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"PÍDEME LO QUE QUIERAS" & "PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y SIEMPRE"

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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:33 pm

Hola bueno les cuento que eh decidido publicar los dos primeros libros de la saga "Pídeme Lo Que Quieras" y "Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre", que fue adaptado hace un par de años por "ATARIA" en el Foro TATU NEWS pero como sabrán  han borrado todas las adaptaciones por problemas de "derechos de autor", etc, así que como Yo estoy adaptando el 3er y ultimo libro de la trilogía, les publicare también estos dos para que los que no conocen la historia de principio puedan hacerlo y leer mas cómodos la ultima parte. Bueno sin mas vamos a la historia!





PÍDEME LO QUE QUIERAS // POR: ATARIA [ADAPTACIÓN]
Que pesadita es mi jefa.
Sinceramente, al final tendré que pensar lo mismo que media empresa: que ella y Vladimir, el guapito de mi compañero, tienen un amorío. Pero no. No quiero ser mal pensada y entrar en la misma ruleta en la que todas mis compañeras han entrado. El cuchicheo.
Desde enero trabajo para la empresa Muller, una compañía de fármacos alemanes. Soy la secretaria de la jefa de las delegaciones y, aunque mi trabajo me gusta, me siento explotada muy a menudo. Vamos… que sólo le falta a mi jefa atarme a la silla y echarme un plato con pan para comer.
Cuando por fin termino el montón de trabajo que mi querida jefa me ha ordenado tener listo para el día siguiente, dejo los informes sobre su mesa y regreso a la mía. Cojo el bolso y me voy sin mirar atrás. Necesito salir de la oficina o acabaré saliendo en las noticias como la asesina en serie de jefas que se creen el ombligo del mundo.
Son las once y veinte de la noche… ¡vaya hora!
En la calle llueve a mares. ¡Perfecto! Chaparrón de verano. Llego hasta la puerta y tras echarle valor al asunto, corro hacia el parking donde me espera mi amado león (así le digo cariñosamente a mi querido auto). Entro en el garaje como una sopa y tras darle al botón del mando, Leoncito pestañea sus luces dándome la bienvenida. ¡Es más mono…!
Rápidamente me meto en el. No soy miedosa, pero no me gustan los parkings y menos aun si son tan solitarios como este a estas horas. Inconscientemente, comienzo a recordar películas de terror en las que la chica camina por uno de ellos y un desalmado vestido de negro aparece y la acuchilla hasta morir. ¡Joder que mal rato!
En cuanto estoy dentro del coche, cierro los pestillos, abro el bolso, saco un pañuelo de papel y me seco la cara. ¡Estoy empapada! Pero justo cuando voy a meter las llaves en el contacto… ¡zaz!, se me caen. Maldigo a oscuras y me agacho para buscarlas.
Toco el suelo con la mano, a la derecha no están, a la izquierda tampoco, vaya… encuentro el paquete de chicles que busque hace días. ¡Bien! Sigo toqueteando el suelo del coche y por fin las encuentro. Entonces oigo unas risas cercanas y miro a mí alrededor con cuidado para que no me vean.
¡Oh, dios mío!
Entre risas y colegue veo acercarse a mi jefa y a Vladimir. Parecen divertidos. Eso me pone de mala leche. Yo trabajando hasta las once y fracción y ellos, de parranda. ¡Que injusticia! De ponto, mi jefa y Vladimir se apoyan en la columna de al lado y se besan.
¡Vaya tela…!
¡No me lo puedo creer!
Semiagachada en el interior de mi automóvil para que no me vean, contengo la respiración. Por favor… ¡por favor! Si se dan cuenta de que estoy ahí, me muerdo de vergüenza. Y no. No quiero que eso ocurra. De repente, mi jefa suelta el bolso y sin ningún miramiento toca con decisión la entrepierna de Vladimir. ¡¡¡Le está tocando el paquete!!!
¡Por todos los santos! Pero ¿Qué estoy viendo?
¡Dios! Ahora es Vladimir quien le mete mano a ella por debajo de la falda. Se la sube, la empuja hacia arriba contra la columna y se comienza a fregar contra ella.
¡¡Que fuerte!!
¡Ay, madre! ¿Qué hago?
Quiero marcharme. No quiero ver lo que hacen pero tampoco puedo salir de allí. Si arranco el auto, sabrán que los he pillado. Así que, avergonzada y sin moverme, no puedo dejar de mirar lo que hacen. Entonces, Vladimir vuelve a apoyarla en el suelo y la obliga a dar la vuelta. La coloca sobre el capó del coche y le baja las bragas, primero con la boca luego con las manos. ¡Joder, le estoy viendo el culo a mi jefa! ¡Que horror! Y en aquel momento escucho a Vladimir preguntarle:
-Dime, ¿Qué quieres que te haga?
Mi jefa, como una gata en celo, murmura entregada por completo a la causa.
-Lo que quieras… lo que tú quieras
¡Que fuerte, por dios, que fuerte! Y yo en primera fila. Solo me faltan las palomitas.
Vladimir vuelve a empujarla sobre el capo. Le abre las piernas y mete la boca en el sexo de ella. ¡Ay madre! Pero ¿de que estoy siendo testigo? Mi jefa, doña tiquismiquis, suelta un gemido y yo me tapo los ojos. Pero la curiosidad, el morbo o como se llame puede mas y me los destapo de nuevo. Sin pestañar veo como él, tras relamerse, se separa unos centímetros de ella y le mete un dedo, luego dos y levantándose, la agarra de su pelo oscuro y tira de él mientras mueve sus dedos a un ritmo que, para que negarlo haría suspirar a cualquiera.
-¡siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! – escucho gemir a mi jefa.
Respiro con dificultad.
Me va a dar algo.
¡Que calor!
Me guste o no, ven aquello me está poniendo frenética, y no precisamente por estar de los nervios, mis relaciones sexuales son normalitas, tirando a predecibles, así que lo cierto es que ver aquello en vivo y en directo me esta excitando.
Vladimir se baja la bragueta de su pantalón gris. Saca un más que aceptable pene de su interior… ¡vaya con Vladimir! Y me quedo petrificada cuando veo que se lo clava de una sola estacada. ¡Me muero! Pero de placer…
Mis pezones están duros y, de pronto, me doy cuenta de que me los estoy tocando, pero ¿Cuándo he metido mi mano por el interior de la blusa? Rápidamente saco mi mano de ahí, pero mis pezones y el centro de mi deseo protestan. ¡Ellos quieren más! Pero no. Eso no puede ser. Yo no hago esas cosas. Minutos después tras varios gemidos y bamboleos, Vlad y mi jefa se recomponen. ¡Ya han terminado! Se meten en el coche y se marchan. Respiro aliviada.
Cuando por fin vuelvo a quedarme sola en el parking me incorporo de mi escondite y me siento en el asiento de mi auto. Las manos me tiemblan. Las rodillas también. Y noto que mi respiración esta acelerada. Exaltada por lo que acabo de presenciar, cierro los ojos mientras me tranquilizo y pienso como seria tener sexo de ese calibre. ¡Caliente!
Diez minutos después, arranco mi auto y salgo del parking. Me voy a tomar unas cervezas con mis amigos. Necesito refrescarme y refrescar mi calenturienta… mente.
Al día siguiente, cuando llego a la oficina, todos parecen felices. Me cruzo con Vladimir y no puedo evitar sonreír. El y la jefa. Si ellos supieran que los vi… pero, como no quiero pensar en ello, me dirijo hacia mi mesa y mientras enciendo mi ordenador veo que se acerca hasta mí.
-Buenos días Lena
-Buenos días.
Vladimir, además de ser mi compañero, es un tipo muy simpático. Desde el primer día que llegue a la oficina ha sido un encanto conmigo y nos llevamos muy bien. Casi todas en la oficina babean por él, pero, nose por que, a mi no me parece en lo mas mínimo encantador. ¿Será porque no me gustan los hombres? Pero claro, ahora sabiendo lo que se y habiéndole visto su aparatito en acción, no puedo evitar mirarlo de otra forma mientras intento no gritar ¡torero!
-¿recuerdas que esta tarde hay reunión general?
-Ajá
Como es de esperar, sonríe, me agarra el brazo y dice…
-Venga, vamos a tomarnos un café. Sé que te mueres por un cafecito y una tostada de la cafetería
Sonrió yo también. Como me conoce el puñetero… además de simpático y guapo, al tipo no se le escapa una. Ese, junto a su perpetua sonrisa, es el gran atractivo de Vladimir. No olvida detalle. De ahí que se lleve a las mujeres de la calle.
Cuando llegamos a la cafetería de la novena planta, vamos a la barra, pedimos nuestra consumición y nos dirigimos a nuestra mesa. Digo nuestra mesa porque siempre nos sentamos allí. Se nos unen Serguey y Nikolay. Una parejita gay con la que me llevo muy bien. Como siempre hacen, me besuquean el cuello y me hacen reír. Los cuatro comenzamos a hablar e inconscientemente recuerdo lo que vi la noche anterior en el parking ¡Vlad y la jefa! Vaya polvazo más morboso que se marcaron ante mi cara. ¡vaya compañero, es un portento el chico!
-¿Qué te pasa? Te noto distraída – pregunta Vladimir
Eso me reactiva. Lo miro y le respondo, intentando olvidar las imágenes que por mi mente pululan:
-Estoy triste, lo sé. Mi gato cada día esta mas apagadito y…
-Que pena, el Currito – murmura Serguey y Nikolay hace un gesto comprensivo
-Vaya, lo siento, preciosa – responde Vlad, mientras me coge la mano
Durante un rato hablamos de mi gato y eso me pone aun más triste. Adoro a Curro e inevitablemente, cada día que pasa, cada hora, cada minuto, su vida se acorta un poco más. Es algo que aprendí a asumir desde que el veterinario me lo dijo, pero aun así me cuesta. Me cuesta mucho.
De pronto, mi jefa llega, rodeada por varios hombres, como siempre. ¡es una come hombres! Vladimir la mira y sonríe. Yo me callo. Mi jefa es una mujer muy atractiva. Vamos, una cincuentona potente, una morena de rompe y rasga, soltera pero no entera, y a la que se le han atribuido varios líos en la empresa. Se cuida como nadie y no falta ni un solo día al gimnasio. O sea, que le gusta… gustar.
-Lena – me interrumpe Vladimir - ¿te queda mucho?
Vuelvo en mí y dejo de mirar a mi jefa para mirar mi desayuno. Doy un trago al café y contesto:
-¡acabado!
Los cuatro nos levantamos y salimos de la cafetería. Debemos comenzar a trabajar.
Una hora después, tras hacer las fotocopias pertinentes y acabar el recurso, me dirijo al despacho de mi jefa. Llamo con los nudillos y entro.
-Aquí tiene el contrato finalizado para la delegación de Albacete.
-Gracias – responde escuetamente mientras lo ojea
Como de costumbre, me quedo parada ante ella a la espera de sus órdenes. El pelo de mi jefa me encanta, tan liso, tan cuidado. Nada que ver con mi pelo Rojo y ondulado que sueño recoger en un moño sobre mi cabeza. Suena el teléfono y antes de que mire lo cojo.
-Despacho de la señora Svetlana Koslova. Le atiende su secretaria, la señorita Katina, ¿en que puedo ayudarlo?
-Buenos días, señorita Katina - responde una voz profunda de mujer con cierto acento Alemán -. Soy Yulia Volkova. Quería hablar con su jefa.
Al reconocer aquel nombre, reacciono rápidamente.
-Un momento, Señorita Volkova.
Mi jefa, al escuchar aquel apellido, suelta los papeles que hasta ese momento sujetaba y, tras arrancarme literalmente el teléfono de las manos, dice con una encantadora sonrisa en los labios:
-Yulia… ¡que alegría saber de ti! - tras un pequeño silencio, continua- Por supuesto, por su puesto. ¡Ah! Pero ¿ya has llegado a Moscú?... – Entonces suelta una risotada mas falsa que un Rublo con la cara de Popeye u susurra- Por supuesto Yulia. A las dos te espero en recepción para comer.
Y tras decir esto, cuelga y me mira.
-Pídeme cita para la peluquería para dentro de media hora. Después, reserva para dos en el restaurante de Gemma.
Dicho y hecho. Cinco minutos más tarde sale de la oficina escopeteada y regresa hora y media después con su pelo mas lustroso y bonito y con el maquillaje retocado. A las dos menos cuarto veo que Vladimir toca con los nudillos en su puerta y entra. ¡vaya tela! No quiero ni pensar lo que estarán haciendo. Pasados cinco minutos oigo risotadas. A las dos menos cinco, la puerta se abre, salen los dos y mi jefa se me acerca.
-Elena, ya te puedes ir a comer. Y recuerda: estaré con la Señorita Volkova. Si a las cinco no he vuelto y necesitas cualquier cosa, llámame al móvil.
Cuando la bruja mala y Vladimir se van respiro por fin aliviada. Me suelto el pelo y me quito las gafas. Después recojo mis cosas y me dirijo hacia el ascensor. Mi oficina está en la planta diecisiete y el ascensor se para en varias plantas para ir recogiendo a otros trabajadores, así que siempre suele tardar en llegar a la planta baja. De pronto, entre la planta seis y cinco, el ascensor da un trompicón y se detiene del todo. Saltan las luces de emergencia y Natasha, la de paquetería, se pone a gritar.
-¡Ay, virgencita! ¿Qué ocurre?
-Tranquila – respondo- se habrá ido la luz y seguro que pronto vuelve.
-¿y cuanto va a tardar?
-pues no lo sé, Natasha. Pero si te pones nerviosa, vas a pasar un ratito malo y se te hará eterno. Así que respira y veras como la luz vuelve en unos minutos.
Pero veinte minutos después, la luz sigue brillando por su ausencia y Natasha junto a varias chicas de contabilidad, entra en pánico. Percibo que tengo que hacer algo.
Vamos a ver. A mí no me gusta nada estar encerrada en un ascensor. Me agobia mucho y comienzo a sudar. Si entro en pánico, será peor, de modo que decido buscar soluciones. Lo primero, me recojo el pelo en la nuca y lo sujeto con un bolígrafo. Después le paso mi botellita de agua a Natasha para que beba e intento bromear con las chicas de contabilidad mientras reparto chicles con sabor a fresa. Pero mi calor va en aumento, así que finalmente saco un abanico de mi bolso y comienzo a abanicarme. ¡Que calor!
En ese momento una de las mujeres que se mantenían en segundo plano apoyados en el ascensor se acerca a mí y me agarra por el codo.
-¿te encuentras bien?
Sin mirarla y sin dejar de abanicarme, le contesto:
-¡uf! ¿Te miento o te digo la verdad?
-prefiero la verdad
Divertida, me vuelvo hacia ella y de repente mi nariz choca contra su chaqueta gris. Huele muy bien. Perfume caro.
Pero ¿Qué hace tan cerca de mí?
Inmediatamente doy un paso hacia atrás y la miro para ver de quien se trata. Desde luego, es alta, le llego a la altura del nudo de la corbata. También es morena, con su cabello negro despeinado, joven y con unos bellos ojos azules. No me suena de nada y, al ver que me mira a la espera de una respuesta, le susurro para que solo ella pudiera oír.
-entre tú y yo, los ascensores nunca me han gustado y como no se abran las puertas en breve, me va a dar el nervio y…
-¿el nervio?
-Aja…
-¿Qué es “entrar el nervio”?
-eso, e mi idioma, es perder la compostura y volverse loca – le respondo, sin parar de abanicarme-. Créeme, no querrías verme en esa situación. Incluso, como me descuide, me pongo a echar espuma por la boca y la cabeza me da vueltas como la niña del exorcista. ¡Vamos, todo un numerito! – Mis nervios aumentan y le pregunto, es un intento por calmarme - ¿quieres un chicle de fresa?
-Gracias – responde y coge uno
Pero lo gracioso es lo que abre y me lo mete en la boca a mí. Lo acepto sorprendida y sin saber porque, abro otro chicle y hago la operación a la inversa. Ella divertida también lo acepta.
Miro a Natasha y compañía. Siguen histéricas, sudorosas y descoloridas. De modo que, dispuesta a que mi histerismo no aumente, intento entablar una conversación con la desconocida
-¿eres nueva en la empresa?
-No
El ascensor se mueve y todas se ponen a gritar. Yo no voy a ser menos. Me agarro al brazo de la mujer en cuestión y le retuerzo la manga. Cuando soy consciente, la suelto enseguida.
-perdón… perdón – me disculpo
-tranquila, no pasa nada
Pero no puedo estar tranquila. ¿Cómo voy a estar tranquila encerrada en un ascensor? De repente noto un picor en mi cuello. Abro mi bolso y saco un espejito del neceser. Me miro en él y empiezo a maldecir.
-¡****, ****! ¡Me estoy llenando de ronchones!
Veo que la mujer me mira sorprendida. Yo me retiro el pelo del cuello y se lo enseño
-cuando me pongo nerviosa me salen ronchones en la piel, ¿lo ves?
Ella asiente y yo me rasco
-No - dice, sujetándome la mano – si haces eso, lo empeoraras
Y ni corta ni perezosa se agacha y me sopla el cuello. ¡Oh, dios! ¡Que bien huele y que gustito da sentir ese airecito! Dos segundos más tarde, me doy cuenta de que hago el ridículo al soltar un gemidito.
¿Qué estoy haciendo?
Me tapo el cuello e intento desviar el tema
-tengo dos horas para comer y, como sigamos aquí, ¡hoy no como!
-supongo que tu superior entenderá la situación y te permitirá llegar un poco más tarde
Eso me hace sonreír. Esta no conoce a mi jefa
-creo que supones mucho. –Llena de curiosidad, le digo - por tu acento eres…
-Alemana
No me extraña. Mi empresa es alemana y teutones como aquella pululan todos los días por allí. Pero, sin poder evitarlo, la mira con una sonrisita maliciosa.
-¡suerte en la Eurocopa!
Entonces ella, con gesto serio, se encoge de hombros
-no me interesa el futbol
-¡¿No?!
-no
Sorprendida de que una Alamana no le guste el futbol, me hincho orgullosa al pensar en nuestra selección y susurro para mi
-pues no sabes lo que te pierdes
Sin inmutarse, ella parece leerme la mente y se acerca de nuevo a mi oreja, poniéndome la piel de gallina.
-de todas formas, ganemos o perdamos aceptaremos el resultado- me susurra
Dicho esto, da un paso atrás y regresa a su sitio
¿Le habrá molestado mi comentario?
Yo la imito y me doy la vuelta para no tener que verla. Miro el reloj, las tres menos cuarto ¡****! Ya he perdido tres cuartos de hora de mi comida y ya no me da tiempo de llagar al Vips. Con las ganas que tenia de comer en Vips Club… ¡en fin! Parare en el bar de la empresa y me comeré un bocadillo. No tengo tiempo para más.
De pronto, las luces se encienden, el ascensor reanuda su marcha y todo en su interior aplaudimos
¡Yo la primera!
Movida por la curiosidad, vuelvo a mirar a la desconocida que se ha preocupado por mí y veo que ella sigue observándome. Vaya con luz es más alta y mas ¡sexy!
Cuando el ascensor llega a la planta cero las puertas se abren, Natasha y las de contabilidad salen de su interior como caballos desbocados entre gritos e histerismo. Como me alegro de no ser así. La verdad es que soy un poco niño. Mi padre me crio así, sin embargo, cuando salgo, me quedo parada al ver a mi jefa.
-¡Yulia, por el amor de dios! – Oigo que dice – cuando he bajado para encontrarme contigo e irnos a comer he recibido tu Whatsapp diciéndome que estabas encerrada en el ascensor ¡creí morir! ¡Que angustia! ¿Estás bien?
-perfectamente – responde la voz de la mujer que ha hablado conmigo solo momentos antes.
De pronto, mi cabeza rebobina. Yulia. Comida. Jefa. ¿Yulia Volkova, la jefaza, es a quien le he dicho que soy como la niña del exorcista y le he metido un chicle de fresa en la boca? Me pongo como un tomate y me niego a mirarla a la cara.
¡Dios que ridícula soy!
Deseo escapar de allí cuanto antes, pero entonces siento que alguien me agarra del codo
-gracias por el chicle… ¿señorita?
-Elena – responde mi jefa – Ella es mi secretaria
La ahora identificada como Señorita Yulia Volkova asiente y, sin importarle la cara de mi jefa, porque no la mira a ella sino a mi dice
-entonces es la señorita Elena Katina, ¿verdad?
-si – respondo como si fuera boba. ¡Como una total idiota!
Me jefa se cansa de no sentirse la protagonista del momento y la agarra posesivamente del brazo tirando de ella.
-¿Qué tal si nos vamos a comer, Yulia? ¡Es tardísimo!
Como si me hubiesen plantado en el vestíbulo de la empresa, yo levanto mi cabeza y sonrío. Instantes después, aquella impresionante mujer de ojos azules se aleja. Aunque antes de salir por la puerta se vuelve y me mira. Cuando por fin desaparece suspiro y pienso: “porque no me habré estado calladita en el ascensor”
A la mañana siguiente, cuando llego a la oficina, la primera persona que me encuentro al entrar en la cafetería es a la señorita Volkova. Noto que levanta la vista y me mira, pero yo me hago la sueca. No me apetece saludarla.
Ahora ya sé quién es y siempre he pensado que los jefazos cuanto más lejos mejor. Pero la verdad es que esta mujer me pone nerviosa. Desde su posición y escondida tras el periódico, intuyo que me está observando, que me está estudiando. Levanto los ojos y ¡zaz! Tengo razón. Me bebo rápidamente mi café y me voy. Tengo que trabajar.
Durante el día vuelvo a coincidir con ella en varios sitios. Pero cuando toma posesión del antiguo despacho de su padre, que esta frente al mío y conectado por el archivador de mi jefa, ¡me quiero morir! En ningún momento se dirige a mí, pero puedo sentir su mirada vaya por donde vaya. Intento esconderme tras la pantalla del computador, pero es imposible. Ella siempre encuentra la manera de cruzar su mirada con la mía.
Cuando salgo de la oficina, me voy directa al gimnasio. Una clase de spinning y un rato en el jacuzzi tras terminarla me quitan todo el estrés acumulado y llego a mi casa como una malva, lista para dormir.
Los siguientes días, más de lo mismo. La señorita Volkova, esa guapa jefaza con la que he comenzado a soñar y a la que toda la oficina venera y lame el culo, aparece por todos los lados por donde me muevo, y eso hace que me ponga nerviosa.
Es seria, apenas sonríe. Pero noto que me busca con la mirada y eso me desconcierta.
Los días van pasando y, finalmente, una mañana cruzo un par de sonrisitas con ella. Pero ¿Qué estoy haciendo? Ese día ya no cierra la puerta de su despacho y si ángulo de visión es aun mejor. Me tiene totalmente controlada. ¡Que agobio por dios!
Por si fuera poco, cada día que coincido con ella en la cafetería me observa… me observa… y me observa. Aunque, cuando me ve aparecer con Vladimir o los chicos se va rápidamente. ¡Que descanso!
Hoy estoy liadísima con cientos de papeles que la tiquismiquis de mi jefa me ha pedido. Como siempre, parece no recordar que Vlad, aunque sea el secretario de la señorita Volkova, es quien debe ocuparse del cincuenta por ciento del papeleo que gestionamos.
A la hora de comer aparece el objeto de mis sueños húmedos en el despacho y tras clavar su insistente mirada sobre mí, entra en el despacho de mi jefa sin llamar para salir dos segundos después las dos juntas e irse a comer.
Cuando me quedo sola, me siento por fin aliviada. Nose que me pasa con esa mujer, pero su presencia me acalora y me hace hervir la sangre. Tras recoger un poco mi mesa decido hacer lo mismo que ellos y me voy a comer. Pero es tal el agobio de papeles que se que me espera que, en vez de utilizar mis dos horitas para ello, salgo solo una hora y regreso enseguida.
Al llegar, meto mi bolso a mi escritorio, tomo mi iPod y me pongo los audífonos. Si algo me gusta en esta vida es la música. Mi madre nos enseño a mi padre, a mi hermana y a mí que la música es lo único que amansa las fieras y reduce los males. Ese entre otros muchos, es uno de sus legados y quizá por eso adoro la música y me paso el día tarareando canciones. Nada mas encender el iPod comienzo a cantar mientras me lio con el papeleo. ¡Mi vida se reduce al papeleo!
Entro en el despacho de la tiquismiquis de mi jefa cargada con carpetas y abro una especie de vestidor que utilizamos como archivo. Ese vestidor comunica con el despacho de la señorita Volkova, pero como sé que no está, me relajo y comienzo a archivar mientras canto:
Te regalo mi amor, te regalo mi vida
A pesar del dolor, eres tu quien me inspira
No somos perfectos, somos polos opuestos
Te amo con fuerza, te odio a momentos
Te regalo mi amor, te regalo mi vida
Te regalare el sol siempre que me lo pidas
No somos perfectos, solo polos opuestos
Mientras que sea junto a ti, siempre lo intentaría
¿Qué no daría…?
-señorita Katina, canta Ud. fatal
Esa voz. Ese acento
La carpeta que tengo en las manos se me cae al suelo por el susto. Me agacho a recogerla y ¡zaz!, coscorrón que me meto con ella. Con la señorita Volkova. ¡Con la angustia instalada en mi cara por la cantidad de meteduras de pata que estoy cometiendo con esa supermegajefaza alemana…! La miro y me quito los audífonos.
-lo siento, señorita Volkova – murmuro
-no pasa nada – toca mi frente y pregunta con familiaridad - ¿tu estas bien?
Como un muñequito de esos que hay en las partes traseras de algunos coches, asiento con la cabeza. Otra vez me ha vuelto a preguntar si estoy bien ¡que mona! Sin poder evitarlo, mis ojos y todo mi ser le hacen un escaneo en profundidad: alta, pelo negro despeinado, treinta y pocos años, fibrosa, ojos azules, voz profunda y sensual… vamos, una mujer en toda la regla.
-siento haberte asustado – añade- no era mi intención
Vuelvo a mover la cabeza como un muñeco. ¡Seré boba! Me levanto del suelo con la carpeta en mis manos y pregunto
-¿ha venido con Ud. la señora Koslova?
-si
Sorprendida, porque no la he oído entrar en su despacho, comienzo a intentar salir del archivo, cuando la alemana me agarra del brazo
-¿Qué cantabas?
Aquella pregunta me pilla tan de sorpresa que estoy a punto de soltarle; “¿y a ti que te importa?” pero afortunadamente, contengo mi impulsividad
-una canción
Sonríe, ¡Dios! ¡Que sonrisa!
-lo sé… la letra me gusto. ¿Qué canción es?
-blanco y negro de Malu, señorita
Pero parece que mis palabras le hacen gracia ¿se estará riendo de mi?
-¿ahora que sabes quién soy me llamas señorita?
-disculpe, señorita Volkova – aclaro con profesionalidad – en el ascensor no la reconocí. Pero ahora ya sé quien es, creo que debo tratarla como se merece.
Ella da un paso hacia mí y yo doy otro hacia atrás. ¿Qué hace?
Ella vuelve a dar otro paso y yo, al intentar hacer lo mismo, me pego contra el archivador. No tengo salida. La señorita Volkova, esa mujer sexy a la que hace unos días metí un chicle de fresa en la boca, está casi encima de mí y se está agachando para ponerse a mi altura.
-me gustabas mas cuando no sabias quien era yo – murmura
-señorita, yo…
-Yulia, mi nombre es Yulia.
Confundida y atacada de los nervios por el morbo que esa gigante me está provocando, trago el nudo de emociones que me cosquillea por todo el cuerpo.
-lo siento señorita. Pero no creo que esto sea correcto
Y sin pedirme permiso, me quita el bolígrafo que me sujeta el moño y mi ondulado y pelirrojo cabello cae alrededor de mis hombros. Yo la miro. Ella me mira también. Y a nuestras miradas le sigue el más significativo silencio en el que las dos respiramos con irregularidad.
-¿te ha comido la lengua el gato? – me pregunta, rompiendo el silencio
-no, señorita – respondo al punto del colapso
-entonces, ¿Dónde has dejado a la chica chispeante del ascensor?
Cuando voy a responder, oigo las voces de mi jefa y Vladimir que entran en el despacho. Volkova pega su cuerpo al mío y me ordena callar. Sin saber muy bien porque, le hago caso
-¿Dónde está Elena? – oigo preguntar a mi jefa
-casi con seguridad, te diría que en la cafetería. Habrá ido por una Coca-cola. Tardara en regresar – responde Vladimir, y cierra la puerta del despacho de mi jefa
-¿seguro?
-seguro – insiste Vlad – vamos, ven aquí y déjame ver que llevas hoy bajo la falda.
¡Dios! Esto no puede estar pasando
La señorita Volkova no debería ver lo creo que esos dos están a punto de hacer. Pienso. Pienso como entretenerla o despistarla, pero no se me acurre nada. Aquella mujer está casi encima de mí, sin quitarme ojo.
-tranquila señorita Katina. Dejémos que se diviertan- me susurra
¡Me quiero morir!
¡¡Que vergüenza!!
Instantes después no se oye nada a excepción del sonido de las bocas y las lenguas de esos dos al chocar. Asustada ante aquel incomodo silencio, miro por la abertura de la puerta del archivo y me tapo la boca al ver a mi jefa sentada sobre su mesa y a Vladimir manoseándola. Mi respiración se agita y Volkova sonríe desde su altura. Me pasa la mano por la cintura y me acerca más a ella.
-¿excitada? – me pregunta
La miro y no hablo. No pienso contestar esa pregunta. Estoy avergonzada por lo que estamos presenciando las dos juntas. Pero sus ojos inquisidores se clavan en mi y ella acerca todavía más su boca a la mía
-¿te excita mas el futbol que esto? – insiste
¡Oh, Dios! Me excita ella. Ella, ella y ella.
¿Cómo no excitarme con una mujer como esa encima de mí y ante una situación semejante? ¡A la **** el futbol! Al final, vuelvo a asentir como un muñequito. No tengo vergüenza
Volkova, al verme tan alterada, también mueve su cabeza. Mira por la rendija y me arrastra hasta quedar ambas delante del hueco de la puerta. Lo que veo me deja sin habla. Mi jefa se encuentra abierta de piernas sobre la mesa, mientras Vlad pasea su boca con avidez por la entrepierna de ella. Cierro los ojos. No quiero ver aquello. ¡Que vergüenza! Instantes después, la alemana, que continua agarrándome con fuerza, vuelve a empujarme contra el archivador y pregunta cerca de mi oreja
-¿te asusta lo que ves?
-no… - ella sonríe y yo añado entre cuchicheos – pero no me parece bien que los estemos mirando, señorita Volkova. Creo que…
-mirarlos no nos hará daño y, además, es excitante
-es mi jefa
Hace un gesto afirmativo y mientras pasea su boca por mi oreja, susurra
-daría todo lo que tengo porque fueras tu quien este sobre la mesa. Pasearía mi boca por tus muslos, para después meter mi lengua en tu interior y hacerte mía.
Boquiabierta
Pasmada
Alucinada
Pero ¿Qué me ha dicho esa mujer?
Impresionada y altamente excitada, voy a contestarle que es una fresca, cuando, de repente todo mi cuerpo reacciona y siento que mi vientre se deshace. Lo que esa mujer acaba de decir me altera y no lo puedo disimular, por mucho que sea una grosería por su parte. Entonces, el recorrido de sus labios se detiene frente a mi boca. Sin dejar de mirarme, saca su húmeda lengua, la pasa por mi labio superior, después por el inferior y, finalmente, me da un leve y dulce mordisquito en el labio.
No me muevo, ¡no puedo ni respirar!
Al ver que mi respiración se agita, vuelve a sacar su lengua e, inconscientemente, abro la boca. Quiero más. Sus pupilas se dilatan. Segura de lo que está haciendo mete su lengua en el interior de mi boca y, con una pericia que me deja sin sentido, comienza a moverla hasta hacerme perder el sentido.
Olvidándome de todo, respondo a sus exigencias y en seguida siento que soy yo la que se aprieta contra su suave pecho en busca de algo más. Me dejo llevar por mi deseo. Durante unos segundos, nos besamos apasionadamente en el más absoluto de los silencios mientras escuchamos los placenteros gemidos de mi jefa. Mi cuerpo tiembla al contacto con su cuerpo. Siento como sus manos me aprietan el trasero y deseo gritar… pero ¡de gusto! Instantes después, saca su lengua de mi boca y, sin apartar sus azules ojos de mi pregunta
-¿cenas conmigo?
Vuelco a mover la cabeza, pero esta vez para negarme. No pienso cenar con ella. Es la jefaza, la dueña de la empresa. Pero mi respuesta parece no agradarle y afirma
-si, cenas conmigo
-no
-¿te gusta llevarme la contraria?
-no, señorita
-¿entonces?
-yo no ceno con jefes
-conmigo si
Su proximidad es irresistible y el nuevo asalto a mi boca es arrebatador. Si antes hubo llamaradas, ahora es puro fuego. Ardor… calor… y cuando consigue que toda yo me convierta en gelatina entre sus manos, vuelve a sacar su lengua de mi boca y amaga con una sonrisa. ¡Me encantan esos amagos!
Sin habla y perturbada, la miro. ¿Qué narices estoy haciendo?

Sin moverse un milímetro de su posición, saca una Blackberry negra y comienza a teclear en ella. Minutos después oigo que llaman a la puerta de mi jefa, mientras ella me pide silencio. Vladimir y ella se recomponen rápidamente y no puedo evitar sorprenderme de su capacidad de reacción. Segundos después, Vlad abre
-disculpe, señora Koslova- dice un desconocido- La señorita Volkova quiere tomar un café con Ud. La espera en la cafetería de la planta nueve.
A través de la puerta entre abierta y aun con la alemana encima, veo como Vladimir se marcha y mi jefa saca un neceser de uno de los cajones de su mesa. Se repasa los labios rápidamente y, tras colocarse el pelo y la ropa, sale del despacho. En ese momento, siento que la presión que ejerce esa mujer sobre mi se relaja y me suelta.
-escuche, señorita Volkova
Pero no me deja hablar. Vuelve a ponerme un dedo en la boca. Me siento tentada de morderlo, pero me contengo. Y, tras abrir las puertas del archivo, me mira y me dice
-de acuerdo. No nos tutearemos – camina hacia la puerta y añade con una seguridad aplastante- la paso a recoger por su casa a las nueve. Póngase guapa, señorita Katina
Y yo, me quedo mirando la puerta como una tonta.
Pero ¿Qué se cree esta mujer?
Quiero gritar que no, pero si lo hago, toda la oficina me oiría. Acalorada y frenética salgo del archivo y, mientras camino hacia mi mesa, suena mi móvil. Un mensaje. Lo abro y me quedo a cuadros cuando lo leo: “soy la jefa y se donde vive. No se le ocurra no estar preparada a las nueve en punto”.
A las siete y media llego a mi casa. Saludo a mi gato Curro que acude a recibirme acercándose muy despacio. Una vez dejo el bolso sobre el sofá color berenjena, me dirijo hacia la cocina, cojo unas gotas, abro la boca de curro y le doy si medicación.
El pobre ni se inmuta.
Tras darle su ración de mimos, abro la nevera para tomarme una coca-cola. Tengo un vicio con las coca-colas… ¡tremendo! Sin pensar en nada más, miro el montonazo de plancha que tengo esperándome en la silla. Aunque esto de vivir sola y ser independiente tiene sus cosas buenas, seguro que si aun estuviese viviendo con mi padre, esa ropa ya estaría planchadita y colgada en el armario.
Tras acabarme la lata me voy directa a la ducha.
Antes pongo un CD de Guns’n’Roses. Me encanta este grupo. Me quito la ropa mientras tarareo Sweet child o’mine:
She’s got a smile that it seems to me,
Reminds me of childhood memories
Where everything was a fresh as the bright blue sky.
¡Vaya que marcha! ¡Que voz tiene ese hombre! Instantes después, suspiro al sentir como cae el agua caliente por mi piel. Me hace sentir limpia. Pero, de repente, la señorita Volkova y su manera de hablarme aparecen en mi mente y mis manos, resbaladizas por el jabón, bajan por mi cuerpo. Abro las piernas y me toco. ¡Oh, sí, Volkova!
Pensar en su boca, en como recorrió mis labios con su lengua me enciende. Recordar sus ojos y toda ella me pone a cien. ¡Calor de nuevo! Mis manos vuelan sobre mi y una de ellas se para en mi pecho derecho mientras la desgarradora voz del cantante de Guns’n’Roses continua su canción. Me toco el pezón derecho con el pulgar y este se hincha. ¡Más calor!
Cierro los ojos y pienso que es Volkova quien lo toca, quien lo endurece. No la conozco. Nose nada de ella. Pero si se que su cercanía me pone como una moto. Un jadeo sale de mi boca justo en el momento en que oigo sonar mi teléfono. Paso de él. No quiero interrumpir este momento. Pero al sexto pitido abro los ojos, salgo de mi burbuja de placer, tomo la toalla y corro a la habitación para cogerlo.
-¿Por qué has tardado tanto en cogerlo?
Es mi hermana. Como siempre tan oportuna y tan preguntona.
-Estaba en la ducha, Anya. ¿Alguna objeción?
Su risita me hace reír a mí también.
-¿Cómo esta Curro?
Me encojo de hombros y suspiro
-Igual que ayer. Poco más puedo decir.
-Lenoshka, tienes que estar preparada. Recuerda lo que dio el veterinario.
-Lo sé, lo sé.
-¿Te ha llamado Anastasia? – me pregunta tras un breve silencio.
-No.
-¿y la vas a llamar tu a ella?
-No.
Como mi hermana no se contenta con lo que respondo, insiste
-Lena, esa chica te conviene. Tiene un trabajo estable, es guapa, amable y…
-Pues líate tú con ella.
-¡Elena!- protesta mi hermana.
Anastasia es la típica amiga de toda la vida. Ambas somos de Kazan. Mi padre y su padre viven en esa preciosa localidad y nos conocemos desde pequeñas. En la adolescencia comenzamos un tonteo que continuamos en la madurez. Ella vive en Moscú y yo en Madrid. Es inspectora de policía, y nos vemos en las vacaciones de verano e invierno cuando las dos vamos kazan o en viajecitos relámpago que ella hace a Madrid con cualquier excusa para verme.
Es alta, morena y divertida. Con ella te puedes pasar horas riendo, porque tiene una gracia y un salero que no se pueden aguantar. El problema es que yo no estoy colgada por ella como se que ella lo está por mí. Me gusta. Es mi rollito de verano y compartimos fluidos cuando viene a verme. Pero nada más. Yo no quiero nada más, aunque mi hermana, mi padre y todos los amigos de Kazan se empeñen en emparejarnos una y otra vez.
-Escucha. Elena, no seas tonta y llámala. Dijo que iría a verte antes de ir a Kazan y seguro lo hace.
_ ¡Dios! ¡Qué pesadita eres, Anya!
Mi hermana siempre me hace lo mismo, me lleva al límite y, cuando ve que voy a salir por peteneras, cambia la conversación.
-¿Vienes a casa a cenar?
-No, tengo una cita.
Oigo que resopla.
-¿Y se puede saber con quién?
-Con una amiga – miento. Con lo puritana que es, si le digo que es con mi jefa, seguro que le da un patatus-. Y ahora, hermanita, se acabaron las preguntas.
-Vale, tu sabrás lo que haces. Pero sigo pensando que estás haciendo el tonto con Anastasia y, al final, se va a cansar de ti. ¡Ya lo veras?
-¡Anya¡
-Vale, vale, Lenoshka, no digo nada más. Por cierto, hoy he vuelto a recibir flores de Dimitry. ¿Qué piensas?
-Joder, Anya, ¿Qué quieres que piense? – respondo molesta-. Pues que es un detalle bonito
-Sí, pero él nunca antes me había regalado dos ramos de flores en tres semanas seguidas. Aquí ocurre algo, pasa algo, lo sé. Lo conozco y el no es tan detallista.
Miro el reloj digital que hay sobre mi mesita, las ocho y cinco minutos. Sin embargo, dispuesta a aguantar las paranoias de mi hermana, me llevo el teléfono al baño, pongo el manos libres y me envuelvo el pelo en una toalla.
-vamos a ver, ¿Qué ocurre ahora?
Como ya comienza a ser habitual en Anya, me cuenta su última movida con su marido. Llevan diez años de casados y su vida dejo de ser emocionante cuando nació Irina, mi sobrina. Sus continuas crisis matrimoniales son su tema preferido de conversación, pero a mí me agotan.
—Ya no salimos. Ya no paseamos de la mano. Ya no me invita nunca a cenar. Y ahora, de pronto, me regala dos ramos de flores. ¿No crees que será porque se siente culpable por algo?
Mi mente quiere gritar: « ¡Sí! Creo que tu marido te la está dando con queso». Pero mi hermana es una sufridora nata, así que le respondo rápidamente:
—Pues no. Quizá simplemente vio las flores y se acordó de ti. ¿Dónde está el problema?
Tras media hora de charla con ella, finalmente consigo colgar el teléfono sin hablarle de mi extraña cita con la señorita Volkova. Me gustaría explicárselo, pero mi hermana en seguida me diría: « ¿Estás loca? ¿Es tu jefa?». O bien: « ¿Y si es una asesina de mujeres?». Así que mejor me callo. No quiero pensar que ella pueda tener razón.
A las nueve menos veinte miro histérica mi armario.
No sé qué ponerme.
Quiero estar guapa como ella me pidió, pero la verdad es que mi ropa es básica y funcional. Trajes para el trabajo y vaqueros para salir con los amigos. Al final, opto por un vestido verde que tiene un bonito escote y se ajusta a mis curvas y estreno unos sugerentes zapatos de tacón. Mi último caprichazo.
Vuelvo a mirar el reloj, nerviosa. Las nueve menos diez.
Sin tiempo que perder, enchufo el secador, pongo la cabeza boca abajo y me seco la melena a toda mecha. Sorprendentemente, el resultado me gusta. Como no soy de maquillarme mucho, simplemente me hago la raya en el ojo, me pongo rímel y me pinto los labios. Odio maquillarme demasiado; eso se lo dejo a mi jefa.
Suena el telefonillo de mi casa. Miro el reloj. Las nueve en punto. Puntualidad alemana. Lo descuelgo nerviosa y, antes de poder decir ni mu, oigo una voz que me dice:
—Señorita Katina, la estoy esperando. Baje.
Tras balbucear un tímido «Voy» cuelgo el telefonillo. Seguidamente, cojo el bolso, le doy un beso en la cabeza a Curro y le digo hasta luego. Dos minutos después, al salir de mi portal, la veo apoyada en un impresionante BMW de color granate. Aunque más impresionante está ella con un traje oscuro. Al verme, Volkova se acerca a mí y me da un casto beso en la mejilla.
—Está usted muy guapa —observa.
Tengo dos opciones: sonreír y darle las gracias o callarme. Opto por la segunda. Estoy tan nerviosa y desconcertada que, si digo algo, vete a saber lo que me sale por la boca.
Me abre la puerta trasera del coche y me sorprendo al ver que tenemos chófer.
Vaya, ¡qué lujazo!
Lo saludo. Me saluda a su vez.
—Tomás, tengo reserva en el Moroccio —le dice Volkova nada más entrar en el coche.
Una vez dicho eso, le da a un botón y un cristal opaco se interpone entre el conductor y nosotros.
Me mira y yo no sé qué decir. Me sudan las manos y siento que mi corazón se me va a salir del pecho.
—¿Está bien?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué está tan callada?
La miro y me encojo de hombros sin saber qué contestar.
—Nunca he tenido una cita como ésta, señorita Volkova —consigo decirle—. Por norma, cuando salgo a cenar con una mujer yo…
Sin dejarme terminar la frase me mira con sus penetrantes ojos azules.
—¿Sale a cenar con muchas mujeres?
Aquella pregunta me sorprende. Pero ¿esta mujer se cree la única espécimen del mundo? Así que respiro hondo y procuro no soltarle un borderío de los míos.
—Siempre que me apetece —le aclaro.
Alzo mi barbilla con altanería y, cuando creo que no voy a decir ni una palabra más, le suelto:
—Lo que no entiendo es qué hago aquí, en su coche, con usted y dirigiéndome a cenar. Eso es lo que todavía no logro entender.
ella no responde. Sólo me mira… me mira… me mira y me pone histérica con su mirada.
—¿Va usted a hablar o pretende estar el resto del viaje mirándome?
—Mirarla es muy agradable, señorita Katina.
Maldigo y resoplo. ¿En qué embolado me he metido? Pero como no puedo callar ni debajo del agua, le pregunto:
—¿A qué se debe esta cena?
—Me agrada su compañía.
—¿Y a cuento de qué viene la preguntita de si salgo con muchas mujeres?
—Simple curiosidad.
—¿Curiosidad? —replico rascándome el cuello—. ¿Acaso una mujer como usted lleva una vida monacal?
—No, señorita.
—Me alegra saberlo, porque yo tampoco.
—No se rasque el cuello, señorita Katina —me susurra, curvando sus labios—. Los ronchones…
Cansada de tanto formalismo y, más tras lo hablado, protesto. ¡De perdidos al río!
—Por favor… Llámeme Elena o Lena. Dejemos los formalismos para el horario de oficina. Vale, usted es mi jefa y yo le debo un respeto por ello, pero me incomoda cenar con alguien que continuamente se dirige a mí por mi apellido.
Asiente. Parece que mis palabras le han gustado. Sus labios me lanzan una sonrisa y su cara se acerca a la mía.
—Me parece perfecto, siempre y cuando usted a mí me llame yulia —susurra—. Es incómodo y muy impersonal cenar con una mujer que me llama por mi apellido.
Tras dar un nuevo resoplido, acepto y le tiendo la mano.
—De acuerdo, Yulia, encantada de conocerte.
Me coge la mano y, sorprendentemente, deposita sobre ella un beso.
—Lo mismo digo, Lena —añade en tono dulzón.
En ese instante, el coche se detiene y Tomás nos abre la puerta desde el exterior. La señorita Volkova… digo, Yulia baja y me ofrece su mano para salir. Una vez en la calle, el chófer se monta de nuevo en el BMW y se marcha. Entonces, Yulia me agarra de la cintura y leo un cartel que pone «Moroccio».
Entrar en aquel bonito e iluminado restaurante me pone de mejor humor. Siempre he querido entrar. Además, estoy famélica; casi no he comido al mediodía y tengo un hambre atroz. Mientras entramos, observo las mesas del lugar y, en especial, los platos que sirven los camareros. Madre mía, ¡qué pinta tiene todo! Al ver a mi acompañante, el maître sonríe y camina hacia nosotros.
—Acompáñenme —nos dice, tras saludarnos.
Yulia me agarra de la mano y yo me dejo hacer. Observo cómo algunas de las mujeres la miran, cosa que hace que me enorgullezca de ser yo la que va de su mano. Tras cruzar la sala en la que la gente está cenando, llegamos a un espacio separado por telas doradas de satén. No puedo evitar sorprenderme, y, cuando el maître abre una de esas cortinas y nos invita a pasar, casi silbo.
Es una estancia lujosa e iluminada con velas. En un lateral hay un sillón con aspecto de cómodo y, en el centro, una redonda y bien vestida mesa para dos. Yulia sonríe al ver mi gesto de sorpresa y observo cómo le indica con la mirada al maître que se retire. Se acerca a mí y, con galantería, retira una de las sillas para que me siente.
—¿Te gusta? —me pregunta.
—Sí…
En cuanto me acomodo en la silla, ella rodea la mesa y toma asiento frente a mí.
—¿Nunca has cenado aquí?
—He pasado mil veces por la puerta pero nunca he entrado. Sólo con verlo desde fuera intuyo que sus precios son prohibitivos para una secretaria como yo.
Al decir aquello, Yulia arruga la nariz y extiende su mano sobre la mesa hasta llegar a la mía. La coge y comienza a dibujar circulitos sobre mi muñeca.
—Para ti, pocas cosas serán prohibitivas —murmura.
Eso me hace reír.
—Más de las que crees.
—Lo dudo, pequeña. Seguro que tú eres la que se pone límites.
Su mirada, su voz ronca y su manera de llamarme «pequeña» me cautivan. Me erizan el vello de todo mi cuerpo. ella. La señorita Volkova, mi jefa, me fascina a cada segundo que pasa.
Toca un botón verde que hay en un lateral de la mesa y, al cabo de unos segundos, aparece un camarero con una botella de vino. Mientras le sirve a ella, leo en su etiqueta «Flor de Pingus. Rivera del Duero». ¡Dios, si no me gusta el vino! Y me muero por una Coca-Cola fría. En cuanto el camarero le sirve, Yulia coge la copa, la mueve, se la acerca a la nariz y le da un pequeño sorbo.
—Excelente.
El camarero vuelve a servirle y después da la vuelta a la mesa y me sirve a mí también. Me rasco. Instantes después se va, dejándonos solos.
—Prueba el vino, Lena. Es fantástico.
Cojo la copa, poniendo cara de circunstancias. Pero cuando voy a llevármela a la boca, siento su mano sobre la mía.
—¿Qué ocurre? —me pregunta.
—Nada.
Volkova ladea la cabeza.
—Lena, te conozco poco, pero me estoy percatando de las ronchas que te están apareciendo en el cuello —me suelta, sorprendiéndome—. Tú misma me lo confesaste. ¿Qué pasa?
Sin poder evitarlo sonrío. Vaya con la señorita Volkova, no se le escapa una.
—¿La verdad?
—Siempre —insiste.
—No me gusta el vino y me muero por una Coca-Cola fresquita.
Boquiabierta y divertida, me mira como si le hubiera dicho que «Los Teletubbies» es mi serie favorita y que Bob Esponja es mi novio.
—Este vino color rubí oscuro te gustará —murmura con una voz ronca pero dulce—. Hazlo por mí y pruébalo. Si no te agrada, por supuesto, te pediré una Coca-Cola.
Ni que decir tiene que lo pruebo rápidamente.
—¿Y bien? —pregunta sin apartar sus penetrantes ojos de mí.
—Está rico. Mejor de lo que pensaba.
—¿Te pido la Coca-Cola?
Sonrío y niego con la cabeza. Instantes después, la cortina se vuelve a abrir y aparecen dos camareros con varios platos.
—Me tomé la libertad de decidir la cena para las dos, ¿te parece bien?
Asiento. No me queda más remedio. Y poco después disfruto de un exquisito cóctel de gambas, de un fino paté de berenjenas y, posteriormente, de un delicioso salmón a la naranja mientras charlamos. Yulia Volkova se ha convertido de repente en una mujer con un gran sentido del humor y eso me encanta.
Entonces me doy cuenta de que una luz naranja se enciende en el lateral derecho de la estancia.
—¿Qué es eso?
Yulia, sin necesidad de mirar, sabe a lo que me refiero.
—Algo que quizá tras el postre te enseñe.
Eso me hace sonreír y le doy un trago al vino, que, por cierto, cada vez me sabe mejor.
—¿Por qué tras el postre?
Mi pregunta parece divertirla. Me recorre con los ojos y se echa atrás en su silla.
—Porque primero quiero cenar.
No pregunto más y, cuando acabo mi salmón, los camareros entran para retirar los platos. Segundos después, entra otro camarero y deja ante mí una porción de tarta de chocolate acompañada por una bola de color rosa.
—Mmm, qué rico —y al ver que a ella no le sirven, pregunto—: ¿Tú no tomas postre?
No me contesta. Se limita a levantarse, coger su silla y sentarse a mi lado. Me altero. Es tan sexy que es imposible no pensar mil y una lujurias en ese momento. Coge la cucharita, parte un pedazo de tarta, coge helado y dice:
—Abre la boca.
Pestañeo sorprendida.
—¿Cómo?
No repite lo dicho. Me enseña la cuchara y yo, automáticamente, abro la boca. Me tiene extasiada. Mete la cuchara lentamente en mi boca y yo cierro mis labios sobre ella. Me mira. Yo me excito y sonrío tímidamente. Nada más tragar esa delicatessen, me dispongo a decir algo, pero ella me interrumpe:
—¿Está rico?
Con mi paladar aún dulzón por el chocolate y el helado de fresa, asiento. ella se acerca.
—¿Puedo probar?
Le digo que sí y mi sorpresa es mayúscula cuando lo que prueba son mis labios. Mi boca. Posa sus suculentos labios en los míos y los saborea. Como hizo por la mañana en el archivo, primero saca su lengua, chupa mi labio superior, luego el inferior, después un mordisquito y, al final, su sensual lengua me invade y yo cierro los ojos dispuesta a más. Cuando siento su mano sobre mi rodilla, mi respiración se acelera, pero no me muevo. Quiero más. Lentamente la sube hasta llegar a la cara interna de mis muslos y los masajea. Su mano sube hasta mis bragas y siento sus dedos en ellas. Pero, de repente, se separa de mí y regresa a su posición en la silla.
Mis mejillas queman. Arden, del mismo modo que ardo toda yo. Aquel íntimo contacto me ha puesto a cien. ¿Qué me pasa? Un beso y un simple roce de su mano han conseguido que casi tenga un orgasmo y eso me acelera el pulso. Yulia me observa. Veo el deseo en sus ojos.
—Te desnudaría aquí mismo —murmura.
Jadeo. ¡Dios! ¡Me va a dar algo!
Quiero más y esta vez soy yo la que se lanza a besarla. ella acepta mis labios pero, cuando la voy a agarrar del cuello, me sujeta las manos y se separa unos milímetros de mí.
—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar? —pregunta, muy cerca de mis labios.
Esa pregunta me descoloca por completo. ¿A qué se refiere? Pero es tal el deseo que siento en ese momento por ella y quiero ser tan malota que respondo totalmente hechizada:
—Hasta donde lleguemos.
—¿Seguro?
—Bueno —murmuro acalorada—. El sado no me va.
Yulia sonríe. Pasa las manos por debajo de mis piernas y por mi cintura y me coloca sobre sus piernas. Voy a estallar. ¡Estoy sobre mi jefa! Mete su nariz en mi cuello y la oigo aspirar mi aroma. Mi perfume. Aire de Loewe. Cierro los ojos y cuando los abro veo que me está mirando.
—¿Quieres saber qué significa esa luz naranja?
Dirijo mi mirada hacia la luz, que sigue encendida, y asiento. Yulia mueve su mano y aprieta uno de los botones que hay en el lateral de la mesa. Las cortinas de raso que están bajo la luz naranja se recogen y aparece un cristal oscuro. ¿Qué es eso? Yulia me observa. Instantes después, el cristal se aclara y veo con toda nitidez a dos mujeres sobre una mesa practicando sexo oral.
Alucinada, anonadada e incrédula miro el espectáculo que aquellas dos desconocidas nos ofrecen cuando, de pronto, Yulia pulsa otro botón y los gemidos de esas dos mujeres resuenan en nuestro reservado. No sé qué hacer. No sé ni siquiera dónde mirar.
—¿Estás preparada para esto? —me pregunta.
La piel me arde mientras siento sus fuertes dedos cosquillearme la cintura. La miro, confundida.
—¿Por qué vemos algo así?
—Me excita mirar. ¿No te excita a ti?
No contesto. No puedo. Estoy tan bloqueada que no sé ni siquiera si sigo respirando.
—Todos tenemos nuestra pequeña parte voyeur. El hecho de mirar algo supuestamente prohibido, morboso o excitante nos encanta, nos estimula y nos hace querer más.
Vuelvo a dirigir mi vista hacia el cristal mientras las respiraciones de las dos mujeres retumban por la sala y entonces veo que Yulia aprieta otro botón y las cortinas del lado izquierdo se recogen. Allí había una luz verde. Segundos después, el cristal se aclara y veo a dos hombres y a una mujer. Ella está tumbada sobre un diván. Un hombre la penetra y otro le mordisquea los pechos mientras ella, gustosa, disfruta con el momento.
—Escenas como éstas son dignas de observar —prosigue Yulia—. Los gestos de la mujer mientras permite que disfruten de su cuerpo y su feminidad son enloquecedores. Observa su deleite… Mmmm… Disfruta con lo que le están haciendo. Se entrega gustosa a ellos, ¿no crees?
—No… lo sé.
—Las mujeres son una continua fuente de morbo para mí. son deliciosas.
Con el pulso a mil, cojo el vaso de vino y me lo bebo del tirón. Estoy sedienta cuando la oigo decirme:
—Tranquila. No nos ven. Pero ellos han permitido que se los pueda observar. La luz naranja permite ver y la luz verde te invita a participar. ¿Te gustaría hacerlo?
—¿El qué?
—Participar.
—No —balbuceo histérica.
—¿Por qué?
Mi corazón late desbocado y consigo responder:
—Yo… Yo no hago cosas así.
Sus cejas se levantan y pregunta:
—¿Eres virgen?
—¡Noooooooooooo! —respondo con demasiada efusividad—. Pero yo…
—Vale. Entiendo. Tú practicas sexo tradicional, ¿verdad?
Como una tonta asiento y ella me coge la barbilla para que mire al trío que continua con su ardoroso juego.
—Ellos también practican sexo tradicional —añade—. Sólo que a veces juegan y experimentan algo diferente. ¿De verdad que no te atrae?
Sin querer retirar mis ojos de ellos, los observo e, inconscientemente, un gemido sale de mi interior al ver el disfrute de aquella mujer. Estoy excitada.
—No… yo… —respondo.
—¿Te incomoda hablar de sexo?
La miro sorprendida. ¿A qué viene esa pregunta ahora?
—Tus ojos delatan nerviosismo y tu boca deseo —insiste—. No me puedes negar que lo que ves te excita, y mucho, ¿verdad?
No respondo. Me niego. Y ella, controladora de la situación, murmura cerca de mi oído:
—Lo pasarías bien. Muy bien, Lena. Yo me encargaría de proporcionarte todo el placer que tú quisieras. Sólo tienes que pedirlo y yo te lo daré.
Como una boba, asiento. En la vida me hubiera imaginado algo así. No sé dónde detener mi mirada. Estoy tan excitada que hasta me da vergüenza admitirlo. El lugar, el momento y la mujer que está junto a mí no me permiten que siga pensando.
—En estos reservados, quien lo desea degusta una exquisita cena y algo más. Sólo un selecto grupo de personas podemos acceder a estas dependencias. Y, si tras la cena deseas jugar, sólo hay que pulsar este botón y los cristales desaparecerán.
De pronto me pongo histérica. Muy nerviosa. Yo no deseo nada de lo que ella me está diciendo. Intento levantarme, pero Yulia me sujeta. No me deja moverme y, con la respiración más que acelerada, susurro:
—Quiero marcharme de aquí.
—Son sólo las once.
—Da igual… quiero irme.
—¿Por qué, Lena? —Al ver que no contesto, añade—: Creo recordar que has dicho que estabas dispuesta a todo lo que yo quisiera.
—No me refería a eso. Yo… yo no hago esas cosas.
Sujetándome con más fuerza, me obliga a mirarla y, tras clavar sus oscuros ojos en los míos, murmura cerca de mi boca:
—Te sorprenderías, si lo probaras.
—Yulia, yo no…
—Lena, el sexo es un juego muy divertido. Sólo hay que atreverse a experimentar.
Niego con la cabeza, presa de los nervios. No quiero experimentar. Con el sexo normal que conozco, me sobra y me basta. Tras unos segundos que a mí me parecen eternos, Yulia aprieta los botones y los gemidos desaparecen. Unos instantes después, los cristales se vuelven oscuros y las cortinas caen.
—Gracias —consigo balbucear.
Me levanta de su regazo y me mira con el rostro serio.
—Vamos, Lena. Te llevaré a tu casa.
Media hora después y tras un extraño aunque no incómodo silencio, sólo roto por su conversación al teléfono con una mujer, llegamos a mi calle. Se baja conmigo del coche y me acompaña. Su actitud vuelve a ser fría y distante. Sube conmigo en el ascensor. Cuando llegamos a mi puerta, quiero invitarla a pasar, pero me interrumpe:
—Ha sido una cena muy agradable, señorita Katina. Gracias por su compañía.
Dicho esto, me besa la mano y se va. Yo me quedo excitada a las once y media de la noche y sin palabras. ¿Vuelvo a ser la señorita Katina?


Última edición por LenokVolk el 12/30/2014, 8:38 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:39 pm

Al día siguiente, cuando llego a la oficina y entro en el despacho de mi jefa para buscar unos archivos, suspiro al recordar lo ocurrido allí el día antes. Casi no he dormido. Mi mente no ha parado de pensar en la señorita Volkova y en lo sucedido entre nosotras. La noche anterior, cuando llegué a casa, vi en diferido el partido Alemania-Italia. ¡Vaya partidazo de Italia! Estoy deseando refregarle por la cara a ese listillo la eliminación de su país.
Vladimir aparece y nos vamos juntos a desayunar. Allí se nos unen Serguey y Nikolay y charlamos divertidos, mientras yo observo la puerta de la entrada a la espera de que Yulia, la jefaza, la mujer que me invitó a cenar y me puso como una moto, aparezca. Pero no lo hace. Eso me desilusiona, así que, en cuanto acabamos de desayunar, regresamos a nuestros puestos de trabajo.
Al llegar al despacho Vlad se marcha a administración. Tiene que solucionar algo que la señorita Volkova le pidió el día anterior.
Dispuesta a enfrentarme a un nuevo día, enciendo mi ordenador cuando suena mi teléfono. Es de recepción para indicarme que un joven con un ramo de flores pregunta por mí. ¡¿Katina?! Nerviosa, me levanto de mi silla. Nunca nadie me ha mandado flores y tengo clarísimo de quién son: Volkova.
Con el corazón latiendo a mil por hora veo que se abren las puertas del ascensor y un joven con una gorra roja y un precioso ramo mira la numeración de los despachos. Pero, al darse cuenta de que lo estoy mirando, aprieta el paso.
—¿Es usted la señorita Katina? —pregunta al llegar frente a mí.
Quiero gritar: «¡Sí! ¡Diosssssssssss…!».
El ramo es espectacular. Rosas amarillas preciosas. ¡Divinas!
El joven de la gorra roja me mira y, finalmente, asiento a su pregunta. Me tiende el ramo y dice:
—Firme aquí y, por favor, entréguele este ramo a la señora Svetlana Koslova.
La mandíbula se me cae al suelo.
¿¡Es para mi jefa!?
Mi gozo en un pozo. Mis breves segundos de felicidad por creerme alguien especial se han borrado de un plumazo. Pero sin querer dar a entender mi decepción cojo el ramo, lo miro y casi lloro. Hubiera sido tan bonito que hubiera sido para mí…
Dejo el ramo sobre mi mesa y firmo el papel que el chico me tiende. Una vez se va el mensajero, llevo las preciosas flores hasta el despacho de mi jefa. Las dejo encima de su mesa y me doy la vuelta para marcharme. Pero entonces siento que me puede la curiosidad, así que me giro, busco entre las flores la tarjeta. La abro y leo: «Svetlana, la próxima vez, ¿repetimos? Yulia Volkova».
Leer eso me pone furiosa. ¿Cómo que «repetimos»?
¡Por Dios! Pero si parece el anuncio de las Natillas: «¿Repetimos?».
Rápidamente dejo la notita en su sitio y salgo del despacho. Mi humor ahora es negro. Espero que nadie me tosa en las próximas horas o lo va a pagar muy caro. Me conozco y soy una mala arpía cuando me enfado.
Sin poder quitarme ese «¿Repetimos?» de la cabeza, comienzo a teclear un informe en mi ordenador, cuando aparece mi jefa.
—Buenos días, Elena. Pasa a mi despacho —me dice, sin mirarme.
¡No! Ahora no. Pero me levanto y la sigo.
Cuando entro y cierro la puerta ella ve el ramo de flores. Lo coge. Saca la tarjeta y la veo sonreír. ¡Será imbécil! Me pica el cuello. Jodido sarpullido.
—He hablado con Robert, de personal —me dice.
¡Ay, madre! ¿Me va a despedir?
—Va a haber cambios en la empresa. Ayer tuve una reunión muy interesante con la señorita Volkova y van a cambiar algunas cosas en muchas de las delegaciones españolas.
Escuchar que tuvo una reunión interesante me molesta. Pero entonces, suena el teléfono y lo cojo rápidamente.
—Buenos días. Despacho de la señora Svetlana koslovo. Le atiende su secretaria, la señorita Katina. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Buenos días, señorita Katina —¡Es Volkova!—. ¿Me podría pasar con su jefa?
Con el corazón a mil por hora, consigo balbucear:
—Un momento, por favor.
Ni que decir tiene que mi jefa, en cuanto le digo que es ella, aplaude, no sólo con las manos, y me indica que salga del despacho. Aunque antes de salir la oigo decir:
—Holaaaaaaaaaaa. ¿Llegaste bien a tu hotel anoche?
¿Anoche? ¡¿Anoche?! ¿Cómo que anoche?
Cierro la puerta.
Pero ¡si anoche estuvo conmigo!
Entonces, rápidamente, mi prodigiosa mente imagina lo que ocurrió. Ella era la mujer con la que hablaba en el coche. Me dejó en casa y se fue con ella. ¿Volvería al Moroccio?
Cada segundo que pasa estoy más enfadada. Pero ¿por qué? La señorita Volkoka y yo no tenemos nada. Sólo cenamos, me metió mano por encima de la ropa y presenciamos juntas un espectáculo sexual. ¿Eso me da derecho a estar enfadada?
Regreso a mi silla y vuelvo a teclear en el ordenador. Tengo que trabajar. No quiero pensar. En ocasiones, pensar no es bueno, y ésta es una de esas ocasiones. A la una, mi jefa sale del despacho y, tras una mirada con Vladimir, él se levanta y se marchan juntos. Sé lo que van a hacer. Fornicarán como conejos durante las dos horas para comer, vete a saber dónde.
Trabajo, trabajo y más trabajo. Me centro en mi trabajo.
Estoy tan cabreada que me pongo a hacerlo con mucho ímpetu y me quito de encima un montón de papeleo. Sobre las dos y media llega Óscar, uno de los vigilantes jurado que hay en la puerta de la empresa.
—Esto lo ha dejado para ti el chófer la señorita Volkova —dice, entregándome un sobre.
Boquiabierta, miro el sobre cerrado con mi nombre escrito. Asiento a Óscar, y éste se va. Me quedo un rato observando el sobre y, sin saber por qué, abro un cajón y lo guardo en él. No pienso abrirlo hasta el lunes. Es viernes. Tengo jornada continua y salgo a las tres.
El teléfono suena. Lo cojo y, tras soltar toda la parafernalia de siempre, escucho al otro lado:
—¿Has abierto el paquete que te he enviado?
¡Volkova! No respondo y ella añade:
—Te oigo respirar. Contesta.
Por mi mente pasa decirle mil cosas. La primera: «¡Mandóna!». La segunda es peor.
—Señorita Volkova, me acaba de llegar y he decidido dejarlo para el lunes —respondo finalmente.
—Es un regalo para ti.
—No quiero ningún regalo suyo —murmuro con un hilo de voz, sorprendida por sus palabras.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¡Ah! Señorita Katina, esa contestación no me vale. Ábralo por favor.
—No —insisto.
La oigo resoplar… La estoy enfadando.
—Por favor, ábrelo.
—¿Y por qué tengo que abrirlo?
—Lena, porque es un regalo que he comprado pensando en ti.
Vaya… ¿Vuelvo a ser Lena?
Y como soy una blanda, una tonta y además una curiosa de remate, al final abro el cajón, saco el sobre y tras rasgarlo miro en su interior.
—¿Qué es esto?
Lo oigo reír.
—Dijiste que estabas dispuesta a todo.
—¿Eh? Bueno… yo…
—Te gustarán, pequeña, te lo aseguro —me interrumpe—. Uno es para casa y otro para que lo lleves en el bolso y lo puedas utilizar en cualquier lugar y en cualquier momento.
Al escuchar el tono de su voz al decir «en cualquier momento», se me corta la respiración. ¡Dios, ya estamos otra vez!
—Estaré en tu casa a las seis —afirma antes de que yo pueda contestarle—. Te enseñaré para qué sirven.
—No, no estaré. Voy al gimnasio.
—A las seis.
La comunicación se corta y yo me quedo con cara de tonta.
Mientras oigo el pitido de la línea al otro lado del teléfono, deseo soltar por mi boca cientos de improperios. Pero sólo los escucharía yo. Ella ya no está.
Enfadada, cuelgo el teléfono. Miro de nuevo dentro del sobre y leo «Vibrador Fairy. Estrella en Japón». En ese momento, mi cuerpo reacciona y resoplo. Finalmente lo guardo en el bolso y apoyo los codos en la mesa y mi cabeza entre mis manos.
—Debo parar esto —digo en voz baja—. Pero ¡ya!
Cuando llego a casa, mi Curro me recibe. Es un encanto. Leo la nota en que mi hermana me explica que le ha dado la medicación y sonrío. Qué mona es.
Tras quitarme la ropa me pongo algo más cómodo y me preparo algo de comer. Cocino unos ricos macarrones a la carbonara, me lleno el plato y me siento en el sofá a ver la tele mientras los devoro.
Cuando acabo con todo el plato, me recuesto en el sofá y, sin darme cuenta, me sumerjo en un sueño profundo hasta que un sonido estridente me despierta de repente. Adormilada, me levanto y el pitido vuelve a sonar. Es el telefonillo.
—¿Quién es? —pregunto, frotándome los ojos.
—Len. Soy Yulia.
Entonces, me despierto rápidamente. Miro el reloj. Las seis en punto. ¡Por favor! Pero ¿cuánto he dormido? Me pongo nerviosa. Mi casa está hecha un desastre. El plato con los restos de la comida sobre la mesa, la cocina empantanada y yo tengo una pinta horrible.
—Len, ¿me abres? —insiste.
Quiero decirle que no. Pero no me atrevo y, tras resoplar, aprieto el botón. Rápidamente cuelgo el telefonillo. Sé que tengo un minuto y medio más o menos hasta que suene el timbre de la puerta de mi casa. Como Speedy González salto por encima del sillón. No me dejo los dientes en la mesa de milagro. Cojo el plato. Salto de nuevo el sillón. Llego a la cocina y, antes de que pueda hacer un movimiento más, oigo el timbre de mi puerta. Dejo el plato. Le echo agua para que no se vean los restos.
¡Oh, Dios, está todo sin fregar!
El timbre vuelve a sonar. Me miro en el espejo. Tengo el pelo enmarañado. Lo arreglo como puedo y corro a abrir la puerta.
Cuando abro, jadeo por las carreras que me he metido y me sorprendo al ver a Yulia vestida con un vaquero y una camisa oscura. Está guapísima. Siento cómo su mirada me recorre y pregunta:
—¿Estabas corriendo?
Como si fuera tonta, me apoyo en la puerta. Menudas carreras me acabo de meter. ella me mira de arriba abajo. Estoy a punto de gritarle: «¡Ya lo sé! Estoy horrible». Pero me sorprende cuando me dice:
—Me encantan tus zapatillas.
Me pongo roja como un tomate al mirar mis zapatillas de Bob Esponja que mi sobrina me regaló. Yulia entra sin que yo la invite. Curro se acerca. Para ser un gato es muy sociable. Yulia se agacha y lo acaricia. A partir de ese momento Curro se convierte en su aliado.
Cierro la puerta y me apoyo en ella. Curro es tan maravilloso que no puedo dejar de sonreír. Ella me mira, se levanta y me entrega una botella.
—Toma, preciosa. Ábrela, ponla en una cubitera con bastante hielo y coge dos copas.
Asiento sin rechistar. Ya está dando órdenes.
Al llegar a la cocina, saco la cubitera que me regaló mi padre, echo hielo en ella, abro la botella y, al meterla en el hielo, me fijo con curiosidad en las pegatinas rosas y leo «Moët Chandon Rosado».
—Dijiste que te gustaba la fresa —escucho mientras siento cómo me pasa la mano por la cintura para acercarme a ella—. En el aroma de ese champán domina el aroma de fresas silvestres. Te gustará.
Extasiada por su cercanía, cierro los ojos y asiento. Me pone como una moto. De pronto, me da la vuelta y quedo apoyada entre el frigorífico y ella. Mi respiración se agita. ella me mira. Yo la miro y entonces hace eso que tanto me gusta. Se agacha, acerca su lengua a mi labio superior y lo repasa.
¡Dios, qué bien sabe!
Abro mi boca a la espera de que ahora me repase el labio de abajo, pero no. Me equivoco. Me levanta entre sus brazos para tenerme a su altura y luego mete su lengua directamente en mi boca con una pasión voraz.
Incapaz de seguir colgada como un chorizo, enrosco mis piernas en su cintura y, cuando ella pega su entrepierna en el centro de mi deseo, me derrito. Sentir su excitación dura y caliente sobre mí me hace querer desnudarla. Pero entonces separa su boca de la mía y me pregunta:
—¿Dónde está lo que te he regalado hoy?
Vuelvo a ponerme colorada.
¿Esta mujer sólo piensa en sexo? Vale, yo también.
Sin embargo, incapaz de no responder a sus inquisidores ojos, respondo:
—Allí.
Sin soltarme, mira en la dirección que le he dicho. Camina hacia allí conmigo enlazada a su cuerpo y me suelta. Abre el sobre, saca lo que hay en él y rompe el plástico del embalaje, primero de una cosa y luego de la otra. Mientras lo hace, no me quita ojo y eso que respira con más intensidad. Me agita.
—Coge el champán y las copas.
Lo hago. Esta mujer va al grano. Cuando acaba de sacar los artilugios de su embalaje camina hacia la cocina y los mete bajo el grifo. Luego, los seca con una servilleta de papel y vuelve de nuevo hacia mí y me coge de la mano.
—Llévame a tu habitación —me dice.
Dispuesta a llevarla hasta el mismísimo cielo en mis brazos si fuera necesario, la conduzco por el pasillo hasta llegar ante la puerta de mi habitación. La abro y ante nosotros queda expuesta mi bonita cama blanca comprada en Ikea. Entramos y me suelta la mano. Dejo el champán y las dos copas sobre la mesilla, mientras ella se sienta en la cama.
—Desnúdate.
Su orden me hace salir del limbo de fresas y burbujitas en el que ella me había sumergido y, todavía excitada, protesto:
—No.
Sin apartar su mirada de mí, repite sin cambiar su gesto:
—Desnúdate.
Chamuscada en el horno de emociones en el que me encuentro, niego con la cabeza. ella asiente. Se levanta con cara de mala leche. Tira los artilugios que lleva en su mano sobre la cama.
—Perfecto, señorita Katina.
¡Buenoooo!
¿Volvemos a las andadas?
Al verla pasar por mi lado, reacciono y la agarro por el brazo. Tiro de ella con fuerza.
—¿Perfecto qué, señorita Volkova? —le pregunto, envalentonada.
Con gesto altivo, mira mi mano en su brazo. Entonces, la suelto.
—Cuando quiera comportarse como una mujer y no como una niña, llámeme.
Eso me enciende.
Me fastidia.
¿Quién se ha creído esa presuntuosa?
Yo soy una mujer. Una mujer independiente que sabe lo que quiere. Por ello respondo en los mismos términos:
—¡Perfecto!
Aquella contestación la desconcierta. Lo veo en sus ojos y en su mirada.
—¿Perfecto qué, señorita Katina?
Sin cambiar mi semblante serio, la miro e intento no desmayarme por la tensión que acumulo en mi cuerpo.
—Cuando quiera comportarse como una mujer y no creerse un ser todopoderoso a la que no se le puede negar nada, quizá la llame.
¿He dicho «quizá la llame»? Madre mía, pero ¿qué es eso de «quizá»?
Deseo a aquella Mujer.
Deseo desnudarme.
Deseo que se desnude.
Deseo tenerla entre mis piernas y voy yo y le suelto: «Quizá la llame».
Una tensión endemoniada se cierne entre las dos. Ninguna parece querer dar su brazo a torcer, cuando mi mano busca la de ella y ésta, sorprendiéndome, la agarra. Lentamente y con cara de mala leche, se acerca a mí y me besa. Me pone su gesto serio.
¡Vaya, me encanta!
Me succiona los labios con deleite y yo le respondo poniéndome de puntillas. De nuevo se separa y se sienta en la cama. No hablamos. Sólo nos miramos. Me quito las zapatillas de Bob Esponja. Sin pestañear, le sigue el pantalón corto que llevo y a continuación la camiseta. Me quedo ante ella en ropa interior. Al ver que ella respira con profundidad, me siento poderosa. Eso me gusta. Me excita. Nunca he hecho una cosa así con una desconocida, pero descubro que me encanta.

Instintivamente me acerco a ella. La tiento. Veo que cierra los ojos y acerca su nariz a mis braguitas. Doy un paso atrás y noto que se mosquea. Sonrío con malicia y ella me imita. Con una sensualidad que yo no sabía que tenía, me bajo un tirante del sujetador, luego el otro y vuelvo a acercarme a ella. Esta vez me agarra con fuerza por las nalgas y ya no puedo escapar. Vuelve a acercar su nariz a mis braguitas y me estremezco cuando siento su aliento y un dulce mordisco en mi depilado monte de Venus.
Sin hablar, levanta la cabeza y con una mano me saca del sujetador el pecho derecho. Me acerca más a ella y se mete el pezón en su boca con un gesto posesivo. ¡Dios! Estoy tan excitada que voy a gritar. Juguetea con mi pecho mientras yo le revuelvo el pelo y la aprieto contra mí. Vuelvo a sentirme poderosa. Sensual. Voluptuosa. Me miro en los espejos de mi armario y la imagen es, como poco, intrigante. Morbosa. Cuando creo que voy a explotar, me separa de ella y, sin necesidad de que diga nada, sé lo que quiere. Me quito el sujetador y las bragas y quedo totalmente desnuda ante ella. Durante unos segundos veo cómo me recorre con su mirada hasta que dice:
—Eres preciosa.
Oír su ronca voz cargada de erotismo me hace sonreír y, cuando ella me tiende la mano, yo se la acepto. Se levanta. Me besa y siento sus poderosas manos por todo mi cuerpo. Me deleito. Me tumba en la cama y me siento pequeña. Pequeñita. Yulia Volkova me mira altiva y un gemido sale de mi interior en el momento en que ella me coge de las piernas y me las separa.
—Tranquila, Len, lo deseas.
Se quita la camisa y vuelvo a gemir. Aquella mujer es impresionante con sus sensuales pechos y su abdomen plano, su piel morena, me desarma. Aún con los pantalones puestos se pone a cuatro patas sobre mí y coge uno de los artilugios que me ha regalado.
—Cuando una mujer regala a otra mujer un aparatito de éstos —murmura, mientras me lo enseña—, es porque quiere jugar con ella y hacerla vibrar. Desea que se deshaga entre sus manos y disfrutar plenamente de sus orgasmos, de su cuerpo y de toda ella. Nunca lo olvides. —Como siempre, asiento como una tonta y ella prosigue—: Esto es un vibrador para tu clítoris. Ahora cierra los ojos y abre las piernas para mí —susurra—. Te aseguro que tendrás un maravilloso orgasmo.
No me muevo.
Estoy asustada.
Nunca he utilizado un vibrador para el clítoris y oír lo que ella me dice me avergüenza, pero me excita. Yulia ve la indecisión en mis ojos. Pasa su mano delicadamente por mi barbilla y me besa. Cuando se separa de mí pregunta:
—Len, ¿Confías en mi?
La miro durante unos segundos. Es mi jefa. ¿Debo fiarme de ella?
Tengo miedo a lo desconocido. ¡No la conozco! Ni sé lo que me va a hacer.
Pero estoy tan excitada que, finalmente, vuelvo a asentir. Me besa e, instantes después, desaparece de mi vista. Siento cómo se acomoda entre mis piernas mientras yo miro el techo y me muerdo los labios. Estoy muy nerviosa. Nunca he estado tan expuesta a una mujer. Mis relaciones hasta ese momento han sido de lo más normales y ahora, de repente, me encuentro desnuda en mi habitación, tumbada en la cama y abierta de piernas para una desconocida que encima ¡es mi jefa!
—Me encanta que estés totalmente depilada —susurra.
Me besa la cara interna de los muslos mientras con delicadeza me acaricia las piernas. Tiemblo. Luego me las dobla y cierro los ojos para no observar la imagen grotesca que debo dar. Entonces siento sus dedos por mi vagina. Eso vuelve a estremecerme y, cuando su caliente boca se posa en ella, doy un salto. Yulia comienza a mover su lengua como cuando lo hace sobre mi boca. Primero un lengüetazo, después otro y mis piernas, inconscientemente, se abren más. Su lengua va a mi clítoris. Lo rodea. Lo estimula y, en el momento en que se hincha, lo coge con los labios y tira de él. Jadeo.
Escucho un runrún. Un extraño ruido que pronto identifico como el vibrador. Yulia lo pasa por la cara interna de mis muslos y tiemblo de excitación. Y, cuando lo pasa por mis labios vaginales, un electrizante gemido me hace abrir los ojos.
—Pequeña, te gustará —la oigo decirme.
Y tiene razón.
¡Me gusta!
Esa vibración, acompañada del morbo del momento, me enloquece. Con cuidado abre los pliegues de mi sexo y coloca aquel aparato sobre mi bultito, sobre mi clítoris. Me muevo. Es electrizante. Segundos después, lo retira y siento su lengua succionarme con avidez. Pocos después, su boca se retira y vuelvo a sentir la vibración. Esta vez no encima de mi clítoris, sino al lado. De pronto, un calor enorme comienza a subirme del estómago hacia arriba. Siento que voy a estallar de placer, cuando me doy cuenta de que la vibración ha subido de potencia. Ahora es más fuerte, más devastadora. Más intensa. El calor se concentra en mi cara y en mi sien. Respiro agitadamente. Nunca había sentido ese calor. Nunca me había sentido así. Me siento como una flor a punto de abrirse al mundo.
¡Voy a explotar!
Y cuando no puedo más, un gemido incontrolable sale de mi boca. Cierro las piernas y me arqueo, convulsionándome, mientras ella retira el vibrador de mi clítoris. Durante unos segundos boqueo como un pez.
¿Qué ha pasado?
Al sentir que ella se tumba sobre mí y toma mi boca resurjo de mis cenizas y la beso. La deseo. Le devoro la boca en busca de más.
—Pídeme lo que quieras —escucho que me dice mientras me sigue besando.
Su voz, su tono al decir aquella insinuante frase me excita aún más. Le tomo la palabra y toco su cinturón.
—Necesito tenerte dentro ¡ya!
Mi petición parece convertirse en su urgencia.
— ¿Tomas algún tipo de anticonceptivo? —pregunta.
—Sí. La píldora.
—Aun así —murmura—, me pondré preservativo.
Rápidamente se quita los pantalones y los boxers. Se queda totalmente desnuda ante mí y me estremezco de placer. Yulia es impresionante. Fuerte y sutil. Su pene escandalosamente duro y erecto está preparado para mí. Alargo mi mano y lo toco. Suave. ella cierra los ojos.
—Para un segundo o no podré darte lo que quieres.
Obediente, le hago caso mientras veo que rasga con los dientes el envoltorio de un preservativo. Se lo coloca con celeridad y se tumba sobre mí sin hablar. Me coloca las piernas sobre sus hombros y sin dejar de mirarme a los ojos me penetra lentamente hasta el fondo.
—Así, pequeña, así. Ábrete para mí.
Inmóvil bajo su peso, le permito entrar en mi interior.
¡Oh, sí, me gusta!
Su pene duro y rígido me enloquece y siento cómo busca refugio con desesperación dentro de mí. Me ensarta hasta el fondo y yo jadeo cuando bambolea las caderas.
— ¿Te gusta así?
Asiento. Pero ella exige que le hable y para hasta que respondo:
—Sí.
— ¿Quieres que continúe?
Deseosa de más, estiro mis manos, agarro su culo y lo lanzo hacia mí. Sus ojos brillan, lo veo sonreír y yo me arqueo de placer. Eric es poderoso y posesivo. Su mirada, su cuerpo, la suavidad de su piel, pueden conmigo y cuando comienza una serie de rápidas envestidas y siento su mirada ardiente me corro de placer. Instantes después me baja las piernas de sus hombros y me las pone a ambos lados de sus piernas. El juego continúa. Coge mis caderas con sus fuertes manos.
—Mírame, pequeña.
Abro los ojos y la miro. Es una diosa y yo me siento una simple mortal entre sus manos.
—Quiero que me mires siempre, ¿entendido?
No puedo evitar volver a asentir como una boba y no le quito el ojo de encima mientras, enardecida de nuevo, veo cómo se hunde una y otra vez en mi interior. Ver su expresión y su fuerza me enloquece. Abro mis piernas todo lo que puedo para darle más cabida y noto cómo mi útero se contrae. Tras varios envites que me rompen por dentro y me revuelven por completo, Yulia cierra los ojos y se corre tras un gruñido sexy, mientras me aprieta contra ella. Finalmente cae sobre mí.
Desnuda y con su duro cuerpo sobre el mío, intento recuperar el control de mi respiración. Lo ocurrido ha sido ¡fantástico! Le acaricio la cabeza, que reposa sobre mi cuerpo, con mimo y aspiro su perfume. me gusta. Noto su boca sobre mi pecho y eso también me gusta. No quiero moverme. No quiero que ella se mueva. Quiero disfrutar de ese momento un segundo más. Pero entonces, ella rueda hacia el lado derecho de la cama y me mira.
—¿Todo bien, Len?
Digo que sí con la cabeza. Ella sonríe.
Instantes después veo que se levanta y se marcha de la habitación. Oigo la ducha. Deseo ducharme con ella pero no me ha invitado. Me siento en la cama sudorosa y veo en mi reloj digital que son las siete y media.
¿Cuánto tiempo hemos estado jugando?
Minutos después aparece desnuda y mojada. ¡Apetecible! Me sorprendo al darme cuenta de que coge los bóxers y se los pone.
—Anoche perdisteis el partido de fútbol contra Italia. ¡Lo siento! Os mandaron a casita.
Yulia me mira y añade:
—Sabemos perder, te lo dije. Otra vez será.
Sigue vistiéndose sin inmutarse por lo que le acabo de decir.
— ¿Qué haces? —le pregunto.
—Vestirme.
— ¿Por qué?
—Tengo un compromiso —responde escuetamente.
¿Un compromiso? ¿Se va y me deja así?
Irritada por su falta de tacto, tras lo que ha ocurrido entre nosotras, me pongo la camiseta y las bragas.
— ¿Vas a repetir con mi jefa? —le suelto, incapaz de morderme la lengua.
Eso la sorprende.
¡Ay, Dios! Pero ¿qué he dicho?
Sin mover un solo músculo de su cara se acerca a mí, vestida únicamente con los boxers.
—Sabía que eras curiosa, pero no tanto como para leer las tarjetas que no son para ti —me dice, escrutándome con su mirada.
Eso me avergüenza. Acabo de dejar constancia de que soy una fisgona. Pero sigo mostrándome incapaz de contener mi lengua.
—Lo que tú pienses me da igual —le digo.
—No debería darte igual, pequeña. Soy tu jefa.
Con un descaro increíble, la miro, me encojo de hombros y respondo:
—Pues me lo da, seas mi jefa o no.
Me levanto de la cama y camino hacia la cocina.
Quiero agua, ¡agua! No champán con olor a fresas. Cuando me vuelvo está detrás de mí.
—¿Qué haces que no te vistes y te vas? —le pregunto sin inmutarme y levantando una ceja.
No responde. Sólo me mira, desafiante, con los ojos entornados.
Furiosa la empujo y salgo de la cocina.
Camino de vuelta a mi habitación y siento que viene detrás de mí.
—Vístete y vete de mi casa —le grito, volviéndome hacia ella—. ¡Fuera!
—Len… —oigo que me dice en voz baja.
—¡Ni Len, ni nada! Quiero que te vayas de mi casa. Pero, vamos a ver: ¿para qué has venido?
Me mira con un gesto que me impulsa a partirle la cara. Me contengo. Es mi jefa.
—Vine a lo que tú ya sabes.
—¡¿Sexo?!
—Sí. Quedé en que te enseñaría a utilizar el vibrador.
Dice eso y se queda tan pancho. ¡Flipante!
—Pero ¿es que me crees tan tonta como para no saber cómo se utiliza? —vuelvo a gritarle, presa de los nervios.
—No, Lena —comenta con aire distraído, mientras me sonríe—. Simplemente quería ser la primera en hacerlo.
—¿La primera?
—Sí, la primera. Porque estoy convencida de que a partir de hoy lo utilizarás muchas veces, mientras piensas en mí.
Esa seguridad chulesca me mata y, torciendo el gesto, replico, dispuesta a todo:
—Pero ¡serás creída! ¡Presumida! ¡Vanidosa y pretenciosa! ¿Tú quién te crees que eres? ¿El ombligo del mundo y la mujer más irresistible de la Tierra?
Con una tranquilidad que me desconcierta, responde mientras se pone el pantalón:
—No, Len. No me creo nada de eso. Pero he sido la primera que ha jugado con un vibrador en tu cuerpo. Eso, te guste o no, nunca lo podrás obviar. Y aunque en un futuro juegues sola o con otras mujeres, siempre… sabrás que yo fui la primera.
Escucharlo decir aquello me excita.
Me calienta.
¿Qué me pasa con esa mujer?
Pero no estoy dispuesta a caer en su influjo.
—Vale, habrás sido la primera. Pero la vida es muy larga y te aseguro que no serás la unica. El sexo es algo estupendo en esta vida y siempre lo he disfrutado con quien he querido, cuando he querido y como he querido. Y tiene razón, señorita Volkova. Le tengo que dar las gracias por algo. Gracias por no regalarme unas insulsas rosas y regalarme un vibrador que estoy segura que me resultará de gran ayuda cuando esté practicando sexo con otras mujeres. Gracias por alegrar mi vida sexual.
La oigo resoplar. Bien. La estoy cabreando.
—Un consejo —me replica, contra todo pronóstico—. Lleva el otro vibrador que te he regalado siempre en el bolso. Tiene forma de barra de labios y reúne toda la discreción para que nadie, excepto tú, sepa lo que es. Estoy segura de que te será de gran utilidad y que encontrarás sitios discretos para utilizarlo sola o en compañía.
Eso me descoloca. Esperaba que me mandara a freír espárragos, no aquello.
Malhumorada, me dispongo a sacar a la arpía mal hablada que hay en mí, cuando me coge por la cintura y me atrae hacia ella. La miro y, por un momento, me siento tentada a subir la rodilla y darle donde más le duele. Pero no. No puedo hacer eso. Es la señorita Volkova y me gusta mucho. Entonces, me coge de la barbilla y me hace mirarla a los ojos. Y antes de que pueda hacer o decir nada, saca su lengua y me la pasa por el labio superior. Después me succiona el inferior y cuando siento la dureza de su pene contra mí, murmura:
—¿Quieres que te folle?
Quiero decirle que no.
Quiero que se vaya de mi casa.
¡La odio por cómo me utiliza!
Pero mi cuerpo no responde. Se niega a hacerme caso. Sólo puedo seguir mirándola mientras un deseo inmenso crece con fuerza en mi interior y yo ya no me reconozco. ¿Qué me pasa?
—Len, responde —exige.
Convencida de que sólo puedo contestar que sí, asiento y ella, sin miramientos, me da la vuelta entre sus brazos. Me hace caminar ante ella hasta el aparador de mi habitación. Me planta las manos en él y me inclina hacia adelante. Después me arranca las bragas de un tirón y yo gimo. No puedo moverme mientras siento que saca la cartera de su pantalón y, de su interior, un preservativo. Se quita el pantalón y los boxers con una mano, mientras con la otra me masajea las nalgas. Cierro los ojos, mientras imagino que se pone el preservativo. No sé qué estoy haciendo. Sólo sé que estoy a su merced, dispuesta a que haga lo que quiera conmigo.
—Separa las piernas —susurra en mi oído.
Mis piernas tienen vida propia y hacen lo que ella pide mientras me acaricia el trasero con una mano y con la otra se enreda mi pelo para tenerme bien sujeta.
—Sí, pequeña, así.
Y, sin más, con una fuerte embestida me penetra y oigo un ahogado gemido en mi cuello. Eso me aviva. Luego, me da un azotito exigente. ¡Me gusta!
Me agarro al aparador y siento que las piernas me flojean. ella debe notar mi debilidad porque me agarra por la cintura con las dos manos de modo posesivo y comienza a bombear su erecto pene con una intensidad increíble dentro y fuera de mí. Una y otra vez. Una y otra vez.
En aquella posición y sin tacones, me siento pequeña ante ella, es más, me siento como una muñeca a la que mueven en busca de placer. De pronto, las embestidas paran de ritmo y su mano abandona mi cadera y baja hasta mi vagina. Mete los dedos en mi hendidura y me busca el clítoris. Eso me hace jadear.
—Otro día —me dice—, te follaré mientras te masturbo con lo que te he regalado.
Le digo que sí. Quiero que lo haga.
Quiero que lo haga ya. No quiero que se vaya. Quiero… quiero…
Sus embestidas se hacen cada segundo más lentas y yo me muevo nerviosa, incitándola a que suba el ritmo. ella lo sabe. Lo intuye y pregunta cerca de mi oreja con su voz ronca.
—¿Más?
—Sí… sí… Quiero más.
Una nueva embestida hasta el fondo. Jadeo por el placer.
—¿Qué más quieres? —añade, mientras aprieta los dientes.
—Más.
Grito de placer ante su nueva penetración.
—Sé clara, pequeña. Estás húmeda y caliente. ¿Qué quieres?
Mi mente funciona a una velocidad desbordante. Sé lo que quiero, así que, sin importarme lo que piense de mí, suplico:
—Quiero que me penetres fuerte. Quiero que…
Un grito escapa de mi boca al sentir cómo mis palabras la avivan. La siento jadear. La vuelven loca. Sus embestidas fuertes y profundas comienzan de nuevo y yo me arqueo dispuesta a más y más, hasta que llega el clímax. Segundos después, ella explota también y suelta un gemido de placer mientras me ensarta por última vez. Agotada y satisfecha, me agarro con fuerza al mueble. La siento apoyado en mi espalda y eso me reconforta.
Al cabo de un rato me incorporo y suspiro mientras me doy aire. Tengo calor. En esa ocasión soy yo la que se marcha directa a la ducha, donde disfruto en soledad de cómo el agua resbala por mi cuerpo.
Me demoro más de lo normal. Sólo espero que ella no esté cuando salga. Sin embargo, cuando lo hago la veo apaciblemente sentada en la cama con la copa de champán en la mano.
Mi gesto es un poema. Me doy cuenta de que mi ceño está fruncido y mi boca, tensa.
La miro. Me mira y, cuando veo que ella va a decir algo, levanto la mano para interrumpirla:
—Estoy cabreada. Y cuando estoy cabreada mejor que no hables. Por lo tanto, si no quieres que saque la Cruella de Vil que llevo dentro, coge tus cosas y márchate de mi casa.
Me toma de la mano.
—¡Suéltame!
—No. —Tira de mí hasta dejarme entre sus piernas—. ¿Quieres que me quede contigo?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Vas a responder continuamente con monosílabos?
La carbonizo con la mirada.
Frunzo mis ojos y siseo con ganas de arrancarle aquella sonrisita de la boca:
—¿Qué parte de «Estoy cabreada» no has entendido?
Me suelta. Da un trago a su copa y, tras saborearla, susurra:
—¡Ah! Las Rusas y vuestro **** carácter. ¿Por qué seréis así?
Le voy a… Le voy a dar un guantazo.
Juro que como diga alguna perlita más le estampo la botella de etiqueta rosa en la cabeza, aunque sea mi jefa.
—De acuerdo, pequeña, me iré. Tengo una cita. Pero regresaré mañana a la una. Te invito a comer y, a cambio, tú me enseñarás algo de Madrid, ¿te parece?
Con un gesto serio que incluso el mismísimo Robert De Niro sería incapaz de poner, la miró y gruño:
—No. No me parece. Que te enseñe Madrid otra. Yo tengo cosas más importantes que hacer que estar contigo de turismo.
Y vuelve a hacerlo. Se acerca a mí, pone sus labios frente a mi boca, saca su lengua, recorre mi labio superior y añade:
—Mañana pasaré a buscarte a la una. No se hable más.
Abro la boca estupefacta y resoplo. Ella sonríe.
Quiero mandarla a que le den por donde amargan los pepinos, pero no puedo. El hipnotismo de sus ojos no me deja. Finalmente, mientras tira de mí en dirección a la puerta dice:
—Que pases una buena noche, Len. Y si me echas de menos, ya tienes con qué jugar.
Poco después se va de mi casa y yo me quedo como una imbécil mirando la puerta.

Estoy dormida como un tronco cuando oigo el sonido de la puerta de mi casa al abrirse. Salto de la cama ¿Qué hora es? Miro el reloj de mi mesilla. Las once y siete. Me tumbo de nuevo en la cama. No quiero saber quién es hasta que, de pronto, una pequeña bomba cae sobre mí y grita:
—¡Hola, titaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Mi sobrina Irina.
Maldigo en silencio, pero luego miro a la pequeña y la agarro para besarla con amor.
Adoro a mi sobrina. Pero cuando mis ojos se cruzan con los de mi hermana, mi mirada dice de todo menos bonita. Veinte minutos después y recién salida de la ducha, entro en el comedor en pijama. Mi hermana está preparando algo de desayuno mientras mi pequeña Luz, espachurra entre sus brazos al pobre Curro y ve los dibujos de la televisión.
Entro en la cocina, me siento en la encimera y pregunto:
—¿Se puede saber qué haces en mi casa un sábado a las once de la mañana?
Mi hermana me mira y pone un café ante mí.
—Me engaña —cuchichea.
Sorprendida por sus palabras, me dispongo a contestarle, pero ella baja la voz para que Irina no la oiga y prosigue:
—Acabo de descubrir que el sinvergüenza de mi marido ¡me engaña! Me paso media vida a régimen, yendo al gimnasio, cuidándome para estar siempre estupenda y ¡ese desgraciado me engaña! Pero no, esto no va a quedar así. Te juro que voy a contratar al mejor abogado que encuentre y le voy a sacar hasta los higadillos por cabrón. Te juro que…
Necesito un segundo. Tiempo muerto. Levanto la mano y pregunto:
—¿Por qué sabes que te engaña?
—Lo sé y punto.
—No me vale esa respuesta —insisto cuando la pequeña entra en la cocina.
—Mami, voy al baño.
Anya asiente y dice:
—Oye, no te olvides de limpiarte el petete con papel, ¿vale?
La pequeña desaparece de nuestra vista.
—Ayer Pili, la madre de la amiguita de Irina —continúa—, me confesó que descubrió que su marido la engañaba cuando éste comenzó a comprarse él mismo la ropa. Y justamente, Dimitry hace dos días se compró una camisa ¡y unos calzoncillos!
Eso me deja patitiesa. No sé qué decir. Efectivamente, se dice que uno de los síntomas para desconfiar en un hombre es ése. Pero claro, tampoco se puede decir que eso sea una tónica general en todos. Y menos en mi cuñado. Que no, que no me lo imagino.
—Pero, Anya, eso no quiere decir nada mujer…
—Sí. Eso quiere decir mucho.
—¡Anda ya, exagerada!—río para quitarle importancia.
—De exagerada nada, Lena. Me mira de forma extraña… como si quisiera decirme algo y… cuando hacemos el amor, él…
—No quiero saber más—la interrumpo. Pensar en mi cuñado en plan caliente no me apetece.
Entonces, mi sobrina irrumpe en la cocina y pregunta:
—Tita… ¿por qué este pintalabios no pinta pero tiembla?
Al escuchar eso creo morir. Rápidamente miro a la pequeña y veo que trae en las manos el vibrador en forma de pintalabios que Yulia me ha regalado. Salto de la encimera y se lo quito. Mi hermana, como está en su mundo, ni se entera. Menos mal. Me guardo el jodido pintalabios en el primer sitio que encuentro. En las bragas.
—Es un pintalabios de broma, pichurrina. ¿No lo has visto?
La pequeña suelta una risotada y yo me parto. Bendita inocencia. Mi hermana nos mira y mi sobrina dice:
—Tita, no te olvides de la fiesta del martes.
—No lo haré, cariño —murmuro, mientras le acaricio la cabeza con ternura.
Mi sobrina me mira con sus ojitos castaños, tuerce la boca y dice:
—He discutido otra vez con Alicia. Es tonta y no la pienso ajuntar en la vida.
Alicia es la mejor amiga de mi sobrina. Pero son tan diferentes que no paran de discutir, aunque luego no pueden vivir la una sin la otra. Yo soy su intermediaria.
—¿Por qué habéis discutido?
Irina resopla y pone sus ojitos en blanco.
—Porque le dejé una película y ella dice que es mentira —cuchichea—. Me llamó tonta y cosas peores y yo me enfadé. Pero ayer me trajo la película, me pidió perdón y yo no la perdoné.
Sonrío. Mi canija y sus grandes problemas.
—Irina, sabes que siempre te digo que cuando quieres a una persona hay que intentar solucionar los problemas, ¿no? ¿Tú quieres a Alicia?
—Sí.
—Y si te ha pedido perdón por su error, ¿por qué no la perdonas?
—Porque estoy enfadada con ella.
—Vale, entiendo tu enfado, pero ahora debes pensar si tu enfado es tan importante como para dejar de ser amiga de una persona a la que quieres y que encima te ha pedido disculpas. Piénsalo, ¿vale?
—De acuerdo, tita. Lo pensaré.
Segundos después la pequeña desaparece en el interior de mi piso.
—¿Se puede saber qué te has guardado en el pantalón? —pregunta Anya.
—Ya lo he dicho. Un pintalabios de broma —río al recordar que está dentro de mis bragas.
Convencida o no, acepta lo dicho y no pide más explicaciones. Eso me alegra. Media hora después, tras haber despotricado todo lo habido y por haber contra mi cuñado, mi hermana y mi sobrina se van y me dejan tranquila en casa.
Miro el reloj. Las doce y cinco minutos.
Entonces recuerdo que Yulia me vendrá a buscar y maldigo. No pienso salir con ella. Que salga con la que tuvo la cita anoche. Voy a mi habitación, cojo mi móvil y, sorprendida, me doy cuenta de que tengo un mensaje. Es de Yulia.
«Recuerda. A la una paso a buscarte.»
Eso me enfurece.
Pero ¿quién se ha creído ésta que es para ocupar mi tiempo? Le respondo:
«No pienso salir.»
Tras enviárselo, suspiro aliviada, pero mi alivio dura poco cuando el teléfono suena y leo: «Pequeña, no me hagas enfadar».
¿Que no la haga enfadar?
Esta tía es de todo, menos bonita. Y, antes de que le conteste, mi móvil pita de nuevo.
«Por tu bien, te espero a la una.»
Leer aquello me hace sonreír.
¡Será impertinente…! Así que decido responderle: «Por su bien, señorita Volkova, no venga. No estoy de humor».
Mi móvil inmediatamente pita de nuevo.
«Señorita Katina, ¿quiere enfadarme?»
Boquiabierta, miro la pantalla y respondo: «Lo que quiero es que se olvide de mí».
Dejo el móvil sobre la encimera, pero suena de nuevo. Rápidamente lo cojo.
«Tienes dos opciones. La primera, enseñarme Madrid y disfrutar del día conmigo. Y la segunda enfadarme y soy tu JEFA. Tú decides.»
Me atraganto. Su abuso de autoridad me enardece pero me excita.
¿Seré imbécil?
Con las manos temblorosas, vuelvo a dejarlo sobre la encimera. No pienso contestarle. Pero el móvil pita de nuevo y yo, curiosa de mí, leo lo que pone: «Elige opción».
Enfadada, maldigo por lo bajo.
Me la imagino sonriendo mientras escribe aquello. Eso me enfada aún más. Suelto el teléfono. No pienso contestar y tres segundos después vuelve a pitar. Leo: «Estoy esperando y mi paciencia no es infinita».
Desesperada, me acuerdo de todos sus antepasados. Y al final contesto: «A la una estaré preparada».
Espero su respuesta, pero no llega. Convencida de que me estoy metiendo en un juego al que no debería jugar, me preparo otro café y, cuando miro el reloj del microondas, veo que marca la una menos veinte. Sin tiempo que perder, corro por la casa.

¿Qué me pongo?
Al final, me calzo unos vaqueros y una camiseta negra de los Guns’n’Roses que me regaló mi amiga Ana. Me sujeto el pelo en una coleta alta y a la una suena el telefonillo. ¡Qué puntual! Convencida de que es ella, no contesto. Que vuelva a llamar. Diez segundos después lo hace. Sonrío. Descuelgo el telefonillo y pregunto distraída:
—¿Sí?
—Baja. Te espero.
¡Olé! Ni buenos días, ni nada.
¡Doña Mandona ha regresado!
Tras besar a Curro en la cabeza, salgo de mi casa deseosa de que mi aspecto con vaqueros no le guste nada de nada y decida no salir conmigo. Pero me quedo a cuadros cuando llego a la calle y la veo vestida con unos vaqueros y una camiseta negra junto a un impresionante Ferrari rojo que me deja patidifusa. ¡Si lo pilla mi padre!
La sonrisa vuelve a mi boca. ¡Me encanta!
—¿Es tuyo? —pregunto, acercándome hasta ella.
Se encoge de hombros y no contesta.
Asumo que es alquilado y me enamoro a primera vista de aquella impresionante máquina. Lo acaricio con mimo mientras siento que ella me mira.
—¿Me dejas conducirlo? —le pregunto.
—No.
—Venga, vaaaaaaaaaaaa —insisto—. No seas aguafiestas y déjame. Mi padre tiene un taller y te aseguro que sé hacerlo.
Yulia me mira. Yo la miro también.
Ella resopla y yo sonrío. Finalmente niega con la cabeza.
—Enséñame Madrid y, si te portas bien, quizá luego te permita conducirlo. —Eso me emociona y prosigue—: Yo conduciré y tú me dirás dónde ir. Así que, ¿dónde vamos?
Me quedo pensando un rato, pero en seguida le contesto:
—¿Qué te parece si vamos a lo más guiri de Madrid? Plaza Mayor, Puerta del Sol, Palacio Real, ¿lo conoces?
No responde, así que le doy unas indicaciones y nos sumergimos en el tráfico. Mientras ella conduce, disfruto del hecho de ir en un Ferrari. ¡Qué pasada! Subo la música de la radio. Me encanta esa canción de Juanes. Ella la baja. Vuelvo a subirla. Ella vuelve a bajarla.
—Vamos a ver, ¡que no escucho la canción! —protesto.
—¿Estás sorda?
—No… no estoy sorda, pero un poquito de vidilla a la música dentro de un coche no viene mal.
—¿Y también tienes que cantar?
Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que respondo:
—¿Qué pasa? ¿que tú no cantas nunca?
—No.
—¿Por qué?
Tuerce el gesto mientras lo piensa… lo piensa… y lo piensa.
—Sinceramente, no lo sé —contesta, finalmente.
Sorprendida por aquello, la miro y añado:
—Pues la música es algo maravilloso en la vida. Mi madre siempre decía que la música amansa las fieras y que las letras de muchas canciones pueden ser tan significativas para el ser humano que incluso nos pueden ayudar a aclarar muchos sentimientos.
—Hablas de tu madre en pasado. ¿Por qué?
—Murió de cáncer hace unos años.
Yulia toca mi mano.
—Lo siento, Len —murmura.
Le hago un gesto de comprensión con la cabeza, y, sin querer dejar de hablar de mi madre, añado:
—A ella le encantaba cantar y a mí me pasa igual.
—¿Y no te da vergüenza cantar delante de mí?
—No, ¿por qué? —respondo, encogiéndome de hombros.
—No lo sé, Len, quizá por pudor.
—¡Qué va! Soy una loca de la música y me paso el día canturreando. Por cierto, te lo recomiendo.
Vuelvo a subir la música y, demostrándole la poca vergüenza que tengo, muevo los hombros y canturreo:
Tengo la camisa negra, porque negra tengo el alma.
Yo por ti perdí la calma y casi pierdo hasta mi cama.
Cama cama caman baby, te digo con disimulo.
Que tengo la camisa negra y debajo tengo el difunto.
Finalmente, veo que la comisura de sus labios se curva. Eso me proporciona seguridad y continúo canturreando, canción tras canción. Al llegar al centro de Madrid, metemos el coche en un parking subterráneo y la miro con tristeza mientras nos alejamos de ella. Yulia se da cuenta de ello y se acerca a mi oído.
—Recuerda. Si eres buena, te dejaré conducirlo —susurra.
Mi gesto cambia y un aleteo de felicidad me cubre por completo cuando la oigo reír. ¡Vaya! ¡Sabe reír! Tiene una risa muy bonita. Algo que no utiliza mucho, pero que las pocas veces que lo hace me encanta. Tras salir del parking, me coge de la mano con seguridad. Eso me sorprende y, como me agrada, no la retiro. Caminamos por la calle del Carmen y desembocamos en la Puerta del Sol. Subimos por la calle Mayor y llegamos hasta la plaza Mayor. Veo que le maravilla todo lo que ve mientras continuamos nuestro camino hacia el Palacio Real. Cuando llegamos está cerrado y, como las tripas nos comienzan a rugir, le propongo comer en un restaurante italiano de unos amigos míos.
Cuando llegamos al restaurante, mis amigos nos saludan encantados.
Rápidamente nos acomodan en una mesita algo alejada del resto y, tras pedir los platos, nos traen algo de beber.
—¿Es buena la comida de aquí?
—La mejor. Giovanni y Pepa cocinan muy bien. Y te aseguro que todos los productos vienen directamente desde Milán.
Diez minutos después, lo comprueba ella mismo al degustar una mozzarella de búfala con tomate que sabe a gloria.
—Muy rico.
Pincha un nuevo trozo y me lo ofrece. Yo lo acepto.
—¿Lo ves? —trago—. Te lo dije…
Asiente. Pincha de nuevo y me vuelve a ofrecer. Vuelvo a aceptarlo y entro en su juego. Pincho yo y le ofrezco a él. Ambas comemos de la mano de la otra sin importarnos lo que piensen a nuestro alrededor. Acabada la mozzarella, se limpia la boca con la servilleta y me mira.
—Tengo que hacerte una proposición —me dice.
—Mmmm… Conociéndote, seguro que será indecente.
Sonríe ante mi comentario. Me toca la punta de la nariz con su dedo y dice:
—Voy a estar en España durante un tiempo y después regresaré a Alemania. Me imagino que sabrás que mi padre murió hace tres semanas… Me quiero encargar de visitar todas las delegaciones que mi empresa tiene en España. Necesito saber la situación de las mismas, ya que quiero ampliar el negocio a otros países. Hasta el momento era mi padre quien se ocupaba de todo y… bueno… ahora el mando lo llevo yo.
—Siento lo de tu padre. Recuerdo haber oído…
—Escucha, Len —me interrumpe. No me deja profundizar en su vida—. Tengo varias reuniones en distintas ciudades españolas y me gustaría que me acompañaras. Sabes hablar y escribir perfectamente en alemán y necesito que, tras las reuniones, envíes varios documentos a mi sede en Alemania. El jueves tengo que estar en Barcelona y…
—No puedo. Tengo mucho trabajo y…
—Por tu trabajo no te preocupes. La jefa soy yo.
—¿Me estás pidiendo que deje todo y te acompañe en tus viajes? —le pregunto, boquiabierta.
—Sí.
—¿Y por qué no se lo pides a Vladimir? Él era el secretario de tu padre.
—Te prefiero a ti. —Y al ver mi gesto añade—: Vendrías en calidad de secretaria. Tus vacaciones se aplazarían hasta que regresáramos y después podrías cogerlas. Y, por supuesto, tus honorarios por este viaje serán los que tú marques.
—¡Ufff…! No me tientes con mis honorarios o me aprovecharé de ti.
Apoya los codos sobre la mesa. Junta las manos. Deja caer la barbilla sobre ellas y murmura:
—Aprovéchate de mí.
El labio me tiembla.
No quiero entender lo que ella me está proponiendo. O al menos no quiero entenderlo como yo lo estoy entendiendo. Pero como soy incapaz de callar hasta debajo del agua, le pregunto:
—¿Me vas a pagar por estar conmigo?
Al decir aquello me mira fijamente y responde:
—Te voy a pagar por tu trabajo, Len. ¿Por quién me has tomado?
Nerviosa, el estómago se me cierra y vuelvo a preguntar. Esta vez en un susurro, para que nadie nos oiga:
—¿Y mi trabajo cuál se supone que será?
Sin inmutarse, clava sus impresionantes ojos azules en mí y aclara:
—Te lo acabo de explicar, pequeña. Serás mi secretaria. La persona que se ocupe de enviar a las oficinas centrales de Alemania todo lo que hablemos en esas reuniones.
Mi mente comienza a dar vueltas pero, antes de que pueda decir nada más, me coge de la mano.
—No te voy a negar que me atraes. Me excita sorprenderte y más aún oírte gemir. Pero créeme que lo que te estoy proponiendo es totalmente decente.
Eso me excita y me hace reír. De pronto, me siento como Demi Moore en la película Una proposición indecente.
—En los hoteles, ¿habitaciones separadas? —pregunto.
—Por supuesto. Ambas tendremos nuestro propio espacio. Tienes para pensarlo hasta el martes. Ese día necesito una respuesta o me buscaré a otra secretaria.

En ese momento llega Giovanni con una impresionante pizza cuatro estaciones y la coloca en el centro. Después se va. El olor a especias me abre el estómago y sonrío. Ella me imita y a partir de ese momento no volvemos a mencionar la conversación. Se lo agradezco. Tengo que pensarlo. Así que nos limitamos a disfrutar de una estupenda comida.
Tras salir del restaurante, Yulia vuelve a tomar mi mano con un gesto posesivo, y yo me dejo llevar. Cada vez me gustan más las sensaciones que me provoca, a pesar de que estoy algo desconcertada por su proposición.
Una parte de mí quiere rechazarla, pero otra parte quiere aceptarla. Me gusta Yulia. Me gustan sus besos. Me gusta cómo me toca y sus juegos. Caminamos en busca de la sombra por los jardines del Palacio Real mientras hablamos de mil cosas, aunque de ninguna en profundidad.
—¿Te apetece venir a mi hotel? —me pregunta de repente.
—¿Ahora?
Me mira. Recorre mi cuerpo con lujuria y susurra con voz ronca:
—Sí. Ahora. Estoy alojada en el hotel Villa Magna.
El estómago se me contrae. Ir a una habitación con Yulia supone ¡lo que supone! Sexo… sexo… y sexo. Y, tras mirarla unos segundos, le digo que sí con la cabeza, convencida de que es eso lo que quiero con ella. Sexo. Caminamos de la mano hasta el parking.
—¿Me dejarás conducir?
Me mira con sus inquietantes ojos azules y acerca su boca a mi oído.
—¿Has sido buena?
—Buenísima.
—¿Y vas a volver a cantar?
—Con toda seguridad.
La oigo reír, pero no contesta. Cuando llegamos al parking y paga el ticket, vuelve a mirarme y me entrega las llaves.
—Tus deseos son órdenes para mí, pequeña.
Emocionada, doy un salto a lo Rocky Balboa que vuelve a hacerla sonreír. Me pongo de puntillas y la beso en los labios. Esta vez soy yo quien le agarra de la mano y tira de ella en busca del Ferrari.
—¡Uooooooooo! —grito, emocionada.
Yulia se monta y se pone el cinturón.
—Bien, Len —me dice—. Todo tuyo.
Dicho y hecho.
Arranco el motor y pongo la radio. En seguida, la música de Maroon 5 llena el interior del vehículo y, antes de que ella toque el volumen, la miro y murmuro:
—Ni se te ocurra bajarlo.
Pone los ojos en blanco, pero sonríe. Está de buen humor. Salimos del parking y me siento como si fuera una guerrera amazónica con aquel impresionante coche entre mis manos. Sé dónde está el hotel Villa Magna, pero antes decido darme una vueltecita por la M-30. Yulia no habla, simplemente me observa y aguanta estoicamente el volumen de la radio y mis cánticos. Media hora después, cuando me doy por satisfecha, aminoro la marcha y salgo de la M-30 para dirigirme al hotel Villa Magna.
—¿Contenta por el paseo?
—Mucho —respondo, emocionada por haber conducido semejante coche.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:42 pm

Sus manos me cosquillean las piernas y noto que se paran sobre mi monte de Venus. Hace circulitos sobre él y me humedezco al instante. Escandalizada, quiero cerrar las piernas.
—Espero que dentro de media hora estés todavía más contenta —me dice.
Eso me hace reír mientras noto sus manos juguetonas apretando mi sexo a través del vaquero. Eso me pone más y más, y, cuando llegamos a la puerta del Villa Magna y nos bajamos del coche, me agarra de la mano, me quita las llaves y se las entrega al portero. Después tira de mí hasta llegar a los ascensores. Una vez en su interior, el ascensorista no necesita preguntarnos nada: sabe perfectamente dónde nos tiene que llevar. Al llegar a la última planta, se abren las puertas del ascensor y leo: «Suite Royal».
Al entrar, respiro el lujo y el glamur en estado puro. Muebles color café, jardín japonés… Entonces me doy cuenta de que hay dos puertas en la suite. Las abro y descubro dos fantásticas habitaciones con enormes camas king size.
—¿Por qué utilizas una suite doble?
Yulia se acerca a mí y se apoya en la pared.
—Porque en una habitación juego y en la otra duermo —murmura.
De pronto, unos golpes en la puerta llaman mi atención y entra un hombre de mediana edad. Yuliua lo mira y dice:
—Tráiganos fresas, chocolate y un buen champán francés. Lo dejo a su elección.
El hombre asiente y se marcha. Yo todavía estoy en estado de shock mientras observo el placer de lo exclusivo. Nos alejamos unos metros de la puerta y caminamos por la habitación. Yo me dirijo directamente a una terraza. Abro las puertas y salgo.
Pronto siento a Yulia detrás de mí. Me coge por la cintura y me aprieta contra ella. Después baja su cabeza y siento sus labios repartir cientos de dulces besos por mi cuello. Cierro los ojos y me dejo llevar. Noto sus manos por debajo de mi camiseta y cómo éstas se agarran con fuerza a mis pechos. Los masajea y comienzo a vibrar. Ha sido entrar en la habitación y ya siento que me quiere poseer. La apremia la prisa. La apremia hacerlo ya.
—Yulia, ¿puedo preguntarte algo?
—Sí.
A cada segundo que pasa me siento más húmeda por las cosas que me hace sentir.
—¿Por qué vas tan de prisa?
Me mira… me mira… me mira y, finalmente, dice:
—Porque no quiero perderme nada y menos aún tratándose de ti. —Un jadeo sale por mi boca y ahora es ella quien pregunta—: ¿Llevas el vibrador en el bolso?
Al recordarlo maldigo en silencio.
—No —respondo.
Ella no contesta y, sin que yo me mueva, noto que me desabrocha el botón del vaquero y me baja la cremallera. Introduce su mano bajo mis bragas, traspasa mi húmeda hendidura, posa un dedo sobre mi clítoris y comienza a moverlo. Lo estimula.
—Dije que siempre lo llevaras encima, ¿lo recuerdas?
—Sí.
—¡Ah, pequeña…! Debes recordar los consejos que te doy si quieres que podamos disfrutar plenamente del sexo.
Asiento, totalmente subyugada, cuando su dedo se para y lo saca lentamente de debajo de mis bragas. Quiero pedirle que continúe. En cambio, me acerca el dedo a la boca.
—Quiero que sepas cómo sabes. Quiero que entiendas por qué estoy loca por volver a devorarte.
Sin necesidad de nada más, muevo el cuello y meto su dedo en mi boca. El sabor de mi sexo es salado.
—Hoy, señorita Katina —vuelve a murmurar en mi oído—, pagarás por no haber traído el vibrador y haber frustrado uno de mis juegos.
—Lo siento y…
—No. No lo sientas, pequeña —murmura—. Jugaremos a otra cosa. ¿Te atreves?
—Sí… —suspiro, más excitada a cada instante que pasa.
—¿Estás segura?
—Sí…
—¿Sin límites?
—Sado no.
La oigo sonreír, cuando vuelven a escucharse unos golpes en la puerta. Yulia se aparta de mí y, al volverme, veo que un camarero nos trae una preciosa mesa de cristal y plata con lo que había pedido. Yulia descorcha el champán, sirve dos copas y, acercándome una, brinda conmigo.
—Brindemos por lo bien que lo vamos a pasar jugando, señorita Katina.
La miro. Me mira.
Siento cómo mi cuerpo reacciona ante la palabra «juego». Si viera esa mirada suya en Facebook no dudaría en darle al «Me gusta». Al final sonrío, choco mi copa contra la suya y asiento con toda la seguridad que puedo.
—Brindo por ello, Señorita Volkova.
Entre risas, insinuaciones y tocamientos nos bebemos casi toda la botella de champán mientras estamos en la bonita y enorme terraza de la suite. Madrid está a mis pies y me encanta mirar a mi alrededor. Todavía le doy vueltas a la proposición que me hizo en el restaurante.
¿Debería aceptarla o rechazarla por lo que significa?
Me encuentro algo achispada. No estoy acostumbrada a beber y menos aún champán. Yulia habla con alguien por el móvil y la observo. Vestida con esos vaqueros de cintura baja y la camiseta negra me pone a cien. Es fuerte y atlética. La típica mujer de ojos azules y pelo corto que, si la ves, no puedes evitar mirarla. Me sorprendo al ver que no lleva ningún tatuaje. Hoy casi todas las personas de su edad tienen uno. Aunque casi que me alegro, porque, con lo que me gustan a mí los tatuajes, se lo estaría chupando todo el día.
Recorro con lascivia su cuerpo. Me detengo en la parte superior de sus vaqueros y entonces me doy cuenta de que tiene desabrochado el primer botón. Me pone. Me excita. Me incita. Me provoca. Instantes después, suelta el móvil y se dirige hacia la cubitera. Me mira y sonríe. Calor. Tengo mucho calor. Sirve unas últimas copas y deja la botella vacía boca abajo. Se acerca a mí, me entrega mi copa y murmura besándome la frente:
—Pasemos al dormitorio.
Los nervios de nuevo se apoderan de mí y siento que mi sexo se contrae. Voy a ponerme los tacones pero ella dice que no, así que le hago caso.
Ha llegado el momento que llevo deseando, anhelando e imaginando desde que la vi esperándome en la puerta de mi casa con el Ferrari.
Cuando entramos en uno de los preciosos y espaciosos dormitorios, clavo mis ojos en la enorme cama. Una king size. Yulia se mueve por la habitación y, de repente, una sensual música nos envuelve. Se sienta y apoya una mano en la cama. Con la otra sujeta la copa y le da un trago.
—¿Estás preparada para jugar, pequeña?
Mis partes bajas se contraen por la anticipación y siento cómo me humedezco. Viéndola así, tan sexy… Estoy dispuesta para todo lo que ella quiera y consigo responder:
—Sí.
La veo asentir.
Se levanta. Abre un cajón.
Saca dos pañuelos de seda negros, una cámara de vídeo y unos guantes. Eso me sorprende y me asusta al mismo tiempo. Pero, incapaz de moverme, me quedo parada a la espera de que se acerque a mí. Lo hace. Pasa su lengua con provocación por mi boca y me aprieta el trasero con su mano.
—Tienes un culito precioso. Estoy deseando poseerlo.
Asustada, doy un paso atrás.
¡Nunca he practicado sexo anal!
Yulia entiende mi callada respuesta. Da un paso hacia mí. Me agarra de nuevo del trasero y mientras vuelve a apretarme contra ella murmura, excitándome:
—Tranquila, pequeña. Hoy no penetraré tu bonito trasero. Me excita saber que seré la primera, pero quiero hacerte disfrutar y, cuando lo hagamos, será poco a poco y estimulándote para que sientas placer, no dolor. Confía en mí.
Trago el nudo de emociones que tengo atascadas en mi garganta con la intención de decir algo.
—Hoy jugaremos con los sentidos —prosigue—. Pondré esta cámara sobre aquel mueble para grabarlo todo. Así luego podremos ver juntas lo ocurrido, ¿te parece?
—No me gustan las grabaciones… —consigo decir.
Esboza una cautivadora sonrisa. Los ojos le brillan y me mira desde su altura.
—Tranquila, Len. La primera interesada en que no se vea por ahí nada de lo que tú y yo hacemos soy yo, ¿no crees?
Lo pienso durante unos instantes y llego a la conclusión de que tiene razón.
Ella es el rica y poderosa. Quien tiene más que perder de las dos. Acepto y ella deja la cámara sobre el mueble que había dicho y veo que pulsa un botón. Se acerca de nuevo hacia mí.
—Te taparé los ojos con este pañuelo. ¡Tócalo!
La obedezco sin rechistar y siento la suavidad de la tela. Seda.
—Lo que vas a sentir cuando te tenga desnuda en la cama es la misma suavidad que has sentido al tocar el pañuelo.
Escuchar eso me activa de nuevo. Asiento.
—Me encantan tus ojos —murmuro, sin poder contenerme—. Tu mirada.
Yulia me mira unos segundos y, sin hacer referencia a lo que acabo de decir, prosigue:
—Además de taparte los ojos, como sé que te fías de mí, te ataré las manos y las sujetaré al cabecero para que no puedas tocarme. —Cuando voy a protestar me pone un dedo en la boca y añade—: Es su castigo, señorita Katina, por haber olvidado el vibrador.
Eso me hace sonreír y miro los guantes con curiosidad. Se los pone y me toca los brazos. La suavidad que siento me encanta. No noto sus dedos. Sólo noto la suavidad que aquellos guantes me proporcionan.
Sin hablar, se sienta sobre la cama y me mira. Rápidamente entiendo lo que quiere y lo hago. Me desnudo. Me quito el vaquero y la camiseta. Repito la misma operación que el día anterior. Me acerco a ella vestida con el sujetador y las bragas y siento cómo de nuevo apoya su frente en mi estómago y posa su boca sobre mis bragas. La sensación atiza mi clítoris y lo siento vibrar. Se quita los guantes y los deja sobre la cama. Me agarra la cintura con sus fuertes manos y me sienta a horcajadas sobre ella. Me mira y susurra mientras siento su duro pene entre mis muslos y su aliento sobre mis pechos:
—¿Estás preparada para jugar a lo que yo quiero?
—Sí —respondo aguijoneada por el deseo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Para lo que sea? —murmura acercándose a mi boca.
Poso mis manos en su corto cabello y le masajeo la cabeza.
—A todo excepto a…
—Sado —puntualiza, y yo sonrío.
Me desabrocha el sujetador y mis turgentes pechos quedan libres ante ella.

