsto visitar.
—Puede que tu jefe te ofrezca un aumento.
Ella se paró de camino al coche y se volvió para mirarla con gesto obstinado.
—Quiero que esto quede bien claro, Julia. No voy a aceptar tu caridad.
—¿Te casarás conmigo?
—No.
—Entonces cierra la boca y sube al coche —le abrió la puerta para que entrara y ella supo que no valía la pena seguir discutiendo.
Tendría que mantenerse firme cuando llegara el momento de comprar.
Julia tenía buen gusto, y todo lo que elegía era lo mismo que Lena hubiera elegido en caso de tener dinero.
—No puedo costearme este sofá. Ese otro cuesta solo la mitad de precio.
—Es feísimo.
—Pero muy práctico.
—Es duro y... muy estrecho. Este otro tiene buenos cojines y es mucho más cómodo.
—Por eso es tan caro. La comodidad y los cojines no son tan importantes.
—Eso depende de lo que vayas a hacer en el sofá —le dijo con una diabólica sonrisa de insinuación.
El dependiente que las atendía se rió por lo que dijo, pero se puso serio cuando Lena se volvió para mirarlo.
—Me llevaré este otro.
Tuvieron una discusión similar con la cama, los sillones, la mesa, las sábanas, la vajilla, las cacerolas, incluso con un abrelatas. En cada objeto Julia insistía en comprar la mejor calidad, pero ella se mantenía inflexible en su tacañería.
—¿Cansada? —le preguntó cuando estuvieron en el coche.
—Sí —respondió con un suspiro—. No creo que vuelva a mudarme nunca más. No podría pasar por esto otra vez.
Julia se echó a reír.
—Lo he arreglado todo para que lleven los muebles esta tarde. Por la noche el apartamento se habrá convertido en un hogar, dulce hogar.
—¿Cómo has conseguido que lo entreguen todo hoy?
—Mediante sobornos, amenazas, chantajes... Cualquier medio es válido —le sonrió con picardía, pero ella lo creyó.
—¡Ese parece mi coche! —exclamó ella cuando aparcaron frente a su apartamento.
—Lo es —le dijo con indiferencia mientras la ayudaba a salir.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Hice que lo remolcaran —abrió la puerta del pequeño utilitario y sacó las llaves de debajo de la alfombrilla—. Sinceramente, creo que es un montón de chatarra, pero sé que le tienes mucho cariño.
—Julia —parecía muy apenada—, no quería aceptar nada de tus padres.
—Por amor de Dios, Lena, te regalaron este coche hace años. ¿Para qué iban a necesitar tres coches, el suyo, el de Mikhaíl y este, cuando mi madre apenas conduce?
Ella lo apartó y se sentó al volante.
—Voy a devolvérselo.
Julia se inclinó y asomó la cabeza por la ventanilla.
—Si lo haces, yo seré tu único medio de transporte —le recordó con voz alegre. Rendida, apoyó la cabeza en el volante.
—Eso es chantaje.
—Claro que lo es.
A su pesar, soltó una carcajada y dejó que la llevase al apartamento. Roxy había cumplido su promesa. Había abierto todas las ventanas y el aire fresco había ventilado las habitaciones.
Al cabo de media hora empezaron a llegar los pedidos.
—¡Oh, se han equivocado con esto! –exclamó ella al recibir la primera entrega.
—No, señorita. Disculpe —el mozo se pasó el cigarro de un lado a otro de la boca y entró con una silla—. Trasladen el sofá —les gritó a sus ayudantes.
—Pero... espere. Este no es el sofá que he comprado.
—Es el que aparece en la factura —dejó la silla en el suelo y le entregó una hoja verde.
Ella la revisó rápidamente y volvió a leerla con más detenimiento.
—¡Oh, no! Julia, ha habido un...
Se calló al ver su sonrisa. Estaba sentada en el confortable sofá que había elegido, con los brazos extendidos sobre el respaldo y una sonrisa que recordaba a la de Santa Claus en Navidad.
—¿Qué has hecho? —le preguntó nerviosa.
—Sabotaje es la palabra que mejor lo definiría.
Y así era. Lena observó impotente cómo iban llegando los muebles que Julia había elegido... y que ella había insistido en no poder pagar.
—¿Cómo se supone que voy a pagar todo esto?
—A plazos. Lo he arreglado para que pagues una cantidad razonable al mes. ¿Dónde está el problema?
—No puedo dejar que hagas esto, Julia. Me estás haciendo ir contra mis propios principios. Pero esto se va a acabar. No me quedaré en este apartamento con todos estos muebles.
—De acuerdo —su concesión tendría que haber ido acompañada de algún suspiro o síntoma de abatimiento; pero, en vez de eso, una amplia sonrisa le iluminaba el rostro. Se acercó a la puerta y dio un silbido—. ¡Eh, chicos! Vuelvan a cargarlo todo en el camión y llévenlo a mi casa. Ha decidido casarse conmigo en vez de vivir aquí sola.
—Oh, Señor —Lena gimió y se cubrió la cara con las manos. Julia se echó a reír y se acercó a ella después de cerrar la puerta—. ¿No tienes nada mejor que hacer que cuidar de mí?
—No se me ocurre nada.
—Desde que Mikhaíl se fue has sido encantadora. ¿Por qué haces todo esto por mí, Julia?
Ella le recorrió el rostro con sus penetrantes ojos azules y le apartó un mechón de la frente.
—Porque me gusta el color de tu pelo. Sobre todo cuando el sol de la tarde refleja su luz en ellos, como ahora —se aproximó más a Lena— Y porque me gustan tus ojos —le desató lentamente el chai, con tanto esmero como si estuviera quitando una pieza de lencería fina, y lo tiró al suelo—. Me encanta el modo que sonríes. Y lo que tu risa me hace sentir en mi interior —le puso las manos en la cintura las deslizó por los costados—. Me gusta tu cuerpo... —inclinó la cabeza sobre su oreja—, la forma de tu boca.
Un segundo después tenía los labios pegados a los suyos. Ella esperó muy poco para no separarlos, suplicando ser poseída.
Julia obedeció a su silencioso deseo y deslizó la lengua en su interior. El beso no fue tan intenso como el de la noche anterior, pero la misma dulzura con la que iba acompañado era tan irresistible como la pasión que la había estremecido la otra vez. Incapaz de contenerse se apretó contra Julia, amoldando su cuerpo al suyo.
—Por Dios, Lena... —susurró Julia. El calor de su aliento le ardió en las mejillas. Le atrapó un lóbulo entre los labios y la excitó con pequeños mordiscos.
Lena sintió que perdía el control de su cuerpo y de su mente, y que rendía todos sus sentidos a la imprudencia de su dueña.
—Julia, no deberíamos...
—Shh...
Aquel susurro despertó un recuerdo dormido en su mente, pero no consiguió definirlo. Y antes de que pudiera pensar en ello, Julia le levantó los brazos y la hizo abrazarle por los hombros. Luego le acarició la piel hasta los codos y más abajo, continuando sobre la curva de sus pechos.
—¿Te gusta?
Ella murmuró una afirmación e intensificó la pasión del beso.
Ladeó la cabeza para apoyar una mejilla contra su pecho, mientras Julia seguía acariciándola hasta la cintura. Al llegar a sus nalgas, apretó con fuerza y la movió para que pudiera sentir la dureza de su propio deseo.
Lena gimió y se frotó contra ella. La fuente de su feminidad aumentaba de temperatura a cada tacto, pero el sufrimiento de la insatisfacción era delicioso. Su cuerpo vibraba con dolor, pero también con placer.
—Lena, te deseo.
Puso las manos entre ellas y le acarició los pechos. Llevó sus dedos hasta las crestas de la sensibilidad y las endureció con ligeros roces excitantes.
—Dios, qué dulzura... —murmuró—. Quiero y saborearlos. Quiero saborearte entera —bajó la cabeza y le besó un pecho a través blusa—. Quiero hacer el amor contigo —llevo la boca hasta su cuello y besó su piel ardiente—. ¿Lo entiendes? Quiero estar dentro le ti. Llegar lo más profundo posible... —besó de nuevo los labios con una exigencia más salvaje.
—Hey, ustedes dos, abrir de una vez —se oyó una voz al otro lado de la puerta.
Julia se separó de Lena y masculló una obscenidad. Soltó una profunda exhalación y esbozó una torpe sonrisa.
—No podemos herir sus sentimientos.
Se dirigió hacia la puerta e hizo pasar a Roxy.
—¿Roxy Clemmons?
—Sí. ¿La conoces?
Solo por su reputación como una de las amantes de Julia, pensó Lena con sarcasmo.
—He oído hablar de ella —se giró para mirar por la ventanilla. Su boca se torció en un gesto de decepción.
La había besado con tanta dulzura y calor, que a Lena le gustaba cada vez más que la tocara. Pero Julia no hacía con ella lo mismo que con las otras. Sus besos podían hacerla estallar de pasión, pero solo podía haber perfeccionado su técnica con muchas horas de práctica.
¿Estaría también ella destinada a ser una de las «mujeres» de Julia Volkova? ¿Estaría planeando acomodarla en algún sitio donde pudiera ir a visitarla de vez en cuando?
—No parece que te entusiasme mucho la idea —comentó Julia.
—No tengo mucha elección, ¿verdad?
—Te he ofrecido otra alternativa, pero la has rechazado.
Ella se quedó en silencio. Estaba furiosa y no sabía el motivo. ¿Por qué tenía que sentirse ofendida? No tenía nada en común con esa Roxy Clemmons. Había una diferencia crucial entre ambas.
Lena Katina no era una de las mujeres de Julia... todavía.
¿Acaso había albergado en su subconsciente la esperanza de que se convirtieran en amantes? ¿Solo porque la había besado unas pocas veces? ¿Por la noche de Monterico? ¿O porque siempre había sentido una inexplicable atracción hacia ella?
Bueno, pues si pensaba que ella iba a unirse a las otras solo por lo que había hecho con Mikhaíl, no podía estar más equivocada.
No hablaron hasta que llegaron a La Bota. Las calles del pueblo estaban desiertas y Julia aparcó frente a un bloque de apartamentos.
—¿Qué es esto? —preguntó Lena.
—Tu nueva dirección, espero. Vamos —la llevó hasta un apartamento con un discreto letrero en el que se leía Encargado.
Pulsó el timbre y a través de las paredes pudieron oír la voz de Johnny Carson. Cuando la puerta se abrió, Lena se encontró cara a cara con Roxy Clemmons. La mujer la miró con curiosidad y luego se fijó en Julia.
—Hola, Julia —lo saludó con una sonrisa—. ¿Qué pasa?
—¿Podemos pasar?
—Claro —Roxy se hizo a un lado y mantuvo la puerta abierta. Después de cerrarla, se acercó a la televisión y bajó el volumen.
—Siento molestarte tan tarde, Roxy... —empezó Julia.
—Eh, ya sabes que siempre eres bienvenida.
A Lena se le hizo un nudo en el estómago y volvió la vista hacia la puerta.
—Roxy, esta es Lena Katina.
—Sí, la conozco. Hola, Lena, me alegro de verte.
—Yo también me alegro, señora Clemmons —la sincera amabilidad de la mujer la había sorprendido.
—Llámame Roxy —dijo ella riendo—. ¿Queréis beber algo? Tengo una cerveza fría, Jul.
—Estupendo.
—¿Lena?
—Eh... no me apetece nada, gracias.
—¿Un refresco?
—Sí, está bien —no quería parecer descortés—. Un refresco de cola.
—Siéntense. Están en su casa.
Roxy se dirigió hacia la cocina. Sus caderas se marcaban bajo unos vaqueros ceñidos, igual que las voluptuosas curvas de sus pechos bajo el jersey. Iba descalza y tenía el pelo suelto. Parecía que acabara de levantarse o que estuviera dispuesta a acostarse. Era el tipo de mujer con la que cualquiera podía relajarse. Amistosa, servicial, hospitalaria... Lena sintió nauseas en la garganta al reconocerlo.
Julia se había acomodado en el sofá y estaba hojeando un ejemplar del Cosmopolitan que Roxy había dejado en la mesa.
—Siéntate, Lena —le dijo al ver que seguía de pie en medio de la salita.
Ella se sentó con mucho cuidado en una silla, como si temiera mancharse la falda. Julia la miró divertida, lo que la irritó bastante.
Roxy volvió con las bebidas y Julia tomó un largo trago de su cerveza.
—¿Tienes apartamentos libres? Necesitamos alojamiento.
Roxy miró sorprendida a Lena y luego a Julia.
—Vaya, enhorabuena. Pero, ¿qué ocurre con tu casa?
—Nada, que yo sepa —respondió Julia riendo—. Me parece que has entendido mal. Lena necesita un apartamento para ella sola.
Lena se había puesto roja de vergüenza y de furia, pero se alivió tras la aclaración. Seguramente a Roxy la alegraría no tener que alojar a otra de las amantes de Julia, pero todo lo que pudo ver en su rostro fue la turbación propia del malentendido.
—Oh —miró a Lena y sonrió—. Tienes suerte. Me queda un apartamento de una habitación.
Lena quiso decir algo, pero Julia se adelantó.
—¿Es grande el dormitorio? Lena va a tener un bebé. ¿Hay sitio suficiente para una cuna?
La reacción de Roxy fue de auténtico shock. Se quedó boquiabierta mirando a Julia. Cuando se volvió hacia Lena, bajó la vista hasta su vientre.
—No tendrás ninguna cláusula contra las inquilinas embarazadas, ¿verdad? —le preguntó Julia.
—No, por supuesto que no —Roxy intentó recuperar la compostura y se puso las sandalias— Vamos al apartamento y podrás ver si te convence.
Pocos minutos más tarde, las tres caminaban por un paseo peatonal entre los edificios.
—Está muy bien situado —explicó Roxy por encima del hombro—. Apartado y tranquilo, pero tan aislado como para que te de miedo vivir sola, Lena.
Le siguió explicando las comodidades del complejo residencial, incidiendo en el servicio de lavandería y en la piscina. Pero Lena no escuchaba. Le lanzaba miradas asesinas a Julia por haber revelado su secreto a aquella... mujer. Al día siguiente todo el pueblo sabría que estaba embarazada.
—Ya hemos llegado —anunció Roxy. Abrió la puerta y, tras encender la luz, les hizo pasar—. ¡Vaya! Ha estado cerrado mucho tiempo, desde que lo pintaron por última vez.
El apartamento olía a desinfectante y a pintura, pero a Lena no le importó. Al menos estaba limpio.
—Esta es la salita. Y ahí tienes la cocina —la condujo a través de una puerta con cortinas. Los muebles estaban limpios y relucientes.
Aparte había un cuarto de baño y un dormitorio.
—¿Cuánto es el alquiler?
—Cuatrocientos dólares al mes más la comunidad.
—¿Cuatrocientos? —exclamó Lena—. Me temo que...
—¿Y sin muebles? —preguntó Julia.
—Oh, Dios... —Roxy se dio una palmada en la frente—. Lo he dicho mal. Una habitación se puede amueblar son doscientos cincuenta.
—Eso ya está mejor —repuso Julia.
Lena calculó los gastos. Podría afrontarlos si mantenía un estilo de vida frugal. Además, era el complejo residencial más agradable del pueblo, y sus opciones eran limitadas.
Tenía suerte de que hubiera un apartamento disponible, aunque eso significara ser vecina de una de las amantes de Julia.
—¿Tengo que firmar un contrato?
—¿Entonces te lo quedas? —le preguntó Roxy.
—Sí, supongo que sí —le hubiera gustado saber por qué su casera parecía tan complacida.
—Estupendo. Me gustará tenerte por vecina. Vamos, volvamos a la oficina.
Quince minutos después, Lena tenía una copia del contrato y un manojo de llaves.
—Puedes mudarte mañana, después de que lo haya ventilado un poco.
—Gracias —le estrechó la mano a Roxy y Julia la acompañó hasta el coche. La acomodó en el asiento y volvió junto a Roxy, quien esperaba de pie en la puerta.
—Gracias por seguirme el juego con el alquiler.
—Pude pillar la indirecta —respondió ella, sonriente—. ¿Vas a darme los detalles de este «acuerdo» o voy a tener que usar mi imaginación?
—¿Tan fisgona eres?
—Más aún.
—Ya te lo explicaré —dijo él riendo—. Gracias por todo.
—De nada. ¿Para qué están los amigos?
Julia le dio un beso fugaz en los labios y volvió al coche. Lena estaba sentada tan rígida como una estatua con la vista fija al frente. Una punzada de celos le atravesaba el pecho.
No había oído la conversación de las dos antiguas amantes en la puerta, pero había visto el modo en que se sonreían la una a la otra y cómo Julia la besaba.
—Lo primero que haremos mañana será visitar el almacén de muebles —le dijo Julia.
—Ya has hecho bastante. No puedo pedirte que...
—No me has pedido nada, ¿de acuerdo? Me he ofrecido voluntariamente, así que esta noche haz una lista con todo lo que necesites.
—No puedo permitirme muchas cosas. Solo lo imprescindible. A propósito, ¿adonde vamos ahora? —hasta ese momento no había recordado que no tenía dónde quedarse esa noche.
—No creo que quieras volver a la casa parroquial.
—No.
—Puedes venir a mi casa.
—No tienes espacio.
—¿Has visto lo grande que es mi casa?
—Solo tienes una cama.
—¿Y? Ya hemos compartido cama antes — ella no hizo ningún comentario al respecto. Julia soltó un suspiro—. De acuerdo, te llevaré n un hotel.
Poco después aparcó en la entrada de un pequeño motel.
—Espera aquí.
Lena observó cómo entraba en el vestíbulo bien iluminado. A través de las puertas de cristal vio cómo el recepcionista soltaba la novela que estaba leyendo y se dirigía a Julia con una sonrisa y un fuerte apretón de manos, era obvio que se conocían.
Sin ni siquiera hacerla firmar el registro, agarró una llave del panel y se la tendió sobre el mostrador. Luego se inclinó sobre él y le susurró algo aparentemente confidencial. Julia rechazó la supuesta oferta con un gesto de manos.
El hombre miró a través de la puerta hacia el coche y vio que Lena tenía una expresión de sorpresa. Sonrió y le hizo otro comentario a Julia que la hizo fruncir el ceño.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Lena cuando volvió al coche.
—Nada.
—He visto que te decía algo.
Julia no respondió y condujo hasta la habitación sin molestarse en mirar los números de las puertas. Aparcó bruscamente y apagó el motor.
—Ya has estado aquí antes —era una afirmación más que una pregunta.
—Lena...
—¿Has estado?
—Déjalo ya.
—¿Has estado?
—Tal vez.
—¿A menudo?
—¡Sí!
—¿Con mujeres?
—¡Sí!
Lena sintió que el corazón se le resquebrajaba.
—Has traído a tus conquistas a este hotel, y por eso el recepcionista piensa que soy una más. ¿Qué te ha dicho de mí?
—No importa...
—A mí sí me importa —replicó ella—. Dilo.
—No.
Salió del coche y sacó las bolsas del maletero. Sin volverse a ver si la seguía, caminó a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió. Colocó el equipaje en el armario y encendió la lámpara.
—¿Qué te ha dicho? —insistió Lena.
Julia la miró y vio su aspecto cansado y vulnerable. Tenía el pelo despeinado, las mejillas pálidas, los ojos ensombrecidos y la boca le temblaba. Parecía una niña perdida o un soldado vencido.
Nunca la había deseado más. Y el no poder tenerla avivaba aún más su fuego. Era suya, demonios, y no podía reclamarla. La necesitaba tanto como Lena a ella, pero las circunstancias los mantenían separados. Era como si aquella noche que pasó en el Cielo le estuviera costando vivir en el infierno terrenal.
—De acuerdo, señorita Katina. ¿Quieres saber lo que ha dicho? Ha dicho que esta vez la cosa se iba a quedar en familia.
Ella se mordió los labios para no gritar de indignación.
—¿Ves lo que has hecho? Le soltaste a Roxy Clemmons, quien todo el mundo sabe que es una de tus fulanas, que estoy embarazada. Ahora me traes a un hotel al que sueles venir con las otras. Mañana todo el pueblo sabrá que he estado aquí contigo. No quiero que nadie me tome por una amante tuya, Julia.
—¿Por qué? ¿Tan despreciable soy? ¿No quieres que te relacionen con la «chica mala» que nadie puede controlar, la hija salvaje del predicador que siempre anda metida en problemas y con mujeres?
Avanzó hacia ella como un depredador a punto de saltar sobre su presa. Lena intentó retroceder, pero chocó contra el armario.
—No he querido decir eso.
—Claro que sí —le espetó—. Bien, tienes razón al ser precavida. Soy mala. Condenadamente mala —alargó un brazo y la sujetó por detrás de la cabeza—. Es cierto... He traído a muchísimas mujeres a esta misma habitación... pero nunca he deseado a ninguna tanto como a ti.
Le agarró la muñeca con la otra mano y la hizo bajar el brazo.
—¡No! —gritó ella cuando se dio cuenta de su intención. Intentó desasirse, pero Julia la retuvo con fuerza y la apretó contra la firme excitación que abultaba sus vaqueros.
—Así es cómo te deseo. Te llevo deseando desde hace mucho tiempo, y estoy harta de ocultarlo. ¿Te asusta? ¿Te da asco o vergüenza? ¿Quieres gritar o volver corriendo a la casa parroquial? —Se apretó contra la palma de su mano—. Es muy duro, Lena... muy duro.
La besó con una pasión salvajemente descontrolada, desatando sus emociones con las urgentes indagaciones de su lengua...
Y entonces, con la misma furia con la que la había poseído, la soltó y salió por la puerta cerrando con fuerza a su paso.
Lena se arrojó en la cama. Intentó ignorar la decepción que sentía por no haber terminado lo que habían empezado. Pero no podía obviar el deseo que le palpitaba por las venas. Hizo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban y consiguió llegar hasta el cuarto de baño, desnudarse y meterse en la ducha. Ni siquiera se atrevió a mirarse en el espejo. No quería ver el color de sus mejillas ni la sonrosada disposición de sus pezones.
El agua salía ardiendo, y dejó que le abrasara el cuerpo como el justo castigo que merecía. El chorro le hería la piel como una lluvia torrencial de agujas incandescentes. Después de secarse y ponerse un camisón, volvió a la cama y cerró los ojos con la esperanza de poder dormirse enseguida.
Pero el recuerdo del beso aún latía en sus labios, aún sentía el tacto de su excitación endurecida contra su palma. El tacto de su lengua aún le ardía en la boca...
El teléfono sonó a su lado, haciéndola dar un salto.
—¿Diga?
—Lo siento.
Ninguna dijo nada durante un incómodo momento. A Lena le temblaron los senos bajo el camisón.
—No pasa nada —respondió sujetando el auricular entre la oreja y el hombro.
—Perdí el control.
—Fui yo quien te provocó.
—Hoy hemos pasado por un calvario.
—Las dos estábamos susceptibles.
—¿Te he hecho daño?
—No, de ningún modo.
—He sido muy dura —bajó un poco la voz—Y violenta.
Ella tragó saliva y se miró la mano, como si esperase ver una huella en la palma.
—Sobreviví.
—¿Lena?
—¿Qué?
Se produjo un largo silencio.
—No siento haberte besado. Lo que siento es el modo en como te he besado —hizo una pena pausa—. Y si tenías alguna duda de lo siento por ti, ya no es ningún secreto.
El tono amable y a la vez imperativo de su voz hizo que a Lena le entrasen ganas de llorar.
—No estoy preparada para pensar en ello, Julia. Han ocurrido demasiadas cosas.
—Lo sé, lo sé. Intenta descansar ahora. Todo lo que necesites. Mañana la oficina estará cerrada. Iré a recogerte y te llevaré a desayunar y de compras. A las diez en punto.
—De acuerdo.
—Buenas noches, Lena.
—Buenas noches, Julia.
—Buenos días, Lena.
—¿Mmm...?
—He dicho buenos días.
Lena bostezó, se estiró cuanto pudo bajo las sábanas y abrió los ojos. Entonces se incorporó de inmediato. Julia estado sentada al borde de la cama, sonriéndole.
—Bienvenida al mundo de los vivos.
—¿Qué hora es?
—Las diez y diez. A las diez en punto toqué a la puerta y, al no recibir respuesta, fui a recepción por una llave.
—Lo siento —se apartó el pelo de los ojos se cubrió los pechos con la manta, avergonzada de la imagen que estaba ofreciendo recién despierta.
—¿Tienes hambre?
—Mucha.
—Iré a encargar el desayuno en la cafetería mientras te vistes —le dio un beso ligero en la punta de la nariz antes de levantarse.
—Nos vemos allí —le dijo ella cuando Julia salía por la puerta.
Veinte minutos más tarde se reunió con ella en la cafetería. Se había puesto una sencilla falda y una blusa, y se había atado a la cintura un chai de cachemira. Los zapatos eran de tacón bajo y con estrechas correas alrededor del tobillo. Su aspecto era fresco y despejado, y Julia la miró con atención mientras se dirigía hacia ella.
Sabía que había usado su primera paga para renovar su vestuario, y el resultado saltaba a la vista. Vestía con mucho más estilo del que lucía con Julia.
—¿Llego tarde?
—Acaban de servir tu desayuno. Por cierto, me gustan tus zapatos.
—Son nuevos —dijo en tono ausente examinando los platos—. ¿Todo esto es para mí?
—Sí.
—No esperarás que me coma todo eso, ¿verdad?
—Espero que comas bien. Adelante.
—¿No vas a comer?
—Ya lo he hecho —se inclinó sobre una lista en la que estaba anotando las cosas que ella podría necesitar para la casa.
Lena se quedó ensimismada por el aspecto atractivo de Julia. Su pelo negro estaba tan alborotado como siempre. Se lo había cortado recientemente y la fragancia de su colonia corporal la embriagaba por encima incluso del aroma del café. Tenía el ceño fruncido en un gesto de concentración.
Iba vestida con vaqueros y camisa, y había dejado una chaqueta de seda en el respaldo de la silla. Era una combinación extraña, propia de alguien a quien le gustaba romper todas las reglas posibles.
Su belleza era sexy y peligrosa al mismo tiempo. Muy peligrosa... Podía conseguir que una mujer perdiera el rumbo por completo. Lena tuvo que respirar hondo antes de poder comer.
Cuando comió lo bastante para complacerla, Julia ya había diseñado el itinerario del día.
—Recuerda mi presupuesto —le dijo ella cuando Julia empezó a enumerar las tiendas que tenía previsto visitar.
—Puede que tu jefe te ofrezca un aumento.
Ella se paró de camino al coche y se volvió para mirarla con gesto obstinado.
—Quiero que esto quede bien claro, Julia. No voy a aceptar tu caridad.
—¿Te casarás conmigo?
—No.
—Entonces cierra la boca y sube al coche —le abrió la puerta para que entrara y ella supo que no valía la pena seguir discutiendo.
Tendría que mantenerse firme cuando llegara el momento de comprar.
Julia tenía buen gusto, y todo lo que elegía era lo mismo que Lena hubiera elegido en caso de tener dinero.
—No puedo costearme este sofá. Ese otro cuesta solo la mitad de precio.
—Es feísimo.
—Pero muy práctico.
—Es duro y... muy estrecho. Este otro tiene buenos cojines y es mucho más cómodo.
—Por eso es tan caro. La comodidad y los cojines no son tan importantes.
—Eso depende de lo que vayas a hacer en el sofá —le dijo con una diabólica sonrisa de insinuación.
El dependiente que las atendía se rió por lo que dijo, pero se puso serio cuando Lena se volvió para mirarlo.
—Me llevaré este otro.
Tuvieron una discusión similar con la cama, los sillones, la mesa, las sábanas, la vajilla, las cacerolas, incluso con un abrelatas. En cada objeto Julia insistía en comprar la mejor calidad, pero ella se mantenía inflexible en su tacañería.
—¿Cansada? —le preguntó cuando estuvieron en el coche.
—Sí —respondió con un suspiro—. No creo que vuelva a mudarme nunca más. No podría pasar por esto otra vez.
Julia se echó a reír.
—Lo he arreglado todo para que lleven los muebles esta tarde. Por la noche el apartamento se habrá convertido en un hogar, dulce hogar.
—¿Cómo has conseguido que lo entreguen todo hoy?
—Mediante sobornos, amenazas, chantajes... Cualquier medio es válido —le sonrió con picardía, pero ella lo creyó.
—¡Ese parece mi coche! —exclamó ella cuando aparcaron frente a su apartamento.
—Lo es —le dijo con indiferencia mientras la ayudaba a salir.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Hice que lo remolcaran —abrió la puerta del pequeño utilitario y sacó las llaves de debajo de la alfombrilla—. Sinceramente, creo que es un montón de chatarra, pero sé que le tienes mucho cariño.
—Julia —parecía muy apenada—, no quería aceptar nada de tus padres.
—Por amor de Dios, Lena, te regalaron este coche hace años. ¿Para qué iban a necesitar tres coches, el suyo, el de Mikhaíl y este, cuando mi madre apenas conduce?
Ella lo apartó y se sentó al volante.
—Voy a devolvérselo.
Julia se inclinó y asomó la cabeza por la ventanilla.
—Si lo haces, yo seré tu único medio de transporte —le recordó con voz alegre. Rendida, apoyó la cabeza en el volante.
—Eso es chantaje.
—Claro que lo es.
A su pesar, soltó una carcajada y dejó que la llevase al apartamento. Roxy había cumplido su promesa. Había abierto todas las ventanas y el aire fresco había ventilado las habitaciones.
Al cabo de media hora empezaron a llegar los pedidos.
—¡Oh, se han equivocado con esto! –exclamó ella al recibir la primera entrega.
—No, señorita. Disculpe —el mozo se pasó el cigarro de un lado a otro de la boca y entró con una silla—. Trasladen el sofá —les gritó a sus ayudantes.
—Pero... espere. Este no es el sofá que he comprado.
—Es el que aparece en la factura —dejó la silla en el suelo y le entregó una hoja verde.
Ella la revisó rápidamente y volvió a leerla con más detenimiento.
—¡Oh, no! Julia, ha habido un...
Se calló al ver su sonrisa. Estaba sentada en el confortable sofá que había elegido, con los brazos extendidos sobre el respaldo y una sonrisa que recordaba a la de Santa Claus en Navidad.
—¿Qué has hecho? —le preguntó nerviosa.
—Sabotaje es la palabra que mejor lo definiría.
Y así era. Lena observó impotente cómo iban llegando los muebles que Julia había elegido... y que ella había insistido en no poder pagar.
—¿Cómo se supone que voy a pagar todo esto?
—A plazos. Lo he arreglado para que pagues una cantidad razonable al mes. ¿Dónde está el problema?
—No puedo dejar que hagas esto, Julia. Me estás haciendo ir contra mis propios principios. Pero esto se va a acabar. No me quedaré en este apartamento con todos estos muebles.
—De acuerdo —su concesión tendría que haber ido acompañada de algún suspiro o síntoma de abatimiento; pero, en vez de eso, una amplia sonrisa le iluminaba el rostro. Se acercó a la puerta y dio un silbido—. ¡Eh, chicos! Vuelvan a cargarlo todo en el camión y llévenlo a mi casa. Ha decidido casarse conmigo en vez de vivir aquí sola.
—Oh, Señor —Lena gimió y se cubrió la cara con las manos. Julia se echó a reír y se acercó a ella después de cerrar la puerta—. ¿No tienes nada mejor que hacer que cuidar de mí?
—No se me ocurre nada.
—Desde que Mikhaíl se fue has sido encantadora. ¿Por qué haces todo esto por mí, Julia?
Ella le recorrió el rostro con sus penetrantes ojos azules y le apartó un mechón de la frente.
—Porque me gusta el color de tu pelo. Sobre todo cuando el sol de la tarde refleja su luz en ellos, como ahora —se aproximó más a Lena— Y porque me gustan tus ojos —le desató lentamente el chai, con tanto esmero como si estuviera quitando una pieza de lencería fina, y lo tiró al suelo—. Me encanta el modo que sonríes. Y lo que tu risa me hace sentir en mi interior —le puso las manos en la cintura las deslizó por los costados—. Me gusta tu cuerpo... —inclinó la cabeza sobre su oreja—, la forma de tu boca.
Un segundo después tenía los labios pegados a los suyos. Ella esperó muy poco para no separarlos, suplicando ser poseída.
Julia obedeció a su silencioso deseo y deslizó la lengua en su interior. El beso no fue tan intenso como el de la noche anterior, pero la misma dulzura con la que iba acompañado era tan irresistible como la pasión que la había estremecido la otra vez. Incapaz de contenerse se apretó contra Julia, amoldando su cuerpo al suyo.
—Por Dios, Lena... —susurró Julia. El calor de su aliento le ardió en las mejillas. Le atrapó un lóbulo entre los labios y la excitó con pequeños mordiscos.
Lena sintió que perdía el control de su cuerpo y de su mente, y que rendía todos sus sentidos a la imprudencia de su dueña.
—Julia, no deberíamos...
—Shh...
Aquel susurro despertó un recuerdo dormido en su mente, pero no consiguió definirlo. Y antes de que pudiera pensar en ello, Julia le levantó los brazos y la hizo abrazarle por los hombros. Luego le acarició la piel hasta los codos y más abajo, continuando sobre la curva de sus pechos.
—¿Te gusta?
Ella murmuró una afirmación e intensificó la pasión del beso.
Ladeó la cabeza para apoyar una mejilla contra su pecho, mientras Julia seguía acariciándola hasta la cintura. Al llegar a sus nalgas, apretó con fuerza y la movió para que pudiera sentir la dureza de su propio deseo.
Lena gimió y se frotó contra ella. La fuente de su feminidad aumentaba de temperatura a cada tacto, pero el sufrimiento de la insatisfacción era delicioso. Su cuerpo vibraba con dolor, pero también con placer.
—Lena, te deseo.
Puso las manos entre ellas y le acarició los pechos. Llevó sus dedos hasta las crestas de la sensibilidad y las endureció con ligeros roces excitantes.
—Dios, qué dulzura... —murmuró—. Quiero y saborearlos. Quiero saborearte entera —bajó la cabeza y le besó un pecho a través blusa—. Quiero hacer el amor contigo —llevo la boca hasta su cuello y besó su piel ardiente—. ¿Lo entiendes? Quiero estar dentro le ti. Llegar lo más profundo posible... —besó de nuevo los labios con una exigencia más salvaje.
—Hey, ustedes dos, abrir de una vez —se oyó una voz al otro lado de la puerta.
Julia se separó de Lena y masculló una obscenidad. Soltó una profunda exhalación y esbozó una torpe sonrisa.
—No podemos herir sus sentimientos.