Con avidez, se los lleva a la boca. Primero uno y después otro. Me endurece los pezones con su lengua y sus dedos y eso me impulsa a gemir.
—Ofréceme tus pechos —pide con voz ronca.
Sentada a horcajadas sobre ella, me los agarro con las manos y los acerco a su boca. Cuando va a chuparlos se los alejo y ella me da un azote en el trasero. Ambas nos miramos y las chispas que hay entre las dos parece que vayan a provocar un cortocircuito. Yulia me da otro azote. Pica. Y, no dispuesta a recibir un tercero, le acerco mis pechos a la boca y los toma. Los mordisquea y los succiona mientras yo se los entrego.
Miro hacia la cámara.
Me parece increíble que yo esté haciendo eso, pero ni puedo ni quiero parar. Esa sensación me gusta. Yulia y su arrolladora personalidad pueden conmigo y en un momento así estoy dispuesta a hacer todo lo que ella me pida.
De pronto, siento sus dedos hurgar por debajo de mis bragas y eso todavía me calienta más.
—Ponte de pie —me ordena.
Le hago caso y veo que ella se escurre y se sienta en el suelo entre mis piernas. Lentamente me quita las bragas y, cuando me las saca por los pies, me los separa, posa sus manos en mis caderas y me hace flexionar las rodillas. Mi sexo. Mi chorreante vagina. Mi clítoris y toda yo quedo expuesta ante ella.
Su exigente boca sonríe y me incita con la mirada para que pose mi vagina en su boca. Lo hago y exploto y jadeo nada más notar su contacto. Yulia me agarra por las caderas y me hace apretar mi vagina contra su boca. Me siento extraña. Perversa en aquella postura.
Yulia está sentada en el suelo y yo me encuentro sobre ella, moviendo mi sexo sobre su boca. Me gusta. Me enloquece. Me fustiga. Noto cómo el orgasmo crece en mí mientras me agarra por la parte superior de mis muslos y me devora con devoción. Su lengua entra y sale de mí para luego rodear mi clítoris y conseguir que jadee mientras me lo mordisquea con los dientes. Mil sensaciones toman mi cuerpo y me dejo hacer. Soy suya. Mi cuerpo es suyo. Me lo hace saber con su posesión. Y cuando coge mi clítoris con cuidado entre sus dientes y noto que tira de él grito y enloquezco.
El calor de mi vagina se extiende por todo mi cuerpo. Entonces, siento que ese ardor queda localizado en mi cara y creo que me voy a correr.
—Túmbate sobre la cama, Len —me dice, parándose.
Con la respiración entrecortada lo hago. Quiero que continúe.
—Ponte más arriba… más. Abre las piernas para que yo pueda ver lo que deseo. —Hago caso y jadea enloquecida—. Así, pequeña… así… enséñamelo todo.
Se quita la camiseta negra y la tira en un lateral de la cama. Quedo de una pieza al notar que no trae sujetador, sus pechos son impresionantes, suaves, con los pezones duros por la exitacion. Después los pantalones y, mientras abro las piernas y veo cómo observa la humedad que le enseño, me fijo en que los guantes están a mi lado junto a una caja abierta de preservativos. Con seguridad, coge uno de los pañuelos de seda y se sienta a horcajadas sobre mí.
—Dame tus manos.
Se las doy.
Las une y las ata por las muñecas.
Me besa y después me estira las manos atadas por encima de la cabeza y ata el pañuelo a una varilla del cabezal. Respiro con dificultad. Es la primera vez que me dejo atar las manos y estoy nerviosa y excitada. Cuando ve que me tiene bien sujeta acerca su cara a la mía y me besa primero un ojo y después el otro. Instantes después, pone ante mí el otro pañuelo oscuro y me lo ata en la cabeza. No veo nada. Sólo oigo la música swing e imagino lo que sucede.
Desnuda y expuesta totalmente a ella, siento su boca en mi barbilla. La besa. Quiero moverme pero no puedo. Las ataduras me impiden hacerlo. Su boca baja por mis pechos. Se entretiene en mis pezones hasta endurecerlos de nuevo y después utiliza sus dedos para excitarlos. Su recorrido sigue bajando hasta llegar a mi ombligo y mi respiración vuelve a acelerarse. Noto cómo su boca llega hasta mi vagina, la besa y me abre más las piernas. Sus dedos juegan en mi hendidura y siento que resbalan por mi humedad. Su boca vuelve a posarse en mí. Me chupa. Me succiona y yo jadeo mientras me abro de piernas totalmente para que tome todo lo que quiera de mí.
—Me encanta cómo sabes… —la oigo decir tras saquear durante unos pequeños segundos mi hinchado clítoris.
Tras decir aquello siento su respiración entre mis muslos hasta que un reguero de dulces besos comienza a bajar hacia mis tobillos. La cama se mueve. La oigo alejarse y escucho de repente que la música suena más alta. Respiro más agitada. Deseo que siga, pero me asusta el hecho de no saber qué ocurrirá. Instantes después, siento que la cama se mueve y, por los movimientos, percibo que se está poniendo los guantes. Acierto. Sus manos enfundadas en los guantes comienzan a recorrer despacio mis piernas.
Jadeo… jadeo… jadeo…
¡Sólo puedo jadear!
Cuando me dobla las piernas y me separa las rodillas… ¡Oh, Dios! Su boca, de nuevo exigente, se posa en mi sexo en busca de mi hinchado clítoris. Lo mordisquea y yo grito. Lo estimula con la lengua y yo jadeo. Siento que de nuevo lo coge entre sus dientes pero esta vez no tira de él. Esta vez, apresado entre sus dientes, le da toquecitos con la lengua y vuelvo a gritar. La presión que sus manos ejercen sobre mí, acompañada de los movimientos de su boca, me vuelve loca.
Jadeo… jadeo… jadeo e intento cerrar las piernas.
No me lo permite.
Sus dientes ahora me mordisquean uno de mis labios internos y yo creo morir. Me arqueo, gimo enloquecida y abro más las piernas. Su juego me gusta y me excita. Deseo más y ella me lo da. De pronto, siento que en mi vagina introduce algo. Es suave, frío y duro. Lo introduce con cuidado, lo rota y lo saca y vuelve a repetir la operación. Me siento enloquecer de placer y mis caderas se levantan en busca de más. Su boca vuelve a mi vagina mientras mete una y otra vez aquello dentro de mí.
Durante unos minutos, mi cuerpo es su cuerpo. Soy su esclava sexual. Deseo que no pare y, cuando saca de mi interior lo que me ha metido y su boca vuelve a posarse en busca de mi hinchado clítoris, grito de satisfacción al notar que tira de él. Me gusta. Su mano enfundada y suave pasea ahora por mi trasero. Me coge de las nalgas y me aprieta contra su boca. Voy a explotar, mientras uno de sus dedos juega en mi orificio anal. Hace circulitos sobre él y yo pido más.
El objeto que antes me volvió loca se pasea sobre el orificio de mi ano. Me excita pero no lo mete. Sólo lo pasea, como si quisiera indicarme que algún día ya no se limitará sólo a pasearlo por allí. De pronto, un orgasmo toma todo mi cuerpo y me convulsiono por la satisfacción, mientras siento que ella me suelta las piernas.
—Me encanta tu sabor, pequeña —repite mientras aprieto mis muslos y oigo cómo rasga el preservativo.
Avivada por el deseo más increíble que nunca pudiera imaginar, toda yo ardo. Me quemo. Noto que la cama se hunde y siento su poderoso y musculoso cuerpo a cuatro patas sobre el mío.
—Abre las piernas para mí.
Su voz ordenándome aquello en aquel momento es música celestial para mis oídos. Su cuerpo encaja con el mío. Siento su pene duro contra mi húmeda vagina.
—Pídeme lo que quieras —me dice.
¡Dios! ¡¡¡Qué frase!!! Me pirra cuando la dice.
Mi impaciencia me hace moverme en la cama. No respondo y ella exige:
—Pídeme lo que quieras. Habla o no continuaré.
Parapetada tras el pañuelo, respiro con dificultad.
—¡Penétrame! —consigo decir ante su orden.
La oigo sonreír. Noto sus manos sobre mi vagina. ¡Calor! Me toca y me abre los labios vaginales para introducir la totalidad de su pene en mi interior. Me arqueo. No se mueve, pero siento el latido de su corazón dentro de mí cuando me susurra al oído:
—¿Te gusta así?
Asiento. No puedo hablar. Tengo la boca tan seca que casi no puedo articular palabras.
—¿Te has corrido con lo ocurrido anteriormente?
—Sí.
—¿Has sentido placer?
—Sí…
La oigo resoplar y me da un azotito en la nalga.
—Perfecto, pequeña… Ahora me toca a mí.
Contengo un gemido mientras siento que mi cuerpo vuelve a arder. Me pellizca suavemente los pezones.
—Estas húmeda y dispuesta… Me encanta.
Siento que la cama se mueve de nuevo. Y sin sacar su pene de mi interior se pone de rodillas sobre la cama. Me sujeta las caderas con las manos y comienza un bombeo infernal. Dentro… fuera… dentro… fuera.
Fuerte… fuerte…
Me da la sensación de que me va a partir en dos, pero por el placer.
—¿Te gusta que te folle así? —me pregunta entre susurros.
—Sí… sí…
Dentro… fuera… dentro… fuera.
Mi cuerpo vuelve a ser suyo. No quiero que pare.
Oigo sus gruñidos, su respiración entrecortada a escasos metros de mí. Su fuerza me puede y, a pesar de que sus manos, ahora sin guantes, me aprietan las caderas, no me quejo y abro mis piernas para ella. Me corro. Sin poder ver la escena, me la imagino y eso me vuelve más loca todavía. Soy como una muñeca entre sus manos y paladeo la plenitud de su posesión. Entonces se inclina sobre mí y, tras una salvaje embestida final, oigo su gruñido de satisfacción.
Instantes después y aún con las respiraciones entrecortadas, me da un beso fuerte y posesivo. Cuando se separa de mí, me desata las manos. Después las coge con mimo y me besa las muñecas. Me retira el pañuelo de los ojos y nos miramos.
—¿Todo bien, pequeña?
Ensimismada y algo dolorida por la penetración tan profunda, asiento.
—Sí.
Me doy cuenta que yo sólo digo sí… sí… sí… pero es que no puedo decir otra cosa excepto «¡sí!».
Ella sonríe. Se levanta de la cama. Se quita el preservativo y se marcha hacia el baño.
—Me alegra saberlo.
Su rara frialdad en un momento como aquél me desconcierta. La veo desaparecer y miro la habitación. Mis ojos se paran en la cámara de vídeo. Me muero por ver lo grabado. Encojo las piernas y me levanto. Camino desnuda hacia el baño. Escucho la ducha.
¡Quiero ducharme!
Yulia me ve entrar en el baño. Está junto a un neceser y, al verme reflejada en el espejo, se molesta y lo cierra.
—¿Qué haces aquí?
Su voz me paraliza. ¿Qué le pasa?
—Tengo calor y quería ducharme.
Con el ceño fruncido responde:
—¿Te he pedido que te duches conmigo?
La miro extrañada.
Pero ¿qué le ocurre?
Sin contestarle y enfadada, me doy la vuelta. ¡Que le den! Pero entonces siento su mano húmeda sujetando la mía. Me suelto y gruño:
—¿Sabes? Odio cuando te pones tan borde. Ya sé que lo nuestro es sólo sexo, pero no entiendo que estés bien conmigo y, de pronto, en una fracción de segundo, todo cambie y te vuelvas una insensible. Pero, bueno, ¿por qué me tienes que hablar así?
Yulia me mira. Veo que cierra los ojos y finalmente me acerca a ella. Me dejo abrazar.
—Lo siento, Len… Tienes razón. Disculpa mi tono de voz.
Estoy enfadada.
Intento soltarme pero ella no me deja. Me coge en volandas, me lleva hasta el interior de la enorme ducha, me suelta y dice mientras el agua nos moja:
—Date la vuelta.
Veo sus intenciones y me niego, furiosa.
—¡No!
Ella sonríe. Tuerce la cabeza y murmura cogiéndome de nuevo entre sus brazos:
—De acuerdo.
Al estar en volandas sobre ella siento su pene duro contra mis piernas. La miro y ella acerca su boca hasta la mía. Rápidamente me echo hacia atrás.
—¿Qué haces?
—La cobra.
—¿La cobra? —repite, sorprendido.
Su cara de desconcierto me hace gracia. Mi mala leche se disipa.
—En España se llama «hacer la cobra» cuando alguien te va a besar y te retiras —le aclaro.
Eso le hace reír y su risa de nuevo puede conmigo. Inconscientemente rodeo su cintura con mis piernas.
—Si te beso, ¿me harás la cobra de nuevo? —me pregunta, sin acercarse a mí.
Pongo cara de pensar, pero cuando siento su duro pene murmuro:
—No… si me follas.
¡Dios! ¿Qué he dicho?
¿He dicho follar? Si mi padre me escuchara, me lavaría la boca con jabón durante un mes entero.
Según suelto la frase toda yo me siento mediocre, pero ese sentimiento me lo quita de un plumazo Yulia cuando la veo sonreír y, con una mano, coge su pene y lo pasea por mi vagina. Perversa. En ese momento me siento perversa. Mala. Malota. Me apoya contra la pared y yo me sujeto a una barra de metal.
—¿Qué me has pedido, pequeña?
Mi pecho sube y baja de lo excitada que estoy con ver su mirada y repito:
—¡Fóllame!
Mis palabras le gustan. La atizan. Lo veo en su mirada.
Le gusta utilizar ese término y la pone más duro. Más bestia.
Sin preservativo y sin precauciones, bajo el chorro de la ducha siento cómo mi carne se abre al introducir su maravilloso y mojado pene en mí. ¡Sí! Es la primera vez que su piel y mi piel se restriegan sin preservativo y es maravilloso. Alucinante.
Mi perversión aumenta. Y cuando siento que sus testículos se restriegan contra mí, me agarro a sus hombros con la intención de marcar el movimiento. Pero Yulia, como siempre, no me deja. Pone sus manos en mis nalgas, las agarra con fuerza y, tras darme un leve azote que hace que la mire a los ojos, me mueve en busca de nuestro placer.
El sonido de nuestros cuerpos al chocar unido al del agua me consume. Cierro los ojos y me dejo llevar mientras nuestros jadeos retumban en el precioso baño.
—Mírame —exige—. Si te gustan mis ojos, mírame.
Abro los ojos y los clavo en ella.
Veo su mandíbula en tensión, pero su azulada mirada es la que me hechiza. El esfuerzo que siento en su rostro y su boca entreabierta me excita más. Entonces cambia el ritmo de las embestidas y yo grito y echo la cabeza para atrás.
—Mírame. Mírame siempre —vuelve a exigir.
Con los ojos vidriosos por el momento, me agarro con fuerza a sus hombros y la miro. Me dejo manejar mientras su mirada me habla. Me pide a gritos que me corra. Me exige que se lo haga ver y, cuando no puedo más, le clavo las uñas en los hombros y un grito agónico pero lleno de placer sale de mi boca.
—Sí… así… córrete para mí.
Mi vagina se contrae y mis espasmos internos consiguen lo que quiero. Darle placer. Lo veo en sus ojos. Lo disfruta. Tras una embestida brutal, saca su pene de mi interior y la oigo soltar el aire entre los dientes, mientras me muerde en el hombro por el esfuerzo hecho.
El agua recorre nuestros cuerpos mientras jadeamos por lo ocurrido. Lo nuestro es sexo en estado puro. Y reconozco que me gusta tanto como a ella. Yulia abre un poco más el agua fría. Eso me hace gritar y, como dos tontas, comenzamos a jugar bajo la ducha del hotel.

Una hora después, las dos tumbadas sobre la cama, degustamos las fresas. Para mi sorpresa, junto a las fresas y el champán, que ya ha sido reemplazado por otra botella llena, hay un cuenco de suave chocolate caliente. Mojar la fresa en ese chocolate y meterlo en la boca me hace gesticular una y otra vez.
¡Vaya maravilla!
Mis caras divierten a Yulia, que no para de sonreír. La noto tranquila y distendida y me tranquiliza ver que disfruta del momento. Le encanta encargarse de limpiar con su boca las motitas de fresa y chocolate que quedan en mis labios y se lo agradezco. Ese contacto suave se asemeja a un dulce beso. Algo que Yulia nunca me ha dado. Sus besos son siempre salvajes y posesivos.
Un ruido llama mi atención. Su portátil está encendido y le indica que acaba de recibir un mensaje.
—¿Siempre lo tienes encendido? —pregunto.
Yulia mira el portátil y asiente.
—Sí. Siempre. Necesito estar al corriente de los temas de la empresa en todo momento.
Se levanta, mira el correo y, en cuanto lo hace, regresa a la cama junto a mí. Yo me meto una nueva fresa en la boca. Están de muerte.
—Por lo que veo, te encanta el chocolate.
—Sí. ¿A ti no?
Se encoge de hombros y no responde. Yo vuelvo al ataque.
—¿No te gusta lo dulce?
—Si es como tú, sí.
Ambas reímos.
—¿En tu casa no tienes cosas dulces? —insisto.
—No.
—¿Por qué?
—Porque el dulce no me vuelve loca.
—¿Vives sola en Alemania?
No responde.
Pero por su gesto me doy cuenta de que no le ha gustado la pregunta.
Quiero saber de ella, si tiene perro o gato, cualquier cosa, pero no me deja conocerla. Es comenzar a hablar de ella y se cierra por completo. Inquieta, miro a mi alrededor y mis ojos se encuentran con la cámara de vídeo.
—¿Sigue grabando?
—Sí.
—¿Se puede saber qué estamos haciendo ahora que sea interesante de grabar?
—Verte comer las fresas con chocolate, ¿te parece poco?
Ambas nos reímos de nuevo.
—¿Se puede ver lo que ha grabado antes?
Yulia asiente.
—Sí. Sólo hay que enchufar la cámara al televisor.
Nunca me he grabado mientras practico sexo y verme me provoca una cierta curiosidad.
—¿Te apetece que lo veamos? —propongo.
Yulia da un trago a su copa y levanta una ceja.
—¿Quieres?
—Sí.
Yulia se levanta con decisión.
Saca un cable de su maletín, lo enchufa a la cámara y a la tele y, con un pequeño mando a distancia entre las manos, dice sentándose en la cama para sujetarme contra ella:
—¿Preparada?
—Claro.
Pulsa el botón e instantes después me veo en la pantalla de la televisión. Eso me hace gracia. Mi voz suena extraña, incluso la de ella. Mojo otra fresa en el chocolate y observo las imágenes. Yulia me hace tocar los pañuelos y nos reímos. Después me sonrojo al ver la siguiente imagen. Yulia en el suelo y yo con mi sexo sobre su boca totalmente extasiada.
—¡Dios, qué vergüenza!
Yulia sonríe. Me besa en el cuello.
—¿Por qué, preciosa? ¿Acaso no disfrutaste el momento?
—Sí… claro que sí. Es sólo que…
Pero no puedo continuar.
Las imágenes siguientes de Yukia atándome al cabecero de la cama me dejan sin palabras. La veo taparme los ojos con el otro pañuelo y, después, cómo baja por mi cuerpo entreteniéndose en mis pezones y mi ombligo. Eso me estimula de nuevo. Yulia sigue bajando parándose en mi sexo. Se deleita y yo veo cómo me entrego. Prosigue su bajada y, regándome de dulces besos, llega hasta mis tobillos.
Extasiada por las imágenes, sonrío.
No puedo dejar de mirar la televisión cuando veo en la pantalla que ella se levanta. Yo sigo tumbada en la cama, atada y con los ojos vendados, y ella se dirige hacia el equipo de música y sube el volumen. Instantes después, la puerta de la habitación se abre. Pestañeo.
Entra una mujer rubia de pelo corto y se dirige directamente hacia la cama donde yo sigo maniatada. Casi no respiro.
Yulia la sigue. La mujer está vestida con una especie de camisón negro. Yulia le chupa un pezón y ésta le entrega algo metálico que lleva en las manos. Después, coge los guantes que hay sobre la cama y se los pone.
—¿Qué…? —intento balbucear. Me falta el aire.
Yulia no me deja hablar.
Pone un dedo en mis labios y me obliga a mirar la televisión.
Totalmente bloqueada, observo cómo la mujer, tras ponerse los guantes, se sube a la cama mientras Yulia nos observa de pie. La mujer me abre las piernas y posa su boca sobre mi vagina. Estoy a punto de explotar de indignación.
¿Qué me está haciendo?
No puedo hablar. Sólo puedo mirar cómo me retuerzo en la cama y gimo mientras aquella desconocida juega con mi cuerpo y yo se lo permito. Una y otra vez abro mis piernas y arqueo mi espalda invitándola a proseguir y ella lo hace. Yulia disfruta.
Instantes después, ella le entrega lo que lleva en las manos y veo que lo que sentí como duro, frío y suave dentro de mí era un consolador metálico. La mujer se lo mete en la boca. Lo chupa y después me lo mete en la vagina. Yo jadeo. Me gusta y ella lo vuelve a meter y a sacar con delicadeza mientras su dedo enguantado pasea por el agujero de mi ano.
Pasado un rato, Yulia le pide el consolador sin decir una palabra y ella se lo entrega. Yulia le señala de nuevo mi vagina mientras se toca su duro pene. Ella obedece y vuelve a plantar primero sus manos y después su ardiente boca sobre mí. Yo estoy enloquecida. Abro mis piernas y me elevo en su busca mientras ella, con sus manos enguantadas, me agarra de los muslos y me devora con auténtica devoción.
Instantes después, Yulia le toca el hombro. Ella se levanta. Se quita los guantes y los deja de nuevo sobre la cama. Yulia la besa en la boca y, antes de que se marche, dice:
—Me encanta cómo sabes.
Sigo en estado de shock por lo que veo, mientras observo cómo Yulia se mete entre mis piernas y, tras cruzar unas palabras conmigo, se pone un preservativo y me besa. Me hace abrir las piernas y veo cómo me penetra y yo me arqueo. Me hace suya sin parar y yo grito de placer.
Cuando no puedo mirar más, la observo con la respiración entrecortada. Estoy furiosa, excitada, enfadada y con ganas de matarla. No sé qué pensar. No sé qué decir hasta que pregunto:
—¿Por qué has permitido eso?
—¿El qué, Len?
Me levanto de la cama.
—¡Otra mujer! —grito—. Una desconocida… ella… ella…
—Dijiste que estabas dispuesta a todo menos a sado, ¿lo recuerdas?
A cada instante me siento más desconcertada. La miro y gruño.
—Pero… pero a todo entre tú y yo… no entre…
—A todo, excepto a sado. Es… a todo, pequeña.
—Yo nunca te dije que quería tener sexo con otra mujer.
Yulia me mira, se recuesta en la cama y responde en actitud chulesca:
—Lo sé…
—¿Entonces?
—Yo nunca dije que no quisiera que tuvieras sexo con otra mujer. Es más. Ha sido algo placentero y que espero repetir. Sólo hemos jugado un poco, pequeña. No sé por qué te pones así —insiste.
—¿Jugar? ¿A eso lo llamas tú jugar? Para mí, jugar es hacerlo entre tú y yo aunque sea con aparatitos de esos que te gustan pero… ¿Has dicho repetir?
—Sí.
—Pues será con otra, porque conmigo No! ¡lo llevas claro! ¡Dios! La has besado a ella y luego a mí. ¡Qué asco!
Yulia no se mueve. Su actitud ha cambiado y la seriedad ha vuelto a ella.
—Len… mis juegos son así. Creí imaginar que ya lo sabías. Las veces que hemos salido juntas te he dejado ver qué es lo que a mí me gusta. En la oficina, cuando vimos a tu jefa y a tu compañero te di la primera pista. En el Moroccio, la noche que te invité a cenar, te di la segunda. En tu casa, cuando te enseñé a utilizar los vibradores te di la tercera. Te considero una mujer inteligente y…
—Pero… eso es depravado. El sexo es un juego entre dos. Y lo que tú haces…
—Lo que yo hago es sexo. Y mi manera de ver el sexo no es depravada —dice levantando la voz—. Por supuesto que es un juego entre dos. Siempre lo he tenido claro y por eso te pregunté si estabas dispuesta a todo. ¿Acaso no te lo pregunté?
Me mira a la espera de una respuesta. Contesto que sí con la cabeza.
—Tú dijiste que sí. Recuérdalo. El sexo convencional me aburre, ¿a ti no? —No respondo. No me da la gana—. El sexo es un juego, Len. Un juego que admite morbo, sensaciones y todo lo que quieras incluir. Me gusta darte placer. Tu placer es mi deleite y cuando te veo atizada de deseo me vuelvo loca. Y escucharte decir que lo que hago es depravado me enfada. Me molesta mucho. Tus convencionalismos de niña y tu falta de buen sexo es lo que hace que…
—¿Mi falta de buen sexo? —grito exacerbada mientras me quito el albornoz—. Para tu información, el sexo que he tenido todos estos años ha sido ¡magnífico! Las Mujeres con las que he estado me han hecho disfrutar tanto o más que tú.
—Permíteme que lo dude —ríe con frialdad.
—¡Serás creída!
Aprieto los puños deseosa de soltarle un guantazo.
—Vamos a ver, Len. No dudo que tus experiencias con otras mujeres no hayan sido satisfactorias. Sólo digo que nunca serán como las vividas conmigo. Pero ¡joder! Si hasta cuando has dicho «¡Fóllame!» te has puesto roja.
—Decir eso es vulgar. Grotesco.
—No, pequeña. No es nada de eso. Simplemente habló el morbo por ti. El morbo hace que los humanos nos comportemos como seres desinhibidos en ciertas ocasiones. El morbo es lo que hace que quieras ver cómo otra mujer y otro hombre devoran el cuerpo de tu mujer mientras miras o participas. Tú, en la ducha, te has dejado llevar por el morbo. Has dicho lo que querías. Has pedido que te follara porque lo que deseabas era eso.
—No quiero escucharte.
—Te guste o no, eres como la gran mayoría de la humanidad. El problema es que esa humanidad se divide entre los que no nos resignamos a los convencionalismos y gozamos del sexo con normalidad y sin tabú, y los que ven el sexo como un pecado. Para muchos la palabra «sexo» es ¡tabú! ¡Peligro! Para mí la palabra «sexo» es ¡diversión! ¡Gozo! ¡Excitación! Y lo que más me joroba de tus palabras es que sé que lo vivido te ha gustado. Has disfrutado con el vibrador, con la mujer que ha estado entre tus piernas, incluso con haber dicho la palabra «follar». Tu problema es que lo niegas. Te mientes a ti misma.
Exacerbada e indignada, no le contesto. Tiene razón, pero no pienso admitirlo. Antes muerta.
Sin mirarla, me pongo las bragas y el sujetador. Quiero desaparecer de allí. De aquella suite. De aquel hotel y de la vida de ella. uliame observa, sin moverse, desde la cama como una diosa todopoderosa. Busco mis vaqueros y mi camiseta y, cuando estoy totalmente vestida, me quedo parada en el centro de la habitación.
—Nada de lo vivido se puede cambiar. Pero a partir de este momento, usted vuelve a ser la señorita Volkova y yo la señorita Katina. Por favor, quiero recuperar mi vida normal y para ello usted debe desaparecer de mi entorno.
Dicho esto, me doy la vuelta y me voy.
Necesito esfumarme de allí y olvidar lo ocurrido.

El domingo estoy agotada.
Quiero olvidarme de Yulia pero todavía me duelen los músculos de mi vagina por sus gloriosas embestidas y eso me recuerda continuamente lo ocurrido el día anterior. Me parece horrible. Aún no he asumido que otra mujer jugara con mi sexo ante ella.
A las once y cuarto me levanto de la cama y lo primero que hago es hablar con mi padre. Lo hago todos los domingos por la mañana. Además, hoy es la final de la Eurocopa de fútbol y me imagino que estará como loco. Si a alguien le gusta el deporte, ése es mi padre. El teléfono da dos pitidos y oigo:
—Hola, Blanquita.
—Hola, papá.
Tras hablar durante diez minutos sobre Curro y la Eurocopa, mi padre cambia el tema de conversación.
—¿Estás bien, mi vida? Te noto apagada.
—Estoy bien, papá. Es sólo que estoy cansada.
—Blanquita —intenta alegrarme—, te quedan dos semanas para coger las vacaciones, ¿verdad?
Tiene razón. Mis vacaciones comienzan el 15 de julio y el hecho de recordarlo me hace alegrarme.
—Exacto, papá. Pero es que las veo tan cerca que no puedo evitar impacientarme.
Lo oigo sonreír. Eso me hace feliz. Papá lo pasó mal cuando mamá murió hace dos años y sentir que está bien me reconforta.
—¿Vas a venir unos días a casa? Ya sabes que aquí en el pueblo hace calor, pero puse la piscina para que vosotras la disfrutéis cuando vengáis.
—Por supuesto, papá. Eso no lo dudes.
—Ah… el otro día el Lucena, el Bicharrón y yo fuimos a hacer la inscripción para lo de Puerto Real. Los vas a machacar.
Al pensar en ello, me animo. A mi padre y a sus dos amigos del alma les encanta que todos los años vayamos a ese evento y ni quiero, ni puedo negárselo. Es algo que hacemos desde que era una niña. Se pasan todo el año hablando de ello y, en cuanto me ven llegar a Kazan en verano, la adrenalina les sube por las venas.
—Perfecto, papá. Allí estaremos.
—Por cierto, ayer hablé con tu hermana.
—¡¿Y?!
—No sé, hija. La noté muy desanimada. ¿Tú sabes qué le pasa?
Con fingido disimulo respondo:
—Que yo sepa nada, papá. Ya sabes cómo es de histérica para todo —e intentando desviar el tema de conversación digo—: ¿Adónde vas a ver hoy el partido?
—En casa. ¿Y tú?
—He quedado con Azu y unos amigos en un bar. —Sonrío al pensarlo.
—¿Alguna amiga especial, blanquita?
—No, papá. Ninguna.
—Ojú, hija, me alegra saberlo. Porque otra novia como esa que tuviste con un pendiente en la nariz y otro en la ceja me repugnaría.
—Papáaaaaaaaaaaa… —digo, mientras me río a carcajadas.
Recordar cómo miraba a Lola, una ex, cuando la conoció todavía me resulta divertido. Mi padre es muy tradicional para muchas cosas y más para las novias. Consigo cambiar de tema y finalmente regresamos al fútbol.
—Pues yo, hija, he organizado una barbacoa en el patio trasero. Como imaginarás, vendrán los amigos de siempre y nos hincharemos a gritar. Por cierto, hace un par de días el Bicharrón me dijo que Anastasia llegará dentro de poco a Kazan. ¡Ah!, y creo que hoy está por los Madriles y te visitará.
¡Ya empezamos con Anastasia!
Mi padre y el Bicharrón llevan toda la vida intentando que Anastasia y yo seamos novias formales. Anastacia me desvirgó cuando yo tenía dieciocho años. Fue mi primera relación con una mujer y, siempre que la recuerdo, me hace sonreír. Qué nerviosa estaba y qué atenta fue ella. Es dulce y pausada en la cama y, aunque con ella lo paso bien, he estado con otras mujeres que me han hecho vibrar más.
Tras hablar un rato sobre Anastasia, su maravilloso trabajo de policía en Valencia y lo excelente chica que es, cambio de tema y regreso al fútbol. Mi padre se emociona con ese tema y yo disfruto. Imaginar a mi padre y a los amigos de toda la vida cantando divertidos eso de «Yo soy… Ruso… Ruso… Ruso» me encanta.
Cinco minutos después, me despido de él y cuelgo el teléfono. Miro a Curro, que está tumbado en el suelo, y lo subo al sofá. Respira con dificultad y eso me encoge el corazón. Hace dos meses, el veterinario me dijo que su vida se estaba apagando y que, cada día que pasa, va a más. Está viejito y, a pesar de la medicación, poco más se puede hacer por él salvo mimarlo y quererlo mucho.
Suena mi móvil. Un mensaje. ¡Anastasia!
«Estoy en Madrid. ¿Paso a buscarte y vemos el partido juntas?»
Le mando un «¡De acuerdo!» y me tiro en el sillón.
Sobre las dos y media de la tarde decido calentarme en el microondas un vasito de arroz blanco y unas salchichas. No me apetece cocinar. No estoy de humor. Después de comer, me tumbo en el sillón y en seguida viene a visitarme Morfeo, hasta que el sonido de mi móvil me despierta. Mi hermana.
—Hola, cuchufleta, ¿qué haces? – mi Hermana siempre poniéndome apodos nuevos.
Me desperezo y contesto:
—Durmiendo, hasta que tú me has despertado.
—¿Saliste ayer de juerga?
Al pensar en el día anterior, asiento.
—Sí. Se puede decir que sí.
—¿Con quién?
—Con alguien que tú no conoces.
—¿Algo serio? —curiosea.
Al escuchar aquello sonrío.
—No. Nada importante —respondo, moviendo la cabeza.
Durante media hora me tiene al teléfono. Qué pesadita es Anya. No pasan dos días sin que hablemos. Yo soy más despegada. Menos mal que ella siempre hace por verme, porque si fuera por mí, ya la habría perdido como hermana. Como siempre, su conversación se centra en su desastrosa vida marital. Cuando por fin cuelgo Curro sigue en el sillón. No se ha movido. Me acerco a él y veo que sus ojos me miran. Le beso la cabecita y me entran ganas de llorar. Pero, tras tragarme las lágrimas, le digo cosas cariñosas y después me levanto a por una Coca-Cola. La necesito.
Cuando regreso al salón cojo el portátil, lo enciendo y me conecto a Facebook. En seguida coincido con alguno de mis amigos virtuales y nos echamos unas risas. El correo me parpadea y decido mirarlo. Quince mensajes. Varios son de amigas y amigos proponiéndome viajes para el verano finalmente; veo una dirección que me deja atónita. Es Yulia.
¿Cómo ha encontrado mi correo privado?
De: Yulia Volkova
Fecha: 1 de julio de 2012 04.23
Para: Elena Katina
Asunto: Confirmación de proposición
Querida señorita Katina:
Siento mucho si le desagradó mi compañía hace unas horas y todo lo que ello implica. Pero debemos ser profesionales, así que recuerde, necesito una respuesta en referencia a la proposición que le hice.
Atentamente,
Yulia Volkova
Boquiabierta, vuelvo a leer el mensaje. ¡Tendrá morro esta tía…!
Estoy por dar al «Delete» y borrar definitivamente el mensaje. Pero mi impulsividad me hace responder:
De: Elena Katina
Fecha: 1 de julio de 2012 16.30
Para: Yulia Volkova
Asunto: Re: Confirmación de proposición
Querida señorita Volkova:
Como usted dice, seamos profesionales. Mi respuesta a su proposición es NO.
Atentamente,
Elena Katina
Envío el mensaje y un extraño regocijo se apodera de mí.
¡Viva por mí!
Pero dos segundos después, ese regocijo desaparece para dar paso a un dolor de estómago cuando veo que su respuesta llega de inmediato.
De: Yulia Volkova
Fecha: 1 de julio de 2012 16.31
Para: Elena Katina
Asunto: Sea profesional y piense en ello.
Querida señorita Katina:
En ocasiones, las precipitaciones no son buenas. Piénselo. Mi oferta seguirá en pie hasta el martes. Espero que disfrute del domingo y su selección gane la Eurocopa.
Atentamente,
Yulia Volkova.
Miro la pantalla, bloqueada.
¿Por qué no puede aceptar mi respuesta?
Estoy tentada de escribirle un e-mail poniéndolo a caer de un burro, pero me niego. Dar más explicaciones a alguien para quien soy sólo sexo no merece la pena.
Enfadada, cierro el portátil y decido poner una lavadora.
Al sacar la ropa sucia del cesto me encuentro con las bragas rotas que Yulia me arrancó. Cierro los ojos y suspiro. Recordar lo que hicimos en mi habitación me pone cardíaca.
Abro los ojos, me levanto y camino hacia mi dormitorio. Rodeo la cama y abro el cajón. Ante mí se encuentran los regalos que ella me hizo: los vibradores. Los miro durante unos segundos y cierro el cajón con fuerza. Regreso hasta la lavadora. La abro y comienzo a meter la ropa. Echo el detergente, el suavizante y la programo.
La lavadora comienza a funcionar y diez minutos después sigo mirando cómo el tambor de la ropa da vueltas tan rápidamente como mi cabeza. Mi respiración se acelera y grito de frustración:
—Te odio, Yulia Volkova.
Mis pies se dan la vuelta y me dirijo de nuevo hasta mi habitación. Vuelvo a abrir el cajón y me quedo mirando el vibrador con mando a distancia que ella usó conmigo.
Mi entrepierna me pide a gritos jugar.
¡Me niego!
Hasta yo misma utilizo la palabra «jugar». Finalmente e incapaz de quitarme a Yulia de la cabeza y menos de mi entrepierna, me deshago de los pantalones, las bragas y me siento en la cama con el vibrador en la mano.
Toco la ruleta, lo pongo al 1 y la vibración comienza.
Después al 2, al 3, al 4 y el máximo es el 5.
Muevo el vibrador en mi mano mientras mi vagina y, en especial, mi clítoris gritan porque sea allí donde lo mueva. Me tumbo en la cama. Apago el vibrador y lo paseo por mis labios vaginales. Me sorprendo de lo húmeda que estoy. ¡Yulia!
El pequeño vibrador se resbala por mis labios. Estoy húmeda y abierta. Lista para recibirlo. Lo pongo al 1. La vibración comienza y cierro los ojos. Subo la potencia al 2. Con mis dedos me abro los labios vaginales y dejo que me masajee la zona que está junto al clítoris. Un calor irresistible se apodera de mí y comienzo a jadear. Retiro el vibrador y junto las rodillas. Fuego. Pero quiero más. ¡Yulia!
Separo de nuevo las piernas. Enciendo el vibrador al 3 y lo pongo sobre la zona donde el placer quería explotar. Pienso en Yulia. En sus ojos. En su boca. En cómo me toca. Vuelvo a cerrar los ojos y pienso en el vídeo que vi. Me excita recordar su cara, su gesto, mientras aquella mujer me poseía. Volver a pensar en lo que sentí la tarde anterior me acelera la respiración. Aquello ha sido lo más morboso que me ha ocurrido en la vida. Yo, abierta de piernas en una cama, mientras una desconocida tomaba de mí lo que quería, yo se lo ofrecía y ella miraba. ¡Yulia!
Estoy caliente. Muy caliente. Pongo el vibrador al 4. El calor se hace insoportable. El ansia viva por correrme comienza a aflorar en mi interior. El ardor me sube a la cara mientras siento que voy a explotar y mi cabeza imagina todo tipo de juegos con ella. ¡Yulia!
Me arqueo en la cama. El clímax me llega mientras oigo mis propios ronroneos. Combustión. Jadeo aliviada y me convulsiono sobre la cama. Abro los ojos, mientras el acaloramiento se apodera de mí, y siento cómo el pequeño vibrador empapa mis dedos. Cierro las piernas con fuerza y me dejo llevar por el momento. Mientras, siento miles de sensaciones nuevas y todas maravillosas. Calor. Excitación. Fervor. Entusiasmo. Sólo falta ¡Yulia!
Cinco minutos después y con la respiración normalizada, me siento en la cama. Miro con curiosidad aquel aparatito y sonrío. Aunque nunca se lo diré, he pensado en ella. En ¡Yulia!
A las siete y media, Anastasia llega a mi casa. Como siempre está feliz y sonriente. Me da un piquito en los labios y yo me dejo. Es un amor. A las ocho llegamos al bareto donde he quedado con mis amigos para ver la final Rusia-Italia. Tenemos que ganar. La juerga nos rodea y comienzo a cantar y a divertirme como una loca con mi bandera de la selección Rusa colgada a mi cuello y los colores blanco-azul-rojo pintados en mi cara.
Aparece Nacho, un amigo tatuador. Es mi confidente. Tenemos una amistad muy especial y nos lo contamos todo. Cuando ve a Anastasia se ríe. Sabe la relación que tengo con ella y le hace gracia. No entiende cómo ésta sigue detrás de mí tras todos los desplantes que le hago.
A las nueve menos cuarto, el partido da comienzo. Estamos nerviosos. Nos jugamos el Mundial. ¡Vamos Rusia!
¡¡¡No hay dos sin tres!!!
En el minuto 14, Keisuke mete un golazo que nos hace saltar de emoción. Anastasia me abraza y yo la abrazo. Estamos felices. El ataque de Italia se endurece pero Vágner, en el minuto 41, mete otro golazo que nos hace volver a gritar como descosidos. Anastasia me besa en el cuello y yo, feliz, se lo permito. Llega el descanso y Anastasia ya me tiene sujeta por la cintura.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:45 pm

El segundo tiempo comienza y yo grito que saquen a Ibson.
¡Que saquen al Niño!
Y cuando veo que calienta y que el entrenador Del Bosque le dice que salga, grito, aplaudo y salto encantada. Anastasia aprovecha la situación y me sienta entre sus piernas. Yo me dejo. Pero mi gozo se completa cuando en el minuto 84, Vágner, ¡mi Vágner!, mete el tercer gol.
¡Bien! ¡Bien…!
Anastasia, al verme tan entregada a la causa, me aúpa entre sus brazos y, de la felicidad, me planta un besazo de campeonato. Después me suelta y, cuando, en el minuto 88, Mata mete un golazo tras un pedazo de pase de mi Vágner, creo morir, pero ¡de gusto! Y esta vez soy yo la que se lanza a sus brazos y la besa con furia Rusa.
Cuando el partido termina, mis amigos y yo lo celebramos a lo grande. Anastasia no se separa y, en un momento de calentón, nos metemos en el baño de Damas. Durante unos minutos dejo que me bese y que me toque. La necesito. Sus manos recorren mi cuerpo y ¡Dios! ¡No me puedo quitar a mi jefa de la cabeza! De pronto, Anastasia no existe. Sólo ¡Yulia!
Necesito que sea posesiva y desafiante, pero Anastasia es de todo menos eso. Al final, consigo sacarla del baño sin haber culminado. Está cabreada, pero ni siquiera así me pone. Cuando me invita a ir a su hotel y me niego, se marcha y, sinceramente, yo me quedo la mar de feliz. Cuando llego a mi casa sobre las tres de la mañana y me meto en la cama sonrío al pensar que somos ¡campeones!
Me niego a pensar en nada más.
A las siete y media de la mañana del lunes estoy en pie. Curro está tranquilo. Le doy su doy su medicación y desayuno. Luego me meto en la ducha. Diez minutos después salgo, me visto y me maquillo.
A las ocho y media entro en la oficina. En el ascensor coincido con Vlad y nos felicitamos por haber ganado la Eurocopa. Estamos emocionados. Bromeamos sobre nuestro fin de semana y, como siempre, terminamos a carcajadas. Subimos a la cafetería y allí gritamos con otros compañeros: «¡No hay dos sin tres!».
Finalmente, nos sentamos a una mesa a desayunar con nuestro café. Diez minutos después, la magdalena se me cae de las manos al ver a Yulia entrar con mi jefa y dos jefes más.
Está impresionante con su traje oscuro y su camisa clara. Por su gesto serio habla de trabajo pero, cuando llegan a la barra y piden los cafés, me ve. Yo sigo hablando, disfrutando de la compañía de mis compañeros, aunque con el rabillo del ojo veo que ellos se sientan en una mesa alejada de la nuestra. Yulia se sienta en la silla que queda frente a mí. Me mira y entonces yo también la miro. Nuestros ojos se encuentran durante una fracción de segundo y, como era de esperar, mi cuerpo reacciona.
—Vaya. Ya han llegado los jefes —dice Vlad—. Por cierto, me han dicho que el otro día te quedaste con la nueva jefaza atrapada en el ascensor.
—Sí. Con ella y con algunas personas más —respondo con desgana. Pero dispuesta a saber más de la jefaza, le pregunto—: Oye, tú que eras el secretario de su padre, ¿de qué murió?
Vlad mira con curiosidad hacia la mesa del fondo.
—La verdad es que era un hombre extraño y poco hablador. Murió de un ataque al corazón. —Y al ver a mi jefa reír, susurra—: Por lo que veo la nueva jefaza le gusta a nuestra jefa. Sólo hay que ver cómo se ríe y se toca el pelo.
Sin poder evitarlo, miro hacia su mesa y, de nuevo, mis ojos se cruzan con la mirada fría y gélida de Yulia.
—¿El señor Volkova tenía más hijos?
—Sí. Pero sólo Icegirl vive.
—¡¿Icegirl?!
Vlad se ríe y, acercándose, cuchichea:
—Yulia Volkova es ¡Icegirl! La Chica de hielo. ¿No has visto la cara de mala leche continua que tiene? —Eso me hace reír y Vlad añade—: Por lo que me ha dicho la jefa, es dura de pelar. Peor que su padre.
No me sorprende lo que me comenta. Se dice que la cara es el espejo del alma y la cara de Yulia es de tormento continuo. Pero el nombrecito me hace gracia. Aun así, replico:
—¿Por qué dices que ella es la única hija que vive?
—Tenía una hermana, pero murió hace un par de años.
—¿Qué le pasó?
—No sé, Elena… El señor Volkova nunca habló de ello. Sólo sé que murió porque un día me dijo que se tenía que marchar a Alemania al entierro de su hija.
Saber eso me apena. Dos muertes en tan poco espacio de tiempo tiene que ser muy doloroso.
—El señor Volkova estaba separado de su mujer —continúa Vlad—. Icegirl y él no tenían buena relación; por eso ella nunca venía por España.
Saber aquellos datos de ella me inquieta. Quiero saber más, así que pregunto:
—¿Y por qué no tenían buena relación?
—No lo sé, preciosa —responde Vladimir mientras pone un mechón de pelo tras mi oreja—. El señor Volkova era bastante hermético con su vida privada. Por cierto, ¿cuándo vas a querer tomar una copa conmigo?
Escuchar aquello me hace sonreír. Apoyo los codos sobre la mesa y, al dejar caer mi cara en mis manos, respondo, mirándolo:
—Creo que nunca. No me gusta mezclar el trabajo con el placer.
Mi contestación cargada de una ironía que él no entiende me hace gracia. Vlad se acerca un poco más a mí y murmura:
—Cuando hablas de placer, ¿a qué clase de placer te refieres?
Sin moverme un ápice respondo:
—Vamos a ver, guaperas. Eres el caramelito que todas las de la oficina se quieren comer y yo soy una mujer muy celosa y no comparto. Por lo tanto… búscate a otra porque conmigo lo llevas crudo.
—Mmmm… ¡Me gusta lo difícil!
Eso me hace soltar una carcajada y Vlad me sigue. De pronto, veo que Yulia se levanta y sale de la cafetería y respiro. No tenerlo cerca es un alivio para mí. Diez minutos después, mi compañero y yo regresamos a nuestros puestos.
Cuando llego a mi mesa veo que la puerta del despacho de la jefaza está abierta. Maldigo. No quiero verla. Me siento y de pronto el móvil pita y leo: «¿Ligando en horas de trabajo?».
Eso me incomoda, pero termino por sonreír.
En el fondo, el humor de Yulia me hace gracia. No pienso responder aunque, como siempre que me pongo nerviosa, me rasco el cuello. Mi móvil vuelve a pitar y leo: «No te rasques o el sarpullido irá a peor».
Me observa. Miro hacia el despacho y la veo sentada en la que fue la mesa de su padre. Se siente poderosa. Me está provocando, pero no pienso caer en su juego. Achino los ojos enfadada. Con la mirada, le digo de todo menos bonita y, sorprendentemente, curva sus labios mientras aguanta una sonrisa.
De pronto aparece mi jefa y dice, interponiéndose en nuestro campo de visión:
—Elena, si alguien me llama, pásame la llamada al despacho de la señorita Volkova.
Sin abrir la boca, asiento. Mi jefa, contoneando sus caderas, entra en el despacho de Yulia y cierra la puerta. Comienzo a trabajar y, a media mañana, la puerta del despacho se abre. Veo salir a mi jefa con una carpeta en las manos.
—Elena —me dice—. Me voy a ausentar de la oficina una hora. Si la señorita Volkova necesita lo que sea, soluciónaselo. —Luego se vuelve hacia Vlad y añade—: Acompáñame.
Mi compañero sonríe y yo también. ¡Vaya dos!
¡Ay!, si ellos supieran lo que yo sé…
Cuando desaparecen del despacho, el teléfono interno suena. Maldigo al saber que es ella. Al final lo cojo.
—Señorita Katina, ¿puede pasar a mi despacho, por favor?
Estoy tentada de decir que no. Pero eso no sería profesional y yo, ante todo, soy una profesional.
—En seguida, señorita Volkova.
Me levanto, entro en el despacho y pregunto:
—¿Qué desea, señorita Volkova?
Veo que apoya la cabeza en el alto asiento de cuero negro.
—Cierre la puerta, por favor —responde, mirándome.
Resoplo y siento que mi piel comienza a arder. Mi **** cuello me va a delatar y eso me incomoda. Pero le hago caso y cierro la puerta.
—Enhorabuena. Ganasteis la Eurocopa.
—Gracias, señorita.
El silencio entre nosotras se hace insoportable.
—¿Lo pasaste bien anoche? —añade.
No respondo.
—¿Quién era la tipa a la que besaste y con la que estuviste diecisiete minutos en el baño de mujeres? —me pregunta.
Boquiabierta, me la quedo mirando.
—Te he preguntado —insiste—. ¿Quién es?
Colérica por lo que escucho, deseo lanzarle el bolígrafo que llevo en la mano y clavárselo en el cráneo, pero lo aprieto y respondo, mientras contengo mis impulsos asesinos:
—Eso no le incumbe, señorita Volkova.
Increíble. ¿Me ha estado espiando? Me siento molesta.
—¿Qué hay entre tú y el ligue de tu jefa? —prosigue.
¡Hasta aquí hemos llegado! Pestañeo y respondo:
—Mire, señorita Volkova, no quiero ser desagradable pero nada de lo que me pregunta es de su incumbencia. Por lo tanto, si no quiere nada más, volveré a mi puesto de trabajo.
Enfadada y sin darle tiempo a decir nada más, salgo del despacho y cierro la puerta con ímpetu. ¿Quién se ha creído ése que es? Nada más sentarme en mi silla, el teléfono interno vuelve a sonar. Maldigo pero lo cojo.
—Señorita Katina, venga a mi despacho. ¡Ya!
Su voz suena enfurecida, pero yo también lo estoy. Cuelgo el teléfono y, enfadada, entro de nuevo dispuesta a mandarla a la ****.
—Tráigame un café, solo.
Salgo del despacho. Voy a la cafetería y, cuando regreso, se lo pongo encima de la mesa.
—No tomo azúcar. Tráigame sacarina.
Repito el camino, acordándome de todos sus antepasados y, cuando regreso con la puñetera sacarina, se la entrego.
—Eche medio sobrecito en el café y remuévalo.
¿Cómo? ¿Qué le remueva el puñetero café?
Aquel trato me indigna. No para de mirarme y la superioridad que muestra en su gesto me reconcome las tripas. ¡Será idiota, la alemana! Deseo tirarle el café a la cara, deseo mandarla a freír espárragos, pero al final hago lo que me pide sin rechistar. Cuando termino, dejo el café frente a ella y me doy la vuelta para salir del despacho.
—No salga del despacho, señorita Katina.
Oigo que se levanta. Me doy la vuelta para mirarla.
Su ceño está fruncido. El mío también. Está enfadada. Yo también.
Rodea la mesa. Se sienta ante ella con los brazos cruzados y las piernas abiertas. Su actitud es intimidatoria. Nuestra distancia se ha acortado. Eso me pone nerviosa.
—Len…
—Para usted soy la señorita Katina, si no le importa.
Me mira con su típica cara de mala leche y siento que el aire se puede cortar con un cuchillo. ¡Menuda tensión!
—Señorita Katina, acérquese.
—No.
—Acérquese.
—¿Qué quiere? —exijo.
Sin cambiar su duro gesto, murmura entre dientes:
—Acérquese, por favor.
Resoplo para que vea mi estado de ánimo y doy un paso adelante.
Su dura mirada exige que me acerque más pero no me dejo amedrentar.
—Señorita Volkova, no me voy a acercar más. Despídame si eso le hace seguir sintiéndose la Reina del Universo. Pero no pienso acercarme más a usted. Y, como se pase un pelo, la denuncio por acoso.
Se incorpora de la mesa. Da dos pasos hacia mí y yo doy un paso hacia atrás. La oigo resoplar. Me coge del brazo, tira de mí y abre las puertas del archivo. Me mete y, una vez en la intimidad que nos da ese lugar, me coge con sus manos la cabeza, me acerca a ella y me besa con posesión.
Esta vez no se detiene a rozar su lengua contra mi labio superior. No me pide permiso. Sólo me atrae hacia ella y me besa. Me empuja contra los archivos y, cuando siente que mi cuerpo no puede retroceder, abandona mis labios.
—Apenas he podido dormir pensando en ti y en lo que hacías con la tipa de anoche.
Obnubilada por lo que dice, respondo con un hilo de voz:
—No hice nada.
Yulia aprieta sus caderas contra mí y siento su erección.
—Te agarraba por la cintura. Paseaba su mirada por tu cuerpo. Dejaste que te besara y entraste con ella al baño de mujeres. ¿Cómo puedes decir que no hiciste nada?
Enloquecida por lo que me está haciendo sentir con sus palabras y con su cercanía respondo:
—Con mi vida y con mi cuerpo hago lo que quiero, señorita Volkova.
Le doy un tremendo empujón y la separo de mí.
—Yo no soy una muñequita de esas a las que supongo que está acostumbrada a dar órdenes. No vuelva a tocarme o…
—¿¡O!? —pregunta con voz ronca.
—O soy capaz de cualquier cosa —contesto.
Su mandíbula está tensa y, acercándose de nuevo a mí, susurra:
—Len, me deseas tanto como yo a ti. No lo niegues —no respondo. No puedo. Su cercanía me provoca mil sensaciones.
Mis ojos chispean. No sé si es indignación, morbo o qué. El caso es que chispean mientras aquella gigante con su cara de mala leche se cierne sobre mí.
—No estoy dispuesta a…
—¿Al sado? Eso ya lo sé, pequeña.
Su respuesta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder. Su mirada me bloquea.
—¿Te está entrando el nervio?
Vuelve a desconcertarme, ¿cómo puede recordar aquello que le expliqué en el ascensor? Me toco el cuello. Voy a soltarle alguna de mis frescas, cuando veo que hace una mueca.
—No te rasques, Len.
Sin darme tiempo a moverme, se agacha y me sopla en el cuello. Cierro los ojos. Mi indignación baja de intensidad. Ella se ha propuesto que sea así y lo ha conseguido.
—Siento haberte puesto nerviosa —musita de repente en mi oído—. Perdóname, pequeña.
Su poder es inmenso y ya me tiene donde quiere. ¡Soy una blanda!
Me besa. Esta vez con desesperación. Me sabotea y yo me dejo.
El hilo de mis pensamientos se bloquea y sólo pienso en besarla y dejar que me bese.
¿Qué me ocurre?
Quiero reprimirme, pero no puedo. Nunca he sido un juguete para ninguna mujer, pero ella consigue controlarme. La deseo tanto como necesito el aire para respirar y eso me asusta. Me quema la vagina, la piel y siento que mis bragas se humedecen y que lo único que deseo es que me desnude y me posea.
Clavo mis ojos en ella. Su cara seria y de perdonavidas me encanta. Me vuelve loca. Es tan sexy y devastadora que soy incapaz de negarme a nada de lo que me exija. Por primera vez en mi vida me siento así y creo que no puedo hacer nada por evitarlo. Me desabrocha el pantalón. Su mano se mete con rapidez dentro de mis bragas.
—Estás húmeda para mí —me susurra.
¿Qué va a hacer? ¿Me va a desnudar en el archivo?
Pero no. Mete más la mano y siento que uno de sus dedos se introduce en mi interior y, segundos después, otro más. Me agarra por el pelo, tira de él y subo la cabeza. Me besa de nuevo con impaciencia, mientras me hace abrir las piernas con su pierna y sus dedos entran y salen una y otra vez de mí. Con su boca sobre la mía, reprimo mis gemidos y sé que el clímax está cerca.
—Córrete para mí, Len.
Mi cuerpo vuelve a reaccionar a sus palabras.
El placer que me está dando me hace querer más. El brillo sensual de su mirada me vuelve loca y me hace desear que me desnude, me tire en el suelo y sea su pene el que juegue en mi interior. Me muerdo el labio. Si no lo hago, gritaré y toda la oficina vendrá para ver qué pasa.
—Vamos, Len, déjate llevar.
Tenso la espalda y arqueo mis piernas mientras me dejo avasallar con gusto por ella. Quiero sus dedos más dentro de mí y, cuando creo que voy a explotar, la beso para ahogar de nuevo mi gemido en su boca, mientras siento que mis músculos se contraen una y otra vez sobre sus caricias y percibo aún más la humedad en mi entrepierna. Poco a poco ella se detiene y, cuando saca sus dedos de mi interior, quiero protestar. Ella se da cuenta. Vuelve a tomar mi cabeza entre sus manos.
—Me debes un orgasmo, pequeña —murmura.
No puedo responder.
Sólo puedo abrir la boca y entrelazar su lengua con la mía. Disfruto de su sabor excitante y peligroso, olvidándome de nuevo de todo lo que hay a nuestro alrededor y de mi enfado. No quiero pensar que me utiliza como a un juguete. No quiero pensar que es mi jefa. Simplemente no quiero pensar.
Dos minutos después y con las respiraciones más acompasadas, deja de presionarme contra los archivadores y yo vuelvo a tomar el control sobre mi cuerpo. Maldigo.
¿Qué he vuelto a hacer? ¿Cómo puedo ser tan idiota cada vez que la veo?
Ella parece darse cuenta de lo que pienso y me dedica una de sus habituales miradas gélidas.
—¿Has vuelto a pensar en mi proposición? —me pregunta.
Intento mirarla. Me enfrento a Icegirl y siento que pierdo toda compostura.
—Ayer ya te respondí y te dije que no aceptaba.
Aprieta los labios y yo resoplo.
La miro sorprendida.
—¿Por qué eres tan cabezona? —añade—. Lo que te propongo te reportaría unos beneficios monetarios.
—¿Sólo monetarios?
Yulia deja de sonreír ante mi pregunta.
—Todo depende de lo que quieras. Tú decides, Len. De momento necesito una secretaria. El sexo surgirá, si tiene que surgir.
—¿Y si me niego a que vuelva a surgir? —replico, intentando creerme mi propia mentira.
Yulia me mira. Baja sus manos hasta mi pantalón y lo abrocha.
—Aceptaré tu negativa —añade con tranquilidad—. Otra accederá.
¡Será imbécil, creída y chula…!
Y entonces sale del archivador y me deja sola. Durante unos segundos cierro los ojos y me regaño a mí misma. ¿Por qué soy tan facil cuando estoy con ella? Finalmente, me coloco la camisa y el pelo y lo sigo. Ella ya está sentada ante su mesa y mira con el ceño fruncido la pantalla del ordenador. Me dirijo con calma hacia la puerta, dispuesta a salir.
—Te dije que te daba hasta el martes para la respuesta y así será —me dice antes de que abandone su despacho—. Ahora puedes regresar a tu puesto de trabajo. Si vuelvo a necesitarte… te llamaré.

Me pongo roja como un tomate.
Salgo del despacho. Cierro la puerta, me apoyo en ella y miro a mi alrededor durante unos segundos. Todos fuera de mi despacho están trabajando. Parece que nadie se ha dado cuenta de lo que acaba de suceder. Cojo mi bolso y me voy al baño. Necesito lavarme. Siento mi vagina empapada y eso me incomoda.
Veinte minutos después vuelvo a mi mesa y veo que Vlad y mi jefa han regresado. Yulia y yo no volvemos a hablar ni a mirarnos. A las dos, la puerta del despacho se abre y salen juntos. No me mira. Sólo mi jefa vuelve la cara hacia mí.
—Nos vamos a comer, Elena —me informa.
Asiento y respiro aliviada. Veo a Vlad recoger sus cosas cuando mi teléfono suena. Es mi hermana.
—Len… tienes que venir a casa. ¡Ya!
Al escuchar aquello cierro los ojos y me siento. Las piernas me tiemblan. No hace falta que siga hablando. Sé lo que pasa.
Cuando cuelgo el teléfono, reprimo el llanto y me trago las lágrimas. No quiero llorar en la oficina. Soy una tía dura y los numeritos no van conmigo. Busco a Vlad y lo encuentro hablando con Eva. Parece que están ligando. Me acerco a él y le informo de que me ha surgido un problema urgente y que aquella tarde no regresaré a trabajar. Él asiente sin prestarme mucha atención y regreso a mi mesa. Vuelvo a sentarme. Bebo agua de la botellita y, finalmente, recojo mis cosas.
Las manos me tiemblan y las mejillas me arden. Necesito llorar. Hago un esfuerzo por apagar mi ordenador, contengo mi pena y voy hacia el ascensor. Cuando salgo de él, corro hacia el parking y entonces me permito llorar. Antes no.
Cuando llego a casa mi hermana está con los ojos encharcados por las lágrimas. Curro respira con mucha dificultad y, sin perder un segundo, llamo a mi veterinario. El veterinario, que me conoce desde hace años, me indica que me espera en la clínica.
A las cuatro y media de la tarde, tras una inyección que el veterinario le pone para facilitarle el viaje, Curro me deja. Me deja para siempre, con el corazón destrozado y con la sensación de una pérdida irreparable. Me agacho sobre la mesa donde su cuerpo sin vida descansa. Lo beso, acaricio su peluda cabeza por última vez y cientos de lágrimas me nublan por completo la vista.
—Adiós, cariño —murmuro.
A las siete de la tarde me encuentro sentada en el sofá de la casa de mi hermana.
Mi móvil suena. Mis amigos quieren que vaya a la Cibeles a celebrar el triunfo de la Eurocopa. Pero no estoy para fiestas. Apago el móvil. No quiero saber nada de nadie. Estoy triste, muy triste. Mi gran compañero, ese al que le contaba todas mis penas y mis alegrías me ha abandonado.
Lloro… lloro y lloro.
Mi hermana me abraza pero, inexplicablemente, siento que necesito el abrazo de cierta impertinente. ¿Por qué?
Hemos dejado a mi sobrina en casa de una vecina. No queremos que nos vea así. Bastante difícil ha sido explicarle que Curro se ha ido al cielo de los gatos como para que nos vea llorar como dos magdalenas. Llega mi cuñado Dimitry y se nos une en el duelo. Los tres lloramos. Y cuando llamo a mi padre por teléfono para decírselo, ya somos cuatro. ¡Qué triste es todo!
A las nueve de la noche enciendo el móvil y recibo la llamada de Anastasia. Mi hermana la ha llamado y ella se ofrece a venir a Madrid para consolarme. Me niego y, tras hablar con ella unos pocos minutos, cuelgo y vuelvo a apagar el móvil. Después de cenar algo, decido regresar a mi casa. Necesito enfrentarme a ella y a su soledad.
Pero cuando entro, una extraña emoción se apodera de mí. Me da la sensación de que en cualquier momento Curro, mi Currito, aparecerá por alguno de los rincones y me ronroneará entre las piernas. En cuanto cierro la puerta de la calle, me apoyo contra ella. Mis ojos se llenan de lágrimas y me niego a controlarlas.
Lloro, lloro y lloro, y esta vez en soledad, que sienta mejor.
Con los ojos hinchados y sin poder detenerme, me dirijo hasta la cocina. Observo el cuenco de la comida de Curro y me agacho a cogerlo. Abro la basura y tiro la comida que hay en él. Lo meto en el fregadero y lo lavo. Después de secarlo, lo miro y no sé qué hacer con él. Lo dejo sobre la encimera. Después cojo la bolsita de pienso y las medicinas. Lo reúno todo y vuelvo a llorar como una tonta.
Dos segundos después oigo que la puerta de la calle se abre. Es mi hermana. Se acerca a mí y me abraza.
—Sabía que estarías así, cuchufleta. Vamos, por favor, deja de llorar.
Intento decir que no puedo. Que no quiero. Que me niego a creer que Curro ya no regresará, pero el llanto me impide hacerlo. Media hora más tarde, la convenzo para que se marche de mi casa. Escondo sus llaves para que no se las lleve y no vuelva a molestarme. Necesito estar sola.
Cuando voy al baño para lavarme la cara, veo el arenero de Curro y de nuevo el llanto hace acto de presencia. Me siento en el retrete dispuesta a llorar durante horas, cuando oigo unos golpes en la puerta. Convencida de que es mi hermana que se ha dado cuenta de que no lleva las llaves, abro y aparece la señorita Volkova con cara de pocos amigos.
¿Qué hace ahí?
Me mira sorprendida. Su expresión cambia por completo y, sin moverse, pregunta:
—¿Qué te ocurre, Len?
No puedo responder. Mi gesto se contrae y vuelvo a llorar.
Se queda paralizada y entonces yo me acerco a ella, a su pecho, y me abraza. Necesito ese abrazo. Oigo que la puerta se cierra y lloro con más pena.
No sé durante cuánto tiempo estamos así hasta que de pronto soy consciente de que tiene la camisa empapada de lágrimas. Finalmente me separo de ella.
—Curro, mi gato, ha muerto —logro murmurar.
Es la primera vez que digo aquella terrible y horrible palabra. ¡La odio!
Mi cara vuelve a contraerse y comienzo a llorar. Esta vez siento que ella tira de mí y se sienta en el sofá. Me sienta a su lado. Intento hablar, pero el hipo por mi tristeza no me lo permite. Sólo consigo articular palabras entrecortadas, mientras mi cuerpo se contrae involuntariamente y veo que ella está totalmente desconcertada. No sabe qué hacer. Finalmente se levanta del sillón, coge un vaso y lo llena de agua. Me lo trae y me obliga a beber. Cinco minutos después me siento algo más tranquila.
—Lo siento, Len. Lo siento muchísimo.
Asiento como puedo, mientras aprieto mis labios y trago el nudo de emociones que, de nuevo, pugna por salir de mi interior. Abrazada a ella apoyo mi cabeza sobre su pecho y siento que mis lágrimas salen de nuevo descontroladas. Esta vez no tengo hipo y el simple hecho de sentir cómo su mano me acaricia el pelo y el brazo me reconforta.
Sobre las doce de la noche, la pena me sigue dominando, pero ya soy capaz de controlar mi cuerpo y mis palabras, de modo que me incorporo para mirarla.
—Gracias —digo.
Siento que se conmueve, sus ojos lo revelan. Acerca su frente a la mía y me susurra:.
—Len… Len… ¿Por qué no me lo dijiste? Te hubiera acompañado y…
—No he estado sola. Mi hermana ha estado conmigo en todo momento.
Yulia mueve su cabeza, comprensiva, y me pasa sus dedos pulgares por debajo de los ojos para retirar unas lágrimas.
—Deberías descansar. Estás agotada y tu mente necesita relajarse.
Asiento. Pero entonces me doy cuenta de que su gesto se contrae.
—¿Te encuentras bien? —le pregunto.
Sorprendida por aquella pregunta, me mira.
—Sí. Sólo me duele un poco la cabeza.
—Si quieres, tengo aspirinas en el botiquín.
Veo que sonríe. Entonces me da un beso en la cabeza.
—No te preocupes. Se pasará.
Necesito dormir, pero no quiero que se vaya, de modo que le sujeto la camisa para intentar impedírselo.
—Me gustaría que te quedaras conmigo, aunque sé que no puede ser.
—¿Por qué no puede ser?
—No quiero sexo —murmuro, con una aplastante sinceridad.
Yulia levanta su mano y me toca el óvalo de la cara con una ternura que, hasta el momento, nunca había utilizado conmigo.
—Me quedaré contigo y no intentaré nada hasta que tú me lo pidas.
Eso me sorprende.
Se levanta y me tiende la mano. Yo se la cojo y me lleva hasta mi habitación. Asombrada, observo cómo se quita los zapatos. Yo hago lo mismo. Después se quita el pantalón. Lq imito. Deja la camisa sobre una silla y se queda vestidq sólo con unos bóxers negros. ¡Sexy! Abre mi cama y se mete en ella. Consecuente con lo que le he pedido, me quito la camisa, después el sujetador y saco de debajo de mi almohada mi camiseta de tirantes y el culotte de dormir. Es del Demonio de Tasmania. Veo que sonríe y yo pongo los ojos en blanco.
Tras ponerme el pijama abro una pequeña cajita redonda, saco una pastillita y me la tomo.
—¿Qué es eso?
—Mi anticonceptivo —aclaro.
Instantes después me tumbo junto a ella, que pasa su brazo bajo mi cuello. Me acerca hasta ella y me besa en la punta de la nariz.
—Duerme, Len… duerme y descansa.
Su cercanía y su voz me relajan y, abrazadas, siento que me quedo profundamente dormida.
Suena el despertador. Lo miro: las siete y media.
Alargo la mano y lo apago. Me desperezo en la cama y mi mente se despierta rápidamente. Miro a mi derecha y veo que Yulia no está. Mi mente vuelve a ser consciente de lo ocurrido y me siento en la cama cuando oigo una voz:
—Buenos días.
Miro hacia la puerta y allí está ella, vestida. Miro su ropa y me sorprendo al ver que el traje que lleva y la camisa no son los que traía el día anterior. Ella se da cuenta y responde:
—Tomás me lo ha traído hace una hora.
—¿Qué tal tu cabeza? ¿Se fue el dolor? —pregunto.
—Sí, Len. Gracias por preguntar.
Le respondo con una triste sonrisa. Me levanto de la cama sin ser consciente del horrible espectáculo que ofrezco, despeluchada, legañosa y con mi pijama del Demonio de Tasmania. Paso por su lado y, al hacerlo, me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla mientras murmuro un aún soñoliento «buenos días».
Voy a la cocina dispuesta a darle la medicación a Curro, cuando veo todas sus cosas sobre la encimera. Me paro en seco y siento a Yulia detrás de mí. No me deja pensar. Me coge por la cintura y me da la vuelta.
—¡A la ducha! —me ordena.
Cuando salgo de ella y entro en la habitación para vestirme, Yulia no está allí. Así que me apresuro a sacar un sujetador y unas bragas de mi cajón y me los pongo. Después abro el armario y me visto. En cuanto estoy vestida y presentable, salgo al salón y la veo leyendo un periódico.
—Tienes café recién hecho —dice mientras me mira—. Desayuna.
Veo que dobla el periódico, se levanta, se acerca a mí y me besa en la cabeza.
—Hoy me acompañarás a Guadalajara. Tengo que visitar las oficinas de allí. No te preocupes por nada. En la oficina ya están avisados.
Le digo que sí con la cabeza, sin ganas de hablar ni de protestar. Me tomo el café y, cuando dejo la taza en el fregadero, siento que Yulia se acerca de nuevo por detrás, aunque esta vez no me toca.
—¿Estás mejor? —me pregunta.
Muevo mi cabeza en señal afirmativa, sin mirarlo. Tengo ganas de llorar de nuevo pero respiro y lo evito. Estoy segura de que Curro se enfadará si sigo comportándome como una blandengue. Con la mejor de mis sonrisas me doy la vuelta y me retiro el pelo que me cae sobre los ojos.
—Cuando quieras, podemos marcharnos.
Ella asiente. No me toca.
No se acerca a mí más de lo estrictamente necesario. Bajamos al portal y allí está Tomás esperándonos con el coche. Nos montamos y comienza el viaje. Durante la hora que dura el trayecto, Yulia y yo miramos varios papeles. Yo soy la encargada de llevar al día las delegaciones de la empresa Müller, de modo que conozco casi en primera persona a todos los jefes. Yulia me explica que quiere saber de primera mano absolutamente todo de cada delegación: productividad, cantidad de gente que trabaja en las fábricas y rendimiento de las mismas. Eso me pone nerviosa. Con el paro que hay ahora, tengo miedo de que empiece a despedir a gente sin ton ni son. Pero en seguida me aclara que ése no es su propósito, sino lo contrario: intentar que sus productos sean más competitivos y abrir el campo de expansión.
A las diez y media llegamos a Guadalajara. No me extraño cuando me doy cuenta de que Enrique Matías no se sorprende de verme allí. Nos saluda con afabilidad y entramos todos juntos en su despacho. Durante tres horas, Yulia y él hablan de productividad, de carencias de la empresa y de un sinfín de cosas más. Yo, sentada en un discreto segundo plano, tomo nota de todo y a la una y media, cuando salimos de allí, me voy feliz de ver que se han entendido.
Recibo un mensaje de Anastasia. Le respondo que estoy bien, pero maldigo en mi interior. Recibir sus mensajes y estar con Yulia me hace sentir mal. Pero ¿por qué? Yo no tengo nada serio con ninguna de las dos.
De regreso a Madrid, Yulia me propone parar y comer en algún pueblo. Me muestro encantada y le digo que me parece bien. Tomás para en Azuqueca de Henares y degustamos un delicioso cordero. Durante la comida, ella recibe varios mensajes. Los lee con el ceño fruncido y no contesta. A las cuatro proseguimos el viaje y cuando llegamos al hotel Villa Magna me pongo tensa. Yulia lo nota y me coge la mano.
—Tranquila. Sólo quiero cambiarme de ropa para pasar la tarde contigo. ¿Tienes algún plan?
Mi mente piensa con celeridad y, finalmente, le digo que sí, que tengo un plan. Pero no le doy tiempo a que pueda presuponer nada.
—Tengo algo que hacer a las seis y media de la tarde —le informo—. Si no tienes nada mejor, quizá te gustaría acompañarme. Así puedo enseñarte mi segundo trabajo.
Eso la sorprende.
—¿Tienes un segundo trabajo?
Asiento divertida.
—Sí, se puede llamar así, aunque este año es el último. Pero no pienso decirte de qué se trata si no me acompañas.
La veo sonreír mientras baja del coche. Yo la sigo.
Llegamos al ascensor del hotel Villa Magna y el ascensorista nos saluda y nos lleva directamente hasta el ático. En cuanto entramos en su espaciosa y bonita habitación, Yulia deja su maletín con el portátil sobre la mesa y se mete en la habitación que no utilizamos el día que estuve allí jugando. Suena su móvil. Un mensaje. No puedo evitar mirar la pantalla iluminada y leo el nombre de «Betta». ¿Quién será? Dos segundos después, vuelve a sonar y en la pantalla leo «Martya». Vaya, sí que está solicitada.
Estoy inquieta. La última vez que estuve allí ocurrió algo que todavía me avergüenza. Paseo mis manos por el bonito sofá color café y miro el jardín japonés, mientras intento que mi respiración no se acelere. Si Yulia sale desnuda de la habitación y me invita a jugar con ella, no sé si voy a ser capaz de decirle que no.
—Cuando quieras nos podemos marchar —oigo una voz tras de mí.
Sorprendida, me vuelvo y la veo vestida con unos vaqueros y una camiseta granate. Está guapísima. Elegante, como siempre. Y lo mejor, está cumpliendo a rajatabla lo que me ha prometido de no tocarme. Sin embargo, siento que una extraña decepción crece en mí al no verme arrastrada al mar de lujuria donde me suele llevar.
¿Me estaré volviendo loca?
Diez minutos después, nos encontramos en el coche de Tomás en dirección a mi casa.
Cuando entro en ella echo de menos la presencia de Curro. Yulia se da cuenta y me besa en la cabeza.
—Vamos, son las seis. Date prisa o llegarás tarde.
Eso me reactiva.
Entro en mi habitación. Me pongo unos vaqueros. Unas zapatillas de deporte y una camiseta azul. Me recojo el pelo en una coleta alta y salgo rápidamente de allí. Sin necesidad de mirarla, sé que me está observando. La temperatura de mi piel sube cuando estoy cerca de ella. Cojo la cámara de fotos y una mochila pequeña.
—Vamos —le digo.
Guío a Tomás entre el tráfico de Madrid y en pocos minutos llegamos hasta la puerta de un colegio. Yulia, sorprendida, baja del coche y mira a su alrededor. No parece haber nadie. Yo sonrío. La tomo de la mano con decisión y tiro de ella. Entramos en el colegio y el desconcierto de su cara crece. Me hace gracia verla así. Me gusta verla desconcertada y tomo nota de ello.
Segundos después, abro una puerta donde pone «Gimnasio» y un bullicio tremendo nos engulle. En seguida, docenas de niñas de edades comprendidas entre los siete y los doce años corren hacia mí gritando.
—¡Entrenadora! ¡Entrenadora!
Yulia me mira, estupefacta.
—¿Entrenadora?
Yo sonrío y me encojo de hombros.
—Soy la entrenadora de fútbol femenino del colegio de mi sobrina —respondo antes de que las pequeñas lleguen hasta donde estamos nosotros.
Yulia abre la boca, por la sorpresa, y luego sonríe. Pero ya no puedo hablar con ella. Las pequeñas han llegado hasta mí y se cuelgan de mis brazos y mis piernas. Bromeo con ellas hasta que sus madres me las quitan de encima.
—¿Quién es esa mujeraza? —oigo que me dice mi hermana.
—Una amiga.
—¡Vaya, cuchufleta, vaya amigo! —murmura y yo sonrío.
Las mamás de las pequeñas se revolucionan ante la presencia de Yulia. Es normal. Yulia desprende sensualidad y yo lo sé. Tras saludar a todo el mundo, mi hermana no para de pedirme que le presente a Yulia y al final claudico. ¡Anda que no se pone pesadita! Finalmente, agarrada a su brazo, me acerco hasta donde ella se encuentra sentada.
—Anya, te presento a Yulia. —Ella se levanta para saludarla—. Yulia, ella es mi hermana y el monito que está sentado en mi pie derecho es mi sobrina Irina. —Se dan dos besos.
—¿Por qué eres tan alta? —pregunta mi sobrina.
Yulia la mira y responde:
—Porque comí mucho cuando era pequeña.
Mi hermana y yo sonreímos.
—¿Por qué hablas tan raro? —vuelve a preguntar Irina—. ¿Te pasa algo en la boca?
Yo voy a responder, pero entonces ella se agacha hacia mi sobrina.
—Es que soy alemana y, aunque sé hablar Ruso, no puedo disimular mi acento.
La pequeña me mira, divertida. Pero yo maldigo para mis adentros esperando su respuesta sin poder detenerla.
—Vaya paliza que os dieron los italianos el otro día. Os mandaron para casita.
Mi hermana se lleva a la niña, avergonzada, y Yulia se acerca a mí.
—No se puede negar que es tu sobrina —susurra en mi oído—. Es tan clarita como tú a la hora de decir las cosas.
Ambas reímos y las pequeñas corren de nuevo hacia mí. Aquello no es un entrenamiento, es la fiesta de verano que las mamás han montado para acabar el curso. Durante hora y media hablo con ellas, abrazo a las niñas para despedirme y me hago cientos de fotos con ellas. Yulia se mantiene sentada en las gradas en un segundo plano y, por su gesto, parece disfrutar del espectáculo.
Las niñas me entregan un paquetito, lo abro y de él saco un balón de fútbol hecho de chuches de colores. Aplaudo tanto como ellas, ¡me encantan las chuches! Mi sobrina me mira y me señala a su amiga Alicia. Han hecho las paces y yo levanto el pulgar y le guiño el ojo. Pasados unos minutos y después de besar a todas las mamás y a mis pequeñas futbolistas, todas abandonan el gimnasio. Mi hermana y mi sobrina entre ellas.
Feliz por la despedida que me han brindado, me vuelvo hacia Yulia y lleno dos vasos de plástico con un poco de Coca-Cola algo calentorra mientras me acerco a ella.
—¿Sorprendida? —le pregunto, ofreciéndole uno de los vasos.
Yulia lo acepta y le da un trago.
—Sí. Eres sorprendente.
—Vale, vale, no sigas, que me lo voy a creer.
Ambas nos reímos y nos miramos.
Ninguna dice nada y el silencio nos envuelve. Finalmente cojo fuerzas y digo con sinceridad:
—Yulia, mi vida es lo que ves: normalidad.
—Lo sé… lo sé y eso me preocupa.
—¿Te preocupa? ¿Te preocupa que mi vida sea normal?
Su mirada me traspasa.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque mi vida no es precisamente normal.
Mi cara debe de ser un poema. No la entiendo, pero antes de que le pida explicaciones, ella continúa hablando:
—Len, tu vida exige relación y compromiso. Unas palabras que para mí quedaron obsoletas hace años. Muchos años. —Me toca con su mano el óvalo de la cara y prosigue—: Me gustas, me atraes, pero no te quiero engañar. Lo que me atrae es el sexo entre nosotros. Me gusta poseerte, meterme entre tus piernas y ver tu cara cuando te corres. Pero me temo que muchos de mis juegos no van a gustarte. Y no hablo de sado, hablo sólo de sexo. Simplemente sexo.
Su mirada se oscurece. Me desconcierta pero no quiero renunciar a seguir jugando.
—Soy una mujer normal, sin grandes pretensiones, que trabaja para tu empresa. Tengo un padre, una hermana y una sobrina a los que adoro y, hasta ayer, un gato que era mi mejor amigo. Soy entrenadora de fútbol de un equipo de niñas y no cobro un duro por ello, pero lo hago porque me hace feliz. Tengo amigos y amigas con los que disfrutar de partidos, de vacaciones, de ir al cine o de salir a cenar. Ahora te preguntarás por qué te cuento todo esto, ¿verdad? —Yulia mueve la cabeza afirmativamente—. No soy despampanante, no me gusta vestir provocativa y ni siquiera lo intento. Mis relaciones con las Mujeres han sido normales, nada del otro mundo. Ya sabes, chica conoce chica, se gustan y se acuestan. Pero nunca nadie ha conseguido sacar de mí la parte que tú en pocos días has sacado. Nunca pensé que el morbo me pudiera volver loca. Nunca pensé que yo pudiera estar haciendo lo que estoy haciendo contigo. Me impones y me sometes de tal manera que no puedo decir que no. Y no puedo decir que no porque mi cuerpo y toda yo quiere hacer lo que tú quieras. Odio que me den órdenes, y más aún en el plano sexual. Pero a ti, inexplicablemente, te lo permito. En la vida me hubiera imaginado que yo permitiría que una desconocida como tú eres para mí, que no sabe casi ni cómo me llamo, ni mi edad, ni nada de mi vida, me exigiera sexo con sólo mirarme y yo se lo permitiría. Todavía me cuesta comprender lo que ocurrió el otro día en la habitación de tu hotel y…
—Len…
—No, déjame terminar —le exijo y coloco mi mano en su boca—. Lo que ocurrió el otro día en tu habitación, me guste o no reconocerlo, me encantó. Reconozco que cuando vi las imágenes me enfadé. Pero cuando he vuelto a pensar en ello, en aquel momento, me he excitado y mucho. Incluso el domingo utilicé el vibrador pensando en ti y tuve un orgasmo maravilloso al imaginar lo que ocurrió con aquella mujer en tu habitación. —Yulia sonríe—. Pero no me van otras mujeres. No… no me van y, si quieres volver a jugar conmigo en ese plano, te exijo que antes me consultes. Como te he dicho al principio de esta conversación, no soy una especialista en sexo, pero lo vivido contigo me gusta, me pone, me incita y estoy dispuesta a repetir.
—¿Incluso sin compromiso por mi parte?
Deseo decir que no, que la quiero sólo para mí. Pero eso significaría perderla y eso sí que no lo quiero.
—Incluso sin eso.
Yulia mueve su cabeza, comprensiva.
—Y, por favor… te libero de no tener que tocarme. Bésame y dime algo porque me voy a morir de la vergüenza por la cantidad de cosas locas que te acabo de decir.
—Me estás excitando, pequeña —murmura.
Saco de mi mochila un abanico y le sonrío, avergonzada.
—Pues ni te imaginas cómo estoy yo sólo de decírtelo.
Yulia me devuelve la sonrisa y se retira el pelo de cara.
—Tu nombre completo es elena sergeyevna katina. Tienes veinticinco años, un padre, una hermana y una sobrina. Por lo que he visto no tienes novia, pero sí mujeres que te desean. Sé dónde vives y dónde trabajas. Tus teléfonos. Sé que conduces muy bien un Ferrari, que te gusta cantar, y que no te da vergüenza hacerlo delante de mí, y hoy he sabido que eres entrenadora de fútbol. Te gustan las fresas, el chocolate, la Coca-Cola, las chuches y el fútbol y, si te pones nerviosa, te salen ronchas en el cuello y te puede dar ¡el nervio! —Sonrío—. Por la manera en que tratabas a tu mascota sé que amas a los animales y que eres amiga de tus amigos. Eres curiosa y cabezona, a veces en exceso, y eso me saca de mis casillas, pero también eres la mujer más sexy y desconcertante con la que me he encontrado en la vida y reconozco que eso me gusta. De momento, eso es lo que sé de ti y me vale. ¡Ah! Y a partir de ahora prometo consultar contigo todo lo referente al sexo y nuestros juegos. Y ahora que me has liberado de mi promesa, te besaré y te tocaré.
—¡Bien! —afirmo levantando los brazos.
—Y una vez solucionado ese tema necesito que aceptes la proposición que te hice para conocerte mejor y para que me acompañes durante el tiempo que esté en España —añade—. Esta semana viajaremos a Barcelona. Tengo dos importantes reuniones el jueves y el viernes. El fin de semana lo dedicaremos, si tú quieres, al sexo. ¿Te parece?
—Tu nombre es Yulia Volkova —respondo, sin importarme su frialdad—. Eres alemána y mitad Rusa y tu padre…
Pero ella tuerce el gesto e interrumpe mi discurso.
—Como favor personal, te pediría que nunca menciones a mi padre. Ahora puedes continuar.
Esa orden me deja cortada, pero sigo:
—Eres una mandona patológica y no sé nada más de ti, excepto que te gusta el morbo y jugar con el sexo. Aun así, me gustaría conocerte un poco más.
Siento su mirada penetrarme. Me traspasa y sé que tiene una lucha interna por abrirse a mí o continuar como estamos. Entonces se levanta y tira de mí. Me besa y yo le correspondo. ¡Dios, cuánto la echaba de menos! Pocos segundos después, separa su boca de la mía.
—Mi madre es Rusa, por eso hablo tan bien el Ruso. Duermo poco desde hace años. Tengo treinta y un años. No estoy casada ni comprometida. De momento, poco más te puedo decir.
Emocionada por aquella pequeñísima confidencia, sonrío y, feliz como si me hubiera tocado la Bonoloto, añado haciéndolo reír:
—señorita Volkova, acepto su proposición. Ya tiene acompañante.

Mi jefa se vuelve loca cuando Yulia la informa de que yo la acompañaré en su viaje a las delegaciones. Vlad se alegra de no ser él. Mi jefa intenta convencerla de mil formas para que yo no la acompañe. Argumenta cosas como mi falta de experiencia o mi poco tiempo en la empresa, pero al final desiste. Yulia manda y ella debe aceptarlo. ¡Toma ya!
Llamo a mi padre el miércoles y le explico mi retraso de las vacaciones por el viaje. Le parece bien y me anima a hacer un buen trabajo. Si él supiera el trasfondo de todo, me metía en una caja y la embalaba para que no pudiera salir. Mi hermana, en cambio, se enfada conmigo. Marcharme durante varias semanas fuera de Madrid para ella es desquiciante. ¿A quién le va a explicar sus problemas?
El jueves, Yulia pasa a recogerme con su chófer a las seis de la mañana. Viajamos en su avión privado y tanto lujo me escandaliza. Parece que acabo de salir del pueblo. Miro todo con tanta curiosidad, que creo que Yulia hace esfuerzos por no reír.
Cuando llegamos a Barcelona, un coche nos recoge en el aeropuerto del Prat y nos lleva directas al hotel Arts. ¡Casi nada! Lo mejorcito de la ciudad. Allí nos alojamos en la última planta en dos suites. Ha cumplido su promesa: habitaciones separadas. Cuando el botones cierra la puerta tras de mí y me quedo en medio de aquella enorme habitación, miro a mi alrededor. Todo es grande, espacioso. Y lo mejor, hay unos grandes ventanales que me permiten ver el mar.
Alucinada por el lujo que me rodea, suelto mi maleta y me acerco a la ventana. ¡Increíble! Tras disfrutar durante un rato del paisaje, comienzo a buscar y a curiosear. Abro la nevera y veo chocolate. Me lanzo a por él. Cuando descubro la zona de mi habitación donde se encuentra la cama, un silbido de camionero sale de mí. ¡Es preciosa! Grandes ventanales que dan al mar y moqueta violeta a juego con un diván precioso. La cama es enorme y me tiro en plancha sobre ella. ¡Qué pasada! El baño es otra maravilla. Madera clara y una bañera rodeada por espejos. ¡Morboso!
Al salir del baño, el teléfono suena. Es Yulia.
—¿Qué tal tu suite?
—Alucinante. Enorme. Es como cinco veces mi casa —me mofo.
Oigo cómo ríe al otro lado de la línea.
—En media hora te espero en recepción —me dice—. No olvides los documentos.
Llego a recepción puntual y veo a Yulia hablando con una mujer. Alta, glamurosa y rubia. Rubísima. Cuando ella me ve, me invita a acercarme a ellos y nos presenta:
—Amanda, ella es mi secretaria, la señorita Katina.
La tal Amanda me hace un escaneo en profundidad y me da mal rollito, pero, en un gesto de profesionalidad, las dos nos damos la mano y Yulia añade en alemán:
—Señorita Katina, la señorita Fisher ha venido desde Berlín. Ella estará unos días con nosotros. Amanda es la encargada de ver si podemos suministrar nuestro medicamento en el Reino Unido.
Sonríe mientras la rubia de piernas largas mueve su cabeza en gesto afirmativo. Sin embargo, percibo algo raro en su mirada. No sé lo que es, pero no me gusta. Un hombre se acerca a nosotros y nos indica que nuestro vehículo nos espera. Los tres caminamos hacia una enorme limusina negra. Yulia se sienta junto a aquella mujer y se olvida de mí. Eso me inquieta. Pero lo que más me molesta es percibir que entre ellas hubo o hay algo. Me lo dicen las miradas de la rubia. De todas formas, como soy una profesional, mantengo la compostura mientras miro por la ventanilla e intento pensar en mis cosas.
Cuando llegamos a las oficinas centrales de Barcelona, nos recibe el jefe de la delegación, Xavi Dumas. Nada más verme, me sonríe, y luego saluda a la jefaza y a Amanda.
—Hola, Elena —se dirige a mí, después de saludarlos—. ¡Qué alegría volver a verte!
—Lo mismo digo, señor Dumas.
Seguidamente, me saluda Jimena, su secretaria.
—Len, ¿por qué no me has dicho que venías?
—Porque hasta ayer no sabía que tendría que venir —respondo mientras la abrazo.
Jimena, con el gesto divertido, observa a yulia, para luego mirarme a mí con picardía.
—Vaya, vaya, con la jefaza alemana… ¡Está potentóna!
Ambas nos reímos, pero nos dirigimos sin demora hacia una salita que ella me indica.
Instantes después, varios directivos, entre los que se encuentran Yulia y Amanda, entran en la estancia. Es una sala rectangular de paneles oscuros y una cristalera que da a un monte. En el centro de la estancia hay una larga mesa con varias sillas y, en un lateral, varias mesitas más pequeñas. Me siento a una de esas mesitas y Yulia preside la mesa justo frente a mí. Su mirada implacable me hace recordar el mote que le puso Vlad: Icegirl. Al recordarlo, no puedo evitar sonreír.
La reunión comienza y Jimena, avisada por su jefe, se levanta de mi lado y se sienta a la mesa. Su jefe quiere que ella traduzca todo lo que él vaya diciendo para la tal Amanda. Atiendo a lo que dicen y observo que Jimena es una excelente traductora. Pero ocurre algo que me sorprende. En un momento dado, el señor Dumas menciona al padre de Yulia y ésta, muy seria pero también muy educadamente, le pide que no vuelva a nombrarlo. ¿Qué habrá pasado entre padre e hija? Una hora después, mientras la reunión continúa su curso, recibo un mensaje en mi portátil.
De: Yulia Volkova
Fecha: 5 de julio de 2012 10.38
Para: Elena Katina
Asunto: Tu boca
Querida señorita Katina, ¿le ocurre algo? Su boca la delata.
PS: Es usted la mujer más sexy de la reunión.
Yulia Volkova
Sin mover mi cabeza, la observo a través de mis pestañas. ¿Tendrá morro? Lleva ignorándome desde que aparecí en la recepción del hotel y ahora me viene con ésas. Así que decido responderle el correo.
De: Elena Katina
Fecha: 5 de julio de 2012 10.39
Para: Yulia Volkova
Asunto: Estoy trabajando
Estimada señorita Volkova, le agradecería que me dejara trabajar.
Elena Katina
Sé que lo recibe. La veo mirar con interés a la pantalla y cómo se curva la comisura de sus labios. Al cabo de pocos segundos, teclea de nuevo y yo recibo otro correo.
De: Yulia Volkova
Fecha: 5 de julio de 2012 10.41
Para: Elena Katina
Asunto: ¿Enfadada?
Sus palabras me desconcentran, ¿está enfadada por algo?
PS: Ese traje le sienta fenomenal.
Yulia Volkova
Me muevo en mi silla, incómoda. ¿Tanto se me nota? Intento sonreír, avergonzada, pero mi boca se niega. Durante unos minutos atiendo a la reunión hasta que mi ordenador me indica que he recibido otro mensaje.
De: Yulia Volkova
Fecha: 5 de julio de 2012 10.46
Para: Elena Katina
Asunto: Usted decide
Le advierto, señorita Katina, que si no contesta a mi correo en cinco minutos, pararé la reunión.
PS: ¡Lleva tanga bajo la falda!
Yulia Volkova
Al leer aquello, abro los ojos como platos, aunque intento mantener la calma. Se está tirando un farol. Le encanta picarme. Sonrío y la reto con la mirada. Ella no sonríe. El tiempo pasa y yo me relajo. La veo mirar su ordenador e imagino que está escribiéndome otro correo cuando de repente interrumpe la reunión:
—Señores, acabo de recibir un correo que he de responder de inmediato. Un contratiempo y les pido disculpas por ello. —Y, levantándose, añade—: ¿Serían todos tan amables de dejarnos a solas unos minutos a mi secretaria y a mí? Y, por favor, por nada del mundo quiero que nos interrumpan. Mi secretaria los avisará cuando hayamos acabado.
Me quiero morir.
¿Está loca?
Abro los ojos tanto como me es posible y veo que todos los directivos recogen sus carpetas y se marchan. Jimena me guiña un ojo y sigue a su jefe. La última en abandonar la sala es la tal Amanda. Me mira con cara de perro y, tras decirle a Yulia en alemán «Estaré fuera», cierra la puerta tras de sí.
Todavía sentada en mi silla la miro sin comprender nada. Yulia cierra su portátil, se repanchinga en su silla y clava su mirada en la mía.
—Señorita Katina, venga aquí.
Me levanto como un resorte y me dirijo hacia ella, gesticulando por la sorpresa.
—Pero… Pero ¿cómo has podido hacerlo?
Me mira, sonríe y no contesta.
—¿Cómo has podido parar una reunión? —insisto.
—Te di cinco minutos.
—Pero…
—La reunión la has parado tú —me contesta.
—¡¿Yo?!
Yulia responde afirmativamente y, justo cuando me paro frente a ella, me coge de la mano y, aún sentada, me coloca entre sus piernas. Luego me empuja y me hace sentar sobre la mesa. Ante ella. Acalorada, miro a mi alrededor en busca de cámaras cuando ella dice:
—La habitación no tiene cámaras pero no está insonorizada. Si gritas, todos sabrán lo que ocurre.
Voy a protestar, ya que a cada instante que pasa me encuentro más alucinada, cuando Yulia se acerca a mí y hace eso que tan loca me vuelve. Saca su lengua, la pasa por mi labio superior. Me mira. Después vuelve a pasarla por mi labio inferior, me lo muerde hasta que yo abro la boca y finalmente me besa. Me succiona la boca de tal manera que me deja sin aliento y, como siempre, caigo a sus pies. Me tumba en la mesa y me sube la falda. Sus manos ascienden lentamente por mis muslos hasta que siento que llegan a mis caderas. Entonces agarra el tanga y me lo quita.
—Mmmm… Me alegra saber que llevas tanga.
Disfruto el momento y entro como una loba en el juego.
Me paso la lengua por los labios y quiero gritar «¡¡¡Sí!!!». Mi gesto la estimula y enloquece. Abro mis piernas con descaro pidiéndole más y ella levanta la cabeza, sin mover el resto de su cuerpo.
—¿Llevas en el bolso lo que te dije que debías llevar siempre?
Cierro los ojos y maldigo con frustración.
—Me lo he dejado en el hotel.
Mi reacción la hace sonreír. Me incorpora de la mesa sin apenas tocarme, a excepción de la cara interna de mis muslos.
—Lo siento, pequeña. Estoy segura de que la próxima vez no lo olvidarás.
La miro, bloqueada.
¿Me va a dejar así?
Me da un azote en el trasero cuando me bajo de la mesa.
—Señorita Katina, debemos continuar con la reunión. Y, por favor, no vuelva a interrumpirla.
Siento las mejillas arreboladas y el deseo por todo lo alto mientras ella es la Reina del control. Eso me encoleriza. Lo sabe. Me agarra de la mano y me acerca a ella en un gesto posesivo.
—En cuanto terminemos la reunión te quiero desnuda en el hotel. De momento, me quedo con tu tanga.
—¡¿Cómo?!
—Lo que oyes.
—Ni hablar. Devuélvemelo.
—No.
—Yulia, por favor. ¿Cómo voy a estar sin tanga?
Se levanta. Sonríe con malicia y se encoge de hombros.
—Muy fácil. ¡Estando!
Me coloca bien la falda. Me empuja hacia la puerta e insiste.
—Vamos. Diles que entren. La reunión es importante.
Histérica y a punto de que me dé un «pumba», sólo puedo resoplar.
¿Cómo me puede estar pasando esto a mí?
Finalmente, cierro los ojos, camino con seguridad hacia la puerta y antes de abrir me vuelvo hacia ella.
—Ésta me la pagas.
Yulia ni se inmuta.
Un minuto después, la reunión continúa y todo vuelve a la normalidad. Todo, excepto que no llevo tanga.
La reunión se alarga más de lo esperado y no salimos de las oficinas hasta las ocho y media de la tarde. El rostro de Yulia es serio. La tal Amanda, para mi gusto, es una tocapelotas, no ha hecho más que poner impedimentos a todo lo que se hablaba.
Nos montamos en la limusina, con Amanda. Durante el trayecto, Yulia va parapetada tras una máscara de hostilidad que no me gusta y me pide varios papeles. Se los entrego. Ella y Amanda los miran mientras hablan sin parar.
Cuando llegamos al hotel deseo correr a la habitación y desnudarme como ella me ha pedido. No he podido parar de pensar en ello. Yulia y yo. Yulia sobre mí. Yulia poseyéndome. Pero mi gozo se va a un pozo cuando le oigo decir:
—Señorita Katina, ¿le apetece cenar con Amanda y conmigo?
Eso me paraliza. Aquella pregunta, en realidad, debería ser: «Amanda, ¿le apetece cenar con la señorita Katina y conmigo?».
Siento que la furia se concentra en mi estómago. Ardo por dentro. Aunque, esta vez, mi ardor nada tiene que ver con el deseo. Percibo la mirada de aquella mujer sobre mí. En el fondo, le joroba tanto como a mí compartir la compañía de Yulia.
—Muchas gracias por la invitación, señorita Volkova —respondo, dispuesta a darle el gusto—, pero tengo otros planes.
Para no variar, Yulia pone cara de sorpresa. Por su mirada, sé que esperaba cualquier otra contestación menos aquélla. ¡Eso por listilla! Doy las buenas noches y me marcho. Siento la mirada de Yulia en mi espalda pero continúo mi camino. ¡Para chula, yo! Cuando llego al ascensor y las puertas se cierran consigo respirar. Y cuando entro en mi habitación grito frustrada.
—¡Imbécil! Eres una imbécil.
Irascible hasta con el aire que me roza, me dirijo hacia el baño. Miro la bañera pero finalmente decido darme una ducha. No quiero pensar en Yulia, ¡que le den! Salgo de la ducha. Me seco el pelo y me obligo a ser la tía con carácter que siempre he sido. Suena el teléfono de la habitación. No lo cojo. Abro rápidamente mi móvil. Tres llamadas perdidas de mi hermana. ¡Qué pesadilla! Decido llamarla en otro momento y telefoneo a una amiga de Barcelona. Como es de esperar, se vuelve loca al saber que estoy en la ciudad y quedo con ella. Apago el móvil. Nadie me va a chafar mi alegría, y menos Yulia.
Así que ansiosa por salir de allí lo antes posible sin ser vista, me pongo un vestido corto de estilo ibicenco y unas sandalias de tacón. Hace un calor horroroso y ese vestido liviano me viene de perlas. Cuando estoy preparada cojo el bolso. Abro la puerta con cuidado y miro el pasillo. No hay moros en la costa y salgo. Pero sé que Yulia está en la suite de al lado y en vez de esperar el ascensor me escabullo por la escalera. Bajo cinco tramos y finalmente cojo el ascensor.
Sonrío por mi proeza y cuando llego a recepción y salgo por las puertas del hotel Arts, casi doy saltos de alegría. Pero ésta dura poco. De pronto soy consciente de que he dejado vía libre a esa loba de Amanda y la mala leche se instala de nuevo en mí.
Cojo un taxi y le doy la dirección. Mi amiga Miriam me espera allí. Cuando llego al lugar, rápidamente la veo. Está guapísima y rápidamente nos fundimos en un sincero abrazo. Miriam y yo somos amigas de toda la vida. Mi madre era catalana y, hasta que murió, íbamos todos los veranos a Hospitalet.
—Dios, nena ¡qué guapa estás! —me grita.
Tras una enorme tanda de besos, abrazos y piropos, cogidas del brazo nos encaminamos hacia el puerto. Miriam sabe que me gusta la pizza y vamos a un restaurante que sabe que me encantará. Para no perder la costumbre, comemos de todo, regado con litros de Coca-Cola y no paramos de cotorrear durante horas. Sobre las dos de la madrugada estoy cansada y quiero regresar al hotel. Nos despedimos y quedamos en llamarnos al día siguiente.
Feliz por la velada con Miriam regreso al hotel llena de energía. Miriam es tan positiva y tan vitalista que estar con ella siempre me llena de felicidad.
Cuando el taxi se detiene en la preciosa entrada del hotel Arts, pago al taxista, me despido de él y me bajo sin fijarme que una limusina blanca está parada a la derecha.
Camino con decisión hacia la puerta cuando oigo una voz detrás de mí:
—¡Elena!
Me doy la vuelta y el corazón me da un vuelco. En el interior de la limusina, por la ventanilla, veo el rostro pétreo de Yulia, alias Icegirl. Mi estómago se contrae. El rictus de su boca me hace saber que está enfadada y su mirada me lo ratifica. Intento que no me importe, pero es imposible. Esa mujer me importa. Con chulería camino hacia el coche lentamente. Noto que sus ojos me recorren entera, pero no se mueve. Cuando llego hasta ella, me agacho para mirar por la ventanilla abierta.
—¿Dónde estabas? —gruñe.
—Divirtiéndome.
Un incómodo silencio se cierne entre las dos, hasta que decido claudicar.
—¿Qué tal tu noche? ¿Lo has pasado bien con Amanda?
Yulia resopla. Sus ojos me fulminan.
—Deberías haberme dicho dónde estabas —gruñe de nuevo—. Te he llamado mil veces y…
—Señorita Volkova —la interrumpo y, con voz de pleitesía, añado educadamente—: Creo recordar que me dio la opción de decidir si quería o no cenar con usted y la señorita Amanda… ¿No lo recuerda?
No contesta.
—Simplemente decidí divertirme tanto o más que usted —continúa la arpía que hay en mí.
Eso la encoleriza. Lo veo en sus ojos. Miro su mano y me doy cuenta de que sus nudillos están blancos por la furia. De repente, abre la puerta de la limusina.
—Entra —exige.
Lo pienso unos segundos. Los suficientes como para cabrearlo más. Al final, decido entrar. En realidad, toda yo la está deseando. Cierro la puerta. Yulia me mira desafiante y, sin retirar su mirada de mí, toca un botón de la limusina.
—Arranque.
Noto que el coche se mueve.
—Para su información, señorita Katina —añade, con la mandíbula tensa—, la cena con la señorita Amanda fue una cena de compromiso y negocios. Y, como exige el protocolo, usted es la secretaria y a usted era a la que debía invitar a la cena, no a Amanda Fisher.
Muevo mi cabeza afirmativamente. Tiene razón. Lo sé, pero igualmente me cabrea. En algunas ocasiones no puedo evitar ser una bocazas, y ésta es una de ellas. Sin querer dar mi brazo a torcer, respondo:
—Espero que al menos lo haya pasado bien en su compañía.
La mirada de Yulia me abrasa, mientras ella se mantiene a escasos centímetros de mí, sin acercarse. Su perfume embriaga todos mis sentidos y cientos de maripositas comienzan a aletear en mi bajo vientre.
—Le aseguro, me crea o no, que hubiera disfrutado más de su compañía. Y antes de que siga comportándose como una niña malcriada, exijo saber con quién ha estado y dónde. Llevo horas esperando su regreso, sentada en esta limusina, y quiero una explicación.
Eso me saca de mi mutismo de indiferencia.
—¿En serio llevas horas esperándome a la puerta del hotel?
—Sí.
Mi parte de princesa que aún cree en los cuentos de hadas salta de alegría. ¡Me ha estado esperando!
—Yulia, qué mona eres —murmuro, con voz dulce—. Lo siento. Yo creía que…
Noto que sus hombros se relajan.
—Vaya… —me pregunta, sin variar su duro tono de voz—. ¿Vuelvo a ser Yulia, señorita Katina?
Eso me hace sonreír. Ella no mueve ni un músculo. ¡Ay, mi Icegirl! Y, como ya me ha tocado la fibra tontorrona, me acerco más a ella. Siento que su cara se normaliza.
—Yulia… lo siento.
—No lo sientas. Procura comportarte como un adulto. No creo pedir tanto.
Vale. Me acaba de llamar niñata.
En otras circunstancias, me hubiera bajado del coche y le hubiera dado con la puerta en las narices, pero no puedo. Su magia ya me ha hechizado. Sigue sin mirarme, pero yo no desisto.
—Llevo todo el día pensando en desnudarme para ti. Y cuando me dijiste eso de la cena con Amanda yo…
No me deja terminar la frase. Clava sus ojazos en mí y me interrumpe:
—Este viaje es fundamentalmente de trabajo. ¿Acaso lo has olvidado?
La dureza con la que se dirige a mí rompe el encanto del momento y, con ello, mi tregua. Mi gesto cambia. Mi respiración se acelera y no puedo evitar sacar mi genio Ruso/Español.
—Sé muy bien que este viaje es de trabajo. Lo dejamos claro antes de salir de Madrid. Pero hoy tú has interrumpido una reunión, has echado a todos fuera de la sala y luego me has quitado el tanga. Tú qué te crees, ¿que yo soy de piedra? ¿O un juguete más de tus jueguecitos? —Como no responde, prosigo—: Vale, yo he aceptado este viaje. Yo tengo la culpa de verme en esta situación contigo y…
—¿Ahora llevas bragas o tanga?
La miro boquiabierta. ¿Se ha vuelto loca? Sorprendida por aquella pregunta, frunzo el ceño y me separo de ella.
—Bastante te importará a ti lo que llevo. —Pero mi genio revienta dentro de mí y le grito como una descosida—: ¡Por el amor de Dios! ¿Estamos discutiendo y tú me preguntas si llevo bragas o tanga?
—Sí.
Me niego a contestarle, enfurruñada. Tengo la sensación de que me va a volver loca.
—Aún no me has dicho con quién has estado esta noche y dónde.
Resoplo. Discutir con ella me agota.
Finalmente, me dejo caer en el respaldo del asiento del coche y me rindo.
—He cenado con mi amiga Miriam en el puerto y llevo bragas. ¿Algo más?
—¿Solas?
Por un instante tengo la intención de mentir y explicarle que he cenado con el equipo de rugby de la ciudad, pero no tengo ganas de malas interpretaciones.
—Pues sí. Solas. Cuando Miriam y yo nos juntamos, nos gusta hablar, hablar y hablar.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:47 pm

Mi contestación parece contentarla y veo que el rictus de su boca se suaviza. Me mira. La siento moverse en el asiento y acercarse a mí, como si quisiera besarme.
—Dame tus bragas —me dice.
—Pero bueno, ¿por qué te tengo que dar mis bragas? —protesto.
Yulia sonríe y me besa. ¡Por fin una tregua! Después de besarme se separa de mí.
—Porque la última vez que estuve contigo no las llevabas y no te he dado permiso para que te las pongas.
—Vaya. Entonces, ¿me estás diciendo que debería haber salido por Barcelona sin bragas? —Veo que mi broma no le hace gracia, y murmuro, quitándomelas con rapidez—: Toma las puñeteras bragas.
Las coge con sus manos y se las mete en el bolsillo del pantalón de lino que lleva. Está guapísima con ese pantalón ancho y la camiseta azulona. Me mira mis piernas. Las toca y su mirada sube hacia mis pechos.
—Veo que no llevas sujetador.
—No. Con este vestido no me hace falta.
Asiente. Me toca los pechos por encima del vestido.
—Siéntate frente a mí.
Sin rechistar me cambio de asiento y quedo frente a ella. Alarga la mano y toca mis piernas.
—Me encanta tu suavidad.
Mi corto vestido me llega hasta los muslos y ella lo sube unos centímetros más. Luego me hace abrir las rodillas.
—Excelente y tentador.
Noto que comienzo a respirar más fuerte. Voy a cerrar las piernas pero ella no me deja.
—Mantenlas abiertas para mí.
Siento que se avecina sexo y me desconcierta no saber cuándo, ni cómo. Pero toda yo comienzo a excitarme. La deseo.
El coche se detiene. Yulia me baja el vestido y, dos segundos después, la puerta se abre. Estamos ante un local de copas cuyo letrero reza «Chaining».
Yulia me da la mano para bajar de la limusina y el aire se enreda entre mis piernas. Me estremezco. Mi vestido es muy corto y sin bragas me siento casi desnuda. Yulia me pone una mano en la espalda y el portero del local abre la puerta. Yulia le dice algo y éste nos deja pasar.
Una vez en el interior, la música y el murmullo de la gente nos envuelve. Noto la mano de Yulia sobre mi trasero y eso vuelve a excitarme. Me guía hasta la barra y allí pedimos algo de beber. El camarero le pone a ella un whisky solo y a mí un ron con Coca-Cola. Le doy un enorme trago. Estoy sedienta. Miro a mi alrededor, movida por la curiosidad, y veo cómo la gente habla y ríe animada, cuando siento que se acerca a mi oído.
—Tu mal comportamiento de esta noche conlleva un castigo.
La miro, sorprendida.
—Señorita Volkova, me gustas mucho pero como se te ocurra tocarme un pelo de una forma que yo considere ofensiva, te aseguro que lo pagarás.
Con su superioridad de siempre sonríe. Da un trago a su copa, se acerca hasta mi cara y murmura poniéndome la carne de gallina:
—Pequeña, mis castigos nada tienen que ver con lo que estás suponiendo. Recuérdalo.
Sin dejar de mirarnos bebemos de nuestras copas y mi sed, unida a mis nervios, me lleva a acabar rápidamente con mi bebida. Yulia, al ver aquello me coge la cabeza y me besa con posesión. Me enloquece y cuando abandona mi boca murmura:
—Sígueme.
La sigo, encantada, mientras ella abre camino y no permite que nadie me roce. Su protección me encanta. Es excitante. Segundos después entramos en otra sala. Ésta está menos concurrida. La música no está tan alta y la gente parece más tranquila. De nuevo, nos acercamos a la barra. Esta vez nos colocamos en una esquina y ella vuelve a pedir las mismas bebidas de antes. El camarero las prepara y las deja enfrente de nosotras, y junto a ellas deposita una especie de cubitera con agua y unas servilletas de lino. Yulia coge un taburete alto y me invita a sentarme. Encantada, lo hago. Mis zapatos ya comienzan a atormentar mis pies.
Al sentarme, cruzo mis piernas.
Me da pánico que vean que no llevo bragas. Yulia me abraza. Coloca sus manos sobre mi cintura y yo se las pongo alrededor del cuello. Momento romántico. Esta vez soy yo quien acerca mi boca a la de ella, saco mi lengua. Le chupo el labio superior pero, cuando voy a hacer lo mismo en su labio inferior, sube su mano de mi cintura a mi nuca y me besa de nuevo con posesión. Mete su lengua en mi boca y la asalta con auténtica pasión, lo que hace que vuelva a sentirme como si fuera de plastilina entre sus brazos.
—Abre tus piernas para mí, Len.
La miro unos segundos y, después, lanzo una mirada a mi alrededor.
Calibro que la oscuridad del lugar y la posición al final de la barra no dejarán ver que no llevo bragas, aunque abra mis piernas. Sonrío. Descruzo mis piernas y, sin dejar de mirarla, hago lo que me pide y apoyo los tacones en la barra del taburete.
—Tranquila, pequeña. Estamos en un club de intercambio de sexo y aquí todo el mundo ha venido a lo mismo.
Eso me asusta.
¿Un club de intercambio de sexo?
Me paralizo.
Horror, pavor y estupor. Yulia gira mi taburete y me hace mirar a la gente que hay a nuestro alrededor. De pronto soy consciente de que, en la barra, varias Mujeres de distintas edades nos miran. Nos observan.
—Todas ellas están deseando meter la mano bajo tu corto vestidito —susurra Yulia en mi oído—. Sus gestos me demuestran que se mueren por chuparte los pezones, desnudarte y, si yo les dejo, tocarte hasta que te corras. ¿No ves su cara? Están excitadas y desean atrapar tu clítoris entre sus dientes para hacerte chillar de placer.
Mi pulso se acelera.
¡Estoy cardíaca!
Nunca he hecho nada parecido, pero me excita. Me excita mucho. Mi respiración se entrecorta. Imaginar lo que Yulia me está narrando me hace tener calor. Mucho calor. Intento dar la vuelta al taburete, pero Yulia lo mantiene quieto.
—Dijiste que querías que te contara todo lo que me gusta, pequeña, y lo que me gusta es esto. El morbo. Estamos en un club privado de sexo donde la gente folla y se deja llevar por sus apetencias. Aquí la gente se desinhibe de todo y solamente piensa en el placer y en jugar.
Siento que el cuello me pica… ¡Los ronchones!
Pero Yulia se da cuenta, me sujeta las manos y me sopla.
—En lugares como éste —continúa—, la gente ofrece su cuerpo y su placer a cambio de nada. Hay parejas que hacen intercambio, otras que buscan un tercero para hacer un trío y otras que, simplemente, se unen a una orgía. En este local hay varios ambientes y ahora estamos en la antesala del juego. Aquí uno decide si quiere jugar o no y, sobre todo, elige con quién.
Yulia gira el taburete. Me mira a la cara y añade sin cambiar su gesto:
—Len, estoy como loca por jugar. Me explota la entrepierna y me muero por follarte. Somos una pareja y podemos traspasar la puerta del fondo del club.
Mi boca está seca. Pastosa. Cojo la copa y le doy un buen trago.
—Tú ya has estado aquí, ¿verdad?
—Sí, en este local y en otros parecidos. Ya sabes que me gusta el sexo, el morbo y las mujeres.
Muevo mi cabeza en un gesto afirmativo. Nos quedamos en silencio unos breves segundos.
—¿Qué hay tras esa puerta?
—Una sala oscura donde la gente toca y es tocada sin saber por quién. Después hay una pequeña sala con sillones separada por cortinajes negros para quienes no quieren llegar hasta las camas, dos jacuzzis, varias habitaciones privadas para que folles con quien quieras sin ser visto y una habitación grande con varias camas a la vista de todos junto al segundo jacuzzi, donde todo el que quiera se puede unir a la orgía.
Siento que las piernas me tiemblan. ¿Dónde me ha metido está loca?
Me alegro de estar sentada o me caería al suelo. Yulia se da cuenta de mi estado y me aprieta contra ella.
—Pequeña… nunca haré nada que tú no apruebes antes. Pero quiero que sepas que tu juego es mi juego. Tu placer es el mío y tú y yo somos las únicas dueñas de nuestros cuerpos.
—Qué poética —consigo decir.
Yulia bebe de su copa con tranquilidad mientras siento que mi corazón bombea exageradamente. Todo aquello es un mundo extraño para mí, pero me doy cuenta de que no me asusta, sino que me atrae.
—Escucha, Len. Entre nosotras, cuando estemos en lugares como éste o acompañadas de gente entre cuatro paredes habrá dos condiciones. La primera, nuestros besos son sólo para nosotras, ¿te parece bien?
—Sí.
Eso me alegra. Odio que bese a otra y luego me bese a mí.
—Y la segunda es el respeto. Si algo te incomoda o me incomoda debemos decirlo. Si no quieres que alguien te toque, te penetre o te chupe, debes decírmelo y yo rápidamente lo pararé y viceversa, ¿de acuerdo?
—Vale —y en un hilo de voz murmuro—: Yulia… yo… yo no estoy preparada para nada de lo que has dicho.
Veo que sonríe y me hace un gesto comprensivo con la cabeza.
Después mete su mano entre mis piernas, la pasa por mi mojada vagina y musita:
—Estás preparada, deseosa y húmeda. Pero tranquila, sólo haremos lo que tú quieras. Como si sólo quieres mirar. Eso sí, cuando lleguemos al hotel te follaré porque estoy a punto de explotar.
El calor que siento en mi rostro y en mi cuerpo es terrible.
¡Voy a estallar!
Yulia está muy caliente y siento cómo sigue paseando su mano entre mis muslos y pone la palma de su mano en mi vagina.
—Estás empapada… jugosa… receptiva. ¿Te excita estar aquí?
Negarlo es una tontería y asiento:
—Sí. Pero lo que más me excita son las cosas que dices.
—Mmmmm… ¿te excita lo que digo?
—Mucho.
—Eso significa que estás dispuesta a acceder a todos mis juegos y caprichos y eso me gusta. Me enloquece.
Noto que su mano presiona mi vagina.
Inconscientemente suelto un gemido.
Con su otra mano libre, Yulia coge la mía y la pone sobre su erección. Toco por encima del pantalón y toda yo me derrito. Está dura. Increíblemente dura. Me besa. Me succiona los labios.
—Voy a dar la vuelta al taburete para mostrarte a esas mujeres y hombres—dice, a escasos centímetros de mi cara, cuando se separa de mí—. No cierres los muslos y no te bajes el vestido.
Me abraso. Me quemo. Me acaloro.
Y, cuando Yulia hace lo que dice y quedo abierta de piernas ante ellos, una explosión salvaje toma mi interior y respiro agitadamente.
Tres hombres y cuatro mujeres me observan. Me comen con sus ojos. Sus miradas suben de mis muslos a mi vagina y noto su excitación. Desean poseerme y en cierto modo lo hacen con la mirada. Anhelan tocarme. De pronto, contra todo pronóstico, me siento explosiva y perversa y mis pezones se ponen duros como piedras mientras continúo con las piernas separadas enseñándoles mi intimidad.
Yulia, desde detrás, pega su mejilla a la mía y noto que sonríe.
Comienza a pasar sus manos por mis muslos y me los abre más. Me expone más a ellos. Pasa su dedo por mi hendidura, mete un dedo delante de ellos y después lo saca y lo lleva a mi boca. Lo chupo y, como una vampiresa del cine porno, me relamo mientras observo las miradas perversas de ellos. En ese instante, Yulia gira rápidamente el taburete y me mira a los ojos.
—¿Te gusta la sensación de ser mirada?
Asiento. Ella asiente también.
—¿Te gustaría que uno o varios de esos tipos y yo nos metiéramos en un reservado contigo y te desnudáramos? —Me acelero y Yulia continúa—: Te abriría las piernas y te ofrecería a ellos. Te chuparán y tocarán mientras yo te sujeto y…
Mi vagina se contrae y vuelvo a asentir.
Cierro los ojos. Sólo de escuchar sus palabras ya me encuentro al borde del orgasmo. Quiero hacer todo lo que dice. Quiero jugar con ella a lo que desee. Estoy tan caliente que me siento dispuesta a hacer cualquier cosa que quiera que haga, porque, una vez más, Yulia puede con mi voluntad.
Me besa mientras siento la mirada de ellos en mi espalda. Yulia se recrea en ello. Me introduce un dedo en la vagina. Luego dos y comienza a moverlos en mi interior. Abro más las piernas y me muevo a sabiendas de que ellos observan lo que hago. Quiero más. Ardo. Me inflamo y, cuando estoy a punto del orgasmo, Yulia se detiene.
—Mi castigo por tu comportamiento de hoy será que no harás nada de lo propuesto. Nadie te tocará. Yo no te follaré y ahora mismo nos vamos a ir al hotel. Mañana, si te portas bien, quizá te levante el castigo.
Abrasada por el momento, apenas puedo dejar de jadear, mientras la indignación comienza a crecer en mí.
¿Por qué me hace eso?
¿Por qué me lleva a esos límites para luego dejarme así?
¿Por qué es tan cruel?
Yulia me baja el vestido, coge una de las toallitas de hilo que están en la barra y se seca las manos. Icegirl ha vuelto. Me invita a bajar del taburete y me arrastra hacia el exterior del local.
La limusina llega inmediatamente y nos montamos. Hacemos todo el trayecto hasta el hotel sin hablar. Yulia no me mira. Sólo mira por la ventanilla y veo que su mandíbula está tensa. Acalorada y enfadada por lo ocurrido, no sé qué pensar. No sé qué decir. He estado a punto de hacer algo que nunca había pasado por mi mente y ahora me siento defraudada por no haberlo hecho.
Cuando llegamos al hotel, Yulia me acompaña hasta mi suite. Quiero invitarla a entrar. Quiero que me haga lo que lleva diciéndome toda la noche. La necesito. Pero no se acerca a mí. En cuanto entro en la habitación, sin traspasar el límite de la puerta, ella me mira y dice antes de cerrar:
—Buenas noches, Len. Que duermas bien.
Cierra la puerta. Se va y yo me quedo como una imbécil, excitada, frustrada y enfadada.