Se dirigió hacia la puerta e hizo pasar a Roxy.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Nueve
Roxy entró con una botella de vino en una mano y una bolsa de comida en la otra.
—¿Qué es todo esto? —le preguntó Julia. Le quitó la bolsa y examinó el contenido—. Patatas fritas, palomitas de maíz, queso...
—Una pequeña fiesta —respondió Roxy alegremente—. Hola, Lena, ¿está bien el apartamento?
—Está muy bien, gracias.
—Vaya, tiene un aspecto magnífico —Roxy silbó de admiración al contemplar el mobiliario. Todo encajaba en el sitio apropiado—. ¿Tienen vasos? Hay que brindar por tu nueva casa —entró en la cocina seguida por Julia. Lena no tuvo más remedio que seguirlas, aunque la cocina era demasiado pequeña para las tres.
Julia abrió una bolsa de patatas y vertió salsa en un plato de plástico. Mojó en ella una patata y se la ofreció a Roxy. Ella le dio un mordisco al tiempo que intentaba abrir la botella de vino, y el resto se lo comió Julia.
Lena permaneció apartada mientras las dos reían. No estaba de humor para celebrar
—No creas que hago esto con todos mis inquilinos —le dijo Roxy mientras arrancaba el precio de las tazas nuevas. Por lo visto, no tenía el menor escrúpulo en sentirse como en casa—. Pero ya que eres amiga de Julia y ella es amiga mía. . . ¡Uy! —soltó un resoplido cuando Julia la abrazó por detrás, justo por debajo de sus grandes pechos.
—Eso mismo. Amigas hasta el final.
—Aparta, tonta, y corta unas lonchas de queso.
Lena se sentía fuera de lugar, sin saber cómo participar en sus bromas. Por el contrario, Roxy sabía exactamente que decir para que Julia estallara en risas.
¿Por qué tenía que incomodarla tanto su camadería? Después de todo, habían sido amantes. Pero una cosa era saberlo y otra muy distinta presenciarlo. Le dolía en lo más profundo del corazón que Julia la hubiera besado con tanta dulzura justo antes de que apareciera Roxy.
¿Acaso Julia podía encender y apagar su deseo a voluntad? ¿Se había olvidado de lo mucho que decía desearla? ¿Podía traspasar su afecto de una mujer a otra con tanta rapidez? Todo parecía indicar que así era. Tenía la evidencia ante sus propias narices.
Brindaron por la casa y Lena tomó un pequeño sorbo del vino barato. Dejó el vaso y murmuró una disculpa que no debió de oírse a causa de las risas. Salió de la
cocina y se encerró en el baño. Apenas tuvo tiempo de vomitar en el inodoro antes de que llamaran a la puerta.
—¿Lena? —la llamó Julia—. ¿Estás bien?
—Enseguida salgo —respondió ella. Se lavó la cara a toda prisa, se enjuagó la boca y se peinó un poco.
—¿Estás molesta con nosotros? —le preguntó Julia en cuanto salió—. Sé que no te gusta la bebida, y esta es tu casa. No queríamos ofenderte.
Fue entonces cuando ella supo que la amaba.
Posiblemente siempre la hubiera amado, pero no fue hasta ese preciso instante en el que vio su mirada de profundo arrepentimiento cuando se dio cuenta de ello.
Se había estado engañando a sí misma todos esos años, intentando convencerse de que, si se mantenía apartada de ella, su atracción se desvanecería. Pero sus sentimientos habían permanecido ocultos en su interior, hasta que roces, las miradas y las palabras de Julia los revelaron en todo su esplendor.
Quería arrojarse en sus brazos, pero no debía ni podía hacerlo. Llevaba al hijo de alguien más. Del hermano de Julia. Y, además, eran dos almas incompatibles. Cualquier relación romántica entre ellas estaba condenada al fracaso.
Pero cuánto la amaba...
—No, no es eso, Julia —le dijo con una tímida sonrisa—. No me siento muy bien.
—¿Es por el bebé? ¿Tienes molestias en el vientre? ¿Estás sangrando? ¿Qué te pasa? ¿Llamo al médico?
—No, no —le puso una mano en el brazo, pero enseguida la retiró—. Solo estoy cansada. Llevo de pie todo el día y estoy agotada.
—Tendría que haberte metido en la cama esta mañana al llegar a casa.
—Esta mañana aún no tenía cama.
Julia frunció el ceño ante su muestra de humor.
—Bueno, tan pronto como la entregaron —la tomó de la mano y la llevó hasta la salita—. Da las buenas noches, Roxy. Vamos a permitir que la señorita pueda descansar.
Roxy se levantó del sofá y miró a Lena con interés.
—Estás muy pálida, cariño —le puso una mano en la mejilla—. ¿Puedo hacer algo por ti?
«Sí, marcharte enseguida», quiso decirle Lena. «Y mantener tus manos lejos de Julia». Estaba enferma de celos, nada más.
—No, estaré bien en cuanto me acueste —dijo con toda la discreción que pudo.
Roxy y Julia le prepararon la cama, a pesar de sus protestas.
—Si mañana quieres llevar las sábanas a la lavandería, llámame —le ofreció Roxy.
—Gracias —estaba segura de que jamás le pediría ningún favor a Roxy Clemmons.
Después de recoger los restos de la comida y el vino, Julia le apretó las manos entre las suyas.
—Cierra con llave cuando hayamos salido.
—De acuerdo.
—Si me necesitas para lo que sea, a cualquier hora, ve a casa de Roxy y llámame.
—No te preocupes por mí.
—Me preocuparé lo que considere necesario —replicó Julia—. Mañana tendrás instalado el teléfono.
—Pero si no he encargado...
—Lo he hecho yo —la interrumpió ella—. Buenas noches y a dormir —le dio un beso suave en los labios. Cuando bajó los escalones, agarró a Roxy por el brazo—. Vamos, riño. Te acompañaré a casa.
Lena cerró la puerta. Julia se iba a casa de Roxy, seguramente a continuar la fiesta donde habían dejado. Se las imaginó riendo, abrazadas, retozando y besándose. Se tumbó en la cama, atormentada por los pensamientos, Julia con Roxy. Julia con cualquiera... Era ya muy tarde cuando oyó al Corvette ponerse en marcha y alejarse. Al día siguiente era sábado, por lo que no había prisa en levantarse. Retiró las sábanas de la cama. Ya había decidido llevarlas a lavar antes de que Roxy lo sugiriera.
Se puso la bata y fue a servirse una taza de café de su nueva cafetera. Cuando se la estaba llevando a los labios, oyó que llamaban a la puerta. Antes de abrir escudriñó por la ventana y se apoyó desanimada contra la pared. No se sentía capaz de enfrentarse a Roxy tan pronto.
—Hola —le dijo Roxy cuando Lena abrió—. No te habré despertado, ¿verdad?
—No.
—Bien, porque de ser así, Julia me hubiera matado. Mira, he hecho esta tarta. Está para chuparse los dedos, pero no puedo comérmela yo sola y, si no la comparto, será lo que acabe haciendo —se dio una palmada en la cadera—. Y luego me arrepentiré.
Hubiera sido muy descortés no invitarla a pasar, por lo que abrió del todo y se echó a un lado.
—Entra. Acabo de preparar café.
—Fantástico —Roxy dejó el envoltorio en la mesa de la cocina y se sentó en una de las sillas de madera—. Tienes muy buen gusto para los muebles —comentó mientras miraba a su alrededor—. Me encanta cómo ha quedado.
—Gracias, pero Julia me ayudó a elegirlo casi todo.
—Ella también tiene muy bien gusto —le guiñó un ojo, pero Lena no estuvo segura de comprenderla.
—¿Leche y azúcar? —le preguntó mientras le servía el café.
—Sin leche y con dos cucharadas. ¿Tienes un cuchillo y dos platos?
—Qué buena pinta —comentó Lena cuando la tarta estuvo dispuesta en los platos.
—¿Verdad que sí? Tomé la receta de una revista —Roxy empezó a comer con voracidad. Lena fue más recatada, pero tuvo que reconocer que estaba delicioso—. ¿Necesitas que te ayude con algo, como llevar las sábanas a la lavandería? —le preguntó entre bocado y bocado.
—No, gracias.
—¿Seguro? Hoy tengo el día libre.
—Puedo arreglármelas sola.
—¿Quieres otro pedazo? —le ofreció Roxy.
—No, gracias, pero aprecio que me hayas invitado a probarlo.
Roxy dejó el cuchillo en la mesa y se apoyó sobre los codos.
—No te caigo bien, ¿verdad? —le preguntó con tono franco y directo.
A Lena la pregunta la pilló por sorpresa. Toda su vida había evitado los enfrentamientos y no podía creer que tuviera que pasar por aquello. Abrió la boca para negar la acusación, pero Roxy fue más rápida.
—No te molestes en negarlo. Sé también la razón. Es por haberme acostado con Julia.
El rubor en sus mejillas y el modo de evitar su mirada fueron tan reveladores como una confesión.
—Bueno, pues más vale que te ahorres tu hostilidad y tu fría cordialidad, porque la verdad es la siguiente: nunca me he acostado con Julia. ¿Sorprendida? —le preguntó al ver su expresión de incredulidad—. Casi todo el mundo lo estaría —dijo riendo—. Bueno, no fue por falta de deseo, ni siquiera por falta de oportunidad. Julia es una mujer tan sexy, que una mujer tendría que estar muerta para no preguntarse cómo sería hacer el amor con una bomba sexual así —Lena tragó saliva—. ¿Te ha contado Julia cómo nos conocimos? —Lena negó con la cabeza—, ¿Quieres saberlo? —tomó el silencio como una respuesta afirmativa—. Fue en un baile después de un rodeo. Mi marido... ¿Sabías que he estado casada? —Lena volvió a negar en silencio con la cabeza—. Pues sí, lo estuve. Bueno, aquella noche mi marido estaba de muy mal humor porque había perdido una apuesta. Lo pagó conmigo, como siempre hacía, y casi me mata de la paliza.
—¿Te pegó? —Lena estaba horrorizada.
—Sí, muchas veces —Roxy soltó una risita ante la inocencia de Lena —. Pero aquella noche estaba borracho y se pasó de la raya. Julia me oyó gritar en el aparcamiento, donde Todd me estaba arrastrando por el suelo. Julia arremetió con toda su fuerza contra él y amenazó con matarlo si volvía a tocarme —pasó el dedo por el borde del plato, donde quedaba algo de crema—. Llevaba años haciendo lo mismo. Cada vez que se emborrachaba o se volvía loco de celos, me molía a golpes. Pero lo amaba, ¿sabes? No tenía a nadie más, un sitio adonde ir ni nada de dinero.
— ¿Y tus padres?
—Mi madre murió cuando yo tenía diez años y mi padre trabajaba en las explotaciones petrolíferas. Siempre estábamos de un sitio para otro. Cuando me casé, a los dieciséis años, consideró que ya había cumplido con su deber de padre y se marchó a Alaska. No volví a saber de él, y me quedé sola con Todd. Una noche se puso furioso y yo pensé que iba a matarme. Me había amenazado otras veces, pero en aquella ocasión parecía ir en serio. Julia me había dado su número de teléfono. Vino a recogerme y me llevó al hospital. Ella misma pagó la factura y luego me quedé en su casa durante un mes. Fue entonces cuando la gente empezó a murmurar sobre nosotros —se rió amargamente—. La verdad es que mi estado era tan lamentable, que no estaba para diversiones de esa clase. Todd se puso loco de celos. Nos acusó de estar engañándolo, lo cual no era cierto. Se fue a México y consiguió el divorcio. Era lo mejor para mí, pero me quedé sin nada, y no podía seguir viviendo con Julia. Entonces Julia habló con algunos de sus amigos y les propuso comprar este complejo residencial. Me ofreció el puesto de encargada, de modo que conseguí una casa y un sueldo.
Lena se había quedado boquiabierta al oír la historia. Sabía por los periódicos y la televisión que aquellas cosas pasaban, pero nunca había conocido a nadie que las hubiera vivido en persona.
—Julia es la mejor amiga que siempre he tenido —siguió diciendo Roxy—. Fue la primera persona que se preocupó por mí. Se lo debo todo, incluso mi vida —se inclinó hacia delante—. Si me hubiera pedido que me acostase con ella a cambio, lo habría hecho sin dudarlo —bajó un poco la voz—. Pero nunca me lo pidió, Lena. Sabía que, si nos convertíamos en amantes, perderíamos nuestra amistad, y las dos la valoramos por encima de cualquier cosa —alargó la mano y tocó la de Lena —. No tienes por qué estar celosa de mí.
Lena se quedó mirándola unos segundos hasta que bajó la mirada.
—No lo entiendes. Julia y yo no... no somos... no...
—Puede que todavía no —dijo Roxy.
Lena no tendría ninguna duda sobre un futuro en común con Julia si lo hubiera visto la noche antes en casa de Roxy. Fue algo realmente cómico, pensó Roxy. Había visto a muchos desesperados por una mujer, pero ninguno superaba a Julia.
Había estado sentada en el suelo, con la expresión más triste que jamás le hubiera visto, hablándole de Lena sin parar. Finalmente, Roxy la había obligado a irse a casa.
—He sido muy seca contigo —se disculpó Lena.
—Olvídalo —dijo Roxy—. Estoy acostumbrada a que me vean así.
—Me gustas —le dijo sinceramente.
En Roxy no había hipocresía ni malas intenciones.
—Estupendo —respondió ella como si hubieran llegado a un acuerdo tras días de arduo combate—. Ahora, cómete el resto de la tarta antes que lo haga yo. Tu lindo trasero puede soportarlo, pero el mío ya está demasiado grande.
Lena se echó a reír y se sirvió otro pedazo.
—Le prometí a Julia que ganaría unos cuantos kilos.
—Está muy preocupada por el bebé –dijo Roxy.
—¿En serio? —intentó aparentar indiferencia, pero no lo consiguió.
—Cree que eres muy pequeña y delicada para llevar un bebé en tu interior. Le aseguré que saldrías airosa del embarazo.
—No me preocupo por mí. Lo que temo es que la gente acuse al niño por algo que hice.
—Olvídate de la gente.
—Eso es lo que dice Julia.
—Y tiene razón. ¿Estás contenta por el bebé?
—Sí, mucho —respondió Lena con ojos brillantes.
—Con su madre y su tía Julia cuidando de él, no tendrá ningún problema —le aseguró.
—¿Nunca tuviste hijos?
—No —la sonrisa de Roxy se desvaneció—. Siempre quise tener niños, pero Todd... eh... una vez me causó una lesión irreparable.
—¡Oh, Dios mío! Lo siento...
Roxy se encogió de hombros.
—Bueno, de todos modos ya soy muy mayor para tener un hijo, y Gary dice que no le importa si no lo tenemos.
—¿Gary?
—Es el hombre con el que estoy saliendo —Roxy recuperó el tono alegre—. Julia nos presentó. Trabaja para la compañía telefónica. De hecho, tendría que venir hoy a instalarte el teléfono.
Por la descripción que le hizo Roxy, Lena esperaba encontrarse con un cruce entre un modelo del Playgirl y el Príncipe Valiente.
Pero Gary resultó ser un tipo normal, con las orejas y la nariz muy grandes, y una sonrisa dientuda. Sin embargo, su rostro irradiaba jovialidad y buen humor. Lena pudo comprobar a los pocos segundos de su llegada que él y Roxy estaban profundamente enamorados.
—Anoche quise venir a darte la bienvenida —le dijo mientras le estrechaba la mano—, pero me llamaron para una emergencia. ¿Dónde quieres los teléfonos?
—¿Teléfonos? ¿En plural?
—Son tres.
—¿Tres?
—Eso es lo que Julia encargó. Te sugiero uno en el dormitorio, otro en la salita y otro la cocina.
—Pero...
—Será mejor que te resignes, Lena —le dijo Roxy—. Es el deseo de Julia.
—Oh, está bien.
Mientras Gary instalaba los aparatos, Roxy ayudo a Lena a limpiar la cocina. Luego lavaron la ropa de cama y las toallas sin dejar de charlar. Al mediodía, Lena veía a Roxy como si la conociera de toda la vida. A pesar de sus experiencias tan distintas, las dos se llevaban muy bien.
—¿Alguna de ustedes tiene hambre? —preguntó Julia asomando la cabeza por la puerta. Gary la había dejado abierta en uno de sus viajes a la camioneta.
Lena estaba tan aliviada al saber que Julia y Roxy no habían sido amantes, que el sonido de su voz le provocó un estremecimiento y una sonrisa resplandeciente. Corrió hacia ella, pero se paró justo antes de echarse en sus brazos.
—Bueno, no irás a pararte ahí... —le dijo Julia. Ella cubrió la escasa distancia que los separaba y se abrazó a ella.
—Hola —le susurró tímidamente al apartarse.
—Hola —respondió él mirándola con atención—. Dime lo que he hecho para merecer esta bienvenida y te prometo que haré el doble.
—Estoy furiosa contigo.
—Vaya, eso me gusta. Abrázame de nuevo.
—Una vez es suficiente.
—Pues yo tengo las manos ocupadas, así que vas a tener que abrazarme otra vez —ella obedeció y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo—. Y ahora dime, ¿por qué estás furiosa?
—¿Qué voy a hacer con tres teléfonos?
—Ahorrarte unas cuantas carreras —le dio un rápido beso—. Pero también veo que te alegra verme, ¿por qué?
—Has traído el almuerzo —bromeó ella señalando las bolsas que llevaba.
—¿Te gustan las hamburguesas con queso?
—¿Con cebolla?
—Sí.
—Me encantan.
Los cuatro comieron hablando y riendo.
—Creo que han sido ustedes los que habéis planeado esto —dijo Roxy.
—Yo no he sido —juró Julia con la mano en el corazón—. ¿Has sido tú, Gary?
—Yo no he planeado nada —respondió él lamiéndose la sal de los dedos—. Pásame un sobre de ketchup, por favor.
—Roxy y yo podríamos haber tenido otros planes para almorzar —dijo Lena.
Julia le sonrió, complacida de que se uniera a la conversación.
—Hemos supuesto que no tuviesen ningún otro.
—Conque han supuesto, ¿eh? No esperes que les estemos agradecidas, ¿verdad, Lena?
—Verdad.
Lena se dispuso a darle un mordisco a su hamburguesa, pero Julia se inclinó sobre ella y le dio un sonoro beso en la boca.
No recordaba haber estado más feliz ni más libre. A pesar de su embarazo, se sentía como si hubiera perdido treinta kilos. Había dejado atrás su vida en la casa parroquial como si hubiese cambiado de piel. Todo su ser respiraba la libertad de un nuevo comienzo.
Pero, aun así, no eludió sus responsabilidades con la iglesia. Acudía con regularidad, acompañada de Julia. Se sentaban en la última fila y rara vez veían a Oleg, salvo en el pulpito. Por su parte, él no mostró el menor signo de verlas a ellas. Tampoco vieron a Larissa, sentada en su sitio habitual de la segunda fila.
Tanto Julia como ella podían sentir las miradas furtivas que les lanzaban los demás asistentes y oír los murmullos que despertaban a su paso. Pero las dos se dirigían a todos con el mismo respeto. Con Julia a su lado, Lena podía mantener la cabeza bien alta y caminar con orgullo.
Se involucró más en la oficina, y pasó de responder al teléfono y escribir la correspondencia a realizar labores de investigación que Julia nunca había pensando en encomendarle.
—Vas a acabar contigo un día de estos —le dijo un día al encontrársela en el despacho.
—¿Qué hora es?
—Más de las cinco.
Es que esto es tan interesante, que he perdido la noción del tiempo.
—No esperes que te pague las horas extras.
—Soy yo quien te debe horas. Hoy fui a ver al médico en la hora del almuerzo.
—«La hora y media» del almuerzo —enfatizó.
—Lo que sea. Había mucha gente y tuve que esperar un rato, así que deja de incordiarme.
—Te estás volviendo muy regañona, señorita Katina. Si no te andas con cuidado, tendré que abandonar la idea de casarme contigo y empezar a buscar a una chica dulce que pueda tratarme con el respeto que merezco.
—Con el respeto que mereces, solo conseguirías que te dieran una paliza.
—Ummm... eso suena interesante — Julia se acercó por detrás, la rodeó por la cintura y llevo la boca a su cuello.
—No me digas que eres aficionada al sadomasoquismo.
—¿Sadomasoquismo? —se echó a reír y apartó la boca, pero la mantuvo sujeta—. ¿Qué sabrás tú de eso?
—Mucho. Roxy tiene un libro que da las instrucciones paso a paso.
—Roxy te está corrompiendo. Debería habérmelo figurado antes de presentártela. No leas ni uno más de sus libros.
—Tranquila. No voy a usar látigos ni cadenas. Además, no creo que esas horribles máscaras de cuero negro vayan muy bien con mi aspecto.
—Creo que tu nuevo aspecto iría bien con todo. Es encantador.
Le masajeó suavemente el abdomen antes de bajar las manos hasta los muslos. Lena se estremeció e intentó darse la vuelta. Julia se lo permitió, pero solo para tenerla de frente.
—Tengo que irme, Jul.
—Más tarde —le apartó el pelo con la nariz y le suspiró al oído.
—Se está haciendo tarde —ahogó un gemido cuando sintió la humedad de su lengua—. Debería irme ya a casa.
—Más tarde.
Le susurró esas palabras contra sus labios, y toda la resistencia de Lena se derritió al instante. La sujetó contra el armario, provocándole descargas eléctricas por todo el cuerpo.
—Mmm...
—Julia, no —protestó ella cuando consiguió liberar su boca.
—¿Por qué no?
—Porque no es saludable.
—Discrepo en eso —se movió contra ella, demostrando lo saludable de su excitación contra el delta de sus muslos.
—No deberíamos... —Julia empujó de nuevo, haciéndola gemir de placer a pesar de sus esfuerzos por mantenerse inmune—. No deberíamos hacerlo aquí, en tu lugar de trabajo.
—¿Y en mi casa?
—No.
—¿En la tuya?
—No.
—Entonces, ¿dónde?
—En ningún sitio. No deberíamos hacer esto en ningún sitio.
Últimamente, cada vez que la besaba, sentía culpa y recordaba la noche con Mikhaíl. Los besos y caricias de Julia le evocaban sensaciones demasiado vividas. Los dos hermanos besaban con la misma pasión y sus caricias eran igualmente excitantes. Pero, por alguna razón, sentía que estaba traicionando a Mikhaíl.
—Por favor, Lena.
—No.
—No puedo resistir más. No he estado con una mujer desde... —se calló bruscamente antes de decir: «desde que hice el amor contigo». En vez de eso dijo—: Desde hace mucho tiempo.
—¿Y de quién es la culpa?
—Tuya. Solo te deseo a ti.
—Búscate a una de tus amantes. Seguro que encontrarás a más de una dispuesta a complacerte —lo dijo, aun sabiendo que se moriría si le hacía caso—. O prueba suerte en el supermercado.
—Invítame esta noche.
—No.
—Llevas tres semanas en tu nueva casa y solo me has invitado dos veces.
—Y han sido demasiadas. Te quedaste mucho tiempo y no te comportaste como es debido —ojalá dejara de besarla en el cuello de aquella manera... Era delicioso—. La gente nos ve juntas y no paran de murmurar.
—¿De qué otra cosa pueden hablar? Aún no ha empezado la liga de fútbol.
—¿Es que no lo ves? Cuando se sepa que estoy embarazada, todo el mundo pensará que...
—¿Qué?
—Que el bebé es tuyo —respondió sin mirarla a los ojos.
—¿Y eso sería tan terrible?
—No quiero que te culpen por algo que no has hecho.
—Yo no consideraría que me estuvieran culpando. De hecho, no me importaría nada que me tomasen por la madre de tu hijo.
—Pero eso no sería justo, Julia.
—Ya me han culpado por cosas que no he hecho. La gente piensa lo que quiere, y poco se puede hacer para cambiar su opinión.
—No lo creo.
—¿Acaso no pensabas tú que Roxy era mi amante?
—¡No!
—No sabes mentir, Lena. Incluso te referías a ella como una de mis «fulanas». Dabas por hecho que teníamos una relación, y por eso estabas de tan mal humor la noche en la que te saqué del autobús y te llevé a su casa.
—Si estaba de mal humor era porque no estoy acostumbrada a que una maniaca me persiga hasta el punto de echar un autobús de la acera.
Julia le pareció encantadora su expresión tímida.
—Dios, eres preciosa... —la besó en la nariz— Pero no me cambies de tema. Pensabas que Roxy era mi amante, ¿no es cierto?
—¿Y qué? ¿Vas a culparme por eso? —espetó a la defensiva—. No puedes mantener las manos lejos de ella.
Julia la apretó bajo las costillas.
—Tampoco puedo mantener las manos lejos de ti, así que no puedes tomarlo como prueba que dos personas se acuesten juntas.
—Eso nos trae al punto de partida. No deberías estar tocándome siempre —incluso a ella le pareció que su voz carecía de la menor convicción.
—¿No te gusta que te toque?
¿A quién no podría gustarle? Pensó ella.
—Porque a mí me encanta tocarte —le susurró Julia mientras le acariciaba la espalda. Entonces le dio otro beso ante el cual fue inútil toda resistencia
— Invítame a cenar, Lena. ¿Qué hay de malo en cenar en tu casa?
—Que cuando Julia Volkova cena en casa de una mujer, la cena acaba irremediablemente en algo más.
Sus bocas seguían rozándose a suaves intervalos.
—Eso son chismes.
—Basados en la verdad.
—De acuerdo, lo confieso. Quiero pasar una noche a solas contigo. Una noche de pasión desenfrenada. ¿Qué tiene eso de malo?
—Todo.
—Está bien —dejó escapar un suspiro—. Te lo he pedido con amabilidad, pero me obligas a jugar duro. No te permitiré salir de aquí hasta que me invites a cenar en tu casa. Y no pienso quedarme aquí hasta el Día del Juicio Final ni dejar de besarte. El único problema es que mi excitación crecerá por momentos —metió una pierna entre las suyas y le separó los muslos—. Dentro de poco, besarte no será suficiente y empezaré a desabrocharte la blusa. Sólo son cuatro botones, por lo que no me llevará más de tres segundos y medio a lo sumo. Entonces sabré si tu sujetador es azul o morado. Y luego...
Lena le apartó de un fuerte empujón.
La sonrisa de Julia era diabólica, pero habló.
—Si no si fuera una chica buena y obediente. Estoy libre el viernes por la noche.
—No juegues tan duro, Julia —le dijo ella con sarcasmo.
—Lena, soy tan fácil como lo era Rudy Graham en décimo curso.
—¡Oh, eres terrible! —pasó a su lado y recogió su bolso—. Me estás haciendo chantaje de nuevo.
—A las siete y media, ¿de acuerdo?
—A las seis.
Ella le echó una mirada menospreciativa y se dirigió hacia la puerta.
—¿Lena? —le preguntó cuando se disponía a salir—. ¿De qué color es tu sujetador?
—Eso solo me corresponde saberlo a mí —dijo ella en tono descarado antes de salir.
—Y a mí descubrirlo —murmuró Julia con una sonrisa.
Roxy entró con una botella de vino en una mano y una bolsa de comida en la otra.
—¿Qué es todo esto? —le preguntó Julia. Le quitó la bolsa y examinó el contenido—. Patatas fritas, palomitas de maíz, queso...
—Una pequeña fiesta —respondió Roxy alegremente—. Hola, Lena, ¿está bien el apartamento?
—Está muy bien, gracias.
—Vaya, tiene un aspecto magnífico —Roxy silbó de admiración al contemplar el mobiliario. Todo encajaba en el sitio apropiado—. ¿Tienen vasos? Hay que brindar por tu nueva casa —entró en la cocina seguida por Julia. Lena no tuvo más remedio que seguirlas, aunque la cocina era demasiado pequeña para las tres.
Julia abrió una bolsa de patatas y vertió salsa en un plato de plástico. Mojó en ella una patata y se la ofreció a Roxy. Ella le dio un mordisco al tiempo que intentaba abrir la botella de vino, y el resto se lo comió Julia.
Lena permaneció apartada mientras las dos reían. No estaba de humor para celebrar
—No creas que hago esto con todos mis inquilinos —le dijo Roxy mientras arrancaba el precio de las tazas nuevas. Por lo visto, no tenía el menor escrúpulo en sentirse como en casa—. Pero ya que eres amiga de Julia y ella es amiga mía. . . ¡Uy! —soltó un resoplido cuando Julia la abrazó por detrás, justo por debajo de sus grandes pechos.
—Eso mismo. Amigas hasta el final.
—Aparta, tonta, y corta unas lonchas de queso.
Lena se sentía fuera de lugar, sin saber cómo participar en sus bromas. Por el contrario, Roxy sabía exactamente que decir para que Julia estallara en risas.
¿Por qué tenía que incomodarla tanto su camadería? Después de todo, habían sido amantes. Pero una cosa era saberlo y otra muy distinta presenciarlo. Le dolía en lo más profundo del corazón que Julia la hubiera besado con tanta dulzura justo antes de que apareciera Roxy.
¿Acaso Julia podía encender y apagar su deseo a voluntad? ¿Se había olvidado de lo mucho que decía desearla? ¿Podía traspasar su afecto de una mujer a otra con tanta rapidez? Todo parecía indicar que así era. Tenía la evidencia ante sus propias narices.
Brindaron por la casa y Lena tomó un pequeño sorbo del vino barato. Dejó el vaso y murmuró una disculpa que no debió de oírse a causa de las risas. Salió de la
cocina y se encerró en el baño. Apenas tuvo tiempo de vomitar en el inodoro antes de que llamaran a la puerta.
—¿Lena? —la llamó Julia—. ¿Estás bien?
—Enseguida salgo —respondió ella. Se lavó la cara a toda prisa, se enjuagó la boca y se peinó un poco.
—¿Estás molesta con nosotros? —le preguntó Julia en cuanto salió—. Sé que no te gusta la bebida, y esta es tu casa. No queríamos ofenderte.
Fue entonces cuando ella supo que la amaba.
Posiblemente siempre la hubiera amado, pero no fue hasta ese preciso instante en el que vio su mirada de profundo arrepentimiento cuando se dio cuenta de ello.
Se había estado engañando a sí misma todos esos años, intentando convencerse de que, si se mantenía apartada de ella, su atracción se desvanecería. Pero sus sentimientos habían permanecido ocultos en su interior, hasta que roces, las miradas y las palabras de Julia los revelaron en todo su esplendor.
Quería arrojarse en sus brazos, pero no debía ni podía hacerlo. Llevaba al hijo de alguien más. Del hermano de Julia. Y, además, eran dos almas incompatibles. Cualquier relación romántica entre ellas estaba condenada al fracaso.
Pero cuánto la amaba...
—No, no es eso, Julia —le dijo con una tímida sonrisa—. No me siento muy bien.
—¿Es por el bebé? ¿Tienes molestias en el vientre? ¿Estás sangrando? ¿Qué te pasa? ¿Llamo al médico?
—No, no —le puso una mano en el brazo, pero enseguida la retiró—. Solo estoy cansada. Llevo de pie todo el día y estoy agotada.
—Tendría que haberte metido en la cama esta mañana al llegar a casa.
—Esta mañana aún no tenía cama.
Julia frunció el ceño ante su muestra de humor.
—Bueno, tan pronto como la entregaron —la tomó de la mano y la llevó hasta la salita—. Da las buenas noches, Roxy. Vamos a permitir que la señorita pueda descansar.
Roxy se levantó del sofá y miró a Lena con interés.
—Estás muy pálida, cariño —le puso una mano en la mejilla—. ¿Puedo hacer algo por ti?
«Sí, marcharte enseguida», quiso decirle Lena. «Y mantener tus manos lejos de Julia». Estaba enferma de celos, nada más.
—No, estaré bien en cuanto me acueste —dijo con toda la discreción que pudo.
Roxy y Julia le prepararon la cama, a pesar de sus protestas.
—Si mañana quieres llevar las sábanas a la lavandería, llámame —le ofreció Roxy.
—Gracias —estaba segura de que jamás le pediría ningún favor a Roxy Clemmons.
Después de recoger los restos de la comida y el vino, Julia le apretó las manos entre las suyas.
—Cierra con llave cuando hayamos salido.
—De acuerdo.
—Si me necesitas para lo que sea, a cualquier hora, ve a casa de Roxy y llámame.
—No te preocupes por mí.
—Me preocuparé lo que considere necesario —replicó Julia—. Mañana tendrás instalado el teléfono.
—Pero si no he encargado...
—Lo he hecho yo —la interrumpió ella—. Buenas noches y a dormir —le dio un beso suave en los labios. Cuando bajó los escalones, agarró a Roxy por el brazo—. Vamos, riño. Te acompañaré a casa.
Lena cerró la puerta. Julia se iba a casa de Roxy, seguramente a continuar la fiesta donde habían dejado. Se las imaginó riendo, abrazadas, retozando y besándose. Se tumbó en la cama, atormentada por los pensamientos, Julia con Roxy. Julia con cualquiera... Era ya muy tarde cuando oyó al Corvette ponerse en marcha y alejarse. Al día siguiente era sábado, por lo que no había prisa en levantarse. Retiró las sábanas de la cama. Ya había decidido llevarlas a lavar antes de que Roxy lo sugiriera.
Se puso la bata y fue a servirse una taza de café de su nueva cafetera. Cuando se la estaba llevando a los labios, oyó que llamaban a la puerta. Antes de abrir escudriñó por la ventana y se apoyó desanimada contra la pared. No se sentía capaz de enfrentarse a Roxy tan pronto.
—Hola —le dijo Roxy cuando Lena abrió—. No te habré despertado, ¿verdad?
—No.
—Bien, porque de ser así, Julia me hubiera matado. Mira, he hecho esta tarta. Está para chuparse los dedos, pero no puedo comérmela yo sola y, si no la comparto, será lo que acabe haciendo —se dio una palmada en la cadera—. Y luego me arrepentiré.
Hubiera sido muy descortés no invitarla a pasar, por lo que abrió del todo y se echó a un lado.
—Entra. Acabo de preparar café.
—Fantástico —Roxy dejó el envoltorio en la mesa de la cocina y se sentó en una de las sillas de madera—. Tienes muy buen gusto para los muebles —comentó mientras miraba a su alrededor—. Me encanta cómo ha quedado.
—Gracias, pero Julia me ayudó a elegirlo casi todo.
—Ella también tiene muy bien gusto —le guiñó un ojo, pero Lena no estuvo segura de comprenderla.
—¿Leche y azúcar? —le preguntó mientras le servía el café.
—Sin leche y con dos cucharadas. ¿Tienes un cuchillo y dos platos?
—Qué buena pinta —comentó Lena cuando la tarta estuvo dispuesta en los platos.
—¿Verdad que sí? Tomé la receta de una revista —Roxy empezó a comer con voracidad. Lena fue más recatada, pero tuvo que reconocer que estaba delicioso—. ¿Necesitas que te ayude con algo, como llevar las sábanas a la lavandería? —le preguntó entre bocado y bocado.
—No, gracias.
—¿Seguro? Hoy tengo el día libre.
—Puedo arreglármelas sola.
—¿Quieres otro pedazo? —le ofreció Roxy.
—No, gracias, pero aprecio que me hayas invitado a probarlo.
Roxy dejó el cuchillo en la mesa y se apoyó sobre los codos.
—No te caigo bien, ¿verdad? —le preguntó con tono franco y directo.
A Lena la pregunta la pilló por sorpresa. Toda su vida había evitado los enfrentamientos y no podía creer que tuviera que pasar por aquello. Abrió la boca para negar la acusación, pero Roxy fue más rápida.
—No te molestes en negarlo. Sé también la razón. Es por haberme acostado con Julia.
El rubor en sus mejillas y el modo de evitar su mirada fueron tan reveladores como una confesión.
—Bueno, pues más vale que te ahorres tu hostilidad y tu fría cordialidad, porque la verdad es la siguiente: nunca me he acostado con Julia. ¿Sorprendida? —le preguntó al ver su expresión de incredulidad—. Casi todo el mundo lo estaría —dijo riendo—. Bueno, no fue por falta de deseo, ni siquiera por falta de oportunidad. Julia es una mujer tan sexy, que una mujer tendría que estar muerta para no preguntarse cómo sería hacer el amor con una bomba sexual así —Lena tragó saliva—. ¿Te ha contado Julia cómo nos conocimos? —Lena negó con la cabeza—, ¿Quieres saberlo? —tomó el silencio como una respuesta afirmativa—. Fue en un baile después de un rodeo. Mi marido... ¿Sabías que he estado casada? —Lena volvió a negar en silencio con la cabeza—. Pues sí, lo estuve. Bueno, aquella noche mi marido estaba de muy mal humor porque había perdido una apuesta. Lo pagó conmigo, como siempre hacía, y casi me mata de la paliza.
—¿Te pegó? —Lena estaba horrorizada.
—Sí, muchas veces —Roxy soltó una risita ante la inocencia de Lena —. Pero aquella noche estaba borracho y se pasó de la raya. Julia me oyó gritar en el aparcamiento, donde Todd me estaba arrastrando por el suelo. Julia arremetió con toda su fuerza contra él y amenazó con matarlo si volvía a tocarme —pasó el dedo por el borde del plato, donde quedaba algo de crema—. Llevaba años haciendo lo mismo. Cada vez que se emborrachaba o se volvía loco de celos, me molía a golpes. Pero lo amaba, ¿sabes? No tenía a nadie más, un sitio adonde ir ni nada de dinero.
— ¿Y tus padres?
—Mi madre murió cuando yo tenía diez años y mi padre trabajaba en las explotaciones petrolíferas. Siempre estábamos de un sitio para otro. Cuando me casé, a los dieciséis años, consideró que ya había cumplido con su deber de padre y se marchó a Alaska. No volví a saber de él, y me quedé sola con Todd. Una noche se puso furioso y yo pensé que iba a matarme. Me había amenazado otras veces, pero en aquella ocasión parecía ir en serio. Julia me había dado su número de teléfono. Vino a recogerme y me llevó al hospital. Ella misma pagó la factura y luego me quedé en su casa durante un mes. Fue entonces cuando la gente empezó a murmurar sobre nosotros —se rió amargamente—. La verdad es que mi estado era tan lamentable, que no estaba para diversiones de esa clase. Todd se puso loco de celos. Nos acusó de estar engañándolo, lo cual no era cierto. Se fue a México y consiguió el divorcio. Era lo mejor para mí, pero me quedé sin nada, y no podía seguir viviendo con Julia. Entonces Julia habló con algunos de sus amigos y les propuso comprar este complejo residencial. Me ofreció el puesto de encargada, de modo que conseguí una casa y un sueldo.
Lena se había quedado boquiabierta al oír la historia. Sabía por los periódicos y la televisión que aquellas cosas pasaban, pero nunca había conocido a nadie que las hubiera vivido en persona.
—Julia es la mejor amiga que siempre he tenido —siguió diciendo Roxy—. Fue la primera persona que se preocupó por mí. Se lo debo todo, incluso mi vida —se inclinó hacia delante—. Si me hubiera pedido que me acostase con ella a cambio, lo habría hecho sin dudarlo —bajó un poco la voz—. Pero nunca me lo pidió, Lena. Sabía que, si nos convertíamos en amantes, perderíamos nuestra amistad, y las dos la valoramos por encima de cualquier cosa —alargó la mano y tocó la de Lena —. No tienes por qué estar celosa de mí.
Lena se quedó mirándola unos segundos hasta que bajó la mirada.
—No lo entiendes. Julia y yo no... no somos... no...
—Puede que todavía no —dijo Roxy.
Lena no tendría ninguna duda sobre un futuro en común con Julia si lo hubiera visto la noche antes en casa de Roxy. Fue algo realmente cómico, pensó Roxy. Había visto a muchos desesperados por una mujer, pero ninguno superaba a Julia.
Había estado sentada en el suelo, con la expresión más triste que jamás le hubiera visto, hablándole de Lena sin parar. Finalmente, Roxy la había obligado a irse a casa.
—He sido muy seca contigo —se disculpó Lena.
—Olvídalo —dijo Roxy—. Estoy acostumbrada a que me vean así.
—Me gustas —le dijo sinceramente.
En Roxy no había hipocresía ni malas intenciones.
—Estupendo —respondió ella como si hubieran llegado a un acuerdo tras días de arduo combate—. Ahora, cómete el resto de la tarta antes que lo haga yo. Tu lindo trasero puede soportarlo, pero el mío ya está demasiado grande.
Lena se echó a reír y se sirvió otro pedazo.
—Le prometí a Julia que ganaría unos cuantos kilos.
—Está muy preocupada por el bebé –dijo Roxy.
—¿En serio? —intentó aparentar indiferencia, pero no lo consiguió.
—Cree que eres muy pequeña y delicada para llevar un bebé en tu interior. Le aseguré que saldrías airosa del embarazo.
—No me preocupo por mí. Lo que temo es que la gente acuse al niño por algo que hice.
—Olvídate de la gente.
—Eso es lo que dice Julia.
—Y tiene razón. ¿Estás contenta por el bebé?
—Sí, mucho —respondió Lena con ojos brillantes.
—Con su madre y su tía Julia cuidando de él, no tendrá ningún problema —le aseguró.
—¿Nunca tuviste hijos?
—No —la sonrisa de Roxy se desvaneció—. Siempre quise tener niños, pero Todd... eh... una vez me causó una lesión irreparable.
—¡Oh, Dios mío! Lo siento...
Roxy se encogió de hombros.
—Bueno, de todos modos ya soy muy mayor para tener un hijo, y Gary dice que no le importa si no lo tenemos.
—¿Gary?
—Es el hombre con el que estoy saliendo —Roxy recuperó el tono alegre—. Julia nos presentó. Trabaja para la compañía telefónica. De hecho, tendría que venir hoy a instalarte el teléfono.
Por la descripción que le hizo Roxy, Lena esperaba encontrarse con un cruce entre un modelo del Playgirl y el Príncipe Valiente.
Pero Gary resultó ser un tipo normal, con las orejas y la nariz muy grandes, y una sonrisa dientuda. Sin embargo, su rostro irradiaba jovialidad y buen humor. Lena pudo comprobar a los pocos segundos de su llegada que él y Roxy estaban profundamente enamorados.
—Anoche quise venir a darte la bienvenida —le dijo mientras le estrechaba la mano—, pero me llamaron para una emergencia. ¿Dónde quieres los teléfonos?
—¿Teléfonos? ¿En plural?
—Son tres.
—¿Tres?
—Eso es lo que Julia encargó. Te sugiero uno en el dormitorio, otro en la salita y otro la cocina.
—Pero...
—Será mejor que te resignes, Lena —le dijo Roxy—. Es el deseo de Julia.
—Oh, está bien.
Mientras Gary instalaba los aparatos, Roxy ayudo a Lena a limpiar la cocina. Luego lavaron la ropa de cama y las toallas sin dejar de charlar. Al mediodía, Lena veía a Roxy como si la conociera de toda la vida. A pesar de sus experiencias tan distintas, las dos se llevaban muy bien.
—¿Alguna de ustedes tiene hambre? —preguntó Julia asomando la cabeza por la puerta. Gary la había dejado abierta en uno de sus viajes a la camioneta.
Lena estaba tan aliviada al saber que Julia y Roxy no habían sido amantes, que el sonido de su voz le provocó un estremecimiento y una sonrisa resplandeciente. Corrió hacia ella, pero se paró justo antes de echarse en sus brazos.
—Bueno, no irás a pararte ahí... —le dijo Julia. Ella cubrió la escasa distancia que los separaba y se abrazó a ella.
—Hola —le susurró tímidamente al apartarse.
—Hola —respondió él mirándola con atención—. Dime lo que he hecho para merecer esta bienvenida y te prometo que haré el doble.
—Estoy furiosa contigo.
—Vaya, eso me gusta. Abrázame de nuevo.
—Una vez es suficiente.
—Pues yo tengo las manos ocupadas, así que vas a tener que abrazarme otra vez —ella obedeció y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo—. Y ahora dime, ¿por qué estás furiosa?
—¿Qué voy a hacer con tres teléfonos?
—Ahorrarte unas cuantas carreras —le dio un rápido beso—. Pero también veo que te alegra verme, ¿por qué?
—Has traído el almuerzo —bromeó ella señalando las bolsas que llevaba.
—¿Te gustan las hamburguesas con queso?
—¿Con cebolla?
—Sí.
—Me encantan.
Los cuatro comieron hablando y riendo.
—Creo que han sido ustedes los que habéis planeado esto —dijo Roxy.
—Yo no he sido —juró Julia con la mano en el corazón—. ¿Has sido tú, Gary?
—Yo no he planeado nada —respondió él lamiéndose la sal de los dedos—. Pásame un sobre de ketchup, por favor.
—Roxy y yo podríamos haber tenido otros planes para almorzar —dijo Lena.
Julia le sonrió, complacida de que se uniera a la conversación.
—Hemos supuesto que no tuviesen ningún otro.
—Conque han supuesto, ¿eh? No esperes que les estemos agradecidas, ¿verdad, Lena?
—Verdad.
Lena se dispuso a darle un mordisco a su hamburguesa, pero Julia se inclinó sobre ella y le dio un sonoro beso en la boca.
No recordaba haber estado más feliz ni más libre. A pesar de su embarazo, se sentía como si hubiera perdido treinta kilos. Había dejado atrás su vida en la casa parroquial como si hubiese cambiado de piel. Todo su ser respiraba la libertad de un nuevo comienzo.
Pero, aun así, no eludió sus responsabilidades con la iglesia. Acudía con regularidad, acompañada de Julia. Se sentaban en la última fila y rara vez veían a Oleg, salvo en el pulpito. Por su parte, él no mostró el menor signo de verlas a ellas. Tampoco vieron a Larissa, sentada en su sitio habitual de la segunda fila.
Tanto Julia como ella podían sentir las miradas furtivas que les lanzaban los demás asistentes y oír los murmullos que despertaban a su paso. Pero las dos se dirigían a todos con el mismo respeto. Con Julia a su lado, Lena podía mantener la cabeza bien alta y caminar con orgullo.
Se involucró más en la oficina, y pasó de responder al teléfono y escribir la correspondencia a realizar labores de investigación que Julia nunca había pensando en encomendarle.
—Vas a acabar contigo un día de estos —le dijo un día al encontrársela en el despacho.
—¿Qué hora es?
—Más de las cinco.
Es que esto es tan interesante, que he perdido la noción del tiempo.
—No esperes que te pague las horas extras.
—Soy yo quien te debe horas. Hoy fui a ver al médico en la hora del almuerzo.
—«La hora y media» del almuerzo —enfatizó.
—Lo que sea. Había mucha gente y tuve que esperar un rato, así que deja de incordiarme.
—Te estás volviendo muy regañona, señorita Katina. Si no te andas con cuidado, tendré que abandonar la idea de casarme contigo y empezar a buscar a una chica dulce que pueda tratarme con el respeto que merezco.
—Con el respeto que mereces, solo conseguirías que te dieran una paliza.
—Ummm... eso suena interesante — Julia se acercó por detrás, la rodeó por la cintura y llevo la boca a su cuello.
—No me digas que eres aficionada al sadomasoquismo.
—¿Sadomasoquismo? —se echó a reír y apartó la boca, pero la mantuvo sujeta—. ¿Qué sabrás tú de eso?
—Mucho. Roxy tiene un libro que da las instrucciones paso a paso.
—Roxy te está corrompiendo. Debería habérmelo figurado antes de presentártela. No leas ni uno más de sus libros.
—Tranquila. No voy a usar látigos ni cadenas. Además, no creo que esas horribles máscaras de cuero negro vayan muy bien con mi aspecto.
—Creo que tu nuevo aspecto iría bien con todo. Es encantador.
Le masajeó suavemente el abdomen antes de bajar las manos hasta los muslos. Lena se estremeció e intentó darse la vuelta. Julia se lo permitió, pero solo para tenerla de frente.
—Tengo que irme, Jul.
—Más tarde —le apartó el pelo con la nariz y le suspiró al oído.
—Se está haciendo tarde —ahogó un gemido cuando sintió la humedad de su lengua—. Debería irme ya a casa.
—Más tarde.
Le susurró esas palabras contra sus labios, y toda la resistencia de Lena se derritió al instante. La sujetó contra el armario, provocándole descargas eléctricas por todo el cuerpo.
—Mmm...
—Julia, no —protestó ella cuando consiguió liberar su boca.
—¿Por qué no?
—Porque no es saludable.
—Discrepo en eso —se movió contra ella, demostrando lo saludable de su excitación contra el delta de sus muslos.
—No deberíamos... —Julia empujó de nuevo, haciéndola gemir de placer a pesar de sus esfuerzos por mantenerse inmune—. No deberíamos hacerlo aquí, en tu lugar de trabajo.
—¿Y en mi casa?
—No.
—¿En la tuya?
—No.
—Entonces, ¿dónde?
—En ningún sitio. No deberíamos hacer esto en ningún sitio.
Últimamente, cada vez que la besaba, sentía culpa y recordaba la noche con Mikhaíl. Los besos y caricias de Julia le evocaban sensaciones demasiado vividas. Los dos hermanos besaban con la misma pasión y sus caricias eran igualmente excitantes. Pero, por alguna razón, sentía que estaba traicionando a Mikhaíl.
—Por favor, Lena.
—No.
—No puedo resistir más. No he estado con una mujer desde... —se calló bruscamente antes de decir: «desde que hice el amor contigo». En vez de eso dijo—: Desde hace mucho tiempo.
—¿Y de quién es la culpa?
—Tuya. Solo te deseo a ti.
—Búscate a una de tus amantes. Seguro que encontrarás a más de una dispuesta a complacerte —lo dijo, aun sabiendo que se moriría si le hacía caso—. O prueba suerte en el supermercado.
—Invítame esta noche.
—No.
—Llevas tres semanas en tu nueva casa y solo me has invitado dos veces.
—Y han sido demasiadas. Te quedaste mucho tiempo y no te comportaste como es debido —ojalá dejara de besarla en el cuello de aquella manera... Era delicioso—. La gente nos ve juntas y no paran de murmurar.
—¿De qué otra cosa pueden hablar? Aún no ha empezado la liga de fútbol.
—¿Es que no lo ves? Cuando se sepa que estoy embarazada, todo el mundo pensará que...
—¿Qué?
—Que el bebé es tuyo —respondió sin mirarla a los ojos.
—¿Y eso sería tan terrible?
—No quiero que te culpen por algo que no has hecho.
—Yo no consideraría que me estuvieran culpando. De hecho, no me importaría nada que me tomasen por la madre de tu hijo.
—Pero eso no sería justo, Julia.
—Ya me han culpado por cosas que no he hecho. La gente piensa lo que quiere, y poco se puede hacer para cambiar su opinión.
—No lo creo.
—¿Acaso no pensabas tú que Roxy era mi amante?
—¡No!
—No sabes mentir, Lena. Incluso te referías a ella como una de mis «fulanas». Dabas por hecho que teníamos una relación, y por eso estabas de tan mal humor la noche en la que te saqué del autobús y te llevé a su casa.
—Si estaba de mal humor era porque no estoy acostumbrada a que una maniaca me persiga hasta el punto de echar un autobús de la acera.
Julia le pareció encantadora su expresión tímida.
—Dios, eres preciosa... —la besó en la nariz— Pero no me cambies de tema. Pensabas que Roxy era mi amante, ¿no es cierto?
—¿Y qué? ¿Vas a culparme por eso? —espetó a la defensiva—. No puedes mantener las manos lejos de ella.
Julia la apretó bajo las costillas.
—Tampoco puedo mantener las manos lejos de ti, así que no puedes tomarlo como prueba que dos personas se acuesten juntas.
—Eso nos trae al punto de partida. No deberías estar tocándome siempre —incluso a ella le pareció que su voz carecía de la menor convicción.
—¿No te gusta que te toque?
¿A quién no podría gustarle? Pensó ella.
—Porque a mí me encanta tocarte —le susurró Julia mientras le acariciaba la espalda. Entonces le dio otro beso ante el cual fue inútil toda resistencia
— Invítame a cenar, Lena. ¿Qué hay de malo en cenar en tu casa?
—Que cuando Julia Volkova cena en casa de una mujer, la cena acaba irremediablemente en algo más.
Sus bocas seguían rozándose a suaves intervalos.
—Eso son chismes.
—Basados en la verdad.
—De acuerdo, lo confieso. Quiero pasar una noche a solas contigo. Una noche de pasión desenfrenada. ¿Qué tiene eso de malo?
—Todo.
—Está bien —dejó escapar un suspiro—. Te lo he pedido con amabilidad, pero me obligas a jugar duro. No te permitiré salir de aquí hasta que me invites a cenar en tu casa. Y no pienso quedarme aquí hasta el Día del Juicio Final ni dejar de besarte. El único problema es que mi excitación crecerá por momentos —metió una pierna entre las suyas y le separó los muslos—. Dentro de poco, besarte no será suficiente y empezaré a desabrocharte la blusa. Sólo son cuatro botones, por lo que no me llevará más de tres segundos y medio a lo sumo. Entonces sabré si tu sujetador es azul o morado. Y luego...
Lena le apartó de un fuerte empujón.
La sonrisa de Julia era diabólica, pero habló.
—Si no si fuera una chica buena y obediente. Estoy libre el viernes por la noche.
—No juegues tan duro, Julia —le dijo ella con sarcasmo.
—Lena, soy tan fácil como lo era Rudy Graham en décimo curso.
—¡Oh, eres terrible! —pasó a su lado y recogió su bolso—. Me estás haciendo chantaje de nuevo.
—A las siete y media, ¿de acuerdo?
—A las seis.
Ella le echó una mirada menospreciativa y se dirigió hacia la puerta.
—¿Lena? —le preguntó cuando se disponía a salir—. ¿De qué color es tu sujetador?
—Eso solo me corresponde saberlo a mí —dijo ella en tono descarado antes de salir.
—Y a mí descubrirlo —murmuró Julia con una sonrisa.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Diez
Lena se frotó el estómago con la mano, con la esperanza de aplacar las mariposas que revoloteaban en su interior. Se humedeció los labios y se echó hacia atrás el pelo. Respiró profundamente y abrió la puerta. Julia estaba esperando en el umbral. Llevaba unos pantalones marrones entallados, su camisa de color crema y una chaqueta deportiva. El conjunto no podía contrastar mejor con el color negro de su cabello. Tenía el pelo limpio y brillante, pero parecía tan despeinado como si acabara de levantarse. Y eso es lo que su expresión insinuaba. Sus ojos parecían hechos de una rara y hermosa piedra preciosa de color azulado mientras recorrían a Lena de la cabeza a los pies. Una media sonrisa curvaba sus sensuales labios.
—Hola —saludó ella tímidamente.
—¿Eres tú el postre? —le preguntó Julia—. Por que si es así, voto por saltarnos la cena.
Las mariposas volvieron a revolotear en su estomago.
Era ridículo que se sintiera así. Había pasado la mañana con ella en su oficina, trabajando como dos colegas despreocupadas. ¿De dónde había salido esa repentina tensión? Parecía que el aire se hubiese cargado de una comente sexual, y Lena supo que Julia lo percibía tan bien como ella.
Mientras estaban trabajando, las dos podían controlar las emociones. Pero en cuanto superaban el obstáculo profesional, el deseo latente empezaba a agitarse y burbujear como el agua hirviendo.
Lena había salido de la oficina al mediodía, como cada viernes. Pero aquella tarde no había descansado, sino que se había afanado en los preparativos para la inminente velada con Julia. Quería que todo estuviese perfecto. La comida, la casa y ella misma.
Su expectación fue aumentando a cada hora y, en esos momentos, cuando al fin estaba frente a Julia, sentía que estaba a punto de desmayarse.
—¿Son para mí? —le preguntó al ver el ramo de rosas rojas. Los largos tallos estaban sujetos con papel verde y llenaban el aire con su dulce fragancia.
—¿Tienes una hermana gemela?
—No.
—Entonces sí son para ti —le tendió el ramo.
Ella se hizo a un lado para permitirle pasar.
—¿Qué...?
Miró a su alrededor, sobrecogida. La salita había sufrido una espectacular transformación desde que la vio por última vez. Lena había empleado sus ratos libres en darle un toque personal, aunque fuera con baratijas.
Con la ayuda de Roxy había conseguido que el apartamento pareciera un hogar, y se sentía muy orgullosa del resultado. Tenía veintiséis años, y era la primera vez
en su vida que podía elegir la decoración de su casa. Tenía un gusto sencillo y cálido, a la vez que elegante.
—¿Te gusta? —le preguntó, ansiosa por saber opinión.
—¿Que si me gusta? Esta noche me mudo aquí.
Ella se echó a reír por el cumplido.
—Me gasté una fortuna en que decorasen mi casa. Ahora veo que podría habértelo encargado a ti. No sabía que tuvieras un talento escondido para este tipo de cosas —la miró con ojos entrecerrados—. ¿Qué otros talentos escondes?
Lena sintió una punzada de emoción y se apresuró a aligerar el ambiente.
—Tendrías que haber visto a Roxy regateando por las plantas. El hombre nos pedía cincuenta dólares, y Roxy consiguió bajar el precio hasta diez. Luego llamó a Gary para que fuera a transportarlas en su camioneta antes de que el vendedor cambiase de opinión. Yo fui en la parte trasera para asegurarme que ninguna se estropeara, ¿sabes? No soportaría que le pasara nada a mi benjamina —se aclaró la garganta—. También compré esta mecedora por cinco dólares. Solo necesita una mano de pintura.
—Me gusta lo que has puesto en esa pared.
—Encontré la tela en K—Mart. Roxy me ayudó a fijarla en la pared para que pudiera verse el diseño recto —con lo que le sobró había forrado los cojines del sofá.
Los nuevos colores que había elegido para el mobiliario ofrecían un aspecto tranquilo y estimulante a la vez: azul marino, pizarra, morado y beige.
—Las velas huelen muy bien —comentó Julia señalando el candelabro de la mesa.
—Lo encontré en una tienda de antigüedades, uno de esos tugurios oscuros y tétricos de la carretera. Tuve que apartar las telarañas para verlo. Me costó tres noches y dos latas de cera para pulirlo.
—Todo está muy bonito.
—Gracias —respondió ella con voz recatada.
—Especialmente tú —sin previo aviso se inclinó para besarla, pero no fue un beso ligero y amistoso, sino una exigente intromisión de su lengua entre sus labios. Tras varios segundos de perplejidad, Lena consiguió apartarla.
Se había quedado sin aliento.
Será mejor que ponga las rosas en agua. Se dirigió con rapidez hacia la cocina a buscar un recipiente adecuado para las flores. No encontró nada apropiado, y las acabó metiéndolas en una garrafa de zumo de naranja. Ya tenía dispuesto un ramo de brezos en la mesa grande, de modo que llevó las rosas a la salita
Con una sonrisa de disculpa, colocó la garrafa sobre la mesita baja.
—¿Ese conjunto es nuevo?
—Sí —respondió ella, nerviosa—. Roxy lo eligió y me obligó a comprarlo.
—Me alegro que lo hiciera.
La falda larga y la blusa ancha eran de seda natural, y no se parecían a nada de lo que Lena hubiera vestido con anterioridad. Llevaba un cinturón trenzado a la cintura y las sandalias con tiras que Julia ya había visto, se había recogido el pelo, pero de una forma tan calculada, que algunos mechones le caían sobre el cuello y las mejillas.
—Parezco una especie de gitana —dijo ella—. Le hice caso a Roxy solo porque la blusa tiene unos faldones tan largos que me ayudarán a cubrir la barriga cuando empiece a crecer.
—Date la vuelta —ella giró trescientos sesenta grados y volvió a mirarlo—. Me encanta, pero esa ropa camufla mucho, ¿no?
—Sí —se palpó la barriga—. Ya he ganado medio kilo.
—Estupendo. ¿Te ha dicho el médico si todo va bien? —frunció el ceño con preocupación—. Ya vas por la mitad del embarazo y apenas se te nota.
—¿Apenas? Deberías verme desnuda.
—Me encantaría.
—Me refiero a que así podrías ver que mi barriga ha aumentado de tamaño —se apresuró a añadir—. El médico dice que el bebé tiene el tamaño apropiado para cumplir casi cinco meses.
—¿Es niño?
—Eso cree el médico. Dice que a los niños el corazón les late más despacio que a las niñas.
—Entonces yo debo ser un caso atípico —susurró Julia —. Mi corazón va a cien por hora.
—¿Por qué?
—Porque sigo pensando en verte sin esa ropa.
El impulso de arrojarse hacia Julia fue casi irresistible, pero Lena consiguió reunir la disciplina suficiente.
—Tengo que vigilar la cena —se dio la vuelta para entrar en la cocina.
—¿Qué vamos a tomar? Huele que alimenta.
Se asomó por la puerta a tiempo de verla agachada sobre el horno. La visión despertó en Julia un apetito mucho más voraz que el que rugía en su estómago.
—Chuletas de cerdo, espárragos con mayonesa... — ¿Te gustan los espárragos? —Julia asintió— Ella pareció aliviada—. Patatas con mantequilla y perejil, panecillos calientes y helado de Milky Way.
—¿Bromeas? ¿Helado de Milky Way?
—No, no bromeo, y fui yo quien pagó las barras de Milky Way.
E ignoró la burla y, tan pronto como ella metió una bandeja de panecillos en el horno, la agarró del brazo y la hizo mirarlo.
—¿Intentas impresionarme?
—¿Por qué lo preguntas?
—Te has ocupado en muchas cosas por mí —le atrapó un mechón suelo y se lo enrolló en dedo índice—. ¿Por qué, Lena?
—Me gusta cocinar —observó fascinada como se llevaba el mechón a los labios y lo besaba—. Y... y... eh... a tus padres no les gustaba experimentar en la cocina. A mí me gusta probar nuevas recetas, pero ellos siempre querían comer lo mismo.
—¿Tengo que elegir postre? —le preguntó en un suave murmullo.
—No.
—Te elijo a ti —dijo sin tener en cuenta su respuesta—. Eres lo más dulce que he probado jamás.
La arrinconó contra la encimera y la aprisionó con su cuerpo de una forma que demostraba quién era el macho y quién la hembra. Segundos más tarde Lena la rodeó con los brazos, incapaz de resistir los impulsos de su fuero interno. El fiero abrazo duró hasta que el olor de los panecillos impregnó la cocina.
—Julia —murmuró ella—, los panecillos se están quemando.
—¿A quién le importa? —gruñó ella.
—A mí —dijo al tiempo que lo apartaba—. Me ha costado mucho trabajo prepararlos.
Julia suspiró y dejó que los sacara del horno.
—¿Te importa si me quito la chaqueta?
—¿Tienes calor?
—Estoy ardiendo, cariño, ardiendo —se quedó en mangas de camisa y las dos se sentaron a la mesa—. Tiene un aspecto delicioso —ella le sirvió su plato y esperó ansiosa su veredicto—. Mucho mejor de cómo lo hacía mi madre.
Ella sonrió complacida y empezó a comer.
—¿Los has visto, Julia?
—¿A quién? ¿A mis padres? No. ¿Y tú?
—Tampoco. Me siento culpable por haberlos separado.
—Lena, mis padres y yo hemos estado separados desde que empecé a andar.
—Pero el haberme ido de su casa y mi embarazo han empeorado las cosas. Y no me gusta nada. Tenía la esperanza de que se reconciliaran. Ellos te necesitan.
— ¿Sabes? Creo que se pondrían muy celosos si vieran lo que has hecho aquí.
—¿Celosos?
—Sí. Para ellos era muy importante que los necesitaras tanto como ellos a ti. Temían que pudieras valerte por ti misma, por lo que te tuvieron atada con tus obligaciones.
—Eso no es justo, Julia. Tus padres no me han manipulado.
—No me malinterpretes. No quiero decir que lo hicieran conscientemente. Se quedarían horrorizados de reconocer en ellos tal muestra de egoísmo. Pero piensa un poco, Lena. Yo no fui la hija que ellos esperaban tener, de modo que se volcaron por completo en Mikhaíl. Por suerte, él sí respondió a sus expectativas. Luego llegaste tú. Eras una niña dulce y obediente a quien vieron como la perfecta nuera.
—Estoy segura de que no piensan lo mismo ahora.
—Yo también, pero es mejor para todos así. Eres libre, lo que no significa que los quieras menos —sacudió la cabeza—. Eso es lo que nunca entenderán. Yo los quería y necesitaba que me quisieran. Si me hubieran mostrado algo más de afecto, no me habría convertido en una rebelde —la miró a los ojos—. Ahora has sido tú quien se ha rebelado. Tal vez en esta ocasión lo vean claro.
—Eso espero. No soporto pensar en ellos viviendo solos en esa casa tan grande, después de haber perdido a Mikhaíl. Ojalá se recuperen pronto, con o sin nuestra ayuda.
—¿Y tú, Lena? ¿Lo has superado?
Lena dejó de comer y puso los cubiertos sobre el plato.
—Lo echo de menos. Mikhaíl y yo estábamos muy unidos. Solíamos hablar durante horas... —no notó la vena que se marcaba en la sien de Julia—. Era una persona tan dulce. Jamás le hubiera hecho daño a nadie.
—¿Lo sigues queriendo?
Lena estuvo a punto de decir «no creo que lo haya amado de verdad», pero no lo hizo.
Durante años, ¿había creído estar enamorada o tan solo lo había creído? Naturalmente, había sentido por él un profundo afecto, pero sus besos nunca la habían sobrecogido como los de Julia. El corazón no le había dado jamás un vuelco cuando Mikhaíl entraba en una habitación. No, nunca había experimentado esa necesidad doliente que sentía por Julia. Ese deseo tan fuerte y constante como los latidos de su corazón... Pero no podía hablar de todo eso con Julia.
—Siempre lo querré de un modo especial.
—Si siguiera vivo, ¿querrías casarte con él?
Ella apartó la mirada.
—Habría que cuidar del bebé...
—¿Y si el bebé no fuera un motivo?
Lena dudó, porque tenía que considerar la noche que había compartido con Mikhaíl. ¿Había sido tan solo un instante mágico que debería bastar para el resto de
su vida? ¿Los lazos emocionales que los ataban habían sido lo bastante fuertes como para que se abandonaran a la pasión más absoluta?
Empezaba a creer que, por muy maravillosa que hubiera sido esa noche, su pasión no se limitaba a un solo una persona. Los besos de Julia la habían excitado tanto como su encuentro sexual con Mikhaíl.
—No, no lo creo. Ahora que vivo sola, me doy cuenta de que Mikhaíl y yo no estábamos hechos para ser marido y mujer. Solo éramos buenos amigos. Casi hermanos. No creo que yo fuera la esposa que él necesitaba.
Julia mantuvo una expresión inescrutable para no mostrar su alivio.
—Deja que te ayude con los platos —dijo mientras se levantaba.
—Todavía no has tomado el postre.
—Prefiero esperar con ganas.
Siguieron hablando animadamente mientras lavaban los platos. La prospección en el terreno de los Parson había resultado ser un éxito y ya estaban cavando otro pozo. Julia tenía la vista puesta en otra parcela de tierra.
A Lena le encantaba el entusiasmo con el que Julia hablaba de su trabajo. Tenía éxito, pero el dinero no era su principal incentivo. Lo que le motivaba era el desafío, el riesgo de triunfar o fracasar. Casi todo el mundo la consideraba una temeraria, pero ella la conocía mejor. Conducía muy deprisa, pero transmitía seguridad al volante. Y esa misma habilidad la usaba en sus negocios.
Sirvieron el helado en una bandeja y lo llevaron junto al café a la salita.
—Ni se te ocurra derramar una gota en el suelo advirtió —ella cuando Julia se llevó la primera cucharada a la boca.
—Está riquísimo... para pecar de goce.
—Entonces, ¿es verdad lo que dicen?
—¿El qué?
— ¿Que a las personas se le gana por su estómago?
Julia se pasó la cucharilla por los labios y miró a Lena.
—Es un modo, pero se me ocurren otros mucho más divertidos. ¿Quieres que te demuestre cuáles?
—¿Leche y azúcar? —le preguntó ella con una vocecita.
Julia se echó a reír al ver cómo le temblaba la mano al sostener la taza.
—Lena, llevas años sirviéndome el café. Ya sabes que lo tomo solo.
—Lo olvidé.
—¿Estás temblando por lo que te he dicho?
—Ha sido algo muy grosero —le ardían las mejillas y no podía mirarla a los ojos.
—Qué paradójica eres —comentó recostándose sobre los cojines.
—¿Paradójica?
—Sí. Llevas un bebé en tu interior y evitas cualquier tema referido al sexo.
—¿Crees que soy una mojigata, una reliquia de la era victoriana intentando sobrevivir en estos tiempos de sexo libre?
—Claro que no. Tu inocencia también atrae.
—No soy inocente —murmuró ella bajando la cabeza.
Cerró los ojos y recordó los sonidos que emitió cuando alcanzó el orgasmo. Los ecos eróticos resonaban en su cabeza cada vez que rememoraba el estallido de placer.
—Dijiste que eras virgen...
—Sí, lo era.
—¿Nunca lo habías hecho antes?