Cuando suena mi despertador, quiero morir.
Estoy cansada. Apenas he dormido pensando en lo ocurrido en aquel bar. Las palabras de Yulia, su mirada y cómo aquellas personas me deseaban me impedían dormir. Al final, sobre las cuatro de la madrugada saqué el vibrador de la maleta y, tras jugar un poco con él, conseguí apagar mi fuego interno.
Como el día anterior, Amanda, Yulia y yo salimos del hotel y el chófer nos llevó hasta las oficinas para proseguir la reunión. Hoy me he puesto pantalones. No quiero que vuelva a ocurrir lo del día anterior. Nada más verme, Yulia ha paseado su mirada por mi cuerpo y, aunque sólo me ha dicho «Buenos días», por su tono intuyo que ya no está enfadada.
Durante horas, mientras escucho atenta la reunión, mi mirada y la de Yulia se encuentran en varias ocasiones. Hoy no me manda ningún correo, ni interrumpe la reunión. Se lo agradezco. Quiero ser profesional en mi trabajo.
A las siete, cuando llegamos al hotel, me despido de ella y de Amanda y subo a mi habitación. Estoy muerta de calor. Alguien llama a mi puerta. Abro y no me sorprendo cuando veo a Yulia. Su mirada es decidida. Entra y cierra la puerta, se quita la chaqueta y la tira al suelo, se deshace el nudo de la corbata y después me coge entre sus brazos, y camina hacia el dormitorio con el morbo instalado en su mirada.
—Dios, pequeña… Te deseo.
No hace falta decir nada más. El deseo es mutuo y la noche, larga y perfecta.
Cuando me despierto a las seis de la mañana, Yulia no está. Se ha ido de mi cama, pero como estoy tan agotada por nuestro maratón de sexo vuelvo a dormirme.
Sobre las diez de la mañana, el sonido de mi móvil me despierta. Rápidamente lo cojo y leo un mensaje de Yulia: «Despierta».
Salto de la cama y me doy una ducha. Es sábado. Hoy no tenemos ninguna reunión y quiero pasar el máximo de tiempo con ella. Cuando salgo de la ducha vestida sólo con la toalla, alguien llama a mi puerta. Abro y me encuentro a un magnífico Yulia vestida con unos vaqueros de cinturilla baja y una camisa blanca abierta. Su aspecto es tentador y salvaje. Terriblemente apetecible.
¡Vaya, qué buena está!
—Buenos días, pequeña.
—¡Buenas!
La miro, como si fuera una colegiala.
—¿Te apetece pasar el día conmigo? —me comenta.
Su pregunta me sorprende. Por una vez, no está dando nada por hecho.
—Por supuesto que sí.
—¡Genial! Te voy a llevar a comer a un sitio precioso. Coge el bañador.
Sonrío afirmativamente y ella entra en la suite.
—Ve a vestirte o al final mi comida serás tú —murmura con voz ronca.
Divertida por sus palabras, corro hacia el dormitorio. Cuando entro, oigo una canción en la radio que me encanta y canto mientras me visto:
Muero por tus besos, por tu ingrata sonrisa.
Por tus bellas caricias, eres tú mi alegría.
Pido que no me falles, que nunca te me vayas
Y que nunca te olvides, que soy yo quien te ama.
Que soy yo quien te espera, que soy yo quien te llora,
Que soy yo quien te anhela los minutos y horas…
Me muero por besarte, dormirme en tu boca
Me muero por decirte que el mundo se equivoca…
Cuando me doy la vuelta, Yulia está apoyada en el quicio de la puerta, observándome.
—¿Qué cantas?
—¿No conoces esta canción?
—No. ¿Quién canta?
Termino de abrocharme el vaquero y añado:
—Un grupo llamado La Quinta Estación y la canción se llama Me muero.
Yulia se acerca. Me pongo el top lila, pero no puedo evitar sonreír, intuyo sus intenciones. Me coge de la cintura.
—La canción dice algo así como «me muero por besarte», ¿no?
Asiento como una boba. Pero qué tonta me pongo con ella…
—Pues eso mismo me pasa a mí en este momento, pequeña.
Me coge entre sus brazos. Me aúpa y me besa. Me devora los labios con tal ímpetu que ya deseo que me desnude y prosiga devorándome. La canción continúa sonando, mientras me besa… me besa… me besa. Pero de pronto se detiene, me suelta y me da un azote divertido en el trasero.
—Termina de vestirte o no respondo de mí.
Me río y entro rápidamente en el baño para recogerme el pelo en una coleta alta. Cuando salgo, Yulia está apoyada en la cristalera mirando hacia el exterior. Su perfil es impresionante. Sexy. Cuando me ve aparecer, sonríe.
—¿Cómo lo haces para estar cada día más guapa?
Encantada por aquel piropo, le dedico una sonrisa. Ella se acerca a mí, me agarra del cuello y me besa. ¡Oh, sí! Finalmente, se separa de mí y me mira a los ojos.
—Salgamos de aquí antes de que te arranque la ropa, pequeña —murmura.
Entre risas llegamos a la recepción del hotel. No vuelve a tocarme ni a acercarse a mí más de lo necesario. Un joven recepcionista, al vernos, se acerca a nosotros y le entrega a Yulia unas llaves. Cuando se aleja miro el llavero, movida por la curiosidad.
—¿Lotus?
Yulia asiente y señala hacia la puerta del hotel donde veo aparcado un maravilloso deportivo naranja.
—¡Dios, un Lotus Elise 1600!
Yulia se sorprende.
—Señorita Katina, ¿además de entender de fútbol también entiende de coches?
—Mi padre tiene un taller de reparaciones de coches en Kazan —respondo, coqueta.
—¿Te gusta el coche?
—Pero ¿cómo no me va a gustar? ¡Es un Lotus!
—Me dejarás conducirlo, ¿verdad? —le pregunto, sin acercarme a ella, a pesar de que la estoy deseando.
Sin sonreír Yulia me mira… me mira… me mira y al final tira las llaves al aire y yo las cojo.
—Todo tuyo, pequeña.
Deseo tirarme a su cuello y besarla, pero me contengo. Al fondo veo a Amanda mirarnos con curiosidad y no quiero darle carnaza, aunque sé que ella está sacando sus propias conclusiones. ¡Que le den! Su cara lo dice todo y presiento que está muy… muy cabreada.
Yulia y yo salimos por la puerta del hotel y, en cuanto nos montamos en el coche y lo arranco, pongo la radio. La canción Kiss de Prince suena y yo muevo los hombros, encantada. Yulia me mira y pone los ojos en blanco. Divertida, sonrío por su gesto y, antes de que pueda decir nada, me pongo mis gafas de sol.
—Agárrate, nena.
El día se presenta fantástico. Conduzco un Lotus impresionante junto a una mujer más impresionante todavía. Cuando salimos de Barcelona en dirección a Tarragona me desvío por una carreterita. Yulia no mira.
—No sé si sabes que yo he veraneado en Barcelona muchos años —le informo.
—No. No lo sabía.
Siento la adrenalina a tope mientras conduzco.
—Te voy a llevar a un sitio donde se puede probar esta maravilla. Verás. ¡Vas a flipar!
Con su seriedad habitual, Yulia me mira y dice:
—Len… este camino no es para este coche.
—Tú tranquila.
—Vamos a pinchar, Len.
—¡Cállate, aguafiestas!
Mi adrenalina se revoluciona.
Continúo el camino y pasamos sobre varios charcos. El reluciente coche se embarra y Yulia me mira. Yo canturreo y hago como que no la estoy viendo. Sigo mi camino pero de pronto, ¡oh, oh! El coche me hace un movimiento extraño y presiento que hemos pinchado una rueda.
La adrenalina, la alegría y el buen humor se esfuman en décimas de segundos y maldigo en mi interior. Seguro que me dice que me lo avisó y tendré que asentir y callar. Disminuyo la velocidad y, cuando paro, me muerdo el labio y lo miro con cara de circunstancias.
—Creo que hemos pinchado.
El gesto de Yulia se descompone. Está claro que los imprevistos no le gustan. Estamos en medio de un camino a pleno sol a las doce de la mañana. Sin decir nada, sale del coche y da un portazo. Yo salgo también. El portazo lo omito. El coche está sucio y embarrado. Nada que ver con el precioso y reluciente coche que comencé a conducir apenas cuarenta minutos antes. La rueda pinchada es justo la delantera de mi lado. Yulia cierra los ojos y resopla.
—Vale, hemos pinchado. Pero, tranquila. Que no cunda el pánico. Si la rueda de repuesto está donde tiene que estar, yo la cambio en un santiamén.
No contesta. Malhumorada se dirige hacia la parte de atrás del coche, abre el portón trasero y veo que saca una rueda y las herramientas necesarias para cambiarla. De malos modos, se acerca hasta mí, suelta la rueda en el suelo y me dice con las manos ennegrecidas:
—¿Te puedes quitar de en medio?
Sus palabras me molestan. No sólo es su tono, es su intención.
—No —contesto sin moverme ni un centímetro—, no me puedo quitar de en medio.
Mi respuesta la sorprende.
—Len —gruñe—, acabas de estropear un bonito día. No lo estropees más.
Tiene razón. Yo me he empeñado en meterme por aquel camino, pero me duele que me hable así.
—El precioso día lo estás estropeando tú con tus malos modos y tus caras de fastidio —le contesto, incapaz de quedarme callada—. ¡Joder! Que sólo se ha pinchado la rueda del coche. No seas tan exagerada.
—¡¿Exagerada?!
—Sí, terriblemente exagerada. Y ahora, por favor, si te quitas de en medio yo solita cambiaré la rueda y pagaré mi terrible, irreparable y tremendo error.
Yulia suda. Yo sudo. El sol no nos da tregua y no llevamos una mísera botella de agua para refrescarnos. Veo el agobio en su cara, en su mirada.
—Muy bien, listilla —me dice, abriendo las manos—. Ahora vas a cambiarla tú solita.
Sin más, comienza a andar hacia un árbol que está a unos diez metros del coche. En cuanto llega a la sombra, se sienta y me observa.
La furia me llena por dentro y empieza a picarme el cuello. ¡El sarpullido! Sin pararme a pensar en ello, pongo el gato del coche debajo de él y comienzo a hacer palanca para subirlo. El esfuerzo me hace sudar. Sudo como una cosaca. Mis pechos y mi espalda están empapados, el pelo de mi flequillo se me pega a la cara pero prosigo en mi empeño, sin dar mi brazo a torcer.
Para bruta y autosuficiente, ¡yo!
Tras un esfuerzo terrible en el que pienso que me va a dar un patatús, consigo quitar la rueda pinchada. Me pringo toda de grasa, pero la cosa ya no tiene remedio. Cuando estoy a punto de gritar de frustración, siento que Yulia me agarra por la cintura.
—Vale, ya me has demostrado que tú solita sabes hacerlo —me dice con voz suave—. Ahora, por favor, ve a la sombra, yo terminaré de poner la rueda.
Quiero decirle que no. Pero tengo tanto… tanto… tanto calor que o voy bajo el árbol o estoy segura de que me voy a desmayar.
Diez minutos después, Yulia arranca el coche, le da la vuelta y se acerca a mí marcha atrás.
—Vamos… monta.
Enfurruñada, hago lo que me pide.
Estoy sucia, furiosa y sedienta. Ella está igual aunque reconozco que su humor es mejor que el mío. Conduce con cuidado por el puñetero camino y sale a la autopista. Cuando ve una gasolinera grande para, me mira y pregunta:
—¿Quieres beber algo fresquito?
—No… —Al ver cómo me mira, gruño—: Pues claro que quiero beber algo. Me muero de sed, ¿no lo ves?
—¿Se puede saber qué te pasa ahora?
—Me pasa que eres una amargada. Eso es lo que me pasa.
—¡¿Cómo?! —pregunta, sorprendida.
—Pero ¿de verdad crees que, por pinchar una rueda y manchar la ropa de grasa, el bonito día se puede jorobar? ¡Por favor! Qué poco sentido del humor y de la aventura que tienes. Alemana tenías que ser.
Va a responder algo pero se calla. Resopla, baja del coche y entra en la gasolinera. Entonces veo a mi lado un lavado de coches manual y no lo pienso. Arranco el coche, pongo el vehículo en paralelo, meto tres euros en la maquinita y la manguera de agua comienza a funcionar. Lo primero que hago es mojarme las manos y quitarme la grasa que la rueda ha dejado en ellas y es tanto el calor que siento que me suelto la coleta y, sin importarme quién me mire, meto la cabeza bajo el chorro. ¡Oh, qué frescura! ¡Qué gusto!
Cuando me he refrescado la cabeza, vuelvo a ver la vida de mil colores. Yulia sale de la gasolinera con dos botellas grandes de agua y una Coca-Cola y se acerca a mí, sorprendida.
—Pero ¿qué estás haciendo?
—Refrescarme y, de paso, lavar el coche. —Y, sin previo aviso, giro el chorro hacia ella y la mojo mientras me río a carcajadas.
Su cara es un poema.
La gente nos mira y yo ya me estoy arrepintiendo de lo que acabo de hacer. ¡Madre, qué cara de mala leche! Esa espontaneidad mía me va a dar disgustos y creo que en décimas de segundos llegará el primero. Pero, sorprendiéndome, Yulia suelta las botellas de agua y la Coca-Cola en el suelo y se acerca más hacia mí.
—Muy bien, nena, ¡tú lo has querido!
Corre hacia mí, me quita la manguera y me empapa entera. Yo grito, me río y corro alrededor del coche mientras ella disfruta con lo que hace. Durante varios minutos nos empapamos mutuamente y nuestra furia se va con el barro y la suciedad. La gente nos mira divertida al pasar por nuestro lado mientras nosotras, como dos tontas, seguimos mojándonos y riéndonos a carcajadas.
Cuando el agua se corta de pronto porque los tres euros se han acabado, yo estoy empapada contra la puerta del coche. Yulia suelta la manguera y se pega a mi cuerpo antes de besarme. Me devora la boca con auténtica pasión y me pone la carne de gallina.
—Algo tan inesperado como tú está dando emoción a una amargada alemana.
—¿De verdad? —murmuro como una boba.
Yulia asiente y me besa.
—¿Dónde has estado toda mi vida?
¡Momentazo!
Momentazo de película. Me siento la heroína. Soy Julia Roberts en Pretty Woman. Baby en A tres metros sobre el cielo. Nunca nadie me ha dicho nada tan bonito en un momento tan perfecto.
Tras un montón de besos ardientes, decidimos marcharnos. Estamos empapadas y ponemos unas toallas en los asientos de cuero del coche. Yulia vuelve a darme las llaves del Lotus.
—Sigamos con la aventura —murmura.
Entre risas, llegamos hasta Sitges. Allí aparcamos el coche y no me sorprendo cuando, tras guardar las llaves en mi bandolera, Yulia reclama mi mano. Se la entrego y juntas caminamos por las calles de aquella bonita localidad como una pareja más.
El calor seca nuestras ropas y me lleva hasta un precioso restaurante donde comemos mientras observamos el mar. Nuestra charla es fluida o, mejor dicho, mi charla es fluida. No paro de hablar y ella sonríe. Pocas veces la he visto así. En ese momento, ni ella es mi jefa ni yo su secretaria. Simplemente somos una pareja que disfruta de un momento precioso.
Por la tarde, sobre las seis, decidimos darnos un baño en la playa. Nada más entrar en el agua, Yulia me toma en sus brazos y camina conmigo hacia el interior hasta que me suelta y bebo un buen trago de agua. ¡Joder, qué mala está! Dispuesta a hacerle pagar su fechoría, meto una pierna entre las suyas y, cuando no se lo espera, la ahogadilla se la hago yo. Eso la sorprende, así que intento escapar de ella, pero me coge de nuevo y me sumerge en el mar.
Pasamos un rato divertido en el agua y, cuando salimos, nos tiramos sobre nuestras toallas en la arena y nos secamos al sol en silencio. La morriña se apodera de mí y estoy a punto de dejarme llevar por Morfeo cuando Yulia se levanta y me propone tomar algo fresco. Lo acepto sin dudarlo. Recogemos nuestras cosas y nos acercamos a un chiringuito.
Yulia va a pedir las bebidas mientras yo me siento a una mesita y me suena el teléfono. Mi hermana. Pienso si cogerlo o no, pero al final decido que no y corto la llamada. Vuelve a sonar y finalmente claudico.
—Dime, pesada.
—¿Pesada? ¿Cómo que pesada? Te he llamado mil veces, descastada.
Sonrío. No me ha llamado cuchufleta. Está cabreada. Mi hermana es un caso, pero como no estoy dispuesta a estar tres horas hablando con ella, le pregunto:
—¿Qué pasa, Anya?
—¿Por qué no me llamas?
—Porque estoy muy liada. ¿Qué quieres? —pregunto mientras observo a Yulia pedir las bebidas y luego teclear algo en su móvil.
—Hablar contigo, cuchuuuuuuu.
—Anya, cariño, ¿qué te parece si te llamo más tarde? Ahora no puedo hablar.
Oigo su resoplido.
—Vale, pero llámame, ¿de acuerdo?
—Besossssssssss.
Corto la comunicación y cierro los ojos. La brisa del mar me da en la cara y estoy feliz. El día está siendo maravilloso y no quiero que acabe nunca. El móvil suena otra vez y, convencida de que es mi hermana, respondo:
—Pero mira que eres pesadita, Anya, ¿qué narices quieres?
—Hola, guapísima, siento decirte que no soy la pesadita de Anya.
Inmediatamente me doy cuenta de que es Anastasia, la hija del Bicharrón. Cambio mi tono de voz y suelto una carcajada.
—¡Anastasia, perdona! Acababa de colgar a mi hermana y ya sabes lo pesadita que es…
Oigo cómo sonríe.
—¿Dónde estás? —me pregunta.
—En este momento en Sitges, Barcelona.
—¿Y qué haces allí?
—Trabajando.
—¿Hoy sábado?
—Nooooooooo… hoy no. Hoy disfruto del sol y la playa.
—¿Con quién estás?
Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder.
—Con gente de mi empresa —digo finalmente.
Yulia se acerca a la mesa. Deja una Coca-Cola con mucho hielo y una cerveza sobre su superficie y se sienta a mi lado.
—¿Cuándo vienes a Kazan? Ya estoy esperándote.
—Dentro de unos días.
—¿Tanto vas a tardar?
—Me temo que sí.
—Joder —maldice.
Incómoda por cómo Yulia me observa y escucha la conversación respondo:
—Tú pásalo bien. Ya sabes que por mí no tienes que guardar luto.
Anastasia resopla. Mis palabras no le han gustado y añade:
—Lo pasaré bien cuando tú llegues. Ya sabes que unas vacaciones sin mi Chica preferida me saben a poco.
Me río. Yulia me mira.
—Anda… no seas tonta, Anastasia. Tú pásalo bien y cuando llegue a Kazan te doy un toque y nos vemos, ¿de acuerdo?
Tras despedirnos, cierro el móvil, lo dejo sobre la mesa y cojo la Coca-Cola. Estoy sedienta. Durante unos segundos, Yulia mira cómo bebo.
—¿Quién es Anastasia?
Dejo el vaso sobre la mesa y me retiro el pelo de la cara.
—Una amiga de Kazan. Quería saber cuándo voy a ir.
De pronto me doy cuenta de que le estoy dando explicaciones. ¿Qué hago? ¿Por qué se las doy?
—¿Una amiga… muy amiga? —insiste.
Sonrío al pensar en Anastasia.
—Dejémoslo en amiga.
La maravillosa mujer que está a mi lado asiente y mira al horizonte.
—¿Qué pasa? ¿Que tú no tienes amigas?
—Sí… y con algunas comparto sexo. ¿Compartes sexo tú con Anastasia?
Si me pudiera ver la cara, vería la cara de tonta que se me ha puesto con su pregunta.
—Alguna vez. Cuando nos apetece.
—¿Disfrutas con ella?
Esa pregunta tan íntima me parece totalmente fuera de lugar.
—Sí.
—¿Tanto como conmigo?
—Es diferente. Tú eres tú y ella es ella.
Yulia me clava su mirada, me observa… me observa y me observa.
—Haces muy bien, Len. Disfruta de tu vida y del sexo.
Tras aquello, no vuelve a preguntar sobre Anastasia. Nuestra conversación continúa y el buen rollito entre nosotras prosigue.
A las siete de la tarde decidimos regresar a Barcelona. De nuevo Yulia me da las llaves del Lotus y yo conduzco encantada, disfrutando del momento.
Esa noche, cuando llegamos al hotel, Yulia pide que nos suban algo de cena a mi habitación y durante horas hacemos salvajemente el amor.

El fin de semana pasa y el lunes tomamos un avión que nos lleva a Guipúzcoa. La actitud de Amanda hacia mí no parece haber cambiado. Está cortante y más distante, algo que con Yulia no sucede. Me molesta cómo intenta que no me preste atención. Pero el tiro le sale por la culata en todo momento. Yulia en sus funciones de jefa, me busca continuamente y eso a Amanda la saca de sus casillas. Las reuniones se suceden y, tras Guipúzcoa, vamos a Asturias.
Yulia y yo durante el día trabajamos codo con codo como jefa y secretaria y por la noche jugamos y disfrutamos. Ella lleva el morbo como algo innato y cada vez que estamos solas me vuelve loca con lo que me hace fantasear y con su manera de tocarme y poseerme. Le encanta mirarme mientras me masturbo con el vibrador que ella me regaló, capricho que yo le concedo gustosa. Es tal la lujuria que me hace sentir que deseo volver a repetir lo de ir a un bar de intercambio de parejas y vivir lo que me hizo vivir. Cuando se lo confieso, ríe a carcajadas y, cuando me penetra, fantasea con que otro hombre me posea mientras ella mira, cosa que me vuelve loca.
El miércoles, cuando llegamos a Orense, vamos directos a la reunión. Por el camino, Yulia habla con una tal Marta por teléfono y se cabrea. El día se tuerce y termina discutiendo por la falta de profesionalidad del jefe de la delegación. No tiene preparado nada de lo que necesita y Yulia se lo toma muy mal. Intento mediar para que el ambiente se relaje, pero al final salgo escaldada y Yulia, mi jefa, me pide de malos modos que me calle.
En el viaje de vuelta, el humor de Yulia es siniestro. Amanda me mira con gesto de superioridad y yo estoy que muerdo. Cuando llegamos al hotel, Yulia le pide a Amanda que baje del coche y nos deje unos minutos a solas. Ella lo hace y, cuando cierra la puerta, Yulia me mira con un gesto que me hace trizas.
—Que sea la última vez que hablas en una reunión sin que yo te lo pida.
Entiendo su enfado. Tiene razón y, aunque me moleste su regañina, le quiero pedir disculpas, pero me interrumpe:
—Al final va a tener razón Amanda. Tu presencia no es necesaria.
El hecho de que mencione a esa mujer y de saber que le habla de mí me encoleriza.
—A mí lo que te diga esa imbécil me importa un pimiento.
—Pero quizá a mí no —gruñe.
Se toca la cabeza y los ojos. No tiene buena cara. Suena su teléfono. Yulia lo mira y corta la llamada. Y, en un intento de suavizar el momento, murmuro:
—Tienes mala cara, ¿te duele la cabeza?
Sin contestar a mi pregunta, me clava su dura mirada.
—Buenas noches, Elena. Hasta mañana.
La miro, sorprendida. ¿Me está echando?
Con la dignidad que me queda, abro la puerta del coche y salgo. Amanda espera a escasos metros y prefiero no mirarla cuando paso junto a ella o la arrastraré de los pelos. Me voy directa a mi habitación.
A la mañana siguiente, jueves, cuando el despertador suena a las siete y veinte protesto. Quiero dormir más.
Entre gruñidos, me levanto de la cama y camino hacia la ducha. Necesito el frescor del agua en mi cuerpo para despertarme.
Bajo el agua, recuerdo que es jueves y eso me alegra. Yulia y yo pronto tendremos el fin de semana para estar juntas. ¡Bien!
Cuando regreso al dormitorio envuelta en una esponjosa toalla color hueso que huele de maravilla, miro mi mesilla.
—¡Maquinote! Lo que disfruté contigo anoche.
Me río divertida.
Sobre unos pañuelos de papel, está el vibrador con forma de pintalabios que utilicé anoche para relajarme. El regalito de Yulia. Lo cojo entre mis manos y suspiro mientras recuerdo la explosión de placer que sentí cuando jugaba con él.
Feliz de buena mañana, cojo el vibrador y regreso al baño. Lo lavo y finalmente lo meto en mi bolso. Ya no se me olvida. El maquinote y yo, juntos hasta la muerte. Abro la maleta y saco unas bragas. Me las pongo y pienso que tengo que pedirle a Yulia las que me quitó o me quedaré sin suministros. Mi enfado ha desaparecido.
Estoy segura de que el de ella también y que tendremos un maravilloso día por delante.
Miro el armario y me pongo un traje azulón con falda y una camisa abierta. Hoy quiero estar sexy para que desee regresar pronto al hotel.
A las ocho, alguien llama a la puerta de mi habitación y, dos segundos después, una camarera muy amable deja un bonito carrito con el desayuno y se marcha.
Cuando levanto las tapas salto de felicidad al ver la cantidad de bollos que tengo ante mí. Cojo una silla y me siento. Bebo un poco de zumo de naranja. ¡Hummm, qué rico! Me preparo un café y disfruto con un minipepito. Luego una napolitana y cuando voy a atacar un donut, me paro y consigo vencer la tentación. Demasiados bollos.
El móvil suena. He recibido un mensaje. Yulia. «8.30 en recepción».
¡Qué explícita!
Ni un simple «Buenos días, pequeña», «Len» o como quiera.
Pero sin tiempo que perder y ansiosa por verla de nuevo, cojo mi maletín. Meto el portátil y los documentos del día anterior y lo cierro. Hoy vamos a otra delegación de Asturias y sólo espero que el día se dé mejor que el anterior.
Al llegar a recepción veo a Yulia apoyada en una mesa. Está impresionante con su traje gris claro y su camisa blanca. Veo que aún tiene su bonito pelo algo mojado por la ducha y me estremezco. Me hubiera encantado ducharme con ella.
Dos mujeres que pasan por su lado se vuelven para mirarla. Normal. Es un bombón. Cuando pasan por mi lado observo sus caras y cómo cuchichean. Imagino sobre lo que hablan. Con decisión, camino hacia ella subida a mis tacones y repaso su ancha espalda mientras la veo leer con concentración el periódico. Cuando llego a su altura lo saludo con voz melosa:
—¡Buenos días!
Yulia no me mira.
—Buenos días, señorita Katina.
Pero bueno, ¿ya estamos otra vez con los puñeteros apellidos?
No esperaba que me cogiera entre sus brazos y me sonriera en plan novia. Pero hombre, algo más de cordialidad tras una noche separadas, pues sí.
Su indiferencia me desconcierta.
¿Por qué no me mira?
Pero no dispuesta a comenzar el juego del gato y el ratón me quedo a su lado a la espera de que decida que nos vayamos. Echo una ojeada al reloj. Las ocho y media. Miro la entrada del hotel y veo la limusina esperando. ¿Por qué no nos vamos? Yulia omite mi presencia y sigue leyendo el periódico con la mandíbula tensa. ¿Todavía está enfadada? Quiero preguntarle, pero no quiero ser yo la que dé el primer paso.
No me muevo. No resoplo. Seguro que está esperando alguno de mis movimientos para comenzar con sus agrias palabras.
La gente, el noventa por cierto ejecutivos como nosotros, pasa por nuestro lado. Las nueve menos veinticinco. Me sorprende que aún estemos allí. Yulia es una maniática con la puntualidad. Las nueve menos veinte. Sigue tan tranquila, sin importarle que yo esté allí plantada junto a ella como un pasmarote, cuando oigo unos tacones acelerados. Amanda, con un traje chaqueta y falda blanca, se acerca a nosotras.
No me mira. Sólo tiene ojos para Yulia, a la que se dirige en alemán:
—Disculpa el retraso, Yulia. Un problema con mi ropa.
Observo que ella sonríe.
La mira.
La repasa de arriba abajo con su azulada mirada.
—No te preocupes, Amanda. El retraso ha merecido la pena. ¿Has dormido bien?
Ella sonríe.
—Sí —responde, sin importarle mi cercanía—. Algo he dormido.
¿«Algo he dormido»?
¿Ha dicho «Algo he dormido»? Pero bueno, ¿qué me están dando a entender esas idiotas?
Ella sonríe como un loro tras una noche de botellón y le toca la cintura. Esa familiaridad me incomoda. Me repele mientras sus sonrisas me dan a entender muchas cosas.
Respiro con dificultad, al ser consciente de lo que ha ocurrido entre esas dos y quiero gritar y patalear. De pronto, Yulia le planta la mano en la espalda a Amanda y, tocándole fugazmente la cintura, dice:
—Vamos, el chófer nos espera.
Y, sin mirarme, comienza a caminar con esa mujer a su lado, mientras pasa de mí.
Las observo y me quedo petrificada.
No sé qué hacer. Unos incontrolables celos que hasta el momento nunca había sentido se instalan en mi estómago y deseo coger el precioso jarrón que hay en la mesa y plantárselo en toda la cabeza a Yulia.
El corazón me late a mil. Su latido es tan fuerte que creo que toda la recepción lo puede oír. Aquello me humilla, me fastidia y ella ni se inmuta.
¡Imbécil!
El enfado de Yulia continúa y yo no entiendo por qué. Pero no. Eso no lo voy a consentir. Yulia no me conoce y a mí nadie me chulea.
Comienzo a caminar tras ellas.
Si esa idiota alemana se cree que voy a montar un numerito, lo lleva claro. Menuda soy yo. Cuando llegamos a la limusina, el chófer abre la puerta. Entra Amanda, entra ella y, cuando voy a entrar yo, Yulia me hace un gesto con la mano.
—Señorita Katina, siéntese en la cabina delantera con el chófer, por favor.
¡Zas! Menudo guantazo con toda la mano abierta que me acaba de dar delante de Amanda.
Pero, sorprendentemente, sonrío con frialdad y digo:
—Como usted ordene, señorita Volkova.
Con mi máscara de indiferencia, me siento junto al chófer. ¡Vaya cabreo monumental que tengo! Durante unos segundos, las oigo hablar y reír detrás de mí hasta que un ruido metálico suena en mi oreja. Con el rabillo del ojo veo cómo un cristal opaco divide la parte de atrás de la delantera.
Estoy furiosa. Colérica. Exasperada.
Ese juego no me gusta y no entiendo por qué tiene que hacerlo delante de mí. Inconscientemente clavo mis uñas en las palmas de mis manos cuando oigo que el chófer me pregunta:
—¿Quiere escuchar música, señorita?
Con la cabeza, le digo que sí. No puedo hablar. Me pongo mis gafas de sol y escondo la mirada. De pronto, suena la canción de Dani Martín Mi lamento y siento unas terribles ganas de llorar.
Los ojos me escuecen y las lágrimas pugnan por salir. Pero no. Yo no lloro. Me trago mis lágrimas e intento disfrutar de la canción y del viaje. Incluso tarareo.
Durante los tres cuartos de hora que dura el viaje. Mi mente trabaja a toda velocidad. ¿Qué harán atrás aquellas dos? ¿Por qué Yulia me ha pedido que me siente delante? ¿Por qué sigue enfadada conmigo? Cuando el coche se detiene, me bajo sin necesidad de que el chófer me abra la puerta. Eso que se lo haga a ellas. A las señoritingas.
Al bajarme, sonrío al ver a Santiago Ramos. Él es el secretario de esa delegación y entre nosotros siempre hubo feeling. Pero feeling del bueno. Del decente. El chófer abre la puerta y salen Yulia y Amanda. No las miro. Sólo miro al frente con mis gafas de sol puestas.
Yulia saluda a Jesús Gutierrez, el jefe de la delegación, y a su junta directiva. Les presenta a Amanda y luego me presenta a mí. Con profesionalidad, estrecho las manos de todos ellos para después seguirlos hasta una sala. Pero esta vez, en vez de ir detrás de Yulia y Amanda, me retraso para saludar a Santiago. Nos damos dos besos y entramos charlando.
Una vez allí, antes de sentarnos, unas señoritas nos ofrecen café. Lo acepto gustosa. Necesito café. Estoy atacada. Me tomo tres. Entonces, la distancia con Yulia y la charla con Santiago me comienza a tranquilizar. En ese momento, veo de reojo que Yulia se gira. Es sólo un instante, pero sé que me ha mirado. Me ha buscado.
Santiago y yo seguimos hablando y nos reímos mientras me cuenta cosas de su niña. Es todo un padrazo y eso me emociona. Diez minutos después, todos pasamos a la sala de reuniones, tomamos posiciones y, como siempre, Yulia preside la mesa. Amanda se sienta a su derecha y yo intento colocarme en un segundo plano. No quiero ni mirarla. No me apetece.
—Señorita Katia —oigo que me llama mi jefa.
Sin dudarlo, me levanto y me acerco hasta ella con profesionalidad.
Su perfume entra por mis fosas nasales y provoca en mí mil sensaciones, mil emociones. Pero consigo no cambiar mi gesto.
—Siéntese al fondo de la mesa, por favor. Frente a mí.
La mato… la mato y la mato.
No quiero mirarla ni que me mire.
Pero dispuesta a ser la perfecta secretaria, cojo mi portátil y me siento donde ella me indica. Al otro lado de la mesa, frente a ella.
La reunión comienza y estoy atenta a todo lo que hablan. Ni la miro ni creo que ella tampoco me mire. Tengo el portátil abierto ante mí y temo recibir alguno de sus correos. Por suerte, no llega ninguno. A la una, la reunión se interrumpe. Es hora de comer. El jefe de la delegación ha reservado mesa en un hotel cercano para comer y Santiago me propone ir en su coche. Acepto.
Sin mirar a mi particular Icegirl que está junto a Amanda, paso junto a ella cuando oigo que me llama. Le pido a Santiago que me dé un segundo y me acerco a mi jefa.
—¿Adónde va, señorita Katina?
—Al restaurante, señorita Volkova.
Yulia mira a Santiago.
—Puede venir en la limusina con nosotros.
Bien. Ahora, la cabreada es ella.
¡Que le den!
Amanda nos mira. No nos entiende. Hablamos en Ruso, cosa que creo que la mosquea.
—Gracias, señorita Volkova, pero si no le importa, iré con Santiago.
—Me importa —responde.
No hay nadie a nuestro alrededor. Nadie nos puede escuchar.
—Peor para usted, señorita.
Me doy la vuelta y me marcho.
¡Viva, la furia Rusa!
Rusia 1–Alemania 0.
Sé que acabo de cometer la mayor imprudencia que una secretaria pueda hacer. Y aún mayor tratándose de Yulia. Pero lo necesitaba. Necesitaba hacerla sentir como me siento yo.
Sin importarme las consecuencias, entre ellas el despido seguro, camino hacia Santiago y lo agarro del brazo con familiaridad. Nos montamos en su Opel Corsa y nos dirigimos hacia el restaurante mientras comienzo a calcular el paro que me va a quedar. De ésta me despiden fijo.
Cuando llego al establecimiento, corro con Santiago a tomarme varias Coca-Colas.
¡Oh, Dios! Cómo me gusta sentir sus burbujitas en mi boca.
Pero hasta las burbujas se deshinchan cuando veo entrar a Yulia seguida de Amanda y los jefazos. Mira hacia donde estoy y puedo percibir su enfado. Los directivos entran en el comedor y rápidamente toman posiciones. Yulia hace ademán de sentarse, pero entonces se excusa de sus acompañantes y me hace una señal con la mano. Santiago y yo la vemos y no me puedo negar a ir.
Doy un nuevo trago a mi Coca-Cola, la dejo sobre la barra y me acerco a ella.
—Dígame, señorita Volkova. ¿Qué quiere?
Yulia baja la voz y, sin cambiar su gesto, pregunta:
—¿Qué estás haciendo, Len?
Sorprendida, porque vuelvo a ser «Len» respondo:
—Tomarme una Coca-Cola. Por cierto, Zero, que engorda menos.
Mi contestación y mi chulería la desesperan. Lo sé y eso me gusta.
—¿Por qué estás haciéndome enfadar todo el rato? —inquiere, desconcertándome.
¡Tendrá poca vergüenza…!
—¡¿Yo?! —le susurro—. Tendrás cara…
Su mirada es tensa. Dura y desafiante.
Sus pupilas se contraen y me hablan pero hoy no quiero entenderlas. Me niego.
—Pasad al comedor —me dice, antes de darse la vuelta—. Vamos a comer.
Cuando Santiago y yo llegamos al comedor, nos sentamos a la otra punta de la mesa. Suena mi móvil: ¡mi hermana! Decido pasar de ella otra vez, no me apetece escuchar sus lamentaciones. Más tarde la llamaré. La comida está exquisita y continúo mi charla con mi amigo.
En un par de ocasiones miro hacia mi jefa y veo que sonríe a Amanda. Mi cabreo vuelve a crecer. Pero cuando sus ojos se cruzan con los míos, ardo. Me caliento. Su mirada de Icegirl consigue que todas mis terminaciones nerviosas se muevan al mismo tiempo y toda yo me incendie.
A las cuatro y media regresamos a la sede. Yo, por supuesto, vuelvo en el coche de Santiago. La reunión se reemprende y acaba cerca de las siete de la tarde. ¡Estoy agotada!
Cuando todo acaba, Amanda, Yulia y yos nos dirigimos hacia la limusina que nos espera y sin darle tiempo a Yulia para que vuelva a humillarme, me siento directamente junto al chófer.
Para chula, ¡yo!
Las oigo hablar. Incluso oigo cómo Amanda cuchichea y ríe como una gallina. Oigo lo que hablan y me enfurezco. No quiero hacerlo. Sólo hay que mirar a Amanda para saber qué es lo que busca. ¡Perra!
Espero que dividan los ambientes en la limusina, pero esta vez Yulia no lo hace. Desea que me entere de todo lo que dice. Habla en alemán y oírlo me agita. Me provoca.
Al llegar al hotel, la limusina se detiene. Abro mi puerta y desciendo.
Deseo con todas mis fuerzas perder de vista a Yulia y a esa imbécil, pero espero educadamente a que mi jefa y su acompañante bajen del coche. Después me despido y me marcho.
Casi corro hasta el ascensor y cuando se cierran las puertas, suspiro aliviada. ¡Sola!
El día ha sido horroroso y quiero desaparecer. Cuando llego a la suite tiro el maletín sobre el bonito sofá. Enciendo el hilo musical. Me suelto el pelo, me quito la chaqueta del traje y me saco la camisa de la falda. Necesito una ducha.
Entonces suenan unos golpes en la puerta. Mi mente intuye que es ella. Miro a mi alrededor. No tengo escapatoria a no ser que me lance desde el ático del hotel y muera aplastada en pleno paseo. ¡Qué disgustazo para mi pobre padre! ¡Ni hablar!
Decido ignorar las llamadas. No quiero abrir, pero insiste.
Cansada, abro finalmente la puerta y mi cara de sorpresa es mayúscula cuando veo que es Amanda quien está ante mi puerta. Me mira de arriba abajo.
—¿Puedo pasar?—me pregunta en alemán.
—Por supuesto, señorita Fisher —respondo, también en su idioma.
La mujer entra. Cierro la puerta y me doy la vuelta.
—¿Vas a quedarte el fin de semana, como hiciste en Barcelona? —me pregunta, antes de que yo pueda decirle nada.
Hago lo que suele hacer Yulia. Tuerzo el gesto. Pienso… pienso y pienso y finalmente respondo:
—Sí.
Mi contestación le molesta. Se pasa la mano por el pelo y pone los brazos en jarras.
—Si tu intención es estar con ella, olvídalo. Ella estará conmigo.
Arrugo el entrecejo, como si me hablara en chino y no comprendiera nada.
—¿De qué está hablando, señorita Fisher?
—Tú y yo sabemos nuy bien de lo que hablamos. No te hagas la tonta. No eres la pobretona Rusa que ve en Yulia un filón, ¿verdad?
Me quedo boquiabierta por lo que acaba de decirme. Pestañeo, y dejo salir a la macarra que llevo dentro.
—Mira, guapa, te estás confundiendo conmigo. Y si sigues por ese camino vas a tener un problema, porque yo no soy de las que se callan ni se amilanan. Por lo tanto, cuidadito con lo que dices, no te vaya a tener que sobar los morros una pobretona Rusa.
Amanda se aleja un paso de mí. Mi advertencia ha debido de sonarle verosímil.
—Creo que lo más inteligente por tu parte es que te alejes de ella —añade—. Yo me encargaré de todo lo que Yulia necesite. La conozco muy bien y sé cómo satisfacer sus deseos.
Aprieto los puños. Tanto, que me clavo las uñas en ellos. Pero soy consciente de que no puedo actuar como deseo. Así pues, cuento hasta veinte, porque hasta diez no me vale, me dirijo hacia la puerta y la abro.
—Amanda —le digo, con toda la amabilidad de la que soy capaz—, sal de mi habitación porque, como sigas aquí, algo muy feo va a pasar.
Cuando se va, doy un portazo mientras por mi boca sale de todo, menos bonita.
Me quito los tacones y los lanzo con furia contra el sofá. ¡**** sea!
Mi indignación me enloquece. Yulia me ha estado utilizando para dar celos a aquella muñeca hinchable. Maldigo y doy un zapatazo al caro sillón. ¿Cómo he sido tan tonta? Sin querer pensar en nada más, saco mi portátil cuando mi móvil suena. He recibido un mensaje. Yulia. «Ven a mi habitación.»
Leer eso me cabrea más. Siempre me he considerado una muñeca entre sus brazos, pero en ese momento me doy cuenta de que soy una muñeca tonta. Tecleo con rabia: «Vete a la ****».
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:47 pm

La contestación no se hace esperar.
Al cabo de unos segundos, oigo el sonido de una puerta al abrirse y ante mí aparece Yulia, descamisada, con cara de mala leche y una tarjeta en la mano. Sin hablar llega hasta donde estoy sentada. Tira la tarjeta con la que ha abierto la puerta, me coge del brazo, me levanta y me besa. Me besa con tanta profundidad que noto su lengua llegar hasta mi campanilla. Intento no responderle. Me niego. Pero mi cuerpo me traiciona. La desea. Es incontrolable. E instantes después soy yo la que la besa a ella en busca de más.
Con premura lleva sus manos hasta el botón trasero de mi falda y noto que chocamos contra la pared. Sin tacones soy muy pequeña a su lado. Eso siempre me ha gustado, igual que a ella le gusta sentir su superioridad. Con su pierna separa las mías, mientras una de sus manos se mete por debajo de mi camisa y se desliza por mi vientre. Cierro los ojos y me dejo llevar. Le permito seguir. Sin quitarme la falda, su mano continúa su camino hasta que consigue meterla por dentro de mis bragas y me hurga hasta llegar al clítoris. Me estimula. Me excita.
Con sus dedos, su experiencia y mi humedad latente, me masajea y lo aviva. Mi clítoris se hincha y yo gimo. Jadeo. Enloquezco y me restriego contra ella ante lo que siento por aquella invasión cuando, con su mano libre, me da un azotito. Me excita todavía más. Me vuelve loca e instantes después se desabrocha el pantalón, saca la mano de mi vagina y tira de mí hasta llevarme al centro del salón. Clava sus ojos en los míos y murmura mientras acerca su boca a la mía.
—Pequeña, no tienes ni idea de cuánto te deseo.
Me baja la cremallera de la falda y ésta cae al suelo. Se agacha, acerca su nariz hasta mis bragas y las aspira. Da un pequeño mordisquito sobre mi monte de Venus y yo jadeo. Sus posesivas manos me tocan y me acarician. Suben por mis piernas y agarra el borde de mis braguitas. Me las quita. Estoy de nuevo desnuda de cintura para abajo ante ella y no digo nada. No rechisto. Me dejo hacer mientras ella me activa, me posee y me enloquece.
Se levanta del suelo. Me empuja hacia el respaldo del sofá, me da la vuelta y me recuesta sobre él. Mis brazos y mi cabeza caen, mientras mi trasero queda expuesto enteramente para ella. Durante unos segundos disfruto de los mordisquitos que me da en las nalgas y noto sus manos invasoras sobre mí. De nuevo un azote. Esta vez más fuerte. Pica. Pero el picor lo suaviza cuando siento que se aprieta contra mí y su duro y castigador pene me avisa de que me va a hacer suya.
Me abre las piernas, mientras con una de sus manos aprisiona mis riñones sobre el respaldo del sofá para que no me mueva. Con la otra mano coge su duro pene y lo pasea desde mi caliente vagina hasta mi orificio anal y viceversa. Juguetea entre mis hendiduras, empapándome más.
—Te voy a follar, Len. Hoy me has vuelto loca y te voy a follar tal y como llevo todo el día pensando hacerlo.
Oírlo decir aquello me sofoca.
Me azuza todos los sentidos y me gusta.
Noto que arqueo mi trasero dispuesta a recibirla. Me siento como una perra en celo en busca de mi alivio. Yulia deja caer su cuerpo sobre mí. Muerde mi hombro, después mis costillas y yo me retuerzo. Estoy empapada, lista y húmeda para recibirla. Mi cuerpo le implora. Me penetra de una estocada y exige:
—Necesito escuchar tus gemidos. ¡Ya!
Sin poder evitarlo, un jadeo ruidoso sale de mi boca.
Su orden me aguijonea.
Sus manos exigentes me agarran por la cintura y me aprieta contra ella hasta que me tiene totalmente empalada. Grito. Me retuerzo. Voy a explotar. Sale de mí unos centímetros pero vuelve a entrar una y otra vez, colmándome de una serie de movimientos duros y potentes que vuelven a hacerme chillar. Siento sus cuerpo chocar contra mi vagina a cada movimiento y, cuando su dedo toca mi hinchado clítoris y tira de él, chillo. Chillo de placer.
A cada acometida siento que me rompe. Me incita y yo me abro más para que me siga desgarrando y me haga totalmente suya. Lo hacemos sin preservativo y sentir el tacto suave y rugoso de su piel fomenta mi perversión. La dureza de sus palabras y su ímpetu por follarme me enloquecen de una manera bárbara.
Mi vagina se contrae a cada embestida y noto cómo la succiona. La atrapa. La alborota. Oigo su respiración agitada en mi oreja y los calientes sonidos de nuestros cuerpos al chocar, una y otra vez… una y otra vez… Son adictivos.
Calor.
Tengo mucho calor.
Un ardor me sube por los pies asolando mi cuerpo. Cuando llega a mi cabeza explota y con ella exploto yo. Grito. Me retuerzo y convulsiono mientras noto que por mi pierna chorrean mis fluidos. Intento que me suelte. Pero Yulia no lo permite. Continúa penetrándome mientras mi devastador orgasmo me enloquece y la hace enloquecer.
Mi cuerpo, roto de placer, se arquea y, tras una potente embestida que me empotra más en el respaldo del sillón, Yulia sale de mi interior, noto que apoya su cabeza sobre mi espalda y después de un gruñido fuerte noto que algo riega mi trasero. Se corre sobre mí.
Durante unos segundos, las dos permanecemos en aquella posición. Ella sobre mí. Sobre mi espalda. Nuestros corazones acelerados necesitan regresar a su ritmo normal antes de hablar, mientras que en el hilo musical de la habitación suena La chica de Ipanema.
Cuando Yulia se incorpora y me deja vía libre, hago lo mismo.
Vestida sólo con la camisa, la miro y ella sonríe satisfecha mientras se abrocha el pantalón. Lo que acabamos de practicar es sexo exigente y duro y eso le gusta. Lo sé. La sangre me hierve. Estoy indignada. Sin poder controlarlo, la mano se me escapa y le doy un sonoro bofetón.
—Sal de aquí —le exijo—. Es mi habitación.
No habla. Sólo me mira.
Sus ojos, que momentos antes sonreían, ahora están fríos. Icegirl ha vuelto y en su peor versión. Incapaz de permanecer callada ante lla por lo que acabo de hacer, grito:
—¿Quién te has creído que eres para entrar en mi habitación?
No contesta y yo vuelvo a gritar:
—¿Quién te crees que eres para tratarme así? Creo… creo que te has equivocado conmigo. Yo no soy tu puta…
—¿¡Cómo dices!?
—Lo que has oído, Yulia —insisto mientras veo el desconcierto en sus ojos—. Yo no soy tu puta para que entres y me folles siempre que te dé la gana. Para eso ya tienes a Amanda. A la maravillosa señorita Fisher, que está dispuesta a seguir haciendo por ti todo lo que tú quieras. ¿Cuándo me ibas a decir que estás liada con ella? ¿Qué pasa? ¿Ya estabas planeando un trío entre los tres sin consultarme?
No contesta.
Sólo me mira y veo furia, fuego y desconcierto en su mirada.
Su respiración se acompasa pero es profunda. Quiero que se vaya. Quiero que desaparezca de mi habitación antes de que la víbora que hay en mí termine de resurgir y acabe diciendo cosas peores. Pero Yulia no se mueve. Se limita a mirarme hasta que se da la vuelta y se marcha. Cuando la puerta se cierra me llevo la mano a la boca y sin querer, ni poder remediarlo, comienzo a llorar.
Diez minutos después me ducho.
Necesito quitarme su olor de mi piel.
Y cuando salgo de la ducha tengo algo muy claro. Tengo que marcharme de allí. Abro el portátil y reservo un billete de vuelta para Madrid. A las once de la noche estoy sentada en un avión mientras repaso mentalmente la nota que le he dejado sobre mi cama y que estoy segura que leerá.
Señorita Volkova:
Regresaré el domingo por la noche para continuar nuestro trabajo. Si me ha despedido, hágamelo saber para ahorrarme el viaje.
Atentamente,
Elena Katina

El viernes, cuando despierto en mi cama, miro el reloj digital de la mesilla. La una y siete. He dormido varias horas del tirón.
Como mi hermana no sabe que he vuelto, no se ha presentado en mi casa y eso, por unos segundos, me hace feliz. No quiero dar explicaciones.
Cuando abandono mi habitación lo primero que busco es el móvil. Lo tengo en silencio dentro de mi bolso. Dos llamadas perdidas de mi hermana, dos de Anastasia y doce de Yulia. ¡Vaya!
No respondo a ninguna. No quiero hablar con nadie.
Mi cólera regresa y decido hacer limpieza general. Cuando estoy cabreada limpio de lujo.
A las tres de la tarde tengo la casa como una cuadra.
Ropa por aquí, lejía por allí, muebles fuera de su lugar… pero me da igual. Soy la reina del lugar y ahí mando yo. De repente, siento que quiero planchar. Increíble, pero es así. Saco la tabla, enciendo mi plancha y cojo varias prendas. Mientras canturreo lo que sale por la radio, olvido lo que me taladra la cabeza: Yulia.
Plancho un vestido, una falda, dos camisetas y, mientras plancho un polo, mis ojos se paran en una pelota roja que hay en el suelo. Rápidamente me acuerdo de Curro, mi Curro, y los ojos se me llenan de lágrimas hasta que suelto un chillido. Me acabo de hacer una tremenda quemadura con la plancha en el antebrazo y duele mogollón.
Lo miro, nerviosa.
Está rojo y veo hasta el dibujo y los agujeritos que tiene la plancha en mi piel. Duele… duele… duele… ¡Duele mucho! Pienso si echarme agua o pasta de dientes mientras camino dando saltitos por la casa. Siempre he oído hablar de esos remedios, pero no sé si funcionan o no. Al final, muerta de dolor, decido acercarme al hospital.
Por fin, a las siete de la tarde, me atienden.
¡Viva la celeridad del servicio de urgencias!
Veo las estrellas y los universos paralelos de los dolores que tengo. Una doctora encantadora me echa un liquidito en la quemadura con mimo, pone un apósito en mi brazo y lo venda. Me receta unos calmantes para el dolor y me manda para casita.
Con unos dolores de aúpa y el brazo vendado busco una farmacia de guardia.
Como siempre en esos casos, la más cercana está en el quinto pino. Tras comprar lo que necesito, regreso a mi casa. Estoy dolorida, agotada y cabreada. Pero cuando llego a la puerta del portal de mi casa, oigo una voz detrás de mí.
—No vuelvas a marcharte sin decírmelo.
Su voz me paraliza.
Me enfada pero me reconforta. Necesitaba oírla.
Me doy la vuelta y veo que la mujer que me tiene fuera de mis casillas está a un escaso metro de mí. Su gesto es serio y, sin saber por qué, levanto el brazo y digo, mientras los ojos se me llenan de lágrimas:
—Me he quemado con la plancha y me duele horrores.
Su gesto se descompone.
Mira el vendaje de mi brazo. Después me mira a mí y noto que pierde toda la seguridad. Icegirl acaba de marcharse para dar paso a Yulia. La Yulia que a mí me gusta.
—Dios, pequeña, ven aquí.
Me acerco a ella y siento que me abraza con cuidado de no rozar mi brazo. Mi nariz se impregna de su olor y me siento la mujer más feliz del mundo. Durante unos minutos, permanecemos en aquella posición hasta que yo me muevo y entonces ella acerca su boca a mis labios y me da un corto pero dulce y tierno beso.
Nunca me ha besado así y mi cara debe de ser un poema.
—¿Qué te ocurre? —me pregunta.
Vuelvo en mí y sonrío.
¡Me ha besado con ternura!
Le entrego las llaves de mi casa para que abra.
—El portal tiene rota la cerradura… tira de la puerta y abre.
Deja de mirarme y hace lo que le pido. Después me agarra de la mano y subimos juntas en el ascensor. Al abrir la puerta de mi casa veo que mira alrededor y murmura:
—Pero ¿qué ha pasado aquí?
Sonrío. Sonrío como una tonta, como una imbécil.
—Limpieza general —respondo mirando el caos que nos rodea—. Cuando me cabreo, esto me relaja.
Ríe por lo bajo y después oigo que la puerta se cierra. Cuando dejo la bandolera sobre el sofá, me olvido del dolor y me vuelvo hacia ella.
—¿Qué haces aquí?
—Me tenías preocupada. Te marchaste sin avisar y…
—Te dejé una nota y, sobre todo, en buena compañía.
Yulia me mira. Siento que la tensión regresa a su mandíbula.
—No quiero volver a oír eso tan humillante que has dicho de que no eres mi puta. Pues claro que no lo eres, Len, ¡por el amor de Dios! Nunca lo has sido y nunca lo serás, ¿entendido? —Afirmo con la cabeza, y ella prosigue—: Pero vamos a ver, Len, ¿todavía no has entendido que el sexo para mí es un juego y que tú eres mi pieza más importante?
—Tú lo has dicho: ¡tu pieza!
—Cuando digo pieza… me refiero a que eres la mujer que más me importa en este momento. Sin ti, ese juego pierde valor. **** sea, creí habértelo dejado claro.
Durante unos minutos, ninguna de las dos dice nada. La tensión en el ambiente se puede cortar con un cuchillo.
—Mira, Yulia, esto no va a funcionar. Seamos sólo amigas. Creo que en el plano laboral podemos trabajar juntas, pero…
—Len, nunca te he mentido en nada.
—Lo sé —admito dándole la razón—. El problema aquí soy yo, no tú. Es que no me reconozco. Yo no soy la chica que tú manejas como una pieza. No… ¡me niego! No quiero. No quiero saber nada de tu mundo, ni de tus juegos ni de nada de eso. Creo… creo que lo mejor es que cada uno regrese a su vida y…
—De acuerdo —asiente.
Su conformidad me bloquea.
De pronto quiero discutir aquello otra vez. No quiero que me haga caso. ¿Me estoy volviendo loca?
Veo el dolor y la rabia en sus ojos pero intento refrendar lo que acabo de decir y no abrazarla. Mi voluntad desaparece cuando estoy cerca de ella y necesito mantenerme firme, aunque yo misma me contradiga.
Mi antebrazo me da un pinchazo que me descompone el rostro entero y doy un salto. Me levanto.
—¡Diossss! ¡Qué dolor! ¡Joderrrrrrrrrrr! ¡Joderrrrrrrrrrrr!
Su gesto se contrae y se levanta. No sabe qué hacer mientras yo continúo con mi retahíla de quejidos y palabras malsonantes. El brazo me está matando.
—¿Te duele mucho?
—Sí. Voy a tomarme un calmante para el dolor o te juro que me va a dar algo.
Mi brazo palpita y el dolor se vuelve insoportable. Camino por el salón como una loca hasta que Yulia me hace detenerme.
—Siéntate —me ordena—. Llamaré a un amigo.
—¿A quién vas a llamar?
—A un amigo médico para que te vea el brazo.
—Pero si ya me lo han visto en el hospital…
—Da igual. Yo me quedo más tranquila si te lo mira Andrés.
Estoy tan dolorida que no me apetece hablar. Veinte minutos más tarde suena el telefonillo de mi casa. Yulia lo atiende y un minuto después aparece ante nosotros un hombre. Se saludan y el recién llegado se queda mirando el estado de la casa. Entre risas, Yulia cuchichea:
—Elena estaba haciendo limpieza general.
Se miran y sonríen. Y en ese momento, cabreada por cómo me duele el brazo, murmuro:
—Venga, no os cortéis. Si creéis que está desordenado, os doy permiso para que lo ordenéis. La escoba y la fregona están a vuestra entera disposición.
Mi mala leche los hace sonreír.
¡Graciosillos!
Al final, el recién llegado se me acerca.
—Hola, Elena, soy Andrés Villa. Vamos a ver, ¿qué te ha pasado?
—Me he quemado con la plancha y me duele horrores.
Asiente y coge unas tijeras.
—Dame el brazo.
Yulia se sienta a mi lado.
Siento su mano protectora en mi espalda y eso me reconforta. El médico corta mi vendaje con cuidado. Lo observa un rato, saca una especie de suero y lo echa sobre mi herida. Un alivio momentáneo me hace suspirar. Luego coloca unos apósitos mojados en ese líquido y vuelve a vendarme la herida.
—Te duele mucho, ¿verdad?
Hago un gesto afirmativo con mi cabeza.
No lloro porque me da vergüenza y él lo nota. Yulia también.
—Te inyectaré un calmante. Es lo más rápido para el dolor. Pero este tipo de heridas es lo que tienen, que son molestas. Tranquila, pasará pronto.
No rechisto.
Que me inyecte lo que le dé la gana pero que me quite ese horroroso dolor.
Mientras lo hace, lo observo. Él me mira y me guiña un ojo con complicidad. Tendrá unos treinta años. Alto, moreno y una bonita sonrisa. Cuando acaba, cierra su maletín, saca una tarjeta y me la entrega mientras nos levantamos.
—Para cualquier cosa, sea la hora que sea, llámame.
Miro la tarjeta y leo «Doctor Andrés Villa» y un número de móvil. Asiento como una tonta y meto la tarjeta en el aparador del comedor.
—De acuerdo, lo haré.
En ese momento, Yulia, me pasa la mano por la cintura en una actitud que me resulta posesiva, pone una mano sobre el hombro de su amigo y le dice:
—Si ella te necesita, yo te llamaré.

Andrés sonríe, Yulia me suelta y se dirigen hacia la puerta. Durante unos minutos, los oigo que murmuran algo pero no entiendo lo que dicen. Quiero que el dolor me abandone y eso es lo único que me interesa.
Vuelvo a tirarme encima del sillón. El dolor de mi brazo comienza a bajar de intensidad y siento que vuelvo a ser persona. Yulia regresa al salón y habla con alguien por el móvil mientras mira por la ventana. Cierro los ojos. Necesito relajarme.
No sé cuánto tiempo permanezco así, hasta que oigo sonar la puerta de mi casa. Veo a Tomás, el chófer de Yulia, entregarle un montón de bolsas. Cuando la puerta se cierra, Yulia me mira.
—He pedido algo de cena. No te muevas, yo me encargo de todo.
Hago un gesto con la cabeza y sonrío. ¡Genial! Necesito que me mimen.
Sin levantarme del sofá, oigo a Yulia trastear en la cocina. Un par de minutos después aparece con una bandeja donde lleva platos, tenedores, cuchillos y vasos.
—Le he pedido a Tomás que comprara comida china. Si mal no recuerdo, te gusta.
—Me encanta. —Sonrío.
—¿El dolor ha disminuido? —pregunta con seriedad.
—Sí.
Mi respuesta parece aliviarla.
Observo cómo Yulia coloca en la bandeja todo lo que ha traído y no puedo dejar de mirarla. Parece mentira que aquella joven que coloca los platos y los vasos sea la misma Icegirl implacable que aparece en ciertos momentos. Su gesto ahora es relajado y me gusta. Me gusta verla y sentirla así.
En cuanto acaba lo que hace, regresa a la cocina y aparece con la bandeja cargada de cajitas blancas. Se sienta a mi lado e indica:
—Como no sabía qué era lo que te gustaba, le he pedido a Tomás que trajera de todo un poco: arroz tres delicias, pan chino, rollitos de primavera, tallarines con soja, ensalada china, ternera con brotes de bambú, cerdo con champiñones, fideos chinos con verdura, langostinos fritos, pollo al limón. Y de postre, trufas. Espero que algo te guste.
Sorprendida por todo lo que ha dicho, murmuro:
—Madre mía, Yulia. ¡Aquí hay comida para un regimiento! Podías haberle dicho a Andrés que se quedara a cenar.
Niega con la cabeza.
—No.
—¿Por qué? Parece simpático…
—Lo es. Pero quería estar a solas contigo. Tenemos que hablar muy seriamente.
Resoplo y susurro:
—Tramposa. Estoy dopada y soy presa fácil.
Sonríe como respuesta.
—Come.
Ojeo todos los paquetes y me sirvo en el plato lo que me apetece. Todo tiene una pinta estupenda y, cuando lo degusto, aún sabe mejor.
—¿Dónde ha comprado Tomás esto? ¿De qué chino es?
—Lo ha preparado Xao-li. Uno de los cocineros del hotel Villa Magna.
Me la quedo mirando, incrédula.
—Estás comiendo auténtica comida china. No lo que en ocasiones creo imaginar que comes.
Le hago un gesto de asentimiento, divertida por lo que acaba de decir. Ella y su exclusividad.
Yulia está de buen humor y yo me alegro horrores. Estar con ella así, de buen rollo, es una maravilla. Cuando llega el momento del postre, va a la cocina, trae unas trufas y las deja ante mí.
Coge una cuchara, parte un trozo de trufa y la pone ante mi boca. Sonrío, abro la boca y tras hacer un sinfín de gestos con los ojos y la boca, murmuro:
—¡Diossssssssss! ¡Qué rico!
Yulia sonríe y vuelve a meterme otra trufa en la boca. La paladeo. Disfruto y me dispongo a pedir más, cuando ella se me adelanta.
—¿Puedo probarla yo?
Asiento. Pasa la trufa por mis labios, se acerca a mi boca y la chupa durante unos segundos con delicadeza hasta que dice, separándose de mí:
—Deliciosa.
La miro. Me mira y sonreímos.
Ese tonteo idiota es tan sensual que no quiero ser su amiga, quiero ser algo más. Y cuando voy a lanzarme sobre ella, desesperada porque me bese, me interrumpe:
—Len, hace un rato has dicho que…
—Sé lo que he dicho, olvídalo.
Yulia me mira… Piensa… piensa y, finalmente, añade sin cambiar su gesto:
—No vuelvas a decir eso de que yo te considero mi puta, por favor, Len. Me destroza pensar que tú piensas eso de mí.
—Vale… Se me fue la boca. Lo siento.
Sus dedos perfilan mis labios con delicadeza.
—Len… tú para mí eres especial, muy especial. —Nos miramos fijamente durante unos segundos. Al final cambia el tono de su voz y prosigue—: No puedes marcharte de mi lado sin darme una explicación y esperar que yo no me vuelva loca de preocupación. Prefiero que llames a mi puerta y me digas «¡Adiós!», a creer que estás y que no estés. ¿De acuerdo?
—Si no lo hice, fue porque que no quería llamarte gilipollas o algo peor.
—Llámamelo, si lo necesitas.
—No me des ideas —bromeo.
Sus labios se curvan.
—Por favor, no vuelvas a marcharte sin decirme nada.
—¡Valeeeeeeeee…! Pero que conste que pensaba regresar para continuar con el trabajo.
—No hace falta.
—¡¿No?!
—No.
—¿Por qué?
—Ha surgido algo.
—¿Me has despedido? Pero ¡si todavía no te he llamado gilipollas!
Yulia sonríe y me introduce otra trufa en la boca, para que me calle, supongo.
—He anulado las reuniones de la semana que viene y las he dejado para más adelante. Regreso a Alemania. Hay algo de lo que me tengo que ocupar y no puede esperar.
La trufa y la noticia me revuelven en el estómago.
¡Se va!
Pienso en Amanda. Ella y Amanda juntas en Alemania. El aguijón de los celos vuelve a picarme.
—¿Regresaras con Amanda? —pregunto, incapaz de mantener la boca cerrada.
—No, imagino que ella habrá regresado hoy. Y, en lo que concierne a Amanda, es una colega de trabajo y amiga. Sólo eso. Me confesó esta mañana la visita a tu habitación y…
—¿Has pasado la noche con ella?
—No.
Su contestación no me convence.
—¿Has jugado esta noche con ella?
Se recuesta en el sofá y asiente.
—Eso sí.
La imito. Pero mi humor ha cambiado.
—Me gusta jugar, no lo olvides. Y tú debes hacerlo también.
¡Oh…! ¡Qué bonito escuchar aquello!
Me tenso, pero no me puedo quejar. Ella siempre ha sido clara al respecto y no lo puedo negar. Pero como soy una cotilla, insisto en interrogarla.
—¿Lo pasaste bien?
—Lo habría pasado mejor contigo.
—Sí, clarooooo…
—Tú me proporcionas un inmenso morbo y un maravilloso placer. Actualmente, eres la mujer que más deseo. No lo dudes, pequeña.
—¿Actualmente?
—Sí, Len.
Eso me gusta, pero me disgusta al mismo tiempo. ¿Me estaré volviendo loca o soy masoquista profunda además de atontada?
—¿Entre todas las mujeres con las que juegas —pregunto, deseosa de saber más—, existe alguna especial?
Yulia me mira.
Entiende perfectamente mi pregunta. Pone una mano sobre mi muslo y añade:
—No.
—¿Nunca la ha habido?
—La hubo.
—¿Y?
Clava su intensa mirada en mí y me traspasa con ella.
—Y ya no está en mi vida.
—¿Por qué?
—Len… no quiero hablar de ello… Pero sí deseo que sepas que sólo tú has conseguido que tome un avión y te busque con desesperación.
—¿Eso debe alegrarme? —pregunto sarcástica.
—No.
Su contestación vuelve a desconcertarme. ¿A qué estamos jugando?
—¿Por qué no debe alegrarme?
Yulia piensa y medita bien su respuesta.
—Porque no quiero hacerte sufrir.
Aquello me deja sin palabras. No sé qué contestarle.
—Quizá sea yo la que te haga sufrir a ti —contesto, con toda la chulería que hay en mí.
Me mira… la miro…
Tras un incómodo silencio, suena mi móvil. Es Miriam, mi amiga de Barcelona. Me levanto y, y le digo que estoy en Madrid y que ya la llamaré. Yulia no se ha movido. Se ha limitado a mirarme casi sin pestañear. Mi brazo está mejor. No me duele, así que vuelvo al ataque.
—¿Por qué crees que puedes hacerme sufrir?
—No lo creo… lo sé.
—No me vale esa contestación. ¿Por qué?
Yulia me observa en silencio. Tengo la sensación de que estoy a punto de explotar, como una cafetera a presión.
—Tú eres una buena chica que merece a alguien mejor.
—¿A alguien mejor?
—Sí.
Me muevo inquieta. Sé de lo que habla, pero quiero que se exprese con claridad.
—Cuando te refieres a alguien es…
—Me refiero a alguien que te cuide y te trate como tú te mereces. ¿Quizá esa tal Anastasia?
Escuchar aquel nombre me deja sin palabras.
—No metas a Anastasia en esto, ¿entendido?
Yulia asiente. Volvemos a quedarnos en un más que incómodo silencio.
—Mereces a alguien que te diga bonitas palabras de amor. Te las mereces.
—Tú ya lo haces, Yulia.
—No, Len, no mientas. Eso no lo hago.
Intento relajar el ambiente, se está volviendo espeso.
—Vale… nunca me dices cosas cariñosas pero me tratas bien y veo que te preocupas por mí. ¿Por qué me dices todo esto?
—Len… sé realista —endurece su voz—. ¿La palabra «sexo» te da alguna pista?
Sonrío con amargura. Ella se da cuenta.
—Sí, claro que me da pistas —digo, interrumpiendo lo que estaba a punto de decir ella—. Me indica que entre tú y yo el sexo es lo que nos unió. Pero cuando dos personas se conocen y se atraen, lo primero que tiene que surgir entre ellos es química. Y tú y yo tenemos química.
—¿Con esa tal Anastasia también existe química?
De nuevo la menciona. Eso me molesta. Me enfurece ¿Qué le pasa con Anastasia?
—Espero tu respuesta, Len —insiste, al ver que no contesto.
—Vamos a ver, ¿quieres olvidarte de Anastasia de una vez? Eso pertenece a mi vida privada. ¿Te pregunto yo por tu vida privada? —Ella niega con la cabeza y yo añado—: No entiendo dónde quieres ir a parar, no creo haberte pedido nada y…
—Y yo no te daré nada que no sea sexo.
Su tajante respuesta me corta la respiración. No entiendo sus cambios de humor. Tan pronto me mira con devoción como me dice que entre nosotras sólo hay y habrá sexo.
—Me parece muy bien tu respuesta, Yulia. Soy lo suficientemente mayorcita como para poder elegir con quién quiero acostarme y con quién no.
—Por supuesto, y espero que lo hagas. Pero yo no te he dado opción.
—¿Ah, no?
—No, Len. Simplemente me gustaste y fui a por ti. Algo que hago siempre que alguien me atrae.
Aquella respuesta me toca la fibra sensible.
—¡Gilipollas! —le grito, enfurecida—. En este momento te estás comportando como una auténtica gilipollas.
No se mueve. No contesta.
Yulia se limita a mirarme y a aceptar mis insultos.
—Len… insúltame si quieres, pero sabes que es la verdad. Fui yo quien desde el primer día que te vi provoqué todo lo ocurrido. En el archivo. En el restaurante donde te llevé. En la habitación de mi hotel cuando miré cómo otra mujer te poseía. En el bar de intercambio de Barcelona. Tú nunca hubieras hecho nada de eso. Pero yo te he llevado a mi terreno. Acéptalo, pequeña.
—Pero, Yulia…
—Hace un rato que me has dicho que no quieres entrar en mis juegos, ¿lo has olvidado?
Tiene razón… vuelve a tener razón.
—Me gusta todo lo que hago contigo —respondo, perdiendo toda la razón que ella dice que tengo—. Tu juego me atrae y…
—Lo sé, pequeña, lo sé —dice mientras me toca la pierna—. Pero eso no quita que yo piense que no soy la mujer que te mereces y que quizá otra te haga más feliz. —Está claro en quién está pensando, pero esta vez no dice su nombre—. Mira, Len, me gusta el sexo, el morbo y adoro ver disfrutar a una mujer. En este momento, esa mujer eres tú, pero hay algo en mí que me dice que pare, que tú no deberías entrar en mi juego o…
—No soy la santa que tú crees. He tenido varias relaciones y…
Eso la hace sonreír y me interrumpe:
—Len… créeme que para mí eres una santa. Lo que tú has hecho con tus anteriores relaciones, nada tiene que ver con lo que yo quiero que hagas conmigo.
El estómago se me contrae.
Pensar en lo que ella quiere hacer conmigo me reseca el paladar.
—¿Qué quieres hacer conmigo?
—De todo, Len, contigo quiero hacer de todo.
—¿Hablamos sólo de sexo?
Esa pregunta la pilla por sorpresa.
Sus ojos no me engañan. Sé que hay algo que se guarda para ella y necesito saber qué es.
—No. Y ése es el problema. No debo permitir que te encariñes conmigo.
—Pero ¿por qué?
No responde.
Se limita a acercar su frente a la mía y a cerrar los ojos. No quiere mirarme. No quiere responder. Sé que le pasa como a mí. Siente algo más, pero no quiere aceptarlo.
¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?
Así permanecemos durante unos minutos, hasta que yo acerco mi boca a la suya y susurro:
—Te deseo.
Yulia sigue con los ojos cerrados. De pronto, parece muy cansada. No entiendo qué le ocurre.
—Hoy no, pequeña. Un mal movimiento y te puedo hacer daño en el brazo.
—Pero si ahora no me duele… —me quejo.
—Len…
—Te deseo y quiero hacer el amor contigo, ¿es tanto pedir? Pronto te irás y, por tus palabras, no sé si cuando regreses volveremos a estar juntas.
Mis palabras la conmueven.
Se lo veo en la cara. Finalmente acerca su boca a mi boca y me da un dulce beso lleno de cariño.
—¿Puedo quedarme contigo esta noche?
Asiento. Quiero que se quede siempre.
Pero sus palabras y en especial su mirada me suenan a despedida e, inexplicablemente, los ojos se me llenan de lágrimas. Yulia me las seca, pero no habla. Después se levanta y me tiende la mano. Se la tomo y juntas vamos hasta mi habitación.
Una vez allí se desnuda mientras la observo.
Yulia es grande, fuerte y sensual.
Su porte es soberbio y Femenino y eso me humedece no sólo la boca.
En cuanto está desnuda, saca de debajo de mi almohada mi pijama del Demonio de Tasmania, se sienta en la cama y yo me acerco a ella. Dejo que me desnude. Lo hace lentamente y con mimo, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando me tiene desnuda, se levanta y me abraza. Me abraza y me aprieta con delicadeza contra ella y siento que, a pesar de todo lo grande que es, se refugia en mí.
Estamos desnudas. Piel con piel. Latido con latido.
Agacha su cabeza en busca de mi boca. Se la doy. Se la ofrezco. Soy suya sin que me lo pida.
Sus labios se posan sobre los míos con una exquisitez y una delicadeza que me pone toda la carne de gallina y después hace eso que tanto me gusta. Me pasa su lengua por el labio superior y después por el inferior, y cuando espero el ataque a mi boca hace algo que me sorprende. Me coge con las dos manos la cabeza y me besa con sutileza.
Su húmeda lengua pasea con deleite por el interior de mi boca y yo le dejo hacer mientras siento entre mis piernas mi humedad y su erección. Cuando su dulce y pausado beso me ha robado el aliento, se separa de mí y se sienta de nuevo en la cama. No deja de mirarme y, atraída como un imán, me siento a horcajadas sobre ella.
—Pequeña… —me dice con su voz ronca—. Cuidado con tu brazo.
Asiento hipnotizada, mientras noto las yemas de sus dedos subir por mi columna y dibujar circulitos sobre mi piel. Cierro los ojos y disfruto del contacto y la finura de sus dibujos. Cuando los abro, su boca busca la mía y me besa con dulzura mientras me aprieta contra ella. Tranquilas y pausadas, permanecemos durante más de diez minutos prodigándonos mil caricias, hasta que mi impaciencia hace que me levante sobre sus piernas y yo misma introduzca su duro y excitado pene en mi interior.
Mi carne se abre para recibirla y jadeo al sentir su invasión. Yulia cierra los ojos con fuerza y siento que se contrae para mantener su autocontrol. Lentamente muevo mis caderas de adelante hacia atrás en busca de nuestro placer. Espero un azote, un fuerte empellón que me traspase, pero no. Yulia sólo me mira y se deja llevar como una ola en calma por mis movimientos.
—¿Qué te ocurre? —susurro, inquieta—. ¿Qué te pasa?
—Estoy cansada, cariño.
Su erótica voz al llamarme cariño, sus palabras y la suavidad de sus dedos al pasar por mi cuerpo me avivan.
¡Ahora lo entiendo!
Intenta hacer lo que le acabo de pedir. Me hace el amor. Nada de azotes. Nada de fuertes penetraciones. Nada de exigencias. Pero en ese momento, hundida dentro de ella, yo no quiero eso. Yo quiero acceder a sus caprichos, a sus reclamaciones. Quiero que su placer sea mi placer. Quiero… quiero… quiero.
Conmovida por el control que veo en su mirada, me dejo llevar por mi placer, decido aprovechar lo que hace por mí y hacerla cambiar de idea para que me posea como yo deseo que lo haga. Acerco su boca a mis pechos. Yulia los acepta y los lame con docilidad, con mimo. El calor se apodera de mí, mientras siento que ella ha dejado en mis manos el momento. Me muevo en círculos en busca de mi propio placer y lo consigo. Jadeo. Me aprieto contra ella. Chillo y vuelvo a jadear. Su cuerpo tiembla mientras el mío vibra enloquecido porque su lado rudo y salvaje tome los mandos de la situación y me penetre con avidez.
¡La necesito!
¡La anhelo!
Quiero que mis demandas sean las suyas, pero Yulia se niega. No quiere entrar en mi juego y, finalmente, cuando el calor inunda mi atizado deseo, apoyo mis brazos en sus muslos y soy yo la que me muevo con brusquedad. Busco mi placer, me muero por encontrarlo. Cuando el orgasmo me llega, grito y me arqueo sobre ella y, entonces, sólo entonces, Yulia me agarra de la cintura. Siento la tensión de sus manos, cómo me aprieta una sola vez hacia ella y luego se deja llevar en silencio.
Permanezco abrazada a ella unos minutos.
No entiendo por qué se ha comportado así.
—Len… a esto me refiero. Para que yo disfrute en el sexo, necesito mucho más.
Me niego a mirarla.
Me niego a dejar de abrazarla.
No quiero que esto acabe y, menos aún, perderla.
Pero, finalmente, Yulia se levanta de la cama y me arrastra con ella. Coge un pañuelo de papel de mi mesilla y me limpia. Después se limpia ella. Sin hablar, coge el pijama del Demonio de Tasmania. Me pone el culotte y después la camiseta de tirantes. Ella se pone los Boxers. Apaga la luz y me obliga a tumbarme junto a ella. Esta vez me da la vuelta y me agarra por detrás. Teme hacerme daño en el brazo. No hablamos. No decimos nada. Sólo intentamos descansar mientras las dos oímos el sonido de nuestras respiraciones en nuestra despedida.
Me despierto sobresaltada.
Miro el reloj. Las cuatro y treinta y ocho.
Estoy sola en la cama. ¿Dónde está Yulia?
Me asusto. No quiero que se haya ido. Me levanto con rapidez. Cuando llego al salón veo que se echa unas gotas en los ojos, se mete algo en la boca y da un trago del vaso de agua. Después se sienta, se pone los cascos de mi iPod para escuchar música y cierra los ojos. La observo durante unos minutos y sonrío. ¡Está escuchando música!
Al oírme, abre los ojos y se levanta.
—¿Estás bien?
Mientras me trago las lágrimas de felicidad por ver que aún está allí, me toco el brazo y respondo:
—Sí. Es sólo que, al no verte, creí que te habías marchado.
Yulia sonríe.
—Duermo poco. Ya te lo dije.
—Oye… He visto que te tomabas algo, ¿qué era?
—Una aspirina. Me duele la cabeza —responde con una encantadora sonrisa.
Convencida con su respuesta, me dirijo a la cocina. Necesito beber agua.
Cuando abro el frigorífico, veo las trufas y se me antoja comerme alguna. Bebo agua, pongo un par de trufas en un plato y regreso al salón. Yulia, que está sentada en el sillón, sonríe al verme.
—Golosa.
Divertida, le devuelvo la sonrisa y me doy cuenta de que su gesto es cansado. Normal, no duerme. Me siento a su lado.
—Me encanta esta canción.
Le quito uno de los cascos, me lo pongo en mi oreja y oigo la voz de Malú.
—A mí también. La letra me recuerda a nosotras.
Ella asiente. Yo cojo una de las trufas con la mano y comienzo a mordisquearla.
Sonríe.
¡Dios! ¡Me encanta verla sonreír!
—¿Puedo probar la trufa?
—Claro.
Y, cuando veo que va a darle un mordisco a la trufa que tengo en mis manos, la acerco a mi boca, la restriego en mis labios y murmuro:
—Ya puedes probar.
Vuelve a sonreír. Se le ilumina la mirada y obedece sin rechistar. Sus labios toman los míos y, con una calma y placidez que me pone a mil, los chupa, los lame y lo finaliza con un dulce beso.
—Exquisita… la trufa también.
Cuando dice eso, suelto el resto de la trufa en el platito que he dejado encima de la mesa y me levanto. Me quito el pijama y, sólo con las bragas puestas, me siento a horcajadas sobre ella.
Hasta el momento tenía tres adicciones. La Coca-Cola, las fresas y el chocolate. Pero ahora le sumo una más fuerte y poderosa llamada Yulia. La deseo… La deseo y la deseo. Da igual la hora, el momento o el lugar… la deseo.
Sorprendida por aquello, se quita los cascos.
—¿Qué haces, Len?
—¿Tú qué crees?
—Me duele la cabeza, nena…
Como respuesta, la beso. Un beso caliente, cargado de erotismo y lleno de anhelos.
—Len…
—Te deseo.
—Len, ahora no…
—Yulia, ahora sí. Te deseo con exigencias. Con demanda. Con pretensión. Quiero que me folles. Quiero que disfrutes de mí. Quiero todo lo que tú desees y lo quiero ahora.
Se acomoda en el sillón y, con cuidado, me rodea con sus brazos la cintura. La miro y veo que no esperaba mis exigencias y que la vuelven loca. Mis caderas toman vida propia y se mueven sobre ella. Su respuesta es inmediata. Noto cómo crece su duro pene y eso me activa más.
Una de sus manos abandona mi cintura para subir por mi espalda hasta llegar a mi pelo. Lo agarra y tira de él. Sí… ¡ésa es Yulia!
Mi cuello queda totalmente expuesto ante su boca y lo chupa. Lo lame con ansiedad, con capricho y me hace suspirar de placer.
Su otra mano abandona mi cintura y llega hasta mis pechos, que quedan ante ella. Su boca carnosa se dirige hacia ellos. Los chupa. Los devora. Me mordisquea los pezones y los endurece. Me aviva.
Me suelta el pelo y puedo volver a mirarla a la cara. Sus manos están a cada lado de mis pechos y, con reclamación, los junta y los aprieta para meterse los dos pezones en la boca.
—Me vuelves loca…
—Tú a mí más, aunque a veces eres una gilipollas.
Sonríe. Me pego a ella.
—Len… tu brazo. Cuidado. Vas a hacerte daño.
Su preocupación por mí me chifla. Cuando va a tomar las riendas de la situación, le sujeto las manos y susurro cerca de su boca:
—No… Yulia… tu castigo por no haber cooperado conmigo hace unas horas en mi cama, será que yo mando.
—¿Mi castigo?
—Sí. Creo que voy a tener que empezar a castigarte como tú a mí.
—Ni lo sueñes, pequeña.
Su mirada cargada de erotismo consigue enajenarme.
Durante unos segundos, se resiste a dejar que sea yo quien lleve la batuta, quien la posea, pero al final noto que sus manos regresan a mis piernas y, mientras las pasea por ellas, murmura:
—De acuerdo… pero sólo por hoy.
Decido jugar a su juego y me dejo llevar por el morbo. Cojo sus manos y las retiro de mis muslos mientras le ordeno.
—Prohibido tocar.
Gesticula. Quiere protestar y frunzo el ceño.
Cuando veo que se queda quieta, me agarro los pechos y los acerco a su boca. Se los ofrezco. La obligo a que primero me chupe uno y después el otro y, cuando mis pezones vuelven a estar tiesos, se los retiro de la boca y sonrío. Yulia gruñe.
—Dame tu mano —le pido.
Me la entrega y la paseo por mi pierna hasta llegar a la cara interna de mis muslos. Le dejo tocarme y pronto introduce un dedo bajo mis bragas. Dejo que se encapriche más de mí y, cuando se anima, la obligo a que saque el dedo y se lo llevo a su propia boca.
—Resbaladiza y húmeda, como a ti te gusta.
Intenta cogerme de nuevo por la cintura y le doy un manotazo.
—Prohibido tocar, señorita Volkova.
—Señorita Katina… modere sus órdenes.
Sonrío, pero ella no. Eso me gusta.
Subo mi mano izquierda hasta su cuello, la meto entre el sillón y ella y le agarro del pelo con cuidado. No quiero que le duela más la cabeza. Su cuello queda expuesto totalmente ante mí, mientras siento el latido de su corazón entre mis piernas.
—Señorita Volkova, no olvide que ahora mando yo.
Saco mi lengua y le chupo el cuello. Me deleito con su sabor y finalmente acabo en su boca. Adoro su boca. Le devoro los labios y oigo un gemido gutural salir de su interior.
—Me encantan tus ojos —murmuro—. Son preciosos.
—Yo los odio.
Me hace gracia su comentario. Yulia tiene unos maravillosos ojos azules que estoy segura que causan furor allá por donde vaya. Cada segundo que pasa me siento más alterada, acerco mis pechos de nuevo a su boca y, cuando ella me los va a chupar, se los retiro. Sin dejar de mirarla a los ojos, me escurro entre sus piernas y, con cuidado de no darme en el brazo, meto mi mano bajo sus boxers, agarro su caliente pene y saco todo ello al exterior.
¡Oh, Dios! Es impresionante.
El poderoso latido de aquel grueso glande hinchado hace que la vagina me tiemble de impaciencia. Y cuando acerco mi boca hasta su rosado capullo y me lo introduzco, lo siento temblar a ella. Mi lengua, deseosa, pasea por su pene y le reparto cientos de dulces besos cargados de erotismo y perversión. Juego mimosa hasta que sus jadeos por lo que le hago me hacen mirarla y veo que tiene la cabeza recostada en el sofá y los ojos cerrados. Su mandíbula está tensa y tiembla de gozo. ¡Oh, sí… sí! De pronto, noto sus manos en mi cabeza y digo para que me escuche:
—Imagina que estamos en el club de intercambio y alguien nos mira y se muere porque tú le permitas tocarme, mientras me haces el amor con la boca delante de ella. ¿Te gusta?
—Sssí… —consigue decir mientras enreda sus dedos entre mi pelo.
Noto sus caderas moverse y su pene se acomoda aún más en mi boca. Eso me da fuerzas para continuar mientras siento cómo todo ella se contrae de placer. Con delicadeza, mordisqueo alrededor de su capullo y me paro en una finita tela. Mi lengua se desliza por ella consiguiendo que Yulia se mueva y resople y más cuando finalmente la agarro con mis labios y tiro de ella.
Como si de un helado se tratara, lo chupo, lo degusto. Recuerdo la trufa que hay sobre la mesa y sonrío. Cojo un poco con mi dedo, lo unto en su pene mientras me recreo y murmuro que otro día será él quien unte esa trufa en mi clítoris para que otras me chupen. Yulia jadea, muerta de placer.
Con mi otra mano libre le agarro sus pechos y se los toco. Yulia tiene un espasmo, después otro y sonrío al oírla resoplar.
Anhelante de su pene, regreso a él. Lo meto con mimo en mi boca, pero ya está tan enorme e hinchado que no cabe, por lo que decido subir y bajar mi lengua por él mientras el sabor a trufa me hace disfrutar más y más. Le enloquece lo que hago, lo que le digo, así que lo repito una y otra vez hasta que sus jadeos son más continuos y fuertes. Sus caderas me acompañan, sus dedos en mi pelo se tensan y me embiste en la boca.
La sensación me embriaga. Estoy poseyéndolo con mi boca y me gusta tenerla entre mis manos y bajo mi merced. Pongo una de mis manos sobre sus marcados abdominales y le clavo las uñas. Subo hasta apretar sus pezones con mis dedos, eso la hace jadear más mientras sus caderas no paran de moverse. Agarro su glande endurecido con mis manos y comienzo a masturbarla con embestidas potentes, como a ella le gustan, mientras fantaseo sobre lo que otra mujer me estaría haciendo a mí.
El cuerpo de Yulia se contrae una y otra vez, pero se niega a dejarse llevar.
—Súbete en mí, Len… Por favor, hazlo.
Su voz implorante y mi deseo por ella me llevan a obedecerla.
Me siento a horcajadas sobre ella y entonces me penetra. Estoy mojada y resbaladiza. Se encaja totalmente en mí y las dos gritamos.
—¡Dios, nena, con lo que dices me vuelves loca!
Mimosa y dispuesta a todo, lo miro.
—Eso quiero… Jugar contigo a todo lo que quieras porque tu placer es el mío y yo deseo probarlo todo contigo.
—Len… —jadea.
—Todo… Yulia… todo.
Noto cómo se abre paso en mi interior. Enloquecida, me sujeto a sus hombros mientras ella me agarra con posesión del culo y con su demanda me hace subir y bajar para encajarse en mí una y otra vez mientras me mira y me come por el deseo.
Su glande duro y caliente, entra y sale de mí con desesperación, mientras mi vagina se contrae y lo succiona. Muevo las caderas frenéticamente y tiemblo mientras Yulia, con movimientos devastadores y duros, continúa llevándome hasta el clímax.
Mis pechos saltan y chocan con los pechos de della, cuando su boca me agarra un pezón y me lo muerde al tiempo que me penetra, un orgasmo devastador toma mi cuerpo. Mientras, ella me colma de largas embestidas hasta que no puedo más y la oigo sisear mi nombre entre jadeos y contracciones. Cuando todo acaba y quedo sobre ella extasiada y húmeda, me doy cuenta de una gran verdad. Estoy total y completamente sometida y enamorada de ella.

Después de un maravilloso sábado juntas, el domingo de madrugada me despierto sobre las seis de la mañana y oigo unos extraños ruidos en el baño. Me levanto y me sorprendo al ver a Yulia vomitando. Al verme aparecer, me pide enfadada que salga y que espere fuera. Le hago caso y cuando sale, con gesto dolorido, se sienta en el sillón y cierra los ojos.
—¿Qué te ocurre?
—Algo me debió de sentar mal anoche.
—¿Quieres una manzanilla para que te asiente el estómago?
Yulia, con los ojos cerrados, niega con la cabeza y murmura:
—Por favor… apaga la luz y vete a dormir.
—Pero…
—Len —susurra, enfadada.
—Pero qué gruñona eres, ¡por Dios! —insisto.
—Vale… soy una gruñona. Ahora, por favor, haz lo que te pido.
Sin decir nada más desaparezco y me tumbo en la cama. No quiero darle muchas vueltas a lo ocurrido. Intento entender que, si está mal, lo que menos le apetece es tenerme a mí al lado haciéndole preguntas. Me duermo y me despierto sobre las diez. Nada más abrir los ojos, veo a Yulia a mi lado. Sonríe y su apariencia es buena.
—Buenos días.
—Buenos días… ¿estás mejor?
—Perfecta. Como te dije algo me debió de sentar mal. —Voy a hablar y dice—: Mira lo que he preparado para ti.
A mis pies hay una bandeja con el desayuno. Y, sobre ella, una flor de papel. Como una tontorrona, la cojo y sonrío. Ella me besa y murmura:
—Déjame un hueco en la cama, luego desayunamos, ¿te parece?
—Sí.
A las doce, tras hacer el amor, la veo tan bien, tan repuesta, que le propongo enseñarle el popular Rastro de Madrid. La arrastro hasta el metro, un lugar en el que Yulia nunca ha estado.
—En algo soy la primera —le murmuro, haciéndola reír—. La primerita que te ha llevado al metro de Madrid.
Cuando nos bajamos en la parada de metro de La Latina, su sorpresa es mayúscula. Ver tanta cantidad de gente de toda índole la sorprende.
Se empeña en comprarme unos pendientes de plata que he estado mirando en un puestecito. Para mi gusto, cuarenta euros es carísimo. Para su gusto, una baratija. Al final acepto. Pero a cambio, en otro puesto le compro una camiseta de Madrid con el mensaje «Lo mejor de Madrid… tú» (se que somos de Rusia pero caramba, la conocí acá). Le hago quitarse su camisa en medio del rastro y le insto a que se ponga la camiseta que yo le he comprado. Accede y está guapísima con ella puesta.
Nos hacemos unas fotos con mi móvil y las guardo como mi mayor tesoro.
Encantada, paseamos de la mano como una pareja más, hasta que, al llegar frente a un puesto de lamparitas hippies, quiere comprar dos para llevárselas a Alemania y acordarse de su visita al rastro. Me hace elegir y yo elijo dos de color lila claro. Cuando las paga, me confiesa que una es para mí. Eso me emociona. Cada una tendrá una en su hogar y, siempre que las miremos, nos acordaremos de la otra.
Tras aquello, caminamos un rato más por el rastro hasta que Yulia se niega en redondo a seguir. La gente me da sin querer en el brazo y no quiere que nadie me haga daño. La horroriza que vuelva a sentir dolor. Al final, por no escucharla, accedo a marcharnos y cogemos un taxi. La llevo a comer al Retiro.
Le propongo un par de restaurantes, pero ellaprefiere algo más íntimo.
Al final, compro unos bocadillos de tortilla y nos sentamos en el mullido césped a comer, mientras reímos y revisamos las bonitas lamparitas.
—Son preciosas, ¡me encantan!
—Sí. Son muy bonitas.
Yulia sonríe.
—¿Llevas pintalabios en el bolso?
Al escuchar aquello la miro y achino los ojos.
—¿A qué clase de pintalabios te refieres? Te recuerdo que estamos en un parque y no quiero acabar en el calabozo por escándalo público.
La carcajada que suelta me reaviva el alma y ella responde a mi risa dándome un impulsivo beso en la punta de la nariz.
—No me refiero a lo que tú crees, viciosilla, me refiero a un simple pintalabios, ¿llevas?
Abro mi bolso. Saco un pequeño neceser y, satisfecha, se lo enseño.
—Píntate los labios —me pide.
Sorprendida, lo comienzo a hacer, pero me detengo a medio pintar.
—¿Para qué es?
—Hazlo.
—No. Primero quiero saber para qué es.
Se encoge de hombros y suspira.
—Quiero que tus labios estén en la pantalla de mi lámpara, junto a tu nombre.
—¡Vaya! ¡Me encanta la idea! Pero entonces yo quiero lo mismo en la mía.
—¿Quieres que me pinte los labios?
—Sí —respondo divertida.
—¡Ni hablar!
—Venga, mujer —protesto—. Yo también quiero tus labios en mi lámpara junto a tu nombre.
Durante unos minutos bromeamos. Nos reímos. Pero al final las dos nos pintamos los labios y los plantamos en las lámparas. Nos limpiamos el carmín con un pañuelo de papel y Yulia me entrega un bolígrafo. Bajo mis labios pongo: «Elena», y ella bajo los suyos: «Yulia».
—Ahora es más bonita —indica, divertida—. Tus labios revalorizan la lámpara y siempre que los vea en Alemania me acordaré de ti.
Eso me entristece. Regresa a Alemania en su jet privado y se aleja de mí. Ya la añoro y todavía no se ha ido.
Cuando acabo el bocata, me tumbo en el césped y ella me imita.
—Volverás, ¿verdad? —le pregunto, incapaz de mantenerme callada.
Como siempre, lo piensa antes de contestar.
—Claro que sí, pequeña. Parte de mi empresa está en España.
Respiro aliviada.
—¿Qué es eso tan importante que te hace interrumpir tu viaje? —sigo preguntando.
No responde. Sólo me mira.
—Es una mujer —gruño—, ¿verdad?
—No.
—¿Entonces?
—Tengo obligaciones que no puedo desatender y he de regresar.
Su contestación es tan cortante que decido callar.
¡Me estoy pasando!
Miro la copa de los árboles. Hace aire y me encanta ver cómo se mueven. Eso me relaja. Yulia pone su cabeza en mi campo de visión y me besa.
—Len… —comienza a decir, mientras se separa de mí.
—Tranquila. Me he pasado. Soy una preguntona.
—Len…
—Que sí… que me he enterado. Que no soy nadie para preguntar.
—Len, escúchame, por favor.
Su tono de voz hace que la mire.
—Prométeme que vas a continuar con tu vida tal y como era antes de que yo irrumpiera en ella.
Voy a contestar, pero ella me pone la mano en la boca para continuar:
—Necesito que me prometas que saldrás con tus amigos y lo pasarás bien. Incluso que volverás a quedar con la tipa esa con la que te metiste en los baños de aquel bar y con esa tal Anastasia, de Kazan. Quiero que lo que ha pasado entre nosotras quede como algo que ocurrió y nada más. No quiero que le des importancia y…
—Vamos a ver. —Quito con brusquedad su mano de mi boca—. ¿A qué viene ahora esto?
—Viene a colación de lo que hablamos en tu casa.
Al recordar la conversación, me enfurezco.
Me voy a levantar del suelo, pero ella se sienta a horcajadas sobre mí, me sujeta los brazos por encima de mi cabeza y me inmoviliza.
—Necesito que me prometas lo que te he pedido.
—Pero, Yulia, yo…
—¡Prométemelo!
No entiendo qué pasa.
No entiendo por qué quiere que le prometa lo que pide. Pero la determinación en sus ojos me hace decirle:
—Vale, te lo prometo.
Su gesto se relaja, baja hacia mi boca e intenta besarme. Yo retiro la cara.
—¿Me acaba de hacer la cobra, señorita Katina?
—Sí.
—¿Por qué?
—Sencillamente porque no quiero besarte.
Divertida, curva sus labios.
—¿En este momento para ti soy una gilipollas?
—Pues sí. En toda su extensión, señorita Volkova.
Yulia me suelta y se tumba a mi lado. Las dos miramos las copas de los árboles y no hablamos. Minutos después siento que me coge de la mano. La aprieta y yo la acepto.
Una hora después, su móvil suena. Es Tomás. Nos espera a la salida del Retiro que está enfrente de la Puerta de Alcalá. En silencio, cogidas de la mano, caminamos por el parque hasta llegar al coche. Tomás, al vernos, nos abre la puerta y montamos. Una vez en el interior, noto la mirada pensativa de Yulia. Quiero saber qué piensa. Pero no quiero preguntar. Y cuando llegamos a mi casa, saca mi lamparita de la bolsa, me la entrega y me da un suave beso en los labios, mientras me retira el pelo de la cara.
—Siempre que la mire, me acordaré de ti, pequeña —murmura.
Asiento. No puedo hablar. Esto es una despedida.
Si hablo, lloro y no quiero que me vea llorar. Finalmente, sonrío, ella cierra la puerta y se va.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:48 pm

Lunes
El despertador suena a las siete de la mañana.
¡Qué asco madrugar!
Me levanto y me meto en la ducha sin ganas. Estoy agotada. No he podido dormir pensando en Yulia. Cuando regreso a la habitación para vestirme, fijo mi mirada en la lamparita. Me siento en la cama y, con añoranza, paso mis dedos por el dibujo de sus labios y su nombre. Durante un buen rato me dedico a mirarlo mientras pienso en ella.
Finalmente me levanto de la cama. Tengo que ir a trabajar. Me visto y cojo mi coche.
Cuando llego al trabajo, dejo el bolso sobre la mesa y siento que alguien se acerca a mí por detrás. Es mi compi, Vlad.
—Buenos días, preciosa.
—Buenos días.
Al ver mi desgana, se aproxima todavía más y me observa.
—Vaya… —murmura—. ¿Icegirl te hizo trabajar más de la cuenta? Tu pinta es horrible.
Su comentario me reactiva.
—Sí —le digo, sonriendo—. Es un poco negrera en el trabajo. Pero por lo demás, bien.
De pronto Vladimir se percata del vendaje de mi brazo.
—Pero ¿qué te ha pasado?
Sin ganas de dar muchas explicaciones, musito:
—Me quemé con la plancha.
Vlad asiente y vuelve a preguntar:
—¿Cuándo regresaste del viaje?
—El viernes por la noche. De momento se han cancelado las reuniones que teníamos porque la señorita Volkova tuvo que regresar a Alemania.
Vladimir mueve su cabeza afirmativamente. Me coge del brazo y dice:
—Vamos. Te invito a desayunar y me cuentas qué te pasa.
En el desayuno, para justificar mis ojeras, hablo de Curro. El simple hecho de nombrarlo me llena los ojos de lágrimas y es un buen pretexto para que no se percate de lo que realmente me pasa. Veinte minutos después, una vez acabados los desayunos, regresamos a nuestros puestos de trabajo. Hay mucho que hacer.
Mi jefa me saluda a medida que pasa por mi lado y me pide que entre en su despacho. Desea que le informe de qué tal ha ido todo y lo que le explico parece agradarle. Tras eso, me carga de trabajo. Su manera de decirme lo enfadada que está por que la jefaza me llevara a mí y no a ella es ésa: ¡agobiándome con el trabajo! Cuando salgo de la oficina por la tarde estoy agotada, pero decido ir al gimnasio. Necesito desfogarme y allí lo consigo.
Martes
Le envío un e-mail a Yulia… No contesta.
Mi jefa me satura. Está tremendamente impertinente.
Cualquier día la mando a la **** y me voy al paro de cabeza.
Anastasia me llama. Hablo con ella e insiste para que adelante mi viaje a Kazan.
Miércoles
Vuelvo a enviarle otro e-mail a Yulia… Tampoco contesta.
Hoy he tenido que salvarle el culo a mi jefa.
Gerardo, el jefe de personal, llegó de improviso y tuve que ingeniármelas para que no pillara a la calentona de mi jefa y a Vlad en actitud no muy profesional en el despacho.
Jueves
Me niego a enviarle más correos a Yulia. Pero al final no lo puedo remediar y le envío uno en el que sólo pone «¡Gilipollas!».
Viernes
Mi desesperación es máxima.
Ni una noticia. Ni una llamada. Nada.
No sé absolutamente nada de ella. Y eso me hace entender que efectivamente fui su juguete durante unos días y ahora sólo espero olvidarme yo de ella.
Mi jefa es una borde. Hoy me ha montado un numerito delante de varios compañeros. No la he mandado a hacer puñetas porque hay mucho paro, porque si no… ésta se iba a enterar de quién es Elena Katina.
Por la tarde, me llama mi amiga Azu y quedo con ella para ir al cine. Vamos a ver la película Tengo ganas de ti y lloro… lloro como una magdalena. Es preciosa y triste a la vez. Me siento como Ginebra, una guerrera luchadora e incomprendida, y enamorada hasta las trancas de un hombre que guarda secretos.
A la salida, mis amigos, que nos esperan, se ríen de mí. Ninguno entiende que llore por una película y proponen ir a tomar unos pinchos a la plaza Mayor. Saben que me gustan y eso me alegrará.
Entre pincho y pincho, caen muchas cervezas y por fin consigo sonreír. De allí nos vamos a tomar unas copas y, a las cuatro de la mañana, ¡por fin vuelvo a ser yo! Río, me divierto y bailo como una loca, aunque para eso me he bebido los suministros de ron con Coca-Cola de todo Madrid.
A la mañana siguiente, el zumbido de la puerta me despierta.
Me tapo la cabeza con la almohada, pero el zumbido sigue y sigue… Cabreada, me levanto y descuelgo el telefonillo.
—¿Quién es?
—Hola, tita. Somos mami y yo.
Lo que me faltaba.
¡Mi hermana!
Les abro la puerta con desgana. Comenzar el día con la negatividad de mi hermana me desespera, pero no tengo escapatoria. Mi pequeña sobrina se tira a mis brazos como una bomba nada más verme y mi hermana, al ver mi estado, pasa sin decir ni mu y rápidamente pone la tele. Busca el canal de los niños y, en cuanto sale Bob Esponja, la pequeña desaparece de nuestro lado. Menudo enganche tiene a esos ridículos dibujos.
Entro en la cocina, como un espíritu.
Me preparo un café y mi hermana me sigue. Su gesto es serio y presiento que va a acribillarme a preguntas. Veo cómo encoge el cuello.
—Lo primero, dame mi copia de las llaves de tu casa ahora mismo.
Con ganas de degollarla, voy hasta el aparador de la entrada, las saco y se las pongo en la mano en cuanto llego de vuelta a la cocina.
—Lo segundo —prosigue—, eres una mala hermana. Te he llamado cientos de veces durante estos días y no me has devuelto las llamadas. ¿Y si hubiera pasado algo grave?
No contesto. Tiene razón. A veces soy una descerebrada y esta vez asumo que lo he sido.
—Y lo tercero, ¿qué narices te pasa para que tengas esta pinta tan desastrosa?
—Anya, anoche salí de juerga y me he acostado a las siete de la mañana. Estoy destrozada.
Mi hermana se prepara otro café y se sienta frente a mí.
—Desde luego, la juerga ha tenido que ser apoteósica. Tu pinta lo dice todo.
—Lo ha sido —murmuro, mientras cojo una aspirina. La necesito.
—¿Fue con la mujeraza ese con la que sales?
—No.
Su gesto se descompone y el mío más al pensar en Yulia.
A mi hermana, Azu y mis amigos no le gustan. Eso de que lleven piercings en la ceja y tatuajes le parece algo de delincuentes. Está muy equivocada, pero como ya se lo he intentado explicar muchas veces, paso de seguir con el mismo rollo. Que piense lo que le salga del mismísimo mondongo.
—Cuchuuuu… no me digas que la juerga ha sido con esos amigos que tienes porque me cabreo.
Me encojo de hombros y suelto:
—Cabréate. Así tendrás dos oficios: cabrearte y descabrearte.
—¿Y qué me dices de Yulia? Así se llama, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sigues con ella?
—No.
—Pero ¿por qué?
—¿Y a ti que te importa, Anya?
—Por Dios, Elena, parecía una tía que se viste por los pies. ¿Cómo la dejas escapar?
Ese comentario es de mi padre, pero, no contenta con lo que ha dicho y a pesar de que la miro con mi gesto de «¡Cállate o te callo yo de un puñetazo!», prosigue:
—Desde luego, Elena, no te entiendo. Anastasia, la hija del Bicharrón bebe los vientos por ti y tú pasas de ella y ahora, para otra mujer interesante, decente y con pinta de seria que se fija en ti, ¡la pierdes!
—Joder… ¡¿te quieres callar?!
Mi hermana arruga el cuello. Uy, mal asunto.
—Pues no. No me voy a callar. Llevo sin verte demasiados días y cuando te llamo no me coges el teléfono. Y hoy vengo a verte y te encuentro hecha una piltrafa humana por haber salido con tus amigotes. Y encima ya no estás con Yulia.
Resoplo. Resoplo y resoplo.
Y, cuando creo que ya no tengo más aire viciado en mi cuerpo que soltar, miro a la plasta de mi hermana.
—Mira, Anya, no tengo ganas de hablar sobre Yuloia, ni sobre mis amigos, ni sobre Anastasia, ni sobre nada. ¡Todo eso me importa una ****! Llevo una semana de perros en el trabajo y anoche salí porque necesitaba divertirme y olvidarme de todas las cosas que me machacan la cabeza. Y ahora tú estás aquí gritándome como una posesa sin corazón, sin querer darte cuenta de que la cabeza me estalla… Y como no te calles te juro que soy capaz de hacer cualquier cosa, y no buena, precisamente.
Mi hermana mueve su café, le da un trago y, tras dejarlo sobre la mesa, se le arruga la cara, pone gesto de perro pachón y se pone a llorar.
¡Perfecto…! ¡Lo que me faltaba!
Al final, abandono mi silla para acercarme a ella y la abrazo.
—Vale… perdona, Anya. Perdona por haberte gritado así. Pero ya sabes que no soporto que te metas en mi vida y…
—Tengo algo que explicarte y no sé cómo hacerlo, cuchufleta.
Aquel cambio en la conversación me desconcierta.
—Vamos a ver, ¿otra vez estamos con que Dim te engaña?
Mi hermana se seca los ojos. Se levanta. Observa a mi sobrina desde la puerta y, acercándose de nuevo a mí, murmura:
—Elena. Te he llamado mil veces para explicártelo.
Asiento. He visto sus llamadas perdidas pero he pasado de ella. Me siento fatal.
—Yo… yo es que no sé por dónde empezar —cuchichea—. Es todo tan… tan…
Eso me pone la carne de gallina y me comienza a picar el cuello. ¿Será cierto que el atontado de mi cuñado la engaña? Convencida de que esta vez la cosa es grave, le tomo las manos.
—Tan ¿qué?
Mi hermana se tapa la cara con las manos y yo me quiero morir de angustia. Pobrecita. Soy peor que una bruja. La conozco y lo está pasando fatal.
—Es que me da vergüenza.
—Déjate de vergüenzas. Soy tu hermana.
Anya se pone como un tomate. Se lleva la mano al cuello, baja la voz y cuchichea:
—Dimitry y yo hablamos seriamente la semana pasada cuando vino de su viaje. —Hago un gesto de comprensión con la cabeza. Eso es un buen comienzo—. Me ha dicho que no tiene ninguna amante y que me quiere, pero…
—¿Pero?
—Al día siguiente de nuestra conversación, el miércoles de la semana pasada, cuando Irina se durmió cerró la puerta del salón y… y… puso una peli de esas guarras.
—¿Una peli porno?
—Sí. ¡Oh, Dios…! ¡Qué cosas vi!
Me río. No puedo remediarlo.
—Venga, Anya, no me seas antigua. Verías a gente dale que te pego y…
—… Y tríos y orgías y…
—Vaya… veo que Dim te culturizó.
Ambas soltamos una carcajada.
—Reconozco que ver eso me subió la libido a mil y… bueno… —susurra—… Una cosa llevó a la otra e hicimos el amor en el salón. ¡En el suelo!
—¡Vaya no me digas!
—Como te lo cuento.
Divertida por saber que a mi hermana hacer sexo en el suelo le parece inaudito, musito:
—Bueno, ¿y qué tal?
Sonríe. Se muere de la vergüenza y murmura sin mirarme:
—¡Oh, Elena…! Fue como cuando éramos novios. Pasión en estado puro.
La agarro de las manos y la incito a mirarme.
—Eso es fantástico. ¿No es lo que querías? ¿Pasión?
—Sí.
—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Por qué me miras con esa cara?
—Porque en eso no termina la cosa. El sábado quise sorprenderlo yo. Hablé con la madre de Alicia y llevé a Irina a dormir a su casa. Preparé una cenita, fui a la peluquería y… y…
—¿Y?
—¡Ay, Cuchuuu! ¡Que me da vergüenza!
Pongo los ojos en blanco y resoplo.
—Pero vamos a ver, si me vas a decir que viste otra película porno con tu marido y lo hicisteis contra la puerta, ¿dónde está lo malo?
Mi hermana se pone la mano en el pecho.
—Elena… es que no sólo lo hicimos en el sofá y en el suelo, es que lo hicimos sobre la lavadora y en el pasillo.
—Vaya con Dim… ¡Menudo machote tienes en casa!
Por fin, mi hermana ríe a carcajadas y se acerca a mí.
—Me compró un conjunto rojo muy sexy y me lo hizo poner.
—Genial, Anya…
—Y luego… cuando menos me lo esperaba, me hizo otro regalo y…
—¿Y?
Anya bebe un trago de su café. Saca su abanico, se da aire y añade colorada como un tomate:
—Me regaló un… un… un… consolador. Vale, ¡ya lo he dicho! Dice que quiere que juguemos en la cama, que nuestra relación lo necesita y entonces fantaseamos.
Me entra la risa otra vez.
¡No lo puedo remediar!
Mi hermana me mira y, molesta ante mi reacción, murmura:
—No sé qué te hace tanta gracia. Te estoy diciendo que…
—Perdona… perdona, Anya. —Me pongo seria y bajo la voz, como ella—. Me parece estupendo que Dimitry te regale un consolador y fantaseéis. Si así vuestra vida sexual se reactiva, ¡genial! Fantasear es bueno… La imaginación está para algo, ¿no crees?
Ella asiente roja como un tomate.
—¡Ay, Len…! Me pongo colorada de recordar las cosas que me decía Dim.
Intento entenderla. Intento imaginarme lo que Dimitry le decía y eso me hace sonreír. Al final, los humanos nos parecemos los unos a los otros más de lo que pensamos. Me acerco a su oído.
—Vale… no me cuentes lo que Dim te decía pero ¿qué tal con Don Consolador?
—¡Elena!
—¿Le has puesto nombre?
—¡Cuchuuuu, por Dios!
—Venga, va… ¿te gustó o no?
Mi hermana vuelve a ponerse como un tomate pero, al ver que no le quito ojo, asiente.
—Oh, Elena, fue fantástico. Nunca pensé que un aparatito de esos que vibra y se mueve con pilas junto con la imaginación pudiera dar tanto juego. Sólo puedo decirte que desde el sábado no hemos parado. Estoy asustada, ¿será malo tanto sexo? Con decirte que me duele hasta la entrepierna…
Divertida por la confidencia de mi hermana vuelvo a reírme. No lo puedo remediar.
—Pues dile que te regale un vibrador para el clítoris —cuchicheo en su oído de nuevo—. ¡Es alucinante!
La cara de mi hermana ahora es un poema.
Yo… su hermanita pequeña, acabo de revelarle que nada de lo que ella me pueda contar me asombra. Deja el abanico sobre la mesa y se acerca a mí.
—Pero ¿desde cuándo utilizas tú esas cosas?
—Desde hace tiempo —miento.
—¿Y por qué no me lo habías dicho?
Asombrada por aquella pregunta, clavo mi mirada en ella.
—Vamos a ver, Anya, el que tú necesites explicarme tus intimidades en la cama con tu marido no significa que yo necesite explicarte las mías. Los utilizo y punto. Y ahora, si tú has visto que te excitan, te ponen o como quieras llamarlo, disfruta del momento y seguro que tu vida será más feliz.
Mi hermana asiente y le da un nuevo trago a su café.
—Eres mi mejor amiga y necesitaba decírtelo. Sabía que no te escandalizarías y me animarías a que siguiera jugando con Dimitry.
Sonrío, le tomo de la mano y ella sonríe también. En ocasiones parezco yo la hermana mayor y eso me gusta.
—Esas cosas, como tú las llamas, son juguetes sexuales y no hay ningún mal en utilizarlos —cuchicheo, finalmente, entre risas—. Y sí… yo también juego con ellos y con la imaginación. Creo que el noventa por ciento del planeta lo hace, pero pocos lo dicen. El sexo, ya sabes que es tabú y, aunque todos lo hacemos, ninguno hablamos de ello. Pero el morbo es el morbo y hay que disfrutar de él.
Yulia regresa a mi cabeza y, con una sonrisita tonta, añado:
—Recuerdo que la persona que me regaló mi primer juguete me dijo que cuando un hombre o mujer regala un aparatito de ésos a una mujer es porque quiere jugar con ella y pasarlo bien. Por lo tanto, hermanita, ¡a disfrutar, que la vida son dos días!
De pronto, mi hermana suelta una carcajada y yo la imito. Aún no me puedo creer que yo esté hablando de vibradores y utilizando la palabra «jugar» con mi hermana cuando entra mi sobrina en la cocina.
—¿De qué os reís?
Contra todo pronóstico, Anya me guiña un ojo y dice, mientras yo me río a carcajadas.
—De lo mucho que a tu tía y a mí nos gusta jugar.
Esa noche, tras una tarde de risas y confidencias con la ahora ¡alocada de mi hermana!, enciendo el ordenador nada más irse las dos y me quedo ojiplática. ¡He recibido un correo de Yulia! Nerviosa, lo abro y me sorprende ver que lleva un archivo adjunto. Abro el archivo y veo una foto mía de la noche anterior, bailando como una loca con los brazos en alto. Eso me cabrea. ¿Me ha vuelto a espiar? Pero mi enfado se redobla cuando leo el texto del correo.
De: Yulia Volkova
Fecha: 21 de julio de 2012 08.31
Para: Elena Katina
Asunto: Preciosa cuando bailas
Me alegra verte feliz y más aún saber que cumples lo prometido.
Atentamente,
Yulia Volkova (la gilipollas)
La sangre se me espesa. Saber que me vigila, que ha leído el correo donde la insulté y que no me respondió me enfurece hasta unos límites insospechados ¿Por qué no me llama? ¿Por qué no responde a mis correos? ¿Por qué me sigue?
Pienso en contestarle. Comienzo a escribir, diciéndole de todo menos bonita. Pero no… me niego a darle ese gusto y lo borro de un plumazo. Finalmente, apago el portátil y, con un enfado impresionante, me voy a la cama. Nueva noche en blanco.
El sábado por la tarde decido salir de nuevo con mis amigos. Nos tomamos unas birras en el bar de Asensio, cenamos en una pizzería y, después de la cena, nos vamos a tomar algo al Amnesia. Miro a mi alrededor en busca del espía que Yulia con seguridad ha mandado tras de mí. Como es lógico, no veo nada. Sólo gente divirtiéndose como yo.
Cuando llevo una hora allí, aparece Anastasia. La miro sorprendida y ella me sonríe.
—¿Qué haces aquí?
—Kazan sin ti es muy aburrido.
Extrañada por aquella aparición, vuelvo a mirarla.
—Anastasia… te estás equivocando conmigo. Nunca te he mentido y…
Pone un dedo en mi boca para hacerme callar.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo. Vamos… ven a mi hotel. Tenemos que hablar.
Me despido de mis amigos y a Azu le prometo que regresaré pronto. Sé que lo haré. La conversación que voy a tener con Anastasia va a ser corta y, seguramente, no muy agradable.
Cuando llegamos al hotel, la tensión se puede palpar en el ambiente. Me niego a subir a su habitación. Vamos a la cafetería y pedimos algo de beber. Hablamos durante una hora, discutimos, dejamos claros nuestros sentimientos. Y, cuando por fin parece todo aclarado y me voy a marchar, me coge por el brazo y acerca su frente a la mía.
—Dame una oportunidad, por favor. Tú misma acabas de decir que no sabes si quieres algo más. Déjame demostrarte de una vez por todas lo que soy capaz de darte. Eres preciosa, me gustas, me enloquece tu ímpetu al hacer las cosas y quiero que sepas que por ti soy capaz de cualquier cosa.
Necesito mimos y sus palabras son, en ese momento, un bálsamo para mis heridas. No puedo dejar de pensar en mi **** jefa. Cierro los ojos y la mirada posesiva e intrigante de Yulia Volkova aparece y, sin saber por qué, beso a Anastasia. La beso con tal erotismo y necesidad que hasta yo misma me sorprendo.
Sin mediar palabra, Anastasia me arrastra hasta el ascensor. Sé lo que quiere. Sé dónde me lleva y yo la dejo. Subimos a su habitación y entramos sin mediar palabra. Durante unos minutos, nos besamos mientras dejo que recorra mi cuerpo con sus manos. Pero me siento una traidora, no puedo evitar pensar en Yulia. Cuando siento que me sube la falda vaquera hasta dejarla a la altura de mis caderas suspiro y, sorprendiéndola, le cojo una mano y le incito a que me toque.
Anastasia, excitada por mi efusividad, me tumba en la cama, se pone sobre mí y me restriega su cuerpo. Es cautelosa. Siempre lo ha sido. Su manera de hacer el amor no tiene nada que ver con la de Yulia. Anastasia, en el plano sexual, es pausada y delicada. Yulia es posesiva y ruda.
Dos mujeres distintas para mí, con dos formas diferentes de hacer el amor.
Mi corazón bombea con fuerza. Pienso en Yulia y eso me excita. Estoy segura de que si viera lo que hago se excitaría tanto o más que yo. Su juego se ha convertido en el mío. En ese momento, aunque es Anastasia quien me toca, es Yulia quien me posee.
Saco mi móvil y, con disimulo, hago un par de fotos mientras me besa.
Enloquecida por la entrega que ve en mí, me quita las bragas y veo su sorpresa cuando me ve con las piernas abiertas para ella. Sin demora, planta su boca en mi vagina e, instantes después, mi jadeo envuelve la habitación mientras dejo que me coma, que me chupe, que me penetre con sus dedos.
Tengo los ojos cerrados y siento la mirada de Yulia. Sus ojos ardientes me reprochan mi actitud, pero al mismo tiempo veo el deseo en su mirada. No quiero abrir los ojos. No quiero ver a Anastasia. Sólo quiero seguir con los ojos cerrados y que Yulia vuele sobre mí.
De pronto, Anastasia para y abro los ojos. Se ha abierto el vaquero y se está sacando la ropa.
—¿Estás segura? —me pregunta, al subir de nuevo a la cama.
Contesto que sí con la cabeza. No puedo hablar.
Ella sonríe pero no dice nada. Instantes después, con delicadeza, comienza a frotar su vagina con la mía. Despacio… despacio… despacio, pero la impaciencia me puede y soy yo quien va en su busca. Incorporo las caderas y me ensarto en ella, deseosa de que descargue toda su potencia sexual en mí. Aquel ataque la pilla por sorpresa. La oigo resoplar, me agarra por las caderas y comienza a restregarse contra mi una y otra vez. Me gusta. Sí… sigue… sigue… pero necesito más. Mi vagina se abre pare recibir sus dedos pero nos son las manos que anhelo. Mis músculos se contraen, a la espera de más profundidad, más posesión, pero Anastasia, tras varios envites más, se corre y cae sobre mí.
Cierro los ojos y siento ganas de llorar. Deseo a Yulia. Deseo que sea ella quien me tome y me haga vibrar. Lo que hacía un mes antes con Anastasia o cualquier otra era una maravilla; ahora, tras Yulia, se ha vuelto soso y aburrido. Yo necesito más y sólo Yulia sabe dármelo.
Siento la cabeza de Anastasia en mi cuello. La oigo respirar por el esfuerzo. Cuando se separa de mí me pregunta si todo va bien. Yo le miento y asiento. No quiero herirla.
Me ayuda a levantarme y voy al baño. Cierro la puerta y me echo agua en la cara, me miro al espejo y susurro al pensar en Yulia:
—¿Qué me has hecho, gilipollas?
Una vez me he refrescado, salgo y me encuentro a Anastasia sentada en una silla. Nos miramos.
—Me voy.
Su cara se contrae.
—No, Elena… no te vayas.
Consciente de que me estoy comportando como una mala persona, como una cabrona, de que soy lo peor de lo peor, me acerco a ella y le doy un beso en los labios.
—Por favor, Anastasia, continúa con tu vida y déjame a mí continuar con la mía. Nos vemos en Kazan.
Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho. Cuando cierro la puerta tras de mí cierro los ojos y suspiro. Qué mal me siento. Me encamino hacia el ascensor y, cuando salgo a la calle, llamo a mi amiga Azu. Me dice en qué local están y me encamino hacia allí. Necesito emborracharme y olvidar lo que acabo de hacer.