—No.
—¿Ni habías estado a punto de hacerlo?
—No.
Julia dejó la taza en la bandeja y se acercó a ella, apoyando el codo en el respaldo.
—Aquella noche debiste de estar muy convencida para perder algo que habías mantenido durante tanto tiempo.
—Nunca había sentido nada parecido.
A Julia le dio un vuelco el corazón. Lo que iba a hacer era imperdonable, pero no le importaba.
—Cuéntame lo que sentiste.
Inconscientemente, Lena levantó la mano y le tocó el pecho.
—Fue como si saliera de mí misma y viera lo que le sucedía a otra persona. Dejé atrás todas mis inhibiciones. Solo existía para ese momento. Me convertí en un ser puramente carnal, y al mismo tiempo sentía que mi alma se elevaba más que nunca —levantó la mirada como si fuera una niña confundida—. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Perfectamente —respondió Julia con sinceridad.
—Nada de lo que hicimos me pareció malo u obsceno. Fue todo maravilloso. Quería amar y ser amada. No bastaba con expresarlo mediante palabras; quería demostrarlo.
—¿Y Mikhaíl también lo deseaba?
—Al principio no.
—Pero tú lo convenciste —le dijo acariciándole la mejilla.
—Ese es un modo elegante de decir que lo seduje.
—De acuerdo, lo sedujiste. ¿Qué pasó entonces?
Ella sonrió y ladeó la cabeza tímidamente.
—Entonces... pareció que él lo deseaba más que yo. Nunca se había comportado así conmigo.
—¿Cómo?
Lena cerró los ojos y eligió con cuidado las palabras.
—Fuerte, vigoroso, sensual, ligeramente salvaje... —soltó una risa ligera—. No sé cómo describirlo.
—¿Fue violento?
—No.
—¿Tierno?
—Sí. Muy tierno... pero también apasionado.
—¿Te asustaste cuando te quitó el camisón? —ella le echó una mirada inquisidora y Julia se maldijo en silencio por ser tan imbécil—. Supongo que llevarías un camisón, ¿no?
Durante los últimos minutos, Lena parecía haber estado como hipnotizada. Pero la última pregunta la había sacado de su trance.
—No debería estar hablando contigo de esto, Julia.
—¿Por qué no?
—Es muy embarazoso. Además, no es justo... para Mikhaíl. ¿Por qué quieres saber los detalles de aquella noche?
—Porque siento curiosidad.
—¡Eso es ser muy retorcido!
—No, Lena, es algo muy normal —la arrinconó en un extremo del sofá
— Quiero saber lo que pensaste en todo momento.
— ¿Por qué?
Julia inclinó la cabeza hasta casi rozar sus labios.
—Porque quiero hacer el amor contigo. Te has resistido a todos mis intentos, y quiero saber lo que te hizo dar el paso decisivo aquella noche. ¿Qué te hizo vivir solo para ese momento? ¿Qué tuvo que hacer tu amante para liberarte de tus cadenas? ¿Qué te volvió puramente carnal? En resumen, Lena ¿qué fue lo que tanto te excitó?
Lena descubrió espantada que su tono exigente y la dureza de su cuerpo contra el suyo la estaba excitando. Tenía la respiración acelerada y no podía apartar la mirada de la suya.
—¿Preparó una escena tan romántica que te fue imposible resistirte?
Ella negó con la cabeza.
—Ocurrió todo en mi habitación.
—No es muy sexy, que digamos.
—Estaba a oscuras.
Julia alargó el brazo sobre ella y apagó la lámpara de la mesita. Lena se dio cuenta entonces de que las luces de la cocina y del comedor también estaban apagadas. Toda la casa estaba a oscuras, salvo por el incandescente brillo de las velas, que proyectaban caprichosas sombras en las paredes y en sus rostros.
—¿Así?
—No. Estaba totalmente a oscuras. No podía ver nada.
—¿Nada? —le hundió los dedos entre los cabellos.
—No.
—¿No le pudiste ver la cara?
—No.
—¿No querías verlo?
—Sí, sí, sí —gimió e intentó apartar la cabeza, pero Julia no se lo permitió.
—Entonces es mejor ahora. Mira el rostro de tu amante esta vez, Lena. Por amor de Dios, mírame.
Su boca bajó hasta sus labios y ella estuvo preparada para recibir la furiosa embestida de su lengua. Con un brazo le rodeó la espalda mientras que con el otro le palpaba a través de la camisa los músculos del pecho.
—¿Qué te dijo, Lena? —le preguntó entre besos frenéticos por todo el rostro—. ¿Te dijo lo que necesitabas oír?
—Dijo... —intentó acordarse de algo mientras sus labios se enfrentaban a los suyos—. No dijo nada.
—No. Creo que susurró mi nombre... una vez.
—¿No te dijo lo hermosa y excitante que eres?
—No lo soy.
—Lo eres, mi amor, lo eres. Eres preciosa —le susurró al oído—. Puedes sentir lo excitada que estoy, Lena. ¿Cómo puedes pensar que no eres deseable? Te deseo. Te deseo más de lo que he deseado a ninguna otra mujer.
—Jul... —gimoteó cuando ella dejó de besarla y le desató el cinturón.
—¿Te dijo que tu piel es tan suave como la seda? —le preguntó mientras le acariciaba el cuello y el pecho. ¿Y que tu fragancia es celestial? —le rozó la piel con la nariz.
Lena no fue consciente de que le estaba desabrochando los botones de la blusa hasta que sintió que se la abría por la mitad. Cerró los ojos y se abandonó a las sensaciones que le provocaban sus manos y sus gemidos de anhelo.
—Tendría que haberte dicho que tus pechos son formidables —la besó en el sujetador—. Que tus pezones son dulces, delicados y perfectos. Tendría que habértelo dicho. Porque es cierto.— Le desabrochó el cierre y tiró de la falda—. Ah, Lena, déjame amarte.
Y lo hizo. Lena no sabía que los besos pudieran dar tanto placer, ni que unos labios tan ardientes pudieran absorber sin causar dolor, ni que una lengua pudiera moverse con tanta rapidez y al mismo tiempo con tanto control.
Sus caricias continuaron hasta que ella se sintió flotando a la deriva en un océano efervescente. Las sensaciones le sacudían los nervios y explotaban en la superficie como geiseres de pasión fundida. Sabía que no estaba bien revivir la noche de amor con el hermano de Mikhaíl, pero había traspasado los límites de la cordura y ya no había vuelta atrás. Había caído víctima del legendario encanto de Julia. Lena Katina sería la próxima en engrosar su lista de amantes. Y, sin embargo, sentía que esa vez iba a ser diferente para Julia.
—¿Sentiste su cuerpo contra el tuyo, Lena?
—Sí.
—¿El tacto de su piel?
—No se desnudó —recordó ella mientras Julia seguía besándola entre los pechos.
—¿Y tú?
—Sí, estaba.
—¿Desnuda?
—Sí.
—¿Y cómo te sentiste?
—No sentí vergüenza. Solo deseaba que...
— ¿Qué?
—No importa.
—¿Qué? —repitió,
—Sentirlo contra mí.
Julia se incorporó a medias y le clavó la mirada.
—Desabróchame la camisa.
Ella dudó solo un momento antes de obedecer. Uno a uno, como siguiendo los dictados de una voz interior, le desabrochó todos los botones.
Soltó un gemido cuando vio su torso desnudo. Sus pequeños senos sobresalían como montañitas predispuestas y los músculos esculpidos de su abdomen como un abanico dorado. Sus pezones morenos resaltaban a la tenue luz de las velas.
Los ojos de Lena se llenaron de lágrimas, Julia era la perfección. Le agarró el cuello de la camisa y tiró de ella hacia abajo. Con los dedos le palpó los hombros y le trazó las venas que se le marcaban en los torneados bíceps.
Poco a poco, Julia se inclinó sobre ella hasta que estuvieron pecho contra pecho.
Ambas pudieron sentir la suavidad de la otra.
—Lena, Lena, Lena...
Sus bocas se unieron a la par que sus cuerpos. Se apartó ligeramente hacia un lado, para no cargarla con todo su peso. Podía sentir los latidos de su corazón y las puntas de erguidas de sus pechos.
La amaba. Dios, cuánto la amaba... Y podía creer que al fin fuera a ser suya.
—¿No te alegra que tengamos este sofá?
—¿Pensabas en esto cuando intentabas convencerme para comprarlo?
—En eso y en mucho más —sus palabras irradiaban tanto erotismo como sus besos—Lena, vámonos a la cama.
—Jul...
—No te haré daño. Lo juro.
—No es eso.
—¿Entonces?
—Oh, por favor, no me toques ahí...
—¿No te gusta?
—Dios, me vuelve loca... Jul, por favor...
—Tócame —le suplicó Julia.
—¿Dónde?
—Donde sea.
Ella le agarró la mano y se la puso contra uno de sus pequeños senos. El pezón sobresalió entre sus dedos.
—Oh, Dios, voy a estallar... Vámonos a la cama enseguida, Lena.
—No puedo.
—¿No me deseas?
Ella le respondió arqueándose contra su dureza erguida. Julia tomó su movimiento como un sí y le ofreció la mano para levantarse. Lena aceptó y dejó que la levantara del sofá. Justo cuando estaban de camino al dormitorio, se oyó un golpe en la puerta de la calle.
—¡Demonios! —masculló Julia.
Lena volvió al sofá y se puso la blusa a toda prisa. Recogió el sujetador y lo escondió debajo de un cojín.
Julia no parecía tan preocupada por su aspecto. Se dirigió hacia la puerta con la camisa suelta y abrió con furia. Roxy y Gary estaban de pie en el umbral.
—¿Está ardiendo el edificio? —les preguntó de mala manera.
—No.
—Entonces buenas noches.
Intentó darles con la puerta en las narices, pero Roxy se lo impidió a tiempo.
—Sigue siendo un asunto de vida o muerte. Si Gary y yo no nos casamos esta noche, lo mataré yo misma.
Lena se frotó el estómago con la mano, con la esperanza de aplacar las mariposas que revoloteaban en su interior. Se humedeció los labios y se echó hacia atrás el pelo. Respiró profundamente y abrió la puerta. Julia estaba esperando en el umbral. Llevaba unos pantalones marrones entallados, su camisa de color crema y una chaqueta deportiva. El conjunto no podía contrastar mejor con el color negro de su cabello. Tenía el pelo limpio y brillante, pero parecía tan despeinado como si acabara de levantarse. Y eso es lo que su expresión insinuaba. Sus ojos parecían hechos de una rara y hermosa piedra preciosa de color azulado mientras recorrían a Lena de la cabeza a los pies. Una media sonrisa curvaba sus sensuales labios.
—Hola —saludó ella tímidamente.
—¿Eres tú el postre? —le preguntó Julia—. Por que si es así, voto por saltarnos la cena.
Las mariposas volvieron a revolotear en su estomago.
Era ridículo que se sintiera así. Había pasado la mañana con ella en su oficina, trabajando como dos colegas despreocupadas. ¿De dónde había salido esa repentina tensión? Parecía que el aire se hubiese cargado de una comente sexual, y Lena supo que Julia lo percibía tan bien como ella.
Mientras estaban trabajando, las dos podían controlar las emociones. Pero en cuanto superaban el obstáculo profesional, el deseo latente empezaba a agitarse y burbujear como el agua hirviendo.
Lena había salido de la oficina al mediodía, como cada viernes. Pero aquella tarde no había descansado, sino que se había afanado en los preparativos para la inminente velada con Julia. Quería que todo estuviese perfecto. La comida, la casa y ella misma.
Su expectación fue aumentando a cada hora y, en esos momentos, cuando al fin estaba frente a Julia, sentía que estaba a punto de desmayarse.
—¿Son para mí? —le preguntó al ver el ramo de rosas rojas. Los largos tallos estaban sujetos con papel verde y llenaban el aire con su dulce fragancia.
—¿Tienes una hermana gemela?
—No.
—Entonces sí son para ti —le tendió el ramo.
Ella se hizo a un lado para permitirle pasar.
—¿Qué...?
Miró a su alrededor, sobrecogida. La salita había sufrido una espectacular transformación desde que la vio por última vez. Lena había empleado sus ratos libres en darle un toque personal, aunque fuera con baratijas.
Con la ayuda de Roxy había conseguido que el apartamento pareciera un hogar, y se sentía muy orgullosa del resultado. Tenía veintiséis años, y era la primera vez
en su vida que podía elegir la decoración de su casa. Tenía un gusto sencillo y cálido, a la vez que elegante.
—¿Te gusta? —le preguntó, ansiosa por saber opinión.
—¿Que si me gusta? Esta noche me mudo aquí.
Ella se echó a reír por el cumplido.
—Me gasté una fortuna en que decorasen mi casa. Ahora veo que podría habértelo encargado a ti. No sabía que tuvieras un talento escondido para este tipo de cosas —la miró con ojos entrecerrados—. ¿Qué otros talentos escondes?
Lena sintió una punzada de emoción y se apresuró a aligerar el ambiente.
—Tendrías que haber visto a Roxy regateando por las plantas. El hombre nos pedía cincuenta dólares, y Roxy consiguió bajar el precio hasta diez. Luego llamó a Gary para que fuera a transportarlas en su camioneta antes de que el vendedor cambiase de opinión. Yo fui en la parte trasera para asegurarme que ninguna se estropeara, ¿sabes? No soportaría que le pasara nada a mi benjamina —se aclaró la garganta—. También compré esta mecedora por cinco dólares. Solo necesita una mano de pintura.
—Me gusta lo que has puesto en esa pared.
—Encontré la tela en K—Mart. Roxy me ayudó a fijarla en la pared para que pudiera verse el diseño recto —con lo que le sobró había forrado los cojines del sofá.
Los nuevos colores que había elegido para el mobiliario ofrecían un aspecto tranquilo y estimulante a la vez: azul marino, pizarra, morado y beige.
—Las velas huelen muy bien —comentó Julia señalando el candelabro de la mesa.
—Lo encontré en una tienda de antigüedades, uno de esos tugurios oscuros y tétricos de la carretera. Tuve que apartar las telarañas para verlo. Me costó tres noches y dos latas de cera para pulirlo.
—Todo está muy bonito.
—Gracias —respondió ella con voz recatada.
—Especialmente tú —sin previo aviso se inclinó para besarla, pero no fue un beso ligero y amistoso, sino una exigente intromisión de su lengua entre sus labios. Tras varios segundos de perplejidad, Lena consiguió apartarla.
Se había quedado sin aliento.
Será mejor que ponga las rosas en agua. Se dirigió con rapidez hacia la cocina a buscar un recipiente adecuado para las flores. No encontró nada apropiado, y las acabó metiéndolas en una garrafa de zumo de naranja. Ya tenía dispuesto un ramo de brezos en la mesa grande, de modo que llevó las rosas a la salita
Con una sonrisa de disculpa, colocó la garrafa sobre la mesita baja.
—¿Ese conjunto es nuevo?
—Sí —respondió ella, nerviosa—. Roxy lo eligió y me obligó a comprarlo.
—Me alegro que lo hiciera.
La falda larga y la blusa ancha eran de seda natural, y no se parecían a nada de lo que Lena hubiera vestido con anterioridad. Llevaba un cinturón trenzado a la cintura y las sandalias con tiras que Julia ya había visto, se había recogido el pelo, pero de una forma tan calculada, que algunos mechones le caían sobre el cuello y las mejillas.
—Parezco una especie de gitana —dijo ella—. Le hice caso a Roxy solo porque la blusa tiene unos faldones tan largos que me ayudarán a cubrir la barriga cuando empiece a crecer.
—Date la vuelta —ella giró trescientos sesenta grados y volvió a mirarlo—. Me encanta, pero esa ropa camufla mucho, ¿no?
—Sí —se palpó la barriga—. Ya he ganado medio kilo.
—Estupendo. ¿Te ha dicho el médico si todo va bien? —frunció el ceño con preocupación—. Ya vas por la mitad del embarazo y apenas se te nota.
—¿Apenas? Deberías verme desnuda.
—Me encantaría.
—Me refiero a que así podrías ver que mi barriga ha aumentado de tamaño —se apresuró a añadir—. El médico dice que el bebé tiene el tamaño apropiado para cumplir casi cinco meses.
—¿Es niño?
—Eso cree el médico. Dice que a los niños el corazón les late más despacio que a las niñas.
—Entonces yo debo ser un caso atípico —susurró Julia —. Mi corazón va a cien por hora.
—¿Por qué?
—Porque sigo pensando en verte sin esa ropa.
El impulso de arrojarse hacia Julia fue casi irresistible, pero Lena consiguió reunir la disciplina suficiente.
—Tengo que vigilar la cena —se dio la vuelta para entrar en la cocina.
—¿Qué vamos a tomar? Huele que alimenta.
Se asomó por la puerta a tiempo de verla agachada sobre el horno. La visión despertó en Julia un apetito mucho más voraz que el que rugía en su estómago.
—Chuletas de cerdo, espárragos con mayonesa... — ¿Te gustan los espárragos? —Julia asintió— Ella pareció aliviada—. Patatas con mantequilla y perejil, panecillos calientes y helado de Milky Way.
—¿Bromeas? ¿Helado de Milky Way?
—No, no bromeo, y fui yo quien pagó las barras de Milky Way.
E ignoró la burla y, tan pronto como ella metió una bandeja de panecillos en el horno, la agarró del brazo y la hizo mirarlo.
—¿Intentas impresionarme?
—¿Por qué lo preguntas?
—Te has ocupado en muchas cosas por mí —le atrapó un mechón suelo y se lo enrolló en dedo índice—. ¿Por qué, Lena?
—Me gusta cocinar —observó fascinada como se llevaba el mechón a los labios y lo besaba—. Y... y... eh... a tus padres no les gustaba experimentar en la cocina. A mí me gusta probar nuevas recetas, pero ellos siempre querían comer lo mismo.
—¿Tengo que elegir postre? —le preguntó en un suave murmullo.
—No.
—Te elijo a ti —dijo sin tener en cuenta su respuesta—. Eres lo más dulce que he probado jamás.
La arrinconó contra la encimera y la aprisionó con su cuerpo de una forma que demostraba quién era el macho y quién la hembra. Segundos más tarde Lena la rodeó con los brazos, incapaz de resistir los impulsos de su fuero interno. El fiero abrazo duró hasta que el olor de los panecillos impregnó la cocina.
—Julia —murmuró ella—, los panecillos se están quemando.
—¿A quién le importa? —gruñó ella.
—A mí —dijo al tiempo que lo apartaba—. Me ha costado mucho trabajo prepararlos.
Julia suspiró y dejó que los sacara del horno.
—¿Te importa si me quito la chaqueta?
—¿Tienes calor?
—Estoy ardiendo, cariño, ardiendo —se quedó en mangas de camisa y las dos se sentaron a la mesa—. Tiene un aspecto delicioso —ella le sirvió su plato y esperó ansiosa su veredicto—. Mucho mejor de cómo lo hacía mi madre.
Ella sonrió complacida y empezó a comer.
—¿Los has visto, Julia?
—¿A quién? ¿A mis padres? No. ¿Y tú?
—Tampoco. Me siento culpable por haberlos separado.
—Lena, mis padres y yo hemos estado separados desde que empecé a andar.
—Pero el haberme ido de su casa y mi embarazo han empeorado las cosas. Y no me gusta nada. Tenía la esperanza de que se reconciliaran. Ellos te necesitan.
— ¿Sabes? Creo que se pondrían muy celosos si vieran lo que has hecho aquí.
—¿Celosos?
—Sí. Para ellos era muy importante que los necesitaras tanto como ellos a ti. Temían que pudieras valerte por ti misma, por lo que te tuvieron atada con tus obligaciones.
—Eso no es justo, Julia. Tus padres no me han manipulado.
—No me malinterpretes. No quiero decir que lo hicieran conscientemente. Se quedarían horrorizados de reconocer en ellos tal muestra de egoísmo. Pero piensa un poco, Lena. Yo no fui la hija que ellos esperaban tener, de modo que se volcaron por completo en Mikhaíl. Por suerte, él sí respondió a sus expectativas. Luego llegaste tú. Eras una niña dulce y obediente a quien vieron como la perfecta nuera.
—Estoy segura de que no piensan lo mismo ahora.
—Yo también, pero es mejor para todos así. Eres libre, lo que no significa que los quieras menos —sacudió la cabeza—. Eso es lo que nunca entenderán. Yo los quería y necesitaba que me quisieran. Si me hubieran mostrado algo más de afecto, no me habría convertido en una rebelde —la miró a los ojos—. Ahora has sido tú quien se ha rebelado. Tal vez en esta ocasión lo vean claro.
—Eso espero. No soporto pensar en ellos viviendo solos en esa casa tan grande, después de haber perdido a Mikhaíl. Ojalá se recuperen pronto, con o sin nuestra ayuda.
—¿Y tú, Lena? ¿Lo has superado?
Lena dejó de comer y puso los cubiertos sobre el plato.
—Lo echo de menos. Mikhaíl y yo estábamos muy unidos. Solíamos hablar durante horas... —no notó la vena que se marcaba en la sien de Julia—. Era una persona tan dulce. Jamás le hubiera hecho daño a nadie.
—¿Lo sigues queriendo?
Lena estuvo a punto de decir «no creo que lo haya amado de verdad», pero no lo hizo.
Durante años, ¿había creído estar enamorada o tan solo lo había creído? Naturalmente, había sentido por él un profundo afecto, pero sus besos nunca la habían sobrecogido como los de Julia. El corazón no le había dado jamás un vuelco cuando Mikhaíl entraba en una habitación. No, nunca había experimentado esa necesidad doliente que sentía por Julia. Ese deseo tan fuerte y constante como los latidos de su corazón... Pero no podía hablar de todo eso con Julia.
—Siempre lo querré de un modo especial.
—Si siguiera vivo, ¿querrías casarte con él?
Ella apartó la mirada.
—Habría que cuidar del bebé...
—¿Y si el bebé no fuera un motivo?
Lena dudó, porque tenía que considerar la noche que había compartido con Mikhaíl. ¿Había sido tan solo un instante mágico que debería bastar para el resto de
su vida? ¿Los lazos emocionales que los ataban habían sido lo bastante fuertes como para que se abandonaran a la pasión más absoluta?
Empezaba a creer que, por muy maravillosa que hubiera sido esa noche, su pasión no se limitaba a un solo una persona. Los besos de Julia la habían excitado tanto como su encuentro sexual con Mikhaíl.
—No, no lo creo. Ahora que vivo sola, me doy cuenta de que Mikhaíl y yo no estábamos hechos para ser marido y mujer. Solo éramos buenos amigos. Casi hermanos. No creo que yo fuera la esposa que él necesitaba.
Julia mantuvo una expresión inescrutable para no mostrar su alivio.
—Deja que te ayude con los platos —dijo mientras se levantaba.
—Todavía no has tomado el postre.
—Prefiero esperar con ganas.
Siguieron hablando animadamente mientras lavaban los platos. La prospección en el terreno de los Parson había resultado ser un éxito y ya estaban cavando otro pozo. Julia tenía la vista puesta en otra parcela de tierra.
A Lena le encantaba el entusiasmo con el que Julia hablaba de su trabajo. Tenía éxito, pero el dinero no era su principal incentivo. Lo que le motivaba era el desafío, el riesgo de triunfar o fracasar. Casi todo el mundo la consideraba una temeraria, pero ella la conocía mejor. Conducía muy deprisa, pero transmitía seguridad al volante. Y esa misma habilidad la usaba en sus negocios.
Sirvieron el helado en una bandeja y lo llevaron junto al café a la salita.
—Ni se te ocurra derramar una gota en el suelo advirtió —ella cuando Julia se llevó la primera cucharada a la boca.
—Está riquísimo... para pecar de goce.
—Entonces, ¿es verdad lo que dicen?
—¿El qué?
— ¿Que a las personas se le gana por su estómago?
Julia se pasó la cucharilla por los labios y miró a Lena.
—Es un modo, pero se me ocurren otros mucho más divertidos. ¿Quieres que te demuestre cuáles?
—¿Leche y azúcar? —le preguntó ella con una vocecita.
Julia se echó a reír al ver cómo le temblaba la mano al sostener la taza.
—Lena, llevas años sirviéndome el café. Ya sabes que lo tomo solo.
—Lo olvidé.
—¿Estás temblando por lo que te he dicho?
—Ha sido algo muy grosero —le ardían las mejillas y no podía mirarla a los ojos.
—Qué paradójica eres —comentó recostándose sobre los cojines.
—¿Paradójica?
—Sí. Llevas un bebé en tu interior y evitas cualquier tema referido al sexo.
—¿Crees que soy una mojigata, una reliquia de la era victoriana intentando sobrevivir en estos tiempos de sexo libre?
—Claro que no. Tu inocencia también atrae.
—No soy inocente —murmuró ella bajando la cabeza.
Cerró los ojos y recordó los sonidos que emitió cuando alcanzó el orgasmo. Los ecos eróticos resonaban en su cabeza cada vez que rememoraba el estallido de placer.
—Dijiste que eras virgen...
—Sí, lo era.
—¿Nunca lo habías hecho antes?
—No.
—¿Ni habías estado a punto de hacerlo?
—No.
Julia dejó la taza en la bandeja y se acercó a ella, apoyando el codo en el respaldo.
—Aquella noche debiste de estar muy convencida para perder algo que habías mantenido durante tanto tiempo.
—Nunca había sentido nada parecido.
A Julia le dio un vuelco el corazón. Lo que iba a hacer era imperdonable, pero no le importaba.
—Cuéntame lo que sentiste.
Inconscientemente, Lena levantó la mano y le tocó el pecho.
—Fue como si saliera de mí misma y viera lo que le sucedía a otra persona. Dejé atrás todas mis inhibiciones. Solo existía para ese momento. Me convertí en un ser puramente carnal, y al mismo tiempo sentía que mi alma se elevaba más que nunca —levantó la mirada como si fuera una niña confundida—. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Perfectamente —respondió Julia con sinceridad.
—Nada de lo que hicimos me pareció malo u obsceno. Fue todo maravilloso. Quería amar y ser amada. No bastaba con expresarlo mediante palabras; quería demostrarlo.
—¿Y Mikhaíl también lo deseaba?
—Al principio no.
—Pero tú lo convenciste —le dijo acariciándole la mejilla.
—Ese es un modo elegante de decir que lo seduje.
—De acuerdo, lo sedujiste. ¿Qué pasó entonces?
Ella sonrió y ladeó la cabeza tímidamente.
—Entonces... pareció que él lo deseaba más que yo. Nunca se había comportado así conmigo.
—¿Cómo?
Lena cerró los ojos y eligió con cuidado las palabras.
—Fuerte, vigoroso, sensual, ligeramente salvaje... —soltó una risa ligera—. No sé cómo describirlo.
—¿Fue violento?
—No.
—¿Tierno?
—Sí. Muy tierno... pero también apasionado.
—¿Te asustaste cuando te quitó el camisón? —ella le echó una mirada inquisidora y Julia se maldijo en silencio por ser tan imbécil—. Supongo que llevarías un camisón, ¿no?
Durante los últimos minutos, Lena parecía haber estado como hipnotizada. Pero la última pregunta la había sacado de su trance.
—No debería estar hablando contigo de esto, Julia.
—¿Por qué no?
—Es muy embarazoso. Además, no es justo... para Mikhaíl. ¿Por qué quieres saber los detalles de aquella noche?
—Porque siento curiosidad.
—¡Eso es ser muy retorcido!
—No, Lena, es algo muy normal —la arrinconó en un extremo del sofá
— Quiero saber lo que pensaste en todo momento.
— ¿Por qué?
Julia inclinó la cabeza hasta casi rozar sus labios.
—Porque quiero hacer el amor contigo. Te has resistido a todos mis intentos, y quiero saber lo que te hizo dar el paso decisivo aquella noche. ¿Qué te hizo vivir solo para ese momento? ¿Qué tuvo que hacer tu amante para liberarte de tus cadenas? ¿Qué te volvió puramente carnal? En resumen, Lena ¿qué fue lo que tanto te excitó?
Lena descubrió espantada que su tono exigente y la dureza de su cuerpo contra el suyo la estaba excitando. Tenía la respiración acelerada y no podía apartar la mirada de la suya.
—¿Preparó una escena tan romántica que te fue imposible resistirte?
Ella negó con la cabeza.
—Ocurrió todo en mi habitación.
—No es muy sexy, que digamos.
—Estaba a oscuras.
Julia alargó el brazo sobre ella y apagó la lámpara de la mesita. Lena se dio cuenta entonces de que las luces de la cocina y del comedor también estaban apagadas. Toda la casa estaba a oscuras, salvo por el incandescente brillo de las velas, que proyectaban caprichosas sombras en las paredes y en sus rostros.
—¿Así?
—No. Estaba totalmente a oscuras. No podía ver nada.
—¿Nada? —le hundió los dedos entre los cabellos.
—No.
—¿No le pudiste ver la cara?
—No.
—¿No querías verlo?
—Sí, sí, sí —gimió e intentó apartar la cabeza, pero Julia no se lo permitió.
—Entonces es mejor ahora. Mira el rostro de tu amante esta vez, Lena. Por amor de Dios, mírame.
Su boca bajó hasta sus labios y ella estuvo preparada para recibir la furiosa embestida de su lengua. Con un brazo le rodeó la espalda mientras que con el otro le palpaba a través de la camisa los músculos del pecho.
—¿Qué te dijo, Lena? —le preguntó entre besos frenéticos por todo el rostro—. ¿Te dijo lo que necesitabas oír?
—Dijo... —intentó acordarse de algo mientras sus labios se enfrentaban a los suyos—. No dijo nada.
—No. Creo que susurró mi nombre... una vez.
—¿No te dijo lo hermosa y excitante que eres?
—No lo soy.
—Lo eres, mi amor, lo eres. Eres preciosa —le susurró al oído—. Puedes sentir lo excitada que estoy, Lena. ¿Cómo puedes pensar que no eres deseable? Te deseo. Te deseo más de lo que he deseado a ninguna otra mujer.
—Jul... —gimoteó cuando ella dejó de besarla y le desató el cinturón.
—¿Te dijo que tu piel es tan suave como la seda? —le preguntó mientras le acariciaba el cuello y el pecho. ¿Y que tu fragancia es celestial? —le rozó la piel con la nariz.
Lena no fue consciente de que le estaba desabrochando los botones de la blusa hasta que sintió que se la abría por la mitad. Cerró los ojos y se abandonó a las sensaciones que le provocaban sus manos y sus gemidos de anhelo.
—Tendría que haberte dicho que tus pechos son formidables —la besó en el sujetador—. Que tus pezones son dulces, delicados y perfectos. Tendría que habértelo dicho. Porque es cierto.— Le desabrochó el cierre y tiró de la falda—. Ah, Lena, déjame amarte.
Y lo hizo. Lena no sabía que los besos pudieran dar tanto placer, ni que unos labios tan ardientes pudieran absorber sin causar dolor, ni que una lengua pudiera moverse con tanta rapidez y al mismo tiempo con tanto control.
Sus caricias continuaron hasta que ella se sintió flotando a la deriva en un océano efervescente. Las sensaciones le sacudían los nervios y explotaban en la superficie como geiseres de pasión fundida. Sabía que no estaba bien revivir la noche de amor con el hermano de Mikhaíl, pero había traspasado los límites de la cordura y ya no había vuelta atrás. Había caído víctima del legendario encanto de Julia. Lena Katina sería la próxima en engrosar su lista de amantes. Y, sin embargo, sentía que esa vez iba a ser diferente para Julia.
—¿Sentiste su cuerpo contra el tuyo, Lena?
—Sí.
—¿El tacto de su piel?
—No se desnudó —recordó ella mientras Julia seguía besándola entre los pechos.
—¿Y tú?
—Sí, estaba.
—¿Desnuda?
—Sí.
—¿Y cómo te sentiste?
—No sentí vergüenza. Solo deseaba que...
— ¿Qué?
—No importa.
—¿Qué? —repitió,
—Sentirlo contra mí.
Julia se incorporó a medias y le clavó la mirada.
—Desabróchame la camisa.
Ella dudó solo un momento antes de obedecer. Uno a uno, como siguiendo los dictados de una voz interior, le desabrochó todos los botones.
Soltó un gemido cuando vio su torso desnudo. Sus pequeños senos sobresalían como montañitas predispuestas y los músculos esculpidos de su abdomen como un abanico dorado. Sus pezones morenos resaltaban a la tenue luz de las velas.
Los ojos de Lena se llenaron de lágrimas, Julia era la perfección. Le agarró el cuello de la camisa y tiró de ella hacia abajo. Con los dedos le palpó los hombros y le trazó las venas que se le marcaban en los torneados bíceps.
Poco a poco, Julia se inclinó sobre ella hasta que estuvieron pecho contra pecho.
Ambas pudieron sentir la suavidad de la otra.
—Lena, Lena, Lena...
Sus bocas se unieron a la par que sus cuerpos. Se apartó ligeramente hacia un lado, para no cargarla con todo su peso. Podía sentir los latidos de su corazón y las puntas de erguidas de sus pechos.
La amaba. Dios, cuánto la amaba... Y podía creer que al fin fuera a ser suya.
—¿No te alegra que tengamos este sofá?
—¿Pensabas en esto cuando intentabas convencerme para comprarlo?
—En eso y en mucho más —sus palabras irradiaban tanto erotismo como sus besos—Lena, vámonos a la cama.
—Jul...
—No te haré daño. Lo juro.
—No es eso.
—¿Entonces?
—Oh, por favor, no me toques ahí...
—¿No te gusta?
—Dios, me vuelve loca... Jul, por favor...
—Tócame —le suplicó Julia.
—¿Dónde?
—Donde sea.
Ella le agarró la mano y se la puso contra uno de sus pequeños senos. El pezón sobresalió entre sus dedos.
—Oh, Dios, voy a estallar... Vámonos a la cama enseguida, Lena.
—No puedo.
—¿No me deseas?
Ella le respondió arqueándose contra su dureza erguida. Julia tomó su movimiento como un sí y le ofreció la mano para levantarse. Lena aceptó y dejó que la levantara del sofá. Justo cuando estaban de camino al dormitorio, se oyó un golpe en la puerta de la calle.
—¡Demonios! —masculló Julia.
Lena volvió al sofá y se puso la blusa a toda prisa. Recogió el sujetador y lo escondió debajo de un cojín.
Julia no parecía tan preocupada por su aspecto. Se dirigió hacia la puerta con la camisa suelta y abrió con furia. Roxy y Gary estaban de pie en el umbral.
—¿Está ardiendo el edificio? —les preguntó de mala manera.
—No.
—Entonces buenas noches.
Intentó darles con la puerta en las narices, pero Roxy se lo impidió a tiempo.
—Sigue siendo un asunto de vida o muerte. Si Gary y yo no nos casamos esta noche, lo mataré yo misma.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Once
—¿Casarse? —exclamó Lena acercándose a ellos.
El asombro la había hecho olvidar la molestia, y se olvidó del aspecto que presentaba hasta que notó la mirada de Roxy.
—¿Hemos interrumpido algo? —preguntó ella en tono inocente.
—Lo siento —murmuró Julia al ver el ceño fruncido de Lena.
—Entonces hablen rápido y márchense.
—Julia, ¿no has oído a Roxy? Van a casarse.
—Eso es —Roxy pasó un brazo alrededor de Gary y lo estrechó contra su generoso pecho—. Si nos llevan hasta El Paso y nos traen de vuelta el coche de Gary.
—¿Están hablando en serio? —Preguntó Julia mirándolos a los dos—. ¿De verdad piensan casarse?
—¡Sí! —respondió Roxy con una amplia sonrisa.
—Bueno... Vaya, ¡es genial! —le estrechó la mano a Gary y le dio a Roxy un fuerte abrazo.
—Felicidades, Gary —dijo Lena dándole un abrazo, que lo hizo sonrojarse, y otro a Roxy—. Me alegro tanto por ti.
—Yo también. Gary es lo mejor que me ha pasado en mi vida. No me lo merezco.
—Claro que sí —le sonrió y la abrazó de nuevo.
—Bueno, ¿qué es eso de llevarlos hasta El Paso? —preguntó Julia.
—Tenemos dos reservas para el vuelo que sale mañana hacia Acapulco. Pero Gary es tan convencional —se burló Roxy—, que cree que tenemos casarnos antes de la luna de miel. De modo que tenemos que ir esta noche a El Paso a que nos case un juez. Para eso debéis llevarnos en el coche de Gary... y recogernos la semana que viene.
Gary asintió y esbozó una tonta sonrisa de acuerdo.
—¿Qué dices tú, Lena? —le preguntó Julia.
Eran más de las diez de la noche, y Lena no podía imaginarse lo que sería atravesar un desierto de arena, matorrales y liebres.
Pero la idea de hacer un "viaje imprevisto” era más emocionante de lo que hubiera hecho jamás. Además, les tenía mucho cariño a Roxy y a Gary y quería ser testigo de su boda.
—¡Me parece estupendo!
Todos se pusieron a organizar los últimos preparativos y acabaron veinte minutos más tarde en la puerta de Roxy.
—Creo que ya está todo —dijo Roxy mostrando una botella de champán—. La señora Burtón se encargará de todo mientras estemos fuera, Julia —le explicó después de cerrar la puerta y subir al lado de Gary.
—No hay ningún problema. Lena y yo estaremos por aquí, de modo que solo tienes que preocuparte de pasar una luna de miel inolvidable.
—Eso espero —dijo ella apretándose junto a Gary.
Lo tocó en su miembro más íntimo, haciéndolo dar un salto y perder el control de la furgoneta.
—Así no podemos ir —dijo Julia—. Gary no puede conducir con Roxy al lado. Para en mi casa y nos llevaremos mejor mi Lincoln. De ese modo podréis ir en el asiento trasero.
—¡Me encanta! —exclamó Roxy—. Cariño ¿estás de acuerdo? —Gary asintió.
—Además —intervino Lena—, si es Julia quien conduce, llegaremos en la mitad de tiempo.
—¿Sabes, Lena? Si no dejas tus indirectas tendré que tomar medidas drásticas para hacerte callar —le dijo Julia, antes de darle un caluroso beso que duró hasta que la furgoneta se detuvo frente a su garaje.
—¡Tiempo! —los interrumpió Roxy como si era un arbitro de lucha libre.
Julia soltó una maldición y Lena desenredó sus piernas de las suyas.
—Tenía que tomar aire de todos modos, Jul —susurró ella mientras intentaba componerse la ropa.
Pasaron el equipaje al Lincoln, que era tan clásico como el Corvette. Era de un color gris plateado como las balas del Llanero Solitario.
—Como si estuvieran en su casa, ¿eh?— les dijo Julia por encima del hombro.
—Lo intentaremos —respondió Roxy.
Se acurrucó en una esquina y arrastró hacia ella a Gary. Julia se echó a reír y llevó el coche hasta la carretera.
—Eso será lo último que oigamos hasta que lleguemos a El Paso —en ese momento se oyó un gemido desde el asiento trasero—. Bueno, puede que no —corrigió con una risita.
El Lincoln enfiló la carretera y pareció beberse los kilómetros del camino. Se cruzaron con muy pocos vehículos y no había ningún accidente natural que pudiera bloquear la vista.
—¿Vas cómoda? —le preguntó Julia después de sintonizar una emisora de música.
—Mmm...sí —suspiró Lena.
—¿Tienes sueño?
—No mucho.
—Estás muy callada.
—Solo estoy pensando.
—Ya ves, aunque este coche es algo monstruoso según los diseños modernos, no tenemos por qué usar todo el asiento delantero.
—¿Qué quieres decir?
—Dicho en lengua vernácula, asentar tus posaderas en él.
Lena sonrió y se deslizó en el asiento hasta rozar su cadera.
—Eso está mejor —le pasó el brazo derecho sobre el hombro y le acarició el pecho.
—¡Jul! —protestó ella apartándole la mano.
—Desarrollé y perfeccioné este movimiento en el instituto. No me digas que después de tantos años no funciona.
—Conmigo no.
—Nunca funcionó con las chicas decentes —murmuró Julia—. Pero no puedes culparme por intentarlo —inclinó el codo y le acarició el cuello con los dedos—. ¿En qué estabas pensando?
Lena apoyó la cabeza en su hombro y posó la mano en su muslo.
—En que esto es realmente divertido. Nunca había hecho una locura semejante.
—¿Esto es una locura? Solo estamos conduciendo por una autopista con una pareja de enamorados que no hace más que tocarse y están a punto de contraer matrimonio.
—No he dicho que vaya a casarme contigo.
— Me refería a Roxy y a Gary.
Lena apartó la mano e intentó separarse de ella, pero Julia la retuvo donde estaba.
—Vuelve aquí —le susurró ferozmente—. Y es inútil que te resistas, porque no voy a dejar que te apartes —ella desistió de luchar.— Me encanta que hayas pensado que yo hablaba de nosotros. Ha sido como si reconocieras que estamos enamoradas. ¿Lo estamos, Lena?
—No lo sé.
—Yo solo puedo hablar por mí misma —la miró por un instante—. Te amo, Lena —ella levantó la cabeza y se quedó cautivada por la elocuente expresión de sus ojos—. Sé lo que piensas. Piensas que le he dicho lo mismo a docenas de mujeres. Bien, es cierto. Lo he dicho siempre que fuera necesario para llevármelas a la cama. He hecho el amor estando borracha, excitada, furiosa, triste o feliz... Incluso he llegado a hacerlo sin querer, tan solo por la compasión hacia una mujer que necesitaba amor. He estado con mujeres guapas y no tan guapas. He sido discreta y refinada —hizo una pausa y la miró de nuevo. Pero te juro, Lena, que nunca había estado enamorada hasta ahora. Eres la única mujer a la que he
amado... desde hace mucho tiempo pero no veía ningún sentido en declararlo, todo el mundo hubiera pensado que yo no era buena para ti. Te hubieras alejado horrorizada si hubieras intuido mis intenciones. Mis padres hubieran montado en cólera, y, además, estaba Mikhaíl, a quien no quería hacerle daño.
—¿Por qué me cuentas todo esto ahora? —le preguntó ella. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y se apretó contra su hombro.
—¿No crees que ya es hora de que lo sepas? —la estrechó con un brazo y la besó en la sien—. ¿Me amas, Lena?
—Sí, creo que sí. Pero me siento confusa...
—¿Confusa?
—Mi vida estaba controlada y planeada hasta el último detalle. Pero, desde que Mikhaíl se marchó a Centroamérica, nada volvió a ser igual. Aquella noche me cambió. Ahora soy una persona distinta... No puedo explicarlo.
Julia entrecerró los ojos. Quería contárselo. Quería decirle: “has cambiado porque hicimos el amor y nuestros cuerpos se encontraron tras largos años de oculto deseo. Estabas comprometida con la persona equivocada.”
Pero no podía confesarlo. Ni en ese momento ni nunca. Era un secreto que tendría que guardar el resto de su vida, aunque eso le supusiera perder a su hijo.
—Soy como un animal criado en cautividad que de pronto hayan soltado en la selva. Siento que estoy en el camino de la vida, pero es un proceso muy lento —volvió la cabeza y se fijó en su perfil—. No me pidas un compromiso, Julia. Ahora todo es muy complicado para mí. Apenas he tenido tiempo para poner en orden mis sentimientos hacia Mikhaíl antes de saber lo que realmente siento por ti —volvió a ponerle la mano en el muslo y le apretó la carne—. Solo que no podría soportar que te fueras de mi vida.
—Sabes lo que hubiera pasado de no haber sido interrumpidos por estos dos, ¿verdad?
—Que hubiéramos hecho el amor.
—Aún lo estaríamos haciendo.
—Y no hubiera sido lo correcto.
—¿Cómo puedes decir eso cuando acabamos de reconocer que nos amamos?
—Hay alguien más implicado.
—¿Mikhaíl?
—El hijo de Mikhaíl —respondió ella con suavidad.
Julia guardó silencio durante un rato.
—El hijo es tuyo, Lena. Es una parte viva de ti. Yo te quiero y quiero al bebé. Es tan simple como eso.
—Quería hacer el amor contigo esta noche —confesó ella—. Pero hasta eso me confundía.
—¿Por qué?
—No lo sé. ¿Es porque te deseo a ti, o solo porque quería rememorar la noche que pasé con Mikhaíl? Sé que parece una tontería, pero en lo que se refiere al acto amoroso no puedo separarlos a los dos en mi cabeza.
El corazón de Julia latió con fuerza.
—Si lo hiciéramos sería increíble. Eso te lo prometo. Sería exactamente como quieres que sea. Pero, una vez que te tuviera, ya no te dejaría marchar. Por eso tienes que estar segura antes de querer hacer el amor conmigo.
Lena le sonrió de un modo tan sensual, que a Julia se le aceleró el corazón. Pero, en vez de apretar el acelerador, pisó el freno y detuvo el coche en el arcén.
—¿Por qué paramos? —preguntó Gary medio atontado.
—Tengo hambre —dijo Julia.
—¿Cómo puedes pensar en comida en un momento así? —se quejó Roxy.
—No estoy pensando en comida —estrechó a Lena entre sus brazos y tomó posesión de su boca.
Pasó un rato antes de que el Lincoln reanudara la marcha.
—Creo que ha sido muy romántico —dijo Lena con un enorme bostezo.
—Yo creo que parecíamos el grupo más desaliñado desde la banda de los Barrow —replicó Julia—. Si yo hubiese sido ese juez, hubiera atrancado la puerta.
Habían sacado de la cama al funcionario público, quien había consentido a regañadientes dirigir la improvisada ceremonia. A continuación, los recién casados pasaron varias horas en un hotel antes de salir para el aeropuerto. Después de tomar unas cuantas tazas de café y de llenar el depósito del Lincoln, Julia y Lena regresaron a casa.
—Podríamos haber alquilado una habitación y dormir un poco —le había sugerido a Lena.
—No me siento muy valiente, prefiero que nos lancemos a la carretera y que nos estrellemos.
Julia la miró y se rió. Tenía el pelo despeinado y enredado, y la falda y la blusa completamente arrugadas.
—¿Tengo un aspecto tan horrible?
—Estás encantadora. Acuéstate e intenta dormir —se palmeó el muslo para indicarle dónde podía apoyar la cabeza.
—Temo que tú también te quedes dormida si no te hago compañía.
—No, tranquila. El café me mantiene despierta. Además, estoy acostumbrada a este tipo de locuras —dijo riendo—. Vamos, duérmete.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Ella se estiró todo lo que pudo en el asiento y apoyó la cabeza en su muslo. Cerró los ojos y respiró profundamente.
—Se está bien —susurró. Julia deslizó una mano bajo su blusa y le masajeó la espalda—. Vas a hacer que me derrita.
—Sería un placer —su piel parecía de satén. Subió la mano por la espalda, pasó sobre las costillas, y bajó el brazo hasta encontrar la protuberancia de su pecho.
—Jul...
—De acuerdo —aceptó ella—. ¿Dónde está tu sujetador?
—Lo escondí bajo un cojín del sofá cuando llamaron a la puerta. No tuve tiempo de ponérmelo antes de salir.
—Me alegro.
—Yo también.
Julia siguió acariciándola, pero su intención no era excitarla, sino relajarla. Su corazón se llenó de amor al ver cómo Lena confiaba en ella y cómo le permitía ese grado de intimidad. En pocos minutos supo que se había quedado dormida.
La tentación fue demasiado fuerte y le pasó los dedos por un pezón. El tacto fue ligero, pero lo suficiente para producir una respuesta instantánea. Ella se removió en sueños y frotó la cabeza contra su regazo antes de quedarse quieta.
—Lena... —susurró Julia en un agónico suspiro de placer—. Hay una cosa por la que no tienes que preocuparte. Mientras tu cabeza esté en mi regazo, no podré quedarme dormida.
El coche siguió su marcha por la carretera desierta.
—¿Dónde estamos? —Lena se sentó y parpadeó al recibir la luz del sol.
—En casa. Bueno, casi. ¿Tienes hambre? Yo mucha.
A través del parabrisas, Lena vio que estaban frente a la cafetería del mismo motel donde Julia la llevó por primera vez.
—¡No puedo entrar con este aspecto! —grito
—Tonterías. Estás estupenda.
Salió del coche y, tras estirar la espalda, le abrió la puerta a Lena. Ella estaba haciendo inútiles esfuerzos por alisar las arrugas de su ropa y arreglarse el pelo.
—Estoy horrible —se quejó mientras él tendía la mano para salir—. Oh, se me han dormido los pies. Vas a tener que llevarme.
—Encantada —le susurró contra la oreja—. Deberías saber que me he tomado ciertas libertades mientras dormías... ¡Eh! ¿Qué es esto? —se agachó bajo el
asiento y sacó una botella de champán sin abrir—. Nos olvidamos de brindar con champán.
—Lo dejaremos para después del desayuno —dijo ella quitándole la botella.
—Vaya, vaya. He creado un monstruo. Vas a ser una mujer muy cara de mantener. Tendría que haberte iniciado con la cerveza.
Cansadas y desaliñadas, subieron los escalones hacia la puerta de la cafetería. Justo cuando Julia empujó para abrirla, otra pareja hizo lo mismo para salir.
Oleg y Larissa Volkov. Para ellos era una tradición salir a desayunar los sábados, y cada fin de semana elegían un restaurante distinto.
El matrimonio se quedó de piedra al ver la ropa de Lena y las ojeras de Julia. EL intento de Lena por arreglarse el pelo solo sirvió para mostrar sus enredos. Sus labios estaban enrojecidos por los apasionados besos de la noche anterior, y el rimel se le había corrido. Si la pareja los hubiera examinado más de cerca, habrían visto una mancha en la pernera de Julia.
Pero su atención estaba fija en Lena, quien abrazaba una botella de champán contra sus pechos.
—Mamá, papá... Hola —Julia fue la primera en romper el silencio.
Hubiera querido apartar el brazo de la cintura de Lena, pero no estaba segura de que se pudiera sostener por sí misma.
—Buenos días —respondió Oleg con una evidente falta de cortesía.
Larissa no dijo nada, pero no apartó la vista de Lena. No habían vuelto a encontrarse desde la desagradable escena en la casa parroquial, cuando la acusaron de haber seducido a Mikhaíl. La expresión de su rostro revelaba lo convencida que seguía estando de esa acusación.
—Larissa, Oleg —dijo Lena—, esto no es lo que parece. Nosotros... Julia y yo hemos ido...
—Hemos llevado a dos amigos a El Paso para que se casaran —intervino Julia en su ayuda—. Hicimos un rápido viaje de ida y vuelta —intentaba dejar claro que no habían pasado la noche juntas.
Ojalá lo hubieran hecho, y así hubieran evitado encontrarse con ellos. Lena soltó una risa nerviosa, como si alguien la estuviera arrestando de broma.
—El champán era para la boda, pero lo olvidamos en el coche. ¿Veis? Ni siquiera está abierta y...
—No tienes que darles ninguna explicación —dijo Julia, irritada.
No estaba enfadada con ella. Sabía que para Lena aquella situación era muy embarazosa. Con quien estaba furiosa era contra sus padres. No podía culparlos por pensar lo peor de ella; pero, ¿no podían al menos otorgarle a Lena el beneficio de la duda?
—Eras como una hija para mí —dijo Larissa con voz temblorosa y lágrimas en los ojos.
—Y lo sigo siendo —dijo Lena con sinceridad—. Quiero serlo. Los quiero a los dos y los echo de menos.
—¿Nos echas de menos? — Larissa recrudeció su tono—. Nos hemos enterado de lo de tu nueva casa. Ni siquiera te has molestado en darnos tu dirección, y mucho menos en venir vernos.
—No creía que quisierais verme.
—Te has olvidado de nosotros tan rápido como te olvidaste de Mikhaíl —la acusó Larissa.
—Jamás me olvidaré de él. Yo lo amaba. Y llevo dentro un hijo suyo.
Aquello hizo que Larissa rompiera a llorar contra el brazo de su marido.
—Ha estado muy preocupada —dijo Oleg—. Te echa terriblemente de menos, Lena. Sé que no nos tomamos bien la noticia del bebé, pero hemos tenido tiempo para reconsiderarlo. Queremos formar parte de su vida. Incluso esta mañana hemos estado discutiendo la posibilidad de llamarte y arreglarlo todo. Nuestro deber cristiano es mantener a la familia unida, y no puedo servir de ejemplo si esto nos separa —miró a Lena, a la botella de champán y a la vergonzosa imagen que las dos ofrecían—. Pero, viéndote así, no estoy seguro —negó con la cabeza y se alejó, con Larissa llorando bajo su brazo.
—Oh, por favor —Lena dio un paso hacia ellos y alargó un brazo.
—Lena, no —dijo Julia—. Dales tiempo.
La llevó de vuelta al coche. Era mejor que nadie más las viera en ese estado. Tan pronto como estuvo dentro, Lena empezó a llorar. Sentía que por cada paso que daba adelante, retrocedía dos. No quería volver a la vida que tenía antes de la marcha de Mikhaíl; pero, ¿a qué precio obtenía su libertad? La liberación de Lena Katina le había costado el amor y el respeto de aquellos a quienes más quería.
Siguió llorando desconsoladamente, sin prestar atención hacia dónde conducía Cage, hasta que oyó que apagaba el motor.
—Esta es tu casa —murmuró al levantar la mirada.
—Exacto.
—¿Qué hacemos aquí?
—Voy a prepararte un buen desayuno, y no admito discusión al respecto.
Ella estaba demasiado débil para protestar, de modo que no dijo nada. Julia abrió la puerta delantera y la llevó al dormitorio.
—Tienes diez minutos para usar el baño —rebuscó en un cajón y sacó una camiseta de la Universidad de Texas—. Date una ducha caliente y ponte esto
cuando salgas. Si no bajas en el tiempo estimado, seré yo quien entre por ti —le dio un beso y la dejó sola.
La ducha le sentó de maravilla y, cuando acabó de secarse y vestirse, se sentía mucho mejor y con bastante apetito.
Se quedó parada en la puerta de la cocina. Tenía el pelo mojado y solo llevaba la camiseta, que le llegaba hasta la mitad de los muslos, y unas braguitas; pero Julia no pareció notar su escaso vestuario.
—No te quedes ahí —le dijo en cuanto la vio—. Cuatro manos son mejor que dos.
—¿Qué puedo hacer?
—Unta las tostadas.
Ella obedeció y en pocos minutos estuvieron comiendo huevos con beicon, tostadas y zumo de naranja.
—Eres buena cocinera —le dijo Lena limpiándose con una servilleta. Estaba tan cansada, que apenas pudo levantar la taza de té.
—Vamos antes de que lo derrames —le dijo Julia.
—¿Adonde?
—A la cama —se levantó y la tomó en sus brazos.
—¿A tu cama?
—Sí.
—Debería vestirme e irme a casa. Suéltame, Julia.
—No hasta que lleguemos a la cama.
Ella no tenía fuerzas para resistirse.
La siesta en el coche no había sido suficiente para reponer energías. Se apoyó contra su pecho y cerró los ojos. Julia era tan fuerte y digna de confianza. Y ella la amaba...
Las mangas de su camisa le rozaba sus muslos desnudos. Recordó la noche con Mikhaíl y el modo tan sensual en que su ropa se rozó contra su piel.
Julia la acostó sobre las sábanas limpias y la arropó con cuidado.
—Que duermas bien —le susurró apartándole un mechón de la mejilla.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Lavar los platos.
—No es justo. Has conducido toda la noche y has preparado el desayuno... —apenas podía hablar por el cansancio.
—Ya me compensarás en otro momento Ahora tú y el bebé necesitáis descansar.
Le dio un dulce beso en los labios, pero ella no lo sintió. Ya se había dormido.
—¿Casarse? —exclamó Lena acercándose a ellos.
El asombro la había hecho olvidar la molestia, y se olvidó del aspecto que presentaba hasta que notó la mirada de Roxy.
—¿Hemos interrumpido algo? —preguntó ella en tono inocente.
—Lo siento —murmuró Julia al ver el ceño fruncido de Lena.
—Entonces hablen rápido y márchense.
—Julia, ¿no has oído a Roxy? Van a casarse.
—Eso es —Roxy pasó un brazo alrededor de Gary y lo estrechó contra su generoso pecho—. Si nos llevan hasta El Paso y nos traen de vuelta el coche de Gary.
—¿Están hablando en serio? —Preguntó Julia mirándolos a los dos—. ¿De verdad piensan casarse?
—¡Sí! —respondió Roxy con una amplia sonrisa.
—Bueno... Vaya, ¡es genial! —le estrechó la mano a Gary y le dio a Roxy un fuerte abrazo.
—Felicidades, Gary —dijo Lena dándole un abrazo, que lo hizo sonrojarse, y otro a Roxy—. Me alegro tanto por ti.
—Yo también. Gary es lo mejor que me ha pasado en mi vida. No me lo merezco.
—Claro que sí —le sonrió y la abrazó de nuevo.
—Bueno, ¿qué es eso de llevarlos hasta El Paso? —preguntó Julia.
—Tenemos dos reservas para el vuelo que sale mañana hacia Acapulco. Pero Gary es tan convencional —se burló Roxy—, que cree que tenemos casarnos antes de la luna de miel. De modo que tenemos que ir esta noche a El Paso a que nos case un juez. Para eso debéis llevarnos en el coche de Gary... y recogernos la semana que viene.
Gary asintió y esbozó una tonta sonrisa de acuerdo.
—¿Qué dices tú, Lena? —le preguntó Julia.
Eran más de las diez de la noche, y Lena no podía imaginarse lo que sería atravesar un desierto de arena, matorrales y liebres.
Pero la idea de hacer un "viaje imprevisto” era más emocionante de lo que hubiera hecho jamás. Además, les tenía mucho cariño a Roxy y a Gary y quería ser testigo de su boda.
—¡Me parece estupendo!
Todos se pusieron a organizar los últimos preparativos y acabaron veinte minutos más tarde en la puerta de Roxy.
—Creo que ya está todo —dijo Roxy mostrando una botella de champán—. La señora Burtón se encargará de todo mientras estemos fuera, Julia —le explicó después de cerrar la puerta y subir al lado de Gary.
—No hay ningún problema. Lena y yo estaremos por aquí, de modo que solo tienes que preocuparte de pasar una luna de miel inolvidable.
—Eso espero —dijo ella apretándose junto a Gary.
Lo tocó en su miembro más íntimo, haciéndolo dar un salto y perder el control de la furgoneta.
—Así no podemos ir —dijo Julia—. Gary no puede conducir con Roxy al lado. Para en mi casa y nos llevaremos mejor mi Lincoln. De ese modo podréis ir en el asiento trasero.
—¡Me encanta! —exclamó Roxy—. Cariño ¿estás de acuerdo? —Gary asintió.
—Además —intervino Lena—, si es Julia quien conduce, llegaremos en la mitad de tiempo.
—¿Sabes, Lena? Si no dejas tus indirectas tendré que tomar medidas drásticas para hacerte callar —le dijo Julia, antes de darle un caluroso beso que duró hasta que la furgoneta se detuvo frente a su garaje.
—¡Tiempo! —los interrumpió Roxy como si era un arbitro de lucha libre.
Julia soltó una maldición y Lena desenredó sus piernas de las suyas.
—Tenía que tomar aire de todos modos, Jul —susurró ella mientras intentaba componerse la ropa.
Pasaron el equipaje al Lincoln, que era tan clásico como el Corvette. Era de un color gris plateado como las balas del Llanero Solitario.
—Como si estuvieran en su casa, ¿eh?— les dijo Julia por encima del hombro.
—Lo intentaremos —respondió Roxy.
Se acurrucó en una esquina y arrastró hacia ella a Gary. Julia se echó a reír y llevó el coche hasta la carretera.
—Eso será lo último que oigamos hasta que lleguemos a El Paso —en ese momento se oyó un gemido desde el asiento trasero—. Bueno, puede que no —corrigió con una risita.
El Lincoln enfiló la carretera y pareció beberse los kilómetros del camino. Se cruzaron con muy pocos vehículos y no había ningún accidente natural que pudiera bloquear la vista.
—¿Vas cómoda? —le preguntó Julia después de sintonizar una emisora de música.
—Mmm...sí —suspiró Lena.
—¿Tienes sueño?
—No mucho.
—Estás muy callada.
—Solo estoy pensando.
—Ya ves, aunque este coche es algo monstruoso según los diseños modernos, no tenemos por qué usar todo el asiento delantero.
—¿Qué quieres decir?
—Dicho en lengua vernácula, asentar tus posaderas en él.
Lena sonrió y se deslizó en el asiento hasta rozar su cadera.
—Eso está mejor —le pasó el brazo derecho sobre el hombro y le acarició el pecho.
—¡Jul! —protestó ella apartándole la mano.
—Desarrollé y perfeccioné este movimiento en el instituto. No me digas que después de tantos años no funciona.
—Conmigo no.
—Nunca funcionó con las chicas decentes —murmuró Julia—. Pero no puedes culparme por intentarlo —inclinó el codo y le acarició el cuello con los dedos—. ¿En qué estabas pensando?
Lena apoyó la cabeza en su hombro y posó la mano en su muslo.
—En que esto es realmente divertido. Nunca había hecho una locura semejante.
—¿Esto es una locura? Solo estamos conduciendo por una autopista con una pareja de enamorados que no hace más que tocarse y están a punto de contraer matrimonio.
—No he dicho que vaya a casarme contigo.
— Me refería a Roxy y a Gary.
Lena apartó la mano e intentó separarse de ella, pero Julia la retuvo donde estaba.
—Vuelve aquí —le susurró ferozmente—. Y es inútil que te resistas, porque no voy a dejar que te apartes —ella desistió de luchar.— Me encanta que hayas pensado que yo hablaba de nosotros. Ha sido como si reconocieras que estamos enamoradas. ¿Lo estamos, Lena?
—No lo sé.
—Yo solo puedo hablar por mí misma —la miró por un instante—. Te amo, Lena —ella levantó la cabeza y se quedó cautivada por la elocuente expresión de sus ojos—. Sé lo que piensas. Piensas que le he dicho lo mismo a docenas de mujeres. Bien, es cierto. Lo he dicho siempre que fuera necesario para llevármelas a la cama. He hecho el amor estando borracha, excitada, furiosa, triste o feliz... Incluso he llegado a hacerlo sin querer, tan solo por la compasión hacia una mujer que necesitaba amor. He estado con mujeres guapas y no tan guapas. He sido discreta y refinada —hizo una pausa y la miró de nuevo. Pero te juro, Lena, que nunca había estado enamorada hasta ahora. Eres la única mujer a la que he
amado... desde hace mucho tiempo pero no veía ningún sentido en declararlo, todo el mundo hubiera pensado que yo no era buena para ti. Te hubieras alejado horrorizada si hubieras intuido mis intenciones. Mis padres hubieran montado en cólera, y, además, estaba Mikhaíl, a quien no quería hacerle daño.
—¿Por qué me cuentas todo esto ahora? —le preguntó ella. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y se apretó contra su hombro.
—¿No crees que ya es hora de que lo sepas? —la estrechó con un brazo y la besó en la sien—. ¿Me amas, Lena?
—Sí, creo que sí. Pero me siento confusa...
—¿Confusa?
—Mi vida estaba controlada y planeada hasta el último detalle. Pero, desde que Mikhaíl se marchó a Centroamérica, nada volvió a ser igual. Aquella noche me cambió. Ahora soy una persona distinta... No puedo explicarlo.
Julia entrecerró los ojos. Quería contárselo. Quería decirle: “has cambiado porque hicimos el amor y nuestros cuerpos se encontraron tras largos años de oculto deseo. Estabas comprometida con la persona equivocada.”
Pero no podía confesarlo. Ni en ese momento ni nunca. Era un secreto que tendría que guardar el resto de su vida, aunque eso le supusiera perder a su hijo.
—Soy como un animal criado en cautividad que de pronto hayan soltado en la selva. Siento que estoy en el camino de la vida, pero es un proceso muy lento —volvió la cabeza y se fijó en su perfil—. No me pidas un compromiso, Julia. Ahora todo es muy complicado para mí. Apenas he tenido tiempo para poner en orden mis sentimientos hacia Mikhaíl antes de saber lo que realmente siento por ti —volvió a ponerle la mano en el muslo y le apretó la carne—. Solo que no podría soportar que te fueras de mi vida.
—Sabes lo que hubiera pasado de no haber sido interrumpidos por estos dos, ¿verdad?
—Que hubiéramos hecho el amor.
—Aún lo estaríamos haciendo.
—Y no hubiera sido lo correcto.
—¿Cómo puedes decir eso cuando acabamos de reconocer que nos amamos?
—Hay alguien más implicado.
—¿Mikhaíl?
—El hijo de Mikhaíl —respondió ella con suavidad.
Julia guardó silencio durante un rato.
—El hijo es tuyo, Lena. Es una parte viva de ti. Yo te quiero y quiero al bebé. Es tan simple como eso.
—Quería hacer el amor contigo esta noche —confesó ella—. Pero hasta eso me confundía.
—¿Por qué?
—No lo sé. ¿Es porque te deseo a ti, o solo porque quería rememorar la noche que pasé con Mikhaíl? Sé que parece una tontería, pero en lo que se refiere al acto amoroso no puedo separarlos a los dos en mi cabeza.
El corazón de Julia latió con fuerza.
—Si lo hiciéramos sería increíble. Eso te lo prometo. Sería exactamente como quieres que sea. Pero, una vez que te tuviera, ya no te dejaría marchar. Por eso tienes que estar segura antes de querer hacer el amor conmigo.
Lena le sonrió de un modo tan sensual, que a Julia se le aceleró el corazón. Pero, en vez de apretar el acelerador, pisó el freno y detuvo el coche en el arcén.
—¿Por qué paramos? —preguntó Gary medio atontado.
—Tengo hambre —dijo Julia.
—¿Cómo puedes pensar en comida en un momento así? —se quejó Roxy.
—No estoy pensando en comida —estrechó a Lena entre sus brazos y tomó posesión de su boca.
Pasó un rato antes de que el Lincoln reanudara la marcha.
—Creo que ha sido muy romántico —dijo Lena con un enorme bostezo.
—Yo creo que parecíamos el grupo más desaliñado desde la banda de los Barrow —replicó Julia—. Si yo hubiese sido ese juez, hubiera atrancado la puerta.
Habían sacado de la cama al funcionario público, quien había consentido a regañadientes dirigir la improvisada ceremonia. A continuación, los recién casados pasaron varias horas en un hotel antes de salir para el aeropuerto. Después de tomar unas cuantas tazas de café y de llenar el depósito del Lincoln, Julia y Lena regresaron a casa.
—Podríamos haber alquilado una habitación y dormir un poco —le había sugerido a Lena.
—No me siento muy valiente, prefiero que nos lancemos a la carretera y que nos estrellemos.
Julia la miró y se rió. Tenía el pelo despeinado y enredado, y la falda y la blusa completamente arrugadas.
—¿Tengo un aspecto tan horrible?
—Estás encantadora. Acuéstate e intenta dormir —se palmeó el muslo para indicarle dónde podía apoyar la cabeza.
—Temo que tú también te quedes dormida si no te hago compañía.
—No, tranquila. El café me mantiene despierta. Además, estoy acostumbrada a este tipo de locuras —dijo riendo—. Vamos, duérmete.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Ella se estiró todo lo que pudo en el asiento y apoyó la cabeza en su muslo. Cerró los ojos y respiró profundamente.
—Se está bien —susurró. Julia deslizó una mano bajo su blusa y le masajeó la espalda—. Vas a hacer que me derrita.
—Sería un placer —su piel parecía de satén. Subió la mano por la espalda, pasó sobre las costillas, y bajó el brazo hasta encontrar la protuberancia de su pecho.
—Jul...
—De acuerdo —aceptó ella—. ¿Dónde está tu sujetador?
—Lo escondí bajo un cojín del sofá cuando llamaron a la puerta. No tuve tiempo de ponérmelo antes de salir.
—Me alegro.
—Yo también.
Julia siguió acariciándola, pero su intención no era excitarla, sino relajarla. Su corazón se llenó de amor al ver cómo Lena confiaba en ella y cómo le permitía ese grado de intimidad. En pocos minutos supo que se había quedado dormida.
La tentación fue demasiado fuerte y le pasó los dedos por un pezón. El tacto fue ligero, pero lo suficiente para producir una respuesta instantánea. Ella se removió en sueños y frotó la cabeza contra su regazo antes de quedarse quieta.
—Lena... —susurró Julia en un agónico suspiro de placer—. Hay una cosa por la que no tienes que preocuparte. Mientras tu cabeza esté en mi regazo, no podré quedarme dormida.
El coche siguió su marcha por la carretera desierta.
—¿Dónde estamos? —Lena se sentó y parpadeó al recibir la luz del sol.
—En casa. Bueno, casi. ¿Tienes hambre? Yo mucha.
A través del parabrisas, Lena vio que estaban frente a la cafetería del mismo motel donde Julia la llevó por primera vez.
—¡No puedo entrar con este aspecto! —grito
—Tonterías. Estás estupenda.