Cuando llego al Amnesia, mis amigos me preguntan por Anastasia. Mis señas les indican que no quiero hablar. Respetan mi silencio y no vuelven a preguntar. Mi buen amigo Nacho se acerca a mí y me pide una Coca-Cola.
—Bebe… Te sentará bien.
Una hora después, ya estoy más relajada. Nacho se ha encargado de hacerme sonreír y sólo me ha permitido beber Coca-Cola. Según él, el alcohol no es bueno para las penas. Mientras todos hablamos, me fijo en su brazo. Su tatuaje me llama la atención. Por ello lo agarro y lo acerco a mí.
—¿Éste es nuevo?
—Sí, ¿te gusta?
Asiento.
Siempre me han gustado los tatuajes y las mujeres que los llevan.
Algo que, ni por asomo tiene Yulia. Su piel es suave e impoluta, algo de lo que carece Nacho, que es tatuador y un ferviente amante de grabar su piel. De pronto, se me ocurre algo.
—Nacho, ¿tú me harías un tatuaje?
Sus almendrados ojos me miran.
—Claro que sí. Cuando tú quieras, Len.
—¿Cuánto me cobrarías?
Nacho sonríe
—Nada, cielo. A ti te lo hago gratis.
—¿En serio?
—Que sí, petarda.
—¿Me lo harías ahora?
Sorprendido, deja su cerveza sobre el mostrador y repite mis palabras:
—¿Ahora?
—Sí.
—Son las cinco de la madrugada.
Sonrío. Pero, dispuesta a conseguir mi propósito, me acerco a él.
—¿No crees que es una hora estupenda para hacerlo?
No hace falta seguir hablando. Nacho me agarra con fuerza de la mano y salimos del bareto. Nos montamos en su moto y me lleva hasta su estudio, su negocio de tatuajes. Al entrar, enciende las luces y yo miro a mi alrededor. Cientos de dibujos colgados por las paredes, el trabajo de Nacho durante todos aquellos años. Tribales, nombres, caricaturas, dragones…
—Bueno, doña Impaciencia. ¿Qué tatuaje quieres que te haga?
Sin moverme, sigo observando las fotos hasta que veo algo y entonces sé lo que deseo tatuarme. Se sorprende cuando se lo digo, pero buscamos en sus plantillas lo que quiero. Decidimos el tamaño. No muy grande, pero que se vea. Decidido, trabaja en la plantilla. Veinte minutos después, me mira.
—Ya lo tengo, preciosa.
Nerviosa, respondo afirmativamente. Me lo enseña.
Observo su diseño y sonrío. Me invita a sentarme en la camilla donde hace los trabajos.
—¿Dónde quieres que te tatúe?
Durante unos instantes, dudo. Quiero que aquel tatuaje sea algo muy íntimo, que sólo vea quien yo quiera y que siempre… siempre me recuerde a a ella. A Yulia. Al final. convencida de lo que quiero, me toco justo encima de mi depilado monte de Venus y susurro:
—Aquí, quiero que lo tatúes aquí.
Nacho sonríe. Yo lo hago también.
—Nena, será un tatuaje muy sensual. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —contesto.
Nacho asiente y pregunta, mientras coge una aguja:
—¿Estás segura, Elena?
—Sí —afirmo con rotundidad
—Vale preciosa, entonces túmbate.
Mientras hablamos y escuchamos a Bon Jovi, Nacho trabaja sobre mi cuerpo. Los pinchazos de la aguja me duelen, pero no es comparable con el dolor que tengo en mi corazón por culpa de Yulia. Sobre las siete de la mañana, Nacho deja la aguja sobre la mesita y me lava con agua.
—Ya está, preciosa.
Me levanto, ansiosa por ver el resultado.
En bragas, me dirijo hacia un espejo y el corazón se me encoge al leer sobre mi pubis: «Pídeme lo que quieras».
Cuando llego a casa, sobre las ocho de la mañana, estoy agotada y algo dolorida por el tatuaje. Pero abro el portátil. Descargo las fotos que hice con mi móvil y decido cuál enviar. Después abro mi correo y escribo.
De: Elena Katina
Fecha: 22 de julio de 2012 08.11
Para: Yulia Volkova
Asunto: Noche satisfactoria
Para que veas que lo que te prometí lo cumplo y lo disfruto.
Atentamente,
Elena Katina

Adjunto al mensaje una foto en la que se me ve sobre una cama con Anastasia besándome. El tatuaje ni lo menciono. No se lo merece. Quiero que se sienta mal. Que vea que sin ella mi vida sigue. Tras leer el escueto mensaje cien veces, lo envío. Cierro el portátil y me marcho a dormir.
Con el lunes comienza la semana laboral. No he vuelto a saber nada de Anastasia y casi que lo agradezco. Cada vez que pienso lo que hice me avergüenzo. Soy una cabrona con todas las letras. Me aproveché de la debilidad que siente por mí y, en cuanto conseguí lo que quise, la dejé sin pensar en sus sentimientos.
Miro mi correo mil veces, dos mil, tres mil, pero Yulia no contesta. Da la callada por respuesta y eso me enfurece más. Definitivamente no le importo. He sido un rollito más para ella y tengo que asumirlo. ¡Soy imbécil!
Mi jefa llega y hoy está especialmente impertinente. Vlad intenta quitármela de encima y lo hace de la mejor forma que sabe. ¡Sexo! Yo me hago la tonta y hago como que no me entero de nada. En el fondo, hoy le agradezco a Vlad que la tenga ocupada.
Los días pasan y mi tatuaje apenas me molesta. He seguido todas las instrucciones que Nacho me dio, y aún lo llevo bajo el plástico que él me puso.
Continúo sin noticias de Yulia.
Mi jefa, como siempre, sigue tan simpática. Me llena la mesa de trabajo hasta el último día y yo, como buena pringada, me lío con él. Si hay algo que mi padre me ha enseñado es a no dejar nada a medias nunca.
El jueves salgo con mis amigos a tomar unas cervezas. Nacho está entre ellos y me pregunta por mi tatuaje. Es el único que lo sabe y me niego a que lo sepa nadie más. Quedo con él en pasar el viernes por su estudio para que lo vea.
¡Y por fin es viernes!
En unas horas cojo las vacaciones.
Sigo sin saber nada de Yulia y del supuesto viaje a las delegaciones, por lo que la doy por olvidada. Tras darle mil vueltas a la cabeza, decido no pensar en ello. Algo imposible, pues Yulia no me abandona.
Cuando apago mi ordenador y me despido de mis compañeros, casi no me lo creo. Voy a estar casi un mes fuera de aquella oficina, de aquel ambiente, y eso me apetece una barbaridad. Cuando salgo, voy directamente a ver a Nacho. Me ve el tatuaje y me indica que ya me puedo quitar el plástico que lo protege.
Al llegar a casa, tengo un mensaje de mi hermana en el contestador.
Me pide que me quede con mi sobrina dos noches. Tiene planes con Dimitry. Incapaz de hacer lo contrario, le digo que sí. Mi hermana está desatada y eso me hace sonreír.
A las nueve de la noche, mi tremenda sobrina llega a casa y se hace dueña de la televisión, mientras mi hermana, entre suspiros y aspavientos, me cuenta sus últimas hazañas sexuales. Cuando se va, mi sobrina me pide que llame a TelePizza y juntas nos comemos una pizza de jamón de York mientras me hace tragarme los absurdos dibujos de Bob Esponja. ¿Por qué le gustarán?
A las doce, agotada de tanto Bob Esponja, Calamardo y de oír «burguer-cangre-burguer», nos vamos a la cama. Irina se empeña en dormir conmigo y yo accedo, encantada.
El domingo por la mañana, mi hermana aparece más feliz que una perdiz, y tras decirme «¡Ya te contaré!», se marcha con prisas con mi sobrina. Mi cuñado la espera en doble fila en el coche.
Aquella noche, tras un día tirada en el sofá, observo mi maleta. Al día siguiente me voy para Kazan a pasar unos días con mi padre. Me bebo un vaso de agua y me meto en la cama aunque, antes de apagar la luz de la lamparita, miro los labios marcados de Yulia en ella. Apago la luz y decido dormir. La necesito.
Mi llegada a Kazan, a la casa de mi padre, como siempre es motivo de algarabía en el vecindario. Lola, la jarandera, me abraza; Pepi, la de la bodega, me besuquea. El Bicharón y el Lucena, cuando me ven, dan triples mortales de alegría. Todos me quieren. Mi padre es un hombre muy apreciado. Tiene el típico taller de coches y motos de toda la vida, «Taller Katina», y es más conocido aquí que el vino fino.
Por la tarde, mientras me estoy dando un bañito en la maravillosa piscina que mi padre ha puesto en la casa, aparece Anastasia. Mientras nado hacia el borde, me fijo en sus pantalones blancos y en la camisa de lino naranja que lleva. Está tan guapa como siempre y esos colores a su tono de piel le vienen fenomenal. Sonríe. Eso es buena señal.
—Hola, Lenita.
—¡Holaaaaaaa!
—Ya era hora de que regresaras al hogar, ¡descastá!
Sus palabras y su sonrisa me dan a entender que está bien, que su enfado conmigo está olvidado. Eso me reconforta. Salgo de la piscina con mi biquini de camuflaje y noto cómo recorre con sus ojos todo mi cuerpo. Mi padre, que no ve su mirada, se acerca por detrás.
—Mira quién ha venido a verte, Blanquita. ¿Quieres una cervecita, Ani?
—Gracias, Serguey, la tomaré encantada.
Mi padre se va y nos deja solas. Nos miramos y le pregunto entre risas:
—¿Quéeeeeeeeeeee?
—Estás muy guapa.
Encantada por el piropo, murmuro mientras me seco la cara con una toalla:
—Graciasssssssss… tú también lo estás.
Me acerco a ella y le doy dos besos. Siento sus manos en mi cintura mojada y al ver que no me suelta, le replico.
—Suéltame o mi padre le irá con el cuento al tuyo y nos organizan la boda en dos días.
—Si ésa es la manera de verte más a menudo, ¡aceptaré!
Me río y ella me suelta. Nos sentamos en una de las sillas.
—¿Qué tal todo?
—Bien. ¿Y tú?
Anastasia asiente. No quiere profundizar en lo que ocurrió. En ese momento, aparece mi padre con dos cervezas y una Coca-Cola para mí.
Durante un buen rato, los tres charlamos junto a la piscina. A las ocho, Anastasia me invita a cenar. Voy a decir que no, que no me apetece, pero mi padre rápidamente acepta por mí. A las nueve, ya arreglada, salgo del chalet de mi padre con Anastasia y me monto en su coche.
Me lleva a un restaurante nuevo que han abierto en Kazan y disfrutamos de una cena agradable. Anastasia es simpática y con ella nunca se acaban los temas de conversación. Cuando salimos de allí nos vamos a una terracita a tomar algo.
—Elena —me dice, cuando menos me lo espero—, si te invito a venirte conmigo unos días al Algarve, ¿aceptarías?
Casi me atraganto. La miro y le pregunto:
—¿A qué viene eso ahora?
Anastasia se apoya en la mesa y me retira un mechón que me cae en los ojos.
—Ya lo sabes.
La miro, desconcertada. ¿Otra vez con lo mismo? Y, antes de que pueda decir nada, se abalanza sobre mí y me da un beso. Su lengua toma mi boca.
—Tu jefa no es recomendable para ti.
¡Stop! ¿Anastasia me está hablando de <Yulia?
—Yulia Volkova no es la mujer que tú crees —me dice.
—¿De qué estás hablando?
Anastasia me acaricia el óvalo de la cara.
—Digamos que se mueve en ambientes que no son sanos para ti.
Sin necesidad de preguntar sobre lo que habla, lo entiendo. Pero la sangre se me espesa al darme cuenta de que Anastasia curiosea en mi vida. ¿Por qué últimamente todos me espían? La miro a los ojos, malhumorada.
—¿Y tú qué sabes de mi jefa y de sus ambientes?
—Elena, soy policía y para mí es muy fácil conocer ciertas cosas. Yulia Volkova es una rica empresaria alemana a la que le gustan mucho las mujeres. Se mueve en un ambiente muy selecto y me consta que le gusta compartir algo más que amistad.
Saber que Anastasia conoce ciertas cosas de Yulia me incomoda, me inquieta.
—Mira, no sé de qué hablas, ni me importa —le replico, incapaz de callarme—. Pero lo que no entiendo es qué haces tú hablándome de mi jefa y de lo que hace en su vida privada.
—Elena, tu jefa no me importa, pero tú sí —aclara mirándome—. Y no quiero que tomes una decisión equivocada. Sé quién eres, me gustas y no quiero que nadie pueda jorobar lo nuestro.
—¿Lo nuestro? ¿Y qué es lo nuestro?
—Lo nuestro es lo que tú y yo tenemos. Nos gustamos desde hace años y…
—Diosssssssss… Diosssssssssss… —murmuro horrorizada.
—Elena esa mujer no…
—¡Se acabó! No quiero oírte hablar de mi jefa, ni de mi vida privada, ¿entendido?
Anastasia dice que sí con la cabeza y nos envuelve un silencio incómodo.
—Llévame a casa o me iré sola, ¡elige! —le digo, levantándome.
Se levanta, apura su copa y se saca las llaves del coche del bolsillo.
—Vamos.
Nos montamos en su coche. Conduce y ninguno de las dos hablamos. Cuando llegamos a la puerta de la casa de mi padre, para el motor me mira y susurra:
—Elena, piensa en lo que te he dicho.
Y acercándose a mí, me besa. Me toma los labios con dulzura y yo en un principio le respondo, pero, cuando Yulia aparece en mi cabeza, me aparto. Abro la puerta del coche, me bajo y camino hacia la casa de mi padre, maldiciendo.
Dos días después, Anastasia no ha vuelto a aparecer aunque sí me manda mensajes al móvil para preguntarme cómo estoy y para invitarme a comer o cenar. Rechazo sus invitaciones. No quiero verla. Saber que ha curioseado en mi vida y en la de Yulia me pone furiosa. ¿Qué les pasa a las mujeres?
Cuando despierto el quinto día, sonrío. Mi habitación sigue como siempre. Papá se encarga de que nada cambie y, cuando escucho sus nudillos tocar en mi puerta y veo su cara, sonrío.
—Buenos días, Blanquita.
Ese tono dulzón que emplea cuando me habla me encanta. Me siento en la cama y lo saludo:
—Buenos días, papá.
Como siempre, papá me lleva el desayuno a la cama y se trae el suyo. Es nuestro momentito del día, en que nos explicamos nuestras cosas. Algo que a los dos nos entusiasma.
—¿Qué vas a hacer hoy?
Doy un trago al riquísimo café antes de contestar:
—He quedado con Rocío. Quiero ir a conocer a su sobrino.
Mi padre asiente y da un mordisco a su tostada.
—Es una preciosidad de niño. Le han puesto Pepe, como a su abuelo Pepelu. Ya verás qué hermoso que es. Por cierto, Anastasia ha llamado. Quería hablar contigo y ha dicho que volvería a llamar más tarde.
Eso no me gusta, pero intento no cambiar mi gesto. No quiero que mi padre saque conclusiones erróneas. Sin embargo, él no tiene un pelo de tonto.
—¿Has discutido con Anastasia?
—No.
—Entonces, ¿por qué no viene a buscarte a casa como siempre?
Sus ojos me taladran. Sé que espera la verdad.
—Mira, papá. Seamos sinceros, que ya somos mayorcitos: Anastasia quiere de mí algo que yo no quiero de ella. Y aunque es una excelente amiga, entre nosotras nunca habrá nada más porque yo actualmente pienso en otra persona. Lo entiendes, ¿verdad?.
Mi padre contesta que sí. Da otro mordisco a su tostada y lo traga antes de cambiar de tema.
—¿Sabes cuándo viene tu hermana?
—No me dijo nada, papá.
—Es que la llamo y últimamente siempre tiene prisa. Pero la noto contenta, ¿sabes por qué? —Eso me hace sonreír. Si mi padre supiera…
—Lo dicho, papá, ¡ni idea de lo que va a hacer! Pero seguro que vienen los tres a pasar unos días contigo. Ya sabes que Irina… si no ve a su yayo le da algo.
Mi padre sonríe y suspira.
—¡Ay, mi Irina…! Qué ganitas tengo de ver a ese pequeño trastillo. —Luego me mira y añade—: En cuanto a lo de Anastasia, a partir de este momento me doy un puntito en la boca, pero, hija, ¿no seguirás con la muchacha esa con la que te vi la última vez que estuve en Madrid?
Me río a carcajadas.
—Mira, cariño mío —continúa, antes de que yo pueda replicarle—, sé que en otro país todos sois muy modernos. Pero, ¡ojú!, lo poco que me gustó esa tipa cuando vi que llevaba un pendiente en la ceja y otro en la nariz.
—Tranquilo, papá… no es ese quien ocupa mis pensamientos.
—Me alegra saberlo, blanquita. Ésa tenía cara de saber más que los ratones coloraos.
Aquel comentario me hace soltar una carcajada y mi padre me acompaña con otra. Durante un buen rato demoramos el desayuno hasta que mira el reloj.
—Me tengo que ir al taller.
—Vale, papá, ¡te veo por la tarde!
—Pásate luego por el circuito. Estaré allí.
—¿Por el circuito? ¿Para qué?
Veo la risa en su mirada y, sin desvelarme nada, se levanta de la cama.
—Tú pásate sobre las cinco. Tengo una sorpresita para ti.
Mi padre y sus secretitos. Aunque rápidamente sé a lo que se refiere. Acepto la invitación mientras él se marcha y yo continúo poniéndome morada de tostadas.
A las once y media, mi amiga Rocío pasa a buscarme y juntas vamos a ver a su sobrino. Como me ha dicho mi padre, el niño es precioso. A la una ya estamos de vuelta en casa y nos bañamos en la piscina. El agua está fresquita y muy rica.
Rocío me cuenta sus cosas e intenta interrogarme sobre Anastasia. Pero en cuanto ve que no quiero hablar sobre el tema, lo deja estar y hablamos de otras cosas. A las dos y media, mi amiga regresa a su casa y yo me quedo tirada en la piscina. Suena mi teléfono. Un mensaje. Es Anastasia para invitarme a comer. Rechazo la invitación y me tiro en la hamaca a escuchar música.
Mi móvil pita de nuevo. Maldigo. Lo cojo pero me quedo sin aire cuando leo: «¿Tomas algo conmigo?». ¡Es Yulia!
El corazón me palpita.
Yulia está en Madrid y yo a demasiados kilómetros de él. Cojo la Coca-Cola y bebo. La garganta de pronto se me ha quedado seca y el móvil vuelve a sonar otra vez.
«Sabes que no soy paciente. Responde.»
Con las manos temblorosas comienzo a teclear, pero ¡no doy una! Finalmente consigo poner: «Estoy de vacaciones».
Lo envío y las tripas se me encogen hasta que oigo que el móvil pita y leo su respuesta. «Lo sé. Muy bonita la puerta roja del chalet de tu padre.»
Cuando leo eso, doy un chillido, suelto el móvil, cojo un pareo y corro hacia la puerta como alma que lleva el diablo. En mi carrera, arraso las sillas del patio y me dejo la cadera, pero no me importa.
¡Yulia está allí!

Abro rápidamente la puerta pero es tal mi ceguera que no veo ningún coche que pueda ser de ella, hasta que un pitido me hace mirar a mi derecha y veo una mujer sobre una imponente moto. Se baja de ella, se quita el casco y sus ojos y su boca me sonríen.
Sin importarme nada, ni nadie, corro hacia ella y me tiro a sus brazos. Es tal mi impulso que estamos las dos a punto de rodar por el suelo, pero nada, absolutamente nada me importa. Sólo la abrazo y me estremezco cuando vuelvo a oír su voz en mi oído:
—Pequeña… te he echado de menos.
Estoy nerviosa. ¡Histérica!
Yulia, ¡mi Yulia!, está entre mis brazos. En Kazan. En la puerta de la casa de mi padre. Me ha buscado. Me ha encontrado y eso es lo único que quiero pensar.
Cuando me separo de ella, siento su mirada recorrer mi cuerpo y entonces soy consciente de mi estado.
—Yulia, podías haber avisado. Mira qué pintas tengo.
Ella no contesta. Sólo me mira y entonces me agarra de la nuca y me acerca a ella, dispuesta a darme un apasionado beso que hace que todo Kazan tiemble.
—Estás preciosa, cariño.
¡Ay, Dios! Me va a dar algo ¡Y encima me llama cariño!
—¿Cómo está tu brazo? —pregunta de pronto.
Lo levanto y le enseño la marca de la plancha.
—Perfecto.
Yulia hace un gesto con la cabeza y la invito a pasar a mi casa.
Me sigue y le ofrezco una cerveza. La rechaza y pide agua. La hago esperar en la piscina mientras me visto. Se resiste pero le hago entender que es la casa de mi padre y que puede aparecer en cualquier momento. Acepta mis explicaciones y accede a mi petición. Tardo en vestirme cinco minutos. Unos vaqueros, un top y arreando.
Cuando aparezco, Yulia me mira.
—Has recibido un par de mensajes de Anastasia.
Resoplo y, antes de poder responder, Yulia me atrae hacia ella y me besa con posesión. Sus besos me hacen entender que me ha echado tanto de menos como yo a ella, y eso me gusta. Aunque aún me tiene que explicar muchas cosas. Entre besos, entramos en la cocina. Yulia me sube a la mesa para continuar su reguero de besos, mientras me aprieta contra ella.
Calor… tengo un calor horroroso y más cuando baja su cabeza y me muerde los pechos por encima del top. El ansia viva nos puede. Nos consume y al final soy yo la que, olvidándome de dónde estoy, de mi padre y de la Virgen que preside la cocina, le abro el vaquero, meto mis manos bajo los boxers y la toco. Le exijo más.
Yulia, avivada por mis caricias, me desabrocha el vaquero, tira de él y me lo quita. A éste le siguen las bragas y siento el frío de la mesa sobre mis nalgas. Continúo sentada sobre la mesita y observo cómo se pone con rapidez un preservativo. Veo mi tatuaje pero ella no lo ve. Está cegada por el sexo. ¡Me gusta!
Me atrae hacia ella. Con las respiraciones entrecortadas y el deseo instalado en la mirada, coloca su pene en la entrada de mi vagina, lo introduce unos centímetros y después me agarra del trasero y con un certero movimiento lo introduce totalmente en mi interior, mientras veo que se muerde el labio.
Sí… Sí… Sí… Necesitaba sentir a Yulia.
Sin hablar, me coge en volandas para ponerme más a su altura y me apoya contra el frigorífico. La beso… me besa con desesperación y sus acometidas fuertes y profundas contra mí me hacen gritar de puro placer. Una… dos… tres… Mi cuerpo la recibe gustoso… cuatro… cinco… seis… ¡Quiero más! De nuevo, mi carne arde, mi vagina tiembla por su posesión y yo jadeo y me corro entre sus brazos. Soy feliz. Muy feliz y no quiero pensar en nada más mientras dejo que ella me tome como le gusta. Como nos gusta. Ruda, posesiva y fuerte.
Tras varias potentes embestidas en las que siento que me va a romper, Yulia se echa hacia atrás y suelta un gruñido. Deja caer su cabeza sobre mi hombro y, durante unos minutos, las dos permanecemos apoyadas en el frigorífico.
—¿Qué haces aquí, Yulia?
—Me moría por volverte a verte.
Escuchar aquello me hace cerrar los ojos. Adoro escuchar aquello pero no entiendo por qué no ha venido a verme antes. Finalmente me besa, me baja al suelo y pasamos por el baño para asearnos un poco antes de salir de la casa de mi padre entre besos y risas. Me pide que vayamos a comer a algún lado y al llegar hasta la espectacular moto que ha traído pregunto:
—¿Es tuya?
No responde. Se encoge de hombros y me entrega el otro casco para que me lo ponga.
—¿Te dan miedo?
Me pongo el casco que ella me da.
—Miedo no, respeto.
Yulia sonríe. Se monta y arranca la moto.
—Agárrate a mí con fuerza. Si en algún momento tienes miedo, me lo dices, ¿de acuerdo?
Asiento y emprende la marcha.
Le indico por las calles de Kazan y comemos en el restaurante de Pachuca, una amiga de mi padre. Ésta, al verme entrar tan bien acompañada, me guiña el ojo y nos lleva hasta la mejor mesa que tiene. Luego me besuquea y me regaña por ir tan poco a visitarla, mientras observo que Yulia teclea algo en el móvil. Cuando por fin termina con sus besos y reproches, nos entrega la carta.
—Niña, pide el salmorejo, que hoy me ha salido de escándalo.
Miro a Yulia y pregunto:
—¿Te gusta el salmorejo?
—¿Eso qué es? —pregunta divertida
—Mira, siquilla —le explica la Pachuca—, es una especie de gaspasito pero más consentraíto. Si te gusta la verdura, te aseguro que el salmorejo de la Pachuca te gustará.
Las dos respondemos al unísono: ¡salmorejo para las dos!
—¿Y de segundo qué nos ofreces?
La Pachuca sonríe y dice:
—Tengo atún ensebollaíto que quita tó er sentío, o chuletitas. ¿Qué preferís?
—Atún —responde Yulia.
—Yo también.
Cuando se marcha la Pachuca, Yulia me mira y extiende sus manos por encima de la mesa para coger las mías. No decimos nada. Sólo nos miramos hasta que ella rompe el hielo:
—Soy una gilipollas.
—Exacto. Lo eres.
Ese comentario me demuestra que recibió mis correos.
—Quiero que sepas que me volví loca al recibir tu último correo.
Le suelto las manos.
—Te lo merecías.
—Lo sé…
—Hice lo que me pediste. Y como tu secuaz no podía ver lo que hacía dentro de la habitación, decidí ser yo quien te lo enseñara.
Miro sus manos. Sus nudillos se ponen tensos. Se blanquean.
—Admito mi error, pero ver lo que vi no me gustó.
Eso me sorprende. Me recuesto sobre la silla.
—¿No te gustó ver cómo jugaba con otra?
Yulia me mira. Su mirada se torna sombría.
—No, si en ese juego no estaba yo.
Me niego a confesarle que para mí sí estaba en ese juego.
—¿Me perdonas?
—No lo sé. Lo tengo que pensar, Icegirl.
—¿¡Icegirl!?
Sonrío, pero no le revelo que fue Vlad quien le puso el mote.
—Tu frialdad en ocasiones te convierte en una mujer de hielo. ¡Icegirl!
Asiente. Clava su mirada en mí y me exige que le dé de nuevo la mano.
—Te pido disculpas por no haberte llamado en todo este tiempo. Pero créeme si te digo que he estado muy liada.
—¿Por qué no podías?
Lo piensa. Lo piensa… Lo piensa y, finalmente, parece haber dado con la respuesta:
—Prometo que la próxima vez te llamaré.
Intento poner cara de enfado. No me ha respondido, pero no puedo estar enfadada con ella. Estoy tan… tan feliz porque me haya buscado y esté allí conmigo que sólo puedo sonreír como una tonta y dejarme llevar por la felicidad. Mi móvil suena. Es Anastasia. Yulia ve el nombre que se enciende en la pantalla.
—Cógelo, si quieres.
—No… ahora no. —Apago el móvil.
La comida, como bien dijo la Pachuca, está buenísima. El salmorejo está de lujo.
Y el atún, de relujo. Cuando salimos del restaurante miro el reloj. Las cuatro y cuarto. Entonces me acuerdo de que a las cinco he quedado con mi padre.
—¿Te apetece conocer el circuito de Kazan?
Yulia me acerca a ella y susurra cerca de mi boca:
—Pequeña, por apetecerme, me apetece otra cosa. Vamos, he alquilado una villa que…
—¿Has alquilado una villa?
—Sí. Quiero estar cerca de ti.
Su cercanía, su voz y su sugerencia me hacen jadear. Por mi cabeza cruza la idea de correr a la villa, pero no. No lo voy a hacer por mucho que me apetezca. No.
—He quedado con mi padre a las cinco en el circuito. ¿Te apetece conocerlo?
—¿A tu padre?
—Sí. A mi padre. Pero, tranquila, ¡no se come a las alemanas!
Mi comentario vuelve a hacerla sonreír. Y, tras darme un azote, me entrega el casco.
—Vayamos a conocer a tu padre.
Cuando llegamos al circuito, nos encontramos con Roberto en la puerta. En cuanto me ve, me saluda y me indica que espere a mi padre en la zona de boxes. Le indico a Yulia cómo llegar hasta allí y bromea conmigo mientras da acelerones que hacen que yo grite y me agarre a ella.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:50 pm

Al llegar a boxes no hay nadie. Nos apeamos de la moto y yo la miro. Es una preciosidad.
—¿Quieres que te enseñe a llevarla?
Su pregunta me sorprende y reacciono como una niña.
—Uf… no sé.
—¿Te dan miedo?
—Nooooooooooo.
—¿Entonces?
El sol me da en la cara y guiño un ojo para verla mejor.
—Me da miedo caerme y jorobarla.
—No dejaré que te caigas —responde con seguridad.
Eso me hace reír. Ésa es Yulia, una mujer segura.
Al final, azuzada por ella, me monto en la moto. Miro a mi alrededor y veo que mi padre todavía no aparece. Durante unos minutos, me explica que las marchas están en el pie izquierdo, luego me indica cuál es el puño de acelerar, el embrague y cómo tengo que frenar. Después arranca la moto.
—¡Vaya, qué sonido tiene!
—Nena, las Ducati suenan todas así. Fuerte y bronco. Ahora venga, mete primera y…
Hago lo que me pide y la moto se cala.
Con una sonrisa cariñosa, vuelve a arrancarla.
—Esto es como un coche, cariño. Si sueltas el embrague de prisa se cala. Mete primera, suelta despacito y acelera.
Me ha llamado cariño dos veces en menos de dos horas. ¡Dos veces!
Vuelvo a meter primera, suelto despacito y ¡zas!, la moto se me vuelve a calar.
—No te preocupes. —Ríe, acercándose a mí.
Hace el mismo proceso y esta vez me concentro. Meto primera, suelto despacito el embrague y acelero. La moto comienza a andar y ella aplaude mientras yo chillo. De pronto freno y la moto se levanta de atrás. Yulia grita y se acerca corriendo hacia donde me he parado.
—Si frenas sólo con el freno de delante, te puedes caer.
—Vale.
Repetimos el proceso veinte veces más y cada vez lo hago peor. Freno peor y me voy a matar. La cara de Yulia es un poema.
—Vamos, bájate de la moto.
—Nooooo… ¡Quiero aprender!
—Otro día continuaremos con las clases —insiste.
—Venga, Yulia… no seas aguafiestas.
Sus ojos no sonríen. Está tensa.
—Se acabó, Len. No quiero que te rompas la cabeza.
Pero yo ya le he tomado el gustillo al asunto y quiero seguir.
—Una vez más, ¿vale? Sólo una vez.
Yulia me mira, muy seria, pero claudica.
—Una vez más, pero luego te bajas, ¿entendido?
—¡Biennnnn! Entonces meto primera y… —Al ver la incomodidad en su mandíbula la miro y pregunto—: Oye, ¿por qué estás tan preocupada?
—Len… tengo miedo de que te hagas daño.
—¿Te angustia no saber lo que va a pasar?
—Sí.
—¿Por qué?
Sin entender mis preguntas y con el ceño fruncido responde:
—Porque necesito saber que estás bien y que no te pasa nada.
Arranco de nuevo la moto. Meto primera, suelto el embrague y acelero con precaución. La moto va despacito y ella a mi lado.
—¡Yulia!
—Dime.
—Que sepas que la angustia que acabas de sentir en este ratito no es comparable con la que yo he sentido por ti estas dos semanas. Y ahora, ¡mira esto!
Meto segunda, acelero y la moto sale despedida. Meto tercera… cuarta y salgo directa al circuito. Por el retrovisor veo que se queda patidifusa y entonces sonrío. Estoy encantada de volver a conducir una moto. Algo que siempre me ha gustado y que me proporciona libertad. Mientras cojo las curvas del circuito de Kazan pienso en ella. En su gesto de preocupación y de nuevo vuelvo a sonreír. Me la imagino en los boxes, sóla y desconcertada. Acelero.
Salgo de la pista y me meto en los boxes. Me la encuentro sentada en un escalón. Cuando me ve, se levanta. Su gesto es duro. Icegirl ha vuelto pero, encantada de haberla hecho sufrir por unos minutos, llego hasta ella y freno, con brusquedad y sin apagar la moto. Me quito el casco y al más puro estilo de Los Ángeles de Charlie la miro.
—Pero, vamos a ver, Icegirl, ¿de verdad creías que yo, la hija de un mecánico, no sabía conducir una moto?
Yulia se acerca a mí. Creo que me va a decir de todo menos bonita cuando me agarra por el cuello y me besa con auténtica pasión. Subida aún en la moto la agarro y la devoro hasta que escucho la voz de mi padre:
—Ya sabía yo que la que corría por la pista era mi blanquita.
Rápidamente me separo de Yulia. Le guiño un ojo, lo que la hace sonreír, y vuelvo la cabeza hacia mi padre.
—Papá, te presento a una amiga. Yulia Volkova.
Mi padre sonríe. La escanea con la mirada y sé que sabe que ésa es la mujer que está en mis pensamientos. Yulia da un paso adelante y le da la mano con fuerza. Mi padre se la acepta.
—Encantado de conocerlo, señor Katin.
—Llámame Serguey, muchacha, o tendré que llamarte yo a ti por ese apellido tan raro que tienes.
Ambos sonríen y sé que se han caído bien. Después, Yulia me mira y se dirige a mi padre:
—Serguey, tiene usted una hija un poco mentirosa. Me había dicho que no sabía montar en moto y, después de hacerme enseñarla cómo embragar, ha salido disparada como una flecha.
—¿Le has dicho eso, sinvergüenza? —se mofa mi padre.
Yo asiento divertida.
—Yulia, mi blanquita ha sido la campeona de motocross de Kazan durante varios años y, a día de hoy, sigue cosechando premios.
—¿En serio?
—Ajá —asiento divertida.
Durante un rato, Yulia y mi padre bromean y yo entro en sus bromas. Tengo ante mí a las dos personas que más quiero en mi vida y estoy feliz. Un rato después, mi padre comienza a andar y vuelve su cabeza hacia nosotros.
—Seguidme, muchachas.
Cuando voy a seguir a mi padre, Yulia me agarra por la cintura y me acerca a ella.
—Blanquita, eres una cajita de sorpresas.
Pestañeo como una dulce damisela y le suelto un fingido puñetazo en el estómago que la hace reír.
—Pues ándate con ojo, que también fui campeona regional de kárate.
La oigo silbar, sorprendida, cuando mi padre dice al entrar en un box:
—Mira lo que tengo preparado para ti.
Ante mí está la moto con la que gané esos premios de motocross, limpia y reluciente. Una Ducati Vox Mx 530 de 2007. Emocionada, voy hasta ella y me monto. A mi padre le suena el móvil y sale del box. La arranco y su sonido áspero retumba a nuestro alrededor. Después miro a Yulia y digo mientras sonríe a carcajadas:
—¿Te he dicho que me encanta el sonido fuerte y bronco de las Ducati, nena?
Durante seis días, mi mundo es de color de rosa. Vivo en un país multicolor como la abeja Maya y me siento como una princesa, tipiti-tipitesa, rodeada de dos personas que me quieren y me protegen.
Anastasia continúa con sus llamadas y, en su último mensaje, me indica que sabe que Yulia Volkova está conmigo en Kazan. Eso me molesta. Enterarme de que Anastasia sabe sobre la vida de Yulia no es plato de buen gusto, pero decido callarme. Si le explico algo a Yulia, seguro que empeoro la situación.
Ella y mi padre se llevan de maravilla y aunque, al principio, mi padre se enfadó con ella por haber alquilado una villa, al final entiende que somos adultas y necesitamos intimidad.
Los amigos y vecinos de mi padre rápidamente apodan a Yulia como «la Frankfurt», por aquello de ser alemana y eso a ella le hace gracia. El carácter Ruso, es tan diferente al alemán, que veo la sorpresa continuamente en sus ojos.
Mi padre, día a día, se emociona con Yulia. Noto que le gusta, la respeta y la escucha y eso dice mucho de él. Incluso algunas tardes se van juntos de pesca y regresan encantados y felices. En esos días siempre que puedo me escapo para correr y derrapar un poco con mi moto. Me encanta hacerlo y lo disfruto mogollón.
Una de esas tardes aparece Anastasia con su moto. Se cruza en mi camino. Ambas nos paramos.
—¿Te has vuelto loca? ¿Qué hace esa tipa aquí?
Molesta por la intromisión, me quito las gafas de protección del casco.
—Te estás pasando. A ti no te importa lo que ella hace aquí.
Anastasia se baja de la moto y se acerca a mí.
—Por el amor de Dios, Elena, ¿sabe tu padre que ésa es tu jefa?
—No.
—¿Y cuándo se lo vas a decir?
A cada instante que pasa me voy enfadando más.
—Cuando me dé la gana.
Anastasia se mueve con rapidez, se acerca a mí, me coge del cuello, posa su frente sobre la mía y murmura:
—Elena… yo te quiero.
—Anastasia no…
Sin separarse de mí, sigue hablando:
—Te quiero sólo para mí, en exclusividad. Esa tipa no te quiere como yo, piénsalo por favor y…
Le doy un empujón y me separo de ella.
—Quiero continuar mi camino, Anastasia. Quítate de en medio, ¿de acuerdo?
—¿Me estás diciendo que prefieres la compañía de esa mujer a la mía? —murmura, sin apartarse un ápice y con actitud intimidatoria—. Esa tipa te está utilizando y, cuando se aburra de ti, te dejará a un lado como ha hecho con cientos de mujeres. Para ella eres una más, mientras para mí eres especial, ¿no lo ves? Te creía más lista, Elena, por el amor de Dios.
No quiero ser cruel como ella lo está siendo conmigo. Quiero a Anastasia. Es una buena amiga. Pero por Yulia siento algo tan fuerte que no lo puedo obviar. Al ver mi silencio, se da la vuelta y se monta en su moto, malhumorada.
—De acuerdo. Estréllate contra la pared tú solita.
Dicho esto se va y me deja desconcertada y con un sabor amargo en la boca.
El séptimo día, mi padre me recuerda el evento de motocross de todos los años en el Rio Volga, en un pueblo cercano a Kazan. Al recordarlo se me hace cuesta arriba. Ese año prefiero disfrutar de Yulia y de su compañía, pero al ver la ilusión de mi padre y sus amigos porque yo asista y participe, claudico y animo a Yulia a acompañarnos.
Papá siempre quiso tener un hijo. Un varón. Pero la vida le dio dos hijas. Aunque yo, con mi locura, creo haber resarcido esa carencia.
Yulia en un principio no sabe muy bien a lo que vamos. Me deja claro que no le gustan los deportes de riesgo. Yo sonrío y la engaño. ¿Qué le voy a hacer? Pero cuando ve mi moto en el remolque y a mi padre junto a sus dos amigos del alma, el Lucena y el Bicharrón, hablar sobre saltos, derrapes y demás entiende perfectamente lo que voy a hacer. Su gesto me demuestra su incomodidad.
—No quiero que hagas lo que dicen —murmura a escasos metros de ellos.
—Escucha, Yulia. Para mí lo que dicen es pan comido. Llevo practicando motocross desde que tenía seis años. Y mira, tengo veinticinco, y sigo enterita.
Su rostro y su boca me muestran la tensión que siente.
—Te prometo que lo pasarás bien —insisto—. Tú ven y ya verás, ¿de acuerdo?
—Vaya, vaya, vaya —escucho de repente detrás de mí—. Mi preciosa motera de Kazan.
Me vuelvo y me encuentro con Anastasia. Su comentario no me gusta nada. Mis tripas se contraen, pero intento que no se me note. El Bicharrón mira a su hija y después a Yulia. Siento que está tan tenso como yo, pero hago de tripas corazón y sonrío.
—Anastasia, ella es Yulia. Yulia, ella es Anastasia.
Ambas se dan la mano y yo, que estoy en medio, veo su incomodidad. Se retan con las miradas. Dos rivales. Dos mujeres y yo en medio como los jueves. Por suerte, mi padre da una palmada al aire e indica que debemos marcharnos. Anastasia se apunta y Yulia rápidamente me hace saber que nos seguirá en su moto. Yo decido acompañarla.
Cuando mi padre, el Lucena, el Bicharrón y Anastasia se montan en el coche y arrancan, Yulia me pasa uno de los cascos.
—No me gusta esa tal Anastasia.
—¿Celosa?
—¿He de estarlo?
Incómoda por lo que sé, le doy un beso en los labios.
—Para nada, cariño.
Cuando llegamos al lugar donde se va a celebrar la carrera, mi padre y sus amigos comienzan a saludar a todo el mundo y yo también. Conocemos al noventa por ciento de los corredores y acompañantes de todos los años que hemos participado en ese tipo de carreras. A las diez y media, Cristina, la organizadora del motocross femenino, me entrega mi dorsal, el 51, y me indica que a las doce es la primera eliminatoria.
Yulia no habla. Sólo me observa. A cada segundo que pasa veo en sus ojos la inquietud e intento relajarla. Pero cuando aparezco vestida con mi mono rojo de cuero, las protecciones, las botas, los guantes y el casco, se queda blanca como la cera.
—¿Me puedes explicar qué haces así vestida? —pregunta con enfado.
—¿No te parezco sexy? —Sonrío.
No contesta a mi pregunta.
—Len. No quiero que lo hagas. Esto es un deporte de riesgo.
—¡Venga ya…! No digas tonterías —Sonrío de nuevo e intento no darle importancia.
Anastasia, que nos observa y sé que nos escucha, se acerca a nosotras y con una sonrisa de lo más falsa dice:
—Vamos, preciosa… dale gas y déjalos a todos sin habla.
—Eso haré —respondo.
Anastasia, que lleva dos cervezas en la mano, le pregunta a Yulia:
—¿Quieres una? —Y sin darle tiempo a responder, continúa—: Toma. Esta cerveza enterita para ti. La otra para mí. Yo no comparto nada.
Ese comentario me subleva. Pero ¿qué hace esa inconsciente?
Yulia no habla pero puedo percibir su desagrado mientras Anastasia se dirige a ella:
—¿Sabes que «nuestra chica» es especialista en saltos y derrapajes?
—No.
—Pues prepárate, porque, si no lo sabías, hoy te va a quedar bien claro.
Dicho esto, Anastasia se acerca a mí y me da un beso en la cara.
—Vamos, preciosa. ¡Cómetelos!
En cuanto nos quedamos solas, Yulia me mira, molesta.
—¿A qué venía eso de «nuestra chica» y lo de «compartir la cerveza»?
—No lo sé —respondo incrédula por lo sucedido.
Yulia no es tonta y nota como yo la mala baba en las palabras de Anastasia. Resopla, maldice y aparta su mirada de ella.
—Te vas a hacer daño, Len. No sé cómo tu padre te permite hacer esto.
Eso me hace reír. Señalo a mi padre, que está con sus dos amigos haciendo los últimos arreglos de mi moto.
—¿De verdad crees que mi padre está preocupado?
Yulia lo mira. Lo estudia durante unos segundos y acaba dándose cuenta de la felicidad en su rostro.
—Vale… pero el hecho de que él no esté preocupado, no quiere decir que yo no deba estarlo.
Sonrío, me acerco más a ella y, sin importarme que Anastasia nos mire, me subo a una caja que hay en el suelo para estar a su altura y acerco mi boca a la suya.
—Tú tranquila… pequeña. Sé lo que hago.
Consigo que Yulia curve los labios y casi sonría. Le doy un beso que me sabe a gloria.
—Por tu bien —me dice, seria—, más vale que sepas lo que haces o te juro que luego te lo haré pagar.
—Mmmmm… ¡eso me encanta!
—Len… hablo en serio —insiste.
—Venga vaaaaaaaa… si esto para mí es un paseíto de naaaaaaaaaa.
No sonríe. Yo sí.
Escucho la voz de mi padre que me llama. Tengo que salir a pista. Doy un rápido beso a Yulia, me bajo de la caja y suelto su mano para acercarme hasta mi moto. Mi padre la acelera y la revoluciona. Yo grito feliz y llena de emoción, mientras Yulia cada vez arruga más el entrecejo.
Diez minutos después estoy en pista con otras participantes con la adrenalina por los aires, saltando y corriendo sin ser consciente del peligro. El motocross es una combinación de velocidad y destreza, y ambas cosas unidas me gustan.
Siempre he sido una osada alocada, el chico que mi padre nunca tuvo. Derrapo en curvas cerradas, salto baches con cambios de rasantes y mi mono se llena de barro mientras mi adrenalina acelera mis movimientos y soy consciente de que mi posición en esa carrera es buena. Termino entre las cuatro primeras y paso a la segunda ronda.
Yulia está blanca como el mármol. Lo que acabo de hacer y los porrazos que ella ha visto en otras participantes apenas la dejan respirar. Pero no tenemos tiempo de hablar, he de participar en la siguiente manga y así sucesivamente hasta que sólo quedamos seis participantes.
Mi padre, junto al Lucena y el Bicharrón, gritan como locos mientras hacen los ajustes de mi moto. Anastasia, una experta en motocross, me da instrucciones sobre otras participantes y yo la escucho. Saben que lo hago bien y saben que puedo alzarme con algún premio. Pero yo no puedo dejar de buscar a Yulia. ¿Dónde está?
—Blanquita —dice mi padre—. Yulia se ha marchado para Kazan.
—¡¿Cómo?! —preguntó boquiabierta.
—Lo que te digo, hija. Ha dicho que prefería esperarte en la villa. —Y, acercándose a mí, murmura—: Esa mujer lo estaba pasando fatal, hija. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si era por verte dar saltos en la pista o por la presencia de Anastasia y sus atenciones.
—Papáaaaaaaaaaaaa —le regaño al verlo sonreír.
Pero no podemos continuar hablando. La nueva manga comienza y tengo que ponerme en la salida. Mi concentración flaquea, pero mi mala leche está por todo lo alto. Yulia se ha ido y eso me enfada. Cuando la carrera da comienzo, salgo disparada como una flecha. Salto un montículo, dos… tres, derrapo, acelero y cojo varios baches seguidos antes de derrapar. Al final entro la segunda y grito de felicidad.
Mi padre, el Lucena y el Bicharrón corren a abrazarme. Estoy totalmente embarrada, pero he vuelto a conseguir hacerlos vibrar. Cuando me sueltan, es Anastasia quien me coge entre sus brazos demasiado efusiva.
—Felicidades, preciosa. ¡Eres la mejor!
—Gracias y suéltame.
—¿Por qué? ¿Acaso a tu Yulia no le gusta compartir a su mujer?
—Suéltame, gilipollas, o juro que te machaco aquí mismo —gruño ofendida.
Cinco minutos después, en el improvisado podio, disfruto feliz al ver a mi padre, al Lucena y al Bicharrón aplaudir junto a Anastasia, orgullosos de mí. Yo levanto el trofeo y soy consciente de que me hubiera gustado que Yulia estuviera allí.

El camino de regreso a Kazan es ameno y divertido. Escuchar a mi padre y a sus amigos contar chistes es para morirse de risa. ¡Qué gracia tienen los jodíos! Al llegar a Kazan, Anastasia insiste en tomar algo con la excusa de que hay que celebrar el triunfo. Declino la invitación y, cuando llegamos a mi casa, sin cambiarme ni nada, bajo mi moto del remolque, agarro el trofeo y salgo disparada para la villa, donde me espera Yulia.
Cuando llego a la puerta, llamo y, dos segundos después, la enorme cancela blanca se abre. Acelero mi moto y subo por el caminito rodeado de pinos. A lo lejos, veo la casa y a Yulia. Parece hablar por teléfono. Acelero, hago una derrapada, un trompo y cuando el polvo me rodea, paro la moto, la miro y levanto mi trofeo, orgullosa.
—Te lo has perdido. Te has perdido mi triunfo.
Yulia no sonríe, cierra el móvil, se da la vuelta y entra en el interior de la casa.
Sorprendida por su seca reacción, me bajo de la moto y la sigo. Me enferma cuando se pone tan hermética. En mi camino me quito las gafas y el casco y lo dejo sobre una mesa. Yulia está en la cocina bebiendo agua. Espero que regrese antes de atacar.
—¿Cómo puedes haberte ido sin decirme nada?
—Estabas muy ocupada.
—Pero, Yulia… yo quería que estuvieras allí.
—Y yo quería que tú no hicieras esas locuras.
—Yulia… escucha…
—No. Escucha tú. Si tienes que volver a ir a dar saltos con la moto a cualquier otro lugar, no cuentes conmigo, ¿entendido?
—Valeeeee… pero, venga, no te enfades. No seas una niña.
Mis palabras la hieren y se enfurece aún más.
—Te dije que no quería que te pusieras en peligro y tú has continuado con tu jueguecito sin pensar en cómo me podía sentir. Te podías haber matado delante de mis ojos y yo no podría haber hecho nada para impedirlo. Por Dios, ¿cómo puedes ser tan inconsciente?
Se aparta de mi lado. Su reacción me parece excesiva.
—No soy una inconsciente. Sé muy bien lo que hago.
—Sí, claro… no me cabe la menor duda. Y, por si fuera poco, encima tengo que soportar a esa tal Anastasia.
—Ah, no… eso sí que no, guapita —replico enfurecida—. No me parece bien que me reproches lo del motocross pero, fíjate, ¡hasta lo puedo entender! Pero que me reproches las palabras de Anastasia, no, ¡eso sí que no!
—¡«Nuestra chica»!, dice la imbécil —farfulla furiosa—. No ha parado de hacer comentarios incómodos todo el rato ante mí. Si no le he partido la cara ha sido por respeto a tu padre y al suyo, porque si por mí hubiera sido… —Y antes de que yo pueda replicar, me pregunta—: Dijiste que habías tenido algo con ella, ¿seguís teniéndolo?
No respondo. No quiero revelarle lo que Anastasia me dijo que sabía de ella, ni lo que hubo entre nosotras, pero Yulia insiste:
—Respóndeme, ¿qué ha habido entre esa tipa y tú?
—Algo. Pero fue sin importancia y…
—¿Algo? ¿Qué es ese algo? —exige con voz gélida.
—¿Acaso te he pedido yo a ti un listado de todas tus amiguitas de juegos? —le pregunto, sorprendida por el cariz que está tomando la conversación—. Si mal no recuerdo, tú fuiste la primera que quiso tener algo conmigo sin…
—Sé muy bien a lo que te refieres. Pero creo que eres lo suficientemente madura como para entender que eso entre nosotras ha cambiado.
—¿Ah, sí?
Sin cambiar su gesto, gruñe.
—Te acabo de hacer una pregunta. Yo siempre he sido sincera contigo. Cuando regresé en tu busca desde Asturias me preguntaste si había jugado con Amanda y yo fui sincera. ¿No puedes serlo tú ahora?
—De acuerdo. Entre Anastasia y yo ha habido sexo.
—¿Y ahora? ¿En los días que has estado aquí antes de que yo llegara?
—Nada…
—No me lo creo.
—En Madrid me acosté con ella, pero aquí no. —Yulia maldice, y yo prosigo—: Aquí sólo ha habido un par de besos y…
—Esa tipa no es la típica que se conforma con besos. He visto cómo te miraba y, cuando ha dicho lo de compartir la cerveza, ¡Dios… la hubiera machacado!
Enfadada por sus palabras y por cómo me grita, respondo:
—Quizá ella no se conformara con besos, pero yo sí. Nunca me he comportado con ella como me comporto contigo porque ella no es como tú, **** sea. Y, ¿sabes? Me voy. No quiero escuchar más tonterías por tu parte o te juro que no te lo voy a perdonar. Cuando te relajes me llamas por teléfono y quizá… sólo quizá yo te perdone el numerito que me acabas de montar.
Dicho esto me doy la vuelta, agarro el casco y las gafas de la moto y aún con el trofeo en las manos salgo de la casa, arranco mi moto y me marcho. El camino de pinos lo hago con la rabia instalada en mi rostro ¿Quién se ha creído Yulia para hablarme así? ¿Por qué yo no le exijo nada y ella a mí sí? Cuando llego a la cancela blanca veo que se abre para que salga. Acelero, pero antes de traspasarla, freno de nuevo y grito de frustración. Me bajo de la moto y doy un par de patadas en el aire. Mataría a Yulia cuando se pone así.
La cancela blanca se cierra tras unos instantes y, durante unos minutos, cierro los ojos furiosa mientras me pongo de cuclillas en el suelo. Yulia me agota y sus constantes cambios de humor me vuelven loca. Me desconcierta con sus palabras y sus hechos. No sé nunca lo que quiere y menos aún cómo proceder.
De pronto oigo un ruido ronco acercarse. Levanto la cabeza y veo a Yulia que, con su moto, se dirige hacia mí. Cuando llega a mi altura, detiene la moto, pone la pata de cabra y se baja. Me mira.
—¿Cómo puedes ser tan fría?
—Con práctica.
Resoplo y, sin poder contener mi furia, me levanto del suelo.
—Me desesperas, Yulia. No puedo con tu manera de ser. A veces te comería a besos, pero otras te mataría. Y ésta es una de esas veces. Siempre te crees la reina del mundo. La reina de la razón. La reina del universo. Eres una cabezona, una mandona, una intransigente y…
—Tienes razón.
Su respuesta me sorprende.
—¿Puedes repetir lo que has dicho?
Yulia sonríe.
—Tienes razón, pequeña. Me he pasado. He pagado contigo mi nerviosismo al verte saltar con esa **** moto y los comentarios nada acertados de tu amiga Anastasia. —Cuando ve que voy a decir algo, me interrumpe—: No quiero volver a hablar de esa tipa. Aquí lo importante somos tú y yo. Y por eso iba a buscarte.
Su sonrisa. ¡Oh, Dios…! Su sonrisa. Qué guapa está cuando sonríe. Sin necesitar nada más, me acerco a ella.
—¿Por qué tenemos que discutir por todo?
—No lo sé.
—Discutimos por todo menos por el sexo.
—Mmmm… buen comienzo, ¿no?
Ambas soltamos una risotada y Yulia me coge. Me besa los nudillos.
—¿Sigues enfadada?
—Mucho.
—¿De verdad?
—Con lo que has hecho hoy, me has quitado diez años de vida.
—Exagerada. —Sonrío.
Yulia asiente, se le oscurece la mirada y cierra los ojos.
—Len, mi hermana Hannah se mató hace tres años practicando deportes de riesgo. Ella era como tú, una chica joven llena de energía y vitalidad. Un día me invitó a ir con ella y sus amigos a hacer puenting. Lo pasábamos bien hasta que su cuerda… y… yo… yo no pude hacer nada por salvar su vida.
Las carnes se me abren. Aquello es terrible. Vio morir a su hermana. Lo que me acaba de confesar me hace entender la angustia que ha vivido mientras yo disfrutaba dando saltos y derrapando con el motocross. Consciente de su dolor, quiero decirle algo, pero se me vuelve a adelantar:
—Ése es el motivo real por el que no pude seguir viendo lo que hacías.
—Lo siento… yo… yo no sabía.
—Lo sé, cariño. —Me abraza con desesperación y murmura—: Ahora sonríe, por favor. Necesito que sonrías y que no me preguntes por nada de lo que te he explicado. Duele. Duele demasiado y no quiero recordarlo, ¿de acuerdo?
Muevo la cabeza, en un gesto de comprensión y, sin hablar nada más, Yulia me besa con auténtica pasión. Sonrío, intento no pensar en la tragedia que me acaba de explicar y me dejo llevar por mi amor. Minutos después, coge el trofeo que aún llevo entre mis manos y lo mira.
—Te voy a matar, blanquita. Qué rato más malo me has hecho pasar.
—Yulia… es motocross, ¿qué esperabas?
Sonríe, me suelta y se monta en su moto con el trofeo en las manos.
—Volvamos a casa, campeona. Vamos a celebrar como se merece tu triunfo.

Al día siguiente, en la maravillosa villa y tras una noche plagada de morbo y pasión entre nosotras, Yulia y yo tomamos el sol desnudas mientras planeamos una escapada a Zahara de los Atunes. No hemos vuelto a mencionar a Anastasia. Ninguna quiere hablar de ella. Me besa el tatuaje. Le ha encantado. Cada vez que me hace el amor, me mira con lujuria y me dice: «¡Pídeme lo que quieras!». Me vuelve loca. Totalmente majareta.
Yulia me ha propuesto ir a casa de unos amigos suyos en Zahara y a mí me parece bien. Podemos disfrutar de unos días con ellos y luego regresar a la villa, que, por cierto, me encanta. Es una preciosidad.
Por la noche, cuando me lleva de regreso a la casa de mi padre, me lo encuentro sentado en el patio trasero sobre el balancín y voy a saludarlo.
—Esta mujer te conviene, blanquita.
—¿Ah… sí? ¿Por qué? —pregunto divertida mientras me siento en el balancín con él.
—Es una mujer que se viste por los pies. ¿Cuántos años tiene?
—Treinta y uno.
—Buena edad en una mujer.
Eso me hace sonreír y continúa:
—Te mira de la misma forma que yo miraba a tu madre y eso me gusta. Y mira lo que te digo, hasta hace poco pensaba que Anastasia era la mujer ideal para ti. Pero después de conocer a Yulia, me retracto. Yulia y tú estáis hechas la una para la otra. Se le ve que es una mujer con principios y dignidad que te cuidará. No es una depravada como la mequetrefe que conocí en Madrid, llena de agujeros y pendientes.
De nuevo vuelvo a reírme. Mi padre tiene razón, Eric tiene principios pero estoy segura de que si conociera su faceta en el sexo le daría un pasmo. Pero ésa es mi intimidad.
—Papá… Yulia me gusta, pero no sé cuánto tiempo durará lo nuestro.
Sorprendido, me mira.
—¿Qué ocurre, blanquita?
Las palabras bullen por salir. Quisiera explicarle a mi padre que es mi jefa, pero no puedo. Tengo miedo de su reacción. Cientos de dudas y miedos pugnan por salir de mí pero no se lo permito.
—No ocurre nada, papá —respondo, finalmente—. Sólo que es difícil mantener una relación a distancia. Ya sabes que ella vive en Alemania y yo aquí. Y cuando acabe lo que ha venido a hacer a Madrid, ambas tendremos que regresar a nuestros trabajos y, bueno… ya me entiendes.
Veo que asiente y con la prudencia que lo caracteriza, añade:
—Mira, mi vida. Ya no eres una niña. Eres una mujer y como tal te tengo que tratar. Por eso, sólo te puedo decir que disfrutes el momento y seas feliz. De nada sirve pensar muchas veces en el «qué pasará», porque lo que tenga que pasar… ocurrirá. Si Yulia y tú estáis predestinadas a estar juntas, no habrá distancia que os separe. Eso sí, sé cautelosa y un poco egoísta y piensa en ti. No quiero verte sufrir innecesariamente cuando tú misma ya me estás diciendo que lo vuestro es complicado.
Las palabras de mi padre, como siempre, me reconfortan. No sé si será la edad, la experiencia de haber perdido a mi madre años atrás. Pero si hay algo que él siempre ha tenido claro y que nos ha transmitido a mi hermana y a mí es que la vida es para vivirla.
Al día siguiente, Yulia me recoge muy temprano en su moto. Comienza nuestra pequeña y cercana aventura. Mi padre se despide de nosotras encantado y nos desea un feliz viaje. Visitamos Barbate y Conil. Allí comemos y nos bañamos en la playa y por la tarde, cuando llegamos a Zahara de los Atunes, su teléfono suena y ella sonríe.
—Andrés nos espera.
Nos montamos en la moto y conduce hacia su casa. Por la seguridad con la que se mueve por las carreteras secundarias del lugar, imagino que ya ha estado allí en otras ocasiones. Los celos vuelven a mí, pero los expulso. Nada me va a impedir disfrutar de mi tiempo con Yulia.
Tras desviarnos por un camino, paramos ante una valla de piedra. Yulia toca un timbre y, segundos después, la enorme puerta de chapa negra se abre y yo me quedo sin habla. Ante mí se extiende un maravilloso jardín con cientos de flores de colores que enmarcan una preciosa casa minimalista.
Una vez llegamos hasta la puerta y Yulia para la moto, me bajo y poco después Andrés y una mujer con un bebé en brazos salen a nuestro encuentro. Andrés es el médico que Yulia llamó en Madrid y me curó el brazo, y eso me sorprende.
La mujer de Andrés se llama Frida y el niño, Glen. Frida es alemana como Yulia, pero habla perfectamente ruso y en seguida hay buen rollo entre nosotras. Una mujer de mediana edad aparece y se lleva al pequeño, y, segundos después, los cuatro pasamos a un jardín trasero donde una asistenta nos lleva unas bebidas. Divertidos, los cuatro charlamos mientras escucho anécdotas divertidas de sus viajes. Pronto me doy cuenta de la estupenda amistad que los une desde hace años y eso me hace sonreír. Sobre las ocho, Frida nos conduce hasta nuestra habitación. Un lugar espacioso, decorado con un gusto exquisito y donde hay una enorme cama.
En cuanto nos quedamos solas, Yulia me coge entre sus brazos y me besa mientras me desnuda. Me lleva en volandas hasta una enorme ducha donde abre el agua y las dos gritamos divertidas al sentir el agua fría caer sobre nosotros. Los besos de Yulia se intensifican y mi ansiedad por ella más. De pronto, me tumba en la ducha y se tumba sobre mí mientras el agua cae sobre nosotros. Su boca exigente me muerde los labios mientras siento sus manos recorrer mi cuerpo y éste vibrar por el contacto.
Cuando abandona mis labios, su boca baja hasta mi pecho. Mis pezones están duros y, al mordisquearlos, me hace gritar. Sigue su andadura por mi cuerpo y siento que su lengua baja por mi ombligo, se entretiene en él unos instantes hasta que continúa su camino y de pronto se detiene.
Al notar que ella ha frenado su exploración incorporo mi cabeza para mirarla y me doy cuenta de qué es lo que ha visto. Está mirando el tatuaje. Eso me excita y jadeo, mientras siento que me mira tras sus pestañas mojadas.
—¿En serio puedo pedir lo que aquí pone?
Asiento.
—¿Cualquier cosa?
El cosquilleo en mi vagina es impresionante. Creo que voy a tener un orgasmo con sólo escuchar su voz y ver el morbo de su mirada. Vuelvo a asentir ante lo que ella me ha preguntado y curva la comisura de su boca.
Clava sus rodillas en el suelo de la ducha y, con urgencia, me coge de las caderas y me atrae hacia ella. Coge la ducha con las manos me separa las piernas y me lava. Humedece cada centímetro de mi vagina y yo me dejo, encantada. Excitada, veo que cambia la intensidad de la ducha. Ahora son menos chorros pero el agua sale con más fuerza.
Imagino lo que va a hacer y no me muevo. La deseo.
Se agacha, mete su lengua en mi empapada vagina y me chupa. Busca mi clítoris, lo rodea con su lengua y juega con él. Lo mima. Lo estira. Lo devora. Me vuelve loca. Cuando lo tiene como ella desea vuelve a coger la ducha, mientras con dos de sus dedos me separa los pliegues de mi sexo y siento que los chorros caen directamente sobre mi hinchado clítoris.
¡Me vuelvo loca!
Jadeo… me retuerzo y ella me sujeta para que no me mueva mientras los chorros caen con fuerza sobre mi clítoris proporcionándome cientos de sensaciones. ¡Calor…! El calor sube por mi cuerpo y, cuando me contraigo por un maravilloso orgasmo, suelta la ducha, coloca su duro pene en mi abierta vagina. Entonces da un empellón y me la mete hasta el fondo.
—De acuerdo, pequeña… te tomo la palabra. Te pediré lo que yo quiera.
Tirada en el suelo de la ducha con Yulia poseyéndome con fuerza, dejo que me mueva a su antojo.
Diez… once… doce, sigue su bombeo sobre mí, mientras mi vagina se contrae a cada embestida y mi clítoris con su roce me hace vibrar más y más. Vuelvo a tener otro maravilloso orgasmo esta vez al mismo tiempo que ella.
Instantes después, rueda a mi lado y las dos quedamos en el suelo de la enorme ducha mirando hacia el techo mientras el agua corre a nuestro alrededor. Su mano busca la mía y cuando la encuentra la aprieta. Se la lleva a la boca. Me besa los nudillos y dice:
—Len… Len… ¿Qué me estás haciendo?

A las nueve de la noche, tras la estupenda ducha que nos hemos dado y de la que estoy convencida que se ha enterado todo el mundo, bajamos de la mano al salón. Allí, Frida y Andrés se están besando, pero dejan de hacerlo cuando nosotras aparecemos.
Pasamos al comedor y nos sentamos alrededor de una maravillosa mesa. Yulia me retira la silla y se sienta a mi lado. La veo feliz. Ése es su ambiente y se le nota que está más cómoda. El servicio entra en la estancia y nos sirve un buen vino y después una maravillosa langosta. Yulia me pide una Coca-Cola. Entre risas y confidencias acabamos con el primer plato y nos sirven el segundo, una exquisita carne. Cuando acabamos el rico helado que nos sirven de postre, Frida propone salir al jardín.
Yulia, tras atender una llamada de teléfono, se sienta a mi lado. Siento sus continuas caricias en mi piel y la noto más pensativa que minutos antes. Aun así, charlamos hasta bien entrada la madrugada, momento en que nos vamos a dormir.
Al día siguiente cuando me despierto, el sol entra por el gran ventanal. Estoy sola en la habitación y me estiro en la cama. Las sábanas huelen a Yulia y eso me hace sonreír. Recordar cómo me hizo el amor la noche anterior me excita, me pone a cien, pero, convencida de que no es momento de fantasear, me levanto, voy al baño y me aseo.
Mientras me visto, un ruidito me hace mirar a mi alrededor. Es el móvil de Yulia. Lo localizo sobre la mesilla y leo que pone el nombre de «Betta». De nuevo aquel nombre.
Cuando llego al salón, oigo las risas de Andrés, Frida y Yulia y me sorprendo al ver a un señor y a una señora junto a ellos. Cuando me acerco, me presentan a los padres de Frida, que han venido para llevarse al pequeño Glen de vacaciones con ellos. Le entrego el móvil a Yulia y le indico que ha recibido una llamada de una tal Betta. Ella asiente, lo guarda en el bolsillo del pantalón y prosigue tan normal. Los padres de Frida y el pequeño Glen se van esa misma noche.
A la mañana siguiente, cuando me despierto, vuelvo a estar sola en la cama. Tras lavarme los dientes, me acerco hasta la piscina y rápidamente Andrés me coge y me tira al agua. Todos nos reímos y pasamos un rato divertido. Sobre las dos de la tarde, los cuatro nos vamos de compras a Cádiz en el coche de Andrés. Acabamos de recibir la invitación para una fiesta temática ambientada en los años veinte y hay que ir a comprarse algo.
Por la noche, tras una divertida tarde de compras, decidimos cenar en la playa. Acabada la cena en un precioso restaurante de Zahara, tomamos unas copas en un bar y sobre la una regresamos a la casa.
Al llegar salimos a la bonita terraza y nos sentamos. Me gusta sentir a Yulia tan cercana, receptiva, tan pendiente de mí. Andrés va a la cocina y trae una botella de champán. Tras esa primera botella, llega una segunda de la que bebo más lentamente pero que disfruto de todos modos.
Frida y Andrés son unos anfitriones maravillosos. Intentan que nos sintamos como si estuviéramos en nuestra casa y lo consiguen con su actitud. Disfruto del momento sentada en aquel precioso lugar mientras mis ojos miran la piscina oval y el jacuzzi que hay al lado. Sobre las tres de la madrugada hace mucho calor y Frida propone darnos un chapuzón en la piscina.
Sin pensarlo un segundo, acepto y subo a mi habitación a ponerme el biquini. Cuando bajo, Frida ya está en el agua con Andrés y Yulia me espera en el borde. En cuanto me acerco a ella, me coge a traición y las dos caemos en el agua. Entre risas y cachondeo, nos bañamos un rato, hasta que, más adelante, Frida y yo nos sentamos en la ancha escalera de la piscina y Yulia y Andrés se hacen unos largos.
Cuando llegan hasta nosotras, Andrés coge a su mujer de un pie y la arrastra hacia la piscina. Ella protesta pero, dos segundos después, ríe a carcajadas. Yulia divertida se acerca a mí, me coge en brazos y me sienta a horcajadas sobre ella.
El agua nos llega hasta la cintura y pronto sus manos se meten por debajo de la braga de mi biquini y me comienza a tocar. Asustada por aquello, la miro con reproche y ella ríe.
—¡Yulia! —la regaño—. No hagas eso. Nos pueden ver.
Su contestación es un tórrido beso que rápidamente consigue calentarme el alma y la vida. Su boca y sus manos ya me tienen en el punto de partida que ella siempre quiere y, cuando se separa de mí, murmura mientras señala con la vista:
—Tranquila, pequeña. Ni Andrés ni Frida van a asustarse.
Curiosa, miro hacia donde ella señala y veo que la otra pareja se besa apasionadamente. Incluso veo que Andrés le desabrocha el biquini a Frida y éste queda flotando sobre la piscina. Rápidamente miro a Yulia en busca de una contestación.
—Sí, blanquita… a ellos también les gusta el morbo.
Comienzo a temblar, y no es de frío, cuando siento que los otros dos se acercan a nosotros. Frida está juguetona y sale de la piscina. Se sienta en el borde junto a nosotras con los pechos húmedos y resbaladizos mientras Andrés se pone detrás de mí y posa sus manos sobre mi cintura. Yulia, al ver cómo la miro, mueve la cabeza y Andrés me suelta en seguida, sale de la piscina y, tras besar a su mujer, ambos desaparecen en el interior del chalet.
Estoy nerviosa. ¡Histérica!
No sé dónde meterme, pero siento que mi vagina se lubrica y se deshace por dentro.
Yulia, al notarme tensa, se levanta de la ancha escalera y, sin soltarme, se mete conmigo hacia el interior de la piscina. Me agarro a ella con desesperación.
—Tranquila, pequeña. Conmigo nunca harás nada que tú no quieras.
Boqueo como un pez. Me falta el aire y consigo susurrar:
—Ellos… ¿juegan a los mismos juegos que tú?
—Sí.
—¿Y…?
—Len, te tiene que quedar claro lo que te dije hace poco. El sexo es sólo sexo. Frida y Andrés son una pareja muy sólida que tienen claro qué es lo que les gusta en el plano sexual. Hemos ido en varias ocasiones juntos a club de intercambio de parejas y allí han disfrutado de tríos y orgías y, cuando han regresado a su casa, han continuado siendo ellos mismos. Andrés y Frida. Una pareja.
—¿Tú has… has estado con ellos?
—Sí. Nosotros dos para ella. A mí los hombres no me van —bromea y sonrío—. Escucha, Len, debes entender que tanto Frida, como Andrés y como yo tenemos las ideas claras y sabemos diferenciar entre el sexo y los sentimientos. A los tres nos gusta disfrutar del morbo del juego pero, una vez acaba, nos respetamos como personas. Por cierto, la fiesta a la que estamos invitados mañana es…
—Una fiesta donde todo el mundo juega, ¿verdad?
Yulia asiente.
—Si tú no quieres, no tenemos por qué ir.
Durante un rato, las dos permanecemos calladas hasta que me lleva hasta la escalera, me toma de las manos y me dice:
—Ven. Entremos en el jacuzzi.
La sigo hasta allí.
—Qué calentita —murmuro al entrar en él.
—Demasiado caliente. —Yulia aprieta unos botones y, segundos después, el agua se enfría.
Permanecemos calladas mientras las burbujas explotan a nuestro alrededor, hasta que ella me atrae de nuevo hacia sí y me sienta de nuevo a horcajadas sobre ella.
—¿Ves cómo me tienes? —dice mientras aprieta mi vagina contra su pene.
—Sí. —Sonrío y, sin poder evitarlo, pregunto—: ¿Qué te hubiera gustado que hubiera pasado en la piscina?
Echa la cabeza hacia atrás.
—Ah… cariño. Me hubiera gustado que hubieran pasado muchas cosas.
—Cómo por ejemplo… —insisto.
Yulia levanta el mentón y me mira.
—Aún recuerdo cómo te estremecías aquella tarde en mi hotel cuando Frida se metió entre tus piernas y te hizo todo lo que le pedí.
—¿Era Frida?
—Sí. —Darme cuenta de eso me deja asombrada—. Mmmmm… me gusta la delicadeza que mostráis las mujeres. Me excita miraros. ¡Sois exquisitas!
—¿Y los hombres?
Noto su mirada alerta y añade:
—Cielo, ya te he dicho que los hombres no me van.
Eso me hace gracia.
—Me refería a que si en tus fantasías sólo incluyes a mujeres.
—No, mis fantasías son más amplias. Adoro ver a dos mujeres poseyéndose, aunque luego me gusta compartirlas con otros hombres.
—¿Y te ves compartiéndome a mí con otro hombre?
—Si tú quieres, sí —responde con una sonrisa.
Sólo decirlo me excita. Me excita mucho más que imaginarme con otra mujer. Yulia clava su mirada en mí.
—Tu placer es mi placer y, si tú me lo pides, te compartiré. Pero, llegado el momento, seré yo quien mande en ese juego. Eres mía y quiero que quede claro.
Ardo. Me caliento. Voy a explotar. Me aviva ese comentario de posesión y murmuro inquieta:
—Has dicho que tú y Andrés habéis jugado con Frida.
—Sí. —Y acercando su boca a mi oído me pregunta—: ¿Quieres que te comparta con un hombre?
Imaginarlo me excita, me inquieta, me estimula.
—Yulia…
—Ah… blanquita, creo que te voy a tener que atar en corto. Eres más curiosa de lo que yo imaginaba, pero me gusta tu curiosidad, me vuelve loca.
Eso me hace reír. Le ofrezco mi boca, que ella toma con avidez.
—Si vamos mañana a esa fiesta, ¿qué ocurrirá?
—Lo que tú quieras.
—Pero… pero allí…
—Allí la gente va a lo que va, pequeña. Todos buscan lo mismo: sexo. Si tú quieres, lo tendrás. Puedes mirar o puedes participar, todo depende de ti.
—Y tú… ¿qué quieres tú?
Yulia pasea su boca por mi cuello.
—Tras la conversación tan interesante que acabamos de tener y que me tiene dura como una piedra, lo que voy a querer es follarte y que te follen. Adoro ver tu gesto cuando te corres. Y como ahora sé qué es lo que te excita, quiero ofrecer tus pechos, tu vagina, y observar el momento. Eso me proporcionará un gran placer.
Todo lo que me dice consigue en mí el efecto deseado y siento que ahora soy yo la que quiere cumplir cualquiera de esas fantasías. Mi respiración se acelera, Yulia sonríe.
—Tu cuerpo me dice que te pida lo que quiera. Y sé que ahora mismo cualquier cosa que te propusiera lo harías, porque estás tan excitada, tan caliente que lo deseas, ¿verdad?
—Sí —admito.
Yulia se levanta y me da la mano.
—Ven, acompáñame.
No lo dudo. Le doy la mano y salimos del jacuzzi.
Coge una toalla y la pone alrededor de mi cuerpo. Me seca con mimo.
—Len… te tiene que quedar claro que yo nunca haré nada sin tu consentimiento. No me perdonaría que me reprocharas nada. Eres demasiado importante para mí.
—No te voy a reprochar nada, Yulia. Es sólo que me asusta lo desconocido, pero quiero experimentar a tu lado.
Mi respuesta parece agradarle y me besa. Me besa con pasión y juntas caminamos hacia el interior de la casa. Pero en vez de llevarme hacia la habitación me hace girarme en otro pasillo. De pronto escucho jadeos y, al llegar frente a una puerta que está entreabierta, me mira y dice:
—Andrés y Frida están dentro, ¿quieres que pasemos?
Asiento, pero susurro.
—Siempre y cuando no te alejes de mí.
—Eso no lo dudes nunca, cariño. Eres mía.
Su posesión me gusta y, cuando entramos en la habitación, mi respiración se vuelve irregular. Estoy nerviosa, excitada, pero tengo miedo. Veo una cama redonda en medio de una enorme sala azul. La música suena y Frida y Andrés hacen un sesenta y nueve. Al vernos, dejan de hacer lo que están haciendo y nos miran. Yulia cierra la puerta y me quita la toalla. Tiemblo.
—Tú decides, Len.
Su voz me hace regresar a la realidad y, ante la atenta mirada de los otros dos, murmuro:
—Deseo jugar.
Yulia me besa. Después mira a Andrés y éste se levanta de la cama desnudo. Nos rodea y se para en mi espalda. Miro a Yulia y noto cómo su amigo me desabrocha la parte superior de mi biquini y, cuando lo consigue, lo saca por la cabeza.
Mis pechos rozan los pechos de Yulia y mis pezones rápidamente se ponen duros ante aquella situación. Mi Dios… mi diosa no me quita ojo desde su altura. Está seria e imperturbable cuando se dirige a su amigo.
—Andrés, quítale la braga del biquini.
Su voz me excita. Su posesión sobre mí. Y cuando siento los dedos de Andrés agarrar mis bragas y bajarlas, jadeo. En su camino siento su aliento en mi trasero y eso me pone la carne de gallina.
Una vez desnuda, mi excitación es tan grande que el miedo ha desaparecido para dar paso al morbo, y Yulia sonríe. Sabe que estoy bien y dispuesta.
—¿Puedo tocarla? —pregunta Andrés a mis espaldas.
Yulia sigue mirándome y yo asiento. Yulia responde:
—Sí.
Instantes después, las manos de Andrés pasean por mi cuerpo. Toca mis pechos, mi cintura y, cuando sus dedos llegan a mi vagina e introduce uno de ellos, jadeo. Frida llega hasta nuestro lado y Yulia se aparta. Se agacha, me hace abrir las piernas y su boca va directa hasta mi sexo.
Cierro los ojos. Las piernas me tiemblan mientras Andrés y Frida me tocan y disfrutan de mí. Yulia, al ver aquello, acerca su boca a la mía y susurra:
—Sí… así… disfruta para mí.
Durante unos minutos me siento el caramelito de la habitación. Cuatro manos recorren mi cuerpo y dos bocas se esmeran en arrancarme jadeos, mientras Yulia nos observa con los ojos brillantes por la lujuria. De pronto, Yulia toca la cabeza de Frida y ella deja de acariciarme, se da la vuelta y veo que le acaricia los pechos. Mete su mano en su bañador, le saca el pene y se lo acerca a la boca. Saca la lengua y comienza a lamerlo en toda su longitud.
Excitada, no puedo dejar de mirar, mientras Andrés me muerde los pezones. Frida disfruta con lo que hace y lame el pene como si se tratara de un helado. Se lo introduce totalmente en la boca y le acaricia. Yo miro… miro… y miro y siento que mi excitación se aviva más. Estoy tan caliente que me agacho un poco para facilitarle la tarea a Andrés con mis pechos y se los ofrezco para que se dé un festín.
Yulia se estremece, yo jadeo y la oigo murmurar:
—Vayamos a la cama.
Los cuatro, desnudos, nos dirigimos a ella. Yulia se quita el bañador y su pene lujurioso está duro y deseoso de jugar y veo que Andrés se pone frente a su mujer. Yulia se coloca finalmente frente a mí. Frida deposita entre nosotras una caja cuadrada y blanca y pregunta:
—¿A qué queréis jugar?
La saliva se me estrangula en la garganta. No sé qué decir cuando oigo a Yulia decir:
—Algo suave.
Frida y Andrés hacen un gesto con la cabeza, y entonces ella mira en el interior de la caja, saca dos vibradores como el que me regaló Yulia a mí y me mira.
—Está limpio, cariño. Ante todo, la higiene.
Asiento y lo cojo.
Yulia me encoge las piernas y me abre las rodillas. Mi sexo está caliente, chorreante y late desbocado.
—Mastúrbate para mí, cariño —me dice Yulia.
—Y tú para mí, Frida —pide Andrés.
Como una autómata, abierta de piernas junto a Frida y frente a Yulia y Andrés, pongo el vibrador en mi mojada hendidura y lo pongo al uno. La vibración, la humedad y la excitación me piden más y lo subo al dos. Ardo. Tengo mucho calor y siento que voy a explotar cuando mi clítoris rápidamente reacciona y me comienza a dar descargas de placer.
Yulia, entre mis piernas, me mira y se pone un preservativo mientras leo su necesidad en la cara de que me corra para ella. Subo la intensidad del vibrador y su descarga hace que arquee la espalda y grite. Un jadeo a mi lado me hace recordar que Frida está en la misma tesitura y eso me estimula, y más cuando veo que Andrés le quita el vibrador y la penetra. Sus jadeos se convierten en gritos de placer y eso me azora todavía más. Ver a dos personas a mi lado hacer el amor es algo totalmente nuevo para mí y no puedo dejar de mirar hasta que ellos se dejan ir y sus gritos bajan de intensidad.
Yuliano me quita ojo. Está tan excitada como yo.
—Andrés, ofréceme a Len —dice, sorprendiéndome.
Rápidamente siento que Andrés se levanta, se sienta al borde de la cama y me dice:
—Ven aquí. Siéntate sobre mí.
Sin saber realmente a lo que se refiere, me levanto y cuando voy a sentarme mirándolo, me da la vuelta y me hace mirar a Yulia. Después me sienta sobre sus piernas y me susurra al oído:
—Recuéstate sobre mí, sube tus pies a la cama y abre las piernas. Yo te sujetaré por los muslos para que Yulia te penetre.
Completamente excitada por el momento, hago lo que me pide mientras siento su pene en mi trasero y me abre los muslos. Yulia se acerca a mí, a nosotros, se mete entre mis piernas, me agarra del culo y me mete lentamente su duro pene mientras Andrés me sujeta las piernas y me abre para ella. Yulia, tras varias embestidas que me hacen gemir, se queda quieta y musita:
—Esto es ofrecerte a alguien. ¿Te gusta la sensación?
—Sí… sí…
—Pues así te ofreceré yo a otros hombres y mujeres —susurra mientras me penetra—. Abriré tus muslos para darles acceso a tu interior siempre que yo quiera, ¿te parece?
—Sí… sí… —jadeo enloquecida.
Me besa. Me devora los labios y ambas oímos que Andrés dice:
—Más tarde, quizá Yulia te ofrezca y seremos Frida o yo quienes te follemos.
Las palabras de Andrés me incitan mientras siento el implacable pene de Yulia tan duro como una piedra en mi interior. Yulia mueve las caderas y eso me hace resoplar. Noto cómo me llena por completo y comienza a moverse adelante y atrás mientras Andrés murmura:
—¿Te gusta, Elena?
—Sí… Oh… Dios mío.
La estimulación que siento en ese instante es profunda y maravillosa mientras Yulia avanza y continúa su saqueo implacable sobre mí y Andrés me ofrece. Frida nos mira y veo que se masturba con un consolador. Me muerdo los labios, jadeo, me retuerzo.
—Vamos, nena… —dice Yulia de repente—. Dime cómo quieres que te folle.
Al ver que no respondo, Yulia me da un cachete en el culo que me introduce más en ella y yo balbuceo como puedo:
—Rápido… fuerte.
—¿Así, pequeña? —acelera y profundiza más.
—Sí… sí…
Mueve las caderas con vigorosidad y grito. La intensidad en sus movimientos aumenta segundo a segundo, penetración a penetración, y mi placer con ella. Ardo. Estoy fuera de control. Y cuando un calor embriagador me hace soltar un gemido de placer, Yulia gira las caderas y me embiste por última vez y las dos nos corremos.
Tras aquel primer asalto, llegan dos más donde vuelvo a disfrutar como una loca y donde veo lo mucho que Yulia goza ofreciéndome y follándome. Ella me ha hecho descubrir un mundo hasta ahora desconocido para mí y sólo lo quiero disfrutar… disfrutar y disfrutar.
Aquella noche, en la soledad de nuestra habitación, Yulia me abraza. Las piernas aún me tiemblan y no puedo dejar de pensar en lo ocurrido. Recuerdo las palabras de Anastasiao: «Yo te quiero en exclusividad y ella no». Eso me inquieta. Imágenes morbosas pasean por mi mente y noto de nuevo mi vagina estremecerse. De pronto siento su boca en mi frente y cómo me reparte pequeños besos que me saben de maravilla. Yulia es dulce y posesiva, y eso me gusta. Me encanta en ella. No hemos hablado de lo ocurrido. No es necesario. Nuestros ojos hablan por sí solos y no hacen falta ni preguntas ni explicaciones. Todo ha sido consentido y disfrutado. Agotada, finalmente, me duermo entre sus brazos.
A la mañana siguiente, cuando me despierto, vuelvo a estar sola en la habitación. Rápidamente, las imágenes de lo ocurrido la noche anterior regresan a mi mente y me pongo colorada. Pero también me excito.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:52 pm

El mundo de Yulia me está abduciendo y siento que cada vez me gusta más. De pronto, la puerta se abre. Es ella con una bandeja de desayuno.
—Buenos días, blanquita.
Ese saludo, tan de mi padre, me hace sonreír y me siento en la cama. Yulia llega hasta mi lado, suelta la bandeja y, tras darme un dulce beso en los labios, se sienta a mi lado.
—He traído zumo de naranja, algo de embutido, tostadas, plumcake y dos cafés con leche, ¿te parece buen desayuno?
Encantada con aquello, sonrío y la miro.
—El mejor.
Durante unos diez minutos desayunamos entre risas y, cuando acabamos con todo lo que había en la bandeja, la pone en el suelo y se sienta de nuevo junto a mí. Está guapísima con esa camiseta blanca y las bermudas de camuflaje. Vestida así parece una jovenzuela de mi pandilla, no la directora de una gran multinacional.
—Vamos a ver, pequeña, ¿cómo estás? —pregunta mientras me acaricia el óvalo de la cara.
—Bien, ¿por qué? —Al ver su ceja levantada respondo—. Bien… Si me preguntas por lo que ocurrió ayer, tranquila, estoy bien, lo disfruté y, sobre todo, tú no me obligaste, lo hice yo porque me apetecía.
Yulia asiente. Por su gesto parecía necesitar escuchar aquello y veo que sonríe.
—Me encantó la experiencia contigo. Fue maravillosa.
—Para mí fue extraña. Diferente. Pero también morbosa… muy morbosa. Y ya vi cómo disfrutabas cuando Andrés y Frida me tocaban.
—Mmmm… me excita ver tu cara de perversión, pequeña. Abres la boca de tal manera y te arqueas tan deliciosamente… Me vuelve loca verte así.
Ambas reímos.
—En referencia a la fiesta de esta noche. Si tú no quieres, no…
—Sí, quiero. Quiero ir.
—¿Segura?
—Sí. Totalmente.
Mi decisión parece sorprenderla.
—¿Tú no quieres ir?
—No… no es eso… pero…
—¿Acaso hay alguna mujer por la que me tenga que preocupar?
Yulia suelta una risotada y aclara:
—Absolutamente por ninguna. Con ellas simplemente he jugado y…
—¿Has jugado mucho con ellas?
—Sí.
Eso me incomoda. Cualquiera de ellas me sacará ventaja.
—Pero ¿mucho… mucho?
—Mucho… mucho. A algunas las conozco desde hace más de diez años, pequeña. Pero no tienes de qué preocuparte. En cambio, yo sí que me tengo que preocupar. Tú serás nueva y estoy convencida de que muchos hombres y mujeres te observarán deseosos de ser ellos los elegidos.
—¿Tú crees?
Yulia responde que sí con su cabeza y siento que se le oscurecen los ojos. De pronto, la siento algo escamada y eso me alerta. ¿Estará celosa?
—Sí, lo creo. Pero no olvides, cariño, que…
—… que sólo lo haremos con quien yo quiera, ¿me equivoco?
—No. —Sonríe, mientras me aparta un mechón de pelo de la cara.
Doy un trago a mi café.
—¿Me vas a ofrecer a un hombre o a una mujer?
Mi pregunta vuelve a pillarla por sorpresa. Como siempre, lo piensa… lo piensa y, al final, responde con otra pregunta:
—¿Te gustaría que fuese un hombre esta vez?
—Sí… me excita sentir que eres mi dueña. Anoche me excitó.
Se carcajea y, tras darme un beso en los labios, murmura:
—Señorita Katina, ¿habla de dueña? ¿No dijo que no le gustaba el sado?
—Y no me gusta —aclaro—. Pero me excita sentir tu posesión.
Yulia asiente. Clava sus preciosos ojos en mí y murmura:
—No olvidaré eso cuando te ofrezca esta noche.
Asiento como siempre. Está claro que ella sólo hará lo que yo quiera y, deseosa de que todo sea como siempre, me tumbo en la cama y tras hacerle una seña con el dedo para que se tumbe sobre mí le susurro:
—Tú eres la experta. Estoy en tus manos.
Yulia sonríe y me besa.
—Cariño… cada día me sorprendes más.
Pongo los ojos en blanco y pestañeo.
—Me gustas mucho cuando me llamas cariño. ¿Todavía no te has dado cuenta del influjo que provocas en mí cuando me dices palabras cariñosas?
—Estás comenzando a asustarme.
Eso me hace reír.
—¿Que yo te asusto?
Yulia asiente. Pone entonces sus manos en mi cintura y me hace cosquillas.
—Sí…, señorita Katina. Comienzo a temer tus juegos. Creo que vas a ser peligrosa.
Tras la comida, Frida y Andrés se retiran a descansar. Yuliame propone lo mismo, pero me apetece leer en la sombrita. Yulia me acompaña y, tiradas en las cómodas hamacas de la piscina y bajo una maravillosa sombra, compartimos música en mi iPod y leemos.
Pero yo apenas leo. Mi mente no para de dar vueltas a todo lo que va a pasar, mientras disfruto de estar junto a Yulia. Verla a mi lado, tranquila y relajada mientras lee el periódico me parece algo sublime, maravilloso. De pronto en mi iPod comienza a sonar una canción y oigo que Yulia la tararea. Eso me deja sin habla.
Sé que faltaron razones, sé que sobraron motivos
Contigo porque me matas, y ahora sin ti ya no vivo
Tú dices blanco, yo digo negro
Tú dices voy, yo digo vengo
Miro la vida en colores y tú en blanco y negro.
Dicen que el amor es suficiente, pero no tengo el valor de hacerle frente
Tú eres quien me hace llorar, pero sólo tú me puedes consolar.
Te regalo mi amor, te regalo mi vida
A pesar del dolor eres tú quien me inspira.
No somos perfectos somos polos opuestos,
Te amo con fuerza te odio a momentos.
Está tarareando la canción Blanco y negro de Malú. ¡Y se la sabe entera!
Asombrada, no me muevo, mientras hago como si leyera mi libro. Escuchar a Yulia cantar aquella canción que siempre me recuerda a ella me pone la carne de gallina. Cuando la termina, me doy cuenta de que me mira.
—Aún recuerdo el día que te escuché cantarla.
—Sí… muy maja tú. Me dijiste que cantaba fatal, ¿lo recuerdas? —Yulia sonríe y yo añado—: Oye… ¿cómo te sabes esta canción? Recuerdo que me preguntaste el título y quién la cantaba.
—La busqué.
—¿Y por qué la buscaste?
—Porque escuchar esta canción me recuerda a ti.
Aquella revelación me deja sin palabras. Yulia continúa leyendo y yo la imito. Estoy emocionada porque, sin utilizar palabras cariñosas, sé que me ha dicho: «Te quiero».
A las ocho de la tarde, Frida y yo decidimos arreglarnos. Ellos también. Nos vestimos por separado para sorprendernos y eso me gusta. Quiero sorprender a Yulia. Frida se ofrece a maquillarme, algo que yo no hago muy a menudo, así que la dejo. Ella es esteticista. Me aplica una base oscura en los párpados y mil potingues más en el rostro. Y cuando me miro en el espejo mi cara de sorpresa es increíble. ¿Esa tía con esos ojazos soy yo?
Frida se ríe y me anima a que nos continuemos vistiendo. Ella se ha comprado un vestido rojo, escotado y lleno de flecos, y yo uno plateado de lentejuelas y suelto hasta la cadera. Ambos llegan por la rodilla y son sexies y sugerentes. A los vestidos los acompañan unos increíbles zapatos de tacón, collares larguísimos, plumas en el pelo y, finalmente, unos guantes que sobrepasan el codo. En cuanto acabamos, nos miramos en el espejo y Frida dice divertida:
—¡Oh… parecemos una verdaderas flappers!
—¿Flappers? ¿Qué es eso?
—Elena, en los años veinte la imagen de la mujer cambió radicalmente y se volvió más loca… más atrevida. Las flappers, o las chicas del charlestón, eran las mujeres que se vestían de manera diferente, jovial y alocada. Justo como nosotras, vamos. Listas para volver locas a los hombres.
Eso me hace reír. Frida es graciosa y tiene un sentido del humor maravilloso. Una vez nos vestimos cogemos las dos boquillas de medio metro que hemos comprado y salimos al salón donde ellos nos esperan.
Antes de entrar, veo a Yulia y me deja sin habla. Lleva un traje blanco, una camisa negra y un gorro de la época, a lo Al Capone. Está sexy y guapísima. Andrés va igual, pero su traje es gris y su camisa roja. Cuando siento los ojos de Yulia sobre los míos sonrío. Veo que le gusta mi disfraz y, acercándose a mí, me coge de la mano y me hace dar una vuelta ante ella.
—Estás despampanante.
—¿Te gusto?
—Me encantas, tanto que creo que no te voy a dejar salir de casa.
Eso me hace reír. Me alejo de ella mientras muevo las caderas para que el vestido se mueva.
—¡Soy una flapper! —Por su cara puedo ver que no sabe de lo que hablo y aclaro—: Una chica loca del charlestón.
Yulia sonríe, viene hacia mí, me coge por la cintura y mientras seguimos a Frida y Andrés hacia su coche, me murmura en el oído:
—Muy bien, flapper… vayamos a pasarlo bien.
A las nueve y media entramos en una preciosa mansión decorada al más puro estilo años veinte. Encantada, miro a mi alrededor y me sorprendo al ver al fondo de un enorme salón a un grupo tocando. Los músicos van de blanco, como en las famosas películas de gánsteres que veía cuando era pequeña.
Yulia me presenta a los anfitriones y éstos, encantados, alaban mi disfraz. Yo sonrío, feliz. Andrés y Frida los saludan también. Tras pasar al salón veo que la gente habla animada y que todos conocen a Yulia y la saludan. Mientras me presenta a los asistentes, estoy asombrada. Saber que es una fiesta donde todos buscan sexo me sorprende. Allí hay gente de todas las edades. Jóvenes y maduros.
Acabadas las presentaciones, escucho la música durante un rato junto a Yulia. Frida, una experta en esos años, es la que me indica si suena un boogie-woogie, un charlestón o un foxtrot. Yo en todo eso estoy pez. Soy más de rock and roll. Y, cuando llevamos varias copas, me entero de que Frida es quien ha ayudado a Maggie, la dueña de la casa, a organizar la fiesta. Según pasa la noche soy consciente de cómo los hombres se acercan a nosotras y me devoran con la mirada. Sé lo que piensan, pero estoy tranquila. Nadie, absolutamente nadie, dice nada que me pueda incomodar. Todos son muy educados.
Tras varias bebidas, voy al baño junto a Frida. Nuestras vejigas van a explotar. Al llegar hay dos aseos libres y rápidamente entramos en ellos. Mientras estoy allí, la puerta del lavabo se abre y entran otras mujeres. Oigo el cotorreo de muchas de aquellas mujeres que no conozco pero, al escuchar el nombre de Yulia, presto atención.
—Qué alegría volver a ver a Yulia, ¿verdad?
—Oh sí… estoy encantada de que esté de nuevo aquí. Está guapísima.
—¿Cuánto tiempo hace que no venía a una de nuestras fiestas?
—Dos años.
—Realmente se le ve muy bien. Tan atractiva y sexy como siempre.
—Sí… parece estar recuperada tras lo ocurrido. Pobrecilla.
¿Recuperada? ¿Qué le ha pasado a Yulia?
Convencida de que quiero saber más, pongo la oreja pero, entonces, oigo la voz de Frida:
—Chicas, ¡estáis guapísimas! ¿Dónde habéis comprado esos trajes?
En seguida cambian de conversación y se centran en hablar de las compras. Salgo del baño y me uno a ellas. Frida me presenta a las mujeres y todas son encantadoras conmigo. Cuando salgo del baño, una de ellas, Marisa de la Rosa, camina a mi lado y me pregunta:
—Has venido con Yulia, ¿verdad?
—Sí.
—¿De dónde eres?
—De Kazan, pero trabajo en Madrid.
—¡Oh, me encanta! Mi marido y yo somos de Huelva, aunque viajamos mucho a Madrid. Tenemos un pisito allí, en plena calle Princesa.
Saber eso me sorprende.
—Pues yo vivo en Serrano Jover.
—En esa calle hay un gimnasio, ¿verdad?
—¿El Holiday Gim? —La mujer hace un gesto afirmativo—. A ese gimnasio voy yo.
Marisa sonríe y murmura:
—El mundo es un pañuelo, chica. Mi piso está cerca y a ese gimnasio es al que vamos Mario y yo cuando estamos en Madrid.
Ambas sonreímos por la coincidencia.
—Pues entonces seguro que nos vemos por allí.
—Segurísimo.
Charlamos sobre mil cosas más, mientras observo a Yulia hablar con una mujer y un hombre al fondo de la sala. Parece divertida. Su gesto está relajado y veo que sonríe. Marisa es simpática, salta de un tema a otro, y pronto me presenta a varias mujeres más. Cuando de nuevo nos quedamos solas coge dos copas de champán de una mesa y se me acerca.
—¿Te gustaría pasar un agradable rato conmigo en la sala de al lado?
Me pongo colorada, azul y verde. La mujer, al verlo, sonríe.
—Si lo piensas mejor, avísame, ¿de acuerdo?
Cuando se aleja, me guiña el ojo y yo camino hacia Yulia. Ella, al verme llegar, me da un beso en los labios y continúa hablando con la pareja que lo acompaña.
Hay un buffet libre y los comensales comenzamos a degustar los ricos manjares. Siento las miradas de los hombres sobre mí y también las de muchas de las mujeres, aunque, cuando veo cómo muchas de ellas miran a Yulia, me molesta. Mi instinto de posesión se alerta y, al final, Yulia, consciente de lo que me pasa, me tranquiliza y me recuerda dónde estamos. Pero las mujeres que se acercan a nosotros se la comen con la mirada y la gata que hay en mí vuelve a resurgir.
Yulia me mira divertida y, tras disculparnos, me coge del brazo y me aleja hacia una ventana. Una vez solos me besa en la boca.
—Tus ronchones en el cuello te delatan. ¿Qué ocurre?
—Nada.
Inconscientemente me voy a rascar pero Yulia me sujeta la mano y me sopla el cuello.
—No, blanquita… no. Si te rascas lo empeorarás.
Eso me hace sonreír. Recuerdo lo que acabo de escuchar en el baño y decido preguntarle, pero se me adelanta.
—Escucha, cielo. Esta gente y yo nos conocemos desde hace años. Tranquilízate.
Miro hacia las mujeres y siento que nos observan. A Yulia le suena el móvil y al mirarlo leo: «Betta».
Ya son varias veces las que he leído ese nombre en el móvil, así que pregunto:
—¿Quién es Betta?
Yulia se guarda el móvil y me mira.
—Alguien de mi pasado. Nada importante.
Doy un trago a mi copa, deseo seguir preguntando sobre esa mujer pero, al final, cambio de tema.
—Cuando estaba en el baño oí a algunas hablar sobre ti.
—Ah, sí… Espero que cosas buenas y excitantes —murmura divertida.
Su gesto de pícara me hace abrir los ojos.
—Gilipollas.
Mi contestación la divierte y, mientras me acaricia la espalda, susurra:
—Nena… son mujeres que conozco desde hace tiempo.
—Decían algo sobre que pareces estar recuperada.
Se tensa. Detiene su jugueteo en mi espalda.
—Los cotilleos de los baños de mujeres no me interesan.
—Ni a mí, listilla —insisto—. Pero al oír eso, pensé que…
Yulia me corta y me hace un gesto que denota incomodidad.
—Ya te he dicho que no me interesa hablar sobre lo que se comente en el baño de mujeres.
Su fría contestación me deja sin palabras. Ha cortado toda probabilidad de seguir hablando del tema, como siempre que surge algo suyo personal. Al final, deseosa de que la comunicación vuelva a ser fluida entre nosotras, me acerco.
—Me molesta cómo te miran algunas mujeres.
Yulia sonríe. Da un trago a su copa y se vuelve hacia mí.
—¿Te has fijado cómo te miran a ti? —Asiento—. La diferencia entre ellas y ellos es que ellas están deseando que yo las desnude y ellos están deseando desnudarte a ti. Ellas quieren que yo les dé placer y ellos quieren dártelo a ti. ¿No crees que yo puedo estar más molesta?
Sus palabras hacen que me sonroje. La miro y entonces se acerca más a mí.
—Recuerda, Len, tu placer es mi placer y, hoy por hoy, mi único placer eres tú. Sólo deseo desnudarte y…
—Calla…
Sorprendida, frunce el ceño.
—¿Qué ocurre?
—Me excitas con lo que dices, Yulia.
La risotada que suelta hace que yo me relaje. Me besa. Me atrae hacia ella.
—Es lo que quiero, blanquita. Que te excites.
Dicho esto, el grupo comienza a tocar una sugerente canción y Yulia me agarra por la cintura y me invita a bailar. Mientras bailamos, nos miramos. Sin necesidad de hablar, sólo con la mirada me dice cuánto me desea. Eso me agita y noto cómo mi interior comienza a revolotear. Después me toma de la mano y caminamos por un amplio pasillo de la casa. Una puerta se abre y de ella sale un hombre que nos saluda al vernos:
—Hombre, Yulia, ¡qué alegría verte!
Se dan las manos y Yulia dice:
—Lo mismo digo, amigo. No sabía que estuvieras por aquí.
El hombre moreno sonríe y, tras pasar su mirada por mi cuerpo, murmura:
—Estoy de vacaciones en Cádiz, además, ya sabes que no me pierdo ninguna fiesta de Maggie y Alfred… ¡Son apoteósicas!
Ambos sonríen y entonces Yulia se vuelve hacia mí.
—Elena, te presento a Björn, un buen amigo. Björn, ella es Elena, mi chica.
¡Vaya! Ha dicho que soy su chica.
Sonrío y le doy dos besos al recién llegado, pero, al separarme de él, éste dice:
—Encantado, Elena. Mmmm… tienes una piel muy suave.
Bajo la cabeza, como una tonta, y entonces oigo a Yulia decir:
—Toda ella es suave y exquisita.
Me contraigo mientras siento que los dos se miran. ¿Me está ofreciendo? Instantes después, Björn abre la puerta que acaba de cerrar.
—¿Entramos?
Yulia me agarra y asiente.
Entramos en la espaciosa habitación, sólo iluminada con una luz roja. Björn cierra la puerta y veo que no estamos solos. Hay tres parejas liadas sobre una de las tantas camas que se encuentran en aquella habitación y me pongo nerviosa. Sé a qué hemos ido allí y me inquieta. Björn se acerca a una pequeña barra y comienza a servir tres copas de champán. Yulia me mira y susurra, poniéndome la carne de gallina:
—¿Qué te parece Björn para jugar? Sé que lo prefieres a una mujer por hoy.
La miro. El mencionado es moreno y atractivo. Alguien en quien sin duda me hubiera fijado si lo hubiera conocido en otro momento. Yulia espera una contestación.
—Bien.
—¿Te parece bien que te ofrezca a él?
Mi estómago se contrae pero, excitada, contesto afirmativamente.
—Sí.
—Perfecto. —Yulia sonríe y veo cómo le brillan los ojos.
Dos segundos después, Björn se acerca y nos entrega unas copas.
Charlan en alemán e intentan integrarme en la conversación. Se nota que se conocen y la complicidad que hay entre ellos. Pero yo estoy muy nerviosa y más aún cuando Björn se acerca para besarme en los labios. Yulia se lo impide.
—Su boca y sus besos son sólo míos.
El corazón se me encoge al escucharla y notar la posesión en su voz. Björn asiente. No le ha molestado lo que Yulia ha dicho.
—¿Qué tal si nos sentamos? Estaremos más cómodos.
Yulia me coge de un brazo y me sienta en un sillón. Doy un trago a mi bebida y se colocan uno a cada lado. Estoy nerviosa. Me siento como un bombón bajo la atenta mirada de dos depredadores. Oigo jadeos. Cerca de nosotros, otras personas juegan. Sus gemidos retumban en la habitación y no puedo apartar mi vista de ellos. Lo que hacen me inquieta, me activa y más cuando Yulia acerca su boca a mi oído y me chupa el lóbulo.
—¿Excitada?
Le digo que sí y Björn pone una de sus manos en mi rodilla. Comienza a subirla por la pierna.
—Yulia tiene razón, eres muy suave.
Yuloia mueve la cabeza. En ese momento la puerta se abre. Entran dos mujeres y un hombre y, tras mirarnos, se ponen al otro lado del salón. Sin preámbulos, una de las mujeres se sienta en uno de los sofás del fondo, se sube el vestido y la otra mujer, ante la mirada del hombre, pone su boca en su sexo.
—Vaya… la fiesta se calienta —sonríe Björn.
Yulia me mira y me pide con voz neutra.
—Len… quítate las bragas.
Al escuchar aquello estoy tan excitada por todo lo que ocurre a mi alrededor que no lo dudo. Me levanto y, en dos movimientos, hago lo que me dice. Luego vuelvo a sentarme entre ellos. Yulia me quita las bragas de la mano y se las guarda en el bolsillo de su americana.
—Abre las piernas, nena —ordena.
Lo hago. Björn comienza a tocarme. Posa su mano de nuevo en mi rodilla, pero esta vez su recorrido es lento y progresivo. Se adentra en la cara interna de mis muslos y, cuando sus dedos rozan mi vagina, murmura:
—Me encanta tu humedad. Eso me indica que lo vamos a pasar muy bien, preciosa.
Dicho esto, siento que mete un dedo en mí y después dos. Me recuesto más sobre el sofá y suelto un gemido. Yulia acerca su boca a la mía y me besa mientras es otro quien saquea con sus manos mi cuerpo.
—Así, cariño… Quiero que disfrutes para mí.
Björn continúa con su invasivo juego y pronto noto que toda mi vagina chorrea. Sentir su saqueo y los besos de Yulia me está volviendo loca.
—¿Te gusta, pequeña?
—Sí.
—¿Quieres más?
—Sí.
Björn nos escucha y pregunta:
—¿Qué más quieres, preciosa?
—Len… —añade Yulia—. Dile a Björn lo que quieres.
Estoy colorada como un tomate y ardo. Menos mal que la luz roja no lo deja ver. Mi boca está seca y Yulia se da cuenta de que no puedo hablar.
—Si no lo dices, cariño… no haremos nada.
—Quiero… quiero que me hagáis lo que queráis.
—Mmmm… ¿dispuesta a todo? —murmura Björn—. ¿Qué tal una doble penetración?
—No. De momento sólo tomaremos su vagina —aclara Yulia, y Björn acepta.
Excitada y abierta de piernas para ellos, jadeo cuando Yulia se incorpora.
—Levanta y date la vuelta, Len.
Lo hago e instantes después noto que me desabrocha la cremallera de mi vestido de lentejuelas y éste cae a mis pies. Estoy totalmente desnuda ante Björn y mi pecho sube y baja con inquietud. Yulia me besa el cuello.
—Ofrécele tus pechos.
Instintivamente me acerco a él y Björn los toca y los chupa. Primero uno y después el otro. Yulia, que está detrás de mí, me empuja con delicadeza y caigo literalmente sobre la cara de Björn que me los agarra, los junta y se mete los dos pezones en la boca, mientras Yulia me masajea las nalgas y me da un azotito. Luego pasa su mano por mi mojada hendidura y mete un dedo en mi interior.
El calor toma mi cuerpo y comienzo a arder. Esos dos me tocan a su antojo y me gusta. Cuando creo que voy a explotar, siento que Yulia deja de tocarme y se pone detrás del sillón.
—Len… súbete al sillón.
Obediente, hago lo que me pide.
—Ahora quiero que le ofrezcas lo más íntimo de ti a Björn y dejes que te saboree.
Dicho y hecho. Björn recuesta su cabeza sobre el sofá y yo, con una pierna a cada lado de sus hombros, me agacho para que él me coja con posesión de los muslos y me atraiga hacia él. Mi vagina queda totalmente sobre su boca y él comienza a jugar con ella y con mi clítoris. Su boca se desliza de un lado a otro mientras noto cómo me mueve sobre ella y yo gimo de puro placer.
Yulia, que está frente a mí, me observa. En su mirada veo el brillo de la lujuria y eso me altera más. Disfruta con lo que ve y su respiración se vuelve inconstante. Finalmente, se acerca al sofá, me coge de la cabeza y me besa mientras Björn prosigue su saqueo particular a mi vagina. Mete un dedo en ella y, mientras su lengua juega con mi clítoris, éste entra y sale rápidamente de mí. El calor crece y crece en mi interior, mientras me siento un juguete delicioso entre las manos de ellos. Pero me gusta lo que me hacen. Me gusta ser su juguete y más cuando Yulia murmura en mi boca:
—Eres mi placer… dame más pequeña.
Suelto un chillido devastador y me corro sobre la boca de Björn.
Mi vagina palpita. Succiona el dedo que Björn tiene en mi interior, y oigo que él me dice:.
—Así, preciosa. Chilla y córrete para nosotros.
En ese momento, se acerca una mujer y nos mira. La reconozco. ¡Marisa de la Rosa! Durante unos minutos se limita a mirarnos mientras yo sigo moviendo mi sexo sobre la boca de Björn y éste, con un dedo en su interior, me hace jadear una y otra vez. La mujer, avivada por lo que hago, se tumba en un diván cercano y comienza su propio juego.
Instantes después, Yulia le indica a Björn que pare y coge mi vestido. Me hace bajar del sillón y los tres caminamos hacia una puerta que hay en el fondo del salón. Siento el martilleo de mi corazón mientras camino desnuda entre los dos y mi vagina palpita por lo sucedido. En mi camino observo a otras personas gritar de placer por sus juegos. En cuanto traspasamos la puerta, Yulia se detiene.
Estoy congestionada. Creo que voy a explotar. Yulia abre una puerta y entramos en una pequeña habitación donde hay una cama y un sillón. Cada vez estoy más excitada. Yulia deja mi vestido en la cama y se sienta en el sillón. Me llama, me da la vuelta y me sienta sobre ella. Me abre las piernas, me las flexiona y me ofrece. Björn, sin hablar, se arrodilla, se mete entre mis piernas y vuelve al ataque, mientras Yulia musita en mi oído:
—Así, Len… En la intimidad quiero que estés a mi disposición siempre. Soy tu dueña y tú, mi dueña. Sólo yo te puedo ofrecer. Sólo yo puedo abrir tus piernas a los demás. Sólo yo…
—Sí… sólo tú. Juega conmigo —murmuro.
Me doy cuenta de que mi voz y mis palabras lo avivan, al mismo tiempo que a mí me estimulan. Lo que estoy diciendo es una auténtica locura, pero es lo que deseo. Quiero que ella me ofrezca. Quiero sucumbir a lo que me pida. Lo quiero todo.
—Me vuelves loca, cariño, y escuchar tus gemidos y cómo te dejas llevar por mí es lo mejor que puedo imaginar. Estamos aquí. Estás desnuda entre mis brazos y un hombre juega contigo. ¡Oh… Dios… ¡Me gusta sentirte mía en todos los sentidos. Quiero que disfrutes. Quiero que explores y explorarte. Quiero follarte y que te follen. Quiero tanto de ti, cariño, que me das miedo.
Eso me hace jadear y retorcerme. Tengo calor. Mucho calor. La situación me puede. Estoy sobre Yulia. Ella me abre las piernas. Me ofrece a un hombre. Siento la dureza de su sexo contra mi trasero mientras que un hombre del que sólo sé que se llama Björn barre mi sexo con su lengua de atrás hacia adelante.
El orgasmo está a punto de llegarme.
—¿Deseas más? —me dice Yulia.
—Sí… oh sí…
Yulia, al escucharme, se mueve y se levanta. Yo me levanto también y Björn hace lo mismo. Yulia me coge de la mano y me sienta sobre la cama. La oigo hablar algo con Björn y entonces dice:
—Voy a cumplir tu fantasía, cariño.
Elos dos de inquietantes y jóvenes cuerpos quedan completamente desnudos delante de mí y miro sus potentes erecciones. Yulia se queda a un lado y Björn se acerca a mí.
—Túmbate en la cama y ábrete de piernas, preciosa.
Miro a Yulia, ella asiente y lo hago. Desnuda y con los pezones duros me tumbo en el centro de la cama y observo que en el techo hay espejos.
Como una diosa nórdica, Yulia se sube a la cama y acerca su boca a la mía.
—Pídeme lo que quieras.
Estoy confundida y sobreexcitada. Ella me besa y yo me estremezco cuando sus manos vuelan por mis pezones. Björn nos observa y eso me estimula más. Entonces recuerdo algo que a Yulia le gusta.
—Quiero que Björn me folle mientras tú me ofreces, me besas y miras. Sé que te gustará hacerlo. Y, cuando él se corra, quiero que me folles tú como sabes que me gusta.
A medida que lo voy diciendo, veo que a Yulia se le ilumina la cara. Los ojos le chispean. He entrado totalmente en su juego y ella lo sabe. Me da un último y lascivo beso antes de levantarse de la cama. Después mira a Björn y dice:
—Fóllatela.
—Será un placer, amiga —murmura Björn, mientras sonríe.
En su rostro se ve el deseo y su pene hinchado refleja las ganas que tiene por hacerlo. Se sube a la cama y se pone a horcajadas sobre mí. Siento su pene erecto descansar sobre mi barriga y, cuando se agacha, me estira los brazos y se mete uno de mis pechos en la boca, jadeo mientras miro a Yulia. Durante varios minutos, siento cómo Björn chupa y succiona mis pezones y manosea mi trasero bajo la atenta mirada de mi dueña. Me estruja las cachas del culo con sus manos y me gusta. Después, baja hacia mis piernas y, sin miramientos, me las agarra y se las pone sobre los hombros hasta dejar mi sexo frente a él.
Con los ojos muy abiertos, miro los cristales que hay en el techo y me estimulo más. Estoy desnuda en una habitación un hombre y la mujer que quiero y abierta de piernas para un desconocido que me va a follar. Y lo mejor, Yulia está a mi lado, observando. Me anima a disfrutar de la experiencia y yo la quiero disfrutar. Durante varios segundos, Björn no hace nada hasta que lo oigo decir, mientras siento que introduce sus dedos en mí:
—Estás empapada y tu coño me está volviendo loco.
De pronto vuelvo a sentir su boca invadiéndome y Yulia vuelve a colocarse a mi lado. —Así, pequeña… —me dice Yulia—. Es lo que querías, ¿verdad?
—Sí.
—Vamos, cariño, ábrete bien para que pueda disfrutar de ti y córrete para que te saboree bien. Después, yo te follaré como llevo horas deseando hacerlo.
Aquel lenguaje tan soez me habría provocado rechazo en otras ocasiones. Incluso me habría molestado, pero de pronto y en una situación como aquélla me gusta. Me estimula. Me altera.
Björn me agarra las nalgas para meterme totalmente en su boca. Le gusta, me saborea, disfruta y yo jadeo. Gimo y me retuerzo. Con la lengua barre mi sexo una y otra vez, una y otra vez y entonces Yulia me agarra las manos sobre mi cabeza y no puedo evitar mirar su duro y ardiente sexo. Björn, sin darme tregua, llega hasta mi hinchadísimo clítoris. Está enorme, muy avivado. Siento que lo engancha con sus dientes y tira de él. Grito. Me retuerzo. Quiero más.
Miro a Yulia y vuelvo a observar su pene. Ella sonríe al intuir mis intenciones y, cuando un jadeo sale de mi boca, se agacha y lo pone entre mis labios. Quiero metérmelo en la boca. Lo chupo, pero lo retira rápidamente.
—No, pequeña —me dice, agachándose—. Si te dejo hacer lo que quieres, no voy a poder parar.
Mi vagina se contrae y entonces Björn me baja las piernas. Veo que se pone un preservativo.
—Te voy a follar, preciosa. Te voy a follar delante de tu mujer y ella te va a abrir para mí, mientras te sujeta para que no te muevas.
Grito. Me sofoco.
Los ojos de Yulia brillan. Le gusta ver aquello. Le gusta tenerme así. Y entonces Yulia se agacha y me abre los pliegues de la vagina con sus manos. Björn me coge de los muslos, pone su pene en la entrada y poco a poco tira de mis muslos y me atrae hacia él. Mi húmeda vagina lo atrapa y se contrae mientras siento cómo Yulia me encaja en Björn. Sus manos cierran mi vagina y su pene queda metido totalmente en mí.
¡Dios… esa sensación es deliciosa!
Yulia aparta sus manos de mi vagina, coge mis manos y me las sujeta por encima de la cabeza. En ese momento, Björn mueve las caderas en busca de más profundidad y lo consigue. Jadeo… Jadeo y Yulia atrapa mis jadeos con su boca. Se los come. Los disfruta y sé que la vuelven loca.
Björn continúa su baile particular dentro y fuera de mí. Una… y otra… y otra vez… Me folla como le ha pedido Yulia y yo lo gozo. Abro las piernas para él y dejo que me penetre una y otra vez hasta que mis jadeos se vuelven más seguidos, más sonoros. Exploto y me retuerzo entre las manos de ellos.
Björn me suelta. Yulia también me suelta y, cuando Björn saca su pene de mí, veo que cambian sus posiciones en la cama. Ahora, Yulia está entre mis piernas y Björn sobre mi cabeza. Mientras normalizo mi respiración veo que Yulia se pone un preservativo; después, coge una especie de jarra de agua y la deja caer sobre mi sexo. El agua fresquita me hace gritar de nuevo.
—¡Dios… te follaría otra vez! —dice Björn, mientras se quita el preservativo.
Yulia sonríe, mira a su amigo y, mientras me seca con una toallita, murmura:
—Lo harás…
Cierro los ojos. Aún no puedo creer lo que estoy haciendo. Cuando los abro veo la cara de Yulia frente a la mía que me pide:
—Bésame.
Abro la boca y la beso mientras siento que desliza su erección desde mi clítoris hasta mi ano. Juega conmigo. Me estimula y grito de frustración. Estoy mojada y resbaladiza y eso me excita y la excita a ella también. Mete su dedo en mi interior y, como estoy tan abierta, me mete tres de golpe.
—Nena… estás muy abierta y receptiva. Te gusta, ¿verdad?
—Sí… Sí…
Me muevo sobre su mano. Imploro lo que quiero, mientras Yulia continúa su juego sobre mí y Björn nos observa.
De pronto, siento que uno de sus resbaladizos dedos se para en mi ano. Con movimientos circulares lo estimula y, cuando me quiero dar cuenta, el dedo se mueve en mi interior. Durante unos segundos, lo mueve mientras yo me arqueo para que no pare y entonces soy consciente de que el pene de Björn vuelve a estar erecto y cae sobre mi cara.
La vista se me nubla cuando Yulia saca su dedo de mi ano y de una estocada mete su maravilloso pene en mi vagina. Grito. Ella se para y me mira. Se tumba sobre mí, pone una mano sobre mi cabeza y la otra en mi trasero.
—Dios, nena… me estás volviendo loca. ¿Esto es lo que quieres?
—Sí.
Mueve sus caderas y se hunde más en mi interior, mientras siento que sus testículos están a punto de entrar también. Jadeo. Su enorme glande sobreexcitado es mucho más ancho y largo que el de Björn. Noto cómo mi carne se abre para recibirla y eso me hace gemir y retorcerme entre sus brazos. Yulia me besa, entra una… dos… tres… cuatro y mil veces en mí con posesión, mientras me arranca gustosos gemidos de placer. Björn me agarra los hombros para que no me mueva. Y entonces las embestidas de Yulia se vuelven más secas y posesivas, mientras Björn murmura:
—Así, preciosa… disfruta…
Mis gritos no tardan en aparecer de nuevo. Agarro a Yulia por el trasero y la obligo a golpearse contra mí una y otra vez mientras veo sobre mi cara el pene hinchado y duro de Björn. Estoy a punto de pedirle que me lo meta en la boca, cuando Yulia lee mi pensamiento.
—No. Mírame.
Rápidamente le hago caso y siento que Björn me suelta los hombros y se baja de la cama. Yulia clava sus impresionantes ojos en mí y me da un azote que me escuece, mientras me embiste con fuerza. Su respiración es brusca, inconstante pero sus acometidas en el interior de mi vagina me hacen convulsionar a cada nuevo ataque. Vuelve a azotarme. El calor me sube por el cuerpo y jadeo su nombre…
—Yulia…
Me abrasa la excitación cuando vuelve a darme otro azote y noto que mete un dedo junto a su pene en mi vagina y vuelvo a jadear. Su dedo empapado de mis fluidos va directo a mi ano y, al notar que lo mete, grito. Esta vez, la invasión es más fuerte. Su demoledor dedo entra y sale de mi ano mientras que su pene lo hace en mi vagina y esa nueva sensación me deja extenuada.
Con el cuerpo palpitándome, deseo lo que me exige y lo que me hace y casi rezo para que continúe y no pare nunca. Mis caderas se levantan en busca de más, hasta que el rostro de Yulia se contrae y yo, tras un demoledor grito, me dejo llevar.
Cuando todo acaba, Yulia cae sobre mí. La abrazo y ella mete su cara en mi cuello. Permanecemos así unos minutos. Agotadas. Rendidas. Consumidas. Hasta que se separa de mí y, sin mirarme, ordena con voz seca:
—Vístete. Nos vamos.
Extasiada por lo vivido, hago un gesto afirmativo con mi cabeza. Cojo el vestido, que veo a un lado de la cama, y me lo pongo. Me siento en la cama y la observo vestirse. Después, me doy cuenta de que estamos solos en la habitación.
—¿Dónde está Björn?
Yulia me mira y, con un gesto que me descuadra, pregunta:
—¿Para qué quieres saberlo?
—Para nada, Yulia —respondo, sin entender su pregunta—. Es simple curiosidad.
En ese instante me percato de que algo le pasa y la agarro del brazo. Yulia se suelta de mala gana.
—¿Por qué estás enfadada?
La furia de sus ojos me deja sin habla.
—¿Por qué querías meterte su polla en la boca?
Sus palabras me sorprenden. No sé que responder.
—No lo sé, Yulia. El morbo del momento.
Al ver que ella no me mira y se sigue abrochando la camisa, exploto:
—¡Perfecto! Me traes aquí. Me haces abrirme de piernas para él y ahora, ¿me vienes con reproches? Joder, Yulia… no lo entiendo.
—Tú has accedido. No lo olvides.
—Por supuesto que he accedido. ¡Imbécil! He entrado en el juego. ¡Tu juego! Me he dejado lamer, chupar y follar por una persona a la que no conozco de nada porque sé que a ti es lo que te gusta, y ahora, cuando ves que he disfrutado y me he dejado llevar por el morbo, me lo reprochas. ¡Vete a la ****!
Dispuesta a largarme de allí, me encamino hacia la puerta. Pero antes de que llegue, ella me agarra y me tumba sobre la cama.
—Tienes razón, nena… tienes razón.
—¡Gilipollas!… Eso es lo que eres, una auténtica gilipollas.
—Entre otras muchas cosas. Perdóname.
Sus ojos… su voz… el olor a sexo y todo ella consigue que mi enfado, como siempre, desaparezca en décimas de segundo.
—Perdóname, cariño. Me he dejado llevar por mi instinto de posesión y…
—Pero vamos a ver, Yulia. ¡Soy tuya! ¿Todavía no te has dado cuenta de que sólo quiero hacer lo que tú quieras? ¿De verdad que todavía no te has dado cuenta de que el morbo y jugar me gusta, pero sólo contigo? Tu dijiste que mi placer es tu placer. Pues aplícate el cuento porque a mí me pasa lo mismo. Lo que acaba de pasar aquí, ha sido ¡increíble! ¡Maravilloso! ¡Extenuante! Me ha gustado ver el brillo en tus ojos cuando te he pedido lo que quería. Has disfrutado el momento y yo también. ¿Dónde está el mal? Sólo me he dejado llevar por lo que tú me has enseñado a disfrutar, el morbo. Y ese morbo, tú y lo que me hacías me hicieron querer hacer algo más. Pero si…
Yulia me besa. No me deja terminar.
Devora mi boca y juega con mi lengua mientras yo adoro que lo haga. Durante un rato permanecemos solas y abrazadas en la habitación. Sólo nos abrazamos. Estamos agotadas. Y cuando abandonamos la solitaria habitación y regresamos al salón general, Björn se acerca a nosotros, nos ofrece unas copas de champán bien frío, me coge de la mano y la besa.
—Ha sido todo un placer, Len.
Yo asiento. Björn mira a Yulia.
—Gracias, amiga, por ofrecerme a tu mujer. Ha sido una delicia.
Yulia sonríe.
—Me alegra saberlo.
—Por cierto —añade Björn—. Mañana por la noche vamos a jugar a la rueda en la villa que he alquilado. Marisa y Frida se han ofrecido, ¿os animáis?
¿La rueda? ¿Qué es la rueda? Quiero preguntar. Pero Yulia responde mientras nos alejamos:
—Gracias por la invitación, pero no. Quizá en otro momento.
Cuando llegamos a la pista de baile y comenzamos a movernos al son de la música, mi curiosidad no puede más y pregunto:
—¿Qué es la rueda?
—Un juego para el que tú no estás preparada.
—Vale… Pero ¿qué es?
Yulia sonríe y me acerca más a ella.
—De entrada, te desnudarías junto a las otras dos mujeres. Suele haber dos o tres. Los hombres jugarían a las cartas mientras vosotras servís las copas y satisfacéis los caprichos más inmediatos. Una vez termina la partida, los hombres hacen un círculo alrededor de las mujeres que se han ofrecido y toda la rueda las folla. Eso sí… siempre con su consentimiento.
Asiento y trago con dificultad. No. Definitivamente no estoy preparada para ello.
Sobre las cuatro de la mañana, sin haber compartido nada más que charla con otros, Yulia y yo decidimos regresar a casa. Frida y Andrés regresarán más tarde. Cuando nos sentamos en la limusina que los dueños de la casa han puesto a nuestra disposición, me abraza y yo la miro con picardía.
—Estoy agotada, ¿por qué será?
—Por el esfuerzo, blanquita… no lo dudes.
Ambas nos reímos y Yulia me besa en el cuello.
—¿Lo has pasado bien?
—Sí. Muy bien.
—¿Tanto como para repetir otro día?
Busco su mirada para responder:
—Oh, sí… por supuesto que sí. Además, he visto cosas que quiero probar y…
Yulia sonríe y acerca su boca a la mía.
—Dios mío, ¡he creado un monstruo