Salió del coche y, tras estirar la espalda, le abrió la puerta a Lena. Ella estaba haciendo inútiles esfuerzos por alisar las arrugas de su ropa y arreglarse el pelo.
—Estoy horrible —se quejó mientras él tendía la mano para salir—. Oh, se me han dormido los pies. Vas a tener que llevarme.
—Encantada —le susurró contra la oreja—. Deberías saber que me he tomado ciertas libertades mientras dormías... ¡Eh! ¿Qué es esto? —se agachó bajo el
asiento y sacó una botella de champán sin abrir—. Nos olvidamos de brindar con champán.
—Lo dejaremos para después del desayuno —dijo ella quitándole la botella.
—Vaya, vaya. He creado un monstruo. Vas a ser una mujer muy cara de mantener. Tendría que haberte iniciado con la cerveza.
Cansadas y desaliñadas, subieron los escalones hacia la puerta de la cafetería. Justo cuando Julia empujó para abrirla, otra pareja hizo lo mismo para salir.
Oleg y Larissa Volkov. Para ellos era una tradición salir a desayunar los sábados, y cada fin de semana elegían un restaurante distinto.
El matrimonio se quedó de piedra al ver la ropa de Lena y las ojeras de Julia. EL intento de Lena por arreglarse el pelo solo sirvió para mostrar sus enredos. Sus labios estaban enrojecidos por los apasionados besos de la noche anterior, y el rimel se le había corrido. Si la pareja los hubiera examinado más de cerca, habrían visto una mancha en la pernera de Julia.
Pero su atención estaba fija en Lena, quien abrazaba una botella de champán contra sus pechos.
—Mamá, papá... Hola —Julia fue la primera en romper el silencio.
Hubiera querido apartar el brazo de la cintura de Lena, pero no estaba segura de que se pudiera sostener por sí misma.
—Buenos días —respondió Oleg con una evidente falta de cortesía.
Larissa no dijo nada, pero no apartó la vista de Lena. No habían vuelto a encontrarse desde la desagradable escena en la casa parroquial, cuando la acusaron de haber seducido a Mikhaíl. La expresión de su rostro revelaba lo convencida que seguía estando de esa acusación.
—Larissa, Oleg —dijo Lena—, esto no es lo que parece. Nosotros... Julia y yo hemos ido...
—Hemos llevado a dos amigos a El Paso para que se casaran —intervino Julia en su ayuda—. Hicimos un rápido viaje de ida y vuelta —intentaba dejar claro que no habían pasado la noche juntas.
Ojalá lo hubieran hecho, y así hubieran evitado encontrarse con ellos. Lena soltó una risa nerviosa, como si alguien la estuviera arrestando de broma.
—El champán era para la boda, pero lo olvidamos en el coche. ¿Veis? Ni siquiera está abierta y...
—No tienes que darles ninguna explicación —dijo Julia, irritada.
No estaba enfadada con ella. Sabía que para Lena aquella situación era muy embarazosa. Con quien estaba furiosa era contra sus padres. No podía culparlos por pensar lo peor de ella; pero, ¿no podían al menos otorgarle a Lena el beneficio de la duda?
—Eras como una hija para mí —dijo Larissa con voz temblorosa y lágrimas en los ojos.
—Y lo sigo siendo —dijo Lena con sinceridad—. Quiero serlo. Los quiero a los dos y los echo de menos.
—¿Nos echas de menos? — Larissa recrudeció su tono—. Nos hemos enterado de lo de tu nueva casa. Ni siquiera te has molestado en darnos tu dirección, y mucho menos en venir vernos.
—No creía que quisierais verme.
—Te has olvidado de nosotros tan rápido como te olvidaste de Mikhaíl —la acusó Larissa.
—Jamás me olvidaré de él. Yo lo amaba. Y llevo dentro un hijo suyo.
Aquello hizo que Larissa rompiera a llorar contra el brazo de su marido.
—Ha estado muy preocupada —dijo Oleg—. Te echa terriblemente de menos, Lena. Sé que no nos tomamos bien la noticia del bebé, pero hemos tenido tiempo para reconsiderarlo. Queremos formar parte de su vida. Incluso esta mañana hemos estado discutiendo la posibilidad de llamarte y arreglarlo todo. Nuestro deber cristiano es mantener a la familia unida, y no puedo servir de ejemplo si esto nos separa —miró a Lena, a la botella de champán y a la vergonzosa imagen que las dos ofrecían—. Pero, viéndote así, no estoy seguro —negó con la cabeza y se alejó, con Larissa llorando bajo su brazo.
—Oh, por favor —Lena dio un paso hacia ellos y alargó un brazo.
—Lena, no —dijo Julia—. Dales tiempo.
La llevó de vuelta al coche. Era mejor que nadie más las viera en ese estado. Tan pronto como estuvo dentro, Lena empezó a llorar. Sentía que por cada paso que daba adelante, retrocedía dos. No quería volver a la vida que tenía antes de la marcha de Mikhaíl; pero, ¿a qué precio obtenía su libertad? La liberación de Lena Katina le había costado el amor y el respeto de aquellos a quienes más quería.
Siguió llorando desconsoladamente, sin prestar atención hacia dónde conducía Cage, hasta que oyó que apagaba el motor.
—Esta es tu casa —murmuró al levantar la mirada.
—Exacto.
—¿Qué hacemos aquí?
—Voy a prepararte un buen desayuno, y no admito discusión al respecto.
Ella estaba demasiado débil para protestar, de modo que no dijo nada. Julia abrió la puerta delantera y la llevó al dormitorio.
—Tienes diez minutos para usar el baño —rebuscó en un cajón y sacó una camiseta de la Universidad de Texas—. Date una ducha caliente y ponte esto
cuando salgas. Si no bajas en el tiempo estimado, seré yo quien entre por ti —le dio un beso y la dejó sola.
La ducha le sentó de maravilla y, cuando acabó de secarse y vestirse, se sentía mucho mejor y con bastante apetito.
Se quedó parada en la puerta de la cocina. Tenía el pelo mojado y solo llevaba la camiseta, que le llegaba hasta la mitad de los muslos, y unas braguitas; pero Julia no pareció notar su escaso vestuario.
—No te quedes ahí —le dijo en cuanto la vio—. Cuatro manos son mejor que dos.
—¿Qué puedo hacer?
—Unta las tostadas.
Ella obedeció y en pocos minutos estuvieron comiendo huevos con beicon, tostadas y zumo de naranja.
—Eres buena cocinera —le dijo Lena limpiándose con una servilleta. Estaba tan cansada, que apenas pudo levantar la taza de té.
—Vamos antes de que lo derrames —le dijo Julia.
—¿Adonde?
—A la cama —se levantó y la tomó en sus brazos.
—¿A tu cama?
—Sí.
—Debería vestirme e irme a casa. Suéltame, Julia.
—No hasta que lleguemos a la cama.
Ella no tenía fuerzas para resistirse.
La siesta en el coche no había sido suficiente para reponer energías. Se apoyó contra su pecho y cerró los ojos. Julia era tan fuerte y digna de confianza. Y ella la amaba...
Las mangas de su camisa le rozaba sus muslos desnudos. Recordó la noche con Mikhaíl y el modo tan sensual en que su ropa se rozó contra su piel.
Julia la acostó sobre las sábanas limpias y la arropó con cuidado.
—Que duermas bien —le susurró apartándole un mechón de la mejilla.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Lavar los platos.
—No es justo. Has conducido toda la noche y has preparado el desayuno... —apenas podía hablar por el cansancio.
—Ya me compensarás en otro momento Ahora tú y el bebé necesitáis descansar.
Le dio un dulce beso en los labios, pero ella no lo sintió. Ya se había dormido.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Doce
Al despertar le costó un momento orientarse. Permaneció tumbada sin moverse, mirando a su alrededor con ojos soñolientos, hasta que reconoció el dormitorio de Julia.
Los recuerdos la invadieron de golpe. Demasiadas cosas habían ocurrido desde la noche anterior, cuando Julia fue a visitarla con un ramo de rosas.
A través de las persianas se filtraba la luz violeta del crepúsculo. La luna empezaba a aparecer en el cielo, y a su lado lucía una brillante estrella como un lunar plateado junto a una sonrisa.
Bostezó y se estiró antes de enderezarse a medias y sacudirse el pelo. Tenía la camiseta enrollada en la cintura, y las piernas desnudas y suaves al tacto después de habérselas depilado en la ducha con una de las navajas que tenía Julia. Apartó la manta y se dispuso a levantarse, Entonces emitió un grito ahogado.
Julia estaba acostada de espaldas junto a ella, completamente inmóvil y con las manos bajo la cabeza, contemplándola. A Lena le pareció inapropiado decir cualquier cosa, por lo que también guardó silencio.
Se había duchado y descansado un poco mientras ella dormía, y su pelo tenía el mismo aspecto caótico que de costumbre. Aquellos cabellos negros y despeinados eran un rasgo tan típicamente suyo, que Lena deseó alargar el brazo para tocarlos. Pero eso tampoco parecía apropiado.
Se limitó a mirarla con la misma intensidad con la que ella la miraba. El deseo vibraba entre ellas como las cuerdas de un arpa y, aunque todos sus sentidos clamaban por unirse, los dos respetaron el tácito acuerdo de limitarse a la vista.
Los ojos de Julia no se movieron, pero Lena sabía que la estaba contemplando de arriba abajo. Su pelo, el rostro, la boca, los pechos... ¿Cómo podría no fijarse en sus pechos? Los pezones se marcaban contra la fina tela de la camiseta.
Tampoco podía obviar el triángulo de lencería que se mostraba entre sus muslos desnudos. Bajo su ardiente mirada, las partes más erógenas de su cuerpo empezaron a temblar con doloroso placer. Pero Lena siguió sin apartar los ojos de los suyos. Se fijó en que la superficie inferior de los brazos de Julia no estaba tan bronceada como el resto de su piel. Quiso hincarle los dientes en sus bíceps endurecidos, pero sintió que no podía tomar la iniciativa. Además, un atrevimiento semejante estaba más allá de su escasa experiencia.
Desde la noche en Monterico se había quedado fascinada por su torso desnudo, pero en esos momentos observó cada detalle de sus pequeños senos y sus
marcados abdominales. Estaba acostada con las piernas cruzadas por los tobillos. Solo llevaba puestos unos vaqueros.
Y estaban desabrochados.
Era el tipo de pantalón de los trabajadores, con las costuras deshilachadas y la tela descolorida. Se ceñían a sus muslos y a su parte del cuerpo más excitable, y una cinta de vello púbico subía entre la abertura. Lena se dio cuenta de que llevaba un rato conteniendo la respiración. Cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro. Era fácil imaginarse lo que había pasado. Julia se había duchado y acostado sin molestarse en abrocharse los botones.
Volvió a abrir los ojos y se fijó en su vientre, liso y duro. Con cada respiración, sus músculos se movían de un modo irresistible mente erótico.
Sentía que la estaba hipnotizando. ¿Cómo resistirse?
Entonces lo tocó.
Con la punta de los dedos le rozó el piel entre sus pequeños senos y bajó hasta d ombligo. Notó que su piel estaba cálida y llena de vitalidad. La energía emanaba de sus poros y le transmitía corrientes eléctricas a las yemas de los dedos. Lena se sintió débil e indefensa ante su fuerza masculina.
Sin poder detenerse, bajó más la mano. El pelo que encontró entre los botones del pantalón era más oscuro, denso y mullido.
Dudó un segundo y giró la cabeza para mirarla. Al ver su rostro, dejó escapar un gemido.
Los ojos de Julia estaban llenos de lágrimas. No se había movido ni un centímetro ni había dicho nada, pero estaba embriagada por la emoción.
Aquello alcanzó a Lena en lo más profundo de su ser. A Julia jamás le habían demostrado amor.
A Lena se le esfumaron todas las dudas y sin pensarlo, introdujo la mano en sus vaqueros.
Un poderoso latido explotó en el pecho de Julia. Estiró la mano para agarrar la sábana y apretó los dientes en una mueca de éxtasis. Las lágrimas cayeron de sus ojos cuando los cerró por la fuerza de la pasión que lo inundaba.
Se llevó las manos a la cintura y se quitó os vaqueros de un tirón. Lena bajó la vista hasta su mano. El miembro de Julia se la llenaba. Admiró su tamaño y excitación, y se deleitó con el tacto de su calor y dureza.
Movida por el más puro instinto, se dio la vuelta y apoyó la mejilla en su muslo. Sus cabellos se extendieron sobre él como un manto de seda. Lo amaba con desesperación y quería demostrarle lo maravilloso que le parecía en cuerpo y alma. Separó la cabeza del muslo, la volvió a inclinar y le besó.
Lo que ocurrió después estuvo más allá de su comprensión y de sus fantasías. Julia soltó un gemido y le quitó las braguitas sin que ella se diera cuenta cómo. Sintió sus manos en los muslos y la manera en que la tocaba con una sensualidad increíble.
El mundo se hizo un torbellino de sensaciones a su alrededor; ella se sumergió en esa aterciopelada atmósfera de delicia, donde no había lugar para la crudeza ni la ambigüedad todo era belleza, luz y plenitud.
—Abre los ojos, Lena. Mira a quien te ama.
Ella lo hizo. Su mirada estaba nublada por la pasión, pero Julia supo que la reconocía; con un rápido empujón, se introdujo en su fuente de calor. Mientras avanzaba por su interior, contempló extasiado el rostro de Lena y cómo su expresión respondía al ritmo de sus sacudidas. Y vio cómo se hacía la luz en sus ojos cuando aceleró el ritmo para culminar en el nivel más alto de la excitación.
—Eres preciosa y te amo, Lena. Siempre te he amado —le susurró al oído. Sus cabellos pelirrojos se mezclaban con los suyos sobre la almohada—. Te quiero.
—Yo también te quiero, Julia —ella le acarició la cara, las cejas y los labios, para convencerse de que era real y de que no lo había soñado.
—¿Recuerdas lo que te prometí?
—Sí. Y has cumplido con tu promesa. Ha sido maravilloso, como dijiste que sería.
—Tú eres maravillosa —enfatizó Julia, y se intentó mover.
—No. Quédate dentro de mí.
—Lo intento —le susurró contra sus labios—, pero aún no te he besado —lo remedió con un profundo beso que se alargó hasta que ambos quedaron sin aire.
Julia le quitó la camiseta y le contempló los pechos.
—Lo que te he dicho es verdad, Lena. Te he querido durante mucho tiempo, pero no podía hacer nada. Pertenecías a Mikhaíl, y yo no tuve más remedio que aceptarlo, igual que todo el mundo. Incluida tú.
—Sentía que había algo entre nosotros, pero no sabía qué era.
—Deseo.
Lena sonrió y le pasó la mano entre los cabellos.
—Fuera lo que fuera, tenía miedo.
—Pensaba que tenías miedo de mí.
— No, solo de lo que me hacías sentir.
—¿Por eso me evitabas?
—¿Tan evidente era?
—Mm... —asintió Julia—. En cuanto yo aparecía, tú salías corriendo.
—No quería estar a solas contigo en la misma habitación. Parecías consumir todo el aire, y apenas podía respirar —gimió cuando Julia le humedeció el pezón con la lengua—. Contigo me sigue faltando el aire.
—No puedo mantener en secreto lo que me provocas tú a mí —dijo Julia empujando dentro de ella.
Ella le apretó las nalgas y lo hizo profundizar en su avance.
—Úsame, Julia. Úsame.
—No, Lena. He usado a muchas mujeres esto es diferente.
Lena quería encontrar un modo de complacerla, pero no tuvo más remedio que abandonarse al placer que Julia le brindaba. Su excitación la llenó de nuevo, y las paredes internas de su cuerpo se cerraron sobre su miembro como un puño. Se estremeció a cada embestida y se arqueó hacia ella.
De repente, otra sensación se movió en espiral dentro de su vientre. Al principio pensó que lo había imaginado, pero las sacudidas fueron incrementándose y entonces se dio cuenta de lo que las provocaba.
Le entró el pánico y se puso rígida bajo el peso de Julia.
—No, no... ¡Para! —le agarró la cabeza y se la apartó de los pechos. Le hizo sacar su miembro y presionó con fuerza los muslos—. Para, para.
—¿Lena? —Julia respiraba a trompicones, y le costó varios segundos enfocar la vista—. ¿Qué pasa, Lena? ¿Te he hecho daño?
El corazón se le contrajo de dolor cuando ella le dio la espalda, juntó las rodillas al pecho y formó un ovillo con su cuerpo.
—Dios mío, ¿qué ha pasado? Dímelo.
Julia no se había sentido nunca tan asustada e inútil. Habían estado haciendo el amor y, de pronto, Lena estaba llorando.
—¿Qué ocurre? —le puso una mano en el hombro, haciendo que se estremeciera por el contacto—. ¿Quieres que llame al médico? — su única respuesta fue un sollozo—. Por amor de Dios, Lena, dime al menos si te duele algo.
—No —gimió ella—. No es eso.
—Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué me has detenido? ¿Te estaba haciendo daño?
—He sentido que el bebé se movía.
Lo dijo con el rostro pegado contra la almohada, por lo que a Julia le costó descifrar las palabras. Pero cuando las comprendió, pudo respirar con alivio.
—¿Es la primera vez?
—Sí. El médico me dijo que pronto empezaría a sentirlo.
Julia sonrió. Su hijo le había hablado, pero a Lena la preocupaba. La volvió a tocar en el hombro, y esa vez no le apartó la mano.
—Está bien, Lena. Al bebé no le pasara nada si tenemos cuidado.
Ella se sentó bruscamente y lo miró furiosa.
—Pero tú no lo has tenido, ¿verdad?
Julia miró incrédula cómo se levantaba, se envolvía con una sábana y se acercaba a la ventana. Estaba dolida y enfadada. Se levantó también y se puso los pantalones de un violento tirón.
—Supongo que no, Lena. ¿Por qué no me lo dijiste? —ella no le oyó acercarse, por lo que se sobresaltó cuando se dio la vuelta y lo encontró tan cerca—. Ojalá lo hubieras compartido conmigo.
—¡Es el hijo de alguien más! ¿No ves en la clase de mujer que me convierte eso?
Su furia dejó paso a la angustia. Las lágrimas empezaron a afluir a sus ojos. Se aferró a la sábana que la envolvía como si fuera Eva sujetándose la hoja de parra para cubrir su vergüenza.
—¿Qué clase de mujer te hace?
Ella negó con la cabeza, incapaz de formular con palabras sus pensamientos.
—Lo que hemos hecho... —balbució—. El modo en que me he comportado mientras hacíamos el amor...
—Sigue —la apremió Julia.
—No sé quién soy. Te amo, pero llevo el hijo de tu hermano.
—Mikhaíl está muerto. Nosotros seguimos vivas.
—He intentado negármelo, pero tus padres tenían razón al decir que distraje a Mikhaíl de su misión.
—¿Qué quieres decir?
—La noche que entró en mi dormitorio no tenía intención de hacerme el amor. Yo lo besé y le supliqué que se quedara conmigo, que no hiciera ese viaje y que nos casáramos.
—Ya me has contado esto. Dijiste que se fue, pero que luego volvió.
—Eso es.
—Entonces no puedes acusarte a ti misma por haberlo seducido. Mikhaíl tomó su propia decisión.
Ella apoyó la cabeza en la jamba de la ventana y perdió la mirada entre las persianas.
—¿No lo entiendes? Solo volvió para darme un beso de buenas noches. Yo estaba desesperada y él debió de notarlo.
Julia sentía un nudo en el estómago ¿Hasta cuándo podría mantener esa mentira?
—Fue decisión suya —insistió con firmeza
—Pero si esa noche no hubiera pasado nada seguiría con vida. En aquel momento no se me ocurrió que podría quedarme embarazada, pero tal vez Mikhaíl sí lo pensó. Quizá fuera ese pensamiento lo que lo distrajo hasta el punto de dejarse atrapar. Yo no tenía la menor intención de apartarlo de su misión, porque era a ti a quien amaba de verdad. Ahora he hecho el amor contigo y llevo en mí al hijo de Mikhaíl. Mi bebé nunca podrá conocer a su padre por mi culpa.
Julia se quedó un momento de pie antes de volver a la cama y sentarse en el borde, con los codos apoyados en las rodillas y la vista fija en la alfombra.
—No tienes razón para sentirte culpable, Lena.
—No intentes que me sienta mejor. Me doy asco de mí misma.
—Escúchame —le dijo con voz cortante—. Escúchame bien. No tienes la culpa de nada; ni de seducirlo para que te hiciera el amor, ni de distraerlo de su misión, ni de llevarlo hasta la muerte. Ni tampoco tienes que sentirte culpable de acostarte conmigo aunque lleves al hijo de Mikhaíl.
Lena se volvió para mirarla, perpleja. La luna iluminaba un lado de su cara, manteniendo el otro en sombras. Mejor así, Julia. De ese modo no vería su expresión cuando se lo confesara.
—Mikhaíl no es el padre de tu hijo, Lena. Yo soy su madre. Fui yo quien entró en tu dormitorio aquella noche, no Mikhaíl. Fue conmigo con quien hiciste el amor.
Ella la miró con los ojos muy abiertos. Lentamente, se apartó de la ventana y se dejó caer al suelo. La manta la cubrió casi por completo, dejando ver tan solo su cara pálida y sus manos.
—Eso es imposible —dijo con un hilo de voz.
—Es la verdad.
Negó furiosamente con la cabeza.
—Mikhaíl entró en mi cuarto. Yo lo vi.
—Me viste a mí. La habitación estaba a oscuras. Cuando abrí la puerta, solo pudiste ver una silueta recortada contra la luz.
—¡Era Mikhaíl!
—Pasé por delante de tu puerta y te oí llorar. Quise llamar a Mikhaíl, pero estaba enfrascado en una conversación con mis padres, así que entré yo en su lugar.
—No —dijo sin apenas voz.
—Antes de que pudiera decir nada, te sentaste en la cama y me confundiste con Mikhaíl.
—No te creo.
—Entonces, ¿cómo se supone que lo sé? Me tendiste los brazos, antes de cerrar la puerta pude ver las lágrimas en tus ojos. Reconozco que tendría que haber aclarado la confusión, pero no quise hacerlo. Y ahora me alegro por ello.
—No quiero oír más —se tapó los oídos con las manos.
—Sabía que estabas sufriendo, Lena —siguió Julia—. Estabas dolida y necesitabas consuelo. Sinceramente, no creo que Mikhaíl te hubiera dado lo que te hacía falta.
—Pero tú sí.
—Yo sí —se levantó de la cama y se acercó a ella—. Me pediste que te abrazara, Lena.
—¡Se lo pedí a Mikhaíl!
—Pero Mikhaíl no estaba allí, ¿verdad? —gritó Julia—. Estaba hablando con mis padres de sus estúpidos planes cuando tendría que haber estado con su novia.
—¡Hice el amor con Mikhaíl! —chilló en un último intento por negar lo que estaba oyendo.
—Estabas preocupada y habías estado llorando. Mikhaíl y yo éramos muy parecidos físicamente y los dos vestíamos igual. Y tampoco pudiste reconocerme por la voz, ya que no dije nada.
—Pero hubiera sabido la diferencia.
—¿Con quién me hubieras comparado? Nunca tuviste otro amante. No me buscabas a mí. Buscabas a Mikhaíl, pero no se te ocurrió que pudiera ser otra persona. Y te aferraste a mí como una mosca a un tarro de miel...
—Calla. No...
—Tienes que reconocer, Lena, que Mikhaíl nunca te había besado así, ¿verdad?
—Yo...
—¡Admítelo!
—¡No pienso hacerlo!
—Bien, puedes negarlo si quieres, pero sabes que tengo razón. En el momento en que te toqué, te derretiste en mis brazos.
—No sabía que eras tú.
—No hubiera supuesto ninguna diferencia.
—¡Claro que sí!
—No, y lo sabes muy bien.
—¿Cómo pudiste caer tan bajo? ¿Cómo pudiste engañarme así? ¿Cómo...? —se le rasgó la voz.
Julia se arrodilló frente a ella. Ya no sentía furia sino honestidad.
—Porque te amaba —ella lo miró sin decir nada—. Porque llevaba años deseándote,
Lena. Sentía por ti un deseo que iba mucho más allá de la lujuria. Cuando te vi en la cama, desnuda, dulce y excitada... Al principio solo pensé abrazarte y darte
un beso antes de decirte quién era. Pero en cuanto sentí tus labios y tu lengua contra la mía, y tus pechos... —se encogió de hombros—. No pude detener la avalancha. Me sorprendió que fueras virgen —continuó tras una pausa—. Pero ni siquiera eso me detuvo. Solo pensaba en aliviar tu dolor con todo mi amor. Por primera vez en mi vida sentía que estaba haciendo algo bueno. Tu misma me lo has dicho.
—Pensé que me refería a Mikahíl.
—Pero no fue él. Yo fui tu amante. Recuerda esa noche y compárala con esta. Sabes que no te miento —se puso de pie y caminó sobre la alfombra—. Una vez que hice el amor contigo ya no podía abandonarte. Pensé de qué modo podría seducirte poco a poco, para que cuando Mikhaíl volviera ya no quisieras seguir con él —se paró y le sonrió—. Cuando me dijiste que estabas embarazada, apenas pude reprimir mi alegría. Y esta noche, cuando me has dicho que el bebé se ha movido, me he sentido igualmente feliz.
Lena miró hacia la cama, recordando lo que había pasado minutos antes. Era horrible, pero lo creía. Estaba todo demasiado claro.
—¿Por qué no me lo dijiste, Julia? ¡Hice el amor con alguien creyendo que era otra persona!
—Al principio no te lo dije porque pensé que seguías enamorada de Mikhaíl. Te hubiera destrozado saber que le habías sido infiel.
—Estaba enamorada de él.
—¡No lo estabas, maldita sea! Era yo quien lo estaba de ti.
—¿Y después? ¿Por qué me lo seguiste ocultando?
—No quería hacerte daño.
—¿Y no crees que ahora me lo has hecho?
—No debería ser así. Eres libre, Lena. La culpa es solo mía. Tú eres inocente, pero tienes una tendencia masoquista a asumir la responsabilidad por los fallos ajenos —soltó un profundo suspiro—. Además, quería hacer lo correcto y sentía que debía guardar el secreto por lealtad a Mikhaíl. Mientras yo me dedicaba a buscar mujeres y armar broncas, él entregaba su vida a hacer el bien. Tomé algo que le pertenecía... aunque en el fondo era yo quien más te amaba —avanzó otro paso hacia ella—. Quería que fueras parte de mi vida, pero sabía que el precio sería demasiado alto.
—¿De qué estás hablando, Julia? Me parece que hasta hoy has conseguido todo sin pagar nada a cambio.
—Primero fue oírte gritar el nombre de mi hermano mientras yo te llevaba al orgasmo—ella agachó la cabeza—. Después fue soportar que durante todo este tiempo creyeras que había sido él quien te abrió las puertas del placer. También
está aquella noche en Monterico, cuando te dormiste abrazada entre mis brazos sin que pudiera declararte mi amor. Y el precio más alto, sin duda, ha sido tu convicción de que tu hijo era de otro y no mío.
Al oír todo aquello, Lena estuvo a punto de perdonarla. Casi sucumbió al estremecimiento de sus palabras y a la fuerza de sus ojos, casi se arrojó en sus brazos.
Pero no podía. Lo que Julia le había hecho era imperdonable.
—¿Por qué me lo has contado ahora?
—Porque te estabas culpando por la muerte de Mikhaíl. Su muerte no tiene nada que ver contigo. No podías haberlo evitado de ningún modo. No puedo soportar eso, Lena, y no estoy dispuesta a que te pases la vida lamentándote por haber hecho de tu hijo un huérfano —le tomó la mano. Estaba fría e inerte al tacto—. Te quiero, Lena.
—El amor no se basa en la mentira, Julia —respondió ella apartando la mano—. Me has estado engañando durante meses. ¿Qué quieres que haga?
—Que me ames tú también.
—¡Me has puesto en ridículo!
—¡Te he puesto en el lugar que te corresponde como mujer! —tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la ira—. Si dejaras de mortificarte con el remordimiento, verías las cosas claras. Aquella noche fue lo mejor que nos pudo pasar a ambas. Nos liberó a las dos.
—¿Liberar? Tendré que vivir con la carga de esa noche el resto de mi vida.
—¿Quieres decir que mi hijo es una carga?
—No, no me refiero al bebé. Me refiero a la culpa. A haber hecho el amor con la hermana de mi novio.
—Oh... —soltó una palabrota—. ¿Otra vez volvemos a eso?
—Sí. Y estoy cansada del tema. Llévame a casa.
—Ni hablar. No hasta que aclaremos todo esto.
—Llévame a casa —repitió en tono inflexible—. Si no lo haces tú, me iré yo misma en uno de tus coches.
—O te quedas aquí o...
—No te molestes en amenazarme. Ya no das miedo. ¿Qué peor daño me podrías causar del que ya has hecho?
Julia apretó la mandíbula y la miró con ojos encendidos de rabia. De repente, su expresión se volvió fría como el hielo y se apartó de ella. Sacó una camisa del armario y se puso las botas.
—Vístete —le ordenó sin apenas mover los labios—. Volveré por ti en cinco minutos.
Ella estaba lista cuando volvió a buscarla. Bajó delante de Julia por las escaleras y se dirigieron hacia el garaje, donde estaba aparcado el Lincoln.
Ninguna de los dos pronunció palabra del camino al pueblo. Julia pisó a fondo el acelerador y se agarró con fuerza al volante. Cuando llegó al apartamento de Lena, frenó con tanta brusquedad que ella se vio empujada hacia delante. Julia alargó un brazo y le abrió la puerta para que saliera.
—Lena —le dijo desde el asiento cuando ella estuvo fuera—. He hecho cosas terribles, casi todas por pura mezquindad. Pero en esta ocasión he intentado hacer lo mejor. Quería cuidar de ti y de mi hijo —soltó una risa amarga—. Pero no hay manera. Incluso cuando intento hacer las cosas bien, lo estropeo todo. Tal vez sea cierto lo que la gente dice de Julia Volkova: que no hay nada bueno en ella —volvió a alargar el brazo y cerró la puerta.
El coche salió disparado del aparcamiento, soltando una lluvia de grava a su paso.
Lena entró en su apartamento, apática y agotada. Vio los restos de la cena de la noche anterior, cuando Roxy y Gary las interrumpieron. ¿Tan solo había pasado un día desde entonces? Parecía que habían transcurrido años.
No encendió ninguna lámpara de camino al dormitorio. La casa estaba oscura, fría, vacía... No como el cuarto de Julia.
No, no iba a pensar en eso.
Era inútil. Los recuerdos la asaltaban, y recordaba vivamente cada tacto, cada beso y cada palabra. Recordó la expresión de sus ojos justo antes de que se marchara. ¿De verdad había intentado hacer lo correcto manteniendo su secreto?
Ciertamente, no se había mostrado grosera con ella la mañana en la que Mikhaíl se fue. Al contrario, había sido más atenta que de costumbre. Si todo hubiera sido un cruel engaño por su parte, se habría regodeado con el resultado.
¿La amaría de verdad? Había estado dispuesta a renunciar a su hijo. ¿No era eso un sacrificio por amor?
Y si la amaba, ¿dónde estaba el problema Julia había sido su única amante. El encanto de la noche mágica fue tan solo de ellas dos ¡Tendría que haberlo presentido!
Cuando Julia la penetraba, ¿no sentía que su cuerpo era como una extensión del suyo ¿Acaso no sentía que con el acto amoroso era ella misma?
Durante años había estado atada a Mikhaíl, a los Volkov y al pueblo. Había estado dispuesta a casarse aun sabiendo que no amaba a Mikhaíl lo suficiente. No del modo en que amaba a Julia. Con Mikhaíl hubiera vivido en una constante represión de sus anhelos más íntimos mientras que con Julia se atrevía a dar todo lo que era.
Julia la había enseñado a ser dueña de su propio destino. ¿No era esa razón suficiente para perdonarla y amarla como se merecía?
Pensaría en ello al día siguiente. Tal vez le llamara y le pidiera disculpas por su intolerancia. Juntas encontrarían algún modo de salir adelante.
Se desnudó con desgana y, tras ponerse el camisón, se acostó. No podía dormir. Había dormido la mayor parte del día y las sirenas que se oían por las calles del pueblo tampoco le daban la paz que necesitaba.
Al cabo de un rato, cuando había conseguido dejar de pensar en Julia lo suficiente para poder dormir, sonó el teléfono.
Al despertar le costó un momento orientarse. Permaneció tumbada sin moverse, mirando a su alrededor con ojos soñolientos, hasta que reconoció el dormitorio de Julia.
Los recuerdos la invadieron de golpe. Demasiadas cosas habían ocurrido desde la noche anterior, cuando Julia fue a visitarla con un ramo de rosas.
A través de las persianas se filtraba la luz violeta del crepúsculo. La luna empezaba a aparecer en el cielo, y a su lado lucía una brillante estrella como un lunar plateado junto a una sonrisa.
Bostezó y se estiró antes de enderezarse a medias y sacudirse el pelo. Tenía la camiseta enrollada en la cintura, y las piernas desnudas y suaves al tacto después de habérselas depilado en la ducha con una de las navajas que tenía Julia. Apartó la manta y se dispuso a levantarse, Entonces emitió un grito ahogado.
Julia estaba acostada de espaldas junto a ella, completamente inmóvil y con las manos bajo la cabeza, contemplándola. A Lena le pareció inapropiado decir cualquier cosa, por lo que también guardó silencio.
Se había duchado y descansado un poco mientras ella dormía, y su pelo tenía el mismo aspecto caótico que de costumbre. Aquellos cabellos negros y despeinados eran un rasgo tan típicamente suyo, que Lena deseó alargar el brazo para tocarlos. Pero eso tampoco parecía apropiado.
Se limitó a mirarla con la misma intensidad con la que ella la miraba. El deseo vibraba entre ellas como las cuerdas de un arpa y, aunque todos sus sentidos clamaban por unirse, los dos respetaron el tácito acuerdo de limitarse a la vista.
Los ojos de Julia no se movieron, pero Lena sabía que la estaba contemplando de arriba abajo. Su pelo, el rostro, la boca, los pechos... ¿Cómo podría no fijarse en sus pechos? Los pezones se marcaban contra la fina tela de la camiseta.
Tampoco podía obviar el triángulo de lencería que se mostraba entre sus muslos desnudos. Bajo su ardiente mirada, las partes más erógenas de su cuerpo empezaron a temblar con doloroso placer. Pero Lena siguió sin apartar los ojos de los suyos. Se fijó en que la superficie inferior de los brazos de Julia no estaba tan bronceada como el resto de su piel. Quiso hincarle los dientes en sus bíceps endurecidos, pero sintió que no podía tomar la iniciativa. Además, un atrevimiento semejante estaba más allá de su escasa experiencia.
Desde la noche en Monterico se había quedado fascinada por su torso desnudo, pero en esos momentos observó cada detalle de sus pequeños senos y sus
marcados abdominales. Estaba acostada con las piernas cruzadas por los tobillos. Solo llevaba puestos unos vaqueros.
Y estaban desabrochados.
Era el tipo de pantalón de los trabajadores, con las costuras deshilachadas y la tela descolorida. Se ceñían a sus muslos y a su parte del cuerpo más excitable, y una cinta de vello púbico subía entre la abertura. Lena se dio cuenta de que llevaba un rato conteniendo la respiración. Cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro. Era fácil imaginarse lo que había pasado. Julia se había duchado y acostado sin molestarse en abrocharse los botones.
Volvió a abrir los ojos y se fijó en su vientre, liso y duro. Con cada respiración, sus músculos se movían de un modo irresistible mente erótico.
Sentía que la estaba hipnotizando. ¿Cómo resistirse?
Entonces lo tocó.
Con la punta de los dedos le rozó el piel entre sus pequeños senos y bajó hasta d ombligo. Notó que su piel estaba cálida y llena de vitalidad. La energía emanaba de sus poros y le transmitía corrientes eléctricas a las yemas de los dedos. Lena se sintió débil e indefensa ante su fuerza masculina.
Sin poder detenerse, bajó más la mano. El pelo que encontró entre los botones del pantalón era más oscuro, denso y mullido.
Dudó un segundo y giró la cabeza para mirarla. Al ver su rostro, dejó escapar un gemido.
Los ojos de Julia estaban llenos de lágrimas. No se había movido ni un centímetro ni había dicho nada, pero estaba embriagada por la emoción.
Aquello alcanzó a Lena en lo más profundo de su ser. A Julia jamás le habían demostrado amor.
A Lena se le esfumaron todas las dudas y sin pensarlo, introdujo la mano en sus vaqueros.
Un poderoso latido explotó en el pecho de Julia. Estiró la mano para agarrar la sábana y apretó los dientes en una mueca de éxtasis. Las lágrimas cayeron de sus ojos cuando los cerró por la fuerza de la pasión que lo inundaba.
Se llevó las manos a la cintura y se quitó os vaqueros de un tirón. Lena bajó la vista hasta su mano. El miembro de Julia se la llenaba. Admiró su tamaño y excitación, y se deleitó con el tacto de su calor y dureza.
Movida por el más puro instinto, se dio la vuelta y apoyó la mejilla en su muslo. Sus cabellos se extendieron sobre él como un manto de seda. Lo amaba con desesperación y quería demostrarle lo maravilloso que le parecía en cuerpo y alma. Separó la cabeza del muslo, la volvió a inclinar y le besó.
Lo que ocurrió después estuvo más allá de su comprensión y de sus fantasías. Julia soltó un gemido y le quitó las braguitas sin que ella se diera cuenta cómo. Sintió sus manos en los muslos y la manera en que la tocaba con una sensualidad increíble.
El mundo se hizo un torbellino de sensaciones a su alrededor; ella se sumergió en esa aterciopelada atmósfera de delicia, donde no había lugar para la crudeza ni la ambigüedad todo era belleza, luz y plenitud.
—Abre los ojos, Lena. Mira a quien te ama.
Ella lo hizo. Su mirada estaba nublada por la pasión, pero Julia supo que la reconocía; con un rápido empujón, se introdujo en su fuente de calor. Mientras avanzaba por su interior, contempló extasiado el rostro de Lena y cómo su expresión respondía al ritmo de sus sacudidas. Y vio cómo se hacía la luz en sus ojos cuando aceleró el ritmo para culminar en el nivel más alto de la excitación.
—Eres preciosa y te amo, Lena. Siempre te he amado —le susurró al oído. Sus cabellos pelirrojos se mezclaban con los suyos sobre la almohada—. Te quiero.
—Yo también te quiero, Julia —ella le acarició la cara, las cejas y los labios, para convencerse de que era real y de que no lo había soñado.
—¿Recuerdas lo que te prometí?
—Sí. Y has cumplido con tu promesa. Ha sido maravilloso, como dijiste que sería.
—Tú eres maravillosa —enfatizó Julia, y se intentó mover.
—No. Quédate dentro de mí.
—Lo intento —le susurró contra sus labios—, pero aún no te he besado —lo remedió con un profundo beso que se alargó hasta que ambos quedaron sin aire.
Julia le quitó la camiseta y le contempló los pechos.
—Lo que te he dicho es verdad, Lena. Te he querido durante mucho tiempo, pero no podía hacer nada. Pertenecías a Mikhaíl, y yo no tuve más remedio que aceptarlo, igual que todo el mundo. Incluida tú.
—Sentía que había algo entre nosotros, pero no sabía qué era.
—Deseo.
Lena sonrió y le pasó la mano entre los cabellos.
—Fuera lo que fuera, tenía miedo.
—Pensaba que tenías miedo de mí.
— No, solo de lo que me hacías sentir.
—¿Por eso me evitabas?
—¿Tan evidente era?
—Mm... —asintió Julia—. En cuanto yo aparecía, tú salías corriendo.
—No quería estar a solas contigo en la misma habitación. Parecías consumir todo el aire, y apenas podía respirar —gimió cuando Julia le humedeció el pezón con la lengua—. Contigo me sigue faltando el aire.
—No puedo mantener en secreto lo que me provocas tú a mí —dijo Julia empujando dentro de ella.
Ella le apretó las nalgas y lo hizo profundizar en su avance.
—Úsame, Julia. Úsame.
—No, Lena. He usado a muchas mujeres esto es diferente.
Lena quería encontrar un modo de complacerla, pero no tuvo más remedio que abandonarse al placer que Julia le brindaba. Su excitación la llenó de nuevo, y las paredes internas de su cuerpo se cerraron sobre su miembro como un puño. Se estremeció a cada embestida y se arqueó hacia ella.
De repente, otra sensación se movió en espiral dentro de su vientre. Al principio pensó que lo había imaginado, pero las sacudidas fueron incrementándose y entonces se dio cuenta de lo que las provocaba.
Le entró el pánico y se puso rígida bajo el peso de Julia.
—No, no... ¡Para! —le agarró la cabeza y se la apartó de los pechos. Le hizo sacar su miembro y presionó con fuerza los muslos—. Para, para.
—¿Lena? —Julia respiraba a trompicones, y le costó varios segundos enfocar la vista—. ¿Qué pasa, Lena? ¿Te he hecho daño?
El corazón se le contrajo de dolor cuando ella le dio la espalda, juntó las rodillas al pecho y formó un ovillo con su cuerpo.
—Dios mío, ¿qué ha pasado? Dímelo.
Julia no se había sentido nunca tan asustada e inútil. Habían estado haciendo el amor y, de pronto, Lena estaba llorando.
—¿Qué ocurre? —le puso una mano en el hombro, haciendo que se estremeciera por el contacto—. ¿Quieres que llame al médico? — su única respuesta fue un sollozo—. Por amor de Dios, Lena, dime al menos si te duele algo.
—No —gimió ella—. No es eso.
—Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué me has detenido? ¿Te estaba haciendo daño?
—He sentido que el bebé se movía.
Lo dijo con el rostro pegado contra la almohada, por lo que a Julia le costó descifrar las palabras. Pero cuando las comprendió, pudo respirar con alivio.
—¿Es la primera vez?
—Sí. El médico me dijo que pronto empezaría a sentirlo.
Julia sonrió. Su hijo le había hablado, pero a Lena la preocupaba. La volvió a tocar en el hombro, y esa vez no le apartó la mano.
—Está bien, Lena. Al bebé no le pasara nada si tenemos cuidado.
Ella se sentó bruscamente y lo miró furiosa.
—Pero tú no lo has tenido, ¿verdad?
Julia miró incrédula cómo se levantaba, se envolvía con una sábana y se acercaba a la ventana. Estaba dolida y enfadada. Se levantó también y se puso los pantalones de un violento tirón.
—Supongo que no, Lena. ¿Por qué no me lo dijiste? —ella no le oyó acercarse, por lo que se sobresaltó cuando se dio la vuelta y lo encontró tan cerca—. Ojalá lo hubieras compartido conmigo.
—¡Es el hijo de alguien más! ¿No ves en la clase de mujer que me convierte eso?
Su furia dejó paso a la angustia. Las lágrimas empezaron a afluir a sus ojos. Se aferró a la sábana que la envolvía como si fuera Eva sujetándose la hoja de parra para cubrir su vergüenza.
—¿Qué clase de mujer te hace?
Ella negó con la cabeza, incapaz de formular con palabras sus pensamientos.
—Lo que hemos hecho... —balbució—. El modo en que me he comportado mientras hacíamos el amor...
—Sigue —la apremió Julia.
—No sé quién soy. Te amo, pero llevo el hijo de tu hermano.
—Mikhaíl está muerto. Nosotros seguimos vivas.
—He intentado negármelo, pero tus padres tenían razón al decir que distraje a Mikhaíl de su misión.
—¿Qué quieres decir?
—La noche que entró en mi dormitorio no tenía intención de hacerme el amor. Yo lo besé y le supliqué que se quedara conmigo, que no hiciera ese viaje y que nos casáramos.
—Ya me has contado esto. Dijiste que se fue, pero que luego volvió.
—Eso es.
—Entonces no puedes acusarte a ti misma por haberlo seducido. Mikhaíl tomó su propia decisión.
Ella apoyó la cabeza en la jamba de la ventana y perdió la mirada entre las persianas.
—¿No lo entiendes? Solo volvió para darme un beso de buenas noches. Yo estaba desesperada y él debió de notarlo.
Julia sentía un nudo en el estómago ¿Hasta cuándo podría mantener esa mentira?
—Fue decisión suya —insistió con firmeza
—Pero si esa noche no hubiera pasado nada seguiría con vida. En aquel momento no se me ocurrió que podría quedarme embarazada, pero tal vez Mikhaíl sí lo pensó. Quizá fuera ese pensamiento lo que lo distrajo hasta el punto de dejarse atrapar. Yo no tenía la menor intención de apartarlo de su misión, porque era a ti a quien amaba de verdad. Ahora he hecho el amor contigo y llevo en mí al hijo de Mikhaíl. Mi bebé nunca podrá conocer a su padre por mi culpa.
Julia se quedó un momento de pie antes de volver a la cama y sentarse en el borde, con los codos apoyados en las rodillas y la vista fija en la alfombra.
—No tienes razón para sentirte culpable, Lena.
—No intentes que me sienta mejor. Me doy asco de mí misma.
—Escúchame —le dijo con voz cortante—. Escúchame bien. No tienes la culpa de nada; ni de seducirlo para que te hiciera el amor, ni de distraerlo de su misión, ni de llevarlo hasta la muerte. Ni tampoco tienes que sentirte culpable de acostarte conmigo aunque lleves al hijo de Mikhaíl.
Lena se volvió para mirarla, perpleja. La luna iluminaba un lado de su cara, manteniendo el otro en sombras. Mejor así, Julia. De ese modo no vería su expresión cuando se lo confesara.
—Mikhaíl no es el padre de tu hijo, Lena. Yo soy su madre. Fui yo quien entró en tu dormitorio aquella noche, no Mikhaíl. Fue conmigo con quien hiciste el amor.
Ella la miró con los ojos muy abiertos. Lentamente, se apartó de la ventana y se dejó caer al suelo. La manta la cubrió casi por completo, dejando ver tan solo su cara pálida y sus manos.
—Eso es imposible —dijo con un hilo de voz.
—Es la verdad.
Negó furiosamente con la cabeza.
—Mikhaíl entró en mi cuarto. Yo lo vi.
—Me viste a mí. La habitación estaba a oscuras. Cuando abrí la puerta, solo pudiste ver una silueta recortada contra la luz.
—¡Era Mikhaíl!
—Pasé por delante de tu puerta y te oí llorar. Quise llamar a Mikhaíl, pero estaba enfrascado en una conversación con mis padres, así que entré yo en su lugar.
—No —dijo sin apenas voz.
—Antes de que pudiera decir nada, te sentaste en la cama y me confundiste con Mikhaíl.
—No te creo.
—Entonces, ¿cómo se supone que lo sé? Me tendiste los brazos, antes de cerrar la puerta pude ver las lágrimas en tus ojos. Reconozco que tendría que haber aclarado la confusión, pero no quise hacerlo. Y ahora me alegro por ello.
—No quiero oír más —se tapó los oídos con las manos.
—Sabía que estabas sufriendo, Lena —siguió Julia—. Estabas dolida y necesitabas consuelo. Sinceramente, no creo que Mikhaíl te hubiera dado lo que te hacía falta.
—Pero tú sí.
—Yo sí —se levantó de la cama y se acercó a ella—. Me pediste que te abrazara, Lena.
—¡Se lo pedí a Mikhaíl!
—Pero Mikhaíl no estaba allí, ¿verdad? —gritó Julia—. Estaba hablando con mis padres de sus estúpidos planes cuando tendría que haber estado con su novia.
—¡Hice el amor con Mikhaíl! —chilló en un último intento por negar lo que estaba oyendo.
—Estabas preocupada y habías estado llorando. Mikhaíl y yo éramos muy parecidos físicamente y los dos vestíamos igual. Y tampoco pudiste reconocerme por la voz, ya que no dije nada.
—Pero hubiera sabido la diferencia.
—¿Con quién me hubieras comparado? Nunca tuviste otro amante. No me buscabas a mí. Buscabas a Mikhaíl, pero no se te ocurrió que pudiera ser otra persona. Y te aferraste a mí como una mosca a un tarro de miel...
—Calla. No...
—Tienes que reconocer, Lena, que Mikhaíl nunca te había besado así, ¿verdad?
—Yo...
—¡Admítelo!
—¡No pienso hacerlo!
—Bien, puedes negarlo si quieres, pero sabes que tengo razón. En el momento en que te toqué, te derretiste en mis brazos.
—No sabía que eras tú.
—No hubiera supuesto ninguna diferencia.
—¡Claro que sí!
—No, y lo sabes muy bien.
—¿Cómo pudiste caer tan bajo? ¿Cómo pudiste engañarme así? ¿Cómo...? —se le rasgó la voz.
Julia se arrodilló frente a ella. Ya no sentía furia sino honestidad.
—Porque te amaba —ella lo miró sin decir nada—. Porque llevaba años deseándote,
Lena. Sentía por ti un deseo que iba mucho más allá de la lujuria. Cuando te vi en la cama, desnuda, dulce y excitada... Al principio solo pensé abrazarte y darte
un beso antes de decirte quién era. Pero en cuanto sentí tus labios y tu lengua contra la mía, y tus pechos... —se encogió de hombros—. No pude detener la avalancha. Me sorprendió que fueras virgen —continuó tras una pausa—. Pero ni siquiera eso me detuvo. Solo pensaba en aliviar tu dolor con todo mi amor. Por primera vez en mi vida sentía que estaba haciendo algo bueno. Tu misma me lo has dicho.
—Pensé que me refería a Mikahíl.
—Pero no fue él. Yo fui tu amante. Recuerda esa noche y compárala con esta. Sabes que no te miento —se puso de pie y caminó sobre la alfombra—. Una vez que hice el amor contigo ya no podía abandonarte. Pensé de qué modo podría seducirte poco a poco, para que cuando Mikhaíl volviera ya no quisieras seguir con él —se paró y le sonrió—. Cuando me dijiste que estabas embarazada, apenas pude reprimir mi alegría. Y esta noche, cuando me has dicho que el bebé se ha movido, me he sentido igualmente feliz.
Lena miró hacia la cama, recordando lo que había pasado minutos antes. Era horrible, pero lo creía. Estaba todo demasiado claro.
—¿Por qué no me lo dijiste, Julia? ¡Hice el amor con alguien creyendo que era otra persona!
—Al principio no te lo dije porque pensé que seguías enamorada de Mikhaíl. Te hubiera destrozado saber que le habías sido infiel.
—Estaba enamorada de él.
—¡No lo estabas, maldita sea! Era yo quien lo estaba de ti.
—¿Y después? ¿Por qué me lo seguiste ocultando?
—No quería hacerte daño.
—¿Y no crees que ahora me lo has hecho?
—No debería ser así. Eres libre, Lena. La culpa es solo mía. Tú eres inocente, pero tienes una tendencia masoquista a asumir la responsabilidad por los fallos ajenos —soltó un profundo suspiro—. Además, quería hacer lo correcto y sentía que debía guardar el secreto por lealtad a Mikhaíl. Mientras yo me dedicaba a buscar mujeres y armar broncas, él entregaba su vida a hacer el bien. Tomé algo que le pertenecía... aunque en el fondo era yo quien más te amaba —avanzó otro paso hacia ella—. Quería que fueras parte de mi vida, pero sabía que el precio sería demasiado alto.
—¿De qué estás hablando, Julia? Me parece que hasta hoy has conseguido todo sin pagar nada a cambio.
—Primero fue oírte gritar el nombre de mi hermano mientras yo te llevaba al orgasmo—ella agachó la cabeza—. Después fue soportar que durante todo este tiempo creyeras que había sido él quien te abrió las puertas del placer. También
está aquella noche en Monterico, cuando te dormiste abrazada entre mis brazos sin que pudiera declararte mi amor. Y el precio más alto, sin duda, ha sido tu convicción de que tu hijo era de otro y no mío.
Al oír todo aquello, Lena estuvo a punto de perdonarla. Casi sucumbió al estremecimiento de sus palabras y a la fuerza de sus ojos, casi se arrojó en sus brazos.
Pero no podía. Lo que Julia le había hecho era imperdonable.
—¿Por qué me lo has contado ahora?
—Porque te estabas culpando por la muerte de Mikhaíl. Su muerte no tiene nada que ver contigo. No podías haberlo evitado de ningún modo. No puedo soportar eso, Lena, y no estoy dispuesta a que te pases la vida lamentándote por haber hecho de tu hijo un huérfano —le tomó la mano. Estaba fría e inerte al tacto—. Te quiero, Lena.
—El amor no se basa en la mentira, Julia —respondió ella apartando la mano—. Me has estado engañando durante meses. ¿Qué quieres que haga?
—Que me ames tú también.
—¡Me has puesto en ridículo!
—¡Te he puesto en el lugar que te corresponde como mujer! —tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la ira—. Si dejaras de mortificarte con el remordimiento, verías las cosas claras. Aquella noche fue lo mejor que nos pudo pasar a ambas. Nos liberó a las dos.
—¿Liberar? Tendré que vivir con la carga de esa noche el resto de mi vida.
—¿Quieres decir que mi hijo es una carga?
—No, no me refiero al bebé. Me refiero a la culpa. A haber hecho el amor con la hermana de mi novio.
—Oh... —soltó una palabrota—. ¿Otra vez volvemos a eso?
—Sí. Y estoy cansada del tema. Llévame a casa.
—Ni hablar. No hasta que aclaremos todo esto.
—Llévame a casa —repitió en tono inflexible—. Si no lo haces tú, me iré yo misma en uno de tus coches.
—O te quedas aquí o...
—No te molestes en amenazarme. Ya no das miedo. ¿Qué peor daño me podrías causar del que ya has hecho?
Julia apretó la mandíbula y la miró con ojos encendidos de rabia. De repente, su expresión se volvió fría como el hielo y se apartó de ella. Sacó una camisa del armario y se puso las botas.
—Vístete —le ordenó sin apenas mover los labios—. Volveré por ti en cinco minutos.
Ella estaba lista cuando volvió a buscarla. Bajó delante de Julia por las escaleras y se dirigieron hacia el garaje, donde estaba aparcado el Lincoln.
Ninguna de los dos pronunció palabra del camino al pueblo. Julia pisó a fondo el acelerador y se agarró con fuerza al volante. Cuando llegó al apartamento de Lena, frenó con tanta brusquedad que ella se vio empujada hacia delante. Julia alargó un brazo y le abrió la puerta para que saliera.
—Lena —le dijo desde el asiento cuando ella estuvo fuera—. He hecho cosas terribles, casi todas por pura mezquindad. Pero en esta ocasión he intentado hacer lo mejor. Quería cuidar de ti y de mi hijo —soltó una risa amarga—. Pero no hay manera. Incluso cuando intento hacer las cosas bien, lo estropeo todo. Tal vez sea cierto lo que la gente dice de Julia Volkova: que no hay nada bueno en ella —volvió a alargar el brazo y cerró la puerta.
El coche salió disparado del aparcamiento, soltando una lluvia de grava a su paso.
Lena entró en su apartamento, apática y agotada. Vio los restos de la cena de la noche anterior, cuando Roxy y Gary las interrumpieron. ¿Tan solo había pasado un día desde entonces? Parecía que habían transcurrido años.
No encendió ninguna lámpara de camino al dormitorio. La casa estaba oscura, fría, vacía... No como el cuarto de Julia.
No, no iba a pensar en eso.
Era inútil. Los recuerdos la asaltaban, y recordaba vivamente cada tacto, cada beso y cada palabra. Recordó la expresión de sus ojos justo antes de que se marchara. ¿De verdad había intentado hacer lo correcto manteniendo su secreto?
Ciertamente, no se había mostrado grosera con ella la mañana en la que Mikhaíl se fue. Al contrario, había sido más atenta que de costumbre. Si todo hubiera sido un cruel engaño por su parte, se habría regodeado con el resultado.
¿La amaría de verdad? Había estado dispuesta a renunciar a su hijo. ¿No era eso un sacrificio por amor?
Y si la amaba, ¿dónde estaba el problema Julia había sido su única amante. El encanto de la noche mágica fue tan solo de ellas dos ¡Tendría que haberlo presentido!
Cuando Julia la penetraba, ¿no sentía que su cuerpo era como una extensión del suyo ¿Acaso no sentía que con el acto amoroso era ella misma?
Durante años había estado atada a Mikhaíl, a los Volkov y al pueblo. Había estado dispuesta a casarse aun sabiendo que no amaba a Mikhaíl lo suficiente. No del modo en que amaba a Julia. Con Mikhaíl hubiera vivido en una constante represión de sus anhelos más íntimos mientras que con Julia se atrevía a dar todo lo que era.
Julia la había enseñado a ser dueña de su propio destino. ¿No era esa razón suficiente para perdonarla y amarla como se merecía?
Pensaría en ello al día siguiente. Tal vez le llamara y le pidiera disculpas por su intolerancia. Juntas encontrarían algún modo de salir adelante.
Se desnudó con desgana y, tras ponerse el camisón, se acostó. No podía dormir. Había dormido la mayor parte del día y las sirenas que se oían por las calles del pueblo tampoco le daban la paz que necesitaba.
Al cabo de un rato, cuando había conseguido dejar de pensar en Julia lo suficiente para poder dormir, sonó el teléfono.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Trece
Pensando que podría ser Julia, consideró la posibilidad de contestar. ¿Estaba preparada para hablar con ella? Cuando el teléfono dio el sexto tono, descolgó el auricular.
—¿Diga?
—¿Señorita Katina?
No era Julia y ella sintió una punzada de decepción.
—Sí.
—¿Es usted Lena Katina, que vivía en casa del reverendo Volkov?
—Sí. ¿Quién es, por favor?
—El ayudante del sheriff Rawlins. Por casualidad no sabrá dónde podemos encontrar a los Volkov, ¿verdad?
—¿Han probado en la iglesia y en la casa parroquial?
—Sí.
—Lo siento. No sé dónde pueden estar. ¿Puedo ayudar en algo?
—Necesitamos encontrarlos enseguida —respondió el policía—. Su hija ha sufrido un accidente.
A Lena se le heló la sangre. Cerró los ojos y vio explosiones de colores.
—¿Su hija? —preguntó con voz aguda y chillona.
—Sí, Julia.
—Pero si estaba... Acabo de estar con ella.
—Ha ocurrido hace unos minutos.
—¿Está... está muy grave?
—Todavía no lo sé, señorita Katina. Va en una ambulancia de camino al hospital. Un tren colisionó con su vehículo —Lena se llevó la mano a la boca—. Tenemos que encontrar a su pariente más cercano.
Señor, qué expresión: “su pariente más cercano». Una frase reservada para comunicarle a alguien que un familiar ha muerto.
—¿Señorita Katina?
Lena se dio cuenta de que se había quedado callada unos segundos.
—No sé dónde están Oleg ni Larissa. Pero iré yo misma al hospital. Llegaré enseguida. Adiós.
Colgó antes de que el agente pudiera decir algo más. Le temblaban las rodillas al levantarse de la cama. Se acercó al armario con dificultad y sacó lo primero que encontró.
Tenía que llegar hasta Julia. Sin pérdida de tiempo. Tenía que decirle que la amaba antes de que...
No. No. Ella no iba a morir. No podía pensar en eso.
«Dios mío, Jul. ¿Por qué lo has hecho?».
El agente le había dicho que había sido un accidente, pero Lena se cuestionaba esa posibilidad. ¿Habría sido una respuesta deliberada al ser rechazada por ella?
—¡No! —gritó en voz alta.
El eco resonó en las silenciosas paredes de su apartamento.
Cuando se montó en el coche, le temblaban tanto las manos que le costó meter la llave en el contacto y arrancar.
Vio la escena del siniestro desde varias manzanas de distancia. Una grúa había retirado el coche de Julia de la vía, y la policía había acordonado la zona para mantener alejados a los curiosos.
El Lincoln plateado parecía una bola de papel de aluminio que un gigante hubiera triturado con la mano. A Lena se le encogió el corazón. Nadie podía salir vivo de aquel amasijo de metal. Estaba demasiado débil para conducir, pero se forzó por mantener la dirección. Tenía que llegar a tiempo al hospital.
«No te mueras, no te mueras, no te mueras», se repetía mientras corría por los pasillos de Urgencias. Aquellos sobresaltos emocionales y aquellas frenéticas carreras no eran buenos para el bebé, pero Julia era lo primero en que pensaba.
—¿Julia Volkova ? —preguntó sin aliento a la enfermera del mostrador.
—Acaban de meterla en el quirófano.
—¿En el quirófano?
—Sí, el doctor Mabry se encarga de la operación.
«Gracias a Dios. Sigue viva».
—¿En qué planta?
—Tercera.
—Gracias —corrió hacia el ascensor.
—¿Señorita? —Lena se volvió—. Puede estar dentro mucho tiempo —era un modo diplomático de decirle que no tuviera muchas esperanzas.
—No importa, esperaré el tiempo que sea.
En la tercera planta, la enfermera jefe le confirmó que estaban operando a Julia.
—¿Es usted pariente?
—Yo... crecimos juntas. Sus padres me adoptaron al quedarme huérfana.
—Entiendo. No hemos podido localizar a sus padres, pero lo seguimos intentando.
—Seguramente hayan salido y volverán pronto —Lena no podía creer que estuviera hablando con normalidad, cuando lo que quería era ponerse a gritar como una histérica.
—Hay un policía esperando en su casa para traerlos aquí.
—Será un trauma para ellos —dijo mordiéndose el labio—. Perdieron a su hijo menor hace unos meses.
—¿Por qué no se sienta ahí mientras tanto? —le indicó la sala de espera—. Seguro que pronto tendremos noticias de su estado.
Lena obedeció y se sentó en el sofá. Pensó que debería ser ella quien fuera a casa de los Volkov y les diera la terrible noticia, pero no podía abandonar a Julia. Tenía que permanecer allí mandándole energía y amor a través de las paredes que los separaban.
Tenía que vivir. Su vida era lo más importante para ella...
Oh, Dios, le había hecho pensar lo peor de sí misma. Igual que sus padres la rechazaron la noche del funeral, ella había hecho lo mismo cuando Julia le declaró su amor sincero. Tal vez los Volkov fueran demasiado ignorantes para comprender a su hija, pero ella lo conocía mucho mejor.
¿Cuántas veces se había jugado Julia la vida con el único propósito de llamar la atención que sus padres le habían negado?
«Oh, Julia. Perdóname. Te amo. Te amo. Para mí eres lo más importante del mundo».
—¿Señorita Katina?
Ella se sobresaltó al oír su nombre. Abrió los ojos esperando encontrarse con un médico dispuesto a comunicarle lo impensable; pero a quien vio fue a un policía de uniforme.
—¿Sí?
—Pensé que era usted. Soy el agente Rawlins. Hablé con usted por teléfono.
—Sí, lo recuerdo —dijo ella frotándose las lágrimas.
—Y este es el señor Hanks. Fue a su familia a quien salvó Julia.
Lena se fijó entonces en el hombre que estaba detrás del policía. Sus pantalones de peto contrastaban con los estériles pasillos del hospital. Era calvo y tenía los ojos enrojecidos.
—¿Salvar? —murmuró ella—. No comprendo.
—Su mujer y sus hijos estaban en el coche que se caló sobre la vía. Julia iba detrás de ellos y pudo empujar el vehículo con el suyo antes de que el tren los arrollara. Mientras, el maquinista vio el coche y aminoró la velocidad todo lo que pudo, pero no bastó para frenar a tiempo —se aclaró la garganta, incómodo—. Fue
una suerte que la locomotora chocara contra el lado del pasajero. De otro modo habría aplastado a Julia.
¡Julia no había intentado suicidarse!, Pensó Lena con los ojos llenos de lágrimas. Había intentado salvar otras vidas. Si hubiera muerto, se habría convertido en una heroína...
—¿Su familia está bien? —le preguntó al señor Hanks.
—Están todavía asustados, pero gracias a la señora Volkova todos han salido ilesos. Me gustaría expresarle mi más profundo agradecimiento, y rezo a Dios porque salga de esta.
—Yo también.
—¿Sabe? —Hanks bajó un poco la voz—. Siempre he pensando cosas malas de Julia Volkova por culpa de las historias que circulan por ahí. Su afición por la bebida, las peleas, las mujeres... —soltó un suspiro—. Ahora reconozco que no puedo acusar a alguien a quien no conozco. No tenía obligación de jugarse la vida para salvar a mi familia, pero lo hizo —empezó a llorar y se cubrió los ojos con la mano.
—¿Por qué no se va a casa, señor Hanks? —le sugirió el agente Rawlins.
—Gracias, señor Hanks —le dijo Lena.
—¿Por qué me da las gracias? Si no hubiera sido por mi coche...
—Gracias de todas formas —insistió ella con suavidad. Hanks asintió solemnemente y dejó que Rawlins lo acompañara al ascensor.
La predicción de la enfermera jefe no resultó ser falsa, y Lena esperó largo rato sin que nadie la informara sobre Julia.
Al cabo de dos horas, Oleg y Larissa salieron del ascensor. Sus expresiones eran de auténtico dolor y angustia. Se identificaron ante la enfermera, y luego se dirigieron hacia la sala de espera. Al ver a Lena, se detuvieron de golpe.
Al principio, Lena los acusó con la mirada. «No queríais a vuestra hija, y ahora venís a llorar en su lecho de muerte».
Pero no podía recriminarlos sin recriminarse a ella misma también. Si no hubiera tenido tanto miedo de romper las ataduras, habría liberado sus sentimientos hacia Julia mucho tiempo atrás. ¿Cómo podía culpar a los Volkov, cuando esa misma noche había rechazado el amor que Julia le ofrecía tras confesarle los motivos de su secreto?
Se levantó y le tendió los brazos a Larissa. La anciana mujer dejó escapar un gemido y avanzó hacia ella. Lena la abrazó con fuerza.
—Shh... Larissa. Se pondrá bien. Lo sé.
Entre hipos y sollozos, Larissa le explicó dónde habían estado.
—Fuimos a visitar a una amiga enferma que vive en otro pueblo. Cuando volvimos, el coche del sheriff estaba aparcado frente a nuestra casa. Entonces supimos que había sucedido algo terrible —se sentaron en el sofá—. Primero Mikhaíl, ahora Julia... No puedo soportarlo.
—¿Tanto os importaría que Julia muriera? —se atrevió a preguntarles Lena. Sabía que estaba siendo cruel, pero tenía que serlo si quería luchar por ella— .Os lo pregunto porque no creo que Julia piense que os preocupáis por ella.
—Pero es nuestra hija... —gimió Larissa—. Y la queremos.
—¿Alguna vez se lo habéis dicho? ¿Alguna vez lo habéis hecho ver cuánto la valoráis?
Oleg bajó la mirada y Larissa tragó saliva
— No tenéis por qué responder. En todo el tiempo que he vivido con vosotros, no he visto que lo hayáis hecho ni una sola vez.
—Hemos... hemos tenido muchas dificultades con Julia —dijo Oleg.
—Solo porque ella no se amoldaba a vuestro modo de vida. Nunca se sintió aceptada porque no lo apreciabais por lo que era. Sabía que no podría estar a la altura de vuestras expectativas, y por eso dejó de intentarlo. Se comporta como una persona dura, cínica e impasible, pero es su único medio de defensa. Necesita desesperadamente que la quieran. Necesita que vosotros, sus padres, lo queráis.
—He intentado quererla —dijo Larissa—. Pero nunca se quedaba el tiempo suficiente. No era fácil de tratar, a diferencia de Mikhaíl. Incluso llegaba a darme miedo.
—Te entiendo —Lena sonrió y le palmeó la mano—. Pero yo he aprendido a ver más allá de lo que muestra. He visto su interior... Y la amo.
—¿En serio, Lena ? —le preguntó Bob.
—Sí, la amo con toda la fuerza de mi corazón.
—¿Cómo es posible... tan pronto después de la muerte de Mikhaíl?
—Yo quería a Mikhaíl, pero para mí era como un hermano. También a mí me daba miedo Julia, pero cuando empecé a pasar más tiempo a su lado, me di cuenta que la amaba desde hacía mucho tiempo.
—Nos costará algún tiempo hacernos a la idea de veros juntos —dijo Bob.
—A mí también me ha costado tiempo.
—Sé que no hemos sido justos contigo —dijo Larissa—. Queríamos que llenases el hueco que Mikhaíl había dejado en nuestras vidas.
—Tengo mi propia vida.
—Nos damos cuenta ahora. El único modo que tenemos de mantenerte es permitirte que te vayas.
—No me iría lejos —les aseguró con una sonrisa—. Os quiero a los dos, y se me rompería el corazón si tuviera que separarme para siempre de vosotros.
—Lo del bebé fue un shock para nosotros, Lena —dijo Oleg fijándose en su vientre—. Seguro que puedes entenderlo. Pero, bueno, también es hijo de Mikhaíl. Por eso podremos aceptarlo y quererlo.
Lena abrió la boca para responder, pero otra voz la interrumpió.
—¿Reverendo Volkov? —los tres se volvieron y reconocieron al doctor Mabry. Tenía ojeras y manchas de sudor en la bata verde. Lena se llevó la mano al vientre, como si quisiera evitar que su hijo escuchara las malas noticias sobre su madre.