Tres días después, seguimos en Zahara de los Atunes y nos animan a que nos quedemos más tiempo en el chalet. Al final aceptamos encantadas. Yulia recibe varias llamadas y mensajes de una tal Marta y cada vez me tengo que morder más la lengua para no saltar: «¿Quién es esa mujer que llama tanto?».
Al cuarto día, Frida y yo decidimos bajar una noche a Zahara para tomar unas copas. Yulia y Andrés juegan al ajedrez y prefieren quedarse en el chalet tranquilamente.
Llegamos a un pub llamado «lacosita». Allí nos pedimos unos cubatas y nos sentamos a charlar en la barra. Hablar con Frida es fácil. Ella es divertida, charlatana y encantadora.
—¿Llevas mucho tiempo casada con Andrés?
—Ocho años. Y cada día estoy más contenta de haberlo atropellado.
—¿Cómo?
Frida se carcajea y me aclara:
—Lo conocí porque lo atropellé con el coche.
Eso me hace reír.
—Cuéntamelo ahora mismo —le exijo—. Quiero saberlo todo.
Frida da un trago a su bebida y comienza a relatármelo:
—Ambos íbamos a la facultad de medicina en Núremberg. Y el primer día que llevé mi coche a la facultad, cuando fui a aparcar, no lo vi y lo atropellé. Por suerte, no le hice nada salvo algún moratón al caer y poco más. Eso sí… fue un flechazo en toda regla y, a partir de ese día, no nos hemos separado.
Ambas reímos y vuelvo a preguntar:
—Oye, y el tema de los juegos, ¿quién fue el que lo propuso?
—Yo.
—¿Tú?
Ella asiente.
—Tenías que haber visto su cara la primera vez que le hablé de ello. Se negó en redondo. Pero un día lo invité a una de las fiestas donde yo solía juntarme con gente que jugaba, le presenté a Yulia y, bueno… a partir de ese día ¡le gustó!
—¡¿Yulia?!
—Sí. Ella y yo somos amigas de toda la vida y nos movíamos por el mismo círculo. Algo que, como habrás visto, continuamos haciendo. Por cierto, creo que ya sabes que fui yo la que ese día en el hotel…
—Sí… me lo dijo Yulia.
—Para mí fue un placer complacerlas a las dos.
Al recordar algo, pregunto:
—Oye… ¿tú fuiste a la rueda que organizó Björn la otra noche?
—Sí —ríe Frida—. Me encantan ese tipo de juegos y a Andrés lo vuelven loco.
—¿Y no te da cosa?
—¿Cosa? —se sorprende—. ¿Por qué?
—No sé… ¿No te parece denigrante estar allí para satisfacer los deseos de los hombres? Vosotras os desnudáis. Vosotras sois las entregadas. Vosotras sois las que… pues eso.
Frida suelta una carcajada y se retira el flequillo de la cara.
—No, cielo. El morbo que me provoca el momento me encanta. Me vuelve loca cómo me desean, cómo me entrega mi marido, cómo me poseen los demás. Me gusta y le gusta a Andrés. Eso es lo que cuenta, que a ambos nos guste y disfrutemos de ello.
Quiero preguntarle más cosas sobre los juegos, sobre Yulia, Betta o Marta, pero suena la clásica canción Love is in the air de John Paul John y Frida grita emocionada:
—Me encanta esta canción. ¡Vamos a bailar!
Divertidas, las dos salimos a la pequeña pista donde comenzamos a contonear las caderas al son de aquella bonita canción, mientras soy consciente de que varios de los hombres que se encuentran allí nos observan. Somos dos mujeres jóvenes solas y los moscones acechan.
Sobre las tres de la madrugada, Frida y yo decidimos regresar al chalet. Estamos agotadas. Caminamos hasta el BMW que hemos dejado aparcado en el parking de la playa y dos de los moscones salen a nuestro encuentro.
—Vaya… vaya… aquí están las dos bailonas del pub.
Al mirarlos, los identifico y sonrío.
—Si no queréis líos, más vale que os quitéis de nuestro camino.
Frida me mira. En su rostro veo la inseguridad. Estamos en el parking de la playa y no hay ni una alma. Yo no me dejo llevar por el miedo, agarro a Frida del codo y continúo andando en dirección al coche.
—Eh… venid a aquí, guapas. Estáis cachondas y queremos daros lo que queréis.
—Venga va… idos a la **** —suelto.
Los hombres continúan tras nosotras. Se nota que van bebidos y siguen con sus toscas insinuaciones.
Cuando llegamos hasta el coche, exijo a Frida que me dé las llaves. Esta tan nerviosa que apenas atina a dármelas. Se las quito de la mano y entonces siento que uno de esos tipos está detrás de mí y pone su mano en mi trasero. Echo el codo hacia atrás y le doy un codazo en el esternón. Frida grita y el joven maldice. El otro intenta agarrar a Frida y, para ello, me empuja y caigo sobre la arena. Eso ya remata mi enfado y me levanto rápidamente.
El que me ha tocado el trasero se acerca para sujetarme, pero yo soy más rápida que él y le asesto un puñetazo en la mandíbula que lo hace gritar. Yo grito también, pero de dolor. Me he destrozado los nudillos. Sin embargo, el tipo se levanta y me tira de nuevo al suelo. Mis nudillos doloridos dan contra la arena y las piedras y se raspan. Eso me encoleriza y decido acabar con aquella tontería. Me levanto del suelo con la adrenalina por las nubes, me pongo en posición ante el tío, le doy un nuevo puñetazo en la mejilla y una patada en la boca del estómago. Después, agarro al tipo que sujeta por el pelo a Frida, le doy la vuelta y le suelto una patada que lo hace volar unos metros. Miro a Frida y digo:
—Vamos. Monta en el coche.
Los dos hombres están en el suelo y aprovechamos para huir. En cuanto salimos del aparcamiento de la playa y llegamos a una calle donde hay gente sentada en las terrazas detengo el coche. Me vuelvo hacia Frida y le retiro el pelo de la cara.
—¿Estás bien?
Frida, aún algo asustada, asiente.
—¿Dónde has aprendido a defenderte así?
—Kárate. Mi padre nos apuntó a mi hermana y a mí cuando éramos pequeñitas. Siempre dijo que teníamos que aprender a defendernos de la gentuza y, mira, ¡tenía razón!
—Ha sido flipante. ¡Eres mi heroína! —sonríe Frida—. Esos tipos se han llevado su buen merecido y… ¡Oh, Dios mío, Len, tu mano!
Ambas miramos mi mano derecha. Tiene los nudillos rojos, desollados e hinchados. La muevo lo mejor que puedo e intento quitarle importancia.
—No es nada… no te preocupes. Pero necesitaré hielo para bajar la hinchazón. ¿Conduces tú, que yo no puedo?
—Por supuesto.
Frida se baja del coche y yo me corro hacia su asiento. Nada más montarse, acelera el coche y nos dirigimos hacia el chalet.
Cuando llegamos, veo que hay luz en el salón y, dos segundos después, Nuestras parejas aparecen para recibirnos. Ambas nos reímos pero, a medida que nos acercamos, Yulia ve mi mano y acelera el paso.
—¿Qué te ha pasado?
Voy a responder, cuando Frida se adelanta.
—Cuando hemos salido del pub, unos tipos han intentado propasarse con nosotras. Menos mal que Len ha sabido defendernos. ¡Ha sido increíble! No veas qué patadas y puñetazos les ha dado. Por cierto, hay que ponerle hielo en la mano ¡ya!
La cara de Yulia es un poema mientras Frida escenifica una y otra vez lo ocurrido y habla sin parar. Está tan impresionada por ello que no puede parar. Andrés, al ver que las dos estamos bien, abraza a su mujer. Yulia continúa a un metro de mí con gesto adusto. Noto la angustia por el susto en su mirada. Finalmente, para intentar quitar hierro al asunto, le doy un beso.
—Tranquila. No ha sido nada. Sólo unos idiotas que querían que yo les zumbase.
—Monta en el coche, Len —exige Yulia de pronto.
—¡¿Cómo?!
Le quita las llaves de la mano a Frida, frenética.
—Me vas a decir quiénes han sido esos hijos de su madre y se las van a ver conmigo.
Andrés y Frida se colocan rápidamente a su lado. Andrés le quita las llaves y Frida dice:
—¿Se puede saber adónde vas?
—A darles su merecido a esos tipos. Dame las llaves, Andrés.
Yulia respira con dificultad. Sus ojos están furiosos.
—**** sea, Yulia —digo, dispuesta a que olvide esa tontería—. No ha pasado nada. ¿Qué quieres? ¿Que realmente pase algo que luego tengamos que lamentar?
Mi grito hace que me mire. De un portazo cierra la puerta del coche, camina hacia mí y mientras pasa su mano por mi cintura, murmura:
—¿Estás bien?
—Sí… tranquila. Sólo necesito agua oxigenada para limpiarme los raspones y hielo para la hinchazón.
—Dios, pequeña… —murmura posando su frente contra la mía—. Te podía haber pasado algo…
—Yulia… no ha pasado nada. Es más, tenías que haber visto cómo han quedado esos tipos. —Y, mientras Frida y Andrés entran en casa, añado—: Los he machacado.
Me abraza. Me aprieta contra ella y mete su cara en mi cuello. Durante unos minutos permanecemos así.
—Recuerda lo que te dije: campeona de kárate.
Noto que sonríe y cómo sus músculos se relajan. Finalmente me da un dulce beso en los labios.
—Ah… pequeña, ¿qué voy a hacer contigo?
Los maravillosos días juntas continúan y lo ocurrido esa noche se acaba convirtiendo en una anécdota más. Dedicamos los días a tomar el sol, a charlar y a disfrutar de nuestra compañía. Los mensajes de la tal Betta siguen llegando e intento no pensar en ellos. No debo. Anastacia también me manda mensajes a mí y Yulia se abstiene de comentarlos.
Una de las mañanas nos vamos los cuatro de excursión a Tarifa, para ver las ruinas romanas de Baelo Claudia en Bolonia. Comemos allí en un precioso restaurante y, cuando vamos a pagar, nos encontramos con Björn, el amigo de Yulia y otro amigo.
Nos saludan con afabilidad y juntos vamos todos a tomar un café a una terracita. Mientras tomamos café, me entero que Björn es un abogado alemán y que está de vacaciones por el sur. El otro amigo, un tal Fred, es un viticultor francés. Durante un rato charlamos de lo primero que sale, pero soy consciente de las miradas que me lanza Björn de vez en cuando. Yulia también se da cuenta y se acerca a mi oído.
—Björn se muere por probarte de nuevo.
—¿Y no te molesta saberlo?
Yulia sonríe y me besa en el cuello.
—No. Es un buen amigo y sé que nunca haría nada sin mi permiso. Además, estoy deseando ofrecerte a él de nuevo, si tú quieres.
El calor se apodera de mi cara y me abanico, mientras Yulia sonríe.
—¿Calor, pequeña?
—Sí.
Pasea las manos por mis muslos, con posesión, y veo que Björn nos observa. Yulia, que está pendiente de todo, murmura:
—¿Quieres que vayamos a un hotel y te follemos?
—¡Yulia!
—O mejor… ¿Qué tal si vamos a la playa y en el agua…?
—¡Yulia!
—Sólo pensar en cómo abres la boca cuando jadeas ya me pone dura.
Divertida, quita las manos de mis piernas. Disfruta con sus provocaciones y yo me acaloro. Me abanico y Yulia sonríe.
Tras los cafés, cuando nos vamos a despedir, oigo a Andrés preguntar:
—Björn, Fred, ¿os apetece venir a mi casa a cenar?
Aceptan inmediatamente y yo me acaloro más. Tras despedirnos de ellos y quedar a las nueve, Frida se me acerca mientras caminamos hacia el coche.
—¡Uoooo…! Esta noche tenemos fiestecita privada.
Durante todo el camino de vuelta, Yulia no hace más que mirarme y sonreír. Y cuando llegamos a casa y nos duchamos me estimula, mientras me susurra al oído que esa noche me va a ofrecer. Tras la ducha, me pide que me vista para la cena con un vestido verde y unos zapatos de tacón que le gustan y me sugiere que no lleve ropa interior.
A las nueve, llegan Fred y Björn. Siento cómo éste me mira y recorre mi cuerpo con sus ojos. Eso me inquieta, ya que sé por y para qué ha venido.
Andrés nos hace la cena. Es un estupendo cocinero y los seis disfrutamos del asado de carne alrededor de la mesa. Durante la cena, Yulia no me quita ojo y veo que sonríe al notar mis pezones duros como piedras marcarse bajo mi vestido. Está disfrutando de mi nerviosismo y eso me pone todavía más histérica.
Nada más acabar la cena, Yulia se levanta impaciente, coge mi mano, una botella de champán y, tras mirar a Björn, murmura:
—Vayamos a por el postre.
Björn se limpia la boca con la servilleta, sonríe y se dirige hacia donde está Yulia. Yo me quedo ojiplática.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:53 pm

Me dejo llevar por Yulia de la mano. La dirección que lleva es la del cuarto azul con la cama redonda. En cuanto los tres entramos en la habitación, me suelta y dice:
—No te muevas.
Me paro en seco y veo cómo ella se sienta en la cama. Pone tres copas sobre una mesita y las comienza a llenar. Comienzo a tener calor. Sobre la cama veo varios botes y… y… el vibrador. Ardo. Me fijo en las sábanas. Brillan. Parecen de plástico y en ese instante siento que Björn se me acerca y se queda detrás de mí. Yulia coge una de las copas y comienza a beber.
—Maravilloso postre —dice, tras dar un trago—, ¿no crees, Björn?
En décimas de segundo, las manos de éste se posan sobre mi cintura y bajan por el contorno de mi trasero mientras Yulia nos observa. Cuando llega a las cachas de mi culo las aprieta.
—Mmmmm… estupendo.
Me muevo enloquecida mientras ese hombre me sigue tocando sin decoro. Los ojos de Yulia chispean de excitación cuando nota que mi movimiento facilita que Björn me acaricie. Durante unos minutos, se limita a tocarme por encima del vestido. Mis pezones duros se marcan en éste y él posa su boca sobre la tela. Juega con ellos hasta que Yulia dice:
—Ven, Len… voy a desnudarte.
En décimas de segundo, el vestido cae a mis pies y quedo totalmente desnuda ante ellos. Björn se sienta junto a Yulia en la cama.
—Tu mujer me encanta… Es tan sabrosa que deseo chuparla entera.
Yulia sonríe con morbo, me da un cachete en el culo que me escuece y le indica a su amigo, mientras me acerca a él.
—Chúpala, es tu postre. Deseo ver cómo lo haces.
Escuchar eso hace que mi estómago se contraiga y entonces Björn, aún vestido, se tumba en la cama.
—Vamos, preciosa. Ven aquí. Arrodíllate frente a mi cara y dame tu coñito. Eres mi postre y te voy a comer entera.
Me subo a la cama y hago lo que me pide, avivada por lo que me dice y, en especial, por la posesiva mirada de Yulia.
Sin dilación me agarra por los muslos y su boca se pasea, acelerada, por mi sexo. Lo lame. Lo chupa. Lo succiona. Lo restriega sobre su cara mientras siento que sus dientes me dan pequeños mordisquitos que me hacen jadear. Cierro los ojos. Estoy extasiada y mis caderas bailan sobre su boca, mientras mis pechos se mueven de un lado para el otro.
No veo a Yulia. Está sentada detrás de mí y, debido a mi postura, no puedo ver su cara. Pero siento su mirada clavada en mi espalda y soy consciente de que nota cómo restriego mi vagina sobre la boca de su amigo en busca de mi placer. Aquel nuevo mundo que estoy descubriendo cada vez me gusta más y, a cada instante, su disfrute es superior al hecho de perder la vergüenza y buscar mi placer. Oigo algo que se rasga y presupongo que es un preservativo. De pronto siento que Yulia me tira de las caderas y me pone a cuatro patas sobre su amigo. Björn junta mis pechos y se levanta para metérselos en la boca, mientras Yulia pone la punta de su pene en mi húmeda vagina y poco a poco lo introduce.
Mi mujer y su amigo. Estoy a su merced. Estoy tan excitada que noto cómo mis fluidos resbalan por mi pierna cuando oigo la voz de Yulia:
—Sí… empapada para mí.
Las manos de Björn y las de Yulia están en mi cintura. Cuatro manos me sujetan y grito al notar que son ellos quienes me mueven para empalarme en el pene de Yulia una y otra vez. A cada grito mío, oigo sus resuellos.
Una y otra… y otra vez más, Yulia me penetra mientras Björn empuja mis caderas hacia ella, hasta que de pronto noto que algo duro y muy mojado intenta entrar por el mismo sitio por donde Yulia me penetra. Me muevo y Yulia susurra.
—Es un consolador, cariño. Tranquila. Algún día quiero que seamos dos los que te follemos por el mismo sitio.
Calor… calor y más calor.
¡Voy a explotar!
Yulia continúa sus penetraciones, mientras Björn me chupa los pezones y, con una de sus manos, mete poco a poco el consolador junto al pene de Yulia. Me dilato. Mi cuerpo y el interior de mi vagina se amoldan a la nueva intrusión y comienzo a disfrutar de ellos. Todo es morbo. Todo es caliente. Yulia me da un nuevo azote y vuelve a penetrarme con fuerza. Yo grito y siento que voy a estallar. Björn saca el consolador, lo deja sobre la cama y murmura mientras abre mis muslos para Yulia
—Eres exquisita.
Yulia detiene sus embestidas y coge el bote de lubricante que se encuentra a nuestro lado mientras Björn sigue diciendo cosas calientes frente a mi cara y me da azotitos en el trasero que me avivan.
—Ábrela —murmura Yulia.
Björn me coge de las cachas del culo y tira de ellas para separarlas. En ese instante noto cómo Yulia, con la yema de su dedo, aplica lubricante sobre mi ano. El líquido resbaladizo está templado y noto cómo lo introduce con su dedo. Lo mete… lo saca y vuelve a meterlo. Jadeo y me muevo inquieta. Nunca he practicado sexo anal y tengo miedo al dolor. Yulia saca el dedo y vuelve a meterlo con otra buena porción de lubricante. Esta vez su dedo gira en circulitos en mi interior.
—Bien, cariño, bien… relájate. Lo estás haciendo muy bien —murmura Yulia.
Gimo y me inclino hacia adelante. Mis pechos caen sobre Björn, que aprovecha para mordisquearme los pezones.
—Sí, preciosa… sí… danos tu precioso culito y te prometo que lo pasarás muy bien.
Noto que el dedo de Yulia entra y sale cada vez mejor. Gustosa, muevo mi trasero en busca de aquel nuevo placer cuando siento que Yulia introduce dos dedos. La presión que percibo es tremenda y arqueo la cintura en busca de alivio. Pero el dolor con dos dedos se me hace insoportable.
—Yulia… Yulia, duele.
Inmediatamente, con cuidado, saca los dedos y mete algo con forma de chupete, yo gimo al notar cómo mi carne se abre y se amolda a él. Abro la boca en busca de aire y, cuando siento que Yulia me saca lo que me ha metido…, jadeo… jadeo… jadeo… Instantes después, Yulia se acerca a mí y deposita un beso en mi nuca.
—Ya está, cariño. Por hoy no lo tocaré más.
Björn me suelta las cachas del culo y siento que vuelve a abrirme las piernas.
—Yulia… vamos… haz que su pechos bamboleen sobre mí.
La penetración de Yulia es profunda como a mí me gusta. De una embestida, se mete dentro de mí y yo grito. Mis pechos se mueven ante la cara de Björn y éste agarra uno y se lo mete en la boca para mordisquear mi pezón. Cuando lo suelta, me mira y, mientras me muevo por las embestidas de Yulia, Björn susurra:
—Espero que Yulia me deje probar algún día la estrechez de tu trasero. Tiene que ser maravilloso follártelo.
No sé qué decir. Sólo muevo mi cabeza mientras me mira y observo las ganas que tiene de penetrarme.
Björn no me besa. No se acerca a mi boca. Aún recuerda que Yulia le indicó que mi boca es sólo de ella. Pero me mira y siento su excitación mientras mi cuerpo salta sobre él ante las penetraciones de Yulia.
Uno… dos… tres… diez.
Yulia saquea mi cuerpo una y otra vez, hasta que se tensa y cae desplomada sobre mí. Yo caigo sobre Björn. El sudor de su frente me empapa la espalda y su boca me besa en la cintura. Sonrío al sentirla bien y feliz. Después, saca su pene de mí, libera su cuerpo del mío y dice:
—Ahora tú…
Björn asiente, me echa a un lado, se desnuda y coge uno de los preservativos que hay sobre la cama. Con los dientes, lo rasga y se lo pone rápidamente. Yulia me mira mientras su pecho sube y baja por el esfuerzo que acaba de hacer. Se quita el preservativo y lo deja a un lado.
—Túmbate sobre la cama, preciosa —murmura Björn.
Cuando lo hago, veo que ambos se levantan, yulia le cuchichea algo y Björn hace un gesto afirmativo. Después, ambos se suben sobre la cama y Yulia coge la botella de champán.
—Junta las plantas de tus pies y flexiona las rodillas.
De nuevo mi húmedo, abierto y chorreante sexo queda ante ellos. Björn se agacha y pasea nuevamente su boca por él, mientras Yulia me echa champán en el ombligo. Mi estómago se contrae y el champán cae descontrolado por él. Björn chupa el reguero de alcohol que llega hasta mi vulva y murmura:
—Mmmmmmm… Maravilloso. Más…
Yulia vuelve a echarme champán. Esta vez sobre mi vulva y yo me arqueo, mientras Björn chupa y lame con avidez el frescor que el champán deja sobre mí.
—Mastúrbate para nosotros, Len—pide Yulia, mientras me entrega un vibrador para el clítoris.
Vuelve a echarme champán en mi sexo y agradezco de nuevo el frescor, pero Björn lo seca rápidamente a lengüetazos. Enciendo el vibrador y lo pongo al uno sobre mi ya hinchado clítoris. Me muevo sofocada y lo subo al dos. Jadeo al notar cómo se abre la flor que hay en mí ante aquel runruneo y, cuando Yulia lo pone al tres y Björn apoya sus manos en mis muslos para que no los cierre, el calor se apodera de mi cuerpo y despego el vibrador de mi clítoris mientras grito y alzo las caderas.
Björn deseoso de entrar en mi interior y, más tras lo que acabo de hacer, coge mis muslos y se los pone sobre sus hombros. Me penetra con cuidado. Yo grito y él vuelve a penetrarme, mientras Yulia se acerca a mí por la cabecera de la cama, riega su pene con champán y me lo mete en la boca.
—Todo tuyo, pequeña.
Excitada por mi situación, jugueteo con el pena de Yulia en mi boca. Dibujo círculos con la lengua alrededor de la corona y siento que reacciona. Su pene se ensancha y agranda mientras lo succiono, escucho a Yulia gemir y Björn me penetra. Como tengo los brazos sueltos, llevo mis manos hasta sus pechos y los acaricio lentamente.
—Ahhh… —susurra.
Me llenan entre los dos.
Björn por mi vagina y Yulia por mi boca hasta que siento que Yulia se retira con su pene duro y erecto y observa cómo mi cuerpo se mueve ante las penetraciones de Björn.
—¡Dios, me voy a correr! —jadea éste.
Me coge por las caderas y me aprieta contra él. Eso me hace retorcerme y gemir. Mis pechos se bambolean delante de ellos, mi cuerpo se arquea y grito:
—¡Más!
Björn sale de mí y vuelve a entrar. Abro los ojos y miro a Yulia que me observa a mi lado y siento la lujuria en sus ojos. Me gusta. Me excita. Björn da un grito de placer, se echa hacia atrás y se deja ir. Yulia se sienta sobre la cama se pone un preservativo y me dice:
—Len, ven… siéntate sobre mí.
Con las piernas temblorosas, me muevo y la obedezco. Estoy dispuesta a que me penetren otra vez. La deseo. Su pene entra en mi ensanchada vagina y sin piedad alguna me aprieta contra ella.
—Así… vamos, cariño, aráñame la espalda.
Jadeo… grito y la araño. Durante unos minutos, Yulia bambolea sus caderas en círculo y su pene se mueve dentro de mí al mismo tiempo que yo me estrujo contra ella. Adoro esa sensación de plenitud.
—Yulia…
—Dime, cariño… —susurra mientras me aprieta una y otra vez y me da la impresión de que me va a partir en dos.
—Me gusta… oh… sí… me gusta.
Asiente con los ojos encendidos.
—Lo sé, pequeña… lo sé.
Björn, colocado a nuestro lado, nos observa y, segundos después, se pone detrás de mí y me toca los pezones con sus dedos mientras Yulia vuelve a apretarme contra
su enorme erección.
—Hoy no, cariño… pero otro día te penetraremos los dos por la vagina.
Un espasmo me recorre el cuerpo. Grito… Jadeo.
Un chillido llama mi atención y de pronto veo a Frida sobre la cama. ¿Cuándo han entrado?
Está en la misma tesitura que yo. Pero ella está siendo penetrada por los dos hombres. Andrés, su marido, la penetra por la vagina, mientras Fred la penetra con holgura y fuerza por el ano. Nuestras miradas se encuentran y la carne se me pone de gallina. Ambas disfrutamos de lo que nos hacen, mientras nos sentimos sus muñecas, sus juguetes y accedemos a sus caprichos.
Siento que un orgasmo devastador va a salir de mí… calor… calor… calor…
Mi vagina se contrae y succiona la enorme erección de Yulia. Las dos gritamos. Yo me dejo ir, mientras Yulia se bebe mi orgasmo.
Agotada, me quedo entre sus brazos y ella me dice dulces y bonitas palabras de amor. Parece mentira que tengamos esa intimidad rodeadas por otras personas. Pero sí. Ése es un momento totalmente íntimo entre ella y yo.
Dos días después, tras la noche de sexo lujurioso que pasamos en el cuartito de juegos de Frida y Andrés, la vida sigue su rumbo. Cada vez estoy más colgada por Yulia y ella cada vez está más pendiente de mí. Todo lo que necesito o deseo, antes de que yo lo pida, ella me lo da. ¿Se estará enamorando de mí?
Esa mañana, Andrés decide encargar una paellita en la playa. Sobre las dos de la tarde bajamos a comerla al chiringuito. Está deliciosa. La mejor paellita mixta que he comido en mi vida. El teléfono de Yulia suena continuamente y tan pronto leo el nombre de Marta como el de Betta. No digo nada, ella ya lo dice todo con sus gestos. Tras la paella decidimos tirarnos en la playa un ratito a tomar el sol.
El teléfono de Yulia vuelve a sonar. Finalmente observo que teclea en él, pero poco después se agobia y le pide a Andrés que la lleve al chalet. Su humor ha cambiado y, aunque lo intenta disimular, su cara no lo puede negar.
Rápidamente me levanto y comienzo a recoger las cosas. Yulia, al verme, me coge de la mano.
—Quédate con Frida, cielo. Andrés regresará para estar con ustedes.
—No… no, yo me voy contigo —insisto.
—He dicho que te quedes, Len… no quiero compañía. Me duele la cabeza y quiero estar sola.
Su humor me exaspera.
—Mira, chata, me importa un bledo si no quieres compañía, he dicho que regreso contigo y no se hable más.
—¡**** sea! —gruñe—. He dicho que te quedes.
Su gruñido no me asusta.
—No me gustan los numeritos y menos cuando no sé de qué van. Por lo tanto me lo vas a aclarar e iré contigo.
Pero Yulia se niega. Está irascible y, por más que intento convencerla, lo único que consigo es que se enfade a cada segundo más conmigo. Al final, Frida se interpone entre las dos y pone paz. Andrés habla algo con Yulia y la tranquiliza. No entiendo por qué se ha puesto así y me niego a darle un beso cuando se marcha con Andrés.
Durante un rato, Frida y yo permanecemos calladas mientras tomamos el sol, hasta que ella dice:
—Elena, no te preocupes. No pasa nada.
Me muerdo los labios. Estoy enfadada. Me siento en la toalla.
—Sí. Sí pasa, Frida. Sus cambios de humor me desesperan. Tan pronto está bien, como…
—Os conocéis desde hace poco, ¿verdad?
—Sí. Hará unos dos meses más o menos.
—¿Sólo ese tiempo?
—Sí.
Hace un gesto con la cabeza.
—Pues, chica… te aseguro que conozco a Yulia desde hace muchos años y nunca la he visto tan atontadita con una mujer.
—Sí… seguro.
—Te lo prometo, Elena. No tengo por qué engañarte.
Asiento, deseosa de creer lo que ella dice. Lo necesito. Pero entonces recuerdo lo enfadado que estaba.
—No la conozco apenas, Frida. No me deja conocerla salvo en el plano sexual y, aunque con ella estoy descubriendo cosas que me gustan y que sin ellanunca habría experimentado, quiero y necesito saber de ella. De Yulia como persona.
Frida arruga la comisura de los labios. Quiero preguntarle mil cosas.
—¿Quiénes son Betta y Marta? Cada día recibe varios mensajes de ellas.
Noto que mi pregunta incomoda a Frida.
—Sé que sabes de lo que hablo. No lo niegues. Por favor, dime qué pasa.
Frida se sube las gafas de sol para mirarme directamente a los ojos y murmura:
—Elena…
Durante unos instantes, la miro a los ojos y finalmente bajo la mirada, rendida. Todo es hermético en torno a ella y murmuro mientras me tumbo en la toalla:
—De acuerdo, Frida, tomemos el sol.
Un par de horas después, Andrés baja a recogernos a la playa. Está de buen humor y, mientras nos encaminamos hacia el coche, me dice que Yulia está descansando. Yo asiento. Me niego a preguntar nada. Bastante rayada estoy ya con el tema de las llamadas de aquellas mujeres como para preguntar nada más. Cuando llegamos al chalet me dirijo directamente hacia la piscina. Si Yulia está descansando, no quiero molestar.
Frida y Andrés desaparecen y me quedo sola en la piscina. Cojo mi iPod y me pongo los auriculares. Escucho a Jessie James tumbada en una de las hamacas y canturreo. Media hora después, Yulia aparece por la puerta, parapetada tras unas oscuras gafas de sol. Se para a mi lado. No la miro. No la saludo. Sigo enfadada con ella. Durante más de diez minutos permanecemos en silencio hasta que ella me quita un auricular.
—Hola, blanquita.
Con un gesto que denota mi cabreo, le quito el auricular de la mano y me lo pongo de nuevo. Al ver mi poca predisposición para hablar, se sienta cómodamente en una de las hamacas que están frente a mí, se pone los brazos en la cabeza y me mira. Me mira… Me mira… Me mira y, al final, le increpo:
—Por tu bien, deja de mirarme.
—¿O? ¿Me vas a pegar?
Resoplo. Le daría un bofetón con toda la mano abierta.
—Mira, Yulia, ahora la que no quiere tu cercanía soy yo. Vete de paseo.
Ella sonríe y eso me cabrea más.
Me levanto y ella hace lo mismo. Y, sin pensar en nada más, la empujo y cae vestida a la piscina.
—Pero Len, ¿qué haces? —protesta.
Con rapidez, cojo mi bolsa de la playa y corro a la habitación. Cuando entro en ella, voy directa a la ducha, allí veo el neceser abierto de Yulia y por primera vez me fijo en los frascos de pastillas que hay. ¿Qué es eso? Pero antes de que pueda acercarme para leer qué pone, la oigo entrar en el baño y comienza a quitarse la ropa mojada.
—Vamos a ver, Len, ¿qué te pasa?
No la miro. Paso por su lado y respondo mosqueada:
—Nada que te importe.
—De ti me importa todo, pequeña.
Sentirla tan relajado, cuando yo estoy que echo humo, me hace mirarla cabreada.
—Yulia, cuando estoy enfadada, es mejor que no me hables, ¿vale?
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Y por qué no?
—Pero, vamos a ver, ¿tú eres tonta? ¿No ves que me estás cabreando más?
—Si quieres, le digo a Frida que le haces una limpieza general ahora mismo. Te conozco y sé que cuando estás cabreada te gusta limpiar la casa.
Al escuchar aquello, gruño. No estoy de humor. Ella se acerca a mí y se agacha, colocándose a mi altura.
—Me paso media vida pidiéndote disculpas. Pero merece la pena por el solo hecho de estar contigo y ver tu cara cuando me perdonas.
Intenta besarme y yo me muevo.
—¿Otra vez la cobra?
Su comentario, en especial su cara, finalmente me hacen sonreír.
—Sí, y como no te alejes, además de la cobra, te vas a llevar un guantazo.
—¡Vaya! Me encanta ese carácter tuyo tan Ruso…
—Pues a mí, tu cabezonería alemana me saca de quicio, ¡cabezona!
Acto seguido me coge por la cintura, me tumba en la cama y me besa. La toalla se queda por el camino y estoy desnuda. Intento rechazar su boca, pero su fuerza es mucho mayor que la mía y, cuando consigue meter su lengua en ella, ya ha podido con mi voluntad y con mi cabreo, y respondo a sus besos con avidez.
—Así me gusta… —me dice—. Que seas una fiera a la que, cuando yo quiero, domestico.
Aquel comentario tan machista me hace darle un mordisco en el hombro y ella se encoge, me mira y me muerde en el cuello.
—¡Serás bestia…!
—Para ti siempre, pequeña. ¡Somos como la bella y la bestia! Por supuesto, la bella eres tú y la bestia soy yo.
Ese comentario vuelve a hacerme sonreír y, tras aceptar gustosa el beso de la paz, me doy cuenta de que no tiene buena cara.
—¿Estás bien, Yulia?
—Sí. Pero aquí la importante eres tú, no yo.
—No, señorita Volkova, no. Se está usted equivocando. Aquí la que se encontraba mal hace unas horas y no tiene buen aspecto es usted. Si alguien se tiene que preocupar aquí es una servidora, no usted.
Yulia se quita de encima de mí y se pone a mi lado, frente a mi cara.
—Eres preciosa.
—No me vengas con zalamerías, Yulia… y responde, ¿qué ocurre? Acabo de ver en tu neceser varios botes de pastillas y…
—Eres la mujer más bonita e interesante que he tenido el placer de conocer.
—¡Yulia! ¿Quieres que te insulte y te dé una patada?
—Mmmmm… me encanta la guerrera que llevas en tu interior.
Sin perder mi sonrisa, le acaricio el pelo.
—Da igual lo que digas. No voy a cambiar de tema. ¿Qué ocurre? ¿Qué son esas medicinas que tienes en tu neceser?
—Nada.
—Mientes.
—¿Tú crees?
—Sí… yo creo. Y que sepas que me estás cabreando otra vez.
Sus ojos me miran y sé que lucha por contestar a mis preguntas. Finalmente murmura sin mucha convicción:
—No pasa nada. No quiero preocuparte.
—Pues me preocupas.
Durante unos instantes, que se me hacen eternos, piensa… piensa… piensa y finalmente dice:
—Len… hay cosas que no sabes y…
—Cuéntamelas y las sabré.
De pronto sonríe y choca su nariz contra la mía en un gesto amoroso.
—No, cariño. No puedo o sabrás tanto como yo.
Sigo sin entenderla y cada vez soy más consciente de que me oculta algo.
—Escucha, cabezona…
—No, escucha tú… —Pero luego se arrepiente de lo que va a decir y me revuelve el pelo—. ¡Ah… blanquitaa!, ¿qué voy a hacer contigo?
Deseosa de que confíe totalmente en mí, le abro mi corazón.
—Encapricharte de mí tanto como yo lo estoy de ti. Quizá, al final, hasta me quieras y dejes de ocultarme tus secretitos.
Espero una risa. Una contestación inmediata. Pero Yulia cierra los ojos y con el rostro serio responde:
—No puedo, Len. Si despierto las emociones, sólo sentiré dolor y te lo haré sentir a ti.
—Pero ¿qué tontería es ésa? —protesto.
Yulia, al ver mi gesto, intenta cambiar de conversación.
—Mañana ¿qué te apetece que hagamos?
Me siento en la cama y me retiro el pelo de la cara.
—Yulia Volkova, ¿qué es eso de que, si despiertas los sentimientos, las dos sufriremos?
—La verdad.
—Mis sentimientos ya se han despertado y ante eso nada se puede hacer. Me gustas. Me enloqueces. Me encantas. Y no mientas, sé que yo consigo el mismo efecto en ti. Lo sé. Me lo dice tu cara, tus ojos cuando me miran, tus manos cuando me acarician y tu posesión cuando me haces el amor. Y ahora dime de una **** vez qué son esas medicinas.
Su mandíbula se contrae y, con un movimiento enérgico, se levanta de la cama. Voy tras ella. La sigo hasta el baño, donde se echa agua en la cabeza, coge el neceser, lo cierra y lo estrella contra la pared. Sin saber qué pasa, la miro, interrogándola con mis ojos.
—¿Qué ocurre? ¿Qué he dicho para que te pongas así? ¿Esto tiene algo que ver con las llamadas de la tal Marta y de la tal Betta? ¿Quiénes son? Porque mira, he intentado callarme, ser prudente y no preguntar, pero… pero ¡ya no puedo más!
Yulia no me mira. Sale del baño y se para junto a la ventana. Voy detrás de ella y me planto delante de su cara.
—No huyas de mí. Tú y yo estamos en esta habitación y quiero que seas totalmente sincera conmigo y me digas lo que te pasa. Joder, Yulia, no te estoy pidiendo amor eterno. Sólo necesito saber qué te ocurre y quiénes son esas mujeres.
—Basta, Len. No quiero seguir hablando.
Me desespero y, al ver mi cuerpo desnudo en el cristal del armario, decido vestirme. Me pongo unas bragas, una camiseta rosa y un corto peto vaquero. Después me vuelvo hacia ella.
—Vamos a ver, ¿de qué es de lo que no quieres seguir hablando?
—¡He dicho que basta! Por hoy, mi cupo de numeritos ya está lleno.
—¿Tu cupo de numeritos? Pero ¿de qué estás hablando?
—Me incomodan tus preguntas.
Pero yo ya me he envalentonado y soy como un miura que entra a matar.
—¿Que te incomodan mis preguntas? ¡Anda, mi madre…! Pues que sepas que a mí me incomoda tu falta de respuestas. Cada día te entiendo menos.
—No pretendo que me entiendas.
—¿Ah, no?
—No.
Deseo estamparle en la cabeza la lámpara que tengo al lado. Cuando contesta tan a la defensiva, me saca de mis casillas.
—¿Sabes? Casi te tenía olvidada, después de que desaparecieras de mi vida, pero cuando apareciste en la puerta de casa de mi padre…
—¿Olvidada? —sisea cerca de mi cara—. ¿Cómo me podías tener olvidada y tatuarte lo que te has tatuado en el cuerpo?
Tiene razón.
La frase que me he tatuado es nuestra, y no me veo capaz de rebatirle ese argumento.
—De acuerdo, me tatué esa frase por ti. Apenas te conocía cuando lo hice, pero algo en mi interior me decía que eras alguien importante en mi vida y quería tener en mi cuerpo algo que fuera sólo de nosotras dos y que durara para siempre.
—¿De nosotras dos?
—Sí —grito colérica.
—Me vas a decir que cuando te acuestes con otra, vea esa frase y te la repita, ¿te vas a acordar de mí?
—Probablemente.
—¿Probablemente?
—¡Sí! —grito como una loca—. Probablemente me acuerde de ti y cada vez que una mujer me diga «Pídeme lo que quieras», cuando lo lea en mi cuerpo, conseguiré ver tus ojos y disfrutar lo que disfruto contigo cuando accedo a tus caprichos y hacemos el amor.
Mis palabras la hieren. Su cara se contrae y da un puñetazo a la pared.
—Esto es un error. Un error imperdonable por mi parte. Debería haber dejado que continuaras tu vida con Anastasia o con la que quisieras.
—¡Yulia! ¿De qué estás hablando?
Se mueve por la habitación como un león enjaulado. Su rostro, pétreo.
—Recoge tus cosas. Te vas.
—¿Me estás echando?
—Sí.
—¡¿Cómo?!
—Quiero que te vayas.
—¡¿Qué?!
—Llamaré un taxi para que te lleve hasta la casa de tu padre.
Alucinada por la contestación, grito:
—¡Y una chorra! No llames a un taxi, que no lo necesito.
Yulia deja de moverse. Me mira y siento el dolor en sus ojos. ¿Qué le ocurre? No la entiendo. Tengo ganas de llorar. Las lágrimas pugnan por salir de mis ojos pero las contengo. Ella se da cuenta y se acerca a mí.
—Len…
—Me acabas de echar, Yulia, ¡ni me toques!
—Escucha, nena…
—No me toques… —replico despacio.
Se detiene a un metro de mí y se pasa las manos por el pelo, nerviosa.
—No quiero que te vayas… pero…
Ese «pero» no me gusta. Odio esa puñetera palabra. Nunca depara nada bueno.
—Mira, mejor me voy. Con «pero» y sin «pero», ¡Me voy!
—Cariño… escúchame.
—¡No! No soy tu cariño. Si fuera tu cariño no me hablarías como me has hablado y serías sincera conmigo. Me explicarías quiénes son Marta y Betta. Me explicarías por qué no puedo mencionar a tu padre y, sobre todo, me dirías qué son esas puñeteras medicinas que guardas en tu neceser.
—Len… por favor. No lo hagas más difícil.
Convencida de que quiero irme, cojo mi mochila y comienzo a meter mis cuatro pertenencias en ella. Veo de reojo que me está mirando. Vuelve a mostrarse inflexible, su cara se contrae y las manos le tiemblan. Está nerviosa, pero como yo estoy furiosa.
—Eres una imbécil egocéntrica que sólo piensa en ti… en ti y en ti.
—Len…
—Olvídate de mi nombre y sigue mandándote mensajes con esas mujeres. Seguro que ellas saben más de ti que yo.
—**** sea, mujer, ¿quieres dejar de gritar? —vocea.
—No. No me da la gana. Te grito porque quiero, porque te lo mereces y porque lo necesito. ¡Gilipollas! Al final le tendré que dar la razón a Anastasia.
Está claro que no esperaba esa frase.
—¿En qué le tendrás que dar la razón?
—En que me utilizarías y luego pasarías de mí.
—¿Eso te ha dicho esa imbécil?
—Sí. Y me acabo de dar cuenta de que dice la verdad.
La desesperación la hace alejarse de mí mientras despotrica como una loca.
La puerta se abre y Andrés y Frida entran. Nuestros gritos los han debido de alertar. Frida se pone a mi lado e intenta tranquilizarme y Andrés va junto a su amiga. Pero Yulia no quiere hablar, sólo blasfema en alemán y sus gritos se escuchan hasta en la Cochinchina. Sorprendida por aquello, Frida tira de mí y me lleva hasta la cocina. Allí me da un vaso de agua y me quita la mochila de las manos.
—No te preocupes, Andrés la tranquilizará.
Enfadada con el mundo en general, bebo agua y respondo:
—Pero, Frida, yo no quiero que Andrés la tranquilice. Quiero ser yo la que lo haga y, sobre todo, quiero enterarme de por qué es tan hermética con su vida. No puedo preguntar nada. No me contesta ninguna pregunta. Y encima, cuando se enfada, se larga corriendo o me echa de su lado, como en este caso.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé. Estábamos bromeando, hablando y, de pronto, le he preguntado por unos medicamentos que he visto en su neceser y por los mensajes y las llamadas telefónicas que recibe continuamente de Betta y Marta.
Rompo a llorar. La tensión por fin se relaja y puedo llorar. Frida me abraza, me sienta junto a ella en la cocina y murmura:
—Len… tranquilízate. Estoy segura de que lo vuestro es una discusión de enamoradas y ya está.
—¿Enamoradas? —gimoteo—. Pero ¿has oído lo que te he dicho?
—Sí. Lo he oído muy bien. Y aunque Yulia no te lo diga, te repito lo que te dije hace unas horas en la playa. Está loca por ti. Sólo hay que ver cómo te mira, cómo te trata y cómo te protege. La conozco desde hace más de veinte años, somos amigas de toda la vida y créeme cuando te digo que sé que ella siente algo muy fuerte por ti.
—¿Y por qué lo sabes?
—Porque lo sé, Elena. Confía en mí y, en cuanto a esas mujeres, no te preocupes. Créeme.
En ese instante aparece Andrés por la puerta, me mira y murmura con gesto incómodo:
—Elena… Yulia quiere que subas a la habitación.
—No. Ni hablar. Que baje ella.
Mi contestación los desconcierta. Se miran y Andrés insiste:
—Por favor, sube, quiere hablar contigo.
—No. Que baje ella—insisto—. Pero bueno, ¿quién se ha creído la reina para que yo tenga que ir detrás de ella como una idiota? No. No subo. Si quiere, que baje ella.
—Elena… —susurra Frida.
—Por favor —suplico deseosa de marcharme de allí—, necesito que me llaméis a un taxi. Por favor…
Frida y él se miran alarmados y Andrés indica:
—Elena, Yulia ha dicho que…
Con la rabia instalada en mi rostro, en mis venas y en todo mi ser, replico:
—Lo que diga Yulia me importa un bledo, lo mismo que yo le importo a ella. Por favor, llama un taxi. Sólo te pido eso.
—No pongas palabras en mi boca que yo no he dicho —dice Yulia, que aparece por la puerta.
La miro. Me mira y volvemos a comportarnos como dos rivales.
—Frida, por favor, llama a un taxi —exijo.
Andrés y Frida se miran. No saben qué hacer. Yulia, ofuscada, no se acerca a mí.
—Len, no quiero que te vayas. Sube conmigo a la habitación y hablaremos.
—No. Ahora soy yo la que no quiere hablar contigo y se quiere ir. Me niego a que me utilices más, ¡se acabó!
Yulia cierra los ojos y respira con fuerza. Mi última frase le ha dolido, pero decide no contestar. Cuando abre los ojos no me mira.
—Frida, por favor, llama a un taxi.
Dicho esto, se da la vuelta y se va. Diez minutos después, un taxi llega hasta la puerta de la casa. Yulia no ha vuelto a aparecer. Me despido de Frida y Andrés y, con todo el dolor de mi corazón, me voy. Necesito alejarme de allí y de ella.

En Kazan, mi padre no habla, sólo me mira.
Hace tres días que he llegado y soy una piltrafilla humana. Sabe que no estoy bien, que algo ha ocurrido entre Yulia y yo, pero respeta mi silencio. Los vecinos de mi padre son otro cantar. Continuamente me preguntan por la Frankfurt y eso me desespera. Algunas veces no tienen tacto y ésta es una de esas veces.
Alguien avisa a Anastasia de que estoy allí. Me envía mensajes al móvil y al tercer día se presenta en mi casa. Estoy en la piscina tumbada sobre una hamaca, cuando la veo llegar.
—Hola —saluda.
—Hola —respondo.
Se sienta en la hamaca que hay junto a la mía y no dice nada. Ninguna dice nada. Mi padre se asoma por la ventana de la cocina y nos mira, pero no se acerca a nosotras. Deja que hablemos.
—¿Estás bien Elena?
—Sí.
Silencio… ninguna dice nada más hasta que Anastasia añade:
—Siento que estés así.
—No pasa nada —respondo con una sonrisa—. Como tú dijiste, yo solita me he dado contra el muro.
—No me alegro por ello, Elena.
—Lo sé.
De nuevo, silencio entre las dos. De pronto, comienza a sonar en la radio la canción Satisfaction de los Rolling Stones y sin poder remediarlo sonreímos. Al final soy yo la que dice:
—Siempre que escucho esta canción me acuerdo de la fiesta que dio Rocío hace unos años. ¿Te acuerdas de la que liamos con esta canción?
Anastasia asiente, sonríe y comienza a cantarla. Yo la sigo. Ella se levanta, comienza a bailar mientras canta y yo me río. Al final, me pongo de pie y canto y bailo junto a ella la canción, mientras me olvido de todos mis problemas.
Cuando la canción acaba, las dos nos reímos, nos miramos. Levanto los brazos en busca de un abrazo y nos abrazamos.
—Así me gusta verte, Elena. Feliz y divertida. Como tú eres. Perdóname por haberme metido donde no me llamaban, pero a veces las personas hacemos cosas idiotas.
—Estás perdonada, Anastasia. Perdóname tú a mí también.
—Por supuesto. De eso no te quepa la menor duda.
Esa anoche salgo a cenar con ella y vamos a los sitios donde sabemos que nos encontraremos con los amigos. Mi amiga Rocío se sorprende al verme aparecer con ella, y no me pregunta por Yulia. Nadie hace la más mínima referencia a la mujer con la que me vieron las últimas semanas y yo me limito a no pensar y a disfrutar lo mejor que puedo.
Los días pasan y Yulia no se pone en contacto conmigo. No entiendo cómo unas maravillosas vacaciones pueden acabar así, tan de repente, y con tal mal rollo, cuando ella y yo nos entendemos sólo con la mirada. La presencia de Anastasia esos días me hace sonreír. No ha intentado nada conmigo. No se ha acercado a mí más de lo estricto y le agradezco que se comporte como una amiga.
Mi hermana aparece sin avisar con Dimitry y la niña, como hace siempre. Mi padre se vuelve loco de felicidad. Tener a sus dos hijas y a su nieta para él es lo más y no puede ocultar su orgullo.
Irina, mi sobrina, es la alegría de la casa. Estar con ella para mí es un soplo de aire fresco. Mi hermana y mi cuñado están felices. No paran de hacerse arrumacos y salen todas las noches a cenar y llegan a las mil. Eso me hace sonreír. Llevaba años sin ver a Anya tan sonriente, activa y enamorada.
Contenta por su felicidad, veo cómo mi cuñado la observa, cómo se cruzan miradas y cómo buscan, en cuanto pueden, su intimidad. Es tal el descaro de la pareja que hasta mi padre los mira a veces asombrado. Mi hermana intenta hablar conmigo. Sabe que estoy mal, aunque sonrío, pero yo le pido que lo dejemos para más adelante. Por primera vez en mi vida, la pesada de mi hermana respeta mi decisión. Debe verme fatal.
Una noche, después de que Anastasia me deje en casa sobre las tres de la mañana, entro en la casa de mi padre y me dirijo al balancín que hay en la parte trasera. Hace una noche perfecta y las estrellas se ven maravillosamente bien. Mi padre me ve por la ventana y viene a sentarse a mi lado. Trae dos Coca-Colas. Cojo una y él le da un trago a la suya.
—Estoy muy feliz por ver a tu hermana tan contenta, pero me apena verte a ti tan triste, cuando, por norma, la situación suele ser al revés.
—Que le dure mucho, papá. El que ella esté así nos hace felices a todos.
Ambos sonreímos y mi padre cuchichea:
—No me extrañaría que dentro de poco me hagan abuelo otra vez… Pero ¿tú los has visto?
Divertida, asiento y más al ver cómo mi padre menea la cabeza.
—Sí, papá, los he visto. Es maravilloso ver que su relación va viento en popa.
Volvemos a tomar un nuevo trago de nuestras Coca-Colas.
—Escucha blanquita. Tú vales mucho y estoy seguro de que Yulia lo sabe.
—¿Y de qué sirve eso, papá?
—De mucho, cariño, ya lo verás. Yulia es una mujer que se viste por los pies y verás cómo no te deja escapar.
—A lo mejor soy yo quien la deja escapar a ella.
Mi padre sonríe y me acaricia el pelo.
—Pues entonces, blanquita, serás tú la que haga la mayor tontería de su vida.
Incapaz de callar un segundo más el secreto que guardo, lo miro y digo:
—Papá, Yulia es mi jefa. La jefaza de la empresa. Ahora ya lo sabes.
Mi padre se queda callado durante unos segundos y se rasca la barba.
—¿Está casada?
—No, papá… Yulia está soltera y sin compromiso. ¿Por quién me has tomado?
Siento que mi padre respira. Lo último que hubiera querido escuchar era que ella estaba casada y sé que mi respuesta, en cierto modo, lo alivia.
—No te mira como una jefa y yo sé lo que digo, hija. Esa mujer te mira como a una mujer a la que quiere y desea proteger. Pero tengo que decirte que Anastasia te mira igual y me da pena la chica.
Me encojo de hombros y suspiro. Al ver que no digo nada más del tema me pregunta:
—Entonces, ¿regresas a Madrid mañana?
—Sí. Cuando desayune cargo el coche y rumbo a la ciudad. Quiero llegar a buena hora para ir a comprar y todas esas cosas.
—¿Cuándo volverás?
—Pues no lo sé, papá, en cuanto tenga más de cuatro días juntos. Ya sabes que venir para estar unas horas no me gusta y…
—Lo sé… cariño… lo sé.
Como cuando era pequeña, me abraza, me acuna en sus brazos y me besa el pelo.
—Sé que vas a ser feliz porque te lo mereces. Y si tú y esa Yulia no os dais una nueva oportunidad, os vais a arrepentir el resto de vuestras vidas. Piénsalo, ¿vale?
—Vale, papá… lo pensaré.
El 27 de agosto me reincorporo a mi trabajo.
Mi jefa está de vacaciones y eso me permite un respiro. No tener su tóxica presencia a mi alrededor es lo mejor para mí. Vlad tampoco está y echo en falta sus bromas. Pero mi estado de ánimo es tan apático que casi prefiero que nadie me mire ni me hable.
Cada vez que miro hacia su despacho o entro en el archivo, el alma se me cae a los pies. Irremediablemente pienso en Yulia. En las cosas que me decía, que me hacía en aquel lugar y tengo que hacer grandes esfuerzos por no llorar.
Mis amigos no han salido de vacaciones, por lo que quedo con ellos algunas tardes cuando salgo del gimnasio y nos vamos al cine o a tomar algo. Mi buen amigo Nacho intenta hablar conmigo, pero yo me niego. No quiero recordar lo ocurrido. La presencia de Yulia en mi corazón todavía está demasiado presente y hasta que no consiga olvidarla, sé que mi vida no volverá a la normalidad.
El 31 de agosto recibo un mensaje de Anastasia. Está en Madrid por un caso hasta el día 4 de setiembre y se aloja, como siempre, en un hotel cercano a mi casa. Quedamos en vernos.
Lo llevo un día a cenar a la Cava Baja y otro día a un restaurante japonés. Esos días, tras la cena, quedo con mis amigos y nos vamos de copas todos juntos. Sorprendentemente veo que hace muy buenas migas con mi amiga Azu y eso me complace. Anastasia cumple con su palabra. Se comporta como una amiga y se lo agradezco.
El 3 de setiembre, mi jefa, Vlad y casi toda la plantilla de la empresa Müller reaparecen en la oficina. El ritmo vuelve a ser frenético y, cuando me quiero dar cuenta, mi jefa ya me ha sumergido en un mar de papeles de nuevo. Vlad ha vuelto de sus vacaciones encantado. Me cuenta anécdotas mientras trabajamos, lo que me hace reír. El teléfono interno suena y mi jefa me indica que pase a su despacho. No tardo en hacerlo.
—Siéntate, Elena. —Obedezco, y ella prosigue—: Como recordarás, el viaje de la señorita Volkova a las delegaciones de Müller por España se tuvo que aplazar hasta después de verano, ¿verdad?
—Sí.
—Pues bien. He hablado con la señorita Volkova y esos viajes se van a retomar.
Se me encoge el estómago y comienzo a inquietarme. Oír hablar de ellal me pone cardíaca. Volver a ver a Yulia es lo que necesito, aunque sé que no es lo más recomendable para mí.
—Quiero que prepares los dosieres pertenecientes a todas las delegaciones. Volkova quiere comenzar con el viaje este miércoles.
—De acuerdo.
Me quedo parada. El miércoles la voy a ver. Estoy a punto de gritar como una loca cuando mi jefa dice:
—Elena, vamos… no te quedes parada como un pasmarote.
Asiento. Me levanto, pero cuando voy a salir del despacho, oigo que dice:
—Por cierto, esta vez seré yo quien acompañe a la señorita Volkova. Ella misma me lo pidió ayer cuando me reuní con ella en el Villa Magna. Escuchar eso me supone un mazazo. Yulia está en Madrid y no se ha dignado ni a llamarme. Mis ridículas ilusiones de volver a verla se disipan de un plumazo, pero consigo sonreír afirmativamente. Cuando salgo del despacho siento que las piernas me flaquean y corro a sentarme a mi mesa. Vladimir se da cuenta.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Será el calor —respondo.
Cuando salgo de la oficina estoy en trance. Estoy ofendida. Furiosa y altamente enfadada. Voy al parking y cojo el coche y sin saber por qué me encamino al paseo de la Castellana. Al pasar frente al hotel donde Yulia se aloja, lo miro, me desvío por una de sus callejuelas y aparco. Como una idiota, me dirijo hacia el hotel, pero no entro. Me quedo parada a escasos metros de la puerta sin saber qué hacer.
Durante una hora, mi mente bulle e intenta aclararse, cuando, de pronto, veo su coche acercarse. Se para en la puerta del hotel y de su interior salen Yulia y… ¡Amanda Fisher! Ambas sonríen, parecen muy compenetradas, y se meten en el hotel.
¿Qué hace Amanda en Madrid?
¿Qué hace Amanda en ese hotel?
Las respuestas se agolpan unas tras otras y, furiosa, soy consciente de todas ellas. Enfadada con el mundo y cegada por lo que he visto cojo el coche y me dirijo al hotel donde sé que probablemente esté Anastasia.
Cuando llego, subo directamente a su habitación. Llamo con los nudillos a la puerta y, cuando abre, me mira sorprendida.
—¿No me digas que habíamos quedado y se me ha olvidado?
No respondo. Directamente me lanzo a su boca y la beso. Ni que decir tiene que ella, al ver mi efusividad, cierra la puerta. Sin hablar, continúo mi saqueo a su boca mientras siento que sus manos me quitan la chaqueta y, después, desabrochan el pantalón, dejándolo caer al suelo.
Con prisa, saco las piernas de él y aún con los tacones puestos, Anastasia me tumba en la cama y murmura mientras yo le desabrocho el botón del vaquero con desesperación:
—¿Qué haces, Elena?
No respondo. La furia ha tomado mi cuerpo y necesito desahogarme como puedo y necesito. Al verme tan caliente, rápidamente se saca la camiseta por la cabeza y vuelve a besarme. Pero, cuando se separa de mí, murmura:
—Elena… ¿te pasa algo? No quiero que luego tu…
—Anastasia… calla y fóllame.
Mi orden tajante la deja paralizado durante unos instantes, pero el deseo que siente por mí la hace reaccionar y no pensar en nada más. Sin hablar, se quita los pantalones, las bragas y se queda desnuda con su húmeda vagina deseosa de poseerme. Respiro con irregularidad mientras el calor sube por todo mi cuerpo y entonces recuerdo algo.
—Dame el bolso.
Sin dudarlo, me lo entrega y, mientras yo saco el vibrador en forma de barra de labios que Yulia me regaló y que me pidió que siempre llevara encima, ella se acerca más a mi cuerpo.
—Quítame las bragas.
Mete sus dedos en la tirilla de mis bragas y me las quita con cuidado, cuando de pronto se da cuenta de mi tatuaje y susurra.
—«Pídeme lo que quieras.»
¡Yulia! ¡Yulia! ¡Yulia!
Quedo desnuda de cintura para abajo y murmuro mientras me abro de piernas para ella:
—Mírame, por favor.
Atónita, asiente, aún sorprendida por mi tatuaje. Pongo en funcionamiento el vibrador y lo coloco donde sé que me va a dar placer. Instantáneamente mi cuerpo reacciona y jadeo. Cierro los ojos y siento que es Yulia quien está frente a mí y no Anastasia.
Yulia… Yulia… Yulia…
Paseo con deleite el vibrador por mi clítoris, gimo y cierro las piernas al sentir las descargas de placer. De pronto, unas manos me sacan de mi particular sueño y abro los ojos. Anastasia, excitada, se mete entre mis piernas y comienza a rozar su vagina con la mia.. Grito y ella resopla. Mete dos de sus largos dedos dentro de mí y noto cómo el interior de mi vagina la succiona y la oigo gemir.
Estoy tan avivada, tan deseosa de olvidarme de todo, que subo la potencia del vibrador, grito y me encajo totalmente en ella. Anastasia, al ver aquello, me quita el vibrador de las manos, me agarra por los muslos y saquea mi cuerpo, una y otra vez sin descanso, con embestidas certeras mientras yo me dejo hacer y quiero más. Necesito más. Necesito a Yulia.
Pienso en ella. En cómo me hace vibrar con sus exigencias, cuando siento que Anastasia me rodea la espalda con sus manos y, con un movimiento, me levanta de la cama y me apoya contra la pared. Su boca busca la mía y me besa mientras me aprieta una y otra vez sobre su sexo.
—Elena…
Enloquecida, la miro, con los ojos llenos de lágrimas. Al ver mi estado, siento que sus penetraciones se detienen.
—No pares, por favor… ahora no.
Retoma su movimiento de caderas. Mas el movimiento de sus dedos dentro… fuera… dentro… fuera. Mientras, me siento oprimida contra la pared y consigo lo que necesito. Me entrego a ella con furia. Grito el nombre de Yulia y, cuando el clímax llega a nosotras, sabemos que lo que yo he ido a buscar acaba de culminar.
Todo termina y continúo entre sus brazos durante unos minutos. Me siento fatal. No sé qué es lo que acabo de hacer y sobre todo no sé por qué lo he hecho. Cuando Anastasia me suelta, camino hacia el baño sin mirarla. Una vez allí me aseo, me lavo la cara y me miro en el espejo. El rímel corrido por mi cara me da un aspecto deplorable. Mi pinta no puede ser peor.
Cinco minutos después, más recompuesta, salgo y Anastasia me espera sentada y vestida sobre la cama. Veo el vibrador y sin decir nada lo cojo y lo guardo. Ya lo lavaré en casa. Me visto y, cuando acabo, me siento frente a ella. Le debo una explicación.
—Anastasia… yo no sé cómo explicarte esto, pero lo primero que quiero pedirte es perdón.
Ella asiente y me mira.
—Disculpas aceptadas.
—Gracias.
Nos miramos durante unos segundos.
—Sabes que hacer lo que acabamos de hacer me encanta. Me gustas mucho y, si por mí fuera, estaría todo el día besándote y…
—Anastasia no lo hagas más difícil, por favor.
—Ese tatuaje es por ella, ¿verdad? —pregunta de pronto.
—Sí.
En su mirada veo que quiere decirme cientos de cosas.
—Tu fin no me ha gustado. No has venido porque te apeteciera tener sexo conmigo. Ni porque quisieras verme. Pero si hasta la has nombrado cuando yo te hacía el amor, ¡joder!
—¡¿Cómo dices?!
—Has dicho su nombre.
—Oh, Dios, ¡lo siento!
—No. No lo sientas. Eso me ha aclarado qué hacías aquí.
—Estoy tan avergonzada… No sé por qué te he elegido a ti para hacer esto. Podía… podía…
—Escucha, Elena… —dice mientras me toma las manos—, prefiero que hayas venido a mí, aunque pensaras en otra, a que hubieras hecho una locura con cualquiera.
—Oh, Dios… ¡me estoy volviendo loca! Yo… yo…
—Elena, te prometí que no volvería a hablar de esa mujer y no lo quiero hacer. Sabes lo que pienso sobre ella y nada ha cambiado. Sólo espero que tú sola te des cuenta de lo que haces y el porqué.
Asiento. Me levanto y ella también. Me doy la vuelta para irme y ella me sigue. Cuando llego a la puerta de la habitación, Anastasia me coge por la cintura, me da la vuelta y me besa. Me besa apasionadamente.
—Siempre me vas a tener, ¿lo sabes? —murmura cuando se separa de mí—. Aunque sea para utilizarme de juguete sexual.
Le doy un leve puñetazo y sonrío. Instantes después salgo de la habitación aturdida.
Cuando voy a coger el coche pienso en mi amigo Nacho y, sin pensarlo dos veces, conduzco hasta su estudio de tatuaje. Al verme, rápidamente se preocupa por mi estado. No sabe qué me pasa, pero sí sabe que necesito hablar. Me invita a cenar.
Esa noche, Nacho me demuestra lo excelente amigo que es. Omito explicarle que Yulia es mi jefa y nuestra vida íntima. Eso no quiero que lo sepa. Pero el resto, la extraña relación que mantenemos, sí se lo explico. Tras escucharme, me dice que deje mi orgullo a un lado y que, si tanto la echo de menos, que intente hablar con ella porque yo fui la que me marché de su lado. Entiendo sus palabras. Tiene razón y cuando llego a casa enciendo el ordenador y le mando un mensaje.
De: Elena Katina
Fecha: 3 de setiembre de 2012 23.16
Para: Yulia Volkova
Asunto: ¿Estás mejor?
Hola, Yulia, siento haberme marchado como lo hice. Fue muy rápido y te pido perdón. Espero que estés mejor. Te llamaría por teléfono pero no quiero incomodarte. Por favor, llámame y dame la oportunidad de pedirte perdón mirándote a la cara. ¿Lo harás por mí?
Te quiero y te añoro. Mil besos.
Len
Nada más escribirlo, lo envío y durante más de tres horas espero una contestación. Sé que lo ha leído. Sé que, en el hotel, su ordenador habrá sonado y le habrá dicho que ha recibido un mensaje. Sé todo eso y me hace sufrir.
De: Judith Flores
Fecha: 4 de setiembre de 2012 21.32
Para: Eric Zimmerman
Asunto: Soy insistente
Una vez me dijiste que lo mejor de pedirme perdón era ver mi cara cuando te perdonaba y la posibilidad de estar conmigo. ¿No crees que yo puedo querer lo mismo de ti?
Un besito o dos o tres… o los que quieras.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:54 pm

De: Elena Katina
Fecha: 5 de setiembre de 2012 17.40
Para: Yulia Volkova
Asunto: Hola, enojona
Está claro que estás enfadada conmigo. Vale… lo acepto. Pero quiero que sepas que yo contigo no. ¡Feliz viaje! Y espero que en las delegaciones te traten bien, aunque hayas decidido ir con otra que no sea yo.
Beso,
Len
De: Elena Katina
Fecha: 6 de setiembre de 2012 20.14
Para: Yulia Volkova
Asunto: Adivina quién soy
Hoy, cuando hablé con mi jefa por teléfono, oí tu voz de fondo. No veas la ilusión que me hizo. ¡Al menos sé que sigues viva! Espero que estés bien. Te añoro.
Besotes,
Elena

De: Elena Katina
Fecha: 7 de setiembre de 2012 23.16
Para: Yulia Volkova
Asunto: ¡Eco… Eco!
Como dice la canción, ¡por fin es viernes!
Mañana me voy al campo.
Mis amigos y yo hemos alquilado una casita rural para el fin de semana. ¿Te animas?
Esta vez no te mando un beso… casi con seguridad este fin de semana te lo darán otras. ¡Te odio por ello!
Elena

De: Elena Katina
Fecha: 10 de setiembre de 2012 13.16
Para: Yulia Volkova
Asunto: ¿Comenzamos?
¡Ya estoy aquí!
Mi fin de semana ha sido divertido, aunque las vacas y las gallinas no son lo mío. Me picó un abejorro en la mano y no veas qué dolor. Eso sí… como verás, no me la han cortado (para tu desgracia… jejeje).
… hoy también te mando un beso, aunque comienzo a dudar de si lo aceptas.
Elena

De: Elena Katina
Fecha: 12 de setiembre de 2012 22.30
Para: Yulia Volkova
Asunto: ¿Me echabas de menos?
Ayer, el chisme del ADSL de mi casa se murió y por eso no te escribí. Pero hoy mi amigo Nacho me ha cambiado el aparatito y vuelvo a la carga. ¿De verdad que nunca me vas a contestar?
Elena


De: Elena Katina
Fecha: 13 de setiembre de 2012 21.18
Para: Yulia Volkova
Asunto: Me estoy cansando
Vamos a ver… te llevo escribiendo desde el día 3 y tú nunca contestas, ¿no vas a hacerlo nunca o sólo lo haces para cabrearme más? Como imaginarás, tengo la casa limpia como una patena. Tanto cabreo ¡es lo que tiene!
Kiss (te lo digo en inglés por si lo entiendes mejor),
Elena

De: Elena Katina
Fecha: 14 de setiembre de 2012 23.50
Para: Yulia Volkova
Asunto: ¡Desisto!
Vale… ya he visto que tu respuesta es no responder.
¿Sabes que soy muy orgullosa y por ti, **** cabezona engreída, me estoy comiendo el orgullo todos los días?
Éste es mi último mensaje. Si no contestas, no volveré a escribirte nunca más. ¡Que lo sepas!
Sin beso,
Elena

De: Elena Katina
Fecha: 17 de setiembre de 2012 22.36
Para: Yulia Volkova
Asunto: Sí… soy yo, ¿qué pasa?
Que sepas que ahora sí que estoy enfadada. ¿Cómo puedes ser tan orgullosa?
Elena

De: Elena Katina
Fecha: 19 de setiembre de 2012 22.05
Para: Yulia Volkova
Asunto: Sólo tengo una cosa más que decirte.
¡GILIPOLLAS!
Len

Hoy20 de Febrero, es su cumpleaños. Yulia cumple treinta y dos años e inexplicablemente estoy feliz por ella. Soy así de imbécil.
No ha vuelto a aparecer por la oficina. Tras su viaje a las delegaciones regresó directamente a Alemania y no ha vuelto a pisar España.
Me encuentro sumergida en mi burbuja cuando suena el teléfono interno. Mi querida jefa me pide que pase a su despacho. Una vez en su interior, me sobrecarga de trabajo y me dice:
—Haz también una reserva para esta noche a las nueve y media en el Moroccio para diez personas a nombre de la señorita Volkova. Debe ser a ese nombre o no te darán la reserva, ¿entendido? —asiento—. Después, pídeme cita en la peluquería para dentro de una hora.
Asiento e intento no alterarme.
¿Yulia en España? ¿En Madrid?
¡Lena…, relájate!
Cuando salgo del despacho, mi corazón bombea.
Busco en internet el teléfono del Moroccio y, cuando lo consigo, resoplo y llamo.
—Moroccio, buenas días.
—Hola, buenas días. Llamo para hacer una reserva para esta noche.
—Dígame a qué nombre, por favor.
—Sería a las nueve y media, para diez personas, a nombre de la señorita Yulia Volkova.
—Oh… sí, la señorita Volkova —oigo que repite el camarero—. ¿Algo más?

El corazón se me va a salir del pecho. De pronto, algo cruza mi mente. Es una maldad y no me detengo a mirar las consecuencias.
—También quería reservar otra mesa para dos personas, a las ocho, a nombre de la señora de Volkova.
—¿La mujer de la señorita Volkova? —pregunta el camarero.
—Exacto. Para su mujer. Pero, por favor, no le comente nada, es una sorpresa de cumpleaños.
—De acuerdo.
En cuanto cuelgo el teléfono me tapo la boca. Acabo de hacer una de las mías y me río. Sin pensarlo, descuelgo el teléfono y llamo a Nacho. Esta noche seré yo la que lo invite a cenar.
Ataviada con un precioso vestido negro con los hombros al aire que me ha dejado mi hermana y un moño alto a lo Audrey Hepburn, llego hasta el estudio de tatuajes de Nacho. Éste silba sorprendido nada más verme.
—¡Vaya, estás fabulosa!
—Gracias. Tú también —sonrío al verlo.
Nacho sonríe y abre los brazos.
—Que conste, que es el traje de la boda de mi hermano y me lo he puesto porque me lo has pedido tú. A mí este rollo de etiqueta no me va.
—Lo sé. Pero donde vamos hay que ir así o no te dejan entrar.
Nacho conoce mi plan.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer, Elena?
Asiento y salimos del estudio.
—No lo sé, ya te contaré si reacciona. Éste es mi último cartucho.
A las ocho en punto entramos en el Moroccio.
El camarero, tras comprobar nuestra reserva, me mira sorprendido y veo que asiente complacido ante mi aspecto. Debe de verme como la digna mujercita de la señorita Volkova. Con arte, le cuchicheo que no comente mi presencia. Quiero sorprender a mi esposa porque es su cumpleaños y después le pido que tenga preparada una tarta de fresa y chocolate. Éste asiente, complacido por mi simpatía, y me dice que no me preocupe. Mi tarta estará preparada. Como bien presupongo, nos pasan a uno de los reservados y observo cómo Nacho se queda sorprendido por el lugar y mira a nuestro alrededor.

—¡Qué pasote de sitio!
—Sí. Es el glamur personificado. —Sonrío mientras espero que no se encienda ninguna lucecita de colores y me pregunte qué significa.
—Por cierto, ¿a qué venía eso de señora de Volkova? ¿Tu apellido no es Katina?
Suelto una risotada.
—La señora de Volkova es la mujer de la persona que va a pagar esta cena.
Su cara es un poema. El camarero entra y deja un excelente vino ante nosotros que degustamos, aunque luego me doy el lujo de pedir una Coca-Cola. Nacho está sorprendido con el precio de todo aquello y veo su preocupación en la cara.
—Elena, creo que nos vamos a meter en un buen lío con lo que estamos haciendo.
—Tú tranquilo. Pide lo que quieras. La señorita Volkova lo pagará.
—¿Ése es el apellido de Yulia?
—Ajá…
—¿Está forrado, la tia?
—Digamos, que se puede permitir muchas cosas.
—¿Está casada?
—No. Pero la gente del restaurante no lo sabe.
Nacho asiente y sonríe. Después menea la cabeza.
—Pero qué pérfidas que sois las mujeres.
Doy un trago a mi Coca-Cola.
—No lo sabes tú bien —susurro.
El camarero entra y toma nota de los platos. Hemos pedido langosta y carpaccio de buey a las finas hierbas y de segundo solomillos al bourbon. Como es de esperar, todo está exquisito. A las nueve y media, miro el reloj y presupongo que Yulia, mi jefa y sus acompañantes ya han llegado. Yulia es muy puntual y eso me pone nerviosa. Saber que la tengo a tan escasos metros de mí me altera, pero procuro disfrutar de la cena junto a Nacho. De postre pedimos fresas y una fondue de chocolate. Nos la comemos entre risas y, a las diez, damos por finalizada nuestra cena.
Cuando entra el camarero pregunto:
—¿Ha llegado ya mi esposa, la señorita Volkova?

El camarero asiente y mi estómago salta, pero, convencida de lo que hago, añado:
—¿Me trae papel, un sobre y un bolígrafo, por favor?
El hombre sale del reservado en busca de lo que le he pedido y Nacho cuchichea:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Agradecerle la cena.
—¿Estás loca?
—Probablemente, pero estoy segura de que eso le gustará.
Cuando el camarero entra, escribo sobre el papel:

Estimada señorita Volkova:
Gracias por enseñarme un sitio tan especial y por la cena para dos que nos hemos tomado a su salud. Ha estado exquisita y el postre, como siempre, soberbio. Por cierto, feliz cumpleaños. ¡Gilipollas!
La chica de los e-mails fantasmas

En cuanto acabo de escribirlo, lo meto en el sobre, lo cierro, se lo entrego al camarero y le indico:
—Por favor, ¿sería tan amable de entregarle esto a mi esposa junto con la tarta de fresas y chocolate cuando vayan a pedir el postre?
Dicho esto, Nacho se levanta, me coge del brazo y desaparecemos como alma que lleva el diablo mientras sonrío y me fastidio por no ver la cara que va a poner Yulia. ¡Me encantaría verla!

A las once obligo a Nacho a que me deje en casa. Seguro que Yulia estará a punto de ver la notita y la tarta y espero su reacción.
A las once y media, camino por la casa aún con los tacones. Estoy convencida de que eso la hará reaccionar y llegará en cualquier momento.
A las doce, mi desesperación ya es latente. ¿Se habrán puesto a jugar y no habrán pedido los postres?
A la una de la madrugada, frustrada porque mi plan no ha funcionado, tiro los tacones contra el sofá justo en el momento en el que me suena el móvil. Me lanzo en plancha a por él. Un mensaje. Yulia. Las manos me tiemblan cuando leo: «Gracias por la felicitación, señora Volkova».
Boquiabierta leo y vuelvo a leer el mensaje ¿Ya está? ¿No va a hacer ni a decir nada más?
Malhumorada, suelto el móvil y doy un trago a mi Coca-Cola. Deseo coger el móvil y llamarla para ponerla a caer de un burro. Pero no. Ahora sí que doy el cerrojazo definitivo al caso Yulia.
Con desgana, me quito el bonito vestido, el sofisticado moño y la sugerente ropa interior que me he comprado esa tarde. Me planto mi pijama de nubecitas azules y me dirijo al baño para desmaquillarme. Saco una toallita desmaquillante y me lío con un ojo. No puedo ver lo que estoy haciendo, sólo que paseo la toallita en círculos mientras pienso en Yulia.
De pronto, oigo que alguien llama con los nudillos a la puerta de mi casa. Mi corazón salta por la emoción. Suelto la toallita y corro para mirar por la mirilla. Me quedo sin palabras cuando veo a Yulia al otro lado. Sin pensar en mi aspecto, abro y me encuentro frente a frente con ella. ¡Con Yulia!
—¿Señora Volkova?
Está impresionante con su traje oscuro y la camisa blanca abierta. Su porte, como siempre, es intimidatorio, Femenina y su cara… ¡Oh, su cara…! Esa cara de mala leche me encanta y sin querer, ni poder, ni pensar en remediarlo digo:
—Vale… soy lo peor.
—¿Tú has osado decir en el Moroccio que eras la señora Volkova? —insiste.
Doy un paso atrás. Ella lo da hacia el frente.
—Sí… perdón… perdón, pero necesitaba enfadarte.
—¿Enfadarme?
Da otro paso adelante. Yo doy otro atrás.
—Yulia, escucha —me retiro rápidamente el pelo de la cara— … Sé que no he procedido bien. He abusado de tu generosidad y he tomado el pelo a los del restaurante. Te prometo que te reembolsaré mi cena y la de mi amigo. Pero te juro que sólo lo hice para que te cabrearas y vinieras hasta mi casa y así…
—¿Y así qué?
Su mirada es intimidatoria. Feroz. Pero aun así prosigo. Es mi única oportunidad. Ella está ante mí y no la voy a desaprovechar.
—Necesito pedirte perdón por lo tonta que fui el día que me marché de Zahara y… —resoplo y me encojo de hombros ante su silencio—. Te echo de menos Yulia. Te quiero.
Su gesto cambia. Se suaviza.
¡Oh, sí…! ¡Oh, sí!
Mi corazón salta de felicidad, justo en el momento que ella da un paso hacia mí para abrazarme. Me aúpa y yo le echo los brazos al cuello. Enredo mis piernas a su cintura y así, sin hablar, cierro la puerta de mi casa. Dispuesta a no soltarla nunca más en mi vida.
Durante unos minutos, ninguna de los dos habla. Sólo nos abrazamos y disfrutamos de nuestra cercanía hasta que Yulia me da un beso en el cuello y me aprieta con fuerza.
—Te quiero, y ante eso, pequeña, no puedo hacer nada.
¿He escuchado bien?
¿Me está diciendo que me quiere?
La felicidad me hace reír, la beso con posesión en los labios y, cuando me separo de ella, murmuro:
—Si es cierto lo que dices, no vuelvas a alejarte de mí.
—Tú te fuiste.
—Tú me echaste.
—Te dije que te quedaras.
—¡Me echaste!
¡Ya empezamos!
Ella asiente y yo prosigo:
—Te he pedido disculpas con mis e-mails todos los días y tú no te has dignado a responder.
Sonríe con dulzura y entonces hace eso que tan loca me vuelve. Acerca su boca a la mía. Saca la lengua, la pasa por mi labio superior, luego por el inferior y antes de besarme murmura:
—Yo te perdoné antes de que te hubieras marchado.
—¿Sí?
—Sí… osito panda.
—¿Osito panda? ¿Te parece poco pequeña, blanquita o Len… que ahora también me llamas osito panda?
Divertida, me lleva frente a uno de mis espejos y al ver el motivo de aquel apodo me parto de risa. Tengo un ojo totalmente emborronado y negro. Ella ríe también.
—¿Qué estabas haciendo para tener el ojo así?
—Desmaquillándome. Con lo mona que me había puesto para ti por ser tu cumpleaños y vas tú y apareces en el momento menos glamoroso.
Yulia sonríe.
—Para mí siempre estás preciosa, cariño.
Entre sus brazos, llego hasta mi habitación. Me suelta sobre la cama y se tumba sobre mí.
—Dios, nena, me encanta cómo hueles.
Con cuidado, le quito la chaqueta y comienzo a desabrocharle la camisa blanca mientras Yulia recorre mi cuerpo con sus manos y me da delicados besos en el mentón y en el cuello. El roce de sus yemas al pasar por mis costillas me hace tener un escalofrío y sonrío de placer. Cuando termino de desabrocharle la camisa, le toco los abdominales. Duros y fuertes como siempre, sus pezones están duros los tiro mientras gime en mi boca.
—Tengo un regalo para ti.
—Mi mejor regalo eres tú, pequeña.
Besos… caricias… palabras de cariño y de pronto Yulia murmura:
—Tengo que hablar contigo, Len.
—Luego… luego…
En cuanto me libro de su camisa y se queda vestida sólo con el pantalón, mis manos vuelan al botón. Lo desabrocho y, con cuidado, bajo la cremallera. La piel de Yulia arde y yo con ella. Y cuando meto mis manos bajo los calzoncillos y tengo en ellas lo que anhelo y ansío, jadeo.
Yulia se mueve. Su erección escapa de mis manos y vuelve a besarme.
—Si me sigues tocando, no duraré ni dos segundos… ¿Sigues tomando la píldora?
—Ajá…
—Biennnnn.
Eso me hace reír, mientras ella me quita el pantalón del pijama. Luego me levanta, me pone frente a ella y acerca su boca hasta mi monte de Venus y lo mordisquea por encima de mi tanga. Me quito la parte superior del pijama y Yulia me observa. Mete sus dedos por la tirilla de mi tanga, me lo rompe y murmura mientras lee:
—«Pídeme lo que quieras.»
Yulia me acaricia y me coge uno de los pechos con calidez, con mimo se lo mete en la boca y me chupa la areola. Después otorga el mismo mimo al otro pecho y me obliga a sentarme sobre sus rodillas. Durante un rato se entretiene con mis pechos, me los chupa, lame y succiona hasta que me arranca un gemido de placer.
—Pequeña… te he echado tanto de menos…
Se levanta conmigo en brazos y vuelve a posarme sobre la cama. Me besa los labios y comienza a bajar su lengua por mi cuerpo. Va al cuello, de allí a los pechos, sigue su recorrido por el ombligo y, cuando llega al monte de Venus, quien jadea es ella.
Dispuesta a disfrutar, me abro de piernas antes de que ella me lo pida y su lengua rápidamente entra en mí con exigencia. Con sus dedos me separa los labios y su húmeda lengua llega hasta mi clítoris. Salto de excitación.
—Oh, Yulia… sí… así.
Se sube sobre la cama para estar más cómoda y pone mis piernas sobre sus hombros. El saqueo a mi clítoris se intensifica y mis jadeos cada vez son más seguidos, hasta que un intensísimo orgasmo toma mi cuerpo, la agarro de la cabeza y la aprieto contra mí.
Cuando me quedo sin fuerzas por el maravilloso orgasmo que acabo de tener, Yulia se pone sobre mí, me besa. Su sabor a mi sexo es salado y me estimula mucho.
—Te voy a follar, cariño.
Asiento. ¡La estoy deseando!
Se quita los pantalones, después los calzoncillos y, con una mirada lobuna que me hace jadear, sonríe. Ensombrecida por el deseo, se pone encima de mí y me acomoda mejor en la cama. Coloca la punta de su pene contra la entrada húmeda de mi vagina y, a diferencia de otras veces, la introduce poco a poco mientras me muevo mimosa. Quiero más y le doy un azote en el trasero.
—¿Eso a qué se debe, pequeña?
—La necesito dentro ya… la tuya es tan grande… tan placentera. Sigue…
Yulia sonríe y me embiste abriéndome toda la vagina de una sola estocada. Grito y jadeo. Grito y jadeo, mientras ella me embiste una y otra vez y por fin me siento llena y enloquecida. Se me acelera la respiración y mi disfrute me vuelve loca. Una… dos… tres… quince veces me penetra y yo grito y me retuerzo de placer.
De pronto, su ritmo disminuye.
—¿Alguien te ha tocado durante estos días?
Su pregunta me pilla tan de sorpresa que sólo puedo pestañear. No sé qué decirle y Yulia me da un empellón que me hace gritar de nuevo.
—Dime la verdad, ¿quién te ha follado estos días?
Su cara se contrae y vuelve a penetrarme. Me da un azote en el trasero que me escuece.
—¿Quién?
Me niego a responder sin ser respondida, saco fuerzas de donde no las tengo y pregunto:
—¿Y tú?
Me mira e insisto.
—¿Tú has jugado estos días?
—Sí.
—¿Con Amanda?
—Sí. ¿Y tú?
—Con Anastasia.
Durante unos segundos nos miramos. Los celos vuelan sobre nosotras y me penetra con fuerza. Ambas gemimos. Me agarra por el hombro y vuelve a penetrarme. Veo la oscuridad en su mirada. La rabia por lo que escucha y no quiere oír.
—Te vi con Amanda entrar en tu hotel y decidí proseguir con mi vida. Busqué a Anastasia, me masturbé para ella y luego me ofrecí.
Yulia me mira. Está furiosa. Tengo miedo de que se vaya, pero entonces me doy cuenta de que ella también tiene miedo de que yo desaparezca. Me agarra por las caderas y comienza a penetrarme a un ritmo infernal.
—Eres mía y sólo te tocará quien yo quiera.
Me mira, a la espera de una contestación, mientras, desmadejada por sus penetraciones, me muevo debajo de ella. Calor… tengo mucho calor, pero soy consciente de lo que me pide. Le pongo la mano en su estómago y me echo para atrás. Su pene sale de mí.
—Únicamente seré tuya, si tú eres mía y sólo te toca quien yo quiera.
Su respuesta es inmediata. Acerca su boca a la mía y me besa, mientras su pene duro como una piedra golpea mis muslos volviéndome loca. Con una de mis manos lo cojo y lo meto de nuevo en mi interior y, con su boca sobre mi boca, murmura:
—Soy tuya, pequeña… tuya.
Yulia me penetra con delicadeza y soy yo la que subo mis caderas para llenarme de ella. Mueve sus caderas a los lados y siento cómo los músculos de mi vagina se aferran a ella.
—Cariño… me voy a correr.
El tono de su voz. Su cara. Su gesto y su mirada me hacen sonreír. Yo estoy cerca del orgasmo.
—Más rápido, cielo… lo necesito.
Yulia me embiste de nuevo una… dos… tres veces. Se muerde los labios para darme lo que yo quiero hasta que de pronto las dos nos arqueamos y sabemos que hemos llegado juntas hasta el placer.
El sábado, el sexo, los besos y las caricias priman en todo momento. Cada vez que intentamos hablar para profundizar en nuestra relación acabamos desnudas y jadeando. Yulia es mi vicio y me doy cuenta de que yo soy el suyo. Estar juntas sin tocarnos se nos hace imposible y, como las dos nos deseamos, nos dejamos llevar por la lujuria y el desenfreno. El domingo, más de lo mismo, pero tras hacer entre las dos la cama Yulia dice:
—Len… Tengo una conversación pendiente contigo, ¿lo recuerdas?
—Sí.
El susto se apodera de mí. De pronto me asusta saber qué es aquello que me tiene que explicar.
—Es importante que lo hablemos, te lo debo.
—¿Me lo debes? —pregunto sorprendida.
—Sí, cariño…
Me olvido totalmente del sexo y me centro en ella. Su mirada vuelve a ser inquieta. Sus ojos me esquivan y eso me perturba. Yulia se sienta a mi lado, a los pies de la cama.
—Escucha, hay algo que debes saber y que no te he dicho hasta ahora. Pero quiero que sepas que si no te lo he dicho es porque…
—¡Dios mío! ¿No estarás casada?
—No.
—¿Te vas a casar con Betta? ¿Con Marta?
Sorprendida por mis preguntas y por el tono chirriante de mi voz vuelve a responder:
—No, cariño. No es nada de eso.
Suspiro aliviada. No hubiera podido soportar una noticia así.
—¿Y quiénes son?
Yulia asiente y suspira resignada.
—Betta es la mujer con la que compartí mi vida durante dos años y con la que acabé la relación hace un tiempo —asiento y ella continúa—: Nuestra relación se acabó el día que la encontré en la cama con mi padre. Ese día decidí finalizar mi relación con los dos. Espero que, sin necesidad de explicarte nada más, entiendas por qué no quiero nunca hablar de mi maravilloso progenitor.
Mi cara se descompone al escuchar eso. Nunca me hubiera esperado una historia así.
—Ella nunca ha querido aceptar esa ruptura e intenta acercarse a mí continuamente. Me ha pedido perdón de todas las maneras que te puedas imaginar y, aunque me ha costado, la he perdonado, pero no quiero nada más con ella. De ahí el motivo de los mensajes y su insistencia. Aquel día en la playa, cuando me enfadé y me volví al chalet sin dejar que me acompañaras, mi enfado venía porque ella me dijo en un mensaje que estaba en la puerta del chalet de Andrés y Frida. No quería que regresaras conmigo de la playa porque te quería evitar la desagradable escena que ella me iba a montar. Sólo intenté que tú no lo presenciaras. Pero tampoco fui sincera contigo y no te lo dije. Intenté evitarme un problema pero, con mi reacción, lo agravé.
—Me lo tenías que haber dicho. Yo…
Durante unos segundos, Yulia me observa, me pone un dedo en los labios para que calle y pasa su mano por el óvalo de mi cara.
—Eres preciosa, Len… Sólo te quiero a ti.
Me acerco a ella y la beso, pero ella vuelve a colocarme donde estaba.
—Marta es mi hermana.
¿Hermana? Eso me sorprende. Vlad me comentó que Yulia sólo tenía una hermana, pero Yulia prosigue:
—¿Recuerdas que te comenté que mi hermana Hannah había muerto en un accidente? —asiento—. Hannah tenía un hijo que está a mi cargo. Era madre soltera. El pequeño se llama Flyn y tiene nueve años. Desde que ocurrió lo de Hannah, se ha vuelto un niño difícil de tratar y sólo nos da disgustos. En julio, cuando tuve que regresar a Alemania y suspender el viaje a las delegaciones, fue por un problema con él. Mi hermana y mi madre no consiguen controlarlo y por eso recibo tantas llamadas de Marta. Flyn sólo me respeta a mí y mi hermana necesita que regrese a Alemania. —Escuchar eso me pone sobre alerta y ella prosigue—: Escucha, Len, te quiero pero también quiero a Flyn y no lo puedo abandonar. Puedo estar contigo aquí durante varios días, pero tarde o temprano tendré que regresar a mi día a día en Alemania. No me puedo permitir cambiar mi residencia. Los psicólogos no creen que otro cambio sea bueno para Flyn y, aunque quizá es una locura demasiado precipitada, me gustaría que te trasladaras a vivir conmigo a Alemania. —Mis ojos se abren escandalosamente y ella añade—: Lo sé, pequeña, lo sé. Sé que es una locura, pero te quiero, me quieres y me gustaría que lo pensaras, ¿de acuerdo?
Asiento, mientras intento procesar toda aquella información y, cuando voy a decir algo, Yulia pone uno de sus dedos en mi boca y susurra de nuevo:
—Aún no he acabado, Len. Tengo más cosas que explicarte. Si cuando acabe, aún me quieres besar y continuar a mi lado, no seré yo la que te lo impida. —Sus palabras me sorprenden, pero ella prosigue—: ¿Recuerdas cuando te dije que no te quería hacer daño?
—Sí.
—Pues siento decirte que, llegados a este punto, te lo voy a hacer sin querer y nada tiene que ver con lo que te acabo de explicar.
Frunzo el ceño. No entiendo de lo que habla. Me coge las manos.
—Len…tengo un problema y, aunque no quiero pensar en él, en un futuro sé que se agravará.
—¿Un problema? ¿Qué problema?
—¿Recuerdas las medicinas que viste en mi neceser? —Muevo mi cabeza afirmativamente, asustada—. Es algo relacionado con algo que te encanta de mí y que en más de una ocasión te he dicho que yo odio. Son mis ojos y cuando te lo explique seguro que entenderás muchas cosas.
—Dios mío, Yulia. ¿Qué te ocurre?
—Tengo un problema en la vista. Padezco un glaucoma. Una enfermedad heredada de mi maravilloso padre y, aunque me lo estoy tratando y de momento estoy bien, la enfermedad con el tiempo avanzará y, para mi desgracia, es irreversible. Quizá en un futuro me quede ciega.
Pestañeo y pregunto en un hilo de voz:
—¿Qué es un glaucoma?
—Es una enfermedad crónica del ojo. Una enfermedad del nervio óptico que a veces me produce visión borrosa, dolor de ojos y de cabeza o náuseas y vómitos. Creo que ahora, al saberlo, entenderás muchas cosas de mí.
Mi cuerpo se ha paralizado, excepto mis pestañas. El tema Betta me importa un pepino. El problema de su sobrino y mi traslado de residencia es algo que hablaremos. Pero Yulia acaba de decirme que tiene un problema en la vista y yo no puedo reaccionar. Mi corazón bombea muy fuerte y apenas puedo respirar. Sólo puedo mirar a Yulia, a la mujer que quiero con toda mi alma sin ser capaz de decir ni una palabra.
Mi mundo se desmorona en décimas de segundo, mientras reconstruye, pedazo a pedazo, todas las alarmas que en esos meses he visto de ella pero que no he sabido descifrar. De pronto, entiendo muchas cosas. Sus prisas en todo. Sus temores. Sus viajes. Sus cambios de humor. Sus dolores de cabeza y, sobre todo, por qué siempre me exige que la mire cuando hacemos el amor. Yulia me observa. Quiere que hable pero yo no puedo. Mi respiración se acelera, le suelto las manos y una va a mi corazón y la otra, a mi cabeza.
Me levanto. Me doy la vuelta y, cuando puedo despegar la lengua del paladar, vuelvo a mirarla.
—¿Por qué no me lo habías contado antes?
—¿El qué? ¿Lo de Betta, lo de Flyn o lo de mi enfermedad?
—Lo de tu enfermedad.
—Len, es algo que no me gusta que la gente sepa.
—Pero yo no soy la gente…
—Lo sé, cariño. Pero…
—Por eso siempre me pides que te mire cuando…
Yulia asiente y tras pasar su mano por mis labios susurra:
—Quiero grabar tu cara, tus gestos en mi retina, para recordarlos el día que no vea.
El dolor en su mirada me hace reaccionar. ¿Qué estoy haciendo? Me siento de nuevo junto a ella y le tomo las manos.
—**** cabezona, ¿cómo me has podido ocultar eso? Yo… yo me he enfadado contigo. Te he reprochado tus ausencias, tus cambios de humor y… tú… tú no has dicho nada. Oh, Dios, Yulia… ¿por qué?
Mis lágrimas se desbordan. Intento contenerlas pero, como si de una presa se tratara, comienzan a salir con fuerza de mis ojos y apenas las puedo controlar.
Yulia me consuela. Me abraza y me mima, cuando soy yo la que debería estar consolándola a ella. Pero mis fuerzas, mi seguridad y toda mi vida se acaban de resquebrajar y no sé cuándo las voy a poder recuperar. Me habla de su enfermedad. Algo que le descubrieron hace mucho y que cada año que pasa se agrava más.
No sé cuánto tiempo lloro entre sus brazos en busca de una solución con la que no puedo dar. Habla conmigo y yo apenas puedo dejar de llorar.
—No me mires así.
—¿Cómo? —pregunto al escuchar su voz.
—Noto que te doy pena.
Conmovida por sus palabras, me agarro a ella.
—Cariño, no digas tonterías. Te miro así porque te quiero y sufro por…
—¿Lo ves? Te estoy haciendo daño. No debí permitir que lo nuestro continuara.
—No digas tonterías, Yulia, por favor.
Con un gesto que recordaré toda mi vida, me coge la cara entre sus manos.
—Estar a mi lado te hará sufrir, cariño. Soy una mujer con demasiadas responsabilidades. Una empresa que llevar, un niño problemático al que criar y, por si fuera poco, un problema de salud. Creo que ha llegado el momento en que tú decidas lo que quieres hacer. Asumiré tu decisión sea cual sea. Bastante culpable me siento ya.
La escucho, boquiabierta, y de pronto deseo cruzarle la cara de un manotazo. ¿Qué tonterías está diciendo? La seguridad aparece de nuevo en mi cuerpo. Clavo mi mirada en sus martirizados ojos azules.
—No estarás queriendo decir lo que estoy entendiendo, ¿verdad?
—Sí, Len.
—Pero tú eres idiota, por no decir ¡gilipollas!
Yulia sonríe.
—Eres una preciosa mujer joven y sana con toda la vida por delante y yo…
—Y tú ¿qué? —Pero no la dejo contestar y comienzo a gritar como una posesa—: Y tú eres la mujer con responsabilidades, sobrino y enfermedad a la que yo amo. Y si antes tu cara de mala leche y tus malos modos no me daban miedo, ahora menos, ¿y sabes por qué? —Yulia niega con la cabeza—. Porque no te voy a dejar por mucho que me lo pidas. Y no te voy a dejar porque te quiero… te quiero… te quiero ¡métete eso en tu jodida y cuadriculada cabeza alemana! El futuro me da igual. Sólo me importas tú… tú… tú, ¡**** cabezona! Y sí, es precipitado dejarlo todo e irme a vivir contigo a Alemania, pero, como te quiero, lo pensaré.
—Len…
—Tú estás aquí, cariño. Tú eres mi presente. ¿Dónde voy a ir yo sin ti? Pero ¿te has vuelto loca? Cómo se te ocurre ni siquiera pensar que yo te voy a dejar por tu enfermedad.
Yulia, emocionada, niega con la cabeza y, por primera vez, la veo llorar. Verla llorar me parte el corazón. Se tapa los ojos con sus manos y llora como una niña.
—Len, cuando mi enfermedad prosiga, mi calidad de vida será muy limitada. Llegará un momento en que seré un estorbo para ti y…
—¿Y?
—¿No lo entiendes?
—No. No lo entiendo —respondo sin aire en los pulmones—. Y no lo entiendo porque tú seguirás a mi lado. Me podrás tocar, besar, me harás el amor y yo te lo haré a ti. ¿Qué es lo que te hace dudar de mí?
Yulia murmura emocionada:
—Eres lo mejor que me ha pasado nunca. Lo mejor.
Deseosa de llorar como una magdalena, le quito las manos de los ojos y le seco las lágrimas.
—Pues si soy lo mejor que has tenido nunca, no vuelvas a mencionar ni de broma que te deje, ¿vale? Ahora dime que me quieres y dame un beso de esos que tanto me gustan.
Las lágrimas brotan de nuevo por mis ojos, pero sonrío. Ella sonríe, me abraza y me besa.

La semana comienza con fuerza y yo intento procesar todo lo que me ha explicado.
¿Sobre Betta? No me interesa. No me importa. Sé que Yulia no quiere nada con ella y lo creo aunque no he querido profundizar en lo que me explicó sobre su padre. Ahora entiendo por qué nunca habla de él y lo omite.
En cuanto a su sobrino, la entiendo pero me inquieta. Si a mi hermana y mi cuñado les pasara algo, no me cabe la menor duda de que Irina se quedaría conmigo. Yo cuidaría de ella y por nada del mundo la querría ver sufrir.
Vivir en Alemania es algo que nunca me había planteado. Pero, por Yulia, lo haría. Prefiero vivir con ella a vivir amargada sin ella. Lo tengo claro, aunque en general tengo que pensarlo un poco más. Irme supondría ver menos a mi padre, a mi hermana a mi sobrina y eso me cuesta. Me cuesta mucho.
Pero lo que me desequilibra emocionalmente es su enfermedad.
Busco en internet toda la información que puedo sobre el glaucoma y soy consciente del miedo de Yulia y de su inquietud. Lloro en mi casa cuando ella no me ve. Sólo me permito llorar allí. Tengo que ser fuerte. Con sus palabras me ha dado a entender el miedo que tiene a su enfermedad aunque no lo dice y no quiero que ella vea que yo también le tengo miedo.
Pensar en ella ciega me parte el corazón. Yulia es una mujer tan fuerte, tan posesiva, tan llena de vida… ¿Cómo puede quedarse ciega?
Comienzo a tener pesadillas. Ya son cuatro noches seguidas las que me despierto sobresaltada entre sus brazos y ella me acuna mientras maldice por habérmelo explicado. Mi apetito desaparece y, aunque intento sonreír, la sonrisa se queda en el camino. Ya apenas canto, ni bailo y sólo estoy pendiente de ella. Sólo necesito saber que ella está bien para yo estarlo. Pero una noche, mientras las dos leemos tiradas en el sofá de mi piso veo en sus ojos la furia y el dolor por la inseguridad que me ha creado y decido que tengo que hacer algo.
Tengo que cambiar el chip.
Necesito que ella vea que vuelvo a ser la Len loca que conoció, así que decido tragarme el miedo, la inseguridad y las lágrimas y comienzo día a día a ser la que era. Ella respira y me lo agradece.
A partir de ese momento, Yulia comienza a viajar más a Alemania. Su sobrino la necesita y ella me necesita a mí tanto como yo a ella. Dos semanas después, cuando suena el despertador un lunes a las siete y media, Yulia ya está levantada. Se acerca a mí, me besa con cariño y yo la acepto gustosa. No podemos ir juntas a la oficina. Me niego. La gente cuchichearía y no quiero. Al final, Yulia llama a Tomás, éste la recoge en la puerta de mi casa y se va. Yo voy por mi coche y me dirijo al trabajo.
En la cafetería de la planta nueve, tomo un café en compañía de Vladimir cuando veo aparecer a Yulia junto a mi jefa y dos jefes más. Una fugaz mirada de ella me hace saber que la incomoda verme sentada con mi compañero. Pero no me levanto. Vlad es un amigo y ella tiene que aceptarlo.
Cuando regresamos a nuestro despacho, intuyo que me observa desde el suyo. Cada vez que cruzo una mirada con ella, siento mi cuerpo arder y más cuando siento que sus ojos me abrasan.
Sé lo que piensa…
Sé lo que quiere…
Sé lo que desea…
Pero ambas debemos mantener la compostura y esperar a la noche, a que llegue nuestro momento de intimidad para disfrutarlo.
Aquella mañana a las doce, Yulia sale de su despacho. Su cara es indescriptible. ¿Qué le pasa? La sigo con la mirada, disimuladamente, mientras camina por la planta y de pronto veo que va directo a una joven rubia que está junto a los ascensores. Se dan dos besos en la mejilla y ella le acaricia el rostro. ¿Será Betta?
Durante unos minutos hablan y después se marchan. Una hora después, Yulia regresa con la misma cara con la que se fue y deseo que me llame a su despacho. Espero durante quince minutos y, al no hacerlo, decido entrar. Cuando entro, Yulia habla por teléfono. Cuando me ve entrar, se despide de su interlocutor antes de colgar.
—Ahora no puedo, mamá. Luego te llamo.
En cuanto cuelga, me mira.
—¿Desea algo, señorita Katina?
—No están ni mi jefa ni Vladimir —aclaro—. ¿Qué te ocurre?
—Nada. ¿Por qué me tendría que ocurrir algo?
—Yulia… te he visto salir con una joven rubia y…
—¿Y qué?
Su voz es de enfado.
Ese dichoso tonito me molesta, así que, sin decir nada más, me doy la vuelta y salgo del despacho. Antes de llegar a mi mesa, mi teléfono interno suena y me pide que regrese. Una vez en el despacho cierro la puerta.
—Len… ¿qué es lo que has venido a preguntarme realmente?
—Creo que quedamos en que habría sinceridad entre nosotras y me da la sensación de que hoy no lo estás cumpliendo.
Yulia hace un gesto afirmativo. Entiende lo que le digo.
—Pasa al archivo.
—¡Ya estamos con el archivo!
—Len… es el único sitio donde tenemos intimidad.
—Pero, bueno, tú es que todo lo quieres arreglar en el archivo.
Sin dejarme decir nada más, me agarra del brazo y cierra la puerta de acceso al despacho de mi jefa.
—Len… te juro que no tienes que inquietarte por esa mujer.
—Vale… Pero ¿quién es?
Sonríe y susurra:
—Dame un beso y te diré quién es.
—Ni lo pienses. Dime tú quién es y después te daré el beso.
—Len…
—Yulia…
Sin perder ni un segundo me agarra, me atrae hacia ella y me besa. Entonces, cuando parece que me va a aclarar lo que he ido a preguntar, oigo a mi compañero Vlad llamar a la puerta de su despacho. Rápidamente, Yulia me mira.
—No te preocupes por nada. Hoy tengo mucho trabajo y no puedo entretenerme, pero esta tarde en tu casa hablamos, ¿de acuerdo, cariño?
Asiento, me da un rápido beso y sale hacia su despacho. Abro con cuidado las puertas del archivo y salgo por el despacho de mi jefa.
Tras la hora de comer, regreso a mi puesto de trabajo y en el pasillo me cruzo con Yulia. Ella va hablando con el jefe de administración y al verme simplemente me saluda con cordialidad. Sonrío acalorada cuando me cruzo con ella y me dirijo hacia mi mesa. Cuando llego, cojo unos expedientes y me meto en el archivo. Sin embargo, me sorprende ver a mi jefa con varios archivadores abiertos.
—Estoy buscando los datos del último trimestre de Alicante y Valencia…
—¿Quiere que se los busque yo?
—No… Yo los buscaré.
Me doy la vuelta para marcharme y veo a Yulia parada en la puerta del archivo. Me ha seguido hasta allí.
—Buenas tardes, señorita Volkova —susurro, cuando paso por su lado.
Mi jefa, al escucharme, levanta la vista y ve a Yulia apoyada en la puerta.
—Dame un segundo, Yulia, y te entrego lo que me has pedido.
Ella le hace un gesto con la cabeza y, mientras yo dejo unos expedientes sobre la mesa de mi jefa, me observa. Sonrío al verla tan nerviosa y tensa. Entonces, antes de salir del despacho, me detengo, pongo la mano en el pomo de la puerta y me subo la parte trasera de la falda para mostrarle mi tanga. Eso me hace reír y, más todavía, cuando me giro y veo su cara de sorpresa.
Divertida por lo que acabo de hacer, salgo del despacho y me siento en mi mesa. Mi móvil pita. Un mensaje de Yulia: «Te haré pagar muy caro lo que acabas de hacer. ¡Depravada!».
Sin apenas moverme, miro a través de mis pestañas y veo que Yulia se ha sentado en su mesa. Durante unos segundos, nos miramos y me doy cuenta de que, desde su posición, puede ver mis piernas. Miro a mi alrededor y, al no ver a nadie, las abro y tecleo en el móvil: «La depravada anhela tu castigo».
Vuelvo a mirar a Yulia y veo que se mueve nerviosa en su asiento. Cuando mi jefa sale del archivo, cierro en seguida las piernas. Y, con una risita tonta en los labios, sigo trabajando.
Cuando salgo de la oficina a las seis de la tarde, cojo mi coche y me encamino a mi casa. Nada más llegar, dejo el bolso sobre el sillón, me quito la chaqueta del traje e inmediatamente suena el timbre. Abro y Yulia se lanza sobre mí para saquearme la boca. Me besa con deleite, me coge entre sus brazos y murmura tras darme un azote:
—Depravada. ¿Qué es eso de calentarme en la oficina?
Río divertida mientras ella juguetea con mi cuello.
—Te voy a hacer pagar el calentón que llevo todo el día.
Me sigo riendo mientras ella me desabrocha la falda y ésta cae al suelo. En ese momento, escapo de sus manos y corro por la casa. Ella va detrás de mí y ambas nos reímos a carcajadas. Llegamos a mi habitación y, de un salto, me subo a la cama donde, nerviosa, comienzo a saltar como una niña. Yulia me mira, sonríe y murmura mientras se desabrocha la camisa y después los pantalones:
—Salta… salta… que cuando te pille te vas a enterar…
Feliz por el momento tan tonto que estamos viviendo, salto por encima de la cama y corro de nuevo hacia el comedor. Yulia me pilla en el pasillo. Me sujeta por la cintura y me pone contra la pared. Su boca vuelve a estar contra la mía y su lengua saquea mi boca con avidez.
Me abre la camisa y cae al suelo. Me desabrocha el sujetador y cuando me tiene sólo vestida con el tanga, me lo arranca de un tirón.
—Dios… —me dice entre risas—. Llevaba todo el día deseando hacer esto.
—¿En serio?
—Sí, cariño… en serio.
La beso… Yo también deseaba que lo hiciera y, al ver mi inminente respuesta, deja escapar un gruñido de satisfacción, me alza entre sus brazos y se sumerge lentamente en mí. Cierro los ojos, gimo, me arqueo y, cuando siento que no se mueve, abro los ojos y murmuro cerca de su boca:
—Vamos… vamos…
Yulia se ríe, se retira de mí y lentamente vuelve a penetrarme.
—Yulia…
—¿Qué, cariño?
—Más… quiero más.
Vuelve a salir de mí.
—Más ¿qué?
La sangre bulle por mi cuerpo descontrolada y le araño en la espalda exigiéndole que vuelva a penetrarme. Ella ríe y lo hace. Incrementa su ritmo y me da lo que le pido. Una y otra… y otra vez, mientras yo me deleito y ella me muerde la barbilla con pasión.
Sus embestidas cada vez son más profundas y, cuando me llega el orgasmo y chillo, ella hace lo mismo y me aprieta contra ella.
—Sí, Len…, sssí.
Agotadas, nos quedamos apoyadas en la pared del pasillo, mientras yo le beso en el hombro y ella respira sobre mi cuello. De nuevo, acabamos de hacer lo que mejor sabemos hacer y ambas estamos llenas y satisfechas.
Me deja en el suelo y caminamos desnudas hacia la cocina. Necesitamos agua y, cuando regresamos al salón, vuelve a cogerme entre sus brazos como segundos antes.
—Verte en la oficina y no poder tocarte es una tortura.
—Sí… lo confieso… para mí también lo es.
—Te vi esta mañana con Vlad, ¿qué hacías?
—Desayunar, como cada mañana.
—Ese tipo…
—Escucha, guaperas —la corto—,Vlad y yo sólo somos compañeros. Nos llevamos fantásticamente bien, pero nada más. Sí que es cierto que me tira los trastos, pero él sabe que conmigo no tiene nada que hacer.
—¿Lo ves? Me lo acabas de confesar. ¡Te tira los trastos!
Su gesto serio me encanta. Sus celos tontos e infundados se me antojan entrañables. La beso.
—No hay peligro. No te comas la cabeza por algo que nunca será.
—¿Nunca?
—Nunca, Yulia… créeme, cielo. Yo sólo te quiero y te necesito a ti. —Cuando veo cómo me mira, me asusto de lo que acabo de decir y añado—: En cambio, yo sí me puedo comer la cabeza y preocuparme.
—Tú, ¿por qué?
Resoplo y pregunto:
—¿Has jugado alguna vez con mi jefa?
Clava sus ojazos azules en mí. Durante un rato, que se me hace eterno, madura la respuesta.
—He cenado con ella y reconozco que he tonteado verbalmente en esas cenas, pero poco más. Nunca mezclo el trabajo con mis juegos.
Su contestación me hace reír.
—Vale… ¿Y yo qué soy? Te recuerdo que trabajo para tu empresa…
—Tú has sido mi única excepción. Desde el momento en el que te vi en el ascensor y me confesaste que podías convertirte en la niña de El exorcista, creo que me enamoré de ti.
—¿Ah, sí?
—Sí… por eso no he parado de perseguirte hasta tenerte así como te tengo ahora. Desnuda y entre mis brazos.
—Me gusta saberlo —reconozco encantada.
Yulia me besa y me roba el aliento.
—Más me gusta a mí saber que te tengo… blanquita.
Sonrío y esta vez soy yo la que la besa.
—A partir de ahora te prohíbo que tontees verbalmente con mi jefa, ¿entendido?
Mi diosa particular mueve su cabeza en un gesto afirmativo y me devora los labios como sólo ella sabe hacer.
—Yo sólo te quiero a ti, cariño. Sólo me haces falta tú.
Su boca baja a mis pechos; me echo hacia atrás y se los retiro. Al moverme noto el movimiento de su erección y ya anhelo que continúe el juego. Yulia sonríe y me da un azote en el trasero justo en el momento en el que se abre la puerta de la calle y me quedo a cuadros al ver a mi hermana y a mi sobrina.
—Por el amor de Dios, ¿qué hacéis? —grita mi hermana al vernos.
Rápidamente tapa los ojos a mi sobrina y se dan la vuelta.
Yulia me mira divertida y yo la miro a ella. Me quiero reír pero al ver que mi sobrina intenta darse la vuelta para mirarnos, le murmuro a Yulia:
—Vamos a vestirnos.
Ella asiente.
—Annya, danos un momento. En seguida regresamos.
—Vale, cuchufleta.
Yulia me mira y me pregunta desconcertada:
—¿Cuchufleta?
Le pellizco en el brazo.
—Ni se te ocurra llamarme así, ¿entendido?
Entre risas, regresamos a la habitación. Nos vestimos en pocos minutos, y acto seguido salimos al encuentro de mi hermana en el salón.
Ésta, al vernos, mueve la cabeza en tono de reproche. La cojo del brazo y me la llevo a la cocina.
—Ven, Annya… acompáñame.
Yulia y la pequeña se quedan en el salón. Cuando entro con mi hermana en la cocina, susurro:
—¿Quieres hacer el favor de llamar a la puerta antes de entrar?
—Yo… yo… lo siento. Pero al veros desnudos… y estar con Irina…
—Annya… deja de balbucear. Y tranquila, Irina no ha visto nada que la vaya a traumatizar. Pero te aseguro que si llegáis a aparecer cinco minutos antes, quizá sí, por lo tanto, por favor, llama antes de entrar, ¿vale?
—Vale… y… ¡Oh, Elena! Esa es Yulia, verdad?
—Sí.
—Qué bien, cuchufleta. ¿Os habéis arreglado?
—De momento parece que sí.
—Oh, cuánto me alegro —salta mi hermana feliz por mí.
—Y yo…
Annya sonríe y se me acerca.
—Qué contento se va a poner papá. Me habló de ella y me dijo que le cayó muy bien esta chica. Por cierto… qué culo más bonito tiene.
—¡¿Annya?! —Río divertida.
—¡Ay, hija…! ¿Qué quieres que te diga? No he podido remediar fijarme. Tiene un culo precioso.
—Sí. No lo niego.
—Y qué pedazo de espalda… Y no te digo nada de lo otro que he visto, que… ¡Oh, Diossssssssss…!
—Para… —Río—. Para… que te conozco.
Mi hermana también está riéndose.
—Que sepas que tienes mucha suerte de que ella sea tan grande. Ya me gustaría a mí que mi Dim me pudiera coger en brazos como ella te tenía a ti. ¡Oh, Dios… que me acaloro! Anda, toma. Venía a traerte unas croquetas y… perdona por haber aparecido en un momento así.
Dos minutos después, mi hermana y mi sobrina se van. Yulia me mira.
—¿Sabes lo que me ha dicho tu sobrina?
Convencida de que esa pequeña bruja ha soltado alguna de sus lindezas, la miro y ella comienza a desternillarse de risa.
—Literalmente ha dicho: «Como vuelvas a darle otro azote a mi tita, te doy una patada en las pelotas que te las dejo de corbata».
Me tapo la boca y abro los ojos como platos antes de reír a carcajadas. Yulia, al ver mi gesto, ríe conmigo y deseosa de seguir jugando murmura:
—Vamos a la ducha. Estoy deseando retomar lo que estábamos haciendo.
—Te recuerdo que dijiste que teníamos que hablar muy seriamente.
—Exacto… —Sonríe como una loba—. Pero ahora tengo otras cosas más importantes que hacer… cuchufleta.
Pasan los días y no vuelvo a preguntar quién era aquella mujer. El miércoles por la tarde recibo una llamada de mi padre. Mi hermana ya le ha ido con el cuento de que vuelvo a estar con Yulia y él está feliz por mí. Se alegra de corazón.
El jueves, cuando llego a trabajar, me extraño al ver a Vlad recogiendo sus cosas.
—¿Qué haces?
—Recogiendo mis cosas.
—¿Por qué?
Vlad suspira y se encoge de hombros.
—No me renuevan el contrato y, amablemente, me han informado de que hoy es mi último día de trabajo.
Lo miro, pasmada. ¿Es que mi jefa no le puede renovar el contrato? Me siento incapaz de quedarme callada.
—Pero, vamos a ver, pedazo de idiota. ¿Cómo es que no te renuevan el contrato? ¿Lo has hablado con la señorita Volkova?
—No. ¿Para qué? Le caigo mal, ya lo sabes.
—Pero… pero tienes que hablar con ella —insisto—. Vlad, hay muchísimo paro y Müller actualmente es tu única opción.
—¿Y?
Veo movimiento en el despacho de mi jefa y pregunto:
—¿Y con la jefa has hablado? Ella y tú os lleváis muy bien y…
—Ella ha sido quien me ha dicho que no me lo renuevan —contesta Vlad.
Eso me remueve las tripas. ¿Cómo puede ser que esa bruja no le pueda renovar el contrato siendo él su amante? E incapaz de aguantar un segundo más el secreto que guardo desde hace meses, cuchicheo:
—¿Y tú no vas a hacer nada para que cambie de opinión? —Vlad me mira y añado—: Mira, Vladimir, no me chupo el dedo y sé que estáis liados. Es más, alguna vez, yo estaba en el archivo cuando lo habéis hecho en su despacho.
La cara de mi compañero se descompone.
—¡No me jodas! ¿Tú lo sabías?
—Sí. Y por eso no entiendo por qué ella no hace algo para renovártelo.
Vlad se apoya en la mesa.
—Mira, Elena, lo único que te puedo decir es que tu jefa y yo ya no tenemos nada desde hace un mes. Ella ya se ha buscado a otro. Óscar, el vigilante jurado.
—¿Óscar?
—Sí.
—Pero si es un crío…
—Exacto, preciosa. Ya sabes que a la jefa le gustan jovencitos.
Estoy desconcertada cuando Vlad añade:
—Mira, Lena. No te enrolles con ningún jefe porque, cuando se canse de ti, patadita al canto y a otra cosa mariposa.
Eso me llega al alma. Si él supiera…
En ese momento miro hacia el despacho de Yulia y veo que está al teléfono. Tengo que hablar con ella. Vlad es un buen trabajador y se merece que le renueven el contrato.
—Voy a hablar con la señorita Volkova.
—¿Estás loca?
—Tú déjame a mí, ¿vale?
Vlad se encoge de hombros, se sienta a su mesa y sigue guardando sus cosas mientras yo me dirijo hacia el despacho de Yulia y llamo con los nudillos a la puerta. Cuando entro, Yulia ya ha colgado el teléfono y mira unos papeles.
—¿Qué desea, señorita Katina?
Sin dejar de interpretar mi papel, pregunto directamente:
—Señorita Volkova, ¿por qué no le ha renovado el contrato a su secretario?
Yulia me mira, sorprendida.
—¿De qué habla?
—Vladimir está recogiendo sus cosas. Mi jefa le ha dicho que no le renuevan el contrato.
Está tan sorprendida como yo.
—Si su jefa ha decidido no renovarle el contrato, sus motivos tendrá, ¿no cree?
—Pero es su secretario… —insisto.
La mujer de la que estoy enamorada me mira.
—Nunca ha sido de mi agrado y lo sabe usted, señorita —replica—. El que ese joven y su jefa ocupen sus horas de trabajo en otra cosa que no sea trabajar no me gusta nada. Su profesionalidad para mí ha quedado totalmente anulada.
Me quedo pasmada, mirándola, pero ella sigue con su discurso:
—Y antes de que suelte alguna de sus perlas, que la estoy viendo venir, señorita Katina, déjeme recordarle que esas cosas sólo me las permito yo en la empresa, ¿entendido?
Todavía más boquiabierta respondo:
—Eso es abuso de poder.
—Exacto. Pero aquí la jefa soy yo.
Esa contestación me deja sin palabras.
—Señorita Katina, ¿qué es lo que ha venido usted a pedirme?
La fustigo con la mirada y contesta:
—Que no lo despidan. Encontrar trabajo hoy en día está muy difícil.
Yulia me mira… me mira… me mira y finalmente dice:
—Lo siento, señorita Katina, pero no puedo hacer nada.
Oigo una puerta, miro hacia atrás y veo que mi jefa sale de su despacho. Pasa por delante de Vladimir y ni lo mira. La furia me corroe y cuchicheo en voz baja para que nadie nos oiga.
—¿Cómo que no puedes hacer nada? Eres la jefa, ¡joder! Esa idiota, por no decir algo peor, se ha buscado a otro amante y por eso lo despide. Por el amor de Dios, Yulia… ¿quieres hacer algo? Reubícalo en la empresa. Él ha sido el secretario de tu padre durante mucho tiempo y el tuyo, aunque no le tengas mucho aprecio.
—¿Tanto te importa Vladimir?
Su pregunta me hierve la sangre.
—No me importa en el sentido que tú crees, así que no comiences a pensar cosas raras o me cabrearé. Simplemente te estoy diciendo que Vladimir es un chico joven que sin este trabajo no va a tener con qué comer. Él, al igual que tú, tiene unos gastos, necesita un techo donde dormir y unos alimentos que comer y… y… ¡Diosss! ¿Tan difícil es entender lo que digo?
El gesto de Yulia no cambia, pero cuando se rasca el mentón murmura:
—¿Te he dicho alguna vez que cuando te enfadas te pones preciosa?
—¡Yulia!
—Muy bien —suspira—. Hablaré con personal. Lo renovarán pero haré que lo pasen a otro departamento. No quiero verlo aquí, ¿entendido?
—¡Graciassssssssssssssss!
Quiero saltar de alegría, pero me contengo. Sé que Yulia obligará a personal a que lo renueven.
—Por cierto, señorita Katina, ¿cuándo le tienen que renovar a usted el contrato?
—En enero.
Yulia se apoya en su sillón, me mira de arriba abajo y murmura:
—Ándese con cuidado, porque como yo me entere de que ha hecho usted algo parecido a lo de su compañero, en el archivo o en cualquier lugar dentro de la empresa, va a la calle de cabeza.
Mi gesto debe de ser indescriptible. Yulia sonríe con malicia.
—¿Algo más?
—No… bueno, sí. —Veo que levanta una ceja y murmuro—: Está usted muy guapa cuando sonríe.
Se ríe y, divertida, me doy la vuelta y salgo. Me siento en mi mesa y cinco minutos después suena el teléfono de la mesa de Vladimir. Es personal. Le indica que le renuevan el contrato y que lo reubican en ese departamento.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:56 pm

El lunes, Yulia tiene que viajar a Alemania. Me pide que vaya con ella, pero me niego. En un principio se enfada, pero le hago entender que, por mucho que nos apetezca estar las veinticuatro horas del día juntas, debe comprender que a su sobrino no le haría mucha gracia compartirla conmigo.
El mismo lunes por la noche me llama por teléfono y hablamos más de tres horas. Me cuenta lo muchísimo que me echa de menos y yo le cuento lo aburrida que estoy sin ella.
El martes, cuando salgo de trabajar, decido ir al gimnasio. Desde que Yulia está conmigo, apenas tengo tiempo para ir. Correr en la cinta y hacer una clase de spinning consiguen que me relaje. Cuando termino, estoy completamente sudada. La marcha que mete la profesora de spinning me encanta. Es justo lo que necesito. Entro en el baño, me desnudo y me voy directa a la ducha. ¡Oh, qué gustazo! En cuanto me refresco, me asomo al jacuzzi del gimnasio y, al no ver a nadie, decido meterme unos minutos. Y cuando estoy a punto de hacerlo oigo una voz detrás de mí:
—¿Elena?
Miro a la persona que me llama. Es una mujer que se acerca a mí.
—Hola, ¿no me recuerdas?
La miro. Su cara me suena de algo pero no consigo saber de qué hasta que ella dice:
—Soy Marisa. Marisa de la Rosa. Nos conocimos este verano en Zahara de los Atunes, en una fiesta de los años veinte. Nos presentó Frida, ¿sabes de lo que hablo?
Rápidamente sé quién es y de lo que habla.
—Oh, sí… ya te recuerdo. Eras de Huelva, ¿verdad?
—Exacto. —Sonríe, mientras se sujeta la toalla al cuerpo—. ¿Qué tal estás?
—Agotada —contesto, señalándome—. Me acabo de machacar con una clase de spinning y me he quedado como nueva.
Marisa sigue sonriendo.
—Yo no puedo con el spinning. Me deja totalmente fuera de combate. ¿Vas al jacuzzi?
—A eso iba.
—Anda, pues genial, te acompaño.
Durante varios minutos, las dos charlamos mientras las burbujas explotan a nuestro alrededor. Estoy alerta. Esa mujer ya me tiró los trastos en la fiesta de Zahara, pero sorprendentemente esta vez no me hace la más mínima insinuación. Tras el jacuzzi, las dos nos duchamos y antes de despedirnos nos pasamos los teléfonos móviles.
El viernes a las doce de la mañana me llega un precioso ramo de rosas rojas a la oficina y, cuando abro la nota adjunta, se me saltan las lágrimas al leer: «Me muero por besarte, blanquita».
A las cuatro, cuando regreso de comer, me sorprendo al ver a Yulia hablando con varios jefes. Mi alegría se convierte en júbilo y quiero saltar de felicidad. Ella me ve y, durante unos segundos me observa, para luego darse la vuelta y continuar hablando.
Diez minutos después, recibo un mensaje en mi móvil de ella que dice: «Te espero en mi hotel. Ponte guapa. TQ».
Feliz como una perdiz, a las seis abandono la oficina. Llego a casa, me ducho y me arreglo. Hoy quiero estar guapa para Yulia y me pongo un vestido que me he comprado en color burdeos que estoy segura de que le encantará. A las ocho llego al Villa Magna y, sin preguntar, me dirijo directamente hacia el ascensor. El ascensorista ya está advertido de mi llegada y me lleva hasta la planta en la que se aloja Yulia.
Cuando entro en la suite, me extraña no verla allí. La busco pero sólo encuentro su maletín, con su portátil sobre la cama. Convencida de que no tardará, regreso al salón y pongo música. La música es buena para alegrar el ambiente. Localizo la emisora que suelo poner y en ese momento comienza a sonar September de Earth, Wind and Fire. Me encanta esa canción. Sin dudarlo me quito los zapatos y comienzo a bailar mientras canto:
Do you remember the 21st night of september?
Love was changing the minds of pretenders
While chasing the clouds away
Our hearts were ringing
Ba de ya - say that you remember
Ba de ya - dancing in september
Ba de ya - never was a cloudy day.

Meneo las caderas al compás de la música mientras canto y disfruto aquella canción. Con los ojos cerrados, doy vueltas al llegar al estribillo, levanto los brazos y me dejo llevar por la melodía. De pronto, la música se detiene, abro los ojos y me encuentro ante Yulia y una mujer de mediana edad que me observan.
Con la lengua fuera por el bailecito que me he marcado, me avergüenzo de pronto por el espectáculo que he debido de ofrecer hasta que la mujer me sonríe y se acerca hacia mí.
—Reconozco que cada vez que escucho esta canción me hace bailar… Hola, soy Larissa, la madre de Yulia, ¿y tú eres?
¿Su madre?
¿Qué hace su madre allí?
Me recompongo lo mejor que puedo y me retiro el pelo de la cara, mientras me acerco yo también a ella.
—Encantada de conocerla, señora. Yo soy Elena.
La mujer me da dos besos. Después mira a su hija, que no ha abierto la boca, y pregunta mientras me pongo los zapatos:
—¿Y Elena… es?
Yulia la mira divertida.
—Mamá, ella es… Len.
La señora a mirarme y grita:
—¡Oh… qué tonta soy, claro…! Elena es Len… ¡Tú eres la novia de Yulia!
Yo, que estoy apoyada en una mesita para calzarme el zapato, me desplomo en el suelo al escuchar aquello. ¿Novia?
Yulia y su madre se acercan corriendo hacia mí.
—¿Estás bien, hija?
—Sí… sí… no se preocupe. Me he resbalado.
—Por Dios, Len… háblame de tú.
—Vale, Larissa. Estoy bien.
Yulia me levanta del suelo y me acerca a ella, mirándome.
—¿Estás bien, cariño?
Como un muñequito, muevo mi cabeza mientras pestañeo y me acaloro.
¿Su novia?
¿Acabo de conocer a su madre y ha dicho que soy la novia de su hija?
Me siento como en una nube durante la siguiente media hora. Larissa, la madre de Yulia, es encantadora y dicharachera. Físicamente no se parece en nada a ella, excepto en lo clásica que es vistiendo. Es morena de ojos negros, y se la ve una mujer que cuida su aspecto. Cuando se marcha a su habitación para cambiarse para cenar, Yulia me mira y murmura:
—¿Estás bien?
—Vamos a ver, Yulia, ¿tu madre ha dicho que soy tu novia?
—Sí.
—¿Y cómo es que lo sabe ella antes que yo?
Yulia me mira. Piensa… piensa… y piensa y cuando ve que voy a estallar dice:
—¿Tú no sabías que eras mi novia?
—No.
—¿No?
Alucinada por aquello, me separo de ella.
—Pues no. No lo sabía.
Yulia se acerca de nuevo a mí.
—¿Seguro, blanquita? ¿De veras estás segura de ello?
—Y tan segura. Yo… yo pensaba que era tu… tu amiga… tu amante… tu rollito… tu chica, como me presentaste ante algunos amigos en Zahara. Pero ¿tu novia?
—Te recuerdo que en el Moroccio tú solita dijiste que eras la señora Volkova.
—Ya, pero…
—No hay peros… señorita Katina. Te he propuesto que te vengas a vivir conmigo a Alemania. Se lo he comentado a mi madre y ella quería conocerte.
—¿¡Cómo!?
Yulia sonríe y murmura acercándose a mí:
—Cariño, ante la insistencia de mi madre porque regrese a Alemania, no me quedó otro remedio que explicarle que aquí hay una preciosa Rusa que me tiene loca y a la que estoy convenciendo para que se venga a vivir conmigo. Al saber eso, ha querido conocerte y aquí está. Te quiero y eres mi novia. No hay más que hablar.
—¿Cómo que no hay más que hablar?
Yulia clava su inquietante mirada en mí y da un paso al frente.
—¿No quieres ser mi novia?
El corazón me aletea desenfrenado, yo sólo deseo todo, absolutamente todo lo que ella quiera, pero decido jugar un poco con ella y murmuro mientras doy un paso atrás:
—No sé, Yulia… no sé si tú y yo…
—Tú y yo ¿qué? —insiste y se acerca de nuevo a mí.
—Pues eso… que tú y yo somos muy diferentes y…
Se da cuenta de mi juego y eso la alegra, pero sigue acercándose a mí.
—¿Recuerdas nuestra canción?
Sonrío al recordar la canción Blanco y negro de Malú. Ésa es nuestra canción.
—Sí.
—Si fueras tan rígida en muchas cosas como lo soy yo, te aseguro que nunca me habría fijado en ti. Me gusta quién eres, cómo actúas, cómo me retas y, sobre todo, cómo me haces ver la vida en colores y no en blanco y negro.
Un gesto risueño se dibuja en mi boca por lo que escucho.
—Vaya… señorita Volkova, está usted muy romántica. ¿Qué le ocurre?
Yulia se acerca de nuevo a mí, abre la mano y veo una cajita de terciopelo rojo.
Pestañeo… pestañeo y pestañeo. Hasta que Yulia murmura al ver mi confusión.
—Ábrelo. Es para ti.
Con las manos temblorosas, abro la cajita y ante mí aparece un precioso anillo de brillantes. No puedo hablar.
—¿Te gusta?
—Pe… pe… pero esto es demasiado, Yulia. Yo no necesito nada de esto.
Ella sonríe, saca el anillo y me lo pone.
—Pero yo sí necesito regalártelo. Quiero darle caprichos a mi novia.
En cuanto me lo pone me miro la mano, embelesada. Es precioso. Un solitario brillante y elegante. Contenta por ello, me agarro al cuello de Yulia.
—Gracias, cariño. Es precioso.
—En este instante, oficialmente eres mi novia.
La beso con pasión. Con amor. Con morbo.
—Señorita Katina —murmura cuando me separo de ella—, está usted muy juguetona.
Eso me hace sonreír y me dejo llevar por mis apetencias.
—Yulia… ¿Cuándo me vas a volver a ofrecer?
Sorprendida por mi pregunta, frunce el ceño.
—No lo sé. Me tiene tan atontada que sólo te quiero para mí. —Me río y pregunta—: ¿Tiene ganas de que te ofrezca?
—Sí… —respondo, roja como un tomate.
—Vaya… vaya… ¿Deseosa de jugar, señorita Katina?
—Sí… muy deseosa de cumplir sus caprichos, señorita Volkova.
La miro embelesada mientras me besa el cuello.
—Mmmm… no me diga eso, señorita Katina, o tendré que azotarla mientras le ordeno a otro que se la folle.
—Me gusta ser mala.
—¿Mala, muy mala?
—Por usted… sí.
Divertida, me toca los pechos por encima del vestido.
—Estoy más que dispuesto a ello, señorita. Pero déjeme recordarle que hemos quedado con mi madre y esos jueguecitos son entre usted y yo.
Me aprisiona contra la pared y eso me hace reír. Su boca busca la mía y susurra antes de besarme:
—Me vuelves loca… cuchufleta.
Me besa. Mete su lengua en mi boca y la saquea con fuerza. En sus manos, como siempre, me vuelvo de plastilina mientras disfruto de su posesión. Sus manos recorren mi cuerpo y, cuando jadeo, ella aprieta su dura erección sobre mí y vuelvo a jadear. Estoy lista. Quiero que me desnude. Que me arranque las bragas y haga conmigo lo que quiera. Me chupa la barbilla y, cuando un nuevo jadeo sale de mi interior, ella se aparta.
—Contrólese, señorita Katina. Su suegra podría pensar que es una depravada sexual. Vamos… nos espera en recepción.
Eso me hace reír… ¡Suegra! Nunca he tenido suegra.
—Ésta me la pagas —le digo, mientras la cojo de la mano—. Recuérdalo.
—Mmmmm… no veo el momento.
La madre de Yulia resulta ser una señora chispeante y encantadora.
Durante la cena, ríe y bromea continuamente y me hace sentir como si nos conociéramos de toda la vida. Me cuenta anécdotas de Yulia cuando era pequeña y ella, horrorizada, la reprende pero sonríe. Me encanta ver cómo observa a su madre. Se nota que la quiere mucho y eso me hace inmensamente feliz.
El móvil de Yulia suena y ésta se levanta para atender la llamada. En ese momento, Larissa me mira y dice:
—Gracias.
—¿Por qué? —pregunto, sorprendida.
—Por hacer a mi hija sonreír. Llevaba años sin verla tan feliz y eso, a mí, que soy su madre, me llena el corazón de felicidad. Veo cómo te mira, cómo la miras tú a ella y me dan ganas de saltar de la silla y gritar como una posesa «¡Por fin! ¡Por fin mi hija se deja querer!».
Emocionada y divertida sonrío y me acerco a ella.
—Ha sido un hueso duro de roer. ¡Te lo aseguro!
—¿En serio?
—Sí
—¿Mi Yulia un hueso duro?
—Sí… tu Yulia.
Larissa suelta una carcajada ante mis palabras.

—¡Ay, Len…! Lo que no sé es cómo una chica tan simpática como tú la aguanta. Yulia tiene un humor de mil demonios. Bueno… me imagino que de eso ya te habrás dado cuenta tú. Cuando se le mete algo en la cabeza, no para hasta conseguirlo.
—En eso… te aseguro que ha ido a dar con la horma de su zapato. —Río, divertida.
Miro hacia Yulia y veo que nos observa desde el fondo del restaurante y suspiro al recorrer con mis ojos su cuerpo. Está guapísima con los pantalones oscuros y la camisa azul. Desde donde está me guiña el ojo y yo me siento estremecer. La deseo con toda mi alma.
—Len, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro, Larissa.
La mujer mira rápidamente a su hija y pregunta:
—¿Qué sabes de Yulia?
Entiendo por dónde va y respondo:
—Sí te refieres a Flyn, a Betta y a su enfermedad, lo sé todo. Me lo explicó y la sigo queriendo.
Larissa me agarra de la mano y siento que hace unos esfuerzos inmensos por no llorar. Veo la emoción en sus ojos pero se contiene. Asiente con la cabeza y bebe un poco de vino.
—Yulia merece a alguien como tú. Una persona que la quiera y la comprenda.
—Es fácil quererla. Sólo tiene que dejarse. —Sonrío.
La mujer me hace un gesto de comprensión con la cabeza y se acerca más a mí.
—La **** Betta la hizo sufrir mucho. Yulia lo pasó muy mal y pensé que nunca la volvería a ver sonreír por una mujer. Pero tú… tú eres su novia y yo, estoy tan feliz de verla feliz, que me pasaría toda la noche dándote las gracias por quererla.
Sonrío. Bebo un poco de vino y Larissa dice:
—Cada vez que recuerdo su agonía, me vuelvo loca. Descubrir al sinvergüenza de su padre y a su novia en la cama ese horroroso día fue terrible… terrible.
—Tranquila, Larissa…, tranquila —murmuro tocándole la mano al ver su emoción.
De pronto, reconozco a la mujer con la que Yulia habla. Es la rubia que vi días antes en la oficina y con la que se marchó. Larissa mira también hacia donde yo estoy mirando.
—Madre mía —susurra—. ¿Qué hace ella aquí?
Observo que Yulia la agarra del codo y le dice algo. Ella se suelta y comienza a caminar hacia nuestra mesa. La sangre se me espesa. No sé quién es esa mujer. Sólo veo el gesto ofuscado de Yulia y me alarmo. De pronto, Larissa se pone de pie y pregunta:
—¿Qué haces tú aquí?
Yulia llega al mismo tiempo que la joven y no la deja hablar.
—Mamá, me da igual que esta cabezona me mande a paseo otra vez. He venido a por ella y no pienso regresar a Alemania sin ella.
Sorprendida, miro a Yulia mientras ella se acerca a mí y me indica:
—Cariño, ésta es mi hermana Marta.
La joven rubia de cara aniñada me mira y sonríe.
—Hola, Elena… He oído hablar de ti, poco, pero bien. Por cierto, tú y yo tenemos que hablar sobre la cabezona de mi hermanita.
—¡Marta! —regaña Yulia.
—¡Oh… Yulia, cierra el pico! Que sepas que me tienes muy mosqueada.
—Chicas… chicas… no comencéis —pone paz su madre.
Con una sonrisa saludo a la joven, cuando Larissa me aclara:
—Marta es hija de mi segundo matrimonio —Y mirando a su hija cuchichea—. Elena es la novia de Yulia, ¿lo sabías?
Yulia pone los ojos en blanco, yo me río y su hermana pregunta:
—¿Su novia?
—Sí, mi novia —aclara Yulia.
—Pero ¿cómo puedes soportar a esta gruñona?
—Masoquismo puro —respondo y todos ríen incluido Yulia.
Tras unas risas que a todos nos relajan, Marta, sin dar tregua, mira a su madre y después a su hermana.
—Una vez hechas las presentaciones, ¿cuándo regresas a Alemania, Yulia? Mamá y yo ya no podemos más con Flyn y la tata cualquier día lo estrangula. Ese crío nos va a matar a disgustos. Y luego está lo de tu operación. Tienes que operarte. Te dije que era necesario bajar la presión intraocular de tus ojos. ¿Qué pasa? ¿Por qué no regresas para poder hacerlo? Estoy segura de que tu novia entenderá que tengas que viajar, ¿verdad?
Hago un gesto afirmativo. Mi cara es un poema. Lo de la operación me pilla por sorpresa. No sabía que ella estuviera retrasando esa operación por mí. Eso me enfurece y cuando Yulia ve mi gesto murmura:
—¿Por qué eres tan bocazas, hermanita?
—Porque quiero seguir teniendo una hermana gruñona que vea mis caras de mala leche cuando la regaño, ¿te parece bien?
—¡Dios…! Cuando te pones en plan doctora-habla-a-paciente me pones de los nervios.
—Más nerviosa me pones tú cuando te comportas como una cabezona. Y, por cierto, que sepas que ayer Flyn volvió a hacer una de las suyas en el colegio.
Yulia resopla. Está incómoda con esa conversación.
—Hija —añade su madre—, sigues sin querer meter a Flyn en un colegio interno. Sabes que yo amo a ese pequeño, pero su comportamiento es…
—¡Basta, mamá!
—Eh, tú… lista… a mamá no la hables así —suelta Marta.
Yulia furiosa mira a su madre y a su hermana.
—Soy mayorcita para decidir por mí y por Flyn.
—Perfecto —dice Marta—. Pues mueve tu culito, ve a Alemania y ocúpate de él. Porque si no, al final, seremos mamá y yo quienes decidamos qué hacer con él.
Yulia blasfema. ¡Icegirl ha vuelto!
De pronto, el buen rollo que había en la mesa se esfuma. Me quedo alucinada, viendo cómo esos tres se retan con la mirada. Al final, madre e hija se levantan de la mesa y, sin decir nada, se van. Yulia, abre su móvil y la oigo decir:
—Tomás… mi madre y mi hermana van a salir del restaurante. Llévalas al hotel. Nosotras regresaremos en un taxi.
Cuando cierra el móvil, me mira pero esta vez yo me adelanto:
—Estoy muy cabreada contigo.
Yulia me mira… me mira… me mira y finalmente susurra:
—Escucha, Len. Yo, mejor que nadie, sé lo que hago. En referencia a Flyn, sé que tienen razón. He de regresar a Alemania y ocuparme de él, pero no lo voy a meter en un internado. Hannah no me lo perdonaría, ni yo tampoco. Y en referencia a mí, tranquila, soy la primera que no se quiere quedar ciega, ¿entendido?
La palabra «ciega» me hace temblar.
De pronto vuelvo a ser consciente de que Yulia, mi amor, la mujer que adoro, tiene una terrible enfermedad y mis angustias regresan en tromba. Mi gesto se contrae y, cuando resoplo para contener mis lágrimas, ella me coge de la mano.
—Tranquila, pequeña… estoy bien.
Asiento, pero no hablo o de mis ojos saldrán las cataratas del Niágara.
Yulia me coge de la mano y tira de mí. Me levanto y me siento sobre sus piernas para abrazarla sin importarme que la gente que hay a nuestro alrededor nos mire. Necesito sentirla cerca. Necesito oler su aroma. Necesito tenerla y, sobre todo, necesito hacerle saber que me tiene.
Quince minutos después, cuando yo me tranquilizo, Yulia paga y salimos en silencio del restaurante. Cogemos un taxi y regresamos al hotel.
Una vez en la suite sigo en silencio. No tengo fuerzas ni para discutir y, cuando entramos en la habitación, Yulia me coge de la mano.
—Escucha, Len…
De pronto, una rabia incontrolable surge de mí y me suelto de ella.
—No, escúchame tú a mí, **** cabezona. En referencia a Flyn, me parece bien todo lo que elijas, es tu sobrino y tú mejor que nadie sabes qué has de hacer con él. Pero en referencia a tu enfermedad, si me quieres y quieres que lo nuestro continúe, haz el favor de regresar con tu familia a Alemania y hacer lo que tengas que hacer. —Las lágrimas me juegan una mala pasada y comienzan a correrme por las mejillas—. No sé por qué lo estás retrasando pero, si es por mí, te aseguro que yo estaré esperándote cuando regreses, ¿entendido? Tú me has concedido el título de tu novia y como tal te exijo que te cuides porque te quiero y quiero estar contigo muchos años. Si quieres, viajaré contigo. Estaré allí todo el tiempo que haga falta a tu lado. Pero, por favor, necesito saber que estás bien. Porque si a ti te ocurre algo malo… yo… yo…
Yulia me abraza y yo me derrumbo.
—Lo siento, pequeña… lo siento.
De un empujón la alejo de mí y grito, mientras soy testigo de su gesto serio y desesperado.
—¡Vete a la porra, por no decir algo peor! Si me quieres, sé consecuente con tus obligaciones y cuídate. Ésa es tu manera de demostrarme que me quieres.
Durante unos minutos, permanecemos calladas mientras yo lloro y ella me observa. Veo el dolor inmenso en su mirada, pero no puedo controlar mis puñeteras lágrimas. Finalmente tiende su mano hacia mí.
—Ven aquí, cariño.
—No.
—Por favor… ven.
—No… no quiero ir.
Finalmente se sienta en la cama, dispuesta a esperar a que se me pase la furia. Ya me va conociendo y sabe que es mejor darme un tiempo hasta que me tranquilice. Diez minutos después, me siento ridícula y, sin que ella me diga nada, voy hasta ella y me siento a horcajadas sobre sus piernas. La abrazo y me abraza. Permanecemos así un buen rato hasta que yo intento besarla y ella se retira.
—¿Me acabas de hacer la cobra?
Yulia sonríe mientras siento que me agarra con más fuerza.
—Alguna vez tenía que ser yo quien lo hiciera, ¿no?
Al final sonrío y ella se acerca a mí para besarme con dulzura, mientras siento que sus brazos me aprietan más y más contra ella. Después se levanta conmigo y me posa sobre la cama. Me sube el vestido, me quita las bragas y, sin dejar de mirarme, se desabrocha el pantalón, que cae a sus pies junto a los boxers.
Se tumba sobre mí, pone su pene en mi húmeda vagina y, mientras me coge ambas manos con las suyas, se sumerge lenta y pausadamente en mi interior.
Mi cuerpo se estremece y la recibe con gusto, mientras yo me arqueo y cierro los ojos.
—Mírame, cariño. Lo necesito.
Su petición me hace abrirlos. Soy consciente de que necesita ver mi cara, mis ojos, mi rostro cuando se hunde de nuevo en mi cuerpo. Mi boca se abre para dar salida a un jadeo que Yulia toma con su boca, mientras sale y entra una y otra vez e incrementa su ritmo para darme más y más placer.
—Fuerte… fuerte —exijo.
Yulia me suelta las manos y me coge las caderas. Con posesión se hunde fuerte en mí y yo grito, me retuerzo de placer mientras la miro.
—Sí, Len… Sí, cariño.
Instantes después, tras varias portentosas embestidas, el orgasmo me llega justo en el mismo momento que a ella y se derrumba encima mío. Permanecemos en aquella postura unos minutos, mientras recuperamos el resuello, hasta que Yulia levanta el rostro y me mira.
—De acuerdo, Len. Regresaré pasado mañana y me operaré. Pero necesito que comiences a pensar muy en serio que quiero que vivas conmigo y Flyn en Alemania. ¿Lo pensarás?
Asiento y la abrazo.

Vivir sin Yulia se me hace difícil. Duro e insoportable.
Me he acostumbrado a verla pulular por la oficina y por mi casa y estar sola me descompone.
Antes de marcharse, quiso decirle a mi jefa la verdad sobre nuestra relación, pero yo se lo prohibí. Odio los cuchicheos, y aunque sé que los habrá cuando todo el mundo se entere, cuanto más tarde mejor.
El mismo día que se marcha, me llama veinte veces. Necesita hablar conmigo y me recuerda que piense en su proposición sobre vivir en Alemania. Me necesita y me necesita ya.
El día de la operación, Larissa me llama y me indica que todo ha salido bien, pero que el humor de Yulia es pésimo. Es una mala enferma. Pasan los días y le comento a Larissa la posibilidad de ir yo a Alemania. Ella lo consulta con Yulia y su respuesta es no.
Yulia se niega. No quiere que la vea mal. Intento convencerla, pero ella me recuerda que ya me avisó de que su hija era una mala enferma y que en un momento así era mejor no llevarle la contraria.
Desesperada, llamo a mi padre y le explico lo que ocurre.
Como puede, el hombre me tranquiliza y me ordena que me vaya a la cama a descansar. Al día siguiente, cuando llego de trabajar me encuentro a mi padre y a mi hermana esperándome en mi casa. Entre lágrimas e hipos les explico lo que le ocurre a Yulia.
Veo la tristeza en sus ojos. Soy testigo de cómo se miran sin saber qué decirme. Pero, como siempre, no me fallan. Me animan y me aseguran que Yulia es una mujer fuerte y que, pase lo que pase, regresará a mi lado. Yo quiero creer en ello.
Necesito creer en ello.
De madrugada, mi padre y yo hablamos. Le comento la posibilidad de marcharme a vivir a Alemania con Yulia y Flyn y él parece aceptarlo. Entiende y me anima a vivir mi vida junto a la persona que quiero y me ama. Papá es el ser más comprensivo del mundo y, a pesar del dolor que siente por saber que me marcho lejos de él, cree en el amor y en la necesidad de vivir el momento.
Una semana después, mi padre regresa a Kazan. Tiene que atender su negocio, pero mi hermana continúa pendiente de mí. Es maravillosa. La quiero con toda mi alma y, a pesar de que a veces me saque de mis casillas, es la mejor hermana del mundo.
De: Yulia Volkova
Fecha: 17 de octubre de 2012 20.38
Para: Elena Katina
Asunto: Te echo de menos.
Odio el tratamiento y a mi hermana. Me pone de muy mala leche.
En cuanto a Flyn, no sé qué hacer con él.
Te echo de menos.
Te quiero.
Yulia

De: Elena Katina
Fecha: 17 de octubre de 2012 20.50
Para: Yulia Volkova
Asunto: Re: Te echo de menos.
¿Tú de mala leche?
¿Segura?
No te creo… ¡imposible!
Una mujer como tú no conoce lo que es eso.
Sobre Flyn, dale tiempo. Es un niño demasiado pequeño.
Te quiero… te quiero… te quiero…
Len

De: Elena Katina
Fecha: 18 de octubre de 2012 23.12
Para: Yulia Volkova
Asunto: Holaaaaaaaaaa
Hola, ¡¡¡soy tu novia!!!
¿Cómo está hoy mi cariño?
Espero que un poquito mejor. Venga, sonríe, que seguro que tienes el ceño fruncido. Y vaaaaaaaale, ya he entendido la indirecta de que no quieres que vaya a verte. Me aguantaré.
Aquí en Madrid comienza a hacer frío. Hoy en la oficina ha sido un día de locos y he llegado hace poquito a casa. Tengo tanto trabajo que casi no tengo tiempo ni para respirar.
Espero que Flyn te lo esté poniendo fácil.
Besos, cariño, que pases una buena noche. Te quiero. ¿Me contestarás mañana?
Tu blanquita

De: Yulia Volkova
Fecha: 19 de octubre de 2012 08.19
Para: Elena Katina
Asunto: Hola
Odio que trabajes tanto.
¿Qué horas son ésas de llegar a casa? Cuando regrese a Madrid, hablaré muy seriamente con la idiota de tu jefa.
Te quiero, blanquita.
Yulia
De: Elena Katina
Fecha: 19 de octubre de 2012 20.21
Para: Yulia Volkova
Asunto: No te metas en mi trabajo
Como te he puesto en el asunto, ¡no te metas en mi trabajo! El que sea tu novia no te da derecho a inmiscuirte en mis temas laborales.
¡Ah!, y por cierto… Yo te quiero más.
Elena

De: Yulia Volkova
Fecha: 19 de octubre de 2012 22.16
Para: Elena Katina
Asunto: Soy tu jefa
No vuelvas a decirme que no me meta en tu trabajo. SOY TU JEFA.
Y en referencia a quién quiere más a la otra, ¡ya te lo demostraré yo!
Yulia

De: Elena Katina
Fecha: 19 de octubre de 2012 22.19
Para: Yulia Volkova
Asunto: Mmmmm
Y digo yo, ¿por qué no me llamas por teléfono en vez de escribirme? ¿No tienes ganas de oír mi voz? Yo me muero por escuchar aunque sean tus gruñidos. Anda…venga… sé buena y llámame, JEFA.
Y en cuanto a lo de querer… ¡demuéstramelo!
Len
Le doy a enviar y espero… espero y espero y, como dice el refrán, ¡desespero!
Ni llama. Ni me escribe. Nada.
A las once de la noche opto por hacerme algo de cenar. No tengo mucha hambre, por lo que me hago una tortilla francesa pero, cuando la veo tan desangelada en el plato, decido echarle un ingrediente secreto que a mi sobrina Irina le encanta: ¡lacasitos! Tortilla con lacasitos.
¡Buena cena!
Cojo el plato y, junto a una Coca-Cola, lo llevo hasta la mesita. Enciendo la televisión y, para variar, aparece un programa de cotilleo. Lo observo durante unos minutos y al final cambio. Cuando llego al canal Divinity veo que dan la serie Cinco hermanos y lo dejo aquí, porque esta serie me gusta mucho. Abro la Coca-Cola, doy un trago y suena la puerta.
Me extraño y miro el reloj. Las once y veintiuno. Me levanto, miro por la mirilla y de pronto grito: «¡Yulia!». Abro la puerta y sin decir nada me lanzo a sus brazos.
—¡Ehhh, cuidadoooooooo!
Pero ¡ni cuidado ni leches!
Yulia está allí. ¡No me lo puedo creer!
Me la como a besos mientras ella ríe y me mantiene entre sus brazos. Cuando me deja en el suelo, pletórica de felicidad, saludo sin aliento.
—Hola.
—Hola, cariño.
Vuelve a abrazarme y yo cierro los ojos. Aún no me puedo creer que ella esté delante de mí. En mi casa. En mi salón. Entre mis brazos.
Cuando consigo separarme de ella, la miro y veo su cara cansada y sus ojos enrojecidos. Entonces me arrepiento de mi efusividad.
—¡Ay, cariño…! Qué bruta soy, ¡lo siento!
Yulia sonríe y se acerca de nuevo a mí.
—No lo sientas. Es lo que necesitaba de ti, tu naturalidad.
Con cariño y deleite le agarro la cara con mis manos.
—¿Cómo estás?
—Bien… mucho mejor ahora que estoy contigo.
—¿Qué tal Flyn?
Tuerce el gesto.
—Bien, lo dejé bien. Veamos cuánto dura.
Sonrío. No me imagino a Yulia bregando con un niño de nueve años.
—¿Por qué no me has dicho que venías?
—Era una sorpresa. Además, ¿no me has dicho hace unos minutos que te llamara aunque fuera para escuchar mis gruñidos? Pues aquí me tienes en carne y hueso.
Ambas reímos.
—¿Qué tal si me invitas a pasar a tu casa?
Cierro la puerta, le quito el pesado abrigo azul que trae y la llevo hasta el sofá. Al sentarme frente a ella, me percato de que está más delgada, pero su aspecto en general es bueno. Deseo achucharla pero caigo en la cuenta de que no es el momento de demasiados achuchones. No quiero agobiarla.
—¿Quieres beber algo?
—Un poco de agua.
Rápidamente me levanto, cojo una jarra, la lleno y voy hasta el comedor. Cuando me siento a su lado, me mira y señala el plato.
—¿Qué es eso?
—Mi cena, ¿quieres?
—¿Y qué sé supone que es?
Divertida por cómo mira el plato respondo:
—Tortilla con lacasitos.
—¿Tortilla con lacasitos?
Yo me río. Debe de pensar que estoy como una regadera.
—Cuando me quedo con mi sobrina Irina a veces no quiere cenar. Y descubrí hace tiempo que si le pongo lacasitos en vez de patatas fritas o arroz se come la tortilla. Y hoy, como no tenía muchas ganas de cocinar, decidí imitarla. Fin del cuento.
—Dios, nena —murmura, sonriendo—, ¡cuánto te he echado de menos!
—Y yo a ti… y yo a ti…
Yulia me mira, yo no puedo apartar mis ojos de ella.
—¿Por qué no me abrazas?
—No quiero agobiarte.
—Ven aquí. Estoy bien, tonta… muy bien.
Me hace sentar sobre ella y comienza a repartir cientos de besos sobre mi cuello.
—Agóbiame y bésame. ¡Eres mi mejor medicina!
Minutos después, desnudos sobre mi sofá, Yulia me muestra las ansias que tiene de mí y lo mucho que me ha echado de menos haciéndome dos veces el amor, con su posesión habitual.

De vuelta a la oficina, mi mundo regresa a una relativa normalidad.
La diferencia es que ahora Yulia está a mi lado y me alegra su compañía y sus mimos. Sigue alojada en el hotel a pesar de que hay noches que se queda en mi casa. Tener cada una un lugar de referencia nos resulta necesario a pesar de lo mucho que nos gusta estar juntas. Cada día se empeña en querer decir a los cuatro vientos que soy su novia, pero me niego. No sé por qué pero no quiero que nadie lo sepa. Del tema de Alemania hablamos mucho. En sus ojos observo la necesidad de que le dé una contestación, pero aún no sé qué hacer. Ella no me presiona y yo se lo agradezco.
Han pasado varios días desde que Yulia regresó. Cada mañana le pregunto cómo está y su respuesta siempre es la misma: «Bien». No ha vuelto a tener dolores de cabeza y no he visto que tenga náuseas y eso me relaja.
Una mañana, cuando estoy en la cafetería desayunando con Vlad, veo a Yulia entrar. Su mirada me indica que no aprueba que desayune con mi amigo.
Se sienta al fondo de la cafetería y pide un café. Yo sigo hablando con Vladimir cuando suena mi móvil. Yulia.
—¿Se puede saber qué haces? —pregunta molesta.
No la miro, ya que, si no, me dará la risa.
—Desayunando.
—¿Por qué tienes que desayunar todas las mañanas con ese tipo?
Vladimir que está sentado frente a mí, me mira y me pregunta con señas quién es.
—Es mi padre —y con disimulo murmuro—: Vamos, papá, estoy desayunando, ¿qué quieres?
—¿Tu padre? ¿Cómo que tu padre? —gruñe Yulia.
Divertida, sonrío mientras oigo a mi amor resoplar.
—Mira, papá, no te preocupes, te aseguro que desayuno en condiciones, ¿vale?
—Len… —musita con los dientes apretados.
En ese instante llegan hasta nosotros Serguey y Nikolay. Como siempre que me ven, me dan un beso en la mejilla y se sientan con nosotros. La reacción de Yulia no tarda en llegar.
—¿Besos? ¿Quién les ha dado permiso para que te besen?
No sé qué responder. Me río. Serguey y Nikolay son pareja de hecho y cuando voy a decir lo primero que se me pasa por la mente, Vladimir, en confianza, me retira un mechón del pelo y lo pone tras la oreja.
—**** sea —gruñe Yulia—. ¿Por qué te toca ahora ese tío?
—Papá, ¿qué tal si te llamo cuando llegue a casa? —Para no darle opción a que me responda, digo antes de colgar—: Un besito, papá. Te quiero.
Cierro el móvil y lo dejo sobre la mesa. Con curiosidad miro hacia donde se encuentra Yulia y la veo parada con el móvil aún en la oreja. Su mirada lo dice todo. Está muy… muy cabreada. No le gusta que le cuelgue el teléfono y lo acabo de hacer. Inmediatamente se levanta. Pasa por nuestro lado, mientras Vlad, ajeno a lo que pasa, desayuna tranquilamente y a mí, en cambio, se me cierra el estómago.
Veo entrar a mi jefa acompañada por Gerardo, el jefe de personal, e, incómoda, diez minutos después me escabullo de la cafetería y me dirijo hacia el despacho. Sé que Yulia está allí. Me siento en mi mesa y suena mi teléfono. Es ella. Me ordena entrar.
Cuando entro, cierro la puerta y posa su fría mirada en mí. Sonrío. Ella no. Sé que desea maldecir y gruñir pero se contiene. No es sitio ni lugar para montarme un pollo.
Me mira… me mira y me mira y finalmente se levanta con unos papeles en la mano. Se acerca a mí.
—¡¿Papá?!
Encojo los hombros. Voy a contestarle, pero ella comienza a gruñir.
—Estoy muy cabreada.
Consciente de dónde estamos, murmuro:
—Pues ya sabes… una limpieza general, te relajaría.
Mi contestación la enfurece más y rápidamente me arrepiento de haber sido tan natural, aunque la parte masoquista que hay en mí se alegra de ver su furia… ¡Me gusta!
—¿Por qué esos tipos te tienen que tocar y besar? ¿Por qué?
Intento encontrar una respuesta que no la cabree más pero no se me ocurre ninguna. Todo me parece terriblemente absurdo.
—Pero, por favorrrrrrrrrrr… Si Vladimir sólo me ha retirado el pelo de la cara y Serguey y Nikolay me han saludado con un besito en la mejilla.
—Yo no les he dado permiso para que te toquen.
Sus palabras me dejan estupefacta, y frunzo el ceño antes de responder:
—Pero ¿de qué hablas?
Icegirl, en su versión gruñona, me mira. Me escudriña con sus encendidos y furiosos ojos y, sin levantar la voz, susurra:
—No quiero que vuelvan a tocarte ni a besarte, ¿me has oído?
—Sí… te he oído.
—¡Perfecto!
—Otra cosa es que te haga caso o no. —Siento la frustración en su mirada—. Pero, vamos a ver, ¿qué te ocurre? ¿De verdad tienes celos por lo que has visto y… y… y luego no te importa que… que… juguemos con otros y…?
—No es lo mismo, Len. Parece mentira que no lo entiendas.
—Es que no lo puedo entender —resoplo.
—¡Se acabó! Ahora mismo voy a salir y voy a decirles a todos que eres mi novia. Que tú eres la novia de la jefa.
Eso me alarma.
—Yulia Volkova, como se te ocurra hacer eso te las vas a cargar.
—¿Me amenazas?
—Por supuesto.
—¿Por qué no quieres que lo diga?
—Porque no.
—No me vale esa contestación. ¿Por qué no?
La miro y resoplo.
—Vamos a ver… no quiero que la gente cuchichee y piense que soy una cazafortunas que se ha enrollado con la jefa. Si lo nuestro sigue adelante, ya habrá tiempo de explicarlo. ¿Por qué precipitarnos?
En ese momento se abre la puerta y aparece mi jefa. Sorprendida por verme pregunta:
—¿Qué ocurre?
Yo no sé que responder. Me quedo en blanco. Pero Yulia reacciona con rapidez.
—Le estaba pidiendo a la señorita Katina que envíe estos faxes.
Me entrega los papeles que lleva en la mano.
—Cuando tenga los informes, me los hace llegar, por favor.
—Descuide, señorita.
En cuanto salgo del despacho, respiro aliviada.
Discutir con Yulia me agota. Nunca llegamos a un entendimiento.
Durante el resto del día, Yulia no sale del despacho. Sigue taciturna. A la hora de la comida me marcho y me quedo sorprendida cuando mi jefa me informa de que Yulia se ha marchado y ha dicho que no regresará por la tarde.
No la llamo. No le envío ningún mensaje. Le dejo su espacio.
Me voy al gimnasio. Tengo que desahogarme y allí me vuelvo a encontrar con Marisa, que me saluda con familiaridad. Me presenta a dos amigas que van con ella, Rebeca y Lorena. Las cuatro hacemos una clase de aeróbic y cuando acabamos, sudorosas, nos vamos a las duchas.
—¿Os apetece un jacuzzi? —propone Rebeca y todas aceptamos.
Las cuatro nos metemos en el jacuzzi y comenzamos a hablar. Marisa resulta ser una mujer, además de divertida, muy culta y pronto comienza a hablarnos de su último viaje a la India. Viajar siempre me encantó, aunque es algo que apenas me puedo permitir con el sueldo que gano.
Cuando salimos del jacuzzi, entre risas por las anécdotas que Marisa nos ha explicado, nos duchamos y Rebeca ve mi tatuaje y lo menciona. Yo le quito importancia y desvío el tema.
Al salir del gimnasio, vamos a un pub que hay al lado y nos tomamos algo fresquito. Allí intercambiamos móviles y quedamos en llamarnos para salir a cenar otra noche con nuestras parejas. Después, Lorena nos anima a acompañarla a una tienda a recoger unas prendas que ha encargado. Al llegar, veo que se trata de una casa privada donde venden lencería. Mientras esperamos, observo las prendas que me rodean y la dueña nos anima a que nos probemos cosas. Acepto sin dudarlo, todas aceptamos. Me pruebo un par de conjuntos de braga y sujetador muy sexies que estoy segura de que a Yulia le encantarán.
—Te queda precioso —dice Rebeca, que entra en el espacioso probador.
—¿Tú crees?
Ella asiente, se acerca por detrás y deja un par de conjuntos sobre la banqueta.
—Llévatelo. Estoy segura de que a tu chica le encantará.
—Sí, seguro que sí. —Sonrío al imaginar la cara de Yulia.
De pronto, Rebeca me coge la mano.
—Precioso anillo.
Lo miro encantada.
—Me lo regalo mi chica. Vamos, mi novia.
—Pues tiene muy buen gusto.
—Gracias.
Me miro al espejo mientras ella vuelve a desnudarse para probarse otro conjunto.
—Toma. Pruébate este —dice y me entrega un corsé de cuero negro.
Divertida, me quito el que llevo y me quedo desnuda, como ella, en el probador. Me agacho para sacarme las bragas y noto que ella se agacha también. Cuando me incorporo, está frente a mi tatuaje. No me muevo, simplemente la miro. Ella pasa un dedo por la hendidura de mi vagina y le da un beso a mi monte de Venus. Me retiro rápidamente.
—¿Qué haces?
Ella se levanta y se acerca a mí.
—Me ha dicho Marisa que te vio jugar en una fiestecita en Zahara, ¿es cierto?
La observo, incómoda.
—Sí. Pero yo sólo juego en presencia de mi pareja.
—¿Es vuestra norma?
—Sí.
Ella asiente y se detiene. Deja de tocarme.
—Tu «chica» no tiene por qué enterarse. Será nuestro secreto.
—No —respondo con rotundidad.
Rebeca abre la cortinilla del probador y veo a Marisa, Lorena y la dueña del local desnudas sobre un sillón, jugando. Me quedo sin habla. Rebeca se me acerca por detrás y me coge los pechos.
—Ellas lo están pasando bien en este instante. Vamos, déjate llevar.
Suelto el corsé y me deshago de sus manos. Me alejo de ella. Voy hasta mi ropa, me agacho para coger los pantalones y me comienzo a vestir. No quiero mirar y me quiero ir de allí cuanto antes. De pronto, me agarra por las caderas, acerca su monte de Venus a mi trasero y lo restriega.
—Vamos, Elena… lo estás deseando. Estás deseando abrirte de piernas para mí. No lo niegues.
—He dicho que no y ¡suéltame!
Mis palabras hacen que las otras mujeres nos miren. Rebeca se aleja de mí. No vuelve a tocarme, pero su mirada no me gusta. Parece pasarlo bien con mi incomodidad. Cuando termino de vestirme salgo de allí como alma que lleva el diablo y sin decir nada.
Cuando llego a mi casa, estoy histérica. ¿Cómo he podido ser tan tonta? Me ducho, nerviosa. Pienso en Yulia y siento unas irrefrenables ganas de hablar con ella y explicarle lo que me ha pasado. La llamo y oigo su fría voz al otro lado del teléfono.
—Dime, Len.
—¿Estás bien?
—Sí.
Preocupada por que se encuentre mal, pregunto:
—¿Te duele la cabeza o algo?
—No.
—¿Te has mareado o has tenido vómitos?
—No.
—Vale, entonces, ¿por qué no has regresado esta tarde a la oficina?
No responde. Su silencio me molesta.
—Vamos a ver… Si físicamente te encuentras bien, ¿qué te ocurre? Si es por lo de hoy en la oficina, por favorrrrrrr, ¡es una tontería!
—Será una tontería para ti, para mí no.
—Te recuerdo que soy una persona adulta, no una niña, como tu sobrino, a quien puedas regañar.
—Eso… tú enfádame más —gruñe.
Su desconfianza me toca el alma. Y yo necesito explicarle lo que me ha sucedido.
—Yulia…
Pero ella está enfadado y me corta.
—Sabes que ese tal Vlad no es objeto de mi devoción. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí… pero.
—No. Escúchame, Len. ¿Qué te parece si mañana dejo que tu amada jefa me toque el pelo mientras desayuno con ella? Estoy segura de que a ella le gustaría. ¡Oh…!, y quizá también esté encantada de darme un besito, ¿lo probamos?
No… no… no.
Sólo de pensarlo me pongo enferma. Conozco a mi jefa y sé que está deseosa de que Yulia le dé cancha para llegar con ella a algo más. Cierro los ojos y con ese ejemplo acabo de entender su frustración.
—Vale… mensaje captado.
—Exacto, Len… Me alegra saber que por fin me entiendes. Una cosa es que tú permitas que otra mujer me toque, y otra muy distinta es que una mujer, que sabes que me desea, me toque sin tu permiso, ¿lo comprendes ahora?
—Sí.
—Piensa en ello, porque no estoy dispuesta a repetirlo ni una sola vez más —añade tras un silencio sepulcral—. No me importa que desayunes con Vladimir o con quien tú quieras, pero no acepto que nadie, hombre o mujer, sin mi consentimiento te toque ni te bese… Buenas noches, Len. Mañana te veré en la oficina.
Dicho esto cuelga y me quedo desconcertada.
¿Cómo le digo lo que ha pasado sin que eso le ocasione más desconfianza?
Con la cabeza como un bombo, me siento sobre el sofá con la sensación de que, sin querer, acabo de hacer algo que la va a enfadar mucho si se entera. Me pica el cuello y me rasco. No hay nadie que me lo impida.
A la mañana siguiente cuando llego a la oficina, no me sorprende encontrarme a Yulia trabajando. Con disimulo dejo mis cosas sobre mi mesa y suena mi teléfono interno. Yulia. Quiere que pase.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:57 pm

—Buenos días, señorita Katina.
—Buenos días, señorita Volkova.
Entonces veo a Julio Merino, un chico de la empresa, sentado en la mesita redonda que hay en el despacho con unos papeles.
—Señor Merino —dice Yulia recostándose en la silla—, ¿podría traerme un café solo?
El joven se levanta.
—Sí, señorita Volkoca… en seguida se lo traigo.
Cuando pasa por mi lado pone los ojos en blanco y yo intento contener la risa. Cuando Yuliay yo nos quedamos solas en el despacho, ella suaviza su tono de voz:
—¿Qué tal has dormido?
—Fatal… te echaba de menos.
Noto la comisura de sus labios curvarse.
—Seguro que no tanto como yo a ti.
—Te equivocas… estoy segura que tanto o más.
Nos miramos. Duelo de miradas. He aprendido a aguantar sus retos.
—Esta noche duermes conmigo en mi hotel.
—Vale.
Esa proposición me encanta. Me enloquece y pienso que será un buen momento de explicarle lo que me pasó el día anterior.
—¿Te apetece que juguemos con compañía?
Mi estómago se contrae. ¿Jugar acompañadas? Sé lo que eso significa y llevo mucho tiempo sin hacerlo. Trago el nudo de emociones que se ha atascado en mi garganta.
—Me parece bien si a ti te lo parece.
Sin levantarse de su asiento, mueve su cabeza.
—¿Excitada? —pregunta al notar mi nerviosismo.
Asiento. Yulia sonríe y se levanta.
—Por favor, señorita Katina, pase al archivo.
Sin dilación, me dirijo hacia donde me pide y mi respiración se vuelve irregular. Una vez allí, Yulia se acerca a mí, mi trasero golpea los archivos y, apoyando su cadera sobre la mía, siento que su mano se mete por debajo de mi falda y me toca el muslo derecho.
—Llevo sin entregarte mucho tiempo y no veo el momento de hacerlo.
—Yulia…
—Sigo cabreada contigo y mereces un castigo.
—¿Un castigo?
—Sí… mi pequeña. Y esta tarde sabrás cuál es.
Regresa el duelo de miradas.
—Te recuerdo —murmuro—, que tu castigo en Barcelona fue calentarme en aquel bar de intercambio de parejas y luego dejarme a dos velas.
Sonríe y pasa su nariz por mi pelo.
—Nunca se sabe, Len… nunca se sabe.
Su mano me hace separar las piernas. Toca la tirilla de mi ropa interior.
—Tu castigo te espera en mi hotel —murmura en mi oído—. Cuando salgas de la oficina, coge tu coche y ve directa para allí.
Yulia saca su mano de debajo de mi falda y se retira.
—Muy bien, ya puedes proseguir con tu trabajo.
Excitada y molesta por aquel trato tan frío me doy la vuelta para salir cuando siento que me da un azote. Yo me vuelvo para reprenderla y entonces me atrae hacia ella, me besa con pasión y murmura con una inquietante sonrisa:
—Te quiero, pequeña…
Esas dulces palabras consiguen en mí el efecto Volkova. Mi mosqueo se va y sonrío como una tonta mientras ella me abraza y toma mi boca con posesión.
A los pocos segundos, Yulia me suelta.
—Señorita Katina, ¿quiere dejar de provocarme para que yo pueda dirigir esta empresa?
Eso me hace reír y, tras colocarme bien la falda, salgo del archivo, después del despacho y, con una tonta sonrisa en mi cara, regreso a mi mesa. Definitivamente, esa noche le explicaré lo que me ocurrió.
Julio llega con el café y, cuando pasa por mi lado, murmura:
—Joder con la jefa… ¡hoy me tiene frito!
Sonrío e intento concentrarme en trabajar.
A las seis salgo del trabajo nerviosa y hago lo que me ha pedido. Recojo mi coche y voy hasta su hotel. Cuando llego, Tomás está esperando en la puerta y, al verme, me hace una seña con la mano. Paro el coche, bajo la ventanilla y lo oigo decir:
—La señorita Volkova la espera en su suite. Yo me encargaré de su coche.
Encantada, me bajo y entro en el hotel mientras la excitación crece a cada segundo más en mí. Llevo sin jugar a sus juegos desde que estuvimos en Zahara de los Atunes y estoy inquieta. El ascensorista sonríe y me saluda cuando me ve entrar. En silencio subimos las plantas y, cuando se abren las puertas del ascensor, me sorprendo al encontrarme a Yulia esperándome en el vestíbulo.
—Hola, cariño.
—Hola —respondo feliz mientras paseo mis ojos por ella y valoro lo guapísima que está con ese pantalón negro y la camisa celeste. Sin demora, me besa, me coge por la cintura y me guía hasta la suite. Al entrar, oigo música en el salón. Hay alguien pero no puedo ver quién es. Yulia me mete directamente en su dormitorio y cierra la puerta.
—Sobre la cama está lo que quiero que te pongas. Dúchate y, cuando estés preparada, sal al salón.
Dicho esto, se da la vuelta y se marcha, dejándome sola.
Sorprendida, camino hacia la cama. Sábanas de seda negras. ¡Morboso! Sobre las sábanas veo un fino y corto camisón de seda junto a unos zapatos negros de un imponente tacón. No hay bragas, pero sí un liguero lila. Eso me reseca la boca.
¡Sexo! Dos personas me poseerán.
Sin poder quitar los ojos de aquella prenda, me desnudo y paso al baño. Me ducho y disfruto sintiendo el agua correr por mi piel. Me seco y me pongo lo que Yulia me ha pedido.
Abro la puerta de la habitación. Yulia me ve y me hace una seña para que me acerque a ella. Cuando llego a su altura, veo a una pareja. Ella va vestida como yo. Sorprendida por ello miro a Yulia en busca de una explicación.
—Elena, ellos son Mario y su mujer Marisa. Unos amigos.
El hombre se acerca a mí y me da dos besos en las mejillas y, cuando la luz se refleja en la mujer, me doy cuenta de que se trata de Marisa de la Rosa. ¿Por qué hace como si no me conociera? Se acerca a mí y me da dos besos.
—Hola, Elena, encantada de verte.
—Lo mismo digo —asiento confundida.
Ella no hace referencia a nuestros encuentros en el gimnasio, ni a lo que pasó el día anterior. Yo tampoco. Me siento extraña al omitirlo pero, sin saber por qué, lo hago.
Yulia me coge por la cintura y me acerca más a ella.
—Ellos estuvieron en la fiesta de los años veinte a la que asistimos en Zahara. Desde entonces, Marisa no ha parado de enviarme e-mails para conocerte.
Me vuelvo hacia ella y la veo sonreír.
—Me muero por saborearte, Elena.
No respondo. No puedo. Sólo puedo ver cómo esa mujer pasea su lujuriosa mirada sobre mi cuerpo y se detiene en mis pechos. Me recuerda a Silvestre, el gato de Piolín cuando se lo quiere comer.
Yulia hace un gesto pícaro. Le gusta lo que ve; le agrada y la excita.
—Tengo una novia muy… muy deseable.
La miro y ella me besa sin importarle que esos dos nos estén observando. Cuando me suelta, con el rabillo del ojo veo que Marisa y su marido cuchichean, mientras se sirven champán. Yulia coge del sofá un largo pañuelo de seda y lo enreda en su mano.
—¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Quizá te ate a la cama en algún momento para ofrecerte. ¿Alguna objeción?
Atizada por lo que dice, murmuro:
—Confío en ti.
Sus ojos chispean. Están brillantes. Yulia se acerca a mí.
—Marisa es una mujer muy activa y se muere por jugar contigo. Por supuesto, yo se lo consiento.
—¿Cómo?
Yulia sonríe y me besa en el hombro.
—Ése es hoy mi castigo, cariño.
—Yulia, no —susurro con la boca seca.
—¡¿No?!
Me acerco a su oído.
—Ya sabes que otras mujeres no. Es lo único que puedo decir, porque no quiero hacerlo con Marisa.
Ella sonríe.
—Por eso es tu castigo. Pero, tranquila, yo te ofrezco para que juegue contigo, tú no tienes que hacer nada, excepto disfrutar.
Me quedo estupefacta. Voy a replicarle, pero ella me lo impide.
—Vamos, señorita Katina, sea consecuente con mis caprichos.
Con el estómago hecho trizas, miro a la mujer y, sólo de pensar lo que Yulia me pide, deseo salir corriendo.
Mario se ha sentado en el sillón mientras Marisa nos mira. Mis nervios van a estallar de un momento a otro.
—Yulia.
—Dime, Len.
—No quiero hacerlo… no.
Yulia me mira… me mira… me mira y finalmente dice con voz tranquila:
—De acuerdo, Len. Ve a la habitación y vístete. Tomás te llevará a tu casa.
Eso me desconcierta. No quiero irme. Cuando voy a darme la vuelta para marcharme, cierro los ojos.
—Yulia
—Dime, Len.
—Si me quedo, mis besos serán sólo tuyos y los tuyos sólo míos.
El rostro imperturbable de Yulia asiente.
—Eso siempre, cariño… siempre.
La beso ansiosa y ella acepta mi boca. Cuando me separo de ella, miro a Marisa.
—De acuerdo.
Yulia se sienta junto a Mario.
Aquella mujer y yo nos quedamos de pie ante nuestras parejas, vestidas únicamente con los cortos camisones mientras la música suena a nuestro alrededor. La excitación comienza a crecer en mí cuando siento que ella se me acerca por detrás y pone sus manos en mi cintura.
Yulia coge la botella de champán y se sirve una copa. Cuando termina de servirse, deja la botella en la cubitera y nos mira, repanchigándose en el sillón.
—Marisa, por fin tienes a mi novia para ti. ¿Por dónde quieres empezar?
Sus palabras me acaloran. Yulia acaba de decir que soy toda para ella. ¡Toda! Pero, antes de que pueda protestar, la mujer se me adelanta:
—De momento, quiero tocarla.
Dicho esto, hunde su nariz en mi cuello mientras pasea sus manos por mi cuerpo ante ellos. Me toca las caderas, los pechos, el monte de Venus, todo ello por encima del insinuante camisón de seda negro. Oigo su excitada respiración en mi oído mientras me quedo quieta y le dejo invadir mi cuerpo ante la mirada de Yulia y Mario.
—Yulia… dame cinco minutos a solas con ella.
—¡Treinta segundos! —aclara.
Voy a protestar. A negarme, cuando siento que ella se aprieta contra mí.
—Vamos a la cama —susurra en mi oído.
Me coge de la mano y tira de mí. Yo miro a Yulia y ella levanta su copa y sonríe mientras continúa sentada en el sillón. Camino de la mano de la mujer y llegamos hasta la habitación. No puedo creer que Yulia no vaya a estar presente.
Marisa me sienta en la cama, me tumba y se pone a cuatro patas sobre mí.
—Escucha, Elena. No te asustes. No te haré daño, sólo te proporcionaré placer y espero que tú me lo des a mí también. Yulia te ha entregado a mí por algo que pasa entre vosotros. Eso no me interesa. Sólo me interesa saborearte y disfrutar de tu cuerpo.
—¿Por qué no has dicho que nos hemos visto antes?
Ella sonríe y me mira con lujuria.
—Porque no es necesario explicarlo todo, ¿no crees?
Voy a protestar, pero ella me baja los tirantes del camisón y me saca los pechos y eso me deja sin habla. Mis pezones se ponen duros y la veo sonreír. Los observa y, finalmente, saca su lengua y me los chupa. Yo me muevo. Me inquieto. No quiero reconocerlo, pero la situación me provoca. Su boca se cierne sobre mis pechos y los succiona con avidez hasta que me los suelta.
—¿Te ha gustado? —pregunta.
Yo asiento. No puedo hablar.
—En el gimnasio, cada vez que te veo desnuda en los vestuarios, deseo chuparte así. Por cierto, Rebeca te manda recuerdos.
Voy decir cuatro frescas de esa tía cuando ella se baja los tirantes de su camisón y deja sus tersos y magníficos pechos operados ante mí. Me coge las manos y me las coloca sobre ellos. Sus manos cubren las mías y me hace aplastarlos.
Cuando quita sus manos de las mías, sigo haciéndolo. Le toco los pezones como sé que a mí me gusta y se los estrujo. Ella me mira, se muerde los labios y jadea. Acerca su cara a la mía. No me muevo y, cuando creo que me va a besar y no puedo retroceder, murmura:
—Ya me ha advertido Yulia que no puedo probar esos labios tan tentadores que tienes, pero te voy a devorar los otros labios y lo que esconden en su interior, igual que deseo cada vez que te veo. Te los voy a morder y a chupar de tal manera que querrás hacerme lo mismo a mí.
—No… yo no… —susurro dispuesta a marcar un poco mi terreno.
—Tú no ¿qué?
Dispuesta a darle una patada si se pasa conmigo, aclaro:
—Yo no voy a hacer eso.
—¿No Me quieres complacer a mí?
—No.
Se mueve sobre mí. Se da la vuelta hasta que su vagina está sobre mi cara y la mía bajo su boca. No me roza, sólo la muestra y murmura mientras siento su aliento.
—Hazlo sólo una vez. Si no te gusta, te prometo que me retiraré.
Nunca he visto una vagina de una desconocida tan cerca. Está limpia, depilada como la mía, reluciente y tentadora. Ensimismada, la observo cuando la escucho jadear.
—Elena… saca la lengua una vez… Sólo una vez. Mira así…
Noto su lengua pasar lentamente sobre mis labios exteriores. Tiemblo.
Abducida por el momento y por la excitación que siento, hago lo que me pide. Saco mi lengua y lo hago.
—Oh, sí… —la oigo decir.
La sensación me gusta y vuelvo a pasar mi lengua. Ella hace lo mismo y la que jadea ahora soy yo.
—Hagamos una cosa. Repite lo mismo que yo te haga.
Sin más, aquella mujer abre los labios exteriores de mi vagina y posa su ardiente boca en mí. Jadeo… pero hago lo mismo. Abro mi boca y chupo su interior. Durante unos segundos intento hacer lo que ella hace pero no puedo… Yo quiero mover mi lengua de otra manera y mordisquearle los labios internos.
Me olvido de mis prejuicios y la mordisqueo. Noto que ella tiembla. Sus labios se abren ante mi contacto y vislumbro el clítoris. Curiosa, llevo mi lengua hasta él y lo rozo. Éste responde hinchándose en décimas de segundo y yo me inquieto.
—Oh… Elena… me estás volviendo loca… ¿De verdad que nunca lo habías hecho?
—Nunca. Y es completamente la verdad, ni siquiera con Anastasia lo había hecho.
Avivada por la visión de su clítoris, hago lo que Yulia suele hacerme. Lo toco con la punta de la lengua, lo rodeo y, cuando está hinchado, lo aprisiono entre mis labios y estiro.
Marisa se contrae y jadea. Intenta retirarse pero le agarro los muslos y me llevo el clítoris a mi boca para avivarlo más y más.
Pensé que aquello me daría asco, pero no. Paseo mi boca por su vagina perfectamente depilada y mordisqueo su clítoris y eso me hace sentir poderosa y exigente. Marisa se restriega contra mí y la oigo gemir. En ese momento yo deseo más… mucho más, pero ella me quiere poseer y me frena. Vuelve a su estado inicial. A cuatro patas sobre mí.
—Ahora que ya sabes lo que yo quiero de ti, permíteme que disfrute de tu cuerpo.
Agarra mis pechos, junta los pezones y se introduce los dos en la boca. Los endurece y con la lengua juega con ellos. Cuando escucha mi jadeo, los deja.
—Te voy a quitar el camisón. Cierra los ojos y entrégate.
Asiento, excitada, pero antes veo que Yulia y Mario entran en el dormitorio. Se sientan cada uno en un lado diferente de la cama y nos observan.
Marisa me desnuda. Con sus suaves manos baja el camisón que esta enrollado en mi cintura y me lo saca por las piernas. Me pone las manos en los tobillos y las sube hasta llegar a mis muslos. A mi liguero. Con mimo, me mordisquea la parte interna de mis muslos y sube… sube hasta que lo que me mordisquea son los pechos.
—Me gusta lo que veo… —susurra Yulia en mi oído.
Marisa prosigue su festín y, cuando los pezones no pueden estar más duros y estimulados, baja a mi cintura y se entretiene en el ombligo. Me estremezco.
Su boca caliente llega hasta mi monte de Venus y se detiene. Recorre con su lengua mi tatuaje y murmura en voz alta y sugerente:
—Elena, el tatuaje es muy tentador. Seguro que levanta pasiones.
Miro a Yulia y ella sonríe. Yo sé por qué dice eso, pero me callo. No digo ni mu.
Marisa levanta la vista un instante y una cascada de emociones se apodera de mí cuando siento sus manos juguetear entre mis piernas. Estoy empapada. Húmeda. Receptiva. Me toca por encima y, sin esfuerzo, mete un dedo en mi interior mientras con la palma de la mano roza mi clítoris. Excitada, comienzo a moverme en busca de mi placer sobre su mano.
—Vamos chicos… —oigo que dice—. Participad en mi juego.
Mario me toca el pecho derecho y Yulia lleva su boca hasta el izquierdo. Cada uno a su modo y a su manera, me estimulan y me succionan hasta que Marisa me abre las piernas y mete su cabeza entre ellas.
—Ah… —jadeo mientras tres personas me tocan y me chupan.
Mi ardiente sexo abierto y expuesto a las exigencias de Marisa responde y yo me arqueo complacida. Me gusta lo que me hacen. Me gusta ser su juguete. Su experta lengua se mueve dentro y fuera de mí y se detiene en mi clítoris para hacer lo que yo le hice segundos antes. Lo chupa. Lo rodea y tira de él. Me incorporo, extasiada.
Calor… calor… mucho calor.
Yulia abandona mi pecho y busca mi boca, la encuentra y la besa. Su lengua me avasalla, excitada y posesiva, mientras los gemidos que Marisa me arranca salen una y otra vez de mis labios y lo enloquecen. Besos… mimos… palabras susurradas que deseo escuchar.
—Sí, pequeña… así… entrégate y disfruta para mí.
—Sólo para ti —repito entre jadeos.
Durante lo que me parece una eternidad, Marisa juega entre mis piernas mientras Mario me mordisquea los pezones y Yulia me besa. Hasta que noto que Mario me agarra un muslo y Yulia otro. Me sientan en la cama, me abren para Marisa y me ofrecen a ella.
La mujer, enloquecida por haber conseguido lo que lleva tiempo ansiando, me succiona el clítoris con maestría. Yo me retuerzo. Me agarra del culo y me aprieta sobre su boca. Me saborea de mil maneras posibles y yo me dejo hacer mientras disfruto de todo ello. Oleadas de placer intenso y caliente recorren mi cuerpo una y otra vez… una y otra vez…
—Mojada y lista para mí —oigo que dice.
No sé a qué se refiere, pero su marido me suelta, se levanta y desaparece de la habitación
Yulia no habla. Sólo me observa tremendamente excitada mientras me sujeta para Marisa. La mujer introduce dos de sus dedos hasta el fondo en mi vagina, los mueve en su interior y los saca. Yo alzo mis caderas en busca de más. Vuelve a meterlos y los saca y soy consciente de que la humedad de sus dedos es mi humedad. Su marido aparece, se sienta en un lateral de la cama, y nos enseña un consolador negro de dos cabezas.
—Estoy deseando ver cómo os folláis la una a la otra.
Miro a Yulia y ella aprovecha y me besa. Me muerde los labios y murmura palabras cariñosas. Los dedos de Marisa prosiguen su saqueo mientras yo jadeo y disfruto del momento. Instantes después, detiene sus acometidas para llevar su juguetona boca de nuevo al centro de mi deseo. Me humedece más y más. Yo chillo una y otra vez… una y otra vez… hasta que ella pone el vibrador de dos cabezas entre nosotras y dice:
—Estás muy caliente… Follémonos.
Yulia se pone detrás de mí. No me abandona. Está todo el rato pendiente de mí y de mis acciones . Coge el consolador y tras chuparlo lo pone en mi vagina y lo hunde poco a poco. Centímetro a centímetro mientras yo siento cómo aquel objeto estriado me abre la carne y jadeo.
—Sí… así… —susurra Yulia en mi oído.
Cuando Yulia se detiene, Marisa abre sus piernas, coge la otra punta del consolador y se ensarta en él. Se muerde los labios y gime mientras lo hunde en su cuerpo y con ello más en el mío.
—Cuidado, pequeña… —murmura Yulia.
Me fijo en Marisa y en cómo, con una mirada lujuriosa, se mueve en busca del orgasmo. Mueve sus caderas. El consolador entra en mí y en ella arrancándonos oleadas de placer. Marisa lanza su pelvis contra mí y yo grito, pero no me achico y ahora soy yo la que lanza la pelvis contra ella. Aquel juego nos introduce y nos saca el consolador de nuestras vaginas proporcionándonos un placer maravilloso.
Sentadas la una frente a la otra, Marisa me agarra de los brazos y adelanta su vagina. Me mira, aprieta los dientes y jadea. Yo grito enloquecida pero, instantes después, soy yo la que agarra sus brazos y aprieta para que ella chille. Chillidos… jadeos… todo ello, unido a las palabras de Yulia en mi oído, consigue que ambas nos corramos y quedemos sentadas sobre la cama y unidas por el vibrador. Agotadas, nos dejamos caer para atrás.
Cierro los ojos. El juego que acabo de tener me ha dejado exhausta hasta que siento que alguien me saca el vibrador, abro los ojos y veo que es Marisa. Sonrío y entonces le oigo decir a Mario mientras se pone un preservativo:
—Vamos, chicas… ahora nos toca a nosotros.
Miro hacia Yulia. Veo que rasga un preservativo y se lo pone. Nada más hacerlo, me coge la mano.
—Te voy a atar a la cama y te voy a ofrecer a Mario para que te folle. Ponte boca abajo.
Sin rechistar, hago lo que me pide y veo que Marisa hace lo mismo. Mario y Yulia nos atan las muñecas con los pañuelos de seda al cabecero de la cama. Instantes después, la cama se hunde y siento un azote en el trasero. Pica. Reconozco la mano de Yulia cuando me agarra y me hace poner el culo en pompa.
—Abre las piernas para que él te pueda penetrar bien y yo lo pueda ver. ¿Entendido, cariño?
Muevo mi cabeza afirmativamente, mientras la excitación por lo que dice me recorre el cuerpo.
Instantes después, unas manos desconocidas para mí me cogen de las caderas e introducen su erección poco a poco en mi vagina. Su pene está duro y es ancho, pero no es tan largo como el de Yulia. No llega con profundidad. Yo quiero más. Dejo que me penetre una y otra vez y jadeo de placer en cada embestida mientras escucho los gemidos de Marisa a mi lado y sé que Yulia me mira mientras le da mucho… mucho placer.
Imaginar la escena me incita. Me exhorta. Me exalta. Las dos atadas a la cama con el culo en pompa y Yulia y Mario follándonos y exigiendo más.
Una… dos… tres… cuatro… cinco… seis penetraciones y seis gritos placenteros, a la séptima escucho a Yulia que suelta un ronco gruñido, miro y veo que se corre. Mario me coge en vilo y me levanta, bombea su gordo pene varias veces más dentro y fuera de mí, me aprieta con brusquedad y finalmente ambos nos corremos. Agotada, respiro con la boca sobre las sábanas hasta que siento que Yulia me toca y me desata las manos. Me besa las muñecas y dice:
—Vamos… cariño. Necesitas un baño.
Me coge entre sus brazos y yo me acurruco contra ella. Me besa la frente.
—Te quiero.
Yo sonrío.
—Yo también te quiero.
Lo vivido minutos antes me tiene exhausta, pero sus palabras hacen que me lata con más fuerza el corazón. Veo el jacuzzi preparado, Yulia me deja sobre él y dice:
—Agáchate y sujétate al borde.
Hago todo lo que me pide. Me agacho y el agua me llega hasta la cintura. ¡Qué placer! Oigo que abre la ducha. Se debe de estar duchando. Cuando cierra el grifo, siento que se mete en el jacuzzi y comienza a lavarme. Me enjabona el pelo, me da un masaje en la cabeza y luego, con mimo, me lo aclara. Después me pide que me dé la vuelta. Sus ojos y los míos se miran. Con sus manos, me enjabona el cuerpo y, cuando me aclara, me da un beso en el hombro.
—Ya está, cariño…
El pene de Yulia está duro como una piedra y veo que toda ella está empapado. Sale del jacuzzi y me tiende la mano. Se la cojo y salgo yo también. Las piernas me tiemblan y cuando estoy a su lado le hago sentarse sobre la tapa del váter cerrado. Acto seguido me siento a horcajadas sobre ella. Cojo su pene y lo hundo centímetro a centímetro en mí.
—Dios, Len…
—Ahora tú… —susurro ansiosa—. Ahora tú…
Cierro los ojos mientras noto que su pene llega hasta mi útero. Echo la cabeza hacia atrás y contraigo mi pelvis. Yulia jadea y yo con ella. Sus manos húmedas me agarran la cintura y me aprieta contra su cuerpo. Me gusta. Me enloquece cuando me hace eso. Sentir toda su enorme erección llegar a mi útero me altera y vuelvo a contraer la pelvis. Ambas jadeamos.
—Así, nena… poséeme. Eres mía.
Sus órdenes son para mí el arrullo que necesito.
Restriego mi sexo contra ella y vuelvo a contraerme. Mi vagina la succiona y cada centímetro que le hago hundirse en mí me hace sentir que me va a partir en dos. Esa sensación es nuestra. La busco. La necesito. Sólo ella me da profundidad y quiero más.
Me echo hacia atrás y Yulia jadea ante la electricidad que sentimos, yo abro la boca en busca de aire. Cada embestida mía es un jadeo de ella. Cada jadeo de ella es una embestida mía. El movimiento de mis caderas se vuelve más insistente, más delirante. Sus penetraciones más profundas, más seguidas y, cuando siento que me voy a correr, la miro y susurro:
—Mía. Eres sólo mía.
Un grito gutural sale de su garganta y otro de la mía cuando Yulia se empotra totalmente en mí, mientras notamos que nuestros fluidos resbalan por nuestras piernas. Me abrazo a ella y el ritmo se detiene mientras me besa el pelo. Durante varios minutos no nos movemos, sólo nos abrazamos hasta que Yulia coge una toalla seca y me la echa por encima. Tiemblo.
Con el pelo mojado sobre la cara, Yulia comienza a repartirme un millón de dulces besos mientras me retira el cabello. Sigo sentada sobre ella y su erección disminuye en mi interior cuando escucho jadeos e imagino que los otros juegan en la habitación.
—Yulia.
—¿Sí, cariño?
—¿Te encuentras bien?
Sonríe al notar mi preocupación por ella.
—Perfectamente, mi amor, ¿y tú?
—Extasiada.
—¿Mi castigo ha sido muy duro?
Sonrío y la beso por el cuello.
—Tus castigos me vuelven loca.
Ambas reímos y Yulia me mira a los ojos.
—Espero que no hayan sido muy duros para ti.
—Yo más bien diría placenteros.
—¿Incluso con Marisa y Mario?
Asiento como una niña pequeña.
—Incluso con ellos.
Yulia me da un beso en la punta de la nariz y susurra:
—Me vuelve loca verte disfrutar, cariño. Ofrecerte es un placer para mí. Me provoca un morbo que no puedo remediar y…
—¿Te estás disculpando por ello?
Veo que asiente y murmura:
—Len… tengo que hacerlo. Estos juegos no entraban dentro de tu vida. Sé que lo haces por mí y…
—… y me gustan —la interrumpo—. Me encanta que me ofrezcas mientras tú miras. Eso, aunque no lo creas, me produce el mismo placer que a ti. Y si a ti te enloquece que Björn, Marisa o quien decidamos se meta entre mis piernas y juegue conmigo, yo lo acepto. Lo acepto gustosa porque disfruto tanto que un día voy a explotar.
—¿Estás segura, cariño?
Abro los ojos y la miro. Acerco mi nariz a la suya y siento la necesidad de preguntar:
—¿En Alemania seguiremos jugando?
Aquello la pilla de sorpresa. Mi pregunta le afirma lo que ella lleva deseando escuchar y me abraza encantada, antes de devorarme la boca.
—En Alemania te prometo todo lo que quieras.

A la mañana siguiente, Yulia y yo llegamos a la oficina por separado. Está emocionada por mi próximo traslado a Alemania y yo también. Por suerte tengo algo de ropa en su hotel y me cambio para no ir con lo mismo del día anterior. No le he explicado el episodio vivido con aquellas mujeres y decido callar. En realidad, no pasó nada y, si se lo cuento, se enfadará conmigo.
Vladimir, como cada mañana, viene a buscarme. Nos vamos a tomar un café antes de comenzar a trabajar.
Acepto encantada y me siento frente a la puerta. Sé que Yulia entrará de un momento a otro y me buscará con la mirada. No falla. Diez minutos después, la mujer de la que estoy completamente enamorada entra por la puerta y, tras ver dónde estoy sentada se sienta enfrente de mí.
Vlad y yo seguimos charlando y observo disimuladamente a Yulia desayunar. Su elegancia para untar la mantequilla en el cruasán me tiene totalmente ensimismada. En un par de ocasiones, nuestras miradas se cruzan, sé que está feliz por mi decisión de irme con ella a Alemania y tengo que hacer grandes esfuerzos para no reír como una tonta.
Cuando acabamos el desayuno, Vladimir y yo nos levantamos y Yulia hace lo mismo. La veo salir y, cuando llegamos al ascensor, está esperando con las manos metidas en los bolsillos y su gesto serio e inescrutable. Al vernos, nos mira.
—Buenos días, señorita Flores. Señor Morán.
—Buenos días, señorita Volkova —decimos al unísono.
Las puertas del ascensor se abren y los tres nos metemos en él. Damos a la planta diecisiete, pero, mientras sube, el ascensor se para en otras plantas y coge a más personas. De pronto, siento que Yulia roza mis nudillos con los suyos y sonrío. Cada vez es más difícil estar juntas sin tocarnos.
Cuando las puertas se abren en nuestra planta, los tres nos bajamos pero Yulia toma un camino diferente al nuestro.
—¿Tú crees que Icegirl sonríe alguna vez? —cuchichea Vlad, al ver que se aleja.
—Pssss… no sé.
—A esa tía lo que le hace falta es un buen polvo. Verías cómo sonríe.
Eso me hace soltar una carcajada. Si Vlad supiera lo que yo sé, se quedaría de piedra, pero prefiero seguirle el rollo.
—Estoy totalmente convencida.
Entonces aparece mi jefa, nos mira y con su voz chillona dice de malos modos:
—Elena, sobre tu mesa he dejado varias carpetas. Necesito que fotocopies lo que hay en ella y después lo lleves a mi mesa. Vladimir, creo que te buscan en tu departamento. Vamos, ¡a trabajar!
Prosigo mi camino sola hasta el despacho. Una vez allí, veo las carpetas de mi jefa y me encamino hacia la fotocopiadora. Hago lo que ella me pide y después contesto varios correos de las delegaciones. Sobre las once, entro en el archivo. Necesito varios papeles que me han pedido los delegados. Me encuentro ensimismada con ellos, cuando oigo una voz a mi espalda.
—Mmmmm… reconozco que encontrarte en el archivo me sugiere mil perversiones.
Sonrío. Es Yulia, que me observa desde la puerta.
—Señorita Volkova, ¿desea algo?
Sus ojos pasean por mi cuerpo.
—¿Qué tal una vueltecita? Me encanta cómo te quedan esos pantalones.
La complazco y hago lo que me pide. Doy una vuelta sobre mí misma y, cuando la termino, pregunto:
—¿Contenta?
—Sí… aunque lo estaría más si te desnudaras y…
—¡Yulia!
Con las manos en los bolsillos, sonríe.
—Nena… —murmura sin acercarse a mí—. Pero si me provocas…
—¡Tendrás morro! —Río y, cuando veo que se acerca, levanto una mano y murmuro—: ¡Stop!
Yulia se para.
—Fuera de mi archivo. Estoy trabajando y no quiero que me despidan por hacer cosas en el trabajo que no debo, ¿entendido?
Yulia da otro paso hacia mí.
—Mmmmm… estás tan guapa cuando trabajas. Ven aquí y dame un beso.
—No.
—Vamos… lo estás deseando tanto como yo.
—Yulia, alguien nos puede ver…
Pone cara de buena y hace un gesto con la mano.
—¿Uno chiquitito?
Resoplo… pero me acerco a ella y le doy un beso en los labios. Inmediatamente, Yulia me coge de la cintura, me apoya contra los archivadores y me mete su lengua en la boca. Me devora y yo me dejo llevar.
—Dios… pequeña ¿Qué voy a hacer contigo?
—De momento, soltarme —me quejo—. Me estoy clavando el pomo de la puerta del archivador en el culo.
Me suelta rápidamente.
—¿Te duele? —pregunta, preocupada—. ¿Te he hecho daño?
—Noooooooo… —Río—. Sólo lo he dicho para que me soltaras.
De nuevo veo la guasa en sus ojos. Se repasa los labios con la lengua y da un paso hacia atrás. Me mira, levanta un dedo y antes de marcharse dice:
—Que sea la última vez, señorita Katina, que me incita a hacer algo que yo no quiero. Póngase a trabajar y deje de insinuárseme.
Veo cómo sale del archivo y sonrío. La felicidad que Yulia me provoca no es comparable a nada en el mundo. Cuando salgo, la veo hablando por teléfono. Cuando cuelga, pasa por mi lado y, aunque no me mira directamente, sé que me ha mirado. Ambas regresamos a nuestros trabajos.
A la una me avisan de recepción. Un mensajero trae un ramo de rosas. Cuando el mensajero aparece e indica que el precioso ramo de rosas rojas de tallo largo es para mí, me quedo sin palabras. Cuando se va, saco la tarjetita y leo: «Como dice nuestra canción: te llevo en mi mente desesperadamente».
Me quedo boquiabierta mirando la tarjeta con el ramo en las manos. Leer eso me hace sonreír. Yulia es tan romántica en la intimidad que me encantaría que todo el mundo lo supiera. Mi jefa, que en ese momento pasa por mi lado, se queda mirando el ramo de flores.
—Qué maravilla. ¿Quién me manda esta preciosidad?
—Me lo han enviado a mí.
Su cara se contrae al escuchar eso, se da la vuelta y se marcha. No le ha hecho gracia saber que yo puedo recibir flores maravillosas. Emocionada, saco uno de los jarrones que guardo para cuando llegan flores, lo lleno de agua y lo pongo sobre mi mesa.
Yulia aparece en el despacho, me mira y sin cambiar su habitual gesto serio dice:
—Bonitas flores.
—Gracias, señorita Volkova.
—¿Algún admirador secreto?
Sonrío como una boba.
—Mi novia, señorita.
Yulia asiente, se da la vuelta y se mete en su despacho. Esa tarde cuando llego a casa, Yulia llega quince minutos más tarde y, con posesión y deleite, me hace el amor.
El viernes, Yulia me invita a cenar a un restaurante maravilloso. Ponemos fecha a nuestro cambio de residencia y decidimos que será para mediados de enero. Mi pisito es mío, en propiedad. Cuando me mudé a Madrid, mi padre me ayudó a comprarlo y, tras nuestra conversación, decido no venderlo, ni alquilarlo. Será un piso que siempre tendré para cuando quiera regresar a Madrid de visita.
Esa noche, a pesar de la felicidad que veo en la mirada de Yulia, intuyo que le duele algo la cabeza. La he visto tomarse dos pastillas. Pero no quiere hablar de ello. Se niega. Sólo quiere hablar de nosotros y de nuestra próxima vida en Alemania.
Tras la cena, cuando nos vamos del restaurante, nos encontramos con unos amigos suyos en la calle. Una pareja. Nos saludamos. Y en un momento dado Yulia me pregunta:
—¿Te apetece que invite a Víctor al hotel para jugar los tres?
Mi corazón bombea con fuerza y asiento. Yulia sonríe.
—Voy a hablar con él. Seguro que no dice que no.
Yulia y Víctor se alejan un metro de mí y de la chica que va con él. Se llama Loli y es muy simpática. Las dos hablamos, mientras yo observo los observo. De pronto, veo que a Yulia le suena el móvil, atiende la llamada y deja de sonreír. Tras eso, se acerca a mí y dice:
—Nos vamos.
Víctor y Loli se quedan donde estaban y observo que entran en el restaurante. ¿Qué habrá pasado?
En el camino de vuelta está más callada de lo normal. Intento hablar con ella, bromear, pero no entra en el juego. Finalmente me callo. Cuando Yulia se pone así, mejor dejarla.
Cuando llegamos al hotel, Yulia pide que nos traigan una botella de champán. Yo me quito los zapatos y me siento al borde de la cama. Tengo ganas de jugar. La proposición de Yulia me ha excitado mucho.
Yulia se desprende de la chaqueta, la deja perfectamente colocada en el galán de noche y me mira. Suena la puerta y mi corazón aletea. Pero el aleteo se relaja cuando veo entrar al camarero con dos copas y la botella de champán.
En cuanto nos quedamos solas, Yulia descorcha la botella, sirve dos copas y cuando me da una murmura en un tono frío y distante:
—Presiento que mi proposición te ha alterado, ¿verdad?
Pienso mi respuesta. Podría mentir, pero no quiero.
—Sí…
Yulia asiente, da un trago a su copa y pregunta:
—Te gusta mucho que te ofrezca a otros hombres, ¿verdad?
—¡Yulia!
—Responde, Len.
Resoplo y murmuro:
—Sí, me gusta.
Se sienta a mi lado y toca con delicadeza mi rodilla.
—Te aseguro que eso me gusta mucho a mí también y espero ofrecerte a otros.
—¿Otros?
—Sí… otros. Mis juegos son muchos y estoy seguro de que desearás seguir jugando, ¿verdad?
Calor… calor… y más calor… ¡ya comienza mi calor!
Yulia vuelve a llenarme la copa de champán y me saca de mi ensoñación.
—¿Te gustaría volver a jugar con una mujer?
Sorprendida, me encojo de hombros.
—No.
—¿Seguro? —insiste.
Su insistencia me inquieta. Cuando voy a decir algo, ella me agarra del brazo y me mira profundamente.
—¿Por qué no me dijiste que Marisa y tú os conocíais?
Eso me pilla totalmente descolocada.
—¿Cómo dices?
—Quiero saber cuándo sueles ver a Marisa.
—Yo no suelo verla.
Con la mirada velada por la furia, murmura:
—No me mientas, **** sea.
—No te miento. Ella va a mi gimnasio y nos hemos visto allí en un par de ocasiones. Nada más.
En ese instante creo que debo explicarle lo que llevo callando tanto tiempo cuando Yulia estalla.
—¡**** sea, Elena! No soporto la mentira. ¿Por qué no me dijiste que ya os conocíais cuando vino el otro día al hotel?
—No… no lo sé… yo…
Fuera de control, Yulia se aleja de mí.
—Será mejor que te vayas, Elena. Estoy terriblemente enfadada y no quiero hablar.
—Pero yo quiero hablar contigo y no quiero dejar las cosas a medias como siempre hacemos cuando te enfadas.
—Len… —gruñe.
—Yulia, ¡tenemos que hablar! De nada sirve que las cosas se queden así. ¿No te das cuenta?
Se agarra la cabeza. Ese gesto me hace ver que no está bien. Veo que abre su neceser y se toma otro par de pastillas. Eso me altera. No quiero verla sufrir. Sale del dormitorio y me quedo sola. Instintivamente, me siento en la cama, me pongo los zapatos y sin decir nada más salgo yo también. La veo en la terraza, mirando al horizonte. Me acerco a ella.
—¿Te duele la cabeza?
—Sí.
—¿De verdad quieres que me vaya?
—Sí.
—Yulia, cariño, no sé qué te han explicado pero es una tontería, créeme.
—Le diré a Tomás que te lleve a tu casa.
—No.
—Sí. Él te llevará a tu casa. Adiós, Len. Hasta mañana.
No me mira. No se mueve y, al final, me doy por vencida. Me vuelvo y, con el corazón dolorido, me marcho.
Suena un ruido. Me sobresalto. Es el teléfono.
Salto de la cama. Miro el reloj. Las cinco y veintiocho.
Asustada, corro a contestar. Si alguien llama a esas horas, no puede ser por nada bueno.
—¿Sí?
—Cuchufleta… soy yo.
¿Mi hermana?
La mato… ¡Yo la mato! Pero, al escucharla llorar, me asusto.
—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?
—Estoy mal… muy mal. He discutido con Dimitry, se ha marchado de casa a las nueve de la noche y mira qué horas son y no ha vuelto…
Llora… y llora y llora e intento tranquilizarla.
—¿Dónde está Irina?
—Durmiendo en casa de una amiguita. Por favor, necesito que vengas.
—De acuerdo… voy para allá.
Cuelgo el teléfono y resoplo. Mi hermana y sus histerismos… Menos mal que es sábado y no tengo que ir a trabajar. Pienso en Yulia. ¿La llamo? Puede que esté despierta, pero al final decido no molestarla. Conociéndola, seguirá enfadada por lo que ocurrió el día anterior. Con rapidez me lavo los dientes, la cara, me pongo unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta. Hace fresquito.
Bajo a la calle y me monto en mi coche. Arranco. Mi hermana no vive lejos, pero a esas horas no me apetece ir caminando. Pongo la radio y tarareo mientras conduzco. Veo un hueco para aparcar frente al portal de mi hermana, paro, meto la marcha atrás y cuando miro por el espejo retrovisor me quedo sin respiración al ver que un coche se abalanza y finalmente choca contra mí.
Murmullos… murmullos… oigo murmullos.
No puedo abrir los ojos, me pesan. No sé dónde estoy ni qué me pasa. Entonces recuerdo el coche abalanzándose sobre mí y soy consciente de que he tenido un accidente. Sirenas. El ruido de las sirenas me hace abrir de golpe los ojos y me encuentro en una ambulancia con dos hombres mirándome y con gasas con sangre en las manos.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Sí… no… no sé.
—¿Cómo se llama?
—Elena.
—Muy bien, Elena, no se asuste. Unos chicos que iban bebidos le han dado un golpe con su coche. La vamos a llevar al Clínico para que se hagan una revisión.
—¿Esa sangre es mía?
Uno de los jóvenes enfermeros que me atiende asiente.
—No se asuste, pero sí.
—Pero ¿es sangre? ¿De dónde es?
—Del labio y de la nariz. No ha saltado el airbag de su coche y se ha golpeado contra el volante, pero no se preocupe, no es nada grave.
De pronto, escucho unos chillidos y los identifico rápidamente. ¡Mi hermana! Intento incorporarme para que me vea y sepa que estoy bien pero no puedo. Me duele horrores el cuello.
—Por favor, la que chilla es mi hermana. ¿Pueden dejar que me vea para que se tranquilice?
El muchacho accede y sonríe.
—Por supuesto. Si quiere, puede acompañarla en la ambulancia.
Dos segundos después, veo aparecer a mi hermana con su batita azul de guata. Está pálida. Me ve y sus gritos se convierten en gemidos de terror.
—¡Ay, Dios mío…! ¡Ay, Dios mío! Cuchu… ¿qué te ha pasado? ¿Estás bien? Todo por mi culpa, ¡mi culpa! Yo te he pedido que vinieras a casa. ¡Oh, Dios mío…! ¡Dios mío! Cuando he escuchado las sirenas y he visto el coche… ¡Oh, Dios! Como te pase algo, yo me muero, ¡me muero!
Uno de los jóvenes que nos atienden, al ver su estado de histerismo, se dirige a ella.
—Si no se tranquiliza, la vamos a tener que atender a usted, señora. Su hermana está bien. Un coche la ha embestido por detrás, pero su estado es bueno, tranquilícese.
—Annya —murmuro dolorida—. Tranquilízate, ¿vale?
Hace un gesto con la cabeza, mientras unos enormes lagrimones le chorrean por la cara. Me coge la mano y la ambulancia arranca. Cuando llegamos a Urgencias, la miro y digo:
—Quédate con mi bolso y no llames a papá. No lo asustes, ¿de acuerdo?
Como una magdalena, me dice que sí y los enfermeros que llevan la camilla me meten para adentro para atenderme. Me hacen varias radiografías del cuello y del hombro porque les digo que me duele y cientos más de cosas. Estoy cansada, dolorida y me quiero ir a mi casa. Pero allí todo es lento… muy lento.
Cuando salgo tres horas después con un collarín en el cuello, un chichón en la frente y los labios hinchados, me sorprendo al ver a mi hermana, a mi cuñado y a Yulia.
La primera en llegar a mí es ella. Su gesto me hace saber el susto que tiene por lo ocurrido. Me abraza con delicadeza y no dice nada. Su manera de abrazarme y la tensión que noto en su cuerpo hablan por sí solos. El abrazo es interminable, tanto, que finalmente tengo que susurrar:
—Yulia, estoy bien, cariño, de verdad.
Mi hermana nos observa y, cuando Yulia me suelta, la veo llorar de nuevo.
—Anda, ven aquí y deja de llorar, que no me ha pasado nada.
Annya me abraza y llora desconsoladamente, mientras mi cuñado se acerca.
—¿Estás bien?
Sonrío lo mejor que puedo.
—Sí, y por favor… haced el favor de dejar de discutir. En una de éstas, me matáis.
—Lo siento. Ha sido todo culpa mía —se disculpa Dim
Me suelto de mi hermana y agarro a mi cuñado del brazo.
—No digas tonterías. Estas cosas pasan porque sí y ya está. Por cierto, no habréis
llamado a papá, ¿verdad?
Mi hermana niega con la cabeza y yo se lo agradezco.
Cuando salimos del hospital, mi hermana y mi cuñado se empeñan en llevarme a su casa. Yulia, por su parte, insiste en que me vaya con ella al hotel. Al final, me planto.
—Quiero irme a mi casa, por favor ¡entendedme!
Yulia mira a mi hermana.
—Yo la llevaré a casa y me quedaré con ella.
Annya asiente pero, antes de marcharse, responde:
—Descansa. Después de comer pasaré por tu casa para verte y llamaremos a papá.
Cuando mi hermana y su marido se van, veo aparecer el coche de Yulia. Tomás, al ver mi estado, se baja rápidamente.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Sí, no te preocupes, Tomás. No es tan malo como parece.
En cuanto estoy en el interior del vehículo, cierro los ojos y me recuesto sobre el respaldo. Estoy dolorida y cansada. Yulia se acerca a mí, me da un beso en la frente. Abro los ojos.
—¿Estás mejor de tu dolor de cabeza?
—Sí, cariño. No te preocupes por eso, ni por nada. Ahora sólo me importas tú. Sólo tú.
Sus palabras y la ternura con que las dice me indican que la discusión está olvidada. Sonrío y le acaricio la cara con cariño.
—¿Te ha llamado mi hermana?
Me coge la mano y la besa.
—Te mandé un mensaje y ella me llamó —acerca su frente a la mía y murmura—: Jamás en mi vida lo he pasado peor, cariño. Cuando tu hermana me ha llamado, llorando… y yo oía sus sollozos y sólo entendía… Elena… ambulancia… accidente… he creído morir.
—Exagerada.
—No, exagerada no. Te quiero y no quiero que te pase absolutamente nada. El rato que he pasado hasta que te he visto ha sido horrible. Desconcertante. No se lo deseo ni a mi peor enemigo. Me siento culpable. Si no te hubiera echado de mi lado, nada de esto hubiera pasado.
—Yulia, tú no tienes la culpa de nada.
—No estoy de acuerdo con lo que dices. Me siento fatal. —Al ver que resoplo, me da un delicado beso en la comisura de los labios—. ¿Te encuentras bien?
—Sí… —E intentando que sonría añado—: Como verás, de ésta ¡no te libras de mí!
Los labios se le curvan pero está demasiado tensa.
—De ahora en adelante, yo te cuidaré.
Por la tarde, tras haber descansado toda la mañana, mi hermana y mi cuñado llegan a mi casa con mi sobrina y mogollón de comida. Mi hermana la mete en el frigorífico mientras observo que le da instrucciones a Yulia que sólo dice que sí, aunque sé que no se está enterando de nada.
Tras llamar a mi padre y explicarle lo ocurrido, me relajo. Él, a pesar del susto inicial, tras hablar conmigo, con mi hermana y con Yulia sé que se ha quedado más tranquilo. Mi hermana y Dimitri están en la cocina hablando. Tienen que hablar. Yulia está viendo un partido de baloncesto en la televisión, cosa que me sorprende, ya que no sabía que le gustara el baloncesto. Mi sobrina Irina, que está sentada entre las dos, pregunta:
—¿Eres la novia de mi tita?
Al escuchar aquello Yulia la mira.
—Sí.
—¿Y te vas a casar con ella?
—Pues no lo hemos hablado —responde sorprendida.
—¿Y por qué no lo habéis hablado?
—Porque no.
—¿Y por qué no?
—Algún día.
—¿No te quieres casar con ella?
Yulia clava su mirada en ella.
—Vale, Irina… lo hablaré con ella.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Quizá cuando se recupere, ¿te parece?
—¡Genial! ¿Tú quieres ser mi tita?
—Sí.
—¿Y por qué?
Yulia comienza a desesperarse. Mi sobrina puede llegar a ser exasperante, así que decido acudir en su auxilio:.
—Irina, ¿quieres irte a mi habitación a ver dibujos?
A la pequeña le cambia la cara. Sonríe y sale escopeteada hacia allí. Yulia me mira a los ojos y sonríe.
—Gracias, cariño.
—De nada. —Curiosa, pregunto—: ¿Flyn no es así?
—No. Es totalmente diferente. Ya lo verás.
Aquella noche, cuando Yulia y yo nos quedamos solas en mi casa, se ocupa totalmente de mí. En un cuaderno se apunta la medicación que tengo que tomar y los horarios, y me sorprendo al ver lo apañada que puede llegar a ser para atender a un enfermo. Eso me hace recordar que está acostumbrada a cuidarse desde hace tiempo. No hace referencia a nuestra discusión y se lo agradezco. Cuando nos acostamos, me da un beso en los labios.
—Descansa, cariño. Yo me ocuparé absolutamente de todo.
El lunes, cuando Yulia se va a trabajar, viene mi hermana para tomarle el relevo. A las once, me llega un mensaje al móvil. Es Vlad que dice: «Acabo de enterarme de que eres la novia de Yulia Volkova. Zorrona, ¡qué callado te lo tenías! Ya me contarás. Un besito y recupérate».
Cuando dejo el móvil sobre la mesa no sé si reír o llorar. Oficialmente ya soy su novia.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 7:59 pm

La baja dura tres semanas y la aprovecho para hacer una última limpieza en casa y comenzar a guardar en cajas las cosas que me quiero llevar a Alemania. Yulia quiere comprarme un coche más seguro y resistente pero yo me niego. Mi Seat León me encanta. Mi seguro lo arregla en un tiempo récord, y supongo que ha sido Yulia quien les ha metido caña. Queda como nuevo.
Yulia me cuida con mimo y me ayuda con las cajas. No me voy a llevar muchas cosas, excepto ropa, fotos, libros y mi música. El resto quiero que se quede todo aquí y, a medida que pase el tiempo, me lo iré llevando poco a poco.
El día que aparezco en la oficina todos me miran. Me observan con curiosidad. Saben que soy la novia de la jefaza y hacen eso que tanto odio: ¡cuchichear!
Vladimir se acerca a mí nada más verme.
—Ahora que eres la novia de la jefa, ¿desayunas conmigo? —pregunta con guasa.
Lo miro divertida.
—Anda, petardo… vamos.
En el camino se preocupa por mi estado de salud. Le explico mi accidente y él me escucha horrorizado. En la cafetería, cuando voy a pagar, los empleados no me dejan. Tienen orden de la señorita Volkova de no cobrar nada de lo que yo consuma. Todo se pone a su cuenta.
Cuando regreso a mi puesto de trabajo, mi jefa sale a saludarme. Su tono de voz ahora es suave e incluso intenta ser agradable conmigo. Menuda perraca es ésta. Ahora que sabe que soy la novia de Yulia me lleva entre algodones.
A los diez minutos de llegar, veo que entra una chica al despacho y se sienta a la mesa que era de Vlad. Me mira y pregunta:
—¿Eres Elena?
Asiento y añade.
—Soy Claud, la nueva secretaria de la señorita Volkova mientras esté en España.
Sorprendida, la miro. Yulia no me ha comentado nada en el tiempo que he estado de baja, pero no me extraña, Yulia no ha querido hablar absolutamente nada del trabajo en mi convalecencia. Incluso quería que el médico me ampliara la baja, pero yo no lo permití. Eso la hizo enfadar, pero a mí me dio igual. Mi baja se finaliza y yo comienzo a trabajar.
Cuando Yulia entra por la puerta, me mira. Yo también la miro.
—Buenos días, señorita Volkova.
Suelta el maletín sobre mi mesa, se acerca a mí y me da un beso en los labios que deja a mi jefa y a la nueva secretaria tiesas. Tras aquel más que deseado beso, murmura:
—Buenos días, Len. ¿Te encuentras bien?
Aturdida por aquel recibimiento, no sé adónde mirar mientras veo que Yulia retiene sus ganas de reír. Finalmente sonrío.
—Buenos días, Yulia. Me encuentro bien y dispuesta para trabajar.
Mi jefa, encantada de haberse conocido, dice:
—Pero qué bonita parejita hacéis las dos.
¡Falsa! La conozco y veo la falsedad en sus ojos y en cómo me mira.
—Gracias —responde Yulia.
Mi jefa me repasa de arriba abajo. Sigue sin creer lo que ve.
—¡Oh, qué anillo más bonito llevas! ¿Es lo que imagino?
Yulia coge mi mano, me besa los nudillos y añade con posesión:
—Un diamante para mi precioso diamante.
Sus palabras me acaloran, sobre todo al ver cómo me miran esas dos. Finalmente, tras un incómodo silencio, mi jefa se vuelve hacia mí.
—Elena, ella es la nueva secretaria de Yulia. Se llama Claud Koslova y es mi hermana pequeña. Ella ocupará tu puesto cuando tú te traslades a Alemania.
Me quedo pasmada… ¿Por qué no me lo ha dicho ella al presentarse? Y, especialmente, ¿por qué ya están haciendo planes sin hablar antes conmigo?
—Una secretaria muy eficiente, por cierto —añade Yulia.
Ese halago me molesta, pero disimulo.
—Gracias, señorita Volkova —responde la joven, encantada—. Para mí es un placer oírla decir eso. Estoy encantada de que esté satisfecha con mi trabajo.
Esa sonrisita de zorra me la conozco. Es igualita a la de su hermana y sé que no va a deparar nada bueno. Con disimulo, observo cómo se humedece los labios para mirar a Yulia y eso me molesta.
—Claud es un cerebrito, además de listísima y monísima —dice mi jefa—. Por cierto, Claud, dile a Elena los idiomas que hablas.
La joven pestañea y se toca el cabello.
—Alemán, francés, inglés, ruso y algo de chino.
—Impresionante —comenta Yulia.
¡Vaya! La tía es un portento… pero como siga humedeciéndose los labios, se los va a tragar de un puñetazo.
Durante un rato hablan delante de mis narices, mientras observo cómo ésa sonríe. En sus ojos puedo ver que le encanta su jefa y, en cierto modo, la entiendo. ¿A quién no le gusta Yulia? Finalmente, ella da por finalizada la charla y se mete en su despacho. Pero, cuando suena el teléfono de Claud y ésta entra en él, me inquieto como nunca lo había hecho.
Apenas puedo mirar mi ordenador. Sólo puedo mirar con disimulo hacia el despacho de Yulia. Dos minutos después, Claud sale.
—Voy a por un café para mi jefa.
Cuando ésta se marcha, me levanto y entro como un miura en el despacho de mi novia. Ella me mira y yo, con los celos instalados en mi cara, pregunto:
—¿Qué es eso de ofrecerle a otra mi puesto sin contar conmigo? —Al ver que no contesta, insisto—: ¿Cuándo me ibas a decir que tienes nueva secretaria?
Yulia suelta el bolígrafo que tiene en las manos.
—¿Algún problema, Len?
—No… yo no tengo ningún problema, pero por lo que veo tú sí lo has tenido para no explicármelo.
Divertida, Yulia, frunce los ojos.
—¿Estás celosa de Claud?
—No.
—¿Entonces?
Malhumorada, me retiro el flequillo de la cara.
—Deja de mirarme con esa sonrisita tonta o te juro que te abro la cabeza con el macetero.
Yulia suelta una carcajada que retumba en el despacho. Se levanta, da la vuelta a su mesa y cuando llega a mi lado, sin tocarme, cuchichea:
—Mmmm… sabes que ese carácter tuyo tan Ruso me enloquece.
Al verla tan cerca de mí, levanto el mentón y cierro los ojos con fuerza.
—¡Diosssssssss…! ¿Por qué no me has dicho nada? Se supone que es mi trabajo y ya se lo has dado a otra.
—Cariño. Ella se ocupará de mis asuntos el tiempo que me queda en España y al mismo tiempo se va enterando de lo que tú haces. Así, cuando no estés, todo funcionará como hasta el momento. Tengo que pensar en el buen funcionamiento de la empresa.
Sin prestar atención a lo que me ha dicho, respondo enfadada:
—Pero ¿tú has visto cómo te mira? Sólo me han hecho falta cinco minutos con ella para saber que le gustas y…
—Pero a mí quien me gusta eres tú… cuchufleta —me corta—. Y el resto de las mujeres, incluida Claud, no son absolutamente nada para mí. Sólo tú. Métetelo en esa preciosa cabecita, ¿vale? Y si no te había dicho nada es por evitarte quebraderos de cabeza, ¿y sabes por qué? Porque en Alemania quiero que descanses de horarios y vivas como una reina. Quiero que seas feliz haciendo lo que te gusta y te des todos los caprichos del mundo. Pero si quieres trabajar, no te preocupes. Te prometo que habrá un puesto de trabajo allí para ti.
De pronto me doy cuenta de lo ridícula que debo de parecer y cierro los ojos.
—¡Diossssssssssss, qué vergüenza! ¿Qué estoy haciendo?
Yulia sonríe pero, cuando va a responder, la puerta se abre y aparece Claud con el café. El teléfono suena, ella lo coge y, tras decirle que es una llamada desde Alemania, yo salgo y cada uno continúa con su trabajo.
A la una, Yulia sale de la oficina. Tiene una comida y yo decido ir al Vips a comer. Cuando regreso, al pasar por una floristería, se me ocurre algo. Sonrío y me dejo llevar por mi impulso. Encargo un bonito ramo de rosas para Yulia que me cuesta un pastón y en la tarjeta escribo:
Yo no sé hablar, ni francés, ni ruso, ni chino ¿me renovarás el contrato? TQ. Cuchufleta.
Dos horas después, cuando estoy tecleando en mi ordenador oigo que suena el teléfono de mi nueva compañera. Segundos después, ella se levanta y veo entrar a un muchacho con un bonito ramo de rosas. Claud se sorprende y se las lleva a Yulia. Con disimulo, observo cómo ésta se las entrega y sale del despacho. Ella, sorprendida, las mira. ¿Rosas para ella? Pero cuando abre la tarjetita y la veo sonreír y mirarme, no lo puedo evitar y sonrío. Instantes después, suena mi móvil. Un mensaje de Yulia: «Tu contrato está renovado de por vida en mi corazón. Te quiero»
A primeros de diciembre, la madre de Yulia aparece por Madrid para ver con sus propios ojos qué tal está su hija. El pequeño Flyn, según me dijo, iba a venir con ella, pero, al final, una de sus trastadas se lo impidió y lo dejó en Alemania con la tata. Su felicidad al ver tan feliz a Yulia es plena y más cuando habla de nuestro próximo traslado a Alemania.
Sonia se emociona. Saber que su hija regresa a su hogar la llena de alegría y yo lo veo en su mirada.
Aquella noche, cuando llego al restaurante y veo a mi padre y a mi hermana con mi cuñado Dim esperándonos, salto de felicidad. Yulia lo ha organizado todo sin decirme nada. Desea que nuestras familias se conozcan y que lo nuestro sea totalmente oficial. Esa sorpresa me gusta y más cuando mi padre me da un beso y me murmura:
—Tú vales mucho, blanquita, y ella lo sabe.
La felicidad que siento al escuchar a mi padre y ver su cara de orgullo es indescriptible. Él quiere lo mejor para mí y sabe que Yulia es mi felicidad. A la cena se suman Andrés y Frida y, cuando creo que ya no va a llegar nadie más, aparece Marta con un amigo.
Todos brindan por nosotros, mientras Yulia y yo nos miramos embobadas. Apenas puedo creer que todo esto me esté pasando a mí. He encontrado el amor cuando menos lo buscaba y con la persona que menos esperaba. Yulia es mi mundo y mi vida y nada, absolutamente nada, puede empañar mi felicidad y mi alegría.
Mi maravillosa novia está guapísima con su traje oscuro y su camisa azul. Es tan elegante vistiendo que a veces temo no estar a su altura. Su mirada me tiene loca. Se lo que piensa. Lo que desea y acercándome a ella murmuro:
—Estoy deseando llegar al hotel.
—Mmmm, te estás volviendo una depravada, cariño —cuchichea, mientras me besa el hombro.
Sonrío, mientras todos cenan tranquilamente a nuestro alrededor.
—Tan depravada como tú. No hago más que pensar en…
—¿Sexo?
Asiento y ella sonríe.
—¿Qué te parece si esta noche jugamos?
Clava sus impresionantes ojos claros en mí.
—¿Quieres que juguemos esta noche?
Abro los ojos y sonrío.
—Sí.
Yulia se mete un trozo de carne en la boca y, tras masticarla, me pregunta al oído:
—¿Algún juego en especial?
Me rasco la mejilla y me encojo de hombros.
—Algo que sea para las dos.
Yulia asiente.
—De acuerdo. Haré una llamada.
Saber eso me altera y, debe de ser tan escandalosa la cara que tengo, que murmura entre risas.
—Cambia ese gesto, viciosilla.
Ambas sonreímos y ya no puedo dejar de pensar en qué nos esperará en el hotel.
Cuando la cena se acaba, mi hermana y mi cuñado se llevan a mi padre a su casa y Larissa regresa al hotel. Frida y Andrés se marchan a su casa, el pequeño Glen tiene un poco de fiebre y ella está preocupada. Yo le pido a Yulia regresar al hotel pero ella, divertida, me anima a ir a tomar una copa con su hermana y su amigo. Acepto a regañadientes. Pero para incitarla no paro de susurrarle al oído que estoy lista para lo que ella quiera. Y consigo mi propósito. Lo veo en su mirada, pero decide hacerme sufrir un ratito más.
Como yo soy la que vive en Madrid y conoce los locales de moda los llevo al Toopsie, lejos de donde podría encontrarme con mis amigos. Si vieran a Yulia se quedarían de piedra. Vestida con su traje oscuro no tiene nada que ver con los tatuajes y los piercings de mis amigos. Eso me divierte. Y creo que, en cierto modo, eso, unido a su fuerte personalidad es lo que me enamoró de ella.
En el Toopsie, Marta y yo bailamos divertidas. Marta es una alocada como yo y pronto me doy cuenta de que hacemos buena camarilla. Durante un par de horas, los cuatro nos divertimos de lo lindo y, cuando ponen música más íntima y suena Blanco y negro, Yulia me mira y dice:
—Señorita Katina, ¿sería tan amable de bailar conmigo esta canción?
—Por supuesto, señorita Volkova.
Cuando llegamos a la pista, Yulia me abraza y por primera vez bailo con ella. Nunca había hecho aquello y sentirme abrazada a ella mientras suena nuestra canción me parece lo más bonito que he hecho en mi vida.
No hablamos. Sólo nos abrazamos mientras la voz de Malú canta:
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
Te regalaré el sol siempre que me lo pidas.
No somos perfectos, sólo polos opuestos.
Mientras sea junto a ti, siempre lo intentaría.
¿Y que no daría?
Yulia me mira y, cuando acaba la canción, murmura:
—Creo que ya ha llegado el momento de llevarte al hotel.
—¡Por fin! —susurro, haciéndolo reír.
Mi felicidad es tan completa que creo que voy a explotar de un momento a otro. Yulia me lleva hasta donde está su hermana y su amigo y nos despedimos. Ellos se ríen al ver nuestras prisas por marcharnos.
Al salir del local, aparece Tomás. Una vez dentro del coche, Yulia sube el cristal que nos separa de él y dice, mientras se desabrocha los pantalones y deja a mi vista su enorme erección:
—Len… móntate a horcajadas sobre mí. ¡Ya!
Sorprendida por esa urgencia sonrío y lo hago encantada.
—Dios, amor… voy a explotar.
Me río y siento sus manos subir por mis muslos hasta llegar a mi bonita tanga.
Es nuevo. Pero de un tirón seco me lo arranca.
—¡Yulia!
—Te compraré cientos de tangas… no te preocupes por eso. Ahora ábrete para mí.
—Muy bien, señorita Volkova —susurro, mientras ella pone ante mí la tanga rota—. Una vez rota mi tanga, ahora sólo espero que se comporte y me folle como usted sabe.
—Oh, sí… pequeña, no lo dudes.
Mis palabras la avivan y me penetra de un solo movimiento. Mi boca se abre, sale un jadeo y escucho su bronco gemido. Sí… su posesión me aviva. Me aprieta contra ella, jadeo.
—Así… ¿te gusta?
La sensación que me provoca me hace gemir con fuerza mientras ella se introduce más y más en mí.
—Vamos, señorita Katina —musita en mi oído—. Responda.
—Me gusta… sssí… sigue.
Jadeo. Mi cuerpo, electrizado y poseído por ella, se mueve ante un nuevo embiste más profundo. Más implacable. Mi respuesta le ha gustado, me sujeta con fuerza las caderas y se hunde una y otra vez en mí hasta que yo grito. Agarrada a sus hombros, me hace entrar y salir una y otra vez de ella. Un… dos… tres… y me aprieta con fuerza con su erección y yo grito otra vez. Una… dos… tres… y vuelve a hacerlo hasta que finalmente nuestro baile me hace correrme y ella eyacula dentro de mí.
Durante unos segundos, sigo a horcajadas sobre ella. Siento sus besos en mi cuello y murmura:
—Esta noche vas a ser toda mía. Toda.
—Lo estoy deseando.
Sonríe. Su cara, su gesto, me demuestra su felicidad.
—Levanta tu precioso cuerpo de mí con cuidado, pero no te apartes.
Divertida, hago lo que pide. Aprieta una trampilla de la limusina y aparecen pañuelos de papel. Coge uno y lo mete entre mis piernas, me limpia. Eso me excita más y, cuando veo que su glande vuelve a latir, sonrío y ella me advierte:
—Señorita Katina… relájese y espere a llegar al hotel donde continuaremos el juego.
Se limpia, se abrocha el pantalón y murmuro, sentándome de nuevo sobre ella:
—Te deseo… deseo morbo… que me compartas… deseo lo que quieras.
—Mmmmm… —Sonríe y, acercándose a mi boca, pregunta—: ¿Algún juego en especial?
—Tienes carta libre. Elige tú. Sólo deseo ser totalmente tuya.
Se ríe y me besa. Dos minutos después el coche se detiene. Bajo sin tanga y sigo a Yulia hasta el ascensor. Cuando entramos en la suite nos quedamos en el salón. Allí nos espera una cubitera fría con champán. Sabe lo que quiero y yo sé lo que ella quiere. Me mira de arriba abajo.
—Despampanante.
Con coquetería me doy una vuelta ante ella. Voy con un vestido negro que me llega hasta las rodillas, con un gran escote delantero y otro en la espalda.
—Gracias —asiento divertida mientras miro a mi alrededor y veo que no hay nadie.
Abre una botella de champán rosado, me entrega una copa y le da un trago.
—Ven… sígueme.
Pasamos al dormitorio y, al entrar, veo que sobre la cama hay varios juguetes. Calor. Mis pezones se ponen tiesos y mi vagina se contrae.
Yulia sube la música, después me abraza y me besa en los labios.
—¿Preparada para jugar?
Asiento, respondo a su caliente beso.
Me agarra por la cintura, me eleva para ponerme a su altura y me besa de nuevo.
—Precioso vestido… pero desnúdate.
Me suelta en el suelo y se sienta en la cama a la espera de que cumpla lo que pide. Sin dilación, me quito el ancho cinturón que marca mis caderas y después suelto los corchetes que hay bajo mi pecho. El vestido cae a mis pies y quedo sólo vestida con un bonito sujetador negro. No llevo tanga, ella me la arrancó en el coche.
En ese momento, la puerta de la habitación se abre y veo que entra una mujer rubia. No la conozco. No sé quién es, pero sé a lo que ha venido.
Camina hacia nosotras y Yulia me informa:
—Se llama Helga. Es una colega de Björn que curiosamente se aloja en el hotel y está de paso en España.
Helga y yo nos saludamos y Yulia añade:
—De entrada, quiero observarlas, ¿te parece bien, cariño?
Sé lo que disfruta ella observándonos y sonrío.
Yulia se desnuda y se sienta al borde de la cama. La Rubia pasea sus manos por todo mi cuerpo. Sus dedos se paran en mi trasero y lo aprieta. Yulia sonríe y yo hago un mohín.
De pronto se me ocurre algo:
—¿Y si soy yo quien te ofrece?
Yulia me mira sorprendida. Yo levanto una ceja y camino hacia la cama. Saco un preservativo de la caja, se lo doy y le doy un beso en los labios.
—Póntelo.
Vuelvo a mi sitio inicial y Helga vuelve a tocarme mientras Yulia rasga con los dientes el preservativo y se lo pone. Una vez que está colocado, me desplazo hacia un lado, cojo a Helga de las manos y le susurro al oído bajo la enloquecida mirada de Yulia.
—Súbete a ella y fóllatela para que yo lo vea.
Helga se sienta sobre Yulia, coge su erección y poco a poco se clava en ella. Su cara lo dice todo. Disfruta siendo penetrada. Me subo a la cama, me pongo detrás de Yulia y pido en su oído mientras le toco el cuello.
—… chúpale los pezones.
Sin un atisbo de celos, veo como la mujer que me vuelve loca hace lo que le pido. Le lame los pezones, se los mete en la boca y los chupa mientras aquella mujer mueve sus caderas y la hace estremecer.
La respiración de Yulia se acelera y la coge de las caderas para penetrarla con más profundidad. Eso me incita. Ver a Yulia en acción me aviva y deseo ser yo la que ocupe el lugar de Helga.
Jadeos… calor…
Helga gime, se echa hacia atrás y sus pechos regresan a la boca de Yulia, mientras ella la penetra. Fuerza. Posesión. Me gusta sentirla así. Mi vagina se contrae y le reparto cientos de besos por los hombros.
—Disfruta, cariño… —le murmuro de nuevo al oído—. Ahora quien te observa soy yo.
Yulia echa la cabeza hacia atrás para que la bese y yo la poseo con la boca, mientras el baile sexual de ellas continúa durante varios minutos más. Al final, Helga se arquea y grita. Yulia se deja ir mientras me besa. Abre la boca para soltar un ronco gruñido y yo le muerdo los labios.
A diferencia de cuando soy yo la que está entre sus brazos, Yulia se quita de encima a Helga en cuanto termina. La joven, sin decir nada, va al baño y escucho el agua correr. La respiración de Yulia comienza a serenarse, se tumba en la cama y yo me pongo a su lado.
—Nunca me había ofrecido una mujer.
—Me alegra ser la primera y te aseguro que no será la última.
Yulia cuchichea.
—Es usted muy peligrosa, señorita Katina Nunca me deja de sorprender.
—Me gusta serlo y hacerlo, señorita Volkova.
La beso y me responde con ardor.
Me abraza y, cuando Helga sale del baño, me suelta.
—Voy a ducharme, cariño.
Yulia desaparece y Helga se acerca a mí y me acaricia la cintura.
—Ahora te quiero a ti.
Excitada, me acerco a ella. Me toca los pechos y, con delicadeza, se agacha para metérselos en la boca. Me toca la cintura y yo cierro los ojos mientras me dejo llevar por el placer de la lujuria.
Vuelvo a estar parada en el centro de la habitación y ella se pone a mi espalda.
Sigue su recorrido y sube lentamente por mi columna, cuando, de pronto, siento que me está desabrochando el sujetador. Un corchete… otro… otro… y la fina tela cae a mis pies. Sus hábiles dedos pasean ahora por mis costillas, hacen circulitos y, cuando me cogen los pechos, jadeo al notar cómo me aprisiona los pezones.
Yulia sale del baño y nos observa mientras se sienta mojada en la cama. Helga me hace andar hasta ella y, agarrándome los dos pechos, se los ofrece. Gustosa, los toma. Primero chupa uno. Después el otro y, cuando los pezones erectos están duros como piedras, los mordisquea como sabe que me gusta.
Calor… calor… mucho calor.
Las manos de Helga vuelven a mi trasero y Yulia, al ver aquello, me agarra de las caderas y me atrae hacia ella. Pone sus labios sobre mi monte de Venus y lo besa con mimo.
—Ah… —Sale de mi boca.
Yulia sonríe, se sienta al fondo de la cama y vuelve a mover la cabeza. Helga me agarra de la mano y me hace subir a ella. Me lleva hasta la altura de Yulia y me indica que me ponga boca abajo. Quedo entre las piernas de Eric y ella se sienta sobre mi trasero. Bambolea sus caderas sobre mí y percibo la humedad de su entrepierna justo en el momento en que su aliento está en mi cuello. Pasea sus manos por mi cabeza y enreda sus dedos en mi pelo.
Tira de él y me hace subir la cabeza. La erección de Yulia queda frente a mí. Me la mete en la boca y yo la chupo. La succiono y la degusto. Lujuria. Tener su enorme erección en mi boca me enloquece. La miro y veo sus ojos brillantes. Excitados. Helga bambolea otra vez sus caderas sobre mí y hace como si me montara mientras siento que con su mano libre me separa las piernas y me toca los labios mayores.
Más calor… mucho…
Me suelta el pelo y se escurre por mi espalda. Yulia saca su pene de mi boca.
—Tranquila, pequeña… hay tiempo.
Helga me hace poner a cuatro patas sobre la cama. Me muerde las cachas del culo y mete uno de sus dedos en mi interior. Curvo mi espalda en busca de más.
Mete otro dedo y comienza a moverlos dentro de mí. Inconscientemente, gimo mientras Yulia murmura:
—Así… déjate llevar.
Durante varios minutos, aquella mujer toca mi cuerpo mientras Yulia besa mi boca. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando Yulia me toma por las axilas y me da la vuelta. Me apoya contra su pecho, me coge las piernas y me abre para Helga.
Su boca me saquea mientras Yulia me ofrece a ella y me susurra palabras cariñosas al oído. Helga juega con mi sexo. Me chupa golosa… me succiona. Juega con mi clítoris con mimo. Lo hincha. Lo endurece. Lo sopla. Lo degusta como a un bombón en su boca experta. Yo jadeo y me abro para ella.
De pronto, pasa una pierna por debajo de mi cuerpo. Eric me ladea y noto su vagina contra la mía. Su calor me hace gemir mientras siento una especie de corriente eléctrica al notar que me aprieta hacia ella. Su clítoris y el mío se encuentran. Ambos están calientes y húmedos. Hinchados y juguetones. Mil sensaciones atraviesan mi cuerpo mientras Helga se mueve y se restriega contra mí. Quiero que siga. Quiero que no pare. Y cuando suelto un grito y noto la humedad entre nosotras dos, se separa de mí, se pone de rodillas y coge un vibrador rojo. Lo unta de lubricante y lo mete centímetro a centímetro en la vagina.
Calor… gemidos… calor. Yulia, en mi oído, me pide:
—Córrete… dámelo… córrete.
El vibrador de pronto se pone a rotar en mi interior. Chillo y me retuerzo. Helga sonríe. Su perversa sonrisa me hace ver que disfruta con lo que hace, y murmura:
—Ahora voy a por tu apretado culito.
El vibrador sigue en el interior de mi vagina dando vueltas cuando coge otro más pequeño y con forma de chupete. Lo impregna en lubricante, lo lleva hasta mi ano y, animada por Yulia, poco a poco lo introduce. Entra en su totalidad.
—Así… cariño… así… quiero tu culo… lo necesito.
Yulia de pronto me suelta las piernas y me las junta.
—No te muevas. No separes las piernas. No quiero que nada salga de ti a excepción de jadeos y gemidos.
El vibrador sigue girando en mi interior y oleadas de placer recorren mi cuerpo. Yulia y Helga me observan mientras cada uno me chupa un pezón y los vibradores continúan con su función en mi interior. Arqueo la espalda y abro la boca. Grito de placer. Voy a abrir las piernas y entonces Helga se sienta sobre ellas y no me puedo mover.
Yulia se pone de pie sobre la cama y mete su hinchada erección en la boca de Helga. Le coge la cabeza y comienza a entrar y salir de ella con rapidez mientras ella la agarra del culo para facilitarle la tarea. Extasiada, las miro mientras Helga se mueve sobre mí por las embestidas de Yulia y hace que los vibradores choquen en mi interior el uno con el otro.
Me excita ver lo que veo. Me excita ver la cara de Yulia mientras le folla la boca y me excita que Helga se mueva sobre mí. Ardo… grito y jadeo cuando siento que me voy a correr. Calor… mucho calor. Yulia me mira y se corre sobre la boca de Helga mientras yo me dejo llevar por el increíble orgasmo que surge de mi interior.
Pero Helga quiere más. Busca más.
Y en cuanto se limpia la boca y se quita de encima de mí, me abre las piernas y me saca primero el vibrador de la vagina y después el del ano. Sorprendida, veo que se pone algo y Yulia murmura:
—Es un arnés con un consolador de dieciséis centímetros. Helga te va a follar.
La miro sorprendida. Nunca había visto aquel aparato en vivo y en directo. Se termina de ajustar el arnés a la cadera y Yulia me tumba en la cama. Helga se pone sobre mí y me mete la punta del consolador en la boca. Me hace chuparlo mientras veo que mueve sus caderas dentro y fuera de mi boca.
Excitada, me muevo y Yulia me habla:
—Ahora soy yo quien te ofrece a ella. Te va a follar, cariño, y después te vamos a follar las dos.
Estoy caliente. Muy caliente.
Helga se tumba sobre mí. Me chupa los pechos y siento aquel consolador duro entre las dos. Mi vagina se contrae. Mueve el consolador y lo restriega por la parte interna de mis muslos y yo jadeo.
—Ábrete para recibirla, Len—susurra Yulia.
Centímetro a centímetro, Helga mete el consolador en mi vagina y, cuando lo tiene totalmente dentro, lo saca. Disfruta con sus movimientos. Entra… sale… entra… sale y finalmente me hunde el consolador de nuevo.
Me agarra por la cintura y me folla como si fuera Yulia. Dios, ¡me gusta! Me da un azote en el culo y vuelve a penetrarme. Un… dos… tres… cuatro… cinco hasta seis penetraciones seguidas y yo grito. Me arqueo enloquecida y Yulia me besa.
El orgasmo me llega cuando ella me sube las piernas, me coge del culo y me aprieta contra el arnés. Me sacudo enardecida. Helga se queda quieta y deja el consolador en mi interior mientras yo me relajo.
Cierro los ojos, mientras mi resuello se normaliza.
Helga se quita de encima de mí y Yulia me besa con pasión. Busca mis labios y se deleita con ellos.
—Eres preciosa… perfecta…
Sonrío. Estoy aún extasiada y Yulia, al verme los labios resecos, se levanta y llena varias copas de champán. Le da una Helga y me ofrece otra a mí.
—Bebe… te refrescará.
Sedienta, me siento en la cama, me bebo la copa entera de champán y mi garganta agradece la frescura. Dejo la copa y voy al baño. Necesito refrescarme. Yulia me sigue, se mete conmigo en la enorme ducha y murmura mientras el agua cae sobre nosotras:
—Ahora te vamos a follar las dos.
—¿Las dos?
Me observa con su ardiente mirada desde su altura.
—Sí
—Yulia…
—Tranquila… pequeña… tu culito ya está preparado. Helga se pondrá un arnés con un consolador más pequeño e ira dilatando poco a poco tu precioso trasero. Ese consolador se irá agrandando si Helga bombea sobre ti. Ella me allanará el camino. No te dolerá y yo tomaré luego su lugar.
—Yulia…
—¿Tienes miedo?
—Sí…
—¿Confías en mí?
El agua cae entre las dos y murmuro:
—Siempre, ya lo sabes.
Sonríe y me da un dulce beso en los labios.
—Me gusta saberlo.
Un espasmo me recorre el cuerpo. Yulia cierra el agua y me seca con la toalla.
—Todo irá bien. Te prometo que cuando te penetremos las dos lo disfrutarás.
Asiento y regresamos a la habitación. Allí veo a Helga sentada en una silla con una copa de champán en la mano. Miro su arnés. Esta vez es rojo y el consolador que cuelga es mucho más fino y pequeño. No se acerca a nosotros. Sólo nos observa.
Nada más llegar a la cama, Yulia se sube en ella y se sienta en el centro, me guiña un ojo, me hace sonreír y dice mientras indica que me siente a horcajadas sobre ella:
—Vamos, señorita Katina. Acceda a mis caprichos. Móntese sobre mí.
Excitada, hago lo que pide. En décimas de segundos da una vuelta sobre la cama y se queda sobre mí. Me besa. Me acaricia. Dice maravillosas y dulces palabras de amor y se ocupa de satisfacer todos y cada uno de mis deseos. Su boca reparte cientos de besos en mi cuello, lame mis pechos, chupa mi ombligo y, cuando llega a mi monte de Venus, lo besa y susurra:
—Pídeme lo que quieras.
Su voz. Su ronca voz junto a esas palabras me vuelven loca. Abro mis piernas y ella sabe lo que quiero. Me chupa, restriega su menton por mi vagina y finalmente abre mis labios internos y busca mi clítoris. Lo rodea con su lengua, lo aviva, lo revoluciona y, con sus maravillosos labios, tira de él. Mis jadeos no tardan en llegar, mientras me dejo llevar por mil sensaciones.
—Yulia…
Sus grandes manos recorren mi cuerpo y, mientras su boca juega entre mis piernas llenándome de oleadas de placer, sus dedos me agarran los pezones. Los estrujan y tiran de ellos para hincharlos. Enloquecida, subo mis piernas a sus hombros y me aprieto contra ella. Me agarra los muslos y aprieta mi sexo sobre su boca. La posesión de Yulia es total. Magnífica. Única.
Saciada de mis jugos vaginales, vuelve a mi boca. Su sabor, que es mi sabor, es dulzón. Nos besamos y su lengua viva y caprichosa recorre mi boca. Mientras me besa noto su dura erección darme entre las piernas. La deseo y antes de que yo se la pida me la da. Se yergue contra mí y me ensarta todo su pene como a mí me gusta. Mi grito gustoso la hace sonreír.
—Mírame —le exijo.
Una… dos… tres… cuatro veces bombea sobre mí y yo, encantada, me abro para ella. Yulia es tan grande, ocupa tanto espacio dentro de mí que me incita a jadear y gemir. De pronto, me agarra por las caderas y aparezco sentada sobre ella a horcajadas. Ahora soy yo la que marco el ritmo. Soy yo la que cimbreo mimosa mis caderas sobre ella, mientras me mira con los ojos llenos de amor.
La cama se hunde, miro hacia atrás y Helga está detrás de mí. Yulia me coge la barbilla y, sin sacar su erección de mi interior, susurra:
—Túmbate sobre mí, pequeña… y relájate.
Lo hago y siento que Helga me restriega algo húmedo y caliente sobre el ano. Lubricante. Yulia me abre las cachas del culo para que ella lo haga mejor y, al ver mi cara de susto, mueve sus caderas, me penetra y murmura.
—Toda mía… hoy vas a ser toda mía.
Noto que Helga pone el consolador en el agujero de mi ano y hace rotaciones con él. Una y otra vez… una y otra vez hasta que me doy cuenta de que éste ha comenzado a entrar en mí. Yulia me besa. Me mordisquea los labios, la barbilla, mientras un «¡Ah!» se me escapa al sentir cómo Helga me penetra.
La intrusión que siento en mi trasero me hace moverme y eso aviva a Yulia, que continúa en mi interior. Su enorme pene bombea despacio y con cuidado mientras Helga, centímetro a centímetro, se mete dentro de mí. De pronto, un movimiento brusco de Helga me hace gritar. Dolor… siento dolor… pero el dolor desaparece ante los movimientos de Yulia y la oigo decir:
—Ya esta… ya pasó, cariño… así… entrégate… relájate y te dilatarás para recibirme.
En ese instante, noto el cuerpo de Helga totalmente pegado a mi trasero, ésta me da un azote en el culo y murmura:
—Estás totalmente penetrada, Elena. Muévete.
Tengo los ojos tan abiertos que Yulia sonríe.
—Cariño… no me asustes, ¿estás bien?
Asiento y respondo:
—Sí… pero tengo tanto miedo a romperme que no me puedo mover.
Yulia lo hace por mí. Se mueve y yo jadeo.
La sensación que siento en ese instante siendo penetrada por el ano y la vagina es alucinante. Helga, ante los movimientos de Yulia, comienza a bombear dentro y fuera de mí. Pronto siento que mi ano por dentro se llena más y más al crecer el consolador por los bombeos. Estoy tan lubricada que oigo cómo el lubricante chapotea mientras aquella mujer agarrada a mi cintura me penetra una y otra vez.
Yulia se mueve. No puede continuar parada.
Cuatro manos me agarran por la cintura y me manejan a su antojo. Delante… detrás… fuerte… flojo… suave… duro. Veo la cara de Yulia y siento que va a estallar. Pero, de pronto, ambas salen de mí. Yulia se levanta, me da la vuelta y me penetra lentamente por el mismo sitio por donde Helga acaba de salir. A cuatro patas grito. La erección de Yulia nada tiene que ver con el consolador, pero, lo que en un principio me hizo gritar, de pronto se acopla a mi interior y jadeo mientras oigo a Yulia murmurar en mi oreja.
—Ahora sí eres toda mía… toda mía…
—Sí…
—Oh, nena… estás tan prieta… tan cerrada…
Aprieta de nuevo sus caderas contra mí y yo bufo de placer. Dios… me gusta lo que hace, lo que me dice. Me turba que por fin me penetre el ano y me vuelve loca sentir cómo tiembla mientras lo hace. Se contiene. Sé que contiene las ganas que siente por darme un par de buenos empellones. Mi ano está dilatado. Lo noto cuando todo su pene entra y sale de mí. Muevo mis caderas y me clavo en Yulia. Oigo cómo aprieta los dientes y pido:
—Fuerte… penétrame fuerte.
—No… no quiero hacerte daño.
Pero mis ganas son salvajes y soy yo la que lanza el culo hacia atrás y grito al sentir absolutamente toda su erección. Me quedo quieta. No me puedo mover. Dolor. Resoplo y rlls musita:
—No seas bruta, cariño… te vas a hacer daño.
Sin sacar su erección de mi ano, sus manos bajan hasta mi vagina, la abre y en cuanto me aprieta el clítoris me muevo… gimo… y busco más penetración. Yulia me la da. Cada vez entra y sale con más holgura de mí. Su dedo vuelve a apretarme el clítoris y yo vuelvo a chillar. Los minutos pasan y ambas seguimos unidas por mi ano. No quiero que termine. Sólo quiero que siga apretándose contra mí y ese placer no acabe. Pero, al final, acelera las penetraciones y, aunque no son tan fuertes ni profundas como las que me da en mi vagina, un salvaje orgasmo me hace gritar mientras me aprieto contra ella. Yulia se corre también y, para no caer sobre mí, saca su pene y rueda a un lado. En su camino, me agarra y mientras mis convulsiones por lo que acaba de ocurrir siguen, me abraza y dice:
—Te quiero, Len, te quiero como nunca pensé que podría querer.

A la mañana siguiente, cuando me despierto, estoy sola y desnuda en la enorme cama.
Miro el traje que llevaba Yulia la noche anterior tirado de mala manera en una silla y mi vestido no muy lejos. Sonrío y suspiro. Durante un rato hago un repaso mental de mis últimos meses con ella y siento que estoy en una montaña rusa que me gusta y que no quiero que ese viaje acabe nunca.
Mi móvil suena. Un mensaje. Es mi padre para decirme que se va para Kazan. Lo llamo para despedirme de él y sonrío al recordar su felicidad la noche anterior. Yulia y él hacen muy buenas migas y eso para mí es muy importante. Quedamos en vernos en Navidad. Entonces me despediré de él y luego volaré junto a mi amor a Alemania.
Tras hablar con él, dejo el móvil sobre la mesilla. Cuando mis ojos ven el bote de lubricante encima de ésta, se cierran. Todavía no me puedo creer que yo haga las cosas que hago. En la vida me hubiera imaginado practicando con ninguna otra persona el sexo lujurioso que practico con Yulia. Cada vez entiendo más lo que un día Yulia me explicó sobre el morbo. El morbo te hace llegar a límites insospechados. ¡Vaya que sí! Que me lo digan a mí.
En los últimos meses he practicado sexo en toda la extensión de la palabra y Yulia me ha compartido con hombres y mujeres. Pensarlo me hace sonreír y desear más. Si alguien me hubiera dicho un año antes que yo haría todo eso, hubiera pensado que se le había ido la cabeza. Pero no. Allí estoy, desnuda en la cama de Yulia dispuesta a cumplir mis fantasías y las suyas.
Me levanto y, al sentarme en la cama, arrugo el entrecejo al notar que me duele el culo. Con cuidado, me levanto y me siento extraña al caminar. Voy directa a la ducha y, cuando salgo de ella, Yulia está sentada sobre la cama. Ha puesto música y, al verme, sonríe.
—¿Qué te pasa?
—Me duele el culo.
Su gesto se contrae y murmura:
—Cariño… te dije que no fueras tan bruta.
—Dios, Yulia… creo que me voy a tener que sentar sobre un flotador.
Yulia se ríe, pero en seguida ve que yo la miro con el gesto serio.
—Perdón… perdón.
Con cuidado, me siento sobre la cama y, antes de que ella diga nada, levanto un dedo y aclaro:
—No quiero ni una sola coña al respecto, ¿entendido?
—Entendido —asiente.
De pronto, suena una canción que hace que los dos nos riamos. Yulia me tumba en la cama y divertida comenta:
—Como dice la canción, me muero por besarte.
Me besa. Acepto su beso. Lo disfruto y cuando su mano baja por mi cintura, suena el teléfono. Yulia me suelta y lo coge. Tras hablar cuelga y dice:
—Era mi madre. Nos espera a las doce y media en el restaurante del hotel.
—¿Para comer?
—Sí.
—Este horario guiri vuestro me mata —resoplo—. Yo más bien desayunaría.
Yulia sonríe y replica:
—Lo sé cariño, pero regresa a Múnich esta tarde y quiere comer con nosotras.
—Vale —asiento—. Tienes un ibuprofeno o algo así.
—Sí… en el neceser.
Yulia va a buscarlo, pero se para y dice mientras contiene la risa:
—Tranquila, cariño, las sillas del restaurante son blanditas.
Aquella coña me hace resoplar. Me vuelvo con ganas de decirle cuatro cositas pero, al ver sus ojos risueños, me detengo y sonrío. Su felicidad es mi felicidad, mientras la canción que me hace morirme por besarla continúa sonando.
Dolorida, me levanto, abro el armario. Allí tengo un vaquero y una camisa rosa, pero al no encontrar lo que busco me quejo desesperada:
—Joder, ¡no tengo ni unas puñeteras bragas!
—No digas tacos, cariño —me reprende Yulia abrazándome.
—Lo siento pero los tengo que decir. Me rompes todas las bragas, todas las tangas, mis provisiones están bajo mínimos y ahora no tengo una puñetera tanga que ponerme. Y claro… no pensarás que voy a ir a comer con tu madre sin bragas, ¿verdad?
Divertida sonríe, me entrega el ibuprofeno y contesta:
—Ella no lo sabrá. ¿Dónde está el problema?
Cojo un bóxer limpio de Calvin Klein y me lo pongo. Sorprendida Yulia me mira.
—¡Vaya! Hasta con calzoncillos me pones, cuchufleta. Ven aquí.
—Ni lo pienses.
—Ven aquí.
—Que no… que tu madre nos espera para comer.
—Vamos, nena, ¡nos da tiempo!
En ese instante suena el portátil de Yulia. Ha recibido un mensaje. Se lo advierto, pero ella ya tiene muy claro lo que quiere. Y lo que quiere soy yo.
Corro por la habitación, me subo a la cama y ella me engancha. Me tira en ella y yo me río escandalosamente. Me besa con deleite mientras ríe y me quita los boxers. Se desabrocha el pantalón y, sin quitarse los calzoncillos, me penetra y yo me acoplo a ella. Nos miramos a los ojos y, mientras bombea una y otra vez en mi interior, me susurra cientos de palabras cariñosas en mi oído que me vuelven loca.
Tras nuestro rápido encuentro, nos vestimos. Vuelvo a ponerme el boxer, los vaqueros y la camisa rosa entre risas y besuqueos. Cuando cojo mi móvil, oigo de nuevo el timbre de los mensajes de su portátil. Tras darme un sabroso beso en los labios, se dirige hacia él y la sonrisa que segundos antes me llenaba el alma poco a poco desaparece hasta que aflora la máscara de Icegirl en su versión más siniestra. Sus ojos se vuelven oscuros. Maldice. Veo que mueve el ratón del ordenador. Me mira y, con la tensión en la mandíbula, gruñe.
—Nunca esperé esto de ti.
Cierra con fuerza la pantalla del ordenador y sale del dormitorio furiosa. Sin dilación me acerco al ordenador, abro la pantalla y leo un mensaje:
De: Rebeca Hernández
Fecha: 8 de diciembre de 2012 08.24
Para: Yulia Volkova
Asunto: Tu novia
Me encanta saber que seguimos compartiendo los mismos gustos.
Te adjunto unas fotografías. Sé que te gusta mirar. Disfrútalas.
Horrorizada, abro las fotos adjuntas y me quedo sin habla al ver lo que allí se muestra. Son fotos mías con Rebeca tomándonos una copa y riendo. No salen Marisa ni Lorena. ¿Dónde están? Abro otro archivo y grito. En ella se ve cómo Rebeca me toca los pechos y estoy desnuda. En otra foto yo estoy de pie y ella agachada frente a mi monte de Venus con sus manos entre mis piernas. El aire me falta… no entiendo. ¿Cómo nos han hecho esas fotos? Y, sobre todo, ¿cómo han podido llegar esas fotos hasta Yulia?
Tiemblo. No sé por qué Rebeca ha tenido que enviar esas fotos y salgo en busca de Yulia. La encuentro en el salón de la suite congestionado y dando vueltas como una loca. Con las manos temblorosas me acerco hasta ella. Suelto mi móvil sobre la mesa y no sé qué decir. No sé cómo justificar esas fotos.
—¿Me puedes decir qué significa eso? —grita descompuesta.
—No… no lo sé. Yo…
Enloquecida, me mira y grita:
—Por el amor de Dios, Len. ¿Qué narices haces con Betta?
—¡¿Betta?!
—No te hagas la inocente —gruñe descompuesta—. Sabes perfectamente que Betta es Rebeca.
Escuchar aquel nombre me termina de paralizar. ¿Betta es Rebeca? ¿La mujer que engañó a Yulia con su padre, es la misma con la que yo salgo en las fotos? Las piernas me tiemblan y me tengo que sentar. Busco una explicación para todo aquello. Estoy totalmente convencida de que me han engañado con el claro objetivo de hacer daño a nuestra relación.
—Yulia… escucha.
Furiosa se acerca a mí y sin tocarme berrea en mi cara:
—¿Desde cuándo la conoces?
—Yulia no digas tonterías. Yo no sé quién es esa mujer. Ella y…
—No te creo —grita—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo?
Nerviosa, me levanto del sillón e intento acercarme a ella, pero Yulia está fuera de sí y no para de moverse y gritar por la habitación. Es tan grande que intentar pararla es como chocarse contra un tren a gran velocidad
—Por favor, Yulia, escúchame. Ya sé que parece otra cosa, pero te juro que yo no sabía que esa mujer era Betta, y mucho menos hice nada de lo que parece que hago en las fotos. Por Dios, tienes que creerme…
Mi móvil suena. Está sobre la mesa.
Yulia lo mira y yo también. De pronto mi respiración se interrumpe cuando veo que en la pantalla pone «Rebeca». Yulia, furiosa, lo coge y tras comprobar que es ella y cruzar unas palabras más que desagradables con su ex, lo estrella contra el suelo. Cierra los ojos. Su gesto se contrae durante unos segundos. Su gesto es asolador. Temerario. Cuando abre los ojos, me mira durante unos instantes y después dice alto y claro:
—El juego se ha acabado, señorita Katina. Recoja sus cosas y márchese.
El estómago se me contrae. Casi no puedo respirar.
—Yulia… cariño, tienes que escucharme. Esto es un error yo…
—Un error imperdonable y tú lo sabes tan bien como yo. ¡Vete!
—Yulia, ¡no!…
Con un desprecio total en su rostro me mira y dice:
—Primero Marisa, ahora Betta. ¿Qué más me ocultas?
—Nada… si me dejas yo…
—Ibas a vivir conmigo a Alemania, ¿pensabas continuar con la mentira?
—Dios, Yulia, ¡¿me quieres escuchar y…?!
—¿Sabes? —me interrumpe—. Mujeres como tú, tengo todas las que quiero.
Regresó la Yulia prepotente.
—¿No me digas? ¿Mujeres como yo? —grito malhumorada.
—Sí. Mentirosas. Mentirosas sin escrúpulos dispuestas a hacer daño a quien sea con tal de salirse con un fin poco claro —responde—. Mi fallo fue creer que tú eras especial.
—No digas tonterías, Yulia, y escúchame, que me estoy agobiando.
Con gesto cínico, la mujer que amo me mira y sonríe.
—Si te agobias porque crees que Björn o cualquiera de los hombres o mujeres a los que te he ofrecido no te van a llamar, tranquila. Les proporcionaré tu teléfono. Estoy segura de que ellos me lo agradecerán.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes ser tan cruel? —Me mira con un gesto duro, y yo grito descompuesta—: ¡Ni se te ocurra darle mi teléfono a nadie!
Me mira desafiante, con los ojos entornados.
—Tienes razón, ¿para qué? Tú solita te las apañas muy bien.
Sin cambiar su duro gesto se da la vuelta y abre la puerta de la suite.
—Cuando regrese de comer con mi madre, no quiero que estés aquí.
No quiero que se marche. No quiero que lo nuestro acabe. Intento retenerla por todos los medios pero, al final, grito.
—Si te marchas sin hablar conmigo, sin darme la oportunidad de explicarme, asume las consecuencias.
Mi grito la detiene, se da la vuelta y me mira.
—¿Consecuencias? ¿Te parece poca consecuencia saber que mi supuesta novia y mi ex son algo más que amiguitas?
—¡Eso es mentira!
—Mentira o no, las fotos hablan por sí solas.
Sin darme tiempo a decir o hacer nada más, se va y cierra la puerta. Dolorida y sin respiración, observo cómo la mujer a la que amo y adoro me echa de su lado sin querer escucharme. Quiero correr hacia ella pero sé que no voy conseguir nada. Si algo sé de Yulia es que cuando se enfada así, no razona. Es peor que yo.
Me siento en el sofá. Estoy tan bloqueada que no sé ni qué hacer.
Lloro y me desespero ¿Por qué no me quiere creer? ¿Por qué no me escucha? Mil preguntas sin respuesta dan vueltas por mi cabeza, mientras intento buscar una salida, una solución. Cuando consigo parar de llorar, me levanto y voy hasta el dormitorio. Ver la cama revuelta me angustia y me tiro sobre ella. El olor a Yulia, a sexo y a los buenos momentos vividos horas antes me hacen maldecir furiosa.
Miro la pantalla del ordenador y observo, fría, la foto de la ahora conocida Betta junto a mí. ¿Cómo he podido ser tan tonta?
Me levanto, cojo un bolígrafo de la mesa y, con toda la sangre fría que puedo, me apunto su dirección de correo electrónico. Esa mujer me las va a pagar. Meto el papel en el vaquero. Miro a mi alrededor y guardo el vestido de la noche anterior en mi bolso y, sin más, salgo de la habitación, pero al pasar por el salón veo mi móvil hecho trizas en el suelo. Me acerco a él, recojo los pedazos y, con los ojos cargados de lágrimas, salgo de la suite, cierro la puerta y, con la poca dignidad que me queda, me marcho del hotel.

El lunes, cuando llego al trabajo, me entero de que Yulia, mi supuesta novia, se ha marchado a Alemania. Se ha ido y no me ha dicho nada. Claud, su secretaria, está emocionada porque ha pedido que se reúnan en las oficinas de Múnich el miércoles. Eso me hunde. Saber que se ha marchado porque no quiere verme ni hablar conmigo me destroza. Y cada vez que veo las cajas embaladas, el llanto me coge a traición.
Como puedo, paso la semana. No la llamo. No le escribo. Directamente, no vivo. Le dije que, si se marchaba, asumiera las consecuencias y soy una mujer de palabra. Aunque tengo que hablar con ella. La necesito.
Escribo un correo electrónico a la tal Betta o Rebeca, pero no me contesta. Compro un móvil e instalo la tarjeta SIM del teléfono donde tengo el número de esa sinvergüenza, pero no me lo coge. Llamo a Marisa y más de lo mismo. Me encuentro atada de pies y manos y no sé qué hacer. Ni cómo demostrarle a Yulia que lo que piensa de mí es falso.
Mi jefa en esos días es amable conmigo. Sigo siendo la novia de la jefaza y me doy cuenta de que ya no me carga de trabajo como meses atrás. Ahora, incluso me aburro.
A la semana siguiente, cuando llego el lunes a la oficina me sorprendo al ver que Yulia está en su despacho. El corazón me da un vuelco. Las manos me sudan y creo que me va a dar un ataque. Me muevo por el departamento con la intención de que me vea. Sé que me ha visto. Lo sé. Pero, al ver que no me llama ni hace nada por hablar conmigo, soy yo la que da el paso.
Cuando abro la puerta de su despacho, me mira con dureza.
—¿Qué desea, señorita Katina?
Cierro la puerta. Debo de tener la tensión a ochocientos. Me acerco hasta su mesa y murmuro:
—Me alegra saber que has regresado.
Me mira… me mira… me mira y finalmente repite con gesto neutro:
—¿Qué desea, señorita Katina?
—Yulia, tenemos que hablar. Por favor, tienes que escucharme.
Con una mirada implacable, se recuesta sobre su sillón.
—Le dejé muy claro que usted y yo ya no tenemos nada que hablar. Y ahora, si es tan amable, regrese a su puesto de trabajo antes de que me saque de mis casillas y la ponga de patitas en la calle, como se merece.
Mi cuerpo se revela. Ah, no… por eso sí que no paso.
Quiero gritar. Quiero patearle el culo y no quiero que me trate con esa frialdad. Pero, como necesito que me escuche, me trago mi orgullo.
—Señorita Volkova, aun así, me gustaría que pudiera usted escuchar lo que tengo que decir.
—Abandone mi despacho —dice sin cambiar su gesto— y cíñase a su cometido que es trabajar para mí y para mi empresa.
Se abre la puerta del despacho y entra Claud con un café. Nos observa y, cuando va a dejarnos solas, Yulia dice:
—Claud, quédate para que podamos terminar lo que estábamos haciendo, la señorita Katina ya se marcha.
Me sublevo e insisto.
—Por el amor de Dios, Yulia, ¿quieres hacer el favor de darme unos minutos?
Se levanta. Está imponente con aquel traje negro. Se apoya en la mesa y gruñe delante de mi cara:
—Salga de mi despacho inmediatamente.
—No.
—¿Pretende que la despida?
La cara de circunstancias de Claud es todo un poema. La miro y digo furiosa:
—Por favor sal del despacho, ¡ya!
Sin rechistar, lo hace. Yulia blasfema y, cuando nos quedamos solas, sin achicarme, saco el carácter que mi padre dice que es idéntico al de mi madre y señalo:
—Puedes echarme, puedes despedirme, pero no me puedes callar.
—No quiero escucharte. He dicho que…
Doy un puñetazo en la mesa con la mano que casi me la rompe y la interrumpo, furiosa.
—Me vas a escuchar, **** sea, aunque sea lo último que haga en mi vida.
Yulia se calla. Sigue enfadada, pero al menos me mira con curiosidad.
—Esa tal Betta, junto con Marisa y una tal Lorena aparecieron en el gimnasio donde voy. Marisa me las presentó y en ningún momento me indicó que ella era tu ex. Simplemente me dijo que se llamaba Rebeca. ¿Cómo voy yo a saber que Betta es Rebeca? Cuando acabamos en el gimnasio, decidimos tomarnos unas Coca-Colas en un bar. Intercambiamos teléfonos para llamarnos otro día y salir a cenar con nuestras parejas. Luego, Lorena propuso ir al piso de una conocida a recoger unas prendas y resultó ser una tienda de lencería. Me probé cosas pensando en ti. ¡Por eso estaba desnuda! Y allí fue donde la tal Rebeca intentó algo conmigo que no consiguió. ¡Me negué! Ahora sé que todo estaba preparado por ella y lo único que esa imbécil quería era provocar tu reacción.
Yulia me mira. Sus ojos me fulminan y pregunto:
—¿Por qué le crees a ella y no a mí? ¿Acaso es ella más de fiar que yo?
Agitada respiro. El alivio que siento tras explicar la verdad es tremendo.
—¿Y por qué habría de creerte a ti?
Me revuelvo. Su expresión no revela nada bueno y respondo:
—Porque nos conoces a las dos y sabes perfectamente que yo no soy una mentirosa. Puedo tener mil fallos, pero mentirosa contigo nunca he sido. Y antes de que vuelvas a echarme de tu despacho, quiero que sepas que estoy dolida, furiosa, enfadada y muerta de rabia por no haberme dado cuenta del sucio juego de esas brujas. Pero la furia que siento por ellas no es comparable con la que siento hacia ti. Yo iba a dejar mi vida, mi familia, mi trabajo y mi ciudad para ir detrás de ti y resulta que tú, la mujer que se supone que me iba a cuidar y mimar, desconfía de mí a la primera de cambio. Eso me duele y me ha destrozado el corazón y quiero que sepas que esta vez tú sí que eres la culpable. Tú y sólo tú.
Yulia me mira. Yo la miro y ninguna dice nada.
Necesito que hable, que me entienda, que diga algo. Pero las palabras o el gesto que yo necesito no llega. Yulia sigue impasible tras la mesa, me taladra con la mirada pero no reacciona. La mano me duele del puñetazo que he dado en la mesa y, al tocármela, noto en el dedo el anillo que Yulia me regaló. Cierro los ojos. No quiero hacer lo que tengo que hacer, pero no me queda más remedio. Finalmente me quito el anillo, lo dejo sobre la mesa y murmuro ante su duro gesto:
—De acuerdo, señorita Volkova, lo que había entre usted y yo ha acabado. Alégrese por Rebeca, ella ha ganado.
Me doy la vuelta y salgo. No quiero mirarla. No quiero nada de ella.
Estoy tan enfadada que soy capaz de cualquier cosa. A medida que salgo, Claud entra en el despacho de Yulia. No sé lo que hablan ni lo que dicen, pero realmente no me importa. Me tiemblan las manos. Cuando llego a mi mesa y me siento, mi jefa sale del despacho y dice:
—Elena, por favor, localízame al delegado de Sevilla. Tengo que hablar con él.
Como un robot, busco lo que mi jefa me pide. No quiero pensar. No puedo. En ese instante, Claud sale del despacho de Yulia, me mira y entra en el despacho de mi jefa. Cuando consigo el teléfono del delegado de Sevilla entro en el despacho de mi jefa y Claud sale, pero, cuando me voy a ir, oigo a la imbécil de mi jefa que dice:
—Me acabo de enterar que le has devuelto el anillo a Yulia Volkova.
No contesto. Me niego a explicarle episodios de mi vida a esa atontada.
—¿Ya se les acabó el amor?
Ese comentario me aviva la sangre. Me hace sentir viva y respondo:
—Si no le importa, eso es algo privado de lo que prefiero no hablar.
Pero la prepotente que hay en ella no se puede callar.
—Entonces, ¿ya no te vas a Alemania? —Al ver que no respondo, vuelve a la carga—: ¿De verdad pensaste que una mujer como ella podía querer algo serio contigo?
No respondo o me la como. La arrastro de los pelos. Pero ella insiste. Parece disfrutar del momento.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:00 pm

—Prepárate para lo que se te viene encima, Elena. Serás motivo de mofa durante el tiempo que te quede en la empresa. Has pasado de ser la intocable novia de la jefaza a la repudiada y hazmerreír del de la empresa. Y, sinceramente, no me da pena. Te estabas creyendo alguien últimamente y mereces que te pongan en tu lugar.
Mi sangre bulle… bulle… bulle y sé que ya no hay marcha atrás.
Si algo he sido en esa puñetera empresa es discreta y trabajadora. Y si alguien no quería revelar mi relación con Yulia era yo, precisamente para evitar los cuchicheos. Por ello y consciente de que lo que voy a hacer es motivo de despido, doy un manotazo al portátil de mi jefa, le cierro con brusquedad la pantalla y replico con fuerza:
—Prefiero ser la repudiada de la jefaza a la madurita cachonda y salida de tuercas que se tira a todos los jovencitos de la empresa que se le ponen por delante. —Ella abre la boca y yo prosigo—: Sí… sí. ¿Acaso te crees que no sé o que nadie sabe lo que haces en ocasiones en este despacho?
—No te consiento que…
—No me consientes, ¿qué? —la interrumpo, y alzo la voz—. Mira, pedorra, he sido una buena secretaria. Te he cubierto, defendido, he omitido hablar con todo el mundo de lo que he visto y, aun así, te comportas conmigo como una mala arpía por lo que me ha ocurrido con la señorita Volkova. Pues bien, ¡se acabó dejar de ser una buena chica! Y a partir de este instante, como imagino que ya no pertenezco a esta empresa y estamos en igualdad de condiciones, quiero que sepas que si me insultas, yo te insulto. Si me faltas, yo te falto. Y si me buscas, me vas a encontrar. Porque mira, reinona de pacotilla, seamos sinceros, aquí todos llevamos colgando nuestro sambenito… yo seré la ex de la jefa, pero tú eres y serás la guarrilla de la empresa a la que le encanta que le quiten las bragas sobre la mesa y se la tiren en cualquier lugar.
—Por todos los santos, ¡quieres no gritar!
Me río. Pero mi risa es nerviosa. Me conozco y, tras la risa nerviosa y la mala leche, llegará el bajón y finalmente el llanto. Por eso, antes de que llegue la tercera fase de mi rabieta, descuelgo el teléfono y se lo tiro encima de la mesa.
—Y ahora, pedazo de imbécil, llama a personal y diles que me vayan preparando el despido. Yo solita subo a firmarlo. Me he quedado tan contenta con lo que te acabo de decir, que me importa una **** todo lo que venga después.
Dicho esto, me doy la vuelta y, como Juana de Arco, salgo del despacho.
¡Dios, qué bien me he quedado!
Al salir, me encuentro con Claud y con Yulia. Han debido de escuchar los gritos. La chica entra en el despacho de su hermana y oigo cómo habla con ella mientras ésta pide a gritos mi despido inminente a personal.
Yulia me observa. No se mueve. Está bloqueada. No esperaba que yo reaccionara así. Sin mirarla, me dirijo a mi mesa y comienzo a recoger mis cuatro pertenencias.
—Entra en mi despacho, Len.
—No. Ni lo sueñe. Y recuerde, señorita, ahora para usted soy la señorita Katina, ¿entendido?
—Entra en mi despacho —repite con furia.
—He dicho que no —contesto.
Noto que Yulia se mueve nerviosa a mi lado. Es la jefa de la empresa y debe mantener la compostura. Si me agarra del brazo y me obliga a entrar, sabe que yo reaccionaré y todos nos mirarán. Por ello, se agacha hasta mi cara y murmura:
—Len, cariño, soy una imbécil, una gilipollas, por favor, pasa al despacho. Tienes razón. Tenemos que hablar.
Al escuchar eso, sonrío. Pero mi risa es fría e impersonal. La miro y, tras pensar durante unos segundos mi respuesta como suele hacer ella, tuerzo el gesto y respondo:
—¿Sabe, señorita Volkova? Ahora la que no quiere saber nada de usted, soy yo, señorita. Se acabó Müller y se acabaron muchas otras cosas. No aguanto más. Búsquese a otra a la que volver loca con sus continuos enfados y sus desconfianzas, porque yo me he cansado.
Reviso cajón por cajón. No veo lo que hay en su interior, pero de todos modos lo hago mecánicamente. Los cierro con fuerza y, cuando acabo, cojo mi bolso y me dirijo hacia la puerta.
—¿Adónde vas, Len?
Con toda la chulería, que tengo, la miro de arriba abajo y sonrío con frialdad.
—A personal. Desde este instante causo baja en «su» empresa, señorita Volkova.
Mientras camino hacia el ascensor, siento las miradas de todos mis compañeros posadas en mí y, en especial, la de mi ex. Mis compañeros no saben lo que pasa, pero, conociéndolos, pronto sacarán sus propias conclusiones. Seré la comidilla los próximos días, pero eso es algo que ya no me importa. No estaré allí para aguantar sus malditos cotilleos.
Cuando entro en el departamento de personal todos me miran. ¡Cómo corren las noticias! Pero es Vlad el que se acerca a mí y, cogiéndome del brazo, me lleva hasta su mesa y murmura:
—¿Qué has hecho? Tu jefa…
—Ex jefa —aclaro.
—Vale. Tu ex jefa ha llamado hecha una furia para que te despidamos.
Asiento. Sonrío y encojo los hombros.
—Acabo de provocar mi despido. Le he dicho a esa mala bruja todo lo que pienso de ella y, ¡Diossss, Vladimir!, ¡me he quedado como nueva! Ha sido uno de los mejores momentos de mi vida.
En ese instante, Gerardo, el jefe de personal sale y me mira.
—Vladimir, que la señorita Katina espere un segundo. De momento, que no firme la carta de despido que te había dado.
Sorprendido, Vlad me mira y, cuando éste desaparece, cuchichea:
—Tras llamar tu jefa, ha llamado Icegirl. Menudo cabreo tiene.
Resoplo. En ese momento me importa todo un pepino. Me siento y Vlad pregunta:
—Pero ¿qué ha pasado?
—Icegirl y yo hemos roto y la gilipichi de mi ex jefa ha tenido el valor de mofarse de mí y de mis sentimientos.
—¿Habéis roto Icegirl y tú?
—Sí.
—Lo siento, preciosa. Y sabes que lo digo de corazón.
—Lo sé. —Sonrío con tristeza—. Pero tenías razón. Con los jefes nunca hay que tener una relación. Porque, tarde o temprano, lo pagas de una manera u otra.
Mi aparente frialdad comienza a resquebrajarse. Hablar de Yulia y de mi nueva realidad duele. Tres minutos después, Gerardo, el jefe de personal sale y me mira.
—Entra en mi despacho.
Le hago caso y obligo a Vlad a entrar conmigo. Gerardo nos mira y finalmente dice:
—Elena, la señorita Volkova quiere que vayas a su despacho ahora mismo.
Su insistencia me sorprende y contesto:
—No. No voy a ir. Quiero firmar mi despido.
Vladimir y Gerardo se miran sorprendidos y éste insiste.
—Elena, no sé lo que ha pasado, pero la señorita Volkova dice que…
—Lo que diga la señorita Volkova, actualmente, me entra por un oído y me sale por el otro. Por lo tanto, Gerardo, si quieres, puedes llamarla y decirle de mi parte que se vaya a la **** o lo hago yo directamente. Pero no pienso ir a su despacho ni a ningún otro. Sólo quiero firmar mi carta de despido.
El hombre no sabe qué hacer. La situación se le escapa de las manos. Finalmente, me pide un segundo, coge el teléfono que está descolgado y habla. Intuyo que Yulia me ha escuchado pero no me importa. Mejor. Así se dará cuenta de que cuando yo digo algo lo cumplo. Que asuma las consecuencias.
Vladimir, que está nervioso por todo lo que ocurre, me aleja de la mesa de Gerardo.
—¡Qué huevos los tuyos, nena! Me tienes alucinado. Pero sé realista y piensa lo que me dijiste a mí cuando no me iban a renovar. Hay mucho paro, mucha crisis y necesitas el trabajo. No seas tonta, Elena.
Y, cuando voy a contestar, Gerardo levanta su vista hacia nosotros.
—La señorita Volkova me pide que no firmes ninguna carta de despido. Que te vayas de vacaciones y…
—¿Vacaciones?
—Sí, eso ha dicho.
Maldigo en voz alta. Observo que el teléfono sigue descolgado. Como una furia, salgo del despacho, cojo el papel que Vladimir tenía preparado para mí cuando entré, vuelvo a entrar en el despacho y lo firmo sin leerlo. En cuanto lo hago, se lo entrego a Gerardo y añado a sabiendas de que Yulia escuchará lo que digo:
—Toma, entréguele mi despido firmado a la señorita Volkova, con todo mi amor.
Gerardo, patidifuso, coge el papel y yo salgo del despacho seguida por Vladimir. Una vez fuera, miro a mi descolocado e incrédulo amigo y compañero, le doy un beso en la mejilla, le revuelvo el pelo y murmuro:
—Llámame y nos tomamos algo algún día.
Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho. Abandono la empresa a toda leche. Cuando me monto en mi coche y salgo del garaje no sé adónde ir ni qué hacer. Acabo de cometer la mayor locura de mi vida y de pronto me doy cuenta de que todo me da igual.

Tras salir de la oficina llego a casa como si me hubieran metido un petardo en el culo. Miro las cajas embaladas y se me parte el corazón. Todo se ha ido a la ****. Mi viaje a Alemania está anulado y mi vida, de momento, también. Meto cuatro cosas en una mochila y desaparezco antes de que Yulia me encuentre. Mi teléfono suena, y suena, y suena. Es ella, pero me niego a cogerlo. No quiero hablar con Yulia.
Dispuesta a desaparecer de mi casa, me voy a una cafetería y llamo a mi hermana. Necesito hablar con ella. Le hago prometer que no le dirá a nadie dónde estoy y quedo con ella.
Mi hermana acude a mi llamada y, tras abrazarme como sabe que necesito, me escucha. Le cuento parte de la historia, sólo parte o sé que la dejaría sin palabras. Omito el tema del sexo y tal, pero Annya es ¡Annyal!, y cuando las cosas no le cuadran comienza con eso de «¡Estás loca!», «¡Te falta un tornillo!», «¡Yulia es un buen partido!» o «¿Cómo has podido hacer eso?». Al final me despido de ella y a pesar de su insistencia no le revelo adónde voy. La conozco y se lo dirá a Yulia en cuanto la llame.
Cuando consigo despegarme de mi hermana, llamo a mi padre. Después de tener una breve conversación con él y hacerle entender que en unos días iré a Kazan y le explicaré todo lo que me pasa, me monto en el coche y me voy a Valencia. Allí me alojo en un hostal y durante tres días paseo por la playa, duermo y lloro. No tengo nada mejor que hacer. No le cojo el teléfono a Yulia. No..., no quiero.
Al cuarto día me subo al coche y algo más relajada me voy a Kazan, donde papá me recibe con los brazos abiertos y me da todo su cariño y amor. Le cuento que mi relación con Yulia se ha acabado para siempre, y él no me quiere creer. Yulia le ha llamado varias veces preocupada y, según mi padre, esa mujer me ama demasiado como para dejarme escapar. Pobrecillo. Mi padre es un romántico empedernido.
Al día siguiente, cuando me levanto, Yulia ya está en casa de mi padre.
Papá la ha llamado.
Cuando me ve, intenta hablar conmigo, pero me niego. Me pongo hecha una furia; grito, grito y grito, y le reprocho todo lo que tengo en mi interior antes de darle con la puerta en las narices y encerrarme en mi habitación. Al final, oigo que mi padre le pide que se marche, y de momento me deja respirar. Sabe que ahora soy incapaz de razonar y que en lugar de solucionar las cosas lo que voy es a liarlas más.
Yulia se acerca a la puerta de la habitación donde me he encerrado y con voz cargada de tensión e ira me indica que se va. Pero que se va a Alemania. Tiene que resolver ciertos asuntos allí. Insiste una vez más en que salga, pero al ver mi negativa finalmente se marcha.
Pasan dos días y mi angustia es persistente.

Olvidar a Yulia me es imposible, y más cuando ella me llama continuamente. No le contesto. Pero, como soy una masoquista pura y dura, escucho nuestras canciones una y otra vez para martirizarme y regodearme en mi pena, penita..., pena. Lo positivo de todo este asunto es que sé que está muy lejos y, además, que tengo mi moto para desfogarme, embarrándome y saltando por los campos de Kazan.
Transcurridos unos días me llama Vladimir, mi ex compañero en Müller, y me deja a cuadros. Yulia ha despedido a mi ex jefa. Incrédula, escucho cómo Vlad me cuenta que Yulia tuvo una tremenda discusión con ella cuando la pilló en la cafetería mofándose de mí. Resultado: al paro. ¡Toma ya! Por perra.
Lo siento, no debería alegrarme de ello, pero la malvada que existe en mi interior se regodea con que esa mala víbora por fin haya recibido su merecido. Como dice muy sabiamente mi padre, «el tiempo pone a cada uno en su lugar», y a ésa el tiempo la ha puesto donde se merece, en la puñetera calle.
Esa tarde aparece mi hermana con Dim e Irina, y nos sorprenden con la noticia de que van a ser padres de nuevo. ¡Embarazo a la vista! Mi padre y yo nos miramos con complicidad y sonreímos. Mi hermana está feliz, mi cuñado también y a mi sobrina Irina se la ve ilusionada. ¡Va a tener un hermanito!
Al día siguiente, se presenta en casa Anastasia. Al vernos nos damos un largo y significativo abrazo. Por primera vez desde que nos conocemos no nos hemos comunicado en meses, y eso nos da a entender a los dos que lo nuestro, aquello que nunca existió, por fin se ha acabado.
No me pregunta por Yulia.
No hace la más mínima mención de ella, pero intuyo que imagina que lo nuestro o se ha terminado, o pasa algo. Por la tarde, mientras mi hermana, Anastasia y yo tomamos un tentempié en el bar de la Pachuca, le pregunto:
—Anastasia, si yo te pidiera un favor, ¿me lo harías?
—Depende del favor.
Ambas sonreímos, y le aclaro, dispuesta a conseguir mi propósito:
—Necesito la dirección de dos mujeres.
—¿Qué mujeres?
Doy un trago a mi coca-cola y respondo:
—Una se llama Marisa de la Rosa y vive en Huelva. Está casada con un tipo llamado Mario Rodríguez, que es cirujano plástico; sé poco más. Y la otra se llama Rebeca y fue novia durante un par de años de Yulia Volkova.
—Elena —protesta mi hermana—, ¡ni hablar!
—Cállate, Annya.
Pero mi hermana comienza su perorata y ya no hay quien la calle. Tras discutir con ella, vuelvo a mirar a Anastasia, que no ha abierto la boca.
—¿Puedes conseguirme lo que te he pedido, o no?
—¿Para qué lo quieres? —me contesta.
No estoy dispuesta a contarle lo que ha ocurrido.
—Anastasia, no es para nada malo —puntualizo—, pero si pudieras ayudarme, te lo agradecería.
Durante unos segundos me mira con solemnidad mientras Annya, a mi lado, sigue despotricando. Al final asiente, se levanta, se aleja y veo que habla por el móvil. Esto me inquieta. Diez minutos después, se acerca a mí con un papel y dice:
—Sobre Rebeca sólo te puedo decir que está en Alemania pero no cuenta con una residencia fija, y la dirección de la otra aquí la tienes. Por cierto, tus amigas se mueven en un ambiente de altos vuelos y comparten los mismos juegos que Yulia Volkova.
—¿De qué juegos habláis? —pregunta Annya.
Anastasia y yo nos miramos. ¡Se traga los dientes como diga algo más!
Nos entendemos bien y le indico que no se le ocurra contestar a mi hermana, o se las verá conmigo, y ella me hace caso. Es una excelente amiga. Finalmente, Anastasia se resigna y señala:
—Ni una tontería con ellas, ¿de acuerdo, Elena?
Mi hermana niega con la cabeza mientras resopla. Yo, emocionada, cojo el papel y le doy un beso en la mejilla.
—Gracias. Muchas..., muchas gracias.
Esa noche, cuando estoy a solas en mi habitación, me siento furiosa. Saber que al día siguiente, con un poco de suerte, me voy a echar a la cara a Marisa me pone cardíaca. Esa mala bruja se va a enterar de quién soy yo.
Por la mañana me despierto a las siete. Llueve.
Mi hermana ya está levantada y, en cuanto ve que me preparo para ir de viaje, se pega a mí como una lapa y comienza su incesante chorreo de preguntas.
Intento esquivarla.
Voy a Huelva a hacerle una visitilla a Marisa de la Rosa. Pero Annya ¡es mucha Annya! Y al final, al ver que no me la puedo quitar de encima, accedo a que me acompañe. Aunque durante el trayecto me arrepiento y siento unos deseos asesinos de tirarla a la cuneta. Es tan cansina y repetitiva que saca de sus casillas a cualquiera.
Ella no sabe lo que nos ha ocurrido realmente a Yulia y a mí, y no para de desvariar con sus suposiciones. Si supiera la verdad se quedaría de pasta de boniato. Una mentalidad como la de mi hermana no entendería mis juegos con Yulia. Pensaría que somos unas depravadas, entre otras muchas cosas aún peores.
El día en que pasó todo, cuando quedé con ella, le deformé la realidad. Le conté que esas mujeres habían metido cizaña en nuestra relación y que por eso habíamos discutido y habíamos roto Yulia y yo. No pude decirle otra cosa.
Cuando entro en Huelva, extrañamente no estoy nerviosa.
Para nervios los de mi hermanísima.
Al llegar a la calle que pone en el papel aparco mi coche. Observo la urbanización y veo que Marisa vive muy..., muy bien. La urbanización es de lujo.
—Todavía no sé qué hacemos en este lugar, cuchu —protesta mi hermana, bajándose del coche.
—Quédate aquí, Annya.
Pero, omitiendo mi exigencia, cierra la puerta con decisión y contesta:
—Ni lo pienses, mona. Donde vayas tú, allí que voy yo.
Resoplo y gruño.
—Pero vamos a ver, ¿es que acaso necesito un guardaespaldas?
Se pone a mi lado.
—Sí. No me fío de ti. Eres muy mal hablada y a veces te pones muy bruta.
—¡Joder!
—¿Lo ves? Ya has dicho «¡joder!» —repite ella.
Sin responder comienzo a andar hacia el bonito portal que indica el papel. Llamo al portero automático, y cuando una voz de mujer contesta, digo sin dilación:
—Cartero.
La puerta se abre, y mi hermana, ojiplática, me mira.
—¡Aisss, Elena!, creo que vas a hacer una tontería. Tranquila, por favor, cariño; tranquila, que te conozco, ¿entendido?
Me río. La miro y murmuro mientras esperamos el ascensor:
—La tontería la hizo ella cuando me subestimó.
—¡Aisss, cuchuuuu...!
—Vamos a ver —siseo, malhumorada—, a partir de este momento, te quiero calladita. Éste es un asunto entre esa mujer y yo, ¿vale?
El ascensor llega. Nos montamos y oprimo el botón de la quinta planta. Cuando el ascensor para, busco la puerta D y llamo. Instantes después, la puerta la abre una desconocida vestida con uniforme de servicio.
—¿Qué desea? —pregunta la joven.
—¡Hola, buenos días! —Respondo con la mejor de mis sonrisas—. Quisiera ver a la señora Marisa de la Rosa. ¿Está en casa?
—¿De parte?
—Dígale que soy Vanesa Arjona, de Cádiz.
La joven desaparece.
—¿Vanesa Arjona? —cuchichea mi hermana—. ¿Qué es eso de Vanesa?
Rápidamente, con un gesto seco, le ordeno callar.
Dos segundos más tarde aparece ante nosotras Marisa, monísima con un conjunto en color blanco roto. Al verme, su cara lo dice todo. ¡Se asusta! Y antes de que ella pueda hacer o decir nada, sujeto con fuerza la puerta para que no la cierre mientras suelto:
—¡Hola, pedazo de zorra!
—¡Cuchuuuuuuuuuuu! —protesta mi hermana.
A Marisa le tiembla todo. Miro a mi hermana para que guarde silencio.
—Sólo quiero que sepas que sé dónde vives —siseo—. ¿Qué te parece? —Marisa está blanca, pero continúo—: Tu juego sucio me ha hecho enfadar y, créeme, si me lo propongo, puedo ser más mala y dañina que tú o tus amigas.
—Yo..., yo no sabía que...
—¡Cierra el pico, Marisa! —gruño entre dientes. Ella calla, y yo prosigo—: Me da igual lo que me digas. Eres una mala bruja porque me utilizaste con un fin nada bueno. Y en cuanto a tu amiguita Betta, como estoy segura de que seguís en contacto, dile que el día en que me la cruce se va a enterar de quién soy yo.
Marisa tiembla. Mira hacia el interior de la casa y sé que teme lo que pueda decir.
—Por favor —suplica—, están mis suegros y...
—¿Tus suegros? —la interrumpo, y aplaudo—. ¡Genial! Preséntamelos. Estaré encantada de conocerlos y contarles cuatro cositas de su angelical nuera.
Descontrolada, Marisa niega con la cabeza. Tiene miedo. Siento pena por ella. Aunque es una mala bruja, yo no lo soy. Al final decido dar por terminada mi visita.
—Si me vuelves a subestimar, tu bonita y relajada vida con tus suegros y tu famoso maridito se va a acabar —concluyo—, porque yo misma me voy a encargar de que así sea, ¿entendido?
Pálida como la cera, asiente. No me esperaba aquí y menos con ese talante. Cuando ya he dicho todo lo que tenía que decir y me voy a dar la vuelta para marcharme, escucho que mi hermana pregunta:
—¿Ésta es la guarrilla que venías buscando?
Hago un gesto afirmativo, y sorprendiéndome como siempre hace Annya, la oigo decir:
—Si te vuelves a acercar a mi hermana o a su novia, te juro por la gloria bendita de mi madre que está mirándonos desde el cielo que la que regresa aquí soy yo con el cuchillo jamonero de mi padre y te saco los ojos, ¡pedazo de zorra!
Marisa, tras el chorreo de palabras de mi querida Annya, cierra la puerta en nuestras narices. Aún boquiabierta, miro a mi hermana y murmuro en tono alegre mientras caminamos hacia el ascensor:
—Menos mal que la bruta y mal hablada de la familia soy yo. —Y al verla reír, añado—: ¿No te había dicho que te quería calladita?
—Mira, cuchufleta, cuando se meten con mi familia o le hacen daño, saco la choni poligonera que hay en mí y, como dice la Esteban, MA-TO.
Entre risas, volvemos al coche y regresamos a Kazan.
Cuando llegamos, mi padre y mi cuñado nos preguntan por nuestro viaje. Las dos nos miramos y reímos. No decimos nada. Este viaje ha sido algo entre Annya y yo.

Estamos a 17 de diciembre. Se acercan las Navidades y los amigos de toda la vida que viven fuera de Kazan van llegando. Si se acaba el mundo el día 21 como dicen los mayas, por lo menos nos habremos visto por última vez.
Como todos los años, nos reunimos en la gran fiesta que organiza Anastasia en la casa de campo de su padre y lo pasamos de lujo. Risas, bailes, chistes y, sobre todo, buen rollo. Durante la fiesta, Anastasia no me hace la menor insinuación. Se lo agradezco. No estoy yo para insinuaciones.
En un momento de la juerga, Anastasia se sienta junto a mí y hablamos. Nos sinceramos. Por sus palabras infiero que sabe mucho sobre mi relación con Yulia.
—Anastasia, yo...
No me deja hablar. Pone un dedo en mi boca para acallarme.
—Hoy me vas a escuchar a mí. Te dije que esa tipa no me gustaba.
—Lo sé...
—Que no era recomendable para ti por lo que tú y yo sabemos.
—Lo sé...
—Pero, me guste o no, soy consciente de la realidad. Y esa realidad es que estás colada por ella, y ella por ti. —La miro, asombrada, y prosigue—: Yulia es una mujer poderosa que puede tener la mujer que quiera, pero me ha demostrado que siente algo muy fuerte por ti, y lo sé por su insistencia.
—¿Insistencia?
—Me llamó mil veces desesperada el día en que desapareciste de su oficina. Y cuando digo «desesperada», es desesperada.
—¿Te llamó?
—Sí, todos los días varias veces. Y a pesar de que sabe que no es santa de mi devoción, ella se arriesgó, se tragó su orgullo, y lo hizo para pedirme ayuda. No sé cómo consiguió mi móvil, pero lo cierto es que me llamó para suplicarme que te encontrara. Estaba preocupada por ti.
Mi corazoncito se descontrola. Pensar en mi Icegirl enloquecida por mi ausencia me pone tonta. Demasiado tonta.
—Me dijo que se había comportado como una idiota —continúa Anastasia— y que tú te habías marchado. Te localicé en Valencia, pero no le conté nada a ella ni intenté ponerme en contacto contigo porque imaginé que necesitabas pensar, ¿verdad?
—Sí.
Bloqueada por lo que me está diciendo, la miro.
—¿Has tomado una decisión? —me pregunta.
—Sí.
—¿Se puede saber cuál es?
Doy un trago a mi bebida, me retiro el pelo de la cara y, con todo el dolor de mi corazón, con un hilo de voz susurro:
—Lo que había entre Yulia y yo se acabó.
Anastasia asiente, mira hacia unos amigos y, tras resoplar, murmura:
—Creo que te equivocas, Len.
—¿¡Cómo!?
—Lo que oyes.
—¡Cómo que lo que oigo! ¿Estás tonta?
Mi amiga la tonta sonríe y da un trago a su bebida.
—¡Ojalá te brillaran los ojos por mí como te brillan por ella! —exclama finalmente—. ¡Ojalá te hubieras vuelto tan loca por mí como sé que lo estás por ella! ¡Y ojalá no fuera consciente de que esa ricachona está tan loca por ti que es capaz de llamarme a mí para que te busque y te encuentre a pesar de que en un momento así yo te puedo poner en su contra!
Cierro los ojos. Los aprieto cuando Anastasia empieza a hablar de nuevo.
—Para ella, tu seguridad, encontrarte y saber que estabas bien, ha sido lo primordial, lo más importante, y eso me hace ver la clase de mujer que es Yulia y lo enamorada que está de ti. —Abro los ojos y escucho con atención—. Sé que me estoy echando piedras en mi propio tejado al confesarte esto, pero si lo que hay entre tú y esa guaperas es tan auténtico como ambas me dais a entender, ¿por qué acabarlo?
—¿Me estás diciendo que vuelva con ella?
Anastasia sonríe, retira un mechón de pelo de mi cara y musita:
—Eres buena, generosa, una excelente mujer y siempre te he considerado lo bastante lista como para no dejarte engañar por cualquiera o hacer algo que no sea de tu agrado. Además, te quiero como amiga, y si tú te has enamorado de esa tipa, por algo será, ¿no? Escucha, Lena, si eres feliz con Yulia, piensa en lo que quieres, en lo que deseas, y si tu corazón te pide estar con ella, no te lo niegues o te arrepentirás, ¿de acuerdo?
Sus palabras tocan mi corazón, pero antes de que me ponga a llorar como una imbécil y las cataratas del Niágara broten de mis ojos, sonrío. Está sonando el Waka waka de Shakira.
—No quiero pensar. Ven, vamos a bailar —le propongo.
Anastasia sonríe a su vez, me coge de la mano, me lleva al centro de la pista y juntas bailamos mientras, a voz en grito, cantamos con nuestros amigos:
Tsamina mina, eh eh, waka waka, eh eh
Tsamina mina, zangaléwa, anawa ah ah
Tsamina mina, eh eh, waka waka, eh eh
Tsamina mina, zangaléwa, porque esto es África.
Horas después, la fiesta continúa, y hablo con Sergio y Jenifer, los dueños del pub más concurrido de Kazan. Otros años, en Navidades, he trabajado de camarera en su local y me lo vuelven a ofrecer. Accedo, complacida. Ahora que estoy en el paro, cualquier ingreso extra me viene de perlas.
De madrugada, cuando llego a casa, estoy cansada, algo borracha y satisfecha.
Como cada año me inscribo para participar en la carrera solidaria de motocross que recauda fondos para comprar juguetes a los niños menos favorecidos de Cádiz. La carrera será el día 22 de diciembre en El Puerto de Santa María. Mi padre, el Bicharrón y el Lucena están encantados. Ellos siempre disfrutan tanto o más que yo con estos eventos.
El 20 de diciembre por la mañana mi teléfono suena por decimoctava vez. Estoy muerta. Trabajar en el pub es divertido pero agotador. Al coger el móvil y ver que se trata de Frida, me reactivo y respondo rápidamente.
—¡Hola, Len! Feliz Navidad. ¿Cómo estás?
—Feliz Navidad. Estoy bien, ¿y tú?
—Bien, bonita, bien.
Su voz es tensa y me asusto.
—¿Qué pasa? —pregunto—. ¿Ocurre algo? ¿Yulia está bien?
Tras un incómodo silencio, Frida se decide.
—¿Es cierto lo que he escuchado sobre Betta?
—No —respondo, y resoplo al recordarla—. Todo ha sido un montaje de ella.
—Lo sabía —murmura.
—Pero da igual, Frida —añado—, ya no importa.
—¡Cómo que ya no importa! A mí no me da igual. Cuéntame ahora mismo tu versión.
Sin demora, le cuento lo ocurrido con todos sus pelos y señales, y cuando acabo, comenta:
—Esa Marisa nunca me gustó. Es una bruja, y Yulia parece nueva. ¡Yulia Maldición! Sabe que Marisa es amiga de Betta; ella les presentó.
—¿Ella les presentó?
—Sí. Betta es de Huelva como Marisa. Cuando comenzó su relación con Yulia, se fue a Alemania a vivir con ella, hasta que pasó lo que pasó y le perdí la pista. Pero esa Marisa se merece un escarmiento por mala.
—Tranquila. A esa bruja le hice una visita y le dejé muy claro que conmigo no se juega.
—¡No me digas!
—Lo que oyes. Le advertí que yo también sé jugar sucio.
Frida suelta una carcajada, y yo hago lo mismo.
—¿Cómo está Yulia? —pregunto sin que pueda evitarlo.
—Mal —contesta, y suspiro. Ella sigue—: Anoche cené con ella en Alemania y, al no verte, pregunté y fue cuando me enteré de lo ocurrido entre vosotras. Me enfadé y le dije cuatro cositas bien dichas.
Escucharla hablar así me hace gracia, e insisto mientras me desperezo:
—Pero ¿ella está bien?
—No, no está bien, Elena, y no me refiero a su enfermedad, sino a ella como persona. Por eso te he llamado nada más llegar. Debéis arreglarlo. Debes cogerle el teléfono. Yulia te echa mucho de menos.
—Ella me apartó de su lado; que ahora asuma las consecuencias.
—Lo sé. También me lo ha dicho. Es una cabezona, pero una cabezona que te quiere; eso no lo dudes.
Inconscientemente, oír tal cosa hace que revoloteen ya no mariposas, sino avestruces en mi estómago. Soy la reina de las masoquistas. Me gusta saber que Yulia aún me quiere y me echa de menos, a pesar de que yo misma me empeñe en no creerlo.
—Te llamo porque este fin de semana cenaremos en Nochebuena con mis suegros en Conil, y luego estaremos en nuestra casa de Zahara tranquilitos. El Fin de Año lo pasaremos en Alemania con mi familia. Por cierto, Yulia se reunirá con nosotros en Zahara. ¿Te apetece venir?
Ése es un plan encantador. En otro momento me hubiera parecido perfecto. Pero respondo:
—No, gracias. No puedo. Estoy liada con mi familia y además trabajo estos días por la noche, y...
—¿Que trabajas por la noche?
—Sí.
—Pero ¿en qué trabajas?
—Soy camarera en un pub y...
—¡Uf, Elena! ¡Camarera! Eso a Yulia no le va a hacer gracia. La conozco y no le va a gustar nada de nada.
—Lo que le guste o no a Yulia ya no es mi problema —le aclaro sin querer entrar en más detalles—. Además, el sábado tengo una carrera en Cádiz y...
—¿Tienes una carrera?
—Sí.
—¿De qué?
—De motocross.
—¿Corres motocross?
—Sí.
—¡Motocross! —grita, sorprendida—. Len, eso no me lo pierdo yo. Eres mi heroína. ¡Qué cosas más chulas que sabes hacer! Si alguna vez tengo una hija, quiero que de mayor sea como tú.
Al ver su sorpresa, me río y digo:
—Es una carrera solidaria que busca recaudar fondos para comprar juguetes y repartirlos entre niños de familias que no pueden permitírselo.
—¡Ah!, pues allí estaremos ¿Y dónde dices que es?
—En El Puerto de Santa María.
—¿A qué hora?
—Comienza a las once de la mañana. Pero oye, Frida..., no se lo digas a Yulia. No le gustan nada esas carreras. Lo pasa fatal porque recuerda lo que le ocurrió a su hermana.
—¿Que no se lo diga a Yulia? —se mofa sin querer escucharme—. Es lo primero que voy a hacer en cuanto la vea... Si ella no quiere venir, que no venga, pero yo desde luego voy a verte sí o sí.
—Yo no la quiero ver, Frida. Estoy muy enfadada con ella.
—¡Venga ya, por Dios! ¡A ver si ahora vas a ser tú peor que ella! Mira que si mañana se acaba el mundo como dicen los mayas y no la vuelves a ver más... ¿Lo has pensado?
El comentario me hace reír, aunque reconozco que he pensado en esa posibilidad.
—Frida, el mundo no se va a acabar. Y en cuanto a Yulia, una persona que desconfía de mí y que se enfada conmigo sin dejar que me explique no es lo que quiero en mi vida. Además, ya estoy harta de ella. Es una gilipollas.
—¡Oh, Dios! Efectivamente eres peor que ella. Pero vamos a ver, ¿tan tontas son las dos que no ven que están hechas la una para la otra? Pero bueno..., quieren dejar a un lado vuestro **** orgullo y daros la oportunidad que os merecéis. Que ella es cabezona, ¡sí! Que tú eres cabezona, ¡sí! Pero ¡por el amor de Dios, Elena, tienen que hablar! Te recuerdo que pensabais mudaros en breve a vivir a Alemania. ¿Lo has olvidado ya? —Y sin darme tiempo a decir nada más, afirma—: Bueno, tú déjame a mí. Hasta el sábado, Len.
Y con un extraño dolor en el estómago por lo que he ido escuchando, me despido.

Pasa el viernes, ¡y el mundo no se acaba! Los mayas no acertaron.
El sábado me despierto muy pronto. Estoy agotada por mi trabajo de camarera, pero ¡es lo que hay! Miro por la ventana.
¡No llueve!
¡Bien!
Saber que Yulia está a pocos kilómetros de donde me encuentro y que puede haber alguna posibilidad de que la vea me inquieta en exceso. No comento nada en casa. No quiero que esto los altere y, cuando llegan el Bicharrón y el Lucena con el remolque de la moto y mi padre monta junto a Dim, sonrío, divertida.
—¡Vamos, blanquita! —grita mi padre—. Ya está todo preparado.
Mi hermana, mi sobrina y yo salimos de casa con la bolsa de deporte donde llevo mi mono de correr, y al llegar al coche me alegro al ver aparecer a Anastasia.
—¿Te vienes? —pregunto.
Ella, jovial, asiente.
—Dime cuándo he faltado yo a una de tus carreras.
Nos dividimos en dos coches. Mi padre, mi sobrina, el Bicharrón y el Lucena van en un coche, y mi hermana, Dimitry, Anastasia y yo, en otro.
Cuando llegamos a El Puerto de Santa María nos dirigimos al lugar donde se va a celebrar el evento. Está a rebosar de gente, como todos los años. Tras hacer la cola para comprobar la inscripción y que le den un número de dorsal, mi padre regresa feliz.
—Eres el número 87, blanquita.
Le dedico un gesto de asentimiento y miro a mi alrededor en busca de Frida. No la veo. Demasiada gente.
Compruebo mi móvil. Ni un solo mensaje.
Me encamino con mi hermana hacia los improvisados vestuarios que la organización ha dispuesto para los participantes. Aquí me quito mis vaqueros y me pongo mi mono de cuero rojo y blanco. Mi hermana me coloca las protecciones de las rodillas.
—Elena, algún año le tendrás que decir a papá que esto ya no lo haces —asevera—. No puedes seguir dando saltos sobre una moto eternamente.
—¿Y por qué no, si me gusta...?
Annya sonríe y me da un beso.
—También tienes razón. En el fondo admiro la guerrera marimacho que hay en ti.
—¿Me acabas de llamar marimacho?
—No, cuchufleta. Me refiero a que esa fuerza que tienes ya me gustaría tenerla a mí.
—La tienes, Annya... —digo, y sonrío con cariño—. Aún recuerdo cuando tú participabas en las carreras.
Mi hermana pone los ojos en blanco.
—Pero yo lo hice dos veces —señala—. Esto no me va, por mucho que a papá le encante.
En efecto. Tiene razón. Aunque las dos hemos sido criadas por el mismo padre y las mismas aficiones, ella y yo somos diferentes en muchas cosas. Y el motocross es una de ellas. Yo siempre lo he vivido. Ella siempre lo ha sufrido.
Cuando salgo con mi mono, me encamino hacia donde me esperan mi padre y lo que se puede denominar mi equipo. Mi sobrina está feliz y, al verme, salta encantada. Para ella soy su ¡supertita! Me hago fotos con la niña y con todos, y sonrío. Por primera vez en varios días, mi sonrisa es abierta y conciliadora. Hago algo que me gusta, y eso se ve en mi cara.
Pasa un hombre vendiendo bebidas y mi padre me compra una coca-cola. Complacida, empiezo a tomármela cuando mi hermana exclama:
—¡Aisss, Elena!
—¿Qué?
—Creo que has ligado.
La miro con expresión jocosa, y acercándose a mí con comicidad, cuchichea:
—La corredora que lleva el dorsal 66, la de tu derecha, no para de mirarte. Y no es por nada, pero está de toma pan y moja.
Curiosa, me vuelvo y sonrío al reconocer a Diana Guepardo. Ésta me guiña el ojo, y ambas nos movemos para saludarnos. Nos conocemos desde hace años. Es de un pueblo de al lado de Kazan. A las dos nos apasiona el motocross y solemos coincidir de vez en cuando en algunas carreras. Hablamos durante un rato. Diana, como siempre, es encantadora conmigo. Un bomboncito. Cojo lo que me entrega, me despido de ella y regreso junto a mi hermana.
—¿Qué llevas en la mano?
—Mira que eres cotilla, Annya —le reprocho. Pero al comprender que no me dejará en paz hasta que se lo enseñe, respondo—: Su número de teléfono, ¿contenta?
Mi hermana primero se tapa la boca y después suelta:
—¡Aisss, cuchu!, si vuelvo a nacer me pido ser tú.
Me echo a reír justo en el momento en que oigo:
—¡Elena!
Me vuelvo y me encuentro con la maravillosa sonrisa de Frida, que corre hacia mí con los brazos abiertos. La recibo con satisfacción y la abrazo, cuando me percato de que tras ella van Andrés y Yulia.
—El mundo no se ha acabado —murmura Frida.
—Te lo dije —contesto, alegre.
¡Diosssssssss! ¡Yulia ha venido!
El estómago se me encoge y, de pronto, toda mi seguridad comienza a esfumarse. ¿Por qué seré tan imbécil? ¿Acaso el amor nos hace volvernos inseguros? Vale..., en mi caso, rotundamente sí.
Sé lo que supone para Yulia haber acudido a un evento como éste. Dolor y tensión. Aun así, decido no mirarla. Sigo enfadada con ella. Tras besuquear a Frida, saludo con cariño a Andrés y al pequeño Glen, que está en sus brazos y, cuando le toca a Yulia, articulo sin mirarla:
—Buenos días, señorita Volkova.
—¡Hola, Len!
Su voz me inquieta.
Su presencia me inquieta.
Toda ella ¡me inquieta!
Pero saco las fuerzas que guardo en mi interior para momentos así, vuelvo la cabeza y digo a mi desconcertada hermana:
—Annya, ellos son Frida, Andrés y el pequeño Glen, y ella es la señorita Volkova.
La cara de mi hermana y de todos es un poema. La frialdad que demuestro al referirme a Yulia los desconcierta a todos menos a ella, que me mira con su habitual gesto de mal genio.
En ese instante, aparece Anastasia.
—Elena, sales en la siguiente manga —me advierte.
De pronto, ve a Yulia y se queda parada. Ambas se saludan con un movimiento de cabeza, y yo miro a Frida.
—Tengo que dejarlos. Me toca salir. Frida, soy la número 87. Deséame suerte.
Cuando me doy la vuelta, Diana Guepardo, la motera con la que he hablado antes, se acerca a mí y chocamos los nudillos. Me desea ¡suerte! Yo sonrío y, sin más, me alejo acompañada por Annya y Anastasia. Cuando estamos lo suficientemente lejos de los otros me dirijo a mi hermana, entregándole el papel que llevo en las manos:
—Grábame el número de teléfono de Diana en mi móvil, ¿de acuerdo?
Mi hermana asiente y lo coge.
—¡Ostras, cuchufleta! —profiere—. ¡Yulia ha venidooooooooo!
Con gesto incómodo, a pesar de mi tonta alegría interior, ironizo:
—¡Oh, qué emoción!
Pero mi hermana es una romántica empedernida.
—¡Elena, por el amor de Dios! Ella está aquí por ti, no por mí, ni por otra. ¿Es que no lo ves? Esa pedazo de tía está loca por ti.
Siento deseos de estrangularla.
—Ni una palabra más, Annya. No quiero hablar de ello.
Mi hermana, sin embargo..., ¡es mi hermana!
—Por cierto —insiste—, eso de llamarla por su apellido ha tenido su gracia.
—¡Annya, cállate!
Pero como es lógico en ella, vuelve a la carga.
—¡Guau, cuando se entere papá!
¿Papá? Me paro en seco. La miro y aclaro.
—Ni una palabra a papá de que ella está aquí, y antes de que prosigas con tu cotorreo marujil y de telenovela mexicana, te recuerdo que la señorita Volkova y yo ya nada tenemos que ver. ¿Qué es lo que no has entendido?
Anastasia, que está con nosotras, intenta poner paz.
—¡Chicas, vamos!, no discutan. No merece la pena.
—¡Cómo que no merece la pena!—le recrimina mi hermana—. Yulia es...
—Annya... —protesto.
Anastasia, que siempre se divierte con nuestras extrañas discuconversaciones, dice, mirándome:
—¡Vamos, Elena!, no te pongas así. Quizá debas escuchar a tu hermana y...
Incapaz de aguantar un segundo más las palabras de estas dos, miro a mi amiga con mala leche y grito como una posesa:
—¡¿Por qué no cierras el pico?! Te aseguro que estás más guapa.
Anastasia y mi hermana intercambian una mirada y se ríen. ¿Se han vuelto idiotas?
Llegamos a donde está mi padre con el Bicharrón y el Lucena. ¡Vaya trío! Me pongo el casco, las gafas de protección y escucho lo que mi padre me tiene que decir en cuanto a los reglajes de la moto. Después, monto y me dirijo hacia la puerta de entrada. Aquí espero junto a otros participantes a que nos dejen entrar en pista.
Parapetada tras mis gafas miro hacia donde está Yulia. No puedo obviarle. Además, es tan alta que es imposible no verla. Está impresionante con esos vaqueros de cintura baja y el jersey negro de ochos que lleva.
¡Qué guapa, por Dios!
Es la típica mujer que hasta con una lechuga chuchurría en la cabeza estaría impresionante. Habla con Andrés y Frida, pero la conozco; su gesto denota tensión. Desde detrás de sus Ray-Ban plateadas de aviador sé que me busca con la mirada. Esto me hace aletear el corazón. Pero soy pequeña y, entre tanto motorista vestido igual, no consigue localizarme, lo que me da ventaja. Yo le puedo observar tranquilamente y disfrutar de las vistas.
Cuando la pista se abre, los jueces nos colocan en nuestra posición en la parrilla de salida. Nos advierten que hay varias mangas de nueve personas, da igual hombre o mujer, y que de momento los cuatro primeros de cada manga se clasifican para las siguientes.
Situada en mi posición, oigo la vocecita de mi sobrina llamarme y asiento. Ella ríe y aplaude. ¡Qué linda que es mi Irina! Pero mi mirada vuela a Yulia.
No se mueve.
Casi no respira.
Pero ahí está, dispuesta a ver la carrera a pesar de la angustia que sé que esto le va a ocasionar.
De nuevo, me centro en mi cometido. He de entrar entre los cuatro primeros si me quiero clasificar para las siguientes rondas. Despejo mi mente y doy gas a la moto. Me concentro en la carrera y me olvido del resto. Debo hacerlo.
Los instantes previos a la salida siempre me suben la adrenalina. Oír el bronco acelerar de los motores a mi alrededor me pone la carne de gallina, y cuando el juez baja la bandera, acciono a tope el acelerador y salgo disparada. Tomo buena posición desde el principio y, como me ha advertido mi padre, tengo cuidado en la primera curva, que está demasiado bacheada. Salto, derrapo, ¡me divierto! Y al llegar a una bajada espectacular disfruto como una loca mientras veo que el corredor de mi derecha pierde el control de su moto y se cae. ¡Vaya leñazo que se ha dado! Acelero, acelero, acelero, y vuelvo a saltar. Derrapo, acelero, salto, derrapo de nuevo, y tras tres vueltas al circuito, en tanto otra gente va cayendo, llego entre los cuatro primeros.
¡Bien!
Me clasifico para la siguiente ronda.
Cuando salgo de la pista, mi padre, más feliz que una perdiz, me abraza. Todos se congratulan de mi éxito mientras yo me quito las embarradas gafas. Mi sobrina está emocionada y no para de dar saltitos. Su tita es su heroína, y yo estoy muy contenta por ella.
Diana Guepardo sale en la siguiente manga. Al pasar por mi lado choco los nudillos con ella otra vez. En ese instante, Frida se acerca y, encantada de la vida, grita:
—¡Felicidades! ¡Oh, Dios, Elena!, ha sido impresionante.
Sonrío y bebo un trago de coca-cola. Estoy sedienta. Miro más allá de Frida y no veo que Yulia venga a abrazarme. La localizo a varios metros de distancia, con Glen en brazos, hablando con Andrés.
—¿No vas a saludarla? —pegunta Frida.
—Ya la he saludado.
Ella sonríe y se me aproxima aún más.
—Eso de llamarle señorita Volkova tiene su morbo —murmura—, pero en serio, ¿de verdad que no te vas a acercar a ella?
—No.
—Te aseguro que ha hecho un gran esfuerzo por venir. Y sabes por qué lo digo.
—Lo sé —respondo—, pero se podía haber evitado el viaje.
—¡Vamos, Elena...! —insiste Frida.
Hablamos durante un rato, pero, como dice mi padre, me niego a bajarme de la burra. No me voy a acercar a Yulia. No se lo merece. Ella me dijo que lo nuestro había acabado, y yo le devolví el anillo. Fin del asunto.
La mañana transcurre y yo voy superando rondas, tantas que llego a la final. Yulia continúa ahí y le veo hablar con mi padre. Ambos están concentrados en la conversación, y ahora mi padre sonríe y le da un cariñoso golpe en la espalda. ¿De qué charlarán?
He observado como Yulia me ha buscado continuamente con la mirada. Esto me excita, aunque me he mantenido en mis trece. Ha intentado acercarse a mí, pero cada vez que he adivinado su intención, me he escabullido entre la gente y no me ha encontrado.
—Tienes cara de querer tomar una coca-cola, ¿verdad?
Me vuelvo y veo a Diana Guepardo ofreciéndomela.
La acepto y mientras esperamos que nos avisen para correr la última carrera nos sentamos a tomar el refresco. Yulia, no lejos de mí, se quita las gafas. Quiere que yo sepa que me está mirando. Pretende que conozca su enfado. Pero incluso con ellas puestas ya sé cómo me mira. Finalmente, le doy la espalda, pero aun así siento sus ojos sobre mí. Esto me incomoda y, a la par, me excita.
Durante un buen rato, Diana y yo hablamos, reímos y observamos a otros compañeros correr la última ronda de clasificación. Mi pelo flota al viento, y Diana coge un mechón y me lo pone tras la oreja.
¡Vaya, eso a la señorita Volkova le habrá sacado de sus casillas!
No quiero ni mirar.
Pero al final la morbosa que vive en mí lo hace y, efectivamente, su gesto ha pasado de incomodidad a cabreo total.
¡Anda y que le den!
Nos avisan de que en cinco minutos se correrá la última carrera. La definitiva. Diana y yo nos levantamos, chocamos los nudillos, y cada una se encamina hacia su moto y su grupo. Mi padre me entrega el casco y las gafas, y acercándose a mí, pregunta:
—¿Estás encelando a tu novia con Diana Guepardo?
—Papá..., yo no tengo novia —afirmo. Él se ríe, y antes de que diga nada más, añado—: Si te refieres a quien yo creo, ya te dije que terminamos. ¡Se acabó!
El bonachón de mi padre suspira.
—Creo que Yulia no piensa como tú. No da lo vuestro por finalizado.
—Me da igual, papá.
—¡Ojú!, eres igualita de cabezota que tu madre. ¡Igualita!
—Pues mira..., me alegro —contesto, malhumorada.
Mi padre asiente, resopla y me suelta con gesto divertido:
—¡Aisss, blanquita! A los hombres nos gustan las mujeres difíciles, y creo que a las mujeres también, y tú, mi vida, lo eres. Ese carácter tuyo, miarma, ¡vuelve loco! —Se ríe—. Yo no dejé escapar a tu madre, y Yulia no te va a dejar escapar a ti. Son demasiado preciosas e interesantes.
Con rabia, me ajusto el casco y me pongo las gafas. No quiero hablar. Acelero y llevo mi moto hasta la parrilla de salida. Una vez aquí, como en las anteriores mangas, me concentro, y mientras espero la salida, acelero mi motor repetidamente. La diferencia es que ahora estoy enfadada, muy enfadada, y esto me hace ser más loca. Mi padre, que me conoce mejor que nadie en el mundo, me hace señas con las manos desde su posición para que baje mi intensidad y me relaje.
La carrera comienza y sé que tengo que hacer una buena salida si quiero conseguir mi objetivo.
La hago y corro como alma que lleva el diablo. Me arriesgo más y disfruto, con la adrenalina por los aires, mientras salto y derrapo. Con el rabillo del ojo, veo que Diana y otro más me adelantan por la derecha. Acelero. Consigo rebasar a la otra moto, pero Diana Guepardo es muy buena, y antes de llegar a la zona bacheada, acelera y salta los baches que a mí me hacen perder tiempo y casi caerme. Pero no, no me caigo. Aprieto los dientes; consigo mantener el control de la moto y continúo acelerando. No me gusta perder ni al parchís.
Le doy aún más gas a la moto. Pillo a Diana. La rebaso. Me pasa otra vez. Derrapamos y un tercer corredor nos adelanta a las dos.
¡A por él!
Acelero a tope, consigo llegar hasta ella y dejarla atrás. Ahora, Diana salta, arriesga y me pasa por la izquierda. Acelero..., acelera..., todos aceleramos.
Cuando paso por la línea de meta y el juez baja la bandera a cuadros, levanto el brazo.
¡Segunda!
Diana, primero.
Damos una vuelta por el circuito y saludamos a todos los asistentes. Recibir sus aplausos y contemplar sus felices caras nos hace sonreír. Cuando paramos, Diana viene hacia mí y me abraza. Está contenta, y yo lo estoy también. Nos quitamos los cascos, las gafas, y la gente aplaude con más fuerza.
Sé que esa cercanía con Diana a Yulia no le estará gustando. Lo sé. Pero la necesito, e inconscientemente quiero provocarla. Soy dueña de mi vida. Soy dueña de mis actos, y ni ella ni nadie conseguirá doblegar mi voluntad.
Mi padre y todos los demás salen a la pista para felicitarnos. Mi hermana me abraza, al igual que mi cuñado, Anastasia, mi sobrina, Frida. Todos me gritan «campeona» como si hubiera ganado un campeonato del mundo. Yulia no se acerca. Se mantiene en un segundo plano. Sé que espera que sea yo la que me aproxime, que vaya como siempre a ella. Pero no. En esta ocasión, no. Como dice nuestra canción, «somos polos opuestos», y si ella es tozuda, quiero que se entere de una vez por todas de que yo lo soy más.
Cuando en el podio nos dicen el dinero que se ha recaudado para los regalos de los niños, alucino.
¡Qué dineral!
Instintivamente sé que una gran cantidad de ese dinero lo ha donado Yulia. Lo sé. No hace falta que nadie me lo diga.
Encantada al escuchar la cantidad, sonrío. Todos aplauden, incluido Yulia. Su gesto está más relajado y veo el orgullo en su expresión cuando levanto mi copa. Esto me conmueve y me atiza el corazón. En otro momento, le habría guiñado un ojo y le habría dicho con la mirada «te quiero», pero ahora no. Ahora no.
Cuando bajo del podio me hago miles de fotos con Diana y con todo el mundo. Media hora después, la gente se dispersa y los corredores comenzamos a recoger nuestras cosas. Diana, antes de marcharse, se acerca a mí y me recuerda que estará en su pueblo hasta el día 6 de enero. Prometo llamarla, y ella asiente. Cuando salgo de los vestuarios con mi mono en la mano me agarran del brazo y noto que tiran de mí. Es Yulia.
Durante unos segundos nos miramos.
¡Oh, Dios!¡Oh, Diossssssssss! Ese gesto suyo tan serio me vuelve loca.
Sus pupilas se dilatan. Me dice con la mirada cuánto me necesita y, al ver que yo no respondo, me atrae hacia ella. Cuando me tiene cerca de su boca, murmura:
—Me muero por besarte.
No dice más.
Me besa, y unos desconocidos que están a nuestro alrededor aplauden encantados por la demostración de efusividad. Durante unos segundos, dejo que Yulia saquee mi boca. ¡Guau! Lo disfruto locamente. Cuando se separa de mí, Icegirl comenta con voz ronca, mirándome a los ojos:
—Esto es como en las carreras, cariño: quien no arriesga no gana.
Asiento. Tiene razón.
Pero dejándole totalmente descolocada, respondo, consciente de lo que digo:
—Efectivamente, señorita Volkova. El problema es que usted ya me ha perdido.
De inmediato, su mirada se endurece.
Me separo de ella, dándole un empujón, y camino hacia el coche de mi cuñado. Yulia no me sigue. Intuyo que se ha quedado parada por lo que acabo de decir mientras sé que me observa.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:03 pm


Por la tarde, al llegar a Kazan, mi móvil no para de sonar.
Estoy por estrellarlo contra la pared.
Yulia quiere hablar conmigo.
Apago el móvil. Llama al teléfono de mi padre y me niego a ponerme.
El domingo, cuando me levanto, mi hermana está plantada ante el televisor viendo la telenovela mexicana que la tiene extasiada, «Soy tu dueña». ¡Menuda horterada!
Cuando entro en la cocina, hay un precioso ramo de rosas rojas de tallo largo. Al verlas, maldigo; imagino quién las ha mandado.
—¡Cuchufleta, mira qué preciosidad has recibido! —dice Annya detrás de mí.
Sin necesidad de preguntar, sé de quién son, y directamente las agarro y las tiro a la basura. Mi hermana grita como una posesa.
—¡¿Qué haces?!
—Lo que me apetece.
Rápidamente, saca las rosas de la basura.
—¡Por el amor de Dios! Tirar esto es un sacrilegio. Han debido de costar un pastón.
—Por mí como si son del mercadillo. Me hacen el mismo efecto.
No quiero mirar mientras mi hermana vuelve a colocar las rosas en el jarrón.
—¿No vas a leer la notita? —insiste.
—No, y tú, tampoco —contesto, y se la arranco de las manos y la tiro a la basura.
De repente, aparecen mi cuñado y mi padre, y nos miran. Mi hermana impide que me acerque de nuevo a las rosas.
—¿Os podéis creer que quiere tirar esta maravilla a la basura?
—Me lo creo —asevera mi padre.
Dimitry sonríe, y acercándose a mi hermana, le da un beso en el cuello.
—Menos mal que estás tú para rescatarlas, pichoncita.
No respondo.
No los miro.
No estoy yo para escuchar eso de «pichoncita» y «pichoncito». ¿Cómo pueden ser tan ñoños?
Me caliento un café en el microondas y, tras bebérmelo, oigo que suena la puerta. Maldigo y me levanto, dispuesta a huir si es Yulia. Mi padre, al ver mi gesto, va a abrir. Dos segundos después, divertido, entra solo y deja algo sobre la mesa.
—Blanquita, esto es para ti.
Todos me miran, a la espera de que abra la enorme caja blanca y dorada. Finalmente, claudico y la abro. Cuando saco el envoltorio, mi sobrina, que entra en este momento en la cocina, exclama:
—¡Un estadio de fútbol de chuches! ¡Qué ricooooooooooooooo!
—Creo que alguien quiere endulzarte la vida, cariño —bromea mi padre.
Boquiabierta, miro el enorme campo de fútbol. No le falta detalle. ¡Hasta gradas y público tiene! Y en el marcador pone «te quiero» en alemán: Ich liebe dich.
Mi corazón aletea, desbocado.
No estoy acostumbrada a estas cosas y no sé qué decir.
Yulia me desconcierta, ¡me vuelve loca! Pero al final gruño, y mi hermana rápidamente se coloca a mi lado.
—No irás a tirarlo, ¿verdad? —dice.
—Me parece que sí —respondo.
Mi sobrina se pone en medio y levanta un dedo.
—¡Titaaaaaaaaaaaaa, no puedes tirarlo!
—¿Por qué no puedo tirarlo? —pregunto, enfadada.
—Porque es un regalo muy bonito de la tita y nos lo tenemos que comer. —Sonrío al ver su gesto de pillina, pero la sonrisa se me corta cuando añade—: Además, tienes que perdonarla. Se lo merece. Es muy buena y se lo merece.
—¿Se lo merece?
Irina hace un gesto afirmativo con la cabeza.
—Cuando yo me peleé con Alicia por lo de la película y ella me llamó tonta, me enfadé mucho, ¿verdad? —me recuerda mi sobrina, y yo asiento. La niña prosigue—: Ella me pidió perdón, y tú me dijiste que debía pensar si mi enfado era tan importante como para perder a mi mejor amiga. Pues ahora, tita, yo te digo lo mismo. ¿Tan enfadada estás como para no perdonar a la tita Yulia?
Sigo mirando boquiabierta al renacuajo que me ha dicho eso cuando interviene mi padre:
—Blanquita, somos esclavos de nuestras palabras.
—Exacto, papá, y Yulia también lo es —manifiesto al recordar las cosas que ella me dijo.
Mi pequeña sobrina me mira a la espera de una contestación. Pestañea como un osito. Es una niña y no debo olvidarlo. Por ello, con la poca paciencia que aún me queda, murmuro:
—Irina, si tú quieres, cómete todo el campo de fútbol. Te lo regalo, ¿vale?
—¡Guay! —aplaude la pequeña.
Todos sonríen, y sus sonrisas me desquician. ¿Por qué nadie entiende mi enfado?
Saben que Yulia y yo hemos roto, aunque nadie, a excepción de mi hermana, sabe que es por una mujer, y ni siquiera a ella le he contado toda la verdad. Si Annya o cualquier otro conociera el trasfondo de nuestra discusión, ¡fliparía en colorines!
Consciente de que mi agobio sube, sube y sube, me voy a ver a mi amiga Rocío. Estoy segura de que ella no me hablará de Yulia. Y no me equivoco.
Regreso para comer. El teléfono no para de sonar y lo apago.
¡Basta ya, por favorrrrrrr!
A las diez me voy al pub. Tengo que trabajar. Pero cuando estoy en la puerta saludando a unos amigos, veo pasar un BMW oscuro y reconozco a Yulia al volante. Me escondo. No me ha visto y, por la dirección que lleva, intuyo que se dirige a casa de mi padre.
Maldigo, maldigo y maldigo. ¿Por qué es tan insistente?
Cuando el desespero comienza a fraguar en mí una gran desazón, alguien me toca por la espalda y, al volverme, me encuentro con Diana Guepardo. ¡Qué chica más mona! Encantada, sonrío e intento centrarme en ella. Entramos en el pub. Me invita a una copa y yo a ella la otra. Es amable, un bombón, y por su mirada y las cosas que dice sé lo que busca. ¡Sexo! Pero no. Hoy no estoy yo muy fina, y decido omitir los mensajes que me manda mientras empiezo a servir copas en la barra.
Veinte minutos después, veo entrar a Yulia en el local, y mi corazón se desboca.
Tun-tun... Tun-tun...
Va sola. Mira alrededor y rápidamente me localiza. Camina con decisión hacia donde estoy y, cuando llega, dice:
—Len, sal de ahí ahora mismo y ven conmigo.
Diana la mira, y después me mira a mí.
—¿Conoces a esta tipa? —pregunta.
Voy a responder cuando Yulia se me adelanta.
—Es mi mujer. ¿Algo más que preguntar?
¿Su mujer? ¿Será prepotente?
Sorprendida, Diana me mira. Yo pestañeo y, finalmente, mientras termino de preparar un cubata para el pelirrojo de la derecha, respondo:
—No soy tu mujer.
—¿Ah, no? —insiste Yulia.
—No.
Le entrego la consumición al pelirrojo, y éste me sonríe. Yo hago lo mismo. Una vez que le cobro miro a Yulia, que aguarda desesperada, y le aclaro:
—No soy nada tuyo. Lo nuestro acabó y...
Pero Yulia, clavando sus espectaculares ojos azules en mí, no me deja terminar.
—Len, cariño, ¿quieres dejar de decir tonterías y salir de esa barra?
Molesta por sus palabras, gruño.
—Las tonterías las vas a dejar de decir tú, chata. Y repito: no soy tu mujer y tampoco soy tu novia. No soy absolutamente nada tuyo y quiero que me dejes vivir en paz.
—Len...
—Quiero que me olvides y me dejes trabajar —prosigo, molesta—. Quiero que te fijes en otra, que le des la barrila a ella y que te alejes de mí, ¿entendido?
Mi gesto es serio, pero el de Yulia es tenebroso.
Me mira..., me mira..., me mira...
Tiene la mandíbula tensa y sé que está conteniendo sus impulsos más primitivos, esos que me vuelven loca. ¡Dios, soy una masoca! Diana nos mira a ambas, pero antes de que pueda decir algo, Yulia murmura:
—De acuerdo, Len. Haré lo que me pides.
Sin más, se da la vuelta y va al fondo de la barra. Incómoda, la sigo con la mirada.
—¿Quién es esa tipa? —pregunta Diana.
No respondo. Sólo puedo seguir con la mirada a Yulia y ver cómo mi compañero de barra le sirve un whisky. Diana insiste.
—Si no es mucha indiscreción, ¿quién es?
—Alguien de mi pasado —contesto como puedo.
Con un enfado por todo lo alto, intento olvidarme de que Yulia está aquí. Sigo preparando bebidas y sonriendo a la gente que se acerca a mí para pedirlas. Durante un buen rato, no la miro. Quiero obviar su presencia y divertirme. Diana es un encanto e intenta continuamente hacerme reír. Pero mi risa se congela y mi sangre se corta cuando, al ir a coger una botella de la estantería, veo a Yulia hablando con una chica guapa. No me mira. Está del todo centrada en la muchacha, y eso me pone a cien. Pero de mala leche.
¡Madre..., madre..., qué celosa estoyyyyy!
Una vez que cojo la botella, me doy la vuelta. No quiero seguir contemplando lo que ella hace, pero mi puñetera curiosidad me obliga a mirar de nuevo. Las señales que le hace la chica son las típicas que usamos las mujeres cuando un hombre o mujer nos interesa. Toque de pelo, de oreja y sonrisita de «acércate... que te estoy invitando a algo más».
De pronto, la rubia le pasa un dedo por la mejilla. ¿Por qué la toca? Ella sonríe.
Yulia no se mueve y soy testigo de cómo ella cada vez se aproxima más y más, hasta quedar totalmente encajada entre sus piernas. Yulia la mira. Su ardiente mirada me calienta. Le pasa un dedo por el cuello, y eso me subleva.
¿Qué hace la insensato?
Ella sonríe, y Yulia baja la mirada.
¡La mato!
Esa bajada de ojos, acompañada de su torcida sonrisa, sé lo que significa: ¡sexo!
Mi corazón late desbocado.
Yulia está haciendo lo que le he pedido. Se ha fijado en otra, se divierte, y yo, como una imbécil, estoy aquí sufriendo por lo que yo misma le he pedido. Vamos, ¡para matarme!
Quince minutos después, observo que se levanta, coge de la mano a la chica y, sin mirarme, sale del local.
¡La matooooooooooooo...!
Mi corazón bombea enloquecido y, si sigo respirando así, creo que voy a hiperventilar. Salgo de la barra, camino hacia el baño y me refresco la nuca con agua. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! Yulia me acaba de demostrar que ella no se anda con chiquitas y que su juego es fuerte y devastador. Necesito aire o esfumarme de aquí. Tengo que desaparecer del local o soy capaz de organizar la matanza de Texas, pero en Kazan.
Cuando salgo del baño, como puedo, me quito de encima a Diana y quedo en verla la noche siguiente. Al llegar a mi coche, me subo y grito de frustración. ¿Por qué soy tan rematadamente imbécil? ¿Por qué le digo a Yulia que haga cosas que me van a doler? ¿Por qué no puedo ser tan fría como ella? Soy Rusa, temperamental, mientras Yulia es una impasible alemana. Enciendo el coche, y la radio comienza a sonar. La voz de Álex Ubago llena mi coche y cierro los ojos. La canción Sin miedo a nada me pone los pelos de punta.
Idiota, idiota, idiota... Soy rematadamente ¡IDIOTA!
Enciendo el móvil mientras empiezo inconscientemente a tararear:
Me muero por explicarte lo que pasa por mi mente,
me muero por entregarte y seguir siendo capaz de sorprenderte,
sentir cada día ese flechazo al verte.
Qué más dará lo que digan, qué más dará lo que piensen.
Si estoy loca es cosa mía...
Busco el teléfono de Yulia y, cuando estoy a punto de llamarle, me paro. ¿Qué estoy haciendo?
¿Qué narices voy a hacer?
Enajenada, cierro el móvil.
No le voy a llamar. ¡Ni loca!
Pero la furia que tengo hace que saque la llave del contacto, salga del coche y, tras dar un portazo considerable a mi Leoncito, entre de nuevo en el pub. Estoy soltera, sin compromiso y soy dueña de mi vida. Busco a Diana. La localizo y la beso. Ella rápidamente responde.
¡Qué facilonas son algunas tías!
Durante varios minutos permito que su lengua entre en mí y juegue con la mía, y cuando estoy a punto de insinuarle que nos vayamos a otro lugar, la puerta del local se abre y veo que entra la chica rubia que se ha marchado con Yulia.
Sorprendida por verla allí, la sigo con la mirada. Ella va hasta la barra, pide una bebida a mi compañero y después regresa con su grupo de amigas. Al momento, me suena el móvil. Un mensaje de Yulia.
«Ligar es tan fácil como respirar. No hagas nada de lo que te puedas arrepentir.»
Sin saber por qué, suelto una carcajada mientras maldigo. ¡**** Yulia! Ella y sus malditos juegos. Diana me mira. Le digo que tengo que seguir trabajando y regreso a mi puesto.
A las seis y media de la mañana entro en la casa de mi padre. Todos están dormidos. Voy hasta el cubo de basura y, tras rebuscar en él, encuentro la notita de las rosas que me ha enviado. La abro y leo: «Cariño, soy una gilipollas. Pero una gilipollas que te quiere y que desea que la perdones. Yulia».
Cuando me levanto por la mañana es tardísimo. He pasado una nochecita de aquellas que no se la deseo ni a mi peor enemigo. Bueno, sí...; a Yulia, ¡sí!
Mi hermana y mi padre ya están liados con la cena de Nochebuena mientras mi cuñado juega a la PlayStation con mi sobrina. Tras tomarme un café, me siento junto a mi cuñado y, diez minutos después, juego a Mario Bros con ellos. Mi móvil suena. Yulia. Directamente lo apago.
A las siete de la tarde, cuando voy a meterme en la ducha, me miro en el espejo. Mi aspecto exterior es bueno, aunque por dentro estoy destrozada. Enciendo el móvil y, tras ver doce llamadas perdidas de Yulia, me encuentro un mensaje de Diana: «Pasaré a buscarte sobre la medianoche. Ponte guapa».
El «ponte guapa» me hace sonreír. Pero mi sonrisa es triste. Desganada. Con desesperación, me apoyo en el lavabo. ¿Qué me pasa?
¿Por qué no puedo quitármela de la cabeza?
¿Por qué digo una cosa cuando quiero hacer otra?
¿Por qué...? ¿Por qué...?
La respuesta a tanto «¿por qué?» es evidente. La quiero. Estoy enamorada de Yulia hasta las trancas y, como dice Anastasia, si no me bajo de la burra me voy a arrepentir. Pero no, no me bajo de la burra. Estoy harta de sus tonterías y voy a recuperar mi vida.
Frustrada, decido darme una ducha, pero antes voy a mi habitación en busca de algo. Ya en el baño, corro el pestillo de la puerta, pongo mi CD de Aerosmith y suena Crazy. Subo el volumen y abro el grifo de la ducha. Cierro los ojos y comienzo a moverme sensualmente al compás de la música y, al final, me siento en el borde de la bañera con el vibrador.
Quiero fantasear.
La necesito.
La anhelo.
Mantengo los ojos cerrados mientras la música suena y retumba en el baño.
I go crazy, crazy, baby, I go crazy
You turn it on, then you’re gone
Yeah you drive me crazy, crazy, crazy for you baby
What can I do, honey?
I feel like the color blue...
Me abro de piernas y dejo volar mi imaginación. Imagino que Yulia está detrás de mí y susurra en mi oreja que abra mis piernas para otros. Calor.
Mis muslos se separan y, con mis dedos, abro mis labios vaginales mientras ofrezco y enseño lo que Yulia, mi morbosa y tentadora dueña, me pide. Ardor.
Sin demora, paseo mis dedos por mi mojado ofrecimiento. Enciendo el vibrador y lo llevo hasta mi clítoris. El resultado es fantástico, instigador y fabuloso. Una explosión de placer toma mi cuerpo, y cuando voy a cerrar las piernas, la voz de Yulia me pide que no lo haga. La obedezco y jadeo. Pasión.
Me meto en la vacía bañera y subo mis piernas a ambos lados. Con los ojos cerrados, me expongo a todo el que me quiera mirar. Tumbada y abierta de piernas vuelvo a colocar el vibrador en el centro de mi deseo mientras la voz de Yulia me susurra que juegue y lo pase bien. Atrevimiento.
Mi ardiente cuerpo se mueve excitado mientras me muerdo los labios para no gritar. Yulia está presente. Yulia me pide. Yulia me instiga a correrme. Mi mente vuela y fantasea. Quiero revivir esos momentos pasados y volver a sentirlos. El morbo me gusta. Me atrae tanto como a Yulia. Jadeo. La música suena alta y me puedo permitir murmurar su nombre justo en el momento en el que me incorporo en la bañera y un maravilloso orgasmo me hace convulsionar de placer.
Cuando me recupero, abro los ojos. Estoy sola. Yulia sólo está en mi mente.
I go crazy, crazy, baby, I go crazy
You turn it on, then you’re gone
Yeah you drive me crazy, crazy, crazy for you baby
What can I do, honey?
I feel like the color blue...
Tras la ducha y algo más relajada, regreso a mi habitación. Guardo el vibrador y enciendo el móvil. Dieciséis llamadas perdidas de Yulia. Esto me hace sonreír e imaginar el cabreo que debe de tener. ¡Toma alemana! Soy así de masoca.
Quiero estar guapa para la cena de Nochebuena y decido ponerme un vestido negro de lo más sugerente. Explosivo. Seguro que Yulia pasará luego por el pub y deseo que se muera de rabia por no tenerme.
Cuando salgo de mi habitación y mi hermana me ve, se queda parada y exclama:
—¡Cuchufletaaaaaaaaaaa, qué vestido más bonito!
—¿Te gusta?
Annya asiente y se acerca a mí.
—Es precioso, pero para mi gusto enseña demasiado, ¿no crees?
Me miro en el espejo del pasillo. El escote del vestido está sujeto por una anilla plateada y la abertura llega hasta el estómago. Es sexy y lo sé. En este preciso momento, aparece mi padre.
—¡Madre mía, blanquita, estás preciosa! —dice, contemplándome.
—Gracias, papá.
—Pero oye, mi vida, ¿no crees que vas un poco despechugada?
Cuando pongo los ojos en blanco, mi hermana vuelve al ataque.
—Eso mismo le estaba diciendo yo, papá. Está muy guapa, pero...
—¿Vas a ir a trabajar al pub con ese vestido? —pregunta mi padre.
—Sí. ¿Por qué?
Mi padre niega con la cabeza y se la rasca.
—¡Ojú, blanquita!, no creo que a Yulia le guste.
—¡Papáaaaaaaaaaa! —gruño, molesta.
Ahora llega mi cuñado, que también se para a mirarme.
—¡Guau, cuñada, estás despampanante!
Sonrío. Me vuelvo hacia mi padre y mi hermana, y digo:
—Eso..., justo eso, es lo que yo quiero oír.
A las nueve y media nos sentamos a la mesa y degustamos los ricos manjares que mi padre, con todo su amor, ha comprado y ha cocinado para nosotros. Los langostinos están de vicio y el corderito para chupetearse los dedos. Entre risas por las cosas que dice mi sobrina, cenamos y, cuando acabamos, decido retocar mi maquillaje. Tengo que ir a trabajar. He quedado con Diana y pretendo olvidarme de todo y pasármelo bien. Pero cuando regreso al comedor me quedo de piedra al ver a mi familia de pie hablando con..., con ¡Yulia!
Ella, al verme, recorre con su mirada mi rostro y después mi cuerpo.
—¡Hola, cariño! —me saluda, aunque al percatarse de cómo la miro, rectifica—. Bueno, quizá lo de «cariño» sobra.
Me quedo bloqueada por un momento y cuando voy a contestar mi hermana se entremete.
—Mira quién ha venido, cuchu. Qué sorpresa, ¿verdad?
No respondo. Achino los ojos y, obviando la sonrisita de mi padre, entro directa en la cocina. Me va a dar algo. ¿Qué hace aquí? Necesito agua. Segundos después, entra mi padre.
—Mi vida, esa muchacha es una buena mujer y está loca por ti. Además...
—Papá, por favor, no comiences con eso. Lo nuestro se acabó.
—Esa mujer te quiere, ¿no lo ves?
—No, papá, no lo veo. ¿Qué hace aquí?
—La invité yo.
—¡Papáaaaaaaaaaaaaaa!
Mi padre, sin quitarme el ojo de encima, insiste:
—Vamos, blanquita, deja tu cabezonería para otro momento y habla con ella. Intento comprenderte, pero no entiendo que no hables con Yulia.
—No tengo nada que hablar con ella. Nada.
—Cariño —persevera—, habéis discutido. Las parejas discuten y...
Oímos el timbre de la puerta. Miro el reloj. Sé quién es y cierro los ojos. De pronto, entra mi hermana seguida por la pequeña Irina y, con cara de apuro, cuchichea:
—¡Por el amor de Dios, Elena!, ¿te has vuelto loca? Acaba de llegar Diana Guepardo a buscarte y está en el salón junto a Yulia. ¡Oh, Diossss!, ¿qué hacemos?
—¿Guepardo, la corredora, está aquí? —pregunta mi padre.
—Sí —responde mi hermana.
—¡Ojú...! —suelta él.
Me entra la risa nerviosa.
—¿Tienes dos novias, tita? —quiere saber mi sobrina.
—¡Nooooooooooo! —respondo, mirando a la pequeña.
—¿Y por qué han venido dos novias a buscarte?
—¡Tu tita es de lo que no hay! —protesta mi hermana.
Miro a Annya con ganas de matarla, y ella hace callar a la pequeña. Mi padre se acaricia el pelo con gesto preocupado.
—¿Has invitado tú a Diana?
—Sí, papá —contesto—. Tengo mis propios planes. Pero..., pero ustedes son unos liantes y... ¡Oh, Diossssssssss!
El pobre asiente como puede. Menudo marrón. Esto no pinta bien y, sin decir nada, coge a mi sobrina de la mano y regresa al salón. Mi hermana está histérica.
—¡¿Qué hacemos?! —vuelve a preguntar, mirándome atentamente.
Doy un nuevo trago de agua y, dispuesta a hacer lo que pienso, respondo:
—Tú no sé. Yo, irme con Diana.
—¡Ay, Virgencita de Triana! ¡Qué angustia!
—¿Angustia, por qué?
Mi hermana se mueve nerviosa. Yo lo estoy más, pero disimulo. No contaba con la presencia de Yulia en casa de mi padre. Entonces, Annya se acerca a mí.
—Yulia es tu novia y...
—No es mi novia. ¿Cómo te lo tengo que decir?
Ahora mi hermana abre los ojos de manera desorbitada y oigo detrás de mí:
—Len, no te vas a ir con esa tipa. No lo voy a consentir.
¡Yulia!
Me vuelvo.
La miro.
¡Oh, Diossssssssssss, está despampanantemente guapaaaaa!
Pero vamos a ver, ¿y cuándo no lo está? Y consciente de su enfado y del mío, pregunto con mi chulería por todo lo alto:
—¿Y quién me lo va a impedir?, ¿tú?
No contesta.
No responde.
Sólo me mira con esos celestes ojos fríos.
—Si tengo que cargarte al hombro y llevarte conmigo para impedirlo, lo haré —sisea al final.
El comentario no me sorprende y no me dejo amilanar.
—Sí, claro..., cuando los peces vuelen. Tendrás morro. Atrévete y...
—Len..., no me provoques —me corta con sequedad.
Sonrío ante su advertencia, y sé que mi sonrisa la altera aún más.
—Mi paciencia estos días está más que agotada, pequeña, y...
—¡¿Tu paciencia?! —grito, descompuesta—. La que está agotada es la mía. Me llamas. Me persigues. Me acosas. Te presentas en mi trabajo. Mi familia insiste en que eres mi novia, pero ¡no!..., no lo eres. Y aun así me dices que tu paciencia está agotada.
—Te quiero, Len.
—Pues peor para ti —replico sin saber muy bien lo que digo.
—No puedo vivir sin ti —murmura con voz ronca y cargada de tensión.
Un «¡ohhhhh!» algodonoso escapa de los labios de mi hermana. Su gesto lo dice todo. Está totalmente abducida por las palabras romanticonas de Yulia. Enfadada y sin ganas de querer escuchar lo que tenga que decirme, me acerco a ella, me empino y pronuncio lo más cerca de su cara que puedo:
—Tú y yo hemos acabado. ¿Qué parte de esta frase eres incapaz de procesar?
Mi hermana, al verme en este estado, sale de su nubecita rosa, me coge del brazo y me aparta de Yulia.
—¡Por Dios, Elena!, que te estoy viendo venir. La cocina está llena de artilugios punzantes, y tú en este momento eres una arma de destrucción masiva.
Yulia da un paso adelante, retira a mi hermana y afirma, mirándome:
—Te vas a venir conmigo.
—¿Contigo? —digo, y sonrío con malicia.
Mi Icegirl particular asiente con esa seguridad aplastante que me desconcierta, y repite:
—Conmigo.
Molesta por la confianza que destila por cada poro de su piel, levanto una ceja.
—Ni lo sueñes.
Yulia sonríe. Pero su sonrisa es fría y desafiante.
—¿Que no lo sueñe?
Me encojo de hombros, la miro como retándola y adopto la actitud más chulesca de que soy capaz.
—Pues no.
—Len...
—¡Oh, por favorrrrrrrrrrrrrr! —protesto, deseosa de coger la sartén que tengo cerca de mi mano y estampársela en la cabeza.
—Elena —cuchichea mi hermana—, aleja tu mano de la sartén ahora mismo.
—¡Cállate de una vez, Annya! —grito—. No sé quién es más pesada, si ellal o tú.
Mi hermana, ofendida por mis palabras, sale de la cocina y cierra la puerta. Yo hago un amago por seguirla, pero Yulia me lo impide. Intercepta el camino. Resoplo. Contengo las ganas que tengo de matarla y susurro:
—Te dije muy claramente que, si te ibas, asumieras las consecuencias.
—Lo sé.
—¿Entonces?
Me mira..., me mira..., me mira, y finalmente, dice:
—Actué mal. Soy como dices una cabeza cuadrada y necesito que me perdones.
—Estás perdonada, pero lo nuestro se acabó.
—Pequeña...
Sin darme tiempo a reaccionar, me coge entre sus brazos y me besa. Me avasalla. Toma mi boca con verdadera adoración y me aprieta contra ella de forma posesiva. Mi corazón va a mil, pero cuando separa su boca de la mía, le aseguro:
—Me he cansado de tus imposiciones.
Me vuelve a besar y me deja casi sin resuello.
—De tus numeritos y tus enfados, y...
Toma mi boca de nuevo y, cuando me separa de ella, murmuro sin aire:
—No vuelvas a hacerlo, por favor.
Yulia me mira y luego desvía la vista, girando la cabeza.
—Si me vas a dar con la sartén, dame, pero no te pienso soltar. Pienso seguir besándote hasta que me des una nueva oportunidad.
De pronto, soy consciente de que tengo el mango de la sartén agarrado y lo suelto. Me conozco y, como dice mi hermana, ¡soy una arma de destrucción masiva! Yulia sonríe, y digo con toda la convicción que puedo:
—Yulia..., lo nuestro se acabó.
—No, cariño.
—Sí... ¡Se acabó! —reitero—. He desaparecido de tu empresa y de tu vida. ¿Qué más quieres?
—Te quiero a ti.
Aún entre sus brazos, cierro los ojos. Mis fuerzas comienzan a desfallecer. Lo noto. Mi cuerpo empieza a traicionarme.
—Te quiero —prosigue ella cerca de mi boca—. Y el quererte así a veces me hace ser irracional ante ciertos temas. Sí, dudé. Dudé al ver esas fotos tuyas con Betta. Pero mis dudas se disiparon cuando en la oficina me hablaste como me hablaste y me hiciste ver lo ridícula e idiota que soy. Tú no eres Betta. Tú no eres una mentirosa y rastrera sinvergüenza como lo es ella. Tú eres una maravillosa y preciosa mujer que no se merece el trato que te di, y nunca me perdonaré haberte partido el corazón.
—Yulia, no...
—Cariño, no dudes un segundo de que eres lo más importante de mi vida y que estoy loca por ti. —La miro, y ella pregunta—: ¿Tú ya no me quieres? —No contesto, y ella continúa—: Si me dices que es así, prometo soltarte, marcharme y no volver a molestarte en tu vida. Pero si me quieres, discúlpame por ser tan cabezona. Como tú dices, ¡soy alemana! Y estoy dispuesta a seguir intentando que regreses conmigo porque ya no sé vivir sin ti.
El corazón me va a estallar. ¡Qué cosas más bonitas me está diciendo! Pero no..., no debo escucharla, y murmuro con un hilo de voz:
—No me hagas esto Yulia...
Sin soltarme, suplica, acercando su frente a la mía.
—Por favor, mi amor, por favor..., por favor..., por favor, escúchame. Tú una vez me cabreaste para que yo fuera hacia ti, pero yo no sé hacerlo. Yo no tengo ni tu magia, ni tu gracia, ni tu salero para conseguir esos golpes de efecto. Sólo soy una sosa alemana que se pone delante de ti y te pide..., te suplica, una nueva oportunidad.
—Yulia...
—Escucha —me interrumpe rápidamente—, ya he hablado con los dueños del pub donde trabajas y lo he solucionado todo. No tienes que ir a trabajar. Yo...
—¿Que has hecho qué?
—Pequeña...
Furiosa. Vuelvo a estar furiosa.
—Pero vamos a ver, ¿quién eres tú para..., para? ¿Te has vuelto loca?
—Cariño. Los celos me matan y...
—Los celos no sé, pero yo sí que te voy a matar —insisto—. Acabas de jorobarme el único trabajo que tenía. Pero ¿quién te has creído que eres para hacer eso? ¿Quién?
Espero que mis palabras la enfaden, pero no.
—Sé que mi acción te habrá parecido desmedida, pero quiero y necesito estar contigo —se empecina mi Icegirl. Voy a gruñir cuando añade—: No puedo permitir que sigas regalando tus maravillosas sonrisas y tu tiempo a otra que no sea yo. Te quiero, pequeña. Te quiero demasiado para olvidarte y haré todo lo que sea para que tú me vuelvas a querer y a necesitar tanto como yo a ti.
Los ojos se me llenan de lágrimas. Me estoy desinflando. ¡La hemos liado! La mujer a la que quiero está ante mí diciéndome las cosas más maravillosas que he escuchado nunca. Pero me aferro a mi resolución.
—Suéltame.

—Entonces, ¿es cierto?, ¿ya no me quieres? —pregunta con voz tensa y cargada de emoción.
Mi cabeza va a explotar.
—Yo no he dicho eso, pero tengo que hablar con Diana.
Sigue sin soltarme.
—¿Por qué?
Pese a estar aturdida, clavo una dura mirada en ella.
—Porque está esperándome, ha venido a buscarme y se merece una explicación.
Yulia asiente. Noto la incomodidad en su rostro, pero me suelta. Finalmente, salgo de la cocina precedida por Yulia, y Diana al verme silba.
—Estás espectacular, Elena.
—Gracias —contesto, sin muchas ganas de sonreír.
Sin querer pensar en nada más, agarro a Diana del brazo ante la cara de estupefacción de mi padre y de mi hermana, y la saco al jardín para hablar a solas con ella. Diana asiente. Ha reconocido a Yulia como la mujer del pub de la noche anterior. Entiende lo que le explico y, tras darme un beso en la mejilla, se va. Yo vuelvo a entrar en casa. Todos me miran. Mi padre sonríe, y Yulia tiende su mano hacia mí para que se la coja.
—¿Te vienes conmigo?
No respondo.
Sólo la miro, la miro y la miro.
—Tita, la tienes que perdonar —dice mi sobrina—. Yulia es muy buena. Mira, me ha traído una caja de bombones de Bob Esponja.
Entonces, veo que Yulia le guiña un ojo a mi sobrina.
¿Está sobornándola?
Ella sonríe y le dedica una cómplice y mellada sonrisa. ¡Vaya dos!
Miro a mi padre y, emocionado, asiente. Miro a mi hermana y, con una de sus sonrisitas tontas, hace un gesto de aprobación con la cabeza. Mi cuñado me dedica un guiño. Cierro los ojos y mi corazón accede. Es lo que deseo. Es lo que necesito.
—De momento, tú y yo vamos a hablar —manifiesto, mirando a Yulia.
—Lo que tú quieras, cariño.
Mi sobrina salta, encantada.
—Dame un segundo.
Entro en mi habitación, y mi hermana viene detrás. Me ve tan bloqueada que me abraza.
—Deja tu orgullo a un lado, cabezota, y disfruta de la mujer que ha venido a buscarte. ¿Que discuten? Claro, cariño. Yo discuto con Dim día sí, día también; pero lo mejor son las reconciliaciones. No niegues tus sentimientos y déjate querer.
Molesta conmigo misma por parecer una veleta, me siento en la cama.
—Es que me saca de mis casillas, Annya.
—¡Toma, y a mí Dimitry!, pero nos queremos y es lo que cuenta, cuchufleta.
Finalmente, sonrío y, con su ayuda, comienzo a meter en mi mochila parte de mis cosas.
Lo que siento por Yulia definitivamente es tan fuerte que puede conmigo. La quiero, la necesito y la adoro. Al regresar al salón con mi equipaje, Yulia sonríe, me abraza y consigue ponerme la carne de gallina cuando proclama ante mi padre y toda mi familia:
—Te voy a conquistar todos los días.
Tras despedirme de mi familia me monto en el coche de Yulia.
He claudicado.
He claudicado y de nuevo estoy junto a ella.
Mi cabeza da vueltas y vueltas mientras intento entender qué estoy haciendo. De pronto, me fijo en la carretera. Creía que iríamos hacia Zahara, a la casa de Frida y Andrés, y me sorprendo al ver que nos dirigimos hacia la preciosa villa que Yulia alquiló en verano.
Una vez que la valla metálica se cierra tras nosotros, observo la preciosa casa al fondo y murmuro:
—¿Qué hacemos aquí?
Yulia me mira.
—Necesitamos estar solas.
Asiento.
Nada me apetece más que eso.
Cuando para el coche y nos bajamos, Yulia coge mi equipaje con una mano y me da la otra. Me agarra con fuerza, con posesión, y entramos en el interior de la casa. Mi sorpresa es mayúscula al ver cómo ha cambiado el entorno. Muebles modernos. Paredes lisas y de colores. Un pantalla de plasma enorme. Una chimenea por estrenar. Todo, absolutamente todo, es nuevo.
La miro sorprendida. Veo que pone música y, antes de que yo diga nada, ella aclara:
—He comprado la casa.
Increíble. Pero ¿cómo es posible que no me haya enterado de que la ha comprado?
—¿Has comprado esta casa?
—Sí. Para ti.
—¿Para mí?
—Sí, cariño. Era mi sorpresa de Reyes Magos.
Asombrada, miro a mi alrededor.
—Ven —dice Yulia tras soltar mi equipaje—. Tenemos que hablar.
La música envuelve la estancia, y sin que pueda dejar de mirar y admirar lo bonita y elegante que está, me siento en el confortable sillón ante la crepitante chimenea.
—Estás preciosa con ese vestido —asegura, sentándose a mi lado.
—Gracias. Lo creas o no, lo compré para ti.
Después de un gesto de asentimiento, pasea su mirada por mi cuerpo, y mi Icegirl no puede evitar decir:
—Pero era a otras a quienes les pensabas regalar las vistas que el vestido da.
Ya estamos.
Ya comenzamos.
¡Ya me está picando!
Cuento hasta cuarenta y cinco; no, hasta cuarenta y seis. Resoplo y finalmente contesto:
—Como te dije una vez, no soy una santa. Y cuando no tengo pareja, regalo y doy de mí lo que yo quiero, a quien yo quiero y cuando yo quiero. —Yulia arquea una ceja, y yo prosigo—: Soy mi única dueña, y eso te tiene que quedar clarito de una vez por todas.
—Exacto: cuando no tienes pareja, que no es el caso —insiste sin apartar sus ojos de mí.
De repente, soy consciente de que suena una canción que me gusta mucho. ¡Dios, lo que me he acordado de Yulia estos días mientras la escuchaba! Volvemos a mirarnos como rivales en tanto la voz de Ricardo Montaner canta:
Convénceme de ser feliz, convénceme.
Convénceme de no morir, convénceme.
Que no es igual felicidad y plenitud
Que un rato entre los dos, que una vida sin tu amor.
Estas frases dicen tanto de mi relación con Yulia que me nublan momentáneamente la mente. Pero al final Yulia da su brazo a torcer y cambia de tema.
—Mi madre y mi hermana te mandan recuerdos. Esperan verte en la fiesta que organizan en Alemania el día 5, ¿lo recuerdas?
—Sí, pero no cuentes conmigo. No voy a ir.
Mi entrecejo sigue fruncido y mi chulería en to lo alto. A pesar de la felicidad que me embarga por estar junto a la mujer que adoro, el orgullo y la furia siguen instalados en mí. Yulia lo sabe.
—Len..., siento todo lo que ha ocurrido. Tenías razón. Debía haber creído lo que decías sin haber cuestionado nada más. Pero a veces soy una cabezona cuadriculada y...
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
—El fervor con que defendiste tu verdad fue lo que me hizo comprender lo equivocada que estaba contigo. Antes de que te marcharas ya me había dado cuenta de mi gran error, cariño.
Si es que las tías son para darles un ladrillazo.
—Convénceme...
Nada más decirlo, Yulia me mira, y yo me regaño a mí misma. «¿Convénceme?» Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Dios!, la canción me nubla la razón. Que acabe ya. Y sin dejarle contestar, gruño:
—¿Y para eso me he tenido que despedir de mi trabajo y devolverte el anillo?
—No estás despedida y...
—Sí lo estoy. No pienso regresar a tu **** empresa en mi vida.
—¿Por qué?
—Porque no. ¡Ah!, y por cierto, me alegró saber que pusiste de patitas en la calle a mi ex jefa. Y antes de que insistas, no. No pienso regresar a tu empresa, ¿entendido?
Yulia asiente, pero durante un instante se queda pensativa. Al final, se decide a hablar:
—No voy a permitir que sigas trabajando de camarera ni aquí ni en ningún otro lugar. Odio ver cómo los hombres y mujeres te miran. Para mis cosas soy muy territorial y tú...
Alucinada por este arranque de celos, que en el fondo me pone a cien, le suelto:
—Mira, guapa, hoy por hoy hay mucho paro en el país y, como comprenderás, si tengo que trabajar no me puedo poner en plan princesita. Pero, de todos modos, ahora no quiero hablar de esto, ¿de acuerdo?
Yulia se muestra conforme.
—En cuanto al anillo...
—No lo quiero.
¡Guau, qué borde estoy siendo! Hasta yo misma me sorprendo.
—Es tuyo, cariño —responde Yulia con tacto y una voz suave.
—No lo quiero.
Intenta besarme y le hago la cobra. Y antes de que diga nada, farfullo:
—No me agobies con anillos, ni compromisos, ni mudanzas, ni nada. Estamos hablando de nosotros y de nuestra relación. Ha ocurrido algo que me ha desbaratado la vida y de momento no quiero anillos ni títulos de novia, ¿vale?
Vuelve a asentir. Su docilidad me tiene maravillada. ¿Realmente me quiere tanto? La canción termina y suena Nirvana. ¡Genial! Se acabó el romanticismo.
Se produce un tenso silencio por parte de las dos, pero no me quita el ojo de encima ni un segundo. Finalmente, veo que se curvan las comisuras de sus labios y dice:
—Eres una jovencita muy valiente a la par que preciosa.
Sin querer sonreír, levantó una ceja.
—¿Momento peloteo?
Yulia sonríe por lo que acabo de decir.
—Lo que hiciste el otro día en la oficina me dejó sin habla.
—¿El qué? ¿Cantarle las verdades a la idiota de mi ex jefa? ¿Despedirme del trabajo?
—Todo eso y escuchar cómo me mandabas a la **** ante el jefe de personal. Por cierto, no lo vuelvas a hacer o perderé credibilidad en mi empresa, ¿entendido?
Esta vez soy yo la que asiente y sonríe. Tiene razón. Eso estuvo muy mal.
Silencio.
Yulia me observa a la espera de que la bese. Sé que demanda mi contacto, lo sé por cómo me mira, pero no estoy dispuesta a no ponerle las cosas fáciles.
—¿Es cierto que me quieres tanto?
—Más —susurra, acercando su nariz a mi cuello.
El corazón me aletea; su olor, su cercanía, su aplomo, comienzan a hacer mella en mí, y sólo puedo desear que me desnude y me posea. Su proximidad es irresistible, pero, dispuesta a decir todo lo que tengo que decir, me retiro y murmuro:
—Quiero que sepas que estoy muy enfadada contigo.
—Lo siento, nena.
—Me hiciste sentir muy mal.
—Lo siento, pequeña.
Vuelve a la carga.
Sus labios me besan el hombro desnudo. ¡Oh, Diosssss, cuánto me gusta!
Pero no. Debe probar su propia medicina. Se lo merece. Por ello, respiro hondo y digo:
—Vas a sentirlo, señorita Volkova, porque a partir de este instante cada vez que yo
me enfade contigo tendrás un castigo. Me he cansado de que aquí sólo castigues tú.
Sorprendida, me mira y frunce el ceño.
—¿Y cómo pretendes castigarme?
Me levanto del sillón.
¿No le gustan las guerreras? Pues allá voy.
Me doy una vuelta lentamente ante ella, segura de mi sensualidad.
—De momento, privándote de lo que más deseas.
Icegirl se levanta. ¡Oh, oh!
Su altura es espectacular.
Clava sus impactantes y azulados ojos en mí, e indaga:
—¿A qué te refieres exactamente?
Camino. Me observa y, cuando estoy tras la mesa, aclaro:
—No vas a disfrutar de mi cuerpo. Ése es tu castigo.
¡Tensión!
El aire puede cortarse con un cuchillo.
Su rostro se descompone ante mis ojos.
Espero que grite y se niegue, pero de pronto dice con voz gélida:
—¿Me quieres volver loca? —No respondo, y prosigue, ofuscada—: Has escapado de mí. Me has vuelto loca al no saber dónde estabas. No me has cogido el teléfono durante días. Me has dado con la puerta en las narices y anoche te vi sonriendo a otras tipas. ¿Y aún me quieres infligir más castigos?
—¡Ajá!
Maldice en alemán.
¡Guau, menuda palabrotaza que ha dicho! Pero al dirigirse a mí cambia completamente el tono:
—Cariño, quiero hacerte el amor. Quiero besarte. Quiero demostrarte cuánto te amo. Quiero tenerte desnuda entre mis brazos. Te necesito. ¿Y tú me estás diciendo que me prive de todo eso?
Se lo confirmo con mi voz más fría y distante.
—Sí, exactamente. No me tocarás ni un pelo hasta que yo te deje. Me has roto el corazón y, si me quieres, respetarás el castigo como yo siempre he respetado los tuyos.
Yulia vuelve a maldecir en alemán.
—¿Y hasta cuándo se supone que estoy castigada? —pregunta, mirándome con intensidad.
—Hasta que yo decida que no lo estás.
Cierra los ojos. Inspira por la nariz y, cuando los abre, asiente.
—De acuerdo, pequeña. Si eso es lo que tú crees que debes hacer, adelante.
Encantada, sonrío. Me he salido con la mía. ¡Yupi!
Miro el reloj y veo que son las dos y media de la madrugada. No tengo sueño, pero necesito alejarme de ella, o la primera que no cumplirá el absurdo castigo impuesto seré yo. Así pues, me desperezo antes de plantearle:
—¿Me dices dónde está mi habitación?
—¡¿Tu habitación?!
Con disimulo, contengo la risa que me gustaría soltar al ver su cara e insisto:
—Yulia, no pretenderás que durmamos juntas.
—Pero...
—No, Yulia, no —le corto—. Deseo mi propia intimidad. No quiero compartir la cama contigo. No te lo mereces.
Asiente lentamente con gesto tenso mientras sé que en este momento debe de estar acordándose de todos mis antepasados, y murmura, pasado el primer impacto:
—Ya sabes que la casa tiene cuatro habitaciones. Escoge la que quieras. Yo dormiré en cualquiera de las que queden libres.
Sin mirarla, agarro mi mochila y me dirijo hacia la habitación que ella y yo utilizábamos en verano. Nuestra habitación. Está preciosa. Yulia ha puesto una cama enorme con dosel en el centro de la estancia que es una maravilla. Muebles blancos decapados y cortinas de hilo en naranja a juego con la colcha. Miro el techo y veo un ventilador. ¡Me encantan los ventiladores! Cierro la puerta y mi corazón bombea con fuerza.
¿Qué estoy haciendo?
Deseo que me desnude, que me bese, que me haga el amor como nos gusta a las dos, pero aquí estoy, negándome a mí misma lo que más anhelo y negándoselo a ella.
Tras dejar mi equipaje junto a una pared del dormitorio, me miro en el espejo ovalado a juego con los muebles y sonrío. Mi apariencia con este vestido es de lo más sexy y sugerente. No me extraña que Yulia me mire así. Con malicia sonrío y planeo meter más el dedito en la llaga. Quiero castigarla. Abro la puerta, busco a Yulia y la veo parado frente a la chimenea.
—¿Puedo pedirte un favor?
—Claro.
Consciente de lo que voy a pedir, me acerco a ella, me retiro mi rojo y largo pelo hacia un lado, y le solicito, mimosa:
—¿Podrías bajarme la cremallera del vestido?
Me doy la vuelta para que no descubra mi sonrisa y la oigo resoplar.
No veo su gesto, pero imagino su mirada clavada en mi espalda. En mi piel. Sus manos se posan en mí. ¡Uf, qué calor! Muy lentamente va bajando la cremallera. Noto su respiración en mi cuello. ¡Excitante! Sé los esfuerzos que hace para no arrancarme el vestido e incumplir el castigo.
—Len...
—Dime, Yulia...
—Te deseo —confiesa con voz ronca en mi oreja.
La carne se me pone de gallina. Los pelos se me erizan y no respondo. No puedo.
No llevo sujetador y la cremallera termina al final de mi trasero. Sé que mira mi tanga negro. Mi piel. Mis nalgas. Lo sé. La conozco.
Yo también la deseo. Me muero por sus besos. Pero estoy dispuesta a conseguir mi objetivo.
—¿Y qué deseas? —digo sin darme la vuelta.
Acercándose más a mí, le permito que me abrace desde atrás y sus palabras resuenan en mi oreja.
—Te deseo a ti.
¡Dios, estoy frenética!, por no decir caliente y terriblemente excitada. Sin mirarla, apoyo mi cabeza en sus pechos, cierro los ojos y musito:
—¿Te gustaría tocarme, desnudarme y hacerme el amor?
—Sí.
—¿Con posesión? —murmuro con un hilillo de voz.
—Sí.
Expulso el aire de mis pulmones o me ahogo. Noto su erección cada momento más dura apretándose contra mi trasero. Me besa los hombros y lo disfruto.
—¿Te gustaría compartirme con otro hombre?
—Sólo si tú quieres, cariño.
Voy a soltar vapor por las orejas de un momento a otro.
—Lo deseo. Te miraría a los ojos y saborearía tu boca mientras otro me posee.
—Sí...
—Tú le darás acceso a mi interior. Me abrirás para él y observarás cómo se encaja en mí una y otra vez, mientras yo jadeo y te miro a los ojos.
Noto cómo Yulia traga con dificultad. Eso la ha puesto cardíaco. A mí cardíaca no..., lo siguiente.
Y cuando pone sus ardientes labios en la base de mi nuca y me besa, doy un respingo, me alejo de ella y, mirándola a los ojos, digo con todo mi pesar:
—No, Yulia..., estás castigada.
Con coquetería me sujeto el vestido para que no se me caiga y me alejo.
—Buenas noches —me despido.
Me meto en mi habitación y cierro la puerta. Tiemblo. Le acabo de hacer lo mismo que ella me hizo aquella vez en el bar de intercambios. Calentarla para nada.
Ardor.
Excitación.
Calor..., mucho calor.
Me quito el vestido y lo dejo sobre una silla. Vestida sólo con el tanga negro, me siento a los pies de la cama y miro la puerta. Sé que va a venir. Sus ojos, su voz, sus deseos y sus instintos más primarios me han dicho que me necesita y lo que quiere.
Instantes después oigo sus pasos acercarse. Mi respiración se agita.
Quiero que entre.
Quiero que tire la puerta.
Quiero que me posea mientras me mira a los ojos.
Sin quitar la vista de la puerta oigo sus movimientos. Está dudosa. Sé que está fuera calibrando qué hacer. Su tentación soy yo. La acabo de calentar, de excitar, pero también soy la mujer a la que no desea defraudar.
El pomo se mueve, ¡oh, sí!, y mi vagina tiembla, deseosa de disfrutar de lo que sólo Yulia me puede proporcionar. Sexo salvaje. Pero, de pronto, el pomo se para; mi decepción me hace abrir la boca, y más al oír sus pasos alejándose.
¿Se ha ido?
Cuando soy capaz de cerrar la boca, siento ganas de llorar. Soy una imbécil. Una tonta. Ella acaba de respetar lo que yo le he pedido y, me guste o no, he de estar contenta.
Tardo horas en dormirme.
No puedo.
El morbo que me causa Yulia es demasiado tentador para mí. Estamos solas en una preciosa casa, deseándonos como locas, pero ninguna de las dos hace nada por remediarlo.
Por la mañana, cuando me levanto, lo primero que hago es llamar a mi padre. Estará intranquilo.
Le comunico que estoy bien y me emociono al oír su voz de felicidad. Está pletórico de alegría por mí y por Yulia, y eso me hace sonreír. Me pregunta si me ha gustado la casa que Yulia me ha comprado. Me sorprende que mi padre lo sepa, pero me confiesa que ha estado al tanto de todo. Yulia se lo pidió y él, encantado, aceptó controlar las obras y guardar el secreto.
Mi padre y Yulia se llevan demasiado bien. Esto me gusta, aunque me inquieta al mismo tiempo.
Una vez acabada la llamada, abro la puerta y curioseo a través de ella. No veo nada; sólo oigo música. Me parece que el que canta es Stevie Wonder. Me lavo los dientes, me peino un poco y me pongo unos vaqueros. Al entrar en el amplio salón, ahora unido a la cocina, lo veo sentada en el sofá leyendo un periódico. Yulia sonríe al verme. ¡Qué atractiva es! Está guapísima con la camiseta gris y morada de los Lakers y los pantalones vaqueros.
—Buenos días. ¿Quieres café? —pregunta con buen humor.
Frunzo el ceño y respondo:
—Sí, con leche.
En silencio veo que se levanta, va hasta la encimera de la cocina y llena una taza blanca y roja con café y leche, mientras yo me fijo en sus manos, esas fuertes y delicadas manos que tanto me gustan cuando me tocan y consiguen que yo me vuelva loca de placer.
—¿Quieres tostadas, embutido, tortilla, plum-cake, galletas?
—Nada.
—¡¿Nada?!
—Estoy a régimen.
Sorprendida, me mira. Desde que nos conocemos nunca le he dicho que estuviera a régimen. Esa tortura no va conmigo.
—Tú no necesitas ningún régimen —afirma mientras deja el café con leche ante mí—. Come.
No contesto. Sólo la miro, la miro y la miro, y bebo café. Una vez que lo acabo, Yulia, que no ha levantado su vista de mí, dice:
—¿Has dormido bien?
—Sí —miento. No pienso revelar que no he pegado ojo pensando en ella—. ¿Y tú?
Yulia curva la comisura de sus labios y murmura:
—Sinceramente, no he podido pegar ojo pensando en ti.
Asiento.
¡Qué rico lo que ha dichooooooo!
Pero esa miradita suya me pone cardíaca. Me provoca. Por eso, para alejarme de la tentación, o soy capaz de arrancarle la camiseta de los Lakers a mordiscos, me levanto de la silla y me acerco a la ventana para mirar al exterior. Llueve. Dos segundos después, la noto detrás de mí, aunque sin tocarme.
—¿Qué te apetece hacer hoy?
¡Guaaaaaau!, lo que me apetece hacer lo tengo claro: ¡sexo! Pero no, no pienso decirlo, así que me encojo hombros.
—Lo que tú quieras.
—¡Mmm...! ¿Lo que yo quiera? —susurra cerca de mi oreja.
¡Madre, madre, madre! A Icegirl le apetece lo mismo que a mí. ¡Sexo!
Escuchar su voz e imaginar lo que está pensando me ponen la carne de gallina. Sin que pueda evitarlo, me vuelvo para mirarla, y él añade con ojos guasones:
—Si es lo que yo quiera, ya puedes desnudarte, pequeña.
—Yulia...
Divertida, sonríe y se aleja de mí tras tentarme como un auténtico demonio.
—¿Quieres que vayamos a Zahara para ver a Frida y Andrés? —pregunta cuando está lo suficientemente lejos.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:10 pm

Ésa me parece una excelente idea y acepto encantada.
Media hora después, las dos vamos en su coche en dirección a Zahara de los Atunes. Llueve. Hace frío. Pone música y vuelve a sonar ¡Convénceme! ¿Por qué de nuevo esta canción? Cierro los ojos y maldigo en silencio. Cuando los abro, miro por la ventanilla. Me mantengo callada.
—¿No cantas?
Mentalmente sí que lo hago, pero no lo pienso admitir.
—No me apetece.
Silencio entre las dos hasta que Yulia lo rompe de nuevo.
—¿Sabes?, una vez una preciosa mujer a la que adoro me comentó que su madre le había dicho que cantar era lo único que amansaba a las fieras y...
—¿Me estás llamando animal?
Sorprendida, da un respingo.
—No..., ni mucho menos.
—Pues canta tú si quieres; a mí no me apetece.
Yulia hace un gesto afirmativo y se muerde el labio. Finalmente, asegura con resignación:
—De acuerdo, pequeña, me callaré.
La tensión en el ambiente es palpable, y ninguna abre la boca durante lo que dura el trayecto. Cuando llegamos a nuestro destino, Frida y Andrés me abrazan encantados; en especial, Frida, que en cuanto puede me aparta su hombre y mi mujer y cuchichea:
—Por fin, por fin... ¡Cuánto me alegra ver que estan de nuevo juntas!
—No cantes victoria tan pronto, que la tengo en cuarentena.
—¿Cuarentena?
Sonrío irónicamente.
—La tengo castigada sin sexo ni cariñitos.
—¿Cómo?
Tras mirar a Yulia y contemplar su semblante ceñudo, musito:
—Ella me castiga cuando hago algo mal, y a partir de ahora he decidido que voy a
hacer lo mismo. Por lo tanto, la he castigado sin sexo.
—Pero ¿sólo contigo o con todas las mujeres?
Esto me alerta.
No lo he concretado, pero estoy segura de que ella me ha entendido que es con todas. ¡TODAS! Frida, al ver mi gesto, se ríe.
—Oye, y cuando ella te ha castigado, ¿con qué lo hizo?
Pienso en sus castigos y me pongo roja como un tomate. Frida sigue riendo.
—No hace falta que me los cuentes. Ya sé por dónde vas.
Su cara de picaruela me hace sonreír.
—Vale..., te lo cuento porque contigo no me da vergüenza hablar de sexo. La primera vez que me castigó, me llevó a un club de intercambio de parejas y, tras calentarme y hacerme abrir de piernas para unas mujeres, me obligó a regresar al hotel sin que nadie, ni siquiera ella, me tocara. La siguiente vez me entregó a una mujer y...
—¡Oh, Diossssssssssss!, me encantan los castigos de Yulia, pero creo que el tuyo es excesivamente cruel.
Viendo la expresión de Frida, al final yo sonrío de nuevo.
—Eso para que sepa con quién se las está jugando. Voy a ser su mayor pesadilla y se va a arrepentir de haberme hecho enfadar.
A la hora de la comida ha parado de llover y decidimos ir a uno de los restaurantes de Zahara. Como siempre, todo está buenísimo, y como no he desayunado tengo un hambre atroz. Me pongo morada a langostinos, a cazón en adobo y a chopitos. Yulia me mira con sorpresa.
—¿No estabas a régimen?
—Sí —respondo, divertida—, pero hago dos. Con uno me quedo con hambre.
Mi comentario la hace reír e inconscientemente se acerca a mí y me besa. Acepto su beso. ¡Oh, Dios!, la necesitaba. Pero cuando se retira añado todo lo seria que puedo:
—Controle sus instintos, señorita Volkova, y cumpla su castigo.
Su gesto se vuelve serio y asiente con acritud. Frida me mira y, ante su sonrisa, gesticulo.
El resto del día lo pasamos bien. Estar con Frida para mí es muy divertido y siento que Yulia busca mis atenciones. Necesita que la bese y la toque tanto o más que yo, pero me reprimo. Aún estoy enfadada con ella.
Por la noche, regresamos a la casa. Cuando llega la hora de dormir, hago de tripas corazón y, después de darle un tentador beso en los labios, me voy a mi habitación; pero antes de que pueda llegar, Yulia me coge de la mano,
—¿Hasta cuándo va a durar esto?
Quiero decir que se acabó.
Quiero decir que ya no puedo más.
Pero mi orgullo me impide claudicar. Le guiño un ojo, me suelto de su mano y me meto en el dormitorio sin contestar.
Una vez dentro, mis instintos más básicos me gritan que abra la puerta y termine con la tontería del castigo que yo solita he impuesto, pero mi pundonor no me deja. Como la noche anterior, la oigo acercarse a la puerta. Sé que quiere entrar, pero al final vuelve a marcharse.
Por la mañana, la madre de Yulia llama por teléfono y le pide que regrese urgentemente a Alemania. La mujer que se encarga de cuidar a su sobrino en su ausencia ha decidido abandonar el trabajo sin previo aviso e irse a vivir con su familia a Viena. Yulia se encuentra en una encrucijada: su sobrino o yo.
¿Qué debe hacer?
Durante horas observo cómo intenta solucionar el problema por teléfono. Habla con la mujer que cuidaba hasta ahora a su sobrino y discute. No entiende que no la haya avisado con tiempo para buscar una sustituta. Después, habla con su hermana Marta y se desespera. Habla con su madre y vuelve a discutir. La oigo hablar con el pequeño Flyn y siento su impotencia al dialogar con él. Por la tarde, al verla agotado, tremendamente agobiada y sin saber qué hacer, se impone mi sentido común y accedo a acompañarla a Alemania. Tiene que resolver un problema. Cuando se lo digo, cierra los ojos, pone su frente sobre la mía y me abraza.
Hablo con mi padre y quedo en regresar el día 31 para cenar con ellos. Mi padre se muestra conforme, pero me deja claro que, si al final, por lo que sea, decido quedarme este año en Alemania, lo entenderá. Esa tarde cogemos su jet privado en Kazan, y éste nos lleva hasta el aeropuerto Franz Josef Strauss Internacional de Múnich.

En Alemania ha caído una gran nevada y hace un frío de mil demonios. Al llegar nos espera un coche oscuro. Yulia saluda al chófer y, tras presentármelo y saber que se llama Norbert, nos montamos en el vehículo.
Observo las calles nevadas y vacías mientras Yulia habla por teléfono con su madre y promete ir a su casa mañana. Nadie juega con la nieve ni pasea de la mano. Cuando el coche, media hora después, se para ante una gran verja de color acero intuyo que ya hemos llegado. La verja se abre y veo junto a ella una pequeña casita. Yulia me indica que ésa es la vivienda del matrimonio que trabaja en su casa. El coche continúa a través de un bonito y helado jardín. Pestañeo alucinada al contemplar el precioso y enorme caserón que aparece ante mí. Cuando el coche se para, Yulia me ayuda a bajar y, al ver cómo miro a mi alrededor, dice:
—Bienvenida a casa.
Su voz, su gesto y cómo me mira hacen que se me ponga toda la carne de gallina. Me agarra de la mano con decisión y tira de mí. La sigo y, cuando una mujer de unos cincuenta años nos abre la puerta rápidamente, Yulia la saluda y me la presenta:
—Elena, ella es Simona. Se ocupa de la casa junto con su marido.
La mujer sonríe, y yo hago lo mismo. Entramos en el enorme vestíbulo cuando llega hasta nosotros el hombre que nos ha recogido en el aeropuerto.
—Norbert es su marido —señala Yulia.
Ni corta ni perezosa, les planto dos besazos en la cara que los dejan trastocados y digo en mi perfecto alemán:
—Estoy encantada de conoceros.
El matrimonio, alucinado por mi efusividad, intercambia una mirada.
—Lo mismo decimos, señorita.
Yulia sonríe.
—Simona, Norbert, márchense a descansar. Es tarde.
—Subiremos antes el equipaje a su habitación, señorita —indica Norbert.
Una vez que se marchan con nuestro equipaje, Yulia me dedica una mirada burlona y cuchichea:
—En Alemania no somos tan besucones y los ha sorprendido.
—¡Vaya!, lo siento.
Con una candorosa sonrisa, clava sus bonitos ojos en mí y murmura mientras me toca el óvalo de la cara con delicadeza:
—No pasa nada, Len. Estoy segura de que tu manera de ser les va a gustar tanto como a mí.
Muevo la cabeza a modo de aprobación y doy un paso atrás para alejarme de ella, o no respondo de mis actos.
Miro a mi alrededor en busca de una salida, y al ver la escalera doble por la que el matrimonio ha subido, susurro mientras ella me coge de la mano:
—Impresionante.
—¿Te gusta? —pregunta, inquieta.
—¡Dios, Yulia...! ¿Cómo no me va a gustar? Pero..., pero si esto es alucinante. Enorme. Precioso.
—Ven, te enseñaré la casa —dice sin soltarme de la mano—. Estamos solas, a excepción de Simona y Norbert, pero ya se van. Flyn está en la casa de mi madre. Mañana lo recogeremos.
Me gusta el tacto de su mano, y sentir su felicidad rompe poco a poco la coraza de frialdad que hay en mi corazón. Entramos en un maravilloso salón donde una gran y señorial chimenea encendida invita a calentarse frente a un sillón color chocolate. Me fijo en todo. Muebles oscuros y sobriedad. Es una casa de personas serias. Ni una foto. Ni un detalle hogareño. Nada.
Cogida de su mano, me enseña todas las estancias de la primera planta: dos preciosos baños, una increíble cocina de diseño, un lavadero. Camino a su lado sorprendida por todo lo que veo. Recorremos un pasillo, abre una puerta y salimos a un enorme e impoluto garaje.
¡Dios! ¡El sueño de mi padre!
Hay aparcados un Mitsubishi todoterreno azul oscuro, un Maybach Exelero gris claro, un Audi A6 negro y una moto BMW 1.100 gris oscura. La miro todo atónita, y cuando creo que ya no puedo asombrarme más, al regresar por el pasillo, abre otra puerta y ante mí aparece una espectacular y rectangular piscina que me deja totalmente boquiabierta.
Piscina interior. ¡Qué lujazo!
Yulia sonríe. Parece divertida al ver mis gestos de sorpresa. Intento retenerlos, pero no lo consigo. ¡Soy así de exagerada!
Una vez que salimos de la estancia azulada donde está la piscina, seguimos por el pasillo y entramos en un despacho. Su despacho. Todo es de roble oscuro y hay una enorme librería con una escalerita móvil de esas que siempre veo en las películas. ¡Qué chulada!
Sobre la mesa descansa un portátil de veinte pulgadas y en una mesa auxiliar una impresora y varios aparatos informáticos más. A la derecha de la mesa, hay una chimenea encendida y, a la izquierda, una vitrina de cristal que contiene varias pistolas.
—Son tuyas, ¿verdad? —pregunto después de acercarme a la vitrina.
—Sí.
Observo las pistolas con repelús.
—Nunca me han gustado las armas. —Y antes de que diga nada, continúo—: ¿Sabes utilizarlas?
Como siempre, me mira..., me mira y, al final, dice:
—Un poco. Practico tiro olímpico.
Sin dejarme preguntar más me vuelve a tomar de la mano y salimos del despacho. Entramos en una segunda estancia, donde hay multitud de juguetes y un escritorio. Me indica que es la habitación de juegos y estudios de Flyn. Todo está pulcramente ordenado. No hay nada fuera de lugar, y eso me sorprende. Si mi sobrina o yo misma dispusiéramos de una habitación de juegos sería el caos personificado.
No expreso nada de lo que pienso, y salimos de la habitación para entrar en otra.
Ésta se encuentra parcialmente vacía, a excepción de una cinta para correr y cajas, muchas cajas.
—Esta estancia es para ti. Para tus cosas —dice de pronto.
—¿Para mí?
Yulia asiente y prosigue:
—Aquí podrás tener tu propio espacio personal, algo que sé que quieres y te gusta. —Voy a decir algo cuando añade—: Como has visto, Flyn tiene su espacio y yo tengo el mío. Es justo que tú también tengas el tuyo para lo que quieras.
Ante lo que dice, no sé qué responder. Estoy tan bloqueada que prefiero callarme a soltar algo de lo que sé que luego me arrepentiré. Yulia se acerca más a mí, me da un beso en la frente y murmura:
—Ven. Continuaré enseñándote la casa.
Ensimismada por toda la amplitud y el lujo que hay aquí, subo por la impresionante escalera doble del vestíbulo. Yulia me indica que en esa planta hay siete habitaciones, cada una con baño incluido.
La habitación de Yulia es impresionante. ¡Enorme! Es en tonos azules y en el centro tiene una cama gigante, lo que hace que mi corazón se dispare tanto como mi tensión. El baño es otra maravilla: jacuzzi, ducha de hidromasaje. Todo lujo.
Al regresar a la habitación me fijo en la lámpara que hay en una de las mesillas y sonrío. Es la lamparita que compramos en El Rastro, con mis labios marcados. No pega en este dormitorio ¡ni con cola! Demasiado informal. Sin mirarla, sé que Yulia me está observando y eso me altera. Con disimulo miro hacia otro lado de la habitación y veo mi equipaje. Eso me pone más cardíaca, pero, como puedo, disimulo.
Salimos de la habitación de Yulia y entramos en la de Flyn. Aviones y coches perfectamente colocados. ¿Tan ordenado es este niño? Esto me vuelve a sorprender. La estancia es bonita pero impersonal. No parece que un crío viva aquí.
Una vez que salimos me enseña las cinco habitaciones restantes. Son grandes y bonitas pero sin vida. Se nota que nadie las usa. Vistas las habitaciones, me coge de nuevo de la mano y tira de mí escaleras abajo. Entramos en la increíble cocina en color acero y madera con una isla central. Abre una nevera Americana, saca una coca-cola fresquita para mí y una cerveza para ella.
—Espero que la casa te guste.
—Es preciosa, Yulia.
Sonríe y da un trago a su cerveza.
—Es tan grande que... ¡Uf! —digo, mirando alrededor y tocándome la frente—. Vaya pedazo de casa que tienes. Si la ve mi padre alucina en colores. Pero..., pero si mi casa es más pequeña que uno de los cuartos de baño de esta planta. —Yulia sonríe, y pregunto—: ¿Cómo no me lo habías dicho nunca?
Se encoge de hombros, echando un vistazo a lo que nos rodea.
—No sé. Nunca me has preguntado por mi casa.
Sonrío. Parezco tonta, pero soy incapaz de dejar de sonreír. Yulia me gusta. La casa me gusta. Estar con ella aquí me gusta. Todo..., absolutamente todo lo que tenga que ver con ella ¡me gusta! Y antes de que me pueda retirar, siento sus manos en mi cintura y me sube a la encimera. Se mete entre mis piernas y pregunta en tono dulzón cerca de mi boca:
—¿Me has levantado el castigo ya?
Esa pregunta y su rápida cercanía me pillan tan de sorpresa que vuelvo a no saber qué decir. Por un lado, tengo que ser la tía dura que sé que soy y hacerle pagar los malos días que me ha hecho pasar, pero por otro la necesito tanto que soy capaz de perdonarle absolutamente todo para el resto de su vida y gritarle que me folle aquí mismo.
Durante lo que parece una eternidad nos miramos.
Nos calentamos.
Nos besamos con la mirada.
Y como es normal en mí comienzo a desvariar. ¿La perdono? ¿No la perdono?
Pero harta de la espera posa su tentadora boca sobre la mía. Siento sus labios arder encima de los míos cuando dice:
—Bésame...
No me muevo.
No la beso.
Estoy tan paralizada por el deseo que apenas si puedo respirar.
—Bésame, pequeña —insiste.
Al ver que no hago nada, posa sus manos en mi cabeza y hace eso que me vuelve loca: me repasa con su lengua el labio superior y después el inferior, terminando el momento con un mordisquito delicioso. Su respiración se acelera. La mía parece una locomotora, y entonces me besa. No espera más. Me posee con su boca de tal manera que ya estoy dispuesta a absolutamente todo lo que ella me pida.
Mientras me besa, siento cómo una de sus manos baja de mi cabeza a mi cuello y luego llega a mi espalda. Sus dedos se hunden en mi carne y me arrastra hacia ella hasta sentir sobre mi vagina su dulce, tentadora y exquisita erección.
¡Oh, Dios! Menos mal que llevo vaqueros; si no fuera así, Yulia ya me habría arrancado las bragas, o mejor dicho, ya me las habría arrancado yo misma. Inconscientemente, cierro los ojos y echo para atrás la cabeza. Ella, al ver mi disfrute y el cambio de mi respiración, primero me muerde la barbilla y, bajando su húmeda lengua por mi garganta, murmura:
—Vamos a la habitación, cariño. Necesito desnudarte y poseerte como llevo días deseando hacer. Quiero abrir tus piernas para mí y, tras saborearte, hundirme en ti una y otra vez hasta que tus gemidos calmen el ansia viva que siento por ti.
Escuchar eso me marea. «¡Ansia viva!»
Instantáneamente, me siento borracha de ella y, como siempre, quiero más. Pero no, no debo. Lucho con determinación contra mi deseo y mi excitación, y con las fuerzas que aún tengo a mi favor me echo para atrás, me separo de ella y dejo escapar, a sabiendas de lo que pasará:
—No..., no estás perdonada.
—Len..., te deseo.
—No..., no debes.
—Len..., cariño —protesta.
—Dime cuál es mi habitación y...
Sin terminar la frase, oigo su frustración cuando se separa de mí. Su gesto está tan tenso como la entrepierna de su pantalón. Cierra los ojos y se apoya en la encimera. Sus nudillos están blancos, y sin mirarme, finalmente sisea:
—De acuerdo, continuemos con tu juego. Sígueme.
Esta vez, sin darme la mano, comienza a andar hacia la escalera y la sigo. Miro su deseable espalda, sus fuertes piernas y su trasero. Yulia es tentadora. Pura tentación y, ¡uf!, soy consciente de a lo que acabo de decir que no.
Al llegar a la primera planta camina con decisión hacia su habitación, abre la puerta, coge mi equipaje y sale de nuevo al pasillo.
—¿En qué habitación quieres dormir?
—En... una que esté libre —consigo responder.
Yulia, con furia y decisión, camina hacia el fondo del pasillo y abre una puerta, la más alejada de su habitación. Ambas entramos, deja mi equipaje junto a la cama y, tras decirme sin mirarme ni besarme «buenas noches», cierra la puerta y se marcha.
Durante unos segundos me quedo como una imbécil contemplando la puerta mientras mi pecho sube y baja por la excitación del momento. ¿Qué he hecho? Acaso me estoy volviendo majareta perdida. Pero incapaz de hacer o decir nada más, me desnudo, me pongo un pijama y me acuesto en la bonita cama. No quiero pensar, así que conecto mi iPod y canturreo: «Convénceme de ser feliz, convénceme».
Al final, apago la luz. Será mejor que me duerma.
Pero mi subconsciente me traiciona.
Sueño y en mi sueño húmedo y morboso Yulia me besa mientras abre mis piernas y da acceso a que otro me penetre. Alzo mis caderas en busca de más profundidad, y el hombre, al que no veo el rostro, acelera sus acometidas dentro y fuera de mí, hasta que no puede más y se deja ir. Jadeo y suplico más. El desconocido me libera, y Yulia, mi Icegirl, morbosa, sexy y cautivadora, toma su lugar.
Me toca los muslos... ¡Oh, sí!
Me abre las piernas... ¡Sí!
Clava su impactante mirada en mí para que yo también la mire, y dice en un morboso tono de voz: «Pídeme lo que quieras». Y antes de que pueda contestar, mi amor, mi mujer, mi Icegirl, de una sola, certera y ardiente acometida, me penetra y me hace gritar de placer. ¡Yulia!
Ella y sólo ella me da lo que verdaderamente necesito.
Ella y sólo ella sabe lo que me gusta.
Una..., dos..., tres..., veinte veces se hunde en mí dispuesta a volverme loca. Grito, jadeo, le araño la espalda, mientras la mujer a la que amo me penetra hasta llevarme al más dulce, maravilloso y devastador de los orgasmos.
Me despierto sobresaltada. Estoy sola en la cama, sudando, y soy consciente de mi sueño. No sé hasta cuándo voy a poder seguir infligiendo este terrible castigo de abstinencia sexual, pero lo que sí sé es que necesito a Yulia y me muero por estar entre sus brazos.
Cuando me despierto no sé qué hora es. Miró el reloj. Faltan cinco minutos para las diez.
Salto de la cama. Los alemanes son muy madrugadores y no quiero parecer un oso dormilón. Me doy una ducha rápida y, tras ponerme un informal vestido de lana negro y mis botas altas, bajo al salón. Al entrar no hay nadie y camino hacia la cocina. Yulia está sentada a una mesa redonda, leyendo un periódico. Al verme, cierra el diario.
—Buenos días, dormilona —me saluda sin sonreír.
Simona, que está cocinando, me mira y me saluda. Definitivamente, he quedado como un oso dormilón.
—Buenos días —respondo.
Yulia no hace amago de levantarse ni besarme. Eso me extraña, pero reprimo mis instintos mientras rumio mi pena por no recibir mi beso de buenos días.
Simona me ofrece embutidos, queso y miel. Pero al ver que niego con la cabeza y sólo pido café, saca un plum-cake hecho por ella misma y luego me empuja para que me siente a la mesa junto a Yulia.
—¿Has dormido bien? —inquiere ella.
Hago un gesto afirmativo e intento no recordar mi excitante sueño. Si Yulia supiera...
Dos minutos después, Simona deja un humeante café con leche sobre la mesa y un buen trozo de plum-cake. Hambrienta, me meto una porción en la boca y al percibir su sabor a mantequilla y vainilla, exclamo:
—¡Mmm, está buenísimo, Simona!
La mujer, encantada, asiente y se marcha de la cocina mientras yo continúo con el desayuno. Yulia no habla, sólo me observa, y cuando ya no puedo más, la miro y pregunto:
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
Sin sonreír, se echa para atrás en la silla y responde:
—Todavía no me creo que estés sentada en la cocina de mi casa. —Y antes de que yo pueda decir nada, cambia de tema y añade—: Cuando termines, iremos a casa de mi madre. Debo recoger a Flyn y comeremos allí. Hoy tengo un partido de baloncesto.
—¿Juegas al baloncesto? —pregunto, sorprendida.
—Sí.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con unos amigos.
—¿Y por qué no me habías dicho que jugabas al baloncesto?
Yulia me mira, me mira, me mira, y finalmente, murmura:
—Porque nunca me lo has preguntado. Pero ahora estamos en Alemania, en mi terreno, y puede ser que te sorprendan muchas cosas de mí.
Asiento como una boba. Creía conocerla y de pronto me entero de que hace tiro olímpico, juega al baloncesto y supuestamente me va a sorprender con más cosas. Sigo comiendo el delicioso desayuno. Volver a ver a su madre y conocer al pequeño Flyn son situaciones que me ponen nerviosa, por lo que no puedo callar lo que pulula por mi cabeza.
—Cuando dijiste que aquí no erais muy efusivos en los saludos, ¿significa también que tampoco habrá besos de buenos días?
Noto que mi pregunta la pilla por sorpresa, pero contesta mientras vuelve a abrir el periódico:
—Habrá besos siempre que las dos queramos.
Vale..., me acaba de decir que ahora no le apetece a ella. ¡Mierdaaaaaaaaaaa...! Me está dando a probar mi misma medicina y yo soy muy mala enferma.
Sigo comiendo el plum-cake, pero mi cara debe de ser tal que suelta:
—¿Alguna pregunta más?
Niego con la cabeza, y ella vuelve a dirigir la vista al periódico, pero con el rabillo del ojo veo que las comisuras de sus labios se curvan. ¡Qué bribona!
Cuando termino totalmente el riquísimo desayuno, se levanta y yo hago lo mismo. Vamos hasta la entrada y aquí, tras abrir un armario, sacamos nuestros abrigos. Yulia me mira.
—¿Qué pasa ahora? —le digo al ver su gesto.
—Eso que llevas es poco abrigo.
Con mis manos toco mi abrigo negro de Desigual y aclaro:
—Tranquila, abriga más de lo que crees.
Con el cejo fruncido, me sube el cuello del abrigo y, tras agarrarme de la mano, afirma mientras caminamos hacia el garaje por el interior de la casa:
—Habrá que comprarte algo si no quiero que enfermes.
Suspiro y no respondo. Tampoco voy a estar tanto tiempo aquí como para que necesite comprarme nada. Una vez que subimos al Mitsubishi, Yulia acciona un mando que hay en el coche. La puerta del garaje se abre mientras la calefacción del vehículo caldea el ambiente en décimas de segundo. ¡Qué pasote el Mitsubishi!
Suena la radio y sonrío al reconocer la música de Maroon 5. Yulia conduce. Está seria; vamos, como siempre. Y, sin necesidad de que yo le pregunte, comienza a explicarme por dónde vamos pasando.
Su casa, según me dice, está en el distrito de Trudering, un lugar bonito y donde a la luz del día veo que hay más viviendas como la de ella alrededor. ¡Y menudas casas!, a cuál más impresionante. Al salir a una carretera me indica que, un poco más al sur, hay campos agrícolas y pequeños bosques. Eso me emociona. Tener la naturaleza cerca, como en Kazan, para mí es esencial.
Por el camino pasamos por el distrito de Riem, hasta llegar a un elegante barrio llamado Bogenhausen. Aquí vive su madre. Tras recorrer calles flanqueadas por chalets, nos paramos ante una verja oscura, y mis nervios se tensan. Conozco a Larissa y sé que es un amor, pero es la madre de Yulia, y eso me pone muy nerviosa.
Una vez que Yulia aparca el coche en el interior de un bonito garaje, me mira y sonríe. Me va conociendo y sabe que cuando estoy tan callada es porque estoy tensa.
Cuando voy a soltar una de mis tonterías para relajar el ambiente, se abre una puerta de la casa, y Larissa aparece ante nosotros.
—¡Qué alegría!, ¡qué alegría de teneros a las dos aquí!—dice, feliz.
Sonrío; no puedo hacer otra cosa. Y cuando Larissa me da un abrazo y yo le correspondo, ella susurra en mi oído:
—Bienvenida a Alemania y a mi casa, cariño. Aquí te vamos a querer muchísimo.
—Gracias —balbuceo como puedo.
Yulia se acerca y le da un beso a su madre; después, me toma con seguridad de la mano y juntas entramos en el interior de la casa, donde el ambiente agradable rápidamente me hace entrar en calor. Sin embargo, el ruido es atroz. Suena una música repetitiva.
—Flyn está en el salón jugando con uno de sus infernales juegos —nos explica Larissa. Y, mirando a su hija, añade—: Me tiene la cabeza loca. No sabe jugar sin esa dichosa musiquita. —Yulia sonríe, y ella prosigue—: Por cierto, tu hermana Marta acaba de llamar por teléfono. Ha dicho que la esperemos para comer. Quiere saludar a Len.
—Estupendo —asiente Yulia mientras yo estoy a punto de volverme loca por la estridente música que sale del salón.
Durante unos minutos, Yulia y su madre hablan sobre la mujer que cuidaba de Flyn. Ambas están decepcionadas con ella, y las oigo decir que piensan contratar a alguien para que los ayude con el crío. Mientras hablan, me sorprende ver que lo hacen sin que el ruido infernal de fondo les sea un problema. Es más, da la sensación de que están acostumbradas a ello. Una vez que terminan, una joven se acerca a nosotros y le dice algo a Larissa. Ésta, disculpándose, se marcha con ella. De repente, Yulia me de la mano.
—¿Preparada para conocer a Flyn?
Digo que sí con un gesto. Los niños siempre me han gustado.
Juntas caminamos hacia el salón. Yulia abre la enorme puerta corredera blanca y los decibelios de la música suben irremediablemente. ¿Está sordo Flyn? Observo la estancia. Es grande y espaciosa. Llena de luz, fotografías y flores. Pero el ruido es insoportable.
Miro al frente y veo una enorme televisión de plasma y a unos guerreros luchando sin piedad. Reconozco el juego, Mortal Kombat: Armageddon. Es el juego que tanto le gusta a mi amigo Nacho y al que nos hemos tirado horas y horas jugando. Menudo vicio pillas con él.
En la pantalla los luchadores saltan y pelean, y observo que en el bonito sofá color frambuesa que hay frente a la tele se mueve una gorra roja. ¿Será Flyn?
Yulia arruga el entrecejo. La música no puede estar más alta. Me suelta de la mano, camina hacia el sofá y, sin decir nada, se agacha, coge un mando y baja el volumen.
—¡Tía Yulia! —grita una vocecita.
Y de pronto un muchacho menudo da un salto y se abraza a mi Icegirl particular. Yulia sonríe y, mientras lo abraza a su vez, cierra los ojos.
¡Oh, Dios, qué momento tan bonito!
Se me erizan los pelos de todo el cuerpo al percibir el amor que mi alemana siente por su sobrino. Durante unos segundos, los observo a los dos mientras comparten confidencias y oigo al niño reír.
Antes de presentármelo, Yulia le presta toda su atención mientras que el chiquillo, emocionado por su presencia, le cuenta algo del juego. Tras unos minutos en los que el pequeño aún no se ha dado cuenta de que yo estoy allí, Yulia lo deja sobre el sofá y dice:
—Flyn, quiero presentarte a la señorita Elena.
Desde mi posición percibo cómo la espalda del niño se tensa. Ese gesto de incomodidad es tan de mi Icegirl que no me extraña que lo haga también. Pero, sin demora, camino hacia el sillón y, aunque el pequeño no me mira, lo saludo en alemán.
—¡Hola, Flyn!
De pronto, vuelve su carita, clava sus oscuros y rasgados ojos en mí, y responde mientras Yulia le quita la gorra para dejar al descubierto su cabecita morena:
—¡Hola, señorita Elena!
¡Halaaaaaaa, qué fuerte!
¿Chino?
¿Flyn es chino?
Sorprendida por los rasgos orientales del pequeño cuando yo esperaba el típico niño de ojos azules y blanquecino, intento reponerme del choque inicial y, con la mejor de mis sonrisas, afirmo ante el gesto divertido de Yulia:
—Flyn, puedes llamarme sólo Len o Elena, ¿de acuerdo?
Sus ojos oscuros me escanean en profundidad y asiente. Su mirada desconfiada es tan penetrante como la de su tía, y eso me pone la carne de gallina ¡Vaya dos! Pero antes de que pueda decir nada más, entra en el salón la madre de Yulia, Larissa.
—¡Oh, Dios!, qué maravilla poder hablar sin dar gritos. ¡Me voy a quedar sorda! Flyn, cariño mío, ¿no puedes jugar con el volumen más bajo?
—No, Larissa—responde el pequeño aún con la vista clavada en mí.
¿Larissa?
Qué impersonal. ¿Por qué no la llamará abuela o yaya?
Durante unos instantes, observo que la mujer habla con el niño, hasta que le suena el móvil. El pequeño se sienta de nuevo en el sillón cuando Larissa contesta.
—¿Jugamos una partida, tía? —pregunta.
Yulia mira a su madre, pero ésta sale de la habitación a toda prisa. Finalmente, toma asiento junto a su sobrino. Antes de que comiencen a jugar, me entremeto.
—¿Puedo jugar yo?
—Las chicas no sabéis jugar a esto —contesta el pequeño Flyn sin mirarme.
Mi cara es un poema y al desviar la vista hacia Yulia intuyo que disimula una sonrisa.
¿Qué ha dicho ese enano? ¿Acaso Yulia no es también una chica?
Si algo he odiado durante toda mi vida es que los sexos condicionen para poder hacer las cosas. Sorprendida por ello, me quedo observando al mocoso, que sigue sin mirarme.
—¿Y por qué crees que las chicas no sabemos jugar a esto?
—Porque éste es un juego de hombres, no de mujeres —replica el infame mientras vuelve a clavar sus achinados y oscuros ojos en mí.
—En eso te equivocas, Flyn, Ademas Yulia también es una chica —respondo con tranquilidad.
—No, no me equivoco, mi tía es la única que sabe jugar —insiste el pequeño—. Las demás chicas sois unas torpes para los juegos de guerra. A vosotras os gustan más los juegos de príncipes y moda.
—¿En serio crees eso?
—Sí.
—Y si yo te demostrara que las chicas también jugamos a Mortal Kombat.
El pequeño cabecea. Piensa su respuesta y finalmente asevera:
—Yo no juego con otras chicas.
Con los ojos como platos, miro a Yulia en busca de ayuda y le pregunto en Ruso:
—Pero ¿qué clase de educación machista le estás dando a este enano gruñón? —Y antes de que responda, añado con una falsa sonrisa en mis labios—: Oye, mira, porque es tu sobrino, pero esto me lo dice otro y le suelto cuatro frescas, por muy niño que sea.
Yulia sonríe como una tonta y responde mientras le revuelve el flequillo:
—No te asustes, pequeña. Lo hace para impresionarte. Y por cierto, Flyn sabe hablar perfectamente en Ruso.
Me quedo boquiabierta y antes de que pueda decir algo el pequeño se me adelanta:
—No soy un enano gruñón y si no juego contigo es porque quiero jugar sólo con mi tía.
—Flyn... —le reprende Yulia.
Convencida de que el comienzo con el niño no ha sido todo lo bueno que me hubiera gustado, sonrío y murmuro:
—Retiro lo de «enano gruñón». Y tranquilo, no jugaré si tú no quieres.
Sin más, deja de mirarme y pulsa el play. La música atroz suena de nuevo; Yulia me guiña un ojo y se pone a jugar con él.
Durante veinte minutos observo cómo juegan. Ambos son muy buenos, pero me percato de que yo sé movimientos que ellos desconocen y que no estoy dispuesta a desvelar.
Cansada de mirar la pantalla y de que esos dos “machitos” en potencia pasen de mí, me levanto y comienzo a andar por el enorme salón. Voy hasta una gran chimenea y me fijo en las fotos que hay expuestas.
En ellas se ve a Yulia junto a dos chicas. Una es Marta y supongo que la otra era Hannah, la madre de Flyn. Se les ve sonreír y me doy cuenta de lo mucho que se parecían Yulia y Hannah: pelo claro, ojos celestes e idéntica sonrisa. Inconscientemente sonrío.
Hay más fotos. Larissa con sus hijos. Flyn de bebé en brazos de su madre vestido de calabaza. Marta y Yulia abrazadas. Me sorprende ver una foto de Yulia, mucho más joven y con el pelo largo. ¡Guau, qué sexy mi Icegirl!
—¡Hola, Elena!
Al oír mi nombre me vuelvo y me encuentro con la encantadora sonrisa de Marta. Con el ruido existente no la he oído llegar. Nos abrazamos y dice, tomándome de la mano:
—Ya veo que esos dos guerreros te han abandonado por el juego.
Ambas los miramos y respondo con mofa:
—Según alguien, las chicas no sabemos jugar.
Marta sonríe, suspira y se acerca a mí.
—Mi sobrino es un pequeño monstruo en potencia. Seguro que él te ha dicho eso, ¿verdad? —Asiento, y ella vuelve a suspirar. Finalmente, añade—: Vayamos a la cocina a tomar algo.
Salir del salón es para mí, y en especial para mis oídos, un descanso.
Cuando llegamos a la cocina veo a una mujer cocinando y nos saluda. Marta me la presenta como Cristel, y cuando ésta regresa a sus quehaceres, pregunta:
—¿Qué te apetece tomar?
—Coca-cola.
Marta abre la nevera y coge dos cocas. Después me hace un movimiento con la cabeza y la sigo hasta un bonito comedor que hay junto a la cocina. Nos sentamos a la mesa y a través de la cristalera observo que Larissa, abrigada, está fuera de la casa hablando por teléfono. Al vernos sonríe, y Marta murmura:
—Mamá y sus novios.
Eso me sorprende. Pero ¿Sonia no está casada con el padre de Marta?
Y cuando mi curiosidad está a punto de explotar, Marta da un trago a su coca-cola y me aclara:
—Mi padre y ella se divorciaron cuando yo tenía ocho años. Y aunque adoro a mi padre, soy consciente de que es un hombre muy aburrido. Mamá está tan llena de vitalidad que necesita otro tipo de vida loca. —Asiento como una boba, y ella, divertida, cuchichea—: Mírala, es como una quinceañera cuando habla con alguno de sus novietes por teléfono.
Me fijo en Larissa y soy consciente de que lo que dice Marta es cierto. En este momento, Larissa cierra su móvil y da un saltito de emoción. Luego, abre la cristalera y, al entrar y ver que estamos solas, nos comunica mientras se quita el abrigo:
—Chicas..., me acaban de invitar a Suiza. He dicho que sí y me voy mañana.
Su efusividad me hace sonreír.
—¿Con quién, mamá? —pregunta Marta.
Larissa se sienta junto a nosotras y en plan confidente murmura, emocionada:
—Con el guapísimo Trevor Gerver.
—¡¿Trevor Gerver?! —gesticula Marta, y Larissa asiente.
—¡Ajá, mi niña!
—¡Vaya, mamá! Trevor es todo un bombonazo.
Ahuecándose el pelo, Larissa nos explica:
—Hija, ya te dije yo que ese hombre me mira las piernas más de la cuenta cuando hacemos el curso. Es más, el día en que salté con él en paracaídas, noté que...
—¿Saltaste en paracaídas? —pregunto con la boca abierta.
Madre e hija me ordenan callar con gestos y, finalmente, Marta me avisa:
—De esto ni una palabra a mi hermana o nos la monta, ¿vale?
Asombrada, hago un gesto de asentimiento con la cabeza. Ese deporte de riesgo a Yulia no le tiene que hacer ninguna gracia.
—Si se entera mi hija de que ambas hacemos ese curso no habrá quien la aguante —me informa Larissa—. Es muy estricta con la seguridad desde que ocurrió el fatal accidente de mi preciosa Hannah.
—Lo sé..., lo sé... Yo hago motocross y el día en que me vio hacerlo casi...
—¿Haces motocross? —pregunta Marta, sorprendida.
Asiento, y Marta aplaude.
—¡Uisss...! —interviene Larissa—, pero si eso lo hacía también mi hija con Jurgen, su primo. ¿Y mi hija no ha montado en cólera al saberlo?
—Sí —respondo, sonriendo—, pero ya le ha quedado claro que el motocross es parte de mí y no puede hacer nada.
Marta y su madre sonríen.
—En el garaje tengo todavía la moto de Hannah —apunta Larissa—. Cuando quieras te la llevas. Al menos tú la utilizarás.
—¡Mamá! —protesta Marta—, ¿quieres enfadar a Yulia?
Larissa suspira, después mueve la cabeza y, mirando a su hija, contesta:
—A Yulia se le enfada sólo con mirarla, cariño.
—También tienes razón —se mofa Marta.
—Y aunque se empeñe en querer que vivamos en una burbujita de cristal para que nada nos pase —prosigue Larissa—, debe entender que la vida es para disfrutarla y que no por ir en moto o tirarte en paracaídas te tiene que pasar algo horrible. Si Hannah viviera, sería lo que le diría. Por lo tanto, cariño —insiste, mirándome—, si tú quieres la moto, tuya es.
—Gracias. Lo tendré en cuenta —sonrío, encantada.
Al final, las tres nos reímos. Está claro que Yulia con nosotras a su lado nunca tendrá tranquilidad.
Entre risas y confidencias me entero de que el mencionado Trevor es el dueño de la escuela de paracaidismo que está a las afueras de Múnich. Eso llama poderosamente mi atención. Me encantaría hacer un curso de caída libre. Pero de pronto, mientras las escucho hablar sobre aquel viaje a Suiza, me doy cuenta de que en dos días ¡es Nochevieja! E incapaz de callar, pregunto:
—¿Regresarás para Nochevieja?
Ambas me miran, y Larissa responde:
—No, cielo. La pasaré en Suiza con Trevor.
—¿Yulia y Flyn la pasarán solos? —inquiero, pestañeando boquiabierta.
Las dos asienten.
—Sí —me aclara Marta—. Yo tengo planes y mamá también.
Mi cara debe de ser un poema porque Larissa se ve obligada a decir:
—Desde que murió mi hija Hannah, esa noche dejó de ser especial para todos, sobre todo para mí. Yulia lo entiende y es ella quien se queda con Flyn. —Y cambiando rápidamente de tema, cuchichea—: ¡Oh, Marta, ¿qué me llevo a Suiza?!
Durante un rato las sigo escuchando mientras pienso que mi padre nunca en la vida, ni por el más remoto pensamiento, nos dejaría solas a mi hermana o a mí con mi sobrina en una noche tan especial. Una gracia de Marta, de pronto, me hace sonreír, y nuestra conversación se corta cuando aparece Yulia con el pequeño de la mano.
Ella, que no es tonta, nos mira a las tres. Está claro que hablábamos de algo que no queremos que sepa, y Marta, para disimular, se levanta a saludarla justo en el momento en que Larissa me mira y murmura:
—Ni una palabra de lo aquí hablado a mi siempre enfadada hija. Guárdanos el secreto, ¿vale, cielo?
Contesto con una señal afirmativa casi imperceptible mientras observo que Yulia sonríe ante algo que Flyn le acaba de decir.
Veinte minutos después, los cinco, reunidos alrededor de la mesa del comedor, degustamos una rica comida alemana. Todo está buenísimo.
A las tres y media, estamos todos sentados en el salón charlando cuando veo que Yulia mira el reloj, se levanta, se acerca y, agachándose a mi lado, dice clavando sus impresionantes ojos azules en mí:
—Cariño, tengo que estar dentro de una hora en el polideportivo de Oberföhring. No sé si el baloncesto te gusta, pero me alegraría que te vinieras conmigo y vieras el partido.
Su voz, su cercanía y la forma de decir «cariño» hacen levantar el vuelo a las miles de maripositas que habitan en mi interior. Deseo besarla. Deseo que me bese. Pero no es el mejor lugar para desatar toda la pasión contenida. Yulia, sin necesidad de que yo hable, sabe lo que pienso. Lo intuye. Al final, asiento, encantada, y ella sonríe.
—Yo también quiero ir —oigo que dice Flyn.
Yulia deja de mirarme. Nuestro momento se ha roto, y presta atención al pequeño.
—Por supuesto. Ponte el abrigo.

Quince minutos después, los tres en el Mitsubishi de Yulia nos dirigimos hacia el polideportivo de Oberföhring. Cuando llegamos y Yulia para el motor del coche, Flyn sale escopetado y desaparece. Yo miro inquieta a Yulia, pero ésta dice, cogiendo su bolsa de deporte:
—No te preocupes. Flyn conoce el polideportivo muy bien.
Un poco más tranquila, le pregunto mientras caminamos:
—¿Te has dado cuenta de cómo me mira tú sobrino?
—¿Recuerdas cómo me miraba al principio tu sobrina? —responde Yulia. Eso me hace sonreír, y ella añade—: Flyn es un niño. Sólo tienes que ganártelo como yo me gané a Irina.
—Vale..., tienes razón. Pero no sé por qué me da que tu sobrino es como su tía, ¡un hueso duro de roer!
Yulia suelta una carcajada. Se para, me mira y, acercándose a mí, se agacha para estar a mi altura y murmura:
—Si no estuviera castigada, en este mismo instante te besaría. Pondría mi boca sobre la tuya y te devoraría los labios con auténtico deleite. Después te metería en el coche, te arrancaría la ropa y te haría el amor con verdadera devoción. Pero, para mi desgracia, me tienes castigada y sin ninguna probabilidad de hacer nada de lo que deseo.
Mi corazón late desbocado. Tun-tun... Tun-tun...
¡Diosssssssssssss, cómo me ha puesto lo que acaba de decir!, y cuando estoy dispuesta a besarla, de pronto oigo:
—¡Elena! ¡Yulia!
Miro a mi derecha y veo aparecer a Frida y Andrés con el pequeño Glen. Ni que decir tiene que nos fundimos en unos efusivos abrazos.
—¿Tú también juegas al baloncesto? —pregunto mirando a Andrés.
El divertido médico me guiña el ojo.
—Soy lo mejor que tiene este equipo —cuchichea, y todos sonreímos.
Cuando llegamos a los vestuarios, Frida y Andrés se besan.
¡Qué monos!
Yulia me mira con deseo, pero no se acerca a mí.
—Ve con Frida, cielo. Te veo después del partido —indica antes de desaparecer tras la puerta.
¡Dios mío, quiero que me beseeeeeeeeeeeeeeeeeeee! Pero no. No lo hace.
Cuando la puerta se cierra, mi cara de tonta debe de ser tal que Frida pregunta:
—¿No me digas que aún la tienes castigada?
Como una boba, asiento, y mi amiga suelta una risotada.
—Anda..., vayamos a las gradas a animar a nuestros amores. Por cierto, me encantan tus botas. ¡Son preciosas y sexies!
Sumida en mis pensamientos, sigo a Frida. Llegamos hasta una puerta y al abrirla ante mí aparece una bonita pista de baloncesto. Ahí está Flyn, sentado en unas gradas amarillas jugando con su PSP. Al vernos llegar se levanta y sin saludarnos va directo hacia Glen. El pequeño le gusta. Nos sentamos, y Flyn le pide a Frida que le deje al niño. Ella lo hace y durante unos minutos observo cómo pone caritas para que el pequeño Glen sonría.
La pista se va llenando de gente y de pronto Flyn le entrega el niño a su madre y se va y se sienta varias gradas más abajo que nosotras.
—¿Qué tal con Flyn? —inquiere Frida, mirándome.
Antes de responder, me encojo de hombros.
—Sinceramente, creo que no le he caído bien. No ha querido jugar conmigo y apenas me habla. ¿Es siempre así, o sólo es conmigo?
Frida se ríe.
—Es un buen niño, pero no es muy comunicativo. Fíjate que yo lo conozco de toda la vida y con él no habré cruzado más de diez palabras. Es un loco de las maquinitas y los juegos. Eso sí, cuando ve a Glen es todo sonrisas. —De pronto, se calla un instante y luego murmura—: ¡Uf, qué peste! Voy un momento al baño a cambiarle el pañal a esta pequeña mofetilla o moriremos todos con este olor.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, Elena. Quédate aquí. No tardaré.
Cuando se marcha, observo que Flyn se percata de que me quedo sola. Le sonrío invitándolo a sentarse conmigo, pero él se resiste. No se mueve y me doy por vencida. Cinco minutos después entra un grupo de mujeres de mi edad, todas monísimas y perfumadas a más no poder. Se sientan justo delante de mí. Parecen muy animadas mientras hablan sobre una peluquería, hasta que los jugadores salen a calentar y me quedo boquiabierta al reconocer al que va hablando con Yulia y Andrés. ¡Es Björn!
Me entran los calores de la muerte. En la pista, a pocos metros de mí, está la mujer que adoro con toda mi alma, junto a otros dos con los que me ha compartido en la cama. ¡Uf, qué calor y qué bochorno! Disimulo y me doy aire con la mano mientras no sé dónde mirar.
Cuando consigo que mi corazón deje de latir a dos mil por hora, miro a la pista y me vuelvo a poner roja como un tomate cuando veo que los tres me miran y me saludan. Con timidez, levanto la mano y les respondo. Las mujeres que hay delante de mí creen que es a ellas a quienes se dirigen y cuchichean como gallinas mientras saludan entusiasmadas.
Soy consciente de que no puedo apartar mi mirada de mi Icegirl particular. Es tan sexy... Ella me mira, bota el balón, me guiña el ojo, y yo sonrío como una boba. ¡Dios...!, está tan estupenda de amarillo y blanco que estoy por gritarle «¡Guapa, guapa y guapa!» desde mi posición.
Flyn se acerca hasta su tía, y ésta, contenta, le tira el balón. El niño ríe, y Björn lo coge entre sus brazos y le da una voltereta. Durante unos segundos, el pequeño es el centro de los juegos de los hombres y está feliz. Le cambia el gesto y, por primera vez, le veo sonreír como un niño de su edad.
Cuando Flyn se retira y se sienta en el banquillo, observo orgullosa cómo Yulia se mueve por la pista. Nunca la había imaginado en el papel de deportista, y sólo puedo pensar que ¡me encanta! Durante unos minutos disfruto de lo que veo mientras de forma involuntaria oigo decir a una de las mujeres que está sentada delante de mí:
—Vaya, vaya... Hoy juega la mujer que deseo en mi cama.
—Y yo en la mía —salta otra.
Todas se ríen, y yo con disimulo también. Este tipo de comentarios entre mujeres de colegueo es de lo más normal. Todo es divertido y disfruto del momento, hasta que otra exclama:
—¡Oh, Dios! Yulia cada día está mejor. ¿Habéis visto sus piernas? —De nuevo, todas ríen, y la rubia idiota, porque no tiene otro nombre, añade—: Aún tengo el recuerdo de la noche que pasé con ella. Fue colosal.
La sangre se me espesa.
Toc... Toc... Los celos llaman a mi puerta.
Pensar que Yulia ha compartido noche y sexo con ésa no me hace ninguna gracia y, sobre todo, me pregunto si el encuentro ha tenido lugar hace poco.
—Lora, pero si eso fue hace más de un año. ¿Cómo lo puedes recordar todavía?
¡Uf!, estoy por aplaudir cuando escucho eso.
Yulia tuvo algo con ésa antes de conocerme a mí. Eso no se lo puedo reprochar. Yo también tuve mis cosas con otras mujeres antes de estar con ella.
—Gina, sólo te diré que Yulia es una mujer que deja huella —responde la tal Lora, y todas sonríen, yo incluida.
Durante un rato oigo cómo las mujeres dejan al descubierto lo que piensan de todos y cada uno de los hombres y mujeres que están en la pista calentando. Para todos tienen palabras estupendas, incluso para el marido de Gina. Cuando la tal Lora menciona a Andrés y después a Björn me percato de que le da igual uno que otro. Su manera de hablar de ellos me permite deducir lo que busca: sexo.
—Lora —ríe Gina—, si quieres repetir con Yulia, sólo tienes que ganarte al chinito. Todas sabemos que ese monstruito es su debilidad.
La tal Lora arruga la nariz al mirar a Flyn. Se retira su melenaza rubia y estirándose murmura:
—Para lo que yo quiero a Yulia, no necesito ganarme a nadie que no sea ella.
Mi indignación está por todo lo alto. Están hablando de mi chica y yo estoy aquí, escuchando lo que dicen. De repente, aparece Frida con el pequeño Glen y se sienta a mi lado.
—¡Hola, chicas! —saluda.
Las cuatro mujeres miran hacia atrás y sonríen. Entre ellas se besuquean, hasta que Frida decide incluirme en el grupo.
—Chicas, os presento a Elena, la novia de Yulia.
La cara de las mujeres, en especial de la rubia de la melenaza, es todo un poema.
¡Vaya sorpresa se ha llevado!
Frida ha dicho que soy su novia, algo que le he prohibido a Yulia mencionar, pero que en este momento quiero que quede muy claro ante éstas. ¡Soy su novia, y ella es mía!
Dispuesta a comenzar con buen pie con ellas, a pesar de los comentarios, decido hacerme la sorda y, encantada de la vida, las saludo. A partir de este instante, ninguna vuelve a mencionar a Yulia.
El partido comienza, y yo decido centrarme en mi chica. La veo correr de un lado a otro de la cancha, y eso me emociona. Pero el baloncesto no es lo mío. Entiendo lo justo, y Frida me pone al día. Andrés juega de base y Yulia, de alero, y rápidamente soy consciente de que su posición es importante por la combinación de altura y velocidad. Aplaudo cada vez que encesta canastas de tres puntos e inicia algún contraataque. ¡Oh Dios, mi chica es tan sexy...!
Durante el descanso, observo con disimulo cómo la tal Lora la mira. Busca su atención, pero en ningún momento la encuentra. Yulia está concentrada en lo que habla con sus compañeros, y eso me gusta. Me enloquece ver cómo se entrega a algo que de pronto sé que le fascina.
Divertida, aplaudo como una posesa cuando el juego se reanuda y, junto a Frida, entro totalmente en el partido, de modo que cuando me quiero dar cuenta el encuentro finaliza y nuestros chicos ganan por doce puntos.
Feliz de la vida, observo desde mi posición cómo Flyn corre para abrazar a su tía, y ésta sonríe, encantada, alzándolo entre sus brazos. Todo el mundo comienza a moverse de sus asientos.
—Ven... —dice Frida—, vamos.
Segura de lo que quiero hacer, llego hasta la pista junto al resto de las mujeres y observo que Yulia se sienta, empapada en sudor y se pone una chaqueta de deporte. Su habitual gesto serio ha vuelto a su rostro, y eso me hace aletear el corazón. Definitivamente, ¡soy masoquista!
De pronto soy consciente de que Lora y la que está junto a ella cuchichean y miran a mi Icegirl. E incapaz de no hacer nada, decido entrar en acción para dejarles las cosas claritas de una vez por todas. Camino hacia Yulia y, sin cortarme un pelo, me siento sobre ella y, ante su cara de sorpresa, acerco mi boca a la suya y la beso. La beso con desesperación, con pasión y con gusto. Ella, sorprendida en un principio, me deja hacer y finalmente, susurra con voz ronca a escasos centímetros de mi boca:
—Vaya..., pequeña, si lo sé te traigo antes a una cancha de baloncesto. —Excitada sonrío, y ella pregunta—: ¿Esto significa el fin del castigo?
Asiento. Ella cierra los ojos. Inspira por la nariz y me vuelve a besar.
Mientras los hombres se duchan tras el partido, me voy junto con Frida y las chicas a una salita a esperarlos. Aquí me divierto escuchando sus comentarios. Lora no ha vuelto a decir nada que me pueda molestar. Eso sí, me mira con gesto extraño. Está claro que saber que soy la novia de Yulia le ha cortado todo el rollo. Media hora después comienzan a salir del vestuario todos relucientes y aseaditos.
El primero en acercarse a mí con curiosidad y sonriendo es un chico tan rubio que parece albino.
—¡Hola! ¿Tú eres Elena? ¿La chica rusa?
Estoy por decir «¡Da!», pero finalmente decido no hacerlo.
—Sí, soy Elena.
—¡Da..., Rasputin..., Vodka! —dice uno de ellos, y yo me río.
Otros dos chicos, en este caso morenos, se acercan a nosotros y comienzan a interesarse por mí. Aquí soy la novedad, ¡la chica rusa! Eso me hace gracia y entablo conversación con ellos. De pronto veo a Yulia salir del vestuario y mirarme. La incómoda verme rodeada de todos ésos, y yo sonrío. Estos tontos celitos por su parte me gustan y más cuando veo que se para con Frida, Andrés y el bebé, y espera que sea yo la que vaya a ella. Sus ojos y los míos se cruzan, y entonces hace algo que me hace reír. Me indica con un movimiento de cabeza que me mueva.
Hago caso omiso a su orden. No quiero comenzar a seguirle como un perrillo. No, definitivamente no voy a volver a ser tan pavisosa con ella como lo fui meses atrás. Al final, se acerca y, cogiéndome de manera posesiva por la cintura ante sus compañeros, me da un beso en los labios e indica:
—Chicos, ésta es mi novia, Elena. Por lo tanto, ¡cuidadito!
Sus amigos se ríen y yo hago lo mismo justo en el momento en que Björn se acerca a nosotros y, cogiéndome una mano, me la besa y me saluda. Inexplicablemente me pongo nerviosa, pero mis nervios se relajan cuando soy consciente de que Björn no hace ni dice nada fuera de lugar. Al revés, es totalmente correcto. Una vez que me saluda, Yulia me besa en la sien y entre ellos planean que vayamos todos juntos a cenar algo a Jokers, el restaurante de los padres de Björn.
Miro mi reloj. Las siete y veinte de la tarde.
¡Vaya, qué horror!, voy a cenar en horario guiri.
Pero dispuesta a ello dejo que Yulia me agarre estrechamente por la cintura mientras observo que con la otra mano coge a Flyn. Nos montamos en el coche, y el pequeño, emocionado por el partido, no para de hablar con su tía. En ningún momento me incluye en la conversación, pero aun así yo me integro. Al final, no le queda más remedio que contestar a algunas preguntas que yo hago, y eso me hace sonreír.
Cuando llegamos a Jokers, aparcamos el Mitsubishi, y detrás de nosotros lo hacen Frida y Andrés, y tras ellos, Björn. Hace un frío de mil demonios y entramos raudos en el local. Un alemán algo desgarbado sale a saludarnos y Björn me indica que es su padre. Se llama Klaus y es un tipo muy simpático. En el mismo momento en que sabe que soy rusa, las palabras «rasputin» y «vodka» salen de su boca, y yo sonrío. ¡Qué gracioso!
Tras servirnos unas cervezas, llega el resto del grupo, e instantes después una joven del restaurante nos abre un saloncito aparte y todos entramos. Nos sentamos y dejo que Yulia pida por mí. Tengo que ponerme al día en lo que se refiere a la comida alemana.
Entre risas, comienza la cena e intento comprender todo lo que dicen, pero escuchar a tantas personas a la vez conservando en alemán me aturulla. ¡Qué bruscos son hablando! Mientras estoy concentrada en entender a la perfección lo que cuentan, Yulia se acerca a mi oído.
—Desde que sé que me has levantado el castigo, no veo el momento de llegar a casa, pequeña. —Sonrío y me pregunta—: ¿Tú deseas lo mismo?
Le digo que sí, y Yulia vuelve a preguntar en mi oído mientras noto cómo su dedo hace circulitos en mi muslo por debajo de la mesa:
—¿Me deseas?
Con gesto pícaro, levanto una ceja, centrándome en ella.
—Sí, mucho.
Yulia sonríe. Está feliz con lo que escucha.
—En una escala del uno al diez, ¿cuánto me deseas? —me plantea, sorprendiéndome.
Convencida de que mi libido está por las nubes, respondo:
—El diez se queda corto. Digamos, ¿cincuenta?
Mi contestación le vuelve a agradar. Coge una patata frita de su plato, le da un mordisco y después me la introduce en la boca. Yo, divertida, la mastico. Durante unos minutos, seguimos comiendo, hasta que escucho a Yulia decir:
—Vamos, Flyn, come o me comeré yo tu plato. Estoy hambrienta. Terriblemente hambrienta.
El pequeño asiente, y de pronto, Björn suelta una carcajada.
—Yulia, cuando le he contado a la nueva cocinera de mi padre que Elena es rusa me ha exigido que se la presentes.
Ambos sonríen, y sin tiempo que perder, Yulia se levanta, choca con complicidad la mano con Björn, coge la mía y señala:
—Hagamos lo que pide la cocinera, o no podremos regresar a este local.
Asombrada, me levanto ante la mirada de todos, y cuando Flyn se va a levantar para acompañarnos, Björn, atrayendo la atención del pequeño, dice:
—Si te vas, me como yo todas las patatas.
El crío defiende su posesión mientras nosotros nos alejamos del grupo. Salimos del salón, caminamos por un amplio pasillo y, de pronto, Yulia se para ante una puerta, mete una llave en la cerradura, me hace entrar y, tras cerrar la puerta, murmura, desabrochándose la chaqueta:
—No puedo aguantarlo más, cariño. Tengo hambre, y no es de la comida que me espera sobre la mesa.
La miro boquiabierta.
—Pero ¿no íbamos a saludar a la cocinera?
Yulia se acerca a mí con una devoradora mirada.
—Desnúdate, cariño. Escala cincuenta de deseo, ¿lo recuerdas?
Con el asombro aún en el rostro, voy a responder cuando Yulia me coge con ímpetu por la cintura y me sienta sobre la mesa del despacho. Pero ¿no me ha dicho que me desnude?
Con su lengua repasa primero mi labio superior, después el inferior y, cuando finaliza el morboso contacto con un mordisquito, soy yo la que se lanza sobre su boca y se la devora.
Calor.
Excitación.
Locura momentánea.
Durante varios minutos, nos besamos con auténtico frenesí mientras nos tocamos. Yulia es tan caliente, tan activa en esa faceta, que siento que me voy a derretir, pero cuando con premura sube mi vestido y pone sus enormes manos en la cinturilla de mis medias digo:
—Stop. —Mi orden la hace parar, y antes de que siga, añado—: No quiero que me rompas ni las medias ni las bragas. Son nuevas y me costaron un pastón. Yo me las quitaré.
Sonríe, sonríe, sonríe... ¡Oh, Dios! Cuando sonríe mi corazón salta embravecido.
¡Que me rompa lo que quiera!
Yulia da un paso hacia atrás. Soy consciente de que su deseo se intensifica por mí. Sin demora, pongo un pie en su pecho. Me desabrocha la bota sin apartar sus ojos de los míos y me la quita. Repito la misma acción con la otra pierna, y ella con la otra bota.
¡Guau, qué morbosa es mi Icegirl!
Cuando las dos botas están en el suelo, me bajo de la mesa, da un paso hacia atrás, y yo me quito las medias. Las dejo sobre la mesa.
La respiración de Yulia es tan irregular como la mía y, cuando se arrodilla ante mí, sin necesidad de que me pida lo que quiere, lo hago. Me acerco a ella, acerca su cara a mis braguitas, cierra los ojos y murmura:
—No sabes cuánto te he echado de menos.
Yo también la he echado de menos y, deseosa de sexo, poso mis manos en su pelo y se lo revuelvo, mientras ella sin moverse restriega su mejilla por mi monte de Venus, hasta que con un dedo me baja las bragas, pasea su boca por mi tatuaje y la escucho murmurar:
—Pídeme lo que quieras, pequeña..., lo que quieras.
Sin dejar de repetir esta frase tan típica de ella y que yo tatué en mí, me baja las bragas, me las quita, las deja sobre la mesa y, levantándose, me coge entre sus brazos, me sienta sobre la mesa, abre mis piernas, se baja el pantalón negro del chándal y, cuando clavo mis ojos en su erecto y tentador pene, susurra mientras me tumba:
—Me vuelve loca leer esa frase en tu cuerpo, pequeña. Me tiraría horas saboreándote, pero no hay tiempo para preámbulos, y por ello te voy a follar ahora mismo.
Y sin más, me acerca su enorme erección a la entrada de mi húmeda vagina y, de una sola y certera estocada, me penetra.
Sí..., sí..., sí...
¡Oh, sí!
Se oye el runrún de la gente tras la puerta cerrada, y Yulia me posee. La miro. Me deleito.
—No más secretos entre tú y yo —musito.
Yulia asiente. Me penetra.
—Quiero sinceridad en nuestra relación —insisto, jadeante.
—Por supuesto, pequeña. Prometido ahora y siempre.
La música llega hasta nosotros, pero yo sólo puedo disfrutar de lo que siento en este instante. Estoy siendo saciada una y otra vez con vigor por la mujer que más deseo en el mundo, y me encanta. Sus fuertes manos me tienen cogida por la cintura, me manejan, y yo, dichosa del momento, me dejo manejar.
Yulia me oprime una y otra vez contra ella mientras aprieta los dientes y oigo cómo el aire escapa a través de éstos. Mi cuerpo se abre para recibirla y jadeo, dispuesta a abrirme más y más para ella. De pronto, me levanta entre sus brazos y me apoya contra la pared.
¡Oh, Dios, sí!
Sus penetraciones se hacen cada vez más intensas. Más posesivas. Uno..., dos..., tres.... , siete..., ocho..., nueve... embestidas, y yo gimo de placer.
Sus manos, que me sujetan, me aprietan el culo. Me inmovilizan contra la pared y sólo puedo recibir gustosa una y otra vez su maravilloso y demoledor ataque. Ésta es Yulia. Ésta es nuestra manera de amarnos. Ésta es nuestra pasión.
Calor. Tengo un calor horrible cuando siento que un clímax asolador está a punto de hacerme gritar. Yulia me mira y sonríe. Contengo mi grito, acerco mi boca a su oído y susurro como puedo:
—Ahora..., cariño..., dame más fuerte ahora.
Yulia intensifica sus acometidas, sabedora de cómo hacerlo. Se hunde hasta el fondo en mí mientras yo disfruto y exploto de exaltación. Yulia me da lo que le pido. Es mi dueña. Mi amor. Mi sirvienta. Ella lo es todo para mí, y cuando el calor entre las dos parece que nos va a carbonizar, oigo salir de nuestras gargantas un hueco grito de liberación que acallamos con un beso.
Instantes después, se arquea sobre mí y yo la aprieto contra mi cuerpo, decidida a que no salga de ella en toda la noche.
Cuando los estremecimientos del maravilloso orgasmo comienzan a desaparecer, nos miramos a los ojos y ella murmura, aún con su pene en mi interior:
—No puedo vivir sin ti. ¿Qué me has hecho?
Eso me hace sonreír y, tras darle un candoroso beso en los labios, respondo:
—Te he hecho lo mismo que tú a mí. ¡Enamorarte!
Durante unos segundos, mi Icegirl particular me mira con esa mirada tan suya, tan alemana y castigadora que me vuelve loca. Me encantaría estar en su mente y saber qué pasa por ella mientras me mira así. Al final, me da un beso en los labios y me suelta a regañadientes.
—Te follaría en cada rincón de este lugar, pero creo que debemos regresar con el resto del grupo.
Me muestro conforme animadamente. Veo las medias y las bragas sobre la mesa, y de prisa me las pongo, aunque antes Yulia abre un cajón y saca servilletas de papel para limpiarnos.
—Vaya..., vaya, señorita Volkova—apunto con gesto pícaro—, por lo que veo no es la primera vez que usted viene aquí a satisfacer sus necesidades.
Yulia sonríe, y tras limpiarse y tirar el papel a una papelera, contesta en tanto se ajusta su pantalón negro:
—No se equivoca, señorita Katina. Este local es del padre de Björn y hemos visitado este cuartucho muchas veces para divertirnos y compartir ciertas compañías femeninas.
Su comentario me resulta gracioso, pero esos celos tan característicos en mi personalidad me hacen dar un paso adelante. Yulia me mira.
—Espero que a partir de ahora siempre cuentes conmigo —señalo, achinando los ojos.
Yulia sonríe.
—No lo dudes, pequeña. Ya sabes que tú eres el centro de mi deseo.
Fuego...
Hablar tan claramente sobre sexo con Yulia me enloquece. Ella, consciente de ello, se acerca a mí y me coge por la cintura.
—Pronto abriré tus piernas para que otro te folle delante de mí, mientras yo beso tus labios y me bebo tus gemidos de placer. Sólo de pensarlo ya vuelvo a estar dura.
Roja..., debo de estar más roja que un tomate en rama. Sólo imaginar lo que acaba de decir me aviva y enloquece.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:11 pm

—¿Deseas que ocurra lo que he dicho?
Sin ningún atisbo de vergüenza, muevo la cabeza afirmativamente. Si mi padre me viera me desheredaría. Yulia, divertida, sonríe y me besa con cariño.
—Lo haremos, te lo prometo. Pero ahora termina de vestirte, preciosa. Hay una mesa llena de gente esperándonos a pocos metros de aquí y, si tardamos más, comenzarán a sospechar.
Atizada por lo ocurrido y, por sus últimas proposiciones, termino de ponerme las medias. Después, Yulia me ayuda a abrocharme las botas.
—¿Vuelvo a estar decente? —pregunto una vez vestida, mirándola.
Yulia me mira de arriba abajo y, antes de abrir la puerta, susurra:
—Sí, cariño, aunque cuando lleguemos a casa te quiero totalmente indecente. —Su comentario me hace reír y, tras resoplar, indica—: Salgamos ya de esta habitación, o no voy a ser capaz de contenerme para no romperte esta vez tus preciadas medias y bragas nuevas.
Por la noche, cuando llegamos a casa y Yulia acuesta a Flyn, cerramos la puerta de nuestra habitación y nos entregamos a lo que más nos gusta: sexo salvaje, morboso y caliente.
El sábado 29 de diciembre Yulia me pide dedicarle el día entero a su sobrino. Sus ojos al decírmelo me indican lo inquieta que está por ello, pero yo asiento convencida de que es lo mejor para todos, en especial para Flyn. Eso sí, éste no desperdicia la oportunidad siempre que puede de hacerme ver que yo estoy de más. No se lo tomo en cuenta. Es un niño. Jugamos gran parte del día a la Wii y la Play, lo único que al crío parece motivarlo, y le demuestro que las chicas sabemos hacer más cosas de las que él cree.
Me divierte observar cómo me mira cuando gano a Yulia jugando a Moto GP o a él mismo jugando una partida de Mario Bros. El niño no da crédito a lo que ve. ¡Una chica ganándoles! Pero me dejo ganar por él al Mortal Kombat para darle un poco de cuartelillo y que no me odie más. Flyn es un crío duro de pelar, digno sobrino de mi Icegirl.
Durante todo el día, Yulia y yo nos dedicamos totalmente a él y, por la noche, tengo la cabeza como un bombo de tanta musiquita de videojuegos. Pero a la hora de la cena, sorprendida, me percato de que Flyn me pregunta si quiero ensalada y me rellena mi vaso de coca-cola sin que yo se lo pida cuando se me acaba. Esto es un comienzo, y Yulia y yo sonreímos.
Cuando por fin conseguimos agotar al niño y acostarlo, en la intimidad de nuestra habitación, Yulia vuelve a ser mía. Sólo mía. Disfruto de ella, de su boca, de su manera de hacerme el amor, y sé que ella disfruta de mí y conmigo.
Mientras me penetra, no dejamos de mirarnos a los ojos y nos decimos cosas calientes y morbosas. Su juego es mi juego, y juntas disfrutamos como locas.
El domingo, cuando me despierto, como siempre estoy sola en la cama. Yulia y su poco dormir. Miro el reloj. Las diez y ocho minutos. Estoy agotada. Tras la noche movidita con Yulia sólo deseo dormir y dormir, pero soy consciente de que en Alemania son muy madrugadores y debo levantarme.
De pronto, la puerta se abre, y el objeto de mis más pecaminosos y oscuros deseos aparece por ella con una bandeja de desayuno. Está guapísima con ese jersey granate y los vaqueros.
—Buenos días, blanquita.
Este apelativo tan de mi padre me hace sonreír. Yulia se sienta en la cama y me da un beso de buenos días.
—¿Cómo está mi novia hoy? —pregunta con cariño.
Encantada de la vida y del amor que le profeso, me retiro el pelo de la cara y respondo:
—Agotada, pero feliz.
Mi contestación le gusta, pero antes de que diga nada, me fijo en la bandeja y veo algo que me deja atónita.
—¿Churros? ¿Esto son churros?
Ella asiente con una grata sonrisa mientras cojo uno, lo mojo en azúcar y le doy un mordisco.
—¡Mmm, qué rico! —Y al mirar mis dedos, susurro—: Con su grasita y todooooo.
La carcajada de Yulia retumba en la habitación.
¡Oh, Dios!, comer un churro en Alemania es como poco ¡alucinante!
—Pero ¿dónde has comprado esto? —inquiero, aún sorprendida.
Con una megagigante sonrisa, Yulia coge otro churro y le da un mordisco.
—Le comenté a Simona que los churros eran algo que te gustaban mucho para desayunar. Y ella, no sé cómo, te los ha hecho.
—¡Vaya, qué pasada! —exclamo, encantada—. Cuando le cuente a mi padre que he desayunado café con churros en Alemania se va a quedar a cuadros.
Yulia sonríe y yo también mientras comenzamos a comer churros. Cuando me voy a limpiar con la servilleta, al cogerla, el anillo que le devolví a Yulia en la oficina aparece ante mí.
—Vuelves a ser mi novia y quiero que lo lleves.
La miro. Me mira. Sonrío. Sonríe, y mi loca amor coge el anillo y me lo pone en el dedo. Después, me da un beso en la mano y murmura con voz ronca:
—Vuelves a ser toda mía.
Mi cuerpo se calienta. La adoro. La beso en los labios y, cuando me separo de ella, cuchicheo:
—Por cierto, novia mía —sonríe—, ¿puedo preguntarte algo de Flyn?
—Por supuesto.
Tras tragar el rico churro, clavo mi mirada en ella y pregunto:
—¿Por qué no me habías dicho que tu sobrino Flyn es chino?
Yulia suelta una carcajada.
—No es chino. Es alemán. No lo llames chino, o lo enfadarás mucho. No sé por qué odia esa palabra. Mi hermana Hannah se fue a vivir a Corea durante dos años. Allí conoció a Lee Wan. Cuando se quedó embarazada, Hannah decidió regresar a Alemania para tener a Flyn aquí. Por lo tanto, ¡es alemán!
—¿Y el padre de Flyn?
Yulia tuerce el gesto.
—Era un hombre casado y nunca quiso saber nada de él. —Hago una señal de asentimiento, y sin yo esperarlo, ella continúa—: Tuvo un padre en Alemania durante dos años. Mi hermana salió con un tipo llamado Leo. El crío lo adoraba, pero cuando ocurrió lo de mi hermana, ese imbécil no quiso volver a saber nada de él. Me dejó claro lo que siempre había pensado: estaba con mi hermana por su dinero.
Decido no preguntar más. No debo. Sigo comiendo, y Yulia me besa en la frente. Durante unos segundos nos miramos y sé que ha llegado el momento de hablar sobre lo que me ronda por la cabeza. Antes, tomo un sorbo de café.
—Yulia, mañana es Nochevieja, y yo...
No me deja continuar.
—Sé lo que vas a decir —asegura, poniendo un dedo en mi boca—. Quieres regresar a Kazan para pasar la Nochevieja con tu familia, ¿verdad?
—Sí. —Yulia asiente, y yo prosigo—: Creo que debería irme hoy. Mañana es Nochevieja y..., bueno, tú me entiendes.
Suspira, mostrándose conforme. Su resignación me toca el corazón.
—Quiero que sepas que, aunque me encantaría que te quedaras aquí conmigo, lo entiendo. Pero esta vez no te voy a poder acompañar. He de quedarme con Flyn. Mi madre y mi hermana tienen planes, y yo quiero pasar la noche con él en casa. Lo comprendes tú también, ¿verdad?
Recordar eso me rompe el corazón. ¿Cómo se van a quedar solos? Pero antes de que yo pueda decir nada, mi alemana añade:
—Mi familia se desmoronó el día en que Hannah murió. Y no puedo reprocharles nada. la que desapareció la primera Nochevieja fui yo. En fin..., no quiero hablar de esto, Len. Tú vete a España y disfruta. Flyn y yo estaremos bien aquí.
El dolor que veo en su mirada me hace tocarle la mejilla. Deseo hablar con ella de eso, pero mi Icegirl no quiere que me compadezca de ella.
—Llamaré al aeropuerto para que tengan preparado el jet.
—No..., no hace falta. Iré en un vuelo normal. No es necesario que...
—Insisto, Len. Eres mi novia y...
—Por favor, Yulia no lo hagas más difícil —le corto—. Creo que es mejor que me vaya en un vuelo regular. Por favor.
—De acuerdo —dice tras un silencio más que significativo—. Me encargaré de ello.
—Gracias —murmuro.
Resignada, parpadea y pregunta:
—¿Regresarás después de la Nochevieja?
Mi cabeza comienza a dar vueltas. Pero ¿cómo me puede preguntar eso? ¿Acaso no se ha dado cuenta todavía de que le quiero con locura? Deseo gritar que por supuesto volveré cuando ella me toma las manos.
—Quiero que sepas —añade— que, si regresas a mi lado, haré todo lo que esté en mi mano para que no añores nada de lo que tienes alla. Sé que tu sentimiento hacia tu familia es muy fuerte, y que separarte de ellos es lo que peor llevas, pero conmigo estarás cuidada, protegida y, sobre todo, serás muy amada. Deseo que seas feliz conmigo en Múnich, y si para eso todos tenemos que aprender cosas rusas, las aprenderemos y conseguiremos que te sientas en tu casa. En cuanto a Flyn, dale tiempo. Estoy segura de que antes de lo que esperas ese pequeño te adorará tanto o más que yo. Ya te dije que era un niño algo particular y...
—Yulia —la interrumpo, emocionada—, te quiero.
El tono de mi voz, lo que acabo de decir y su mirada hacen que el vello de todo mi cuerpo se erice, y más cuando la oigo decir:
—Te quiero tanto, pequeña, que el sentirme alejada de ti me vuelve loca.
Nuestras miradas son sinceras y nuestras palabras, más. Nos queremos. Nos amamos locamente, y cuando se está acercando a mi boca para besarme, la puerta se abre de par en par y aparece el pequeño Flyn.
—¡Tíaaaaaaaaaaaaaaaa!, ¿por qué tardas tanto?
Rápidamente las dos nos recomponemos y, al ver que Yulia no dice nada, ante la mirada del niño, cojo de la bandeja algo y le pregunto en ruso:
—¿Quieres un churro, Flyn?
El pequeño pone mal gesto. La palabra «churro» no la conoce y a mí no me soporta. Y como no está dispuesto a que le quite un segundo más del tiempo de su amada tía, contesta:
—Tía, te espero abajo para jugar.
Y antes de que ninguna pueda decir nada más, cierra la puerta y se va.
Cuando nos quedamos Yulia y yo solas en la habitación, la miro risueña.
—No tengo la menor duda de que Flyn se alegrará mucho de mi marcha.
Yulia no dice nada. Calla, me da un beso en los labios, y después se levanta y se va. Durante un rato miro la puerta sin entender cómo Larissa y Marta, la madre y la hermana de Yulia, los pueden dejar solos en una fecha así. Eso me apena.
A las seis y media de la tarde, Yulia, Flyn y yo estamos en el aeropuerto. No tengo que facturar mi equipaje. Sólo llevo una mochila con mis pocas pertenencias. Estoy nerviosa. Muy nerviosa. Despedirme de ellos, en especial de Yulia, me parte el corazón, pero tengo que estar con mi familia.
A pesar de la frialdad que veo en sus ojos, Yulia intenta bromear. Es su mecanismo de defensa. Frialdad para no sufrir. Cuando el momento de la despedida finalmente llega, me agacho y beso en la mejilla a Flyn.
—Jovencito, ha sido un placer conocerte, y cuando regrese, quiero la revancha de Mortal Kombat.
El crío asiente y, por unos segundos, veo algo de calor en su mirada, pero mueve la cabeza y, cuando me vuelve a mirar, ese calor ya no existe.
Animado por Yulia, Flyn se aparta de nosotros unos metros y se sienta a esperar.
—Yulia, yo...
Pero no puedo continuar. Yulia me besa con auténtica devoción y cuando se separa un poco clava sus impactantes ojos azules en mí.
—Pásalo bien, pequeña. Saluda a tu familia de mi parte y no olvides que puedes volver cuando quieras. Estaré esperando tu llamada para regresar al aeropuerto a buscarte. Cuando sea y a la hora que sea.
Emocionada, asiento. Tengo unas ganas terribles de llorar, pero me contengo. No debo hacerlo, o pareceré una tonta blandengue, y nunca me ha gustado eso. Por esa razón, sonrío, vuelvo a dar otro beso a mi amor y, tras guiñarle el ojo a Flyn, camino hacia los arcos de seguridad. Una vez que los paso y que recojo mi bolso y mi mochila, me vuelvo para decir adiós, y mi corazón se rompe al ver que Yulia y el pequeño ya no están. Se han ido.
Camino por el aeropuerto con seguridad, busco en los paneles mi puerta de embarque y, tras saber cuál es, me dirijo hacia ella. Queda más de una hora para que la puerta se abra y decido dar un paseo por las tiendas para entretenerme. Pero mi cabeza no está donde tiene que estar y sólo puedo pensar en Yulia. En mi amor. En el dolor que he visto en sus ojos al separarme de ella, y eso me parte segundo a segundo más el alma.
Cansada y agotada por la tristeza que tengo, me siento y observo a la gente que pasea por mi lado. Gente alegre y triste. Gente con familia y gente sola. Así estoy durante un buen rato, hasta que de pronto mi móvil suena. Es mi padre.
—Hola, blanquita. ¿Dónde estás, mi vida?
—En el aeropuerto. Esperando a que abran la puerta de embarque.
—¿A qué hora llegas a Moscú?
Miro el billete.
—En teoría, a las once tocamos tierra, y a las once y media cojo el último vuelo que va a Kazan.
—¡Perfecto! Estaré esperándote en el aeropuerto de Kazan.
Durante un rato, charlamos de cosas banales.
—¿Estás bien, mi niña? —pregunta de pronto—. Te noto algo alicaída.
Como soy incapaz de ocultar mis sentimientos al hombre que me dio la vida y me adora, respondo:
—Papá, es todo tan complicado que..., que... me agobio.
—¿Complicado?
—Sí, papá..., mucho.
—¿Has vuelto a discutir con Yulia? —indaga mi padre sin entenderme bien.
—No, papá, no. Nada de eso.
—Entonces, ¿cuál es el problema, cariño?
Antes de decir algo, me convenzo de que necesito hablar con él de lo que me pasa.
—Papá, yo quiero estar con vosotros en Nochevieja. Deseo verte a ti, a Irina y a la loca de Annya, pero..., pero...
La cariñosa risa de mi progenitor me hace sonreír aun sin ganas.
—Pero estás enamorada de Yulia y también quieres estar con ella, ¿verdad, cariño?
—Sí, papá, y me siento fatal por ello —susurro mientras observo que dos azafatas se ponen en la puerta de embarque por la que tengo que entrar en el avión.
—¿Sabes, blanquita? Cuando yo conocí a tu madre, ella vivía en La capital y, como bien sabes, yo en Kazan, y te aseguro que lo que te pasa a ti, yo lo he sentido anteriormente, y el consejo que te puedo dar es que te dejes llevar por el corazón.
—Pero, papá, yo...
—Escúchame y calla, mi vida. Tanto Irinacomo tu hermana o yo sabemos que nos quieres. Te vamos a tener y a querer el resto de nuestras vidas, pero tu camino ha de comenzar como antes comenzó el mío y después el de tu hermana cuando se casó. Sé egoísta, miarma. Piensa en lo que tú quieres y en lo que deseas. Y si en este momento tu corazón te pide que te quedes en Alemania con Yulia, ¡hazlo! ¡Disfrútala! Porque si lo haces yo estaré más feliz que si te tengo aquí a mi lado triste y ojerosa.
—Papa..., qué romanticón eres —sollozo, conmovida por sus palabras.
—¡Ea, ea!, blanquita.
—¡Aisss, papá! —lloro con emoción—. Eres el mejor..., el mejor.
Su bondad vuelve a llenarme el alma cuando lo oigo decir:
—Eres mi niña y te conozco mejor que nadie en el mundo, y yo sólo quiero que seas feliz. Y si tu felicidad está con esa alemana que te saca de tus casillas, ¡bendito sea Dios! Sé feliz y disfruta de la vida. Yo sé que me quieres, y tú sabes que yo te quiero. ¿Dónde está el problema? Da igual que estés en Alemania o a mi lado para saber que nos tendremos el uno al otro el resto de nuestras vidas. Porque tú eres mi blanquita, y eso, ni la distancia, ni Yulia, ni nada, lo va a cambiar. —Emocionada por sus palabras, lloro, y él sigue—: Vamos..., vamos..., no me llores, que entonces me pongo nervioso y me sube la tensión. Y tú no quieres eso, ¿verdad?
Su pregunta me hace soltar una risotada cargada de lágrimas. Mi padre es grande. ¡Muy grande!
—Vamos a ver, mi niña, ¿por qué no te quedas en Alemania y pasas la Nochevieja alegre y feliz? Éste es el comienzo de la vida que habías planeado hace poco y creo que empezarla en Navidades será siempre un bonito recuerdo para vosotros, ¿no crees?
—Papá..., ¿de verdad que no te importa?
—Por supuesto que no, mi vida. Por lo tanto, sonríe y ve en busca de Yulia. Dale un saludo de mi parte y, por favor, sé feliz para que yo lo pueda ser también, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, papá. —Y antes de colgar, añado—: Mañana por la noche os llamaré. Te quiero, papá. Te quiero mucho.
—Yo también te quiero, blanquita.
Conmovida, emocionada y con mil sensaciones en mi interior, cierro el móvil y me limpio las lágrimas. Durante varios minutos permanezco sentada mientras mi cabeza piensa en qué debo hacer. ¿Papá o Yulia? ¿Yulia o papá? Al final, cuando la gente de mi vuelo comienza a embarcar, agarro la mochila y tengo muy claro dónde tengo que ir. En busca de mi amor.

Cuando el taxi me lleva hasta la puerta de la enorme mansión donde vive Yulia, lo pago con la Visa y me bajo. Como era de esperar, vuelve a nevar y mis botas se hunden en la nieve, pero no importa; estoy feliz, además de congelada. Cuando el taxi se marcha me quedo sola ante la imponente verja y un ruido cercano me alerta. Miro hacia los cubos de basura que hay a mi izquierda y me sobresalto. Unos ojazos brillantes y saltones me observan, y grito.
—¡Joder, qué susto!
Mi chillido hace que el pobre perro huya despavorido. Creo que se ha asustado más que yo. Una vez que me quedo sola de nuevo, busco el timbre para que me abran, pero entonces veo que se enciende una luz en la casita de Simona y Norbert. Las cortinas de una ventana se mueven y de pronto se abre una puerta junto a la verja.
—¿Señorita Elena? ¡Por todos los santos, se va a usted a congelar!
Me vuelvo y veo a Norbert, el marido de Simona que, abrigado con un oscuro abrigo hasta los pies, corre hacia mí.
—Pero ¿qué hace aquí con este frío? ¿No se había marchado?
—He cambiado de planes en el último momento —respondo tiritando a la par que sonriendo.
El hombre asiente, me devuelve la sonrisa y me apremia mientras caminamos hacia la portezuela lateral.
—Pase, por favor. He oído que un coche paraba en la puerta, y por eso me he asomado. Entre. La llevaré de inmediato a la casa.
Juntos atravesamos el enorme jardín lo más rápidamente que podemos. Los dientes me castañetean, y el hombre se ofrece a darme su abrigo. Me niego. Eso no lo voy a consentir. Cuando llegamos a la casa, nos dirigimos hacia la puerta de la cocina. Norbert saca una llave, abre y me invita a pasar.
—Le prepararé algo calentito. ¡Lo necesita!
—No..., no, por favor —digo, cogiéndole las frías manos—. Regrese a su casa. Es tarde y debe descansar.
—Pero, señorita, yo...
—Norbert, tranquilo. Yo lo haré. Ahora, por favor, regrese a su casa.
El hombre acepta a regañadientes y me indica que la señorita a esa hora suele estar en su despacho y Flyn dormido. Le agradezco la información y por fin se va.
Me quedo sola en la enorme y oscura cocina, y respiro con agitación. La casa está silenciosa, y eso me pone la carne de gallina, pero ¡he regresado! Tiemblo. Tengo frío, aunque pensar en Yulia y su cercanía me hace empezar a tener calor. Estoy nerviosa, ansiosa por ver su cara cuando me vea.
Incapaz de aguardar un segundo más, me encamino hacia el despacho, y al acercarme, oigo música. Como una niña, acerco mi oreja a la puerta y sonrío al escuchar la maravillosa voz de Norah Jones interpretar la romántica canción Don’t know why.
Desconocía que a Yulia le gustara esa cantante, pero me embruja saberlo.
Abro la puerta en silencio y sonrío al ver a mi chica dura, sentada junto a la enorme chimenea con un vaso en la mano mientras mira el fuego. La música, el calor y la emoción de verla me envuelven, y camino hacia ella. De pronto, ella vuelve la cabeza y me ve.
Se levanta. Mi respiración se agita mientras su rostro lo dice todo. ¡Está sorprendida!
Deja el vaso sobre una mesita. Su gesto de asombro me hace sonreír y suelto la mochila que aún llevo en mis congeladas manos.
—Papá te manda un saludo y espera que pasemos una feliz Nochevieja. —Yulia parpadea; yo tirito y prosigo—: Y como me dijiste que podía regresar cuando quisiera, ¡aquí estoy! Y...
Pero no puedo decir más. Mi gigante alemana camina hacia mí, me abraza con verdadero amor y susurra antes de besarme:
—No sabes lo mucho que he deseado que ocurriera esto.
Me besa, y cuando separa sus labios de los míos, sonríe, sonríe, sonríe..., hasta que de repente su expresión se contrae.
—¡Por el amor de Dios, Len! ¡Estás congelada, cariño! Acércate al fuego.
Cogida de su mano, hago lo que me pide mientras esos ojos me observan con una calidez extrema.
—¿Por qué no me has llamado? —pregunta, aún conmocionada por la sorpresa—. Hubiera ido a recogerte.
—Quería sorprenderte.
Con semblante preocupado, me retira el pelo húmedo de la cara.
—Pero estás congelada, cariño.
—No importa..., no importa...
Me besa de nuevo. Está nerviosa. La sorpresa ha sido increíble y está totalmente descolocada.
—¿Has cenado?
Niego con la cabeza, y me ayuda a deshacerme de mi frío y congelado abrigo.
—Quítate esa ropa. Estás empapada y enfermarás.
—Espera. Tranquila —le digo riendo, dichosa—. En mi mochila tengo ropa que...
—Lo de tu mochila estará todo mojado y frío —insiste, y rápidamente se quita la sudadera gris de Nike que lleva.
¡Diosss..., qué tableta de chocolate!
Es impresionante. Cada día me recuerda más al a la guapísima Kate Beckinsale.
—Toma, ponte esto mientras voy a por ropa seca a la habitación.
Sale escopetada del despacho; mientras, yo no puedo parar de reír como una auténtica tonta y un calor maravilloso recorre mi cuerpo. El efecto Yulia Volkova ha regresado a mí.
Estoy tonta.
Idiota.
Enamoradita perdida.
Y antes de que pueda moverme, ya ha regresado con ropa en sus manos y una sudadera azul puesta.
Al ver que todavía no me he quitado la ropa húmeda, me desnuda mientras suena la sensual canción Turn me on de Norah Jones ¡Dios, me encanta esa canción!
Yulia no me quita ojo. Mimosa, la tiento con mi mirada y mi cuerpo. La deseo. Desnuda ante ella, mete por mi cabeza su enorme sudadera gris.
—Baila conmigo —le pido cuando ya tengo la prenda puesta.
Sin tacones y sin bragas, me agarro a la mujer que adoro y la hago bailar conmigo. Acarameladas y sintiéndome totalmente protegida por ella, bailamos esa bonita y romántica canción de amor sobre la mullida alfombra frente a la chimenea.
Like a flower waiting to bloom
Like a lightbulb in a dark room
I’m just sitting here waiting for you
To come on home and turn me on
Disfruto de ella entre sus brazos. Sé que disfruta de mí entre mis brazos. Mientras, nuestros pies se mueven lentamente sobre la alfombra y nuestras respiraciones se funden hasta convertirse en una sola. Bailamos en silencio. No podemos hablar. Sólo necesitamos abrazarnos y seguir bailando.
Una vez que termina la canción, nos miramos a los ojos, y Yulia, agachándose, me da un dulce beso en los labios.
—Acaba de vestirte, Len —dice con la voz cargada de sensualidad.
Divertida por las mil emociones que ella me hace ver y sentir, sonrío, y más aún cuando veo que me ha traído unos boxer.
—¡Vaya..., me encantan! Y encima, de Armani. ¡Sexy!
Yulia sonríe, y tras darme una cachetada cariñosa en el trasero, me entrega unos mullidos calcetines blancos.
—Vístete y no me provoques más, ¡provocadora! Vamos, siéntate ante la chimenea. Iré a la cocina y traeré algo de comida para ti.
—No hace falta, Yulia..., de verdad.
—¡Oh, sí!, cariño —insiste—. Sí hace falta. Siéntate y espera a que regrese.
Encantada por su felicidad y la mía, hago lo que me pide. Me da un beso y se marcha. Cuando me quedo sola en el despacho, miro a mi alrededor mientras la música de la fantástica Norah Jones me envuelve. Cojo mi húmeda mochila, saco un peine, me siento en la alfombra y comienzo a desenredar mi empapado pelo. Estoy peleándome con él cuando Yulia entra con una bandeja. Al verme, la deja sobre la mesa de su despacho y se acerca a mí.
—Dame el peine. Yo te lo desenredaré.
Como una niña chica, asiento y dejo que me peine. Sentir sus manos desenredándome el pelo con mimo me enloquece. Me pone la carne de gallina. Es tan tierna en ocasiones que me resulta imposible creer que yo pueda discutir con ella. Una vez que acaba, me da un beso en la coronilla.
—Solucionado lo de tu precioso pelo. Ahora toca comer.
Se levanta, coge la bandeja de la mesa y la deja sobre la alfombra. Acto seguido, se sienta a mi lado y me besa con cariño en el cuello.
—Estás preciosa, pequeña.
Su gesto, sus palabras, su mirada, todo en ella denota la felicidad que siente por tenerme aquí. El olorcito rico del caldito llega hasta mi nariz y, contenta, cojo la taza. Yulia no me quita ojo mientras tomo un sorbo y dejo la taza en la bandeja.
—Te he sorprendido, ¿verdad?
—Mucho —confiesa, y me retira un mechón de la cara—. Nunca dejas de sorprenderme.
Eso me hace reír.
—Cuando iba a coger el avión, he recibido una llamada de mi padre. He hablado con él y me ha dicho que si lo que me hacía dichosa era estar contigo que me quedara y no desaprovechara la oportunidad de ser feliz. Para él es más importante saber que estoy aquí, contigo, satisfecha, que tenerme a su lado y saber que te echo de menos.
Yulia sonríe, coge el sándwich de jamón york que me ha hecho y lo pone en mi boca para que yo dé un mordisco.
—Tu padre es una excelente persona, pequeña. Tienes mucha suerte de que él sea así.
—Papá es la persona más buena que he conocido en mi vida —contesto después de tragar el rico trozo—. Incluso me ha dicho que comenzar mi nueva vida contigo en Navidades es algo bonito que no debo desaprovechar. Y tiene razón. Éste es nuestro comienzo y quiero disfrutarlo contigo.
Yulia me ofrece de nuevo el sándwich y yo le doy otro mordisco. Cuando entiende el significado de lo que acabo de decir, añado, cerrándole la boca:
—Definitivamente, me quedo contigo en Alemania. Ya no te libras de mí.
La noticia la pilla tan de sorpresa que no sabe ni qué hacer, hasta que suelta el sándwich en la bandeja, coge mi cara con sus manos y dice cerca de mi boca:
—Eres lo mejor, lo más bonito y maravilloso que me ha pasado en la vida.
—¿En serio?
Yulia sonríe, me da un beso en los labios y afirma:
—Sí, señorita Katina. —Y al ver las intenciones de mi mirada, puntualiza con voz ronca—: Hasta que no te acabes el caldo, el sándwich y el postre, no pienso satisfacer tus deseos.
—¿Todo el sándwich?
Mi alemana asiente y murmura en un tono de voz bajo, que me pone la carne de gallina:
—Todo.
—¿Y el plátano también?
—Por supuesto.
Su respuesta me hace sonreír.
Cojo el caldo y me lo bebo en tanto la miro por encima de la taza. La tiento con mis ojos y veo la excitación en su mirada.
¡Dios, Dios! ¡Yulia, cómo me excitas!
Una vez que acabo, sin hablar, dejo la taza y me como el sándwich. Bebo agua, y cuando cojo el plátano, se lo enseño, sonrío y lo dejo sobre la bandeja.
—De postre... te prefiero a ti.
Yulia sonríe.
Me besa y yo la empujo hasta tumbarla en la alfombra. Estamos frente a la chimenea encendida.
Solas...
Excitadas...
Y con ganas de jugar.
Me siento a horcajadas sobre ella. Su pene está duro ante mi contacto e insinuaciones y dispuesta a darme lo que quiero y necesito. Sus manos pasean por mis piernas, lenta y pausadamente, y se paran en mis muslos.
—Todavía no me creo que estés aquí, pequeña.
—Tócame y créelo —la invito, mirándola a los ojos.
La excitación sube segundo a segundo y decido quitarle la sudadera.
Desnuda de cintura para arriba, a mi merced y con una sonrisa triunfal en mi boca, poso mis manos en su estómago y lentamente las subo hacia sus pechos. En el camino, me agacho y su boca va a mi encuentro. Nos besamos. Sus manos cogen las mías.
—Yulia..., me pones como una moto.
Ella sonríe. Yo sonrío.
—¿Quieres que te muestre cómo me pones tú a mí? —me pregunta hambrienta y jadeante.
—Sí.
Yulia asiente, agarra los calzoncillos que llevo puestos y, sin preámbulos, me los quita. Después, hace lo propio con la sudadera y me quedo totalmente desnuda sobre ella. Sus manos van directas a mis pechos y susurra atrayéndome hacia ella:
—Dámelos.
Excitada, me agacho. Le ofrezco mi cuerpo, mis pechos. Ella los besa con delicadeza, y luego se mete primero un pezón en la boca y, tras endurecerlo, se dedica a hacer lo mismo con el otro, mientras sus manos me aprietan contra ella para que no me retire. Durante unos minutos disfruto de sus afrodisíacas caricias. Son colosales, calientes y morbosas, hasta que con sus fuertes manos me hace moverme, se desliza por debajo de mí y quedo sentada sobre su boca.
Mi estómago se encoge al sentir el calor de su aliento en el centro de mi deseo. ¡Oh, sí! Me agarra con sus fuertes manos por la cintura y sólo puedo escuchar mientras me des hago:
—Voy a saborearte. Relájate y disfruta.
Sentada sobre su boca, Yulia cumple lo que promete y me hace disfrutar. Su ávida lengua, deseosa de mí, busca mi centro del placer como un exquisito manjar y me arranca gemidos incontrolados mientras yo cierro los ojos y me carbonizo segundo a segundo. Una y otra vez, con sus toques de lengua en mi ya inflamado clítoris, me lleva hasta el borde del clímax, pero no deja que culmine. Eso me vuelve loca y quiero protestar.
Imágenes morbosas pasean por mi mente mientras la mujer que me enloquece toma de mí todo lo que quiere, y yo se lo doy deseosa de más. Estar solas, en su despacho, ante la chimenea y desnudas es delicioso y placentero. Pero inexplicablemente una vocecita en mi cabeza susurra muy bajito que si fuéramos tres todo sería más morboso.
Alucinada, abro los ojos. ¿Qué hago pensando yo así? Yulia ha conseguido meterme totalmente en su juego y ahora soy yo la que fantaseo con ello.
Suelto un gemido de placer mientras me siento perversa. Muy perversa. Y dejándome llevar por mis fantasías, digo:
—Quiero jugar, Yulia..., jugar contigo a todo lo que quieras.
Sé que me escucha. Su azotito en mi trasero me lo confirma. Su boca se pasea por mis labios vaginales, sus dientes me mordisquean arrancándome oleadas de placer y, por fin, deja que culmine y llegue al clímax.
Cuando mi cuerpo se recupera de ese maravilloso ataque, Yulia me vuelve a colocar sobre su pecho y, con una sonrisa triunfal, me pide con voz ronca, cargada de erotismo:
—Fóllame, Len.
Noto mis mejillas arreboladas por el deseo que mi alemana me provoca. No es la chimenea la que me acalora, es Yulia. Mi Yulia. Mi alemana. Mi mandona. Mi cabezona. Mi Icegirl.
Dispuesta a que ella disfrute tanto como yo, me acomodo y agarro su pene. Su suavidad es exquisita. La miro con ojos de «relájate y disfruta» y, sin esperar ni un segundo más, lo introduzco en mi vagina.
Estoy húmeda, empapada, y siento cómo la punta de su maravilloso juguete llega hasta casi mi útero sin ella moverse.
¡Dios, qué placer!
Muevo las caderas de izquierda a derecha en busca de más espacio, y luego me aprieto sobre ella. Yulia cierra los ojos y jadea. Este movimiento cimbreante le gusta. ¡Bien! Lo vuelvo a repetir mientras apoyo las manos en sus pechos y le exijo:
—Mírame.
Mi voz. El tono exigente que utilizo en ese instante es lo que hace que Yulia abra los ojos rápidamente y me mire. Mando yo. ella me ha pedido que tome la iniciativa y me siento poderosa. De pronto, varío el movimiento de mis caderas y, al dar un seco empujón hacia adelante, Yulia jadea en alto y, gustosa, se contrae.
Pone sus manos en mis caderas. La fiera interna de mi Yulia está despertando. Pero yo se las agarro y, entrelazando mis manos con las suyas, susurro:
—No..., tú no te muevas. Déjame a mí.
Está ansiosa. Excitada. Caliente.
Su mirada me habla sola y sé lo que desea. Lo que piensa. Lo que ansía. De nuevo, muevo mis caderas con fuerza. Me clavo más en ella, y Yulia vuelve a jadear. Yo también.
—¡Dios, pequeña...!, me vuelves loca.
Una y otra vez repito los movimientos.
La llevo hasta lo más alto, pero no la dejo culminar. Quiero que sienta lo que me ha hecho sentir minutos antes a mí, y su mirada se endurece. Yo sonrío. ¡Aisss..., cómo me pone esa cara de mala leche! Sus manos intentan sujetarme y las detengo otra vez mientras mis movimientos rápidos y circulares continúan llevándola hasta donde yo quiero. Al éxtasis. Pero su placer es mi placer, y cuando veo que ambas vamos a morir de combustión, acelero mis acometidas hasta que un orgasmo maravilloso me toma por completo, y mi Icegirl, enloquecida, se contrae y se deja llevar.
Gustosa tras lo hecho, me dejo caer sobre ella y me abraza. Me encanta sentirle cerca. Nuestras respiraciones desacompasadas poco a poco se relajan.
—Te adoro, blanquita —dice en mi oído.
Sus palabras, tan cargadas de amor, me enloquecen, y sólo puedo sonreír como una tonta mientras sus brazos se cierran sobre mi cintura y me aprietan.
Su calor y mi calor se funden al unísono, y levantando la cabeza, la beso.
Permanecemos durante unos minutos tiradas en la alfombra, hasta que Yulia, al ver mi carne de gallina, me invita a levantarme. Ambas lo hacemos. Coge una manta oscura que hay sobre el sillón y me la echa por encima. Después, desnuda, se sienta y, sin soltarme, me hace que me siente sobre ella y me retira el desordenado pelo de la cara.
—¿Qué pasaba por tu cabecita cuando has dicho que querías jugar a todo lo que yo quisiera?
¡Guau! Esto me pilla por sorpresa. No me lo esperaba.
—Vamos, Len —me anima al ver cómo la miro—. Tú siempre has sido sincera.
Increíble. ¿Cómo sabe que escondo algo? Al final, dispuesta a decir lo que pensaba, respondo:
—Bueno..., yo..., la verdad es que no sé. —Yulia sonríe sobre mi cuello y claudico—: Venga, va..., te lo cuento. Me encanta hacer el amor contigo; es maravilloso y excitante. Lo mejor. Pero mientras pensaba esto se me ha ocurrido que de haber sido tres sobre la alfombra todo habría sido aún más morboso. —Y rápidamente, añado—: Pero, cariño..., no pienses cosas raras, ¿vale? Adoro el sexo contigo. ¡Me encanta! Y no sé por qué extraña razón ese pensamiento ha cruzado mi mente. Como me has dicho que fuera sincera y..., y..., te lo he dicho. Pero de verdad..., de verdad que yo disfruto mucho estando sola contigo y...
Una carcajada suya corta mi parrafada y responde, abrazándome por encima de la manta:
—Me enloquece saber que deseas jugar, cariño. El sexo entre nosotros es fantástico, y el juego, un suplemento en nuestra relación.
Encantada con su contestación, murmuro:
—¡Qué bien lo has definido! Un suplemento.
Yulia me vuelve a besar en el cuello y, levantándose conmigo en brazos, dice con voz llena de felicidad:
—De momento, preciosa, te quiero en exclusividad para mí. Los suplementos ya los incluiremos otro día.
Me río, se ríe, y abandonamos el despacho dispuestas a tener una larga noche de pasión.
Cuando me despierto por la mañana me cuesta reconocer dónde estoy, pero el olor de Yulia inunda mis fosas nasales y, cuando abro totalmente los ojos, está tumbada a mi lado.
—Buenos días, preciosa.
Encantada con su presencia en la cama a esas horas, sonrío.
—Buenos días, preciosa.
Yulia se acerca para besarme en la boca, pero le paro. Su cara es un poema, hasta que digo:
—Déjame que me lave los dientes, al menos. Al despertar me doy asco a mí misma.
Sin esperar respuesta, abandono la cama, entro en el baño, me lavo los dientes en cero coma un segundo y, sin preocuparme de mi pelo, salgo del baño, salto de nuevo a la cama y la abrazo.
—Ahora sí. Ahora bésame.
No se hace de rogar. Me besa mientras sus manos se enredan en mi cuerpo, y yo, encantada, me enredo en el suyo. Varios besos después, murmuro:
—Oye, cariño, he estado pensando...
—¡Hum, qué peligro cuando piensas! —se mofa Yulia.
Divertida, le pellizco en el culo y, al ver que me sonríe, prosigo:
—He pensado que como ahora yo estoy aquí no hace falta que contrates a nadie para que acompañe a Flyn cuando tú no estás. ¿Qué te parece la idea?
Yulia me mira, me mira, me mira..., y contesta:
—¿Estás segura, pequeña?
—Sí, grandulona. Estoy segura.
Durante un buen rato, charlamos abrazadas en la cama, hasta que de pronto se abre la puerta.
¡Adiós intimidad!
Flyn aparece con el gesto fruncido. No se sorprende al verme e imagino que Yulia ya le ha dicho que estaba aquí. Sin mirarme se acerca a la cama.
—Tía, tu móvil suena.
Yulia me suelta, coge el móvil y, levantándose de la cama, se acerca a la ventana para hablar. Flyn sigue sin mirarme, pero yo estoy dispuesta a ganármelo.
—¡Hola, Flyn!, qué guapo estás hoy.
El crío me mira, ¡oh, sí!, pasea sus achinados ojos por mi cara y suelta:
—Tú tienes pelos de loca.
Y sin más, se da la vuelta y se marcha.
¡uyy el chino! ¡Uisss, no...!, coreano-alemán.
Convencida de que el pequeño va a ser duro de roer, me levanto, voy al baño y me miro en el espejo. Realmente, ¡tengo pelos de loca! Mi pelo se mojó anoche y no es ni ondulado ni liso; es un refrito.
Yulia entra en el baño, me abraza