—Está viva —dijo el doctor, lo que supuso un ligero alivio—. Pero su estado es grave. Estaba en coma cuando lo trajeron, y había perdido mucha sangre. Además, tenía varios huesos fracturados y numerosas heridas por todo el cuerpo.
—¿Vivirá, doctor Mabry? —le preguntó Larissa como si su propia vida dependiera de la respuesta.
—Es fuerte como un toro y ha sobrevivido al choque y a la operación. Si consigue recuperarse del traumatismo craneoencefálico, estoy seguro de que saldrá adelante. Ahora, si me disculpan, será mejor que vuelva al quirófano.
—¿Podemos verla? —preguntó Lena tirándolo de la manga.
El doctor dudó un momento, pero la ansiedad de sus rostros acabó por convencerlo.
—En cuanto la trasladen a la UCI, uno de ustedes podrá verlo durante quince minutos —se dio la vuelta y se alejó a paso rápido.
—Tengo que verle —dijo Larissa—. Necesito decirle lo mucho que nos importa.
—Por supuesto, querida —corroboró Oleg—. Serás tú quien lo vea.
—No —replicó Lena con firmeza—. Seré yo quien la vea. Vosotros habéis tenido toda la vida para expresarle vuestro amor y no lo habéis hecho. Espero que estéis a tiempo de enmendar vuestro error de aquí en adelante. Pero esta noche me toca a mí. Ella me necesita. Ah, y en cuanto al bebé... —sintió que el último lazo de opresión se rompía—. No es hijo de Mikhaíl. Es hijo de Julia. Llevo en mi interior al hijo de Julia.
Oleg y Larissa se quedaron boquiabiertos, pero a Lena ya no le importaba lo que pudieran pensar o decir. Nada ni nadie volvería a intimidarla
—Espero que nos queráis a los tres: a Julia, a mí y al bebé —les puso a cada uno una mano en el hombro y les habló directamente desde el corazón—. Las dos los queremos y nos gustaría ser una familia —soltó una profunda exhalación y dejó caer las manos—. Pero si no podéis aceptar lo que somos, si no podéis aceptar el amor que nos profesamos la una a la otra, tampoco pasará nada. Seréis vosotros los
que más perdáis —el valor y la esperanza la hicieron sonreír a pesar de las lágrimas—. Amo a Julia y ella a mí también. No voy a sentirme culpable por eso. Vamos a casarnos y a tener un hijo que sabrá durante toda su vida que sus madres lo quieren por lo que es, no por lo que esperan que sea.
Y media hora más tarde, cuando el doctor volvió para comunicarles que habían trasladado a Julia a la UCI, fue Lena quien salió de la sala de espera.
Pensando que podría ser Julia, consideró la posibilidad de contestar. ¿Estaba preparada para hablar con ella? Cuando el teléfono dio el sexto tono, descolgó el auricular.
—¿Diga?
—¿Señorita Katina?
No era Julia y ella sintió una punzada de decepción.
—Sí.
—¿Es usted Lena Katina, que vivía en casa del reverendo Volkov?
—Sí. ¿Quién es, por favor?
—El ayudante del sheriff Rawlins. Por casualidad no sabrá dónde podemos encontrar a los Volkov, ¿verdad?
—¿Han probado en la iglesia y en la casa parroquial?
—Sí.
—Lo siento. No sé dónde pueden estar. ¿Puedo ayudar en algo?
—Necesitamos encontrarlos enseguida —respondió el policía—. Su hija ha sufrido un accidente.
A Lena se le heló la sangre. Cerró los ojos y vio explosiones de colores.
—¿Su hija? —preguntó con voz aguda y chillona.
—Sí, Julia.
—Pero si estaba... Acabo de estar con ella.
—Ha ocurrido hace unos minutos.
—¿Está... está muy grave?
—Todavía no lo sé, señorita Katina. Va en una ambulancia de camino al hospital. Un tren colisionó con su vehículo —Lena se llevó la mano a la boca—. Tenemos que encontrar a su pariente más cercano.
Señor, qué expresión: “su pariente más cercano». Una frase reservada para comunicarle a alguien que un familiar ha muerto.
—¿Señorita Katina?
Lena se dio cuenta de que se había quedado callada unos segundos.
—No sé dónde están Oleg ni Larissa. Pero iré yo misma al hospital. Llegaré enseguida. Adiós.
Colgó antes de que el agente pudiera decir algo más. Le temblaban las rodillas al levantarse de la cama. Se acercó al armario con dificultad y sacó lo primero que encontró.
Tenía que llegar hasta Julia. Sin pérdida de tiempo. Tenía que decirle que la amaba antes de que...
No. No. Ella no iba a morir. No podía pensar en eso.
«Dios mío, Jul. ¿Por qué lo has hecho?».
El agente le había dicho que había sido un accidente, pero Lena se cuestionaba esa posibilidad. ¿Habría sido una respuesta deliberada al ser rechazada por ella?
—¡No! —gritó en voz alta.
El eco resonó en las silenciosas paredes de su apartamento.
Cuando se montó en el coche, le temblaban tanto las manos que le costó meter la llave en el contacto y arrancar.
Vio la escena del siniestro desde varias manzanas de distancia. Una grúa había retirado el coche de Julia de la vía, y la policía había acordonado la zona para mantener alejados a los curiosos.
El Lincoln plateado parecía una bola de papel de aluminio que un gigante hubiera triturado con la mano. A Lena se le encogió el corazón. Nadie podía salir vivo de aquel amasijo de metal. Estaba demasiado débil para conducir, pero se forzó por mantener la dirección. Tenía que llegar a tiempo al hospital.
«No te mueras, no te mueras, no te mueras», se repetía mientras corría por los pasillos de Urgencias. Aquellos sobresaltos emocionales y aquellas frenéticas carreras no eran buenos para el bebé, pero Julia era lo primero en que pensaba.
—¿Julia Volkova ? —preguntó sin aliento a la enfermera del mostrador.
—Acaban de meterla en el quirófano.
—¿En el quirófano?
—Sí, el doctor Mabry se encarga de la operación.
«Gracias a Dios. Sigue viva».
—¿En qué planta?
—Tercera.
—Gracias —corrió hacia el ascensor.
—¿Señorita? —Lena se volvió—. Puede estar dentro mucho tiempo —era un modo diplomático de decirle que no tuviera muchas esperanzas.
—No importa, esperaré el tiempo que sea.
En la tercera planta, la enfermera jefe le confirmó que estaban operando a Julia.
—¿Es usted pariente?
—Yo... crecimos juntas. Sus padres me adoptaron al quedarme huérfana.
—Entiendo. No hemos podido localizar a sus padres, pero lo seguimos intentando.
—Seguramente hayan salido y volverán pronto —Lena no podía creer que estuviera hablando con normalidad, cuando lo que quería era ponerse a gritar como una histérica.
—Hay un policía esperando en su casa para traerlos aquí.
—Será un trauma para ellos —dijo mordiéndose el labio—. Perdieron a su hijo menor hace unos meses.
—¿Por qué no se sienta ahí mientras tanto? —le indicó la sala de espera—. Seguro que pronto tendremos noticias de su estado.
Lena obedeció y se sentó en el sofá. Pensó que debería ser ella quien fuera a casa de los Volkov y les diera la terrible noticia, pero no podía abandonar a Julia. Tenía que permanecer allí mandándole energía y amor a través de las paredes que los separaban.
Tenía que vivir. Su vida era lo más importante para ella...
Oh, Dios, le había hecho pensar lo peor de sí misma. Igual que sus padres la rechazaron la noche del funeral, ella había hecho lo mismo cuando Julia le declaró su amor sincero. Tal vez los Volkov fueran demasiado ignorantes para comprender a su hija, pero ella lo conocía mucho mejor.
¿Cuántas veces se había jugado Julia la vida con el único propósito de llamar la atención que sus padres le habían negado?
«Oh, Julia. Perdóname. Te amo. Te amo. Para mí eres lo más importante del mundo».
—¿Señorita Katina?
Ella se sobresaltó al oír su nombre. Abrió los ojos esperando encontrarse con un médico dispuesto a comunicarle lo impensable; pero a quien vio fue a un policía de uniforme.
—¿Sí?
—Pensé que era usted. Soy el agente Rawlins. Hablé con usted por teléfono.
—Sí, lo recuerdo —dijo ella frotándose las lágrimas.
—Y este es el señor Hanks. Fue a su familia a quien salvó Julia.
Lena se fijó entonces en el hombre que estaba detrás del policía. Sus pantalones de peto contrastaban con los estériles pasillos del hospital. Era calvo y tenía los ojos enrojecidos.
—¿Salvar? —murmuró ella—. No comprendo.
—Su mujer y sus hijos estaban en el coche que se caló sobre la vía. Julia iba detrás de ellos y pudo empujar el vehículo con el suyo antes de que el tren los arrollara. Mientras, el maquinista vio el coche y aminoró la velocidad todo lo que pudo, pero no bastó para frenar a tiempo —se aclaró la garganta, incómodo—. Fue
una suerte que la locomotora chocara contra el lado del pasajero. De otro modo habría aplastado a Julia.
¡Julia no había intentado suicidarse!, Pensó Lena con los ojos llenos de lágrimas. Había intentado salvar otras vidas. Si hubiera muerto, se habría convertido en una heroína...
—¿Su familia está bien? —le preguntó al señor Hanks.
—Están todavía asustados, pero gracias a la señora Volkova todos han salido ilesos. Me gustaría expresarle mi más profundo agradecimiento, y rezo a Dios porque salga de esta.
—Yo también.
—¿Sabe? —Hanks bajó un poco la voz—. Siempre he pensando cosas malas de Julia Volkova por culpa de las historias que circulan por ahí. Su afición por la bebida, las peleas, las mujeres... —soltó un suspiro—. Ahora reconozco que no puedo acusar a alguien a quien no conozco. No tenía obligación de jugarse la vida para salvar a mi familia, pero lo hizo —empezó a llorar y se cubrió los ojos con la mano.
—¿Por qué no se va a casa, señor Hanks? —le sugirió el agente Rawlins.
—Gracias, señor Hanks —le dijo Lena.
—¿Por qué me da las gracias? Si no hubiera sido por mi coche...
—Gracias de todas formas —insistió ella con suavidad. Hanks asintió solemnemente y dejó que Rawlins lo acompañara al ascensor.
La predicción de la enfermera jefe no resultó ser falsa, y Lena esperó largo rato sin que nadie la informara sobre Julia.
Al cabo de dos horas, Oleg y Larissa salieron del ascensor. Sus expresiones eran de auténtico dolor y angustia. Se identificaron ante la enfermera, y luego se dirigieron hacia la sala de espera. Al ver a Lena, se detuvieron de golpe.
Al principio, Lena los acusó con la mirada. «No queríais a vuestra hija, y ahora venís a llorar en su lecho de muerte».
Pero no podía recriminarlos sin recriminarse a ella misma también. Si no hubiera tenido tanto miedo de romper las ataduras, habría liberado sus sentimientos hacia Julia mucho tiempo atrás. ¿Cómo podía culpar a los Volkov, cuando esa misma noche había rechazado el amor que Julia le ofrecía tras confesarle los motivos de su secreto?
Se levantó y le tendió los brazos a Larissa. La anciana mujer dejó escapar un gemido y avanzó hacia ella. Lena la abrazó con fuerza.
—Shh... Larissa. Se pondrá bien. Lo sé.
Entre hipos y sollozos, Larissa le explicó dónde habían estado.
—Fuimos a visitar a una amiga enferma que vive en otro pueblo. Cuando volvimos, el coche del sheriff estaba aparcado frente a nuestra casa. Entonces supimos que había sucedido algo terrible —se sentaron en el sofá—. Primero Mikhaíl, ahora Julia... No puedo soportarlo.
—¿Tanto os importaría que Julia muriera? —se atrevió a preguntarles Lena. Sabía que estaba siendo cruel, pero tenía que serlo si quería luchar por ella— .Os lo pregunto porque no creo que Julia piense que os preocupáis por ella.
—Pero es nuestra hija... —gimió Larissa—. Y la queremos.
—¿Alguna vez se lo habéis dicho? ¿Alguna vez lo habéis hecho ver cuánto la valoráis?
Oleg bajó la mirada y Larissa tragó saliva
— No tenéis por qué responder. En todo el tiempo que he vivido con vosotros, no he visto que lo hayáis hecho ni una sola vez.
—Hemos... hemos tenido muchas dificultades con Julia —dijo Oleg.
—Solo porque ella no se amoldaba a vuestro modo de vida. Nunca se sintió aceptada porque no lo apreciabais por lo que era. Sabía que no podría estar a la altura de vuestras expectativas, y por eso dejó de intentarlo. Se comporta como una persona dura, cínica e impasible, pero es su único medio de defensa. Necesita desesperadamente que la quieran. Necesita que vosotros, sus padres, lo queráis.
—He intentado quererla —dijo Larissa—. Pero nunca se quedaba el tiempo suficiente. No era fácil de tratar, a diferencia de Mikhaíl. Incluso llegaba a darme miedo.
—Te entiendo —Lena sonrió y le palmeó la mano—. Pero yo he aprendido a ver más allá de lo que muestra. He visto su interior... Y la amo.
—¿En serio, Lena ? —le preguntó Bob.
—Sí, la amo con toda la fuerza de mi corazón.
—¿Cómo es posible... tan pronto después de la muerte de Mikhaíl?
—Yo quería a Mikhaíl, pero para mí era como un hermano. También a mí me daba miedo Julia, pero cuando empecé a pasar más tiempo a su lado, me di cuenta que la amaba desde hacía mucho tiempo.
—Nos costará algún tiempo hacernos a la idea de veros juntos —dijo Bob.
—A mí también me ha costado tiempo.
—Sé que no hemos sido justos contigo —dijo Larissa—. Queríamos que llenases el hueco que Mikhaíl había dejado en nuestras vidas.
—Tengo mi propia vida.
—Nos damos cuenta ahora. El único modo que tenemos de mantenerte es permitirte que te vayas.
—No me iría lejos —les aseguró con una sonrisa—. Os quiero a los dos, y se me rompería el corazón si tuviera que separarme para siempre de vosotros.
—Lo del bebé fue un shock para nosotros, Lena —dijo Oleg fijándose en su vientre—. Seguro que puedes entenderlo. Pero, bueno, también es hijo de Mikhaíl. Por eso podremos aceptarlo y quererlo.
Lena abrió la boca para responder, pero otra voz la interrumpió.
—¿Reverendo Volkov? —los tres se volvieron y reconocieron al doctor Mabry. Tenía ojeras y manchas de sudor en la bata verde. Lena se llevó la mano al vientre, como si quisiera evitar que su hijo escuchara las malas noticias sobre su madre.
—Está viva —dijo el doctor, lo que supuso un ligero alivio—. Pero su estado es grave. Estaba en coma cuando lo trajeron, y había perdido mucha sangre. Además, tenía varios huesos fracturados y numerosas heridas por todo el cuerpo.
—¿Vivirá, doctor Mabry? —le preguntó Larissa como si su propia vida dependiera de la respuesta.
—Es fuerte como un toro y ha sobrevivido al choque y a la operación. Si consigue recuperarse del traumatismo craneoencefálico, estoy seguro de que saldrá adelante. Ahora, si me disculpan, será mejor que vuelva al quirófano.
—¿Podemos verla? —preguntó Lena tirándolo de la manga.
El doctor dudó un momento, pero la ansiedad de sus rostros acabó por convencerlo.
—En cuanto la trasladen a la UCI, uno de ustedes podrá verlo durante quince minutos —se dio la vuelta y se alejó a paso rápido.
—Tengo que verle —dijo Larissa—. Necesito decirle lo mucho que nos importa.
—Por supuesto, querida —corroboró Oleg—. Serás tú quien lo vea.
—No —replicó Lena con firmeza—. Seré yo quien la vea. Vosotros habéis tenido toda la vida para expresarle vuestro amor y no lo habéis hecho. Espero que estéis a tiempo de enmendar vuestro error de aquí en adelante. Pero esta noche me toca a mí. Ella me necesita. Ah, y en cuanto al bebé... —sintió que el último lazo de opresión se rompía—. No es hijo de Mikhaíl. Es hijo de Julia. Llevo en mi interior al hijo de Julia.
Oleg y Larissa se quedaron boquiabiertos, pero a Lena ya no le importaba lo que pudieran pensar o decir. Nada ni nadie volvería a intimidarla
—Espero que nos queráis a los tres: a Julia, a mí y al bebé —les puso a cada uno una mano en el hombro y les habló directamente desde el corazón—. Las dos los queremos y nos gustaría ser una familia —soltó una profunda exhalación y dejó caer las manos—. Pero si no podéis aceptar lo que somos, si no podéis aceptar el amor que nos profesamos la una a la otra, tampoco pasará nada. Seréis vosotros los
que más perdáis —el valor y la esperanza la hicieron sonreír a pesar de las lágrimas—. Amo a Julia y ella a mí también. No voy a sentirme culpable por eso. Vamos a casarnos y a tener un hijo que sabrá durante toda su vida que sus madres lo quieren por lo que es, no por lo que esperan que sea.
Y media hora más tarde, cuando el doctor volvió para comunicarles que habían trasladado a Julia a la UCI, fue Lena quien salió de la sala de espera.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Epílogo
—¿Qué está pasando aquí?
—Estamos tomando un baño.
—Lo que estáis haciendo es dejarlo todo perdido.
—Es culpa de Aleksey. Le encanta chapotear en el agua.
—¿Y quién le ha enseñado a eso?
Desde la puerta del baño, Lena contempló sonriente a su esposa y a Aleksey, su hijo de siete meses. Estaban los dos en la bañera y Julia tenía al pequeño sentado sobre su regazo.
—¿Está limpio, al menos?
—¿Quién, Aleksey? Claro que sí.
Lena se arrodilló junto a la bañera. Aleksey sonrió y soltó un gorgorito al ver a su madre.
—Pienso lo mismo que tú, hijo —dijo Julia—. Es una mujer para caerse de espaldas, ¿verdad?
—Yo sí que te voy a tirar de espaldas como no salgas de la bañera y recojas todo esta agua.
Lena intentó mostrarse severa, pero no pudo evitar reírse al tomar a su hijo en brazos. Entonces vio la cicatriz en el abdomen de Julia y su rostro se ensombreció, como cada vez que la veía. De nuevo le dio gracias al Cielo.
—Míralo, es tan resbaladizo como una anguila —dijo Julia saliendo de la bañera. El agua le chorreaba por todo el cuerpo. Lena había aprendido que la indecencia era otro de los rasgos característicos de su esposa.
—Ya lo veo —dijo ella mientras intentaba envolverlo con una toalla.
Luego lo llevó a su cuarto, que estaba junto al dormitorio principal. Habían remodelado una de las habitaciones de la vieja casa para el bebé, y el resultado era muy acogedor.
Se había vuelto tan diestra en secar y vestir a su hijo, que cuando Julia se unió a ellos, ya le había puesto el pañal y el pijama.
—Dile buenas noches a mamá —se lo tendió a Julia, quien le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Buenas noches, hijo. Te quiero —le dio un fuerte abrazo y lo acostó en la cuna, mientras Lena lo contemplaba henchida de orgullo y amor. El pequeño dio un bostezo en cuanto su madre lo arropó.
—Está rendido de cansancio —dijo Lena —. Y yo también. Entre los dos vais a acabar conmigo —entró en su dormitorio y se estiró sobre la cama.
—¿Ah, sí? —Julia la recorrió con la mirada desde la cabeza a los pies. Tenía la bata entreabierta, revelando un muslo suave, níveo y blanco. Sin el menor reparo, le desató el cinturón y lo arrojó al suelo. Se tumbó sobre ella y apartó sus rodillas con las suyas.
—Tienes que superar tu timidez, Julia —se burló ella.
—¿Por qué tengo que andarme con preliminares? —replicó ella con una risita—. Creo que debo ir detrás de lo que deseo.
—¿Y me deseas a mí?
—Más que a nada —respondió mientras le daba besos inocentes en el cuello—. Los tres meses más largos de mi vida fueron los que siguieron al nacimiento de Aleksey.
—No te olvides de las semanas previas.
—No las he olvidado. Y sigo diciendo que el médico nos restringió el sexo antes de lo necesario. Seguro que se estaba vengando de mí por algo.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Qué? —le agarró del pelo y tiró de su cabeza—. Dímelo.
—Vale, vale. No es gran cosa. Hace algunos años salí con una de sus enfermeras. Cuando rompí con ella, se quedó desconsolada y se marchó del pueblo. El médico nunca me lo perdonó.
—¿Con cuántas mujeres has tenido un... romance?
—¿Importa eso, Lena? —preguntó muy seria.
—¿Echas de menos tus juergas?
—¿Tú qué crees? —le abrió la bata y ella sintió su miembro contra el vientre.
—Supongo que no.
—Supones bien.
La besó con tanta pasión, que a Lena se le disiparon todas las dudas.
—Te quiero, Jul.
—Y yo a ti.
—¿Sabes qué día es hoy?
—¿El accidente?
—Hoy hace un año.
—¿Cómo puedes acordarte?
—Porque aquel día pensé que te había perdido. Me pasé horas sentada en la sala de espera, rezando porque vivirías lo suficiente para poder decirte lo mucho que te quiero. Luego, cuando sobreviviste a la operación, recé también para que vivieras muchos años.
—Espero que Dios escuchara tu segunda oración —dijo Julia con una media sonrisa.
—Yo también lo espero. De momento, le doy gracias por cada día que pasamos juntas.
Se besaron de nuevo, en una ardiente confirmación de su amor.
—Cuando me desperté en la UCI, lo primero que vi fue tu cara. No estaba dispuesta a morirme y abandonarte así.
—¿Cuántos días de aquellos recuerdas?
A Julia le parecía extraño que no hubieran hablado apenas del tema. Durante los meses de convalecencia había intentado engatusarle para que le contara su experiencia. Pero Julia no estaba acostumbrada a permanecer confinada mucho tiempo en un mismo sitio, por lo que su recuperación psicológica había sido tan dura como la física.
Sin embargo, la paciencia de Lena no tenía límites y, para sorpresa de los médicos, Julia recuperó su buen estado de salud. Incluso mejor, porque dejó de fumar y beber.
Luego llegó Stepán y tuvieron que adaptarse a la rutina de la vida familiar. Los negocios de Julia siguieron su ritmo ascendente, gracias a que pudo mantener los contactos por teléfono. Había contratado a dos personas más: una secretaria que sustituyó a Lena cuando Stepán nació y un geólogo que realizaba las investigaciones generales. Pero seguía siendo Julia quien llevaba el peso de la empresa y quien encontraba el petróleo.
El año anterior había sido tan agotador que Lena había apartado de su cabeza los recuerdos del accidente, por lo que nunca le había preguntado a Julia cuáles fueron sus impresiones en el hospital.
—No recuerdo mucho, salvo que tú estabas siempre a mi lado. También recuerdo la primera vez que vi a mis padres. Recuerdo que intenté sonreír para demostrarles lo feliz que me hacían con su presencia. Mi madre me tomó la mano y me besó en la mejilla, y lo mismo hizo mi padre. Puede parecer una tontería, pero para mí significó muchísimo.
—Habrías estado orgullosa de mí al verme frente a ellos, diciéndoles que el bebé era tuyo.
—Están locos con Stepán —dijo Julia—. Piensan que es el mejor niño del mundo.
—Entre ellos, Roxy y Gary lo van a mimar tanto, que tendremos que poner un límite a su indulgencia —dijo ella riendo—. ¿Sabes cuándo supe que tus padres empezaban a aceptarnos?
—¿Cuándo mi padre nos casó en el hospital?
—No —dijo sonriendo al recordar la boda—. Fue antes de eso, cuando Gary llamó desde El Paso para preguntar por qué no habíamos ido a recogerlos al aeropuerto. Me había olvidado por completo de su luna de miel mientras estabas en observación. Entonces Oleg se ofreció a ir por ellos. Yo supe que si podían aceptar a Roxy, nos podrían aceptar a nosotros.
—Además, ganaste muchos puntos con ellos cuando inauguraste la Fundación Mikhaíl Volkov para ayudar a los refugiados políticos.
—Y tú ganaste aún más cuando donaste aquella fortuna.
—Solo porque insististe en que te dijera lo que me había costado el anillo de boda.
—Lo hubieras hecho de todas formas.
—No lo sé —contestó mirando el anillo de diamantes y esmeraldas—. Fue condenadamente caro.
Ella le dio un pellizco en el dedo y ambas se echaron a reír.
—Te adoro, Lena. No había luz en mi vida hasta que recibí tu amor.
—Entonces esa luz brillará por siempre, porque mi amor por ti será eterno.
—¿Lo prometes de corazón?
—Lo prometo de corazón —le besó de nuevo y el deseo volvió a encenderse—. Pero sigues siendo una alborotadora.
—¿Yo?
—Aja. Mira qué estragos me causas —le agarró la mano y se la llevó hasta su pecho. Julia palpó la piel cálida y el pezón erguido.
—¿Yo hago eso?
—Sí. Era una niña buena y tú me has llevado por el mal camino.
—Soy una chica mala, ¿eh? —Inclinó la cabeza y le pasó la lengua por la punta rosada—. Sigues sabiendo a leche —sorbió como su hijo había hecho hasta el mes anterior.
Julia parecía alimentarse de ella, perdiéndose en su sabor y textura. Cuando deslizó la mano hasta el muslo, palpó la humedad de la anticipación.
—Dios mío, Lena. Te quiero tanto...
El tiempo quedó suspendido hasta que un universo de luz y calor se abrió sobre ellas. Les costó un buen rato recuperar la respiración. Al calmarse, Julia sonrió al contemplar su rostro resplandeciente de alegría.
—Eres un diablo sobre ruedas, Julia Volkova —le dijo ella con una sonrisa tentadora.
Y era algo fantástico reírse por ello.
—¿Qué está pasando aquí?
—Estamos tomando un baño.
—Lo que estáis haciendo es dejarlo todo perdido.
—Es culpa de Aleksey. Le encanta chapotear en el agua.
—¿Y quién le ha enseñado a eso?
Desde la puerta del baño, Lena contempló sonriente a su esposa y a Aleksey, su hijo de siete meses. Estaban los dos en la bañera y Julia tenía al pequeño sentado sobre su regazo.
—¿Está limpio, al menos?
—¿Quién, Aleksey? Claro que sí.
Lena se arrodilló junto a la bañera. Aleksey sonrió y soltó un gorgorito al ver a su madre.
—Pienso lo mismo que tú, hijo —dijo Julia—. Es una mujer para caerse de espaldas, ¿verdad?
—Yo sí que te voy a tirar de espaldas como no salgas de la bañera y recojas todo esta agua.
Lena intentó mostrarse severa, pero no pudo evitar reírse al tomar a su hijo en brazos. Entonces vio la cicatriz en el abdomen de Julia y su rostro se ensombreció, como cada vez que la veía. De nuevo le dio gracias al Cielo.
—Míralo, es tan resbaladizo como una anguila —dijo Julia saliendo de la bañera. El agua le chorreaba por todo el cuerpo. Lena había aprendido que la indecencia era otro de los rasgos característicos de su esposa.
—Ya lo veo —dijo ella mientras intentaba envolverlo con una toalla.
Luego lo llevó a su cuarto, que estaba junto al dormitorio principal. Habían remodelado una de las habitaciones de la vieja casa para el bebé, y el resultado era muy acogedor.
Se había vuelto tan diestra en secar y vestir a su hijo, que cuando Julia se unió a ellos, ya le había puesto el pañal y el pijama.
—Dile buenas noches a mamá —se lo tendió a Julia, quien le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Buenas noches, hijo. Te quiero —le dio un fuerte abrazo y lo acostó en la cuna, mientras Lena lo contemplaba henchida de orgullo y amor. El pequeño dio un bostezo en cuanto su madre lo arropó.
—Está rendido de cansancio —dijo Lena —. Y yo también. Entre los dos vais a acabar conmigo —entró en su dormitorio y se estiró sobre la cama.
—¿Ah, sí? —Julia la recorrió con la mirada desde la cabeza a los pies. Tenía la bata entreabierta, revelando un muslo suave, níveo y blanco. Sin el menor reparo, le desató el cinturón y lo arrojó al suelo. Se tumbó sobre ella y apartó sus rodillas con las suyas.
—Tienes que superar tu timidez, Julia —se burló ella.
—¿Por qué tengo que andarme con preliminares? —replicó ella con una risita—. Creo que debo ir detrás de lo que deseo.
—¿Y me deseas a mí?
—Más que a nada —respondió mientras le daba besos inocentes en el cuello—. Los tres meses más largos de mi vida fueron los que siguieron al nacimiento de Aleksey.
—No te olvides de las semanas previas.
—No las he olvidado. Y sigo diciendo que el médico nos restringió el sexo antes de lo necesario. Seguro que se estaba vengando de mí por algo.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Qué? —le agarró del pelo y tiró de su cabeza—. Dímelo.
—Vale, vale. No es gran cosa. Hace algunos años salí con una de sus enfermeras. Cuando rompí con ella, se quedó desconsolada y se marchó del pueblo. El médico nunca me lo perdonó.
—¿Con cuántas mujeres has tenido un... romance?
—¿Importa eso, Lena? —preguntó muy seria.
—¿Echas de menos tus juergas?
—¿Tú qué crees? —le abrió la bata y ella sintió su miembro contra el vientre.
—Supongo que no.
—Supones bien.
La besó con tanta pasión, que a Lena se le disiparon todas las dudas.
—Te quiero, Jul.
—Y yo a ti.
—¿Sabes qué día es hoy?
—¿El accidente?
—Hoy hace un año.
—¿Cómo puedes acordarte?
—Porque aquel día pensé que te había perdido. Me pasé horas sentada en la sala de espera, rezando porque vivirías lo suficiente para poder decirte lo mucho que te quiero. Luego, cuando sobreviviste a la operación, recé también para que vivieras muchos años.
—Espero que Dios escuchara tu segunda oración —dijo Julia con una media sonrisa.
—Yo también lo espero. De momento, le doy gracias por cada día que pasamos juntas.
Se besaron de nuevo, en una ardiente confirmación de su amor.
—Cuando me desperté en la UCI, lo primero que vi fue tu cara. No estaba dispuesta a morirme y abandonarte así.
—¿Cuántos días de aquellos recuerdas?
A Julia le parecía extraño que no hubieran hablado apenas del tema. Durante los meses de convalecencia había intentado engatusarle para que le contara su experiencia. Pero Julia no estaba acostumbrada a permanecer confinada mucho tiempo en un mismo sitio, por lo que su recuperación psicológica había sido tan dura como la física.
Sin embargo, la paciencia de Lena no tenía límites y, para sorpresa de los médicos, Julia recuperó su buen estado de salud. Incluso mejor, porque dejó de fumar y beber.
Luego llegó Stepán y tuvieron que adaptarse a la rutina de la vida familiar. Los negocios de Julia siguieron su ritmo ascendente, gracias a que pudo mantener los contactos por teléfono. Había contratado a dos personas más: una secretaria que sustituyó a Lena cuando Stepán nació y un geólogo que realizaba las investigaciones generales. Pero seguía siendo Julia quien llevaba el peso de la empresa y quien encontraba el petróleo.
El año anterior había sido tan agotador que Lena había apartado de su cabeza los recuerdos del accidente, por lo que nunca le había preguntado a Julia cuáles fueron sus impresiones en el hospital.
—No recuerdo mucho, salvo que tú estabas siempre a mi lado. También recuerdo la primera vez que vi a mis padres. Recuerdo que intenté sonreír para demostrarles lo feliz que me hacían con su presencia. Mi madre me tomó la mano y me besó en la mejilla, y lo mismo hizo mi padre. Puede parecer una tontería, pero para mí significó muchísimo.
—Habrías estado orgullosa de mí al verme frente a ellos, diciéndoles que el bebé era tuyo.
—Están locos con Stepán —dijo Julia—. Piensan que es el mejor niño del mundo.
—Entre ellos, Roxy y Gary lo van a mimar tanto, que tendremos que poner un límite a su indulgencia —dijo ella riendo—. ¿Sabes cuándo supe que tus padres empezaban a aceptarnos?
—¿Cuándo mi padre nos casó en el hospital?
—No —dijo sonriendo al recordar la boda—. Fue antes de eso, cuando Gary llamó desde El Paso para preguntar por qué no habíamos ido a recogerlos al aeropuerto. Me había olvidado por completo de su luna de miel mientras estabas en observación. Entonces Oleg se ofreció a ir por ellos. Yo supe que si podían aceptar a Roxy, nos podrían aceptar a nosotros.
—Además, ganaste muchos puntos con ellos cuando inauguraste la Fundación Mikhaíl Volkov para ayudar a los refugiados políticos.
—Y tú ganaste aún más cuando donaste aquella fortuna.
—Solo porque insististe en que te dijera lo que me había costado el anillo de boda.
—Lo hubieras hecho de todas formas.
—No lo sé —contestó mirando el anillo de diamantes y esmeraldas—. Fue condenadamente caro.
Ella le dio un pellizco en el dedo y ambas se echaron a reír.
—Te adoro, Lena. No había luz en mi vida hasta que recibí tu amor.
—Entonces esa luz brillará por siempre, porque mi amor por ti será eterno.
—¿Lo prometes de corazón?
—Lo prometo de corazón —le besó de nuevo y el deseo volvió a encenderse—. Pero sigues siendo una alborotadora.
—¿Yo?
—Aja. Mira qué estragos me causas —le agarró la mano y se la llevó hasta su pecho. Julia palpó la piel cálida y el pezón erguido.
—¿Yo hago eso?
—Sí. Era una niña buena y tú me has llevado por el mal camino.
—Soy una chica mala, ¿eh? —Inclinó la cabeza y le pasó la lengua por la punta rosada—. Sigues sabiendo a leche —sorbió como su hijo había hecho hasta el mes anterior.
Julia parecía alimentarse de ella, perdiéndose en su sabor y textura. Cuando deslizó la mano hasta el muslo, palpó la humedad de la anticipación.
—Dios mío, Lena. Te quiero tanto...
El tiempo quedó suspendido hasta que un universo de luz y calor se abrió sobre ellas. Les costó un buen rato recuperar la respiración. Al calmarse, Julia sonrió al contemplar su rostro resplandeciente de alegría.
—Eres un diablo sobre ruedas, Julia Volkova —le dijo ella con una sonrisa tentadora.
Y era algo fantástico reírse por ello.
Re: DEL INFIERNO AL PARAÍSO // SANDRA BROWN
Muy buen fic
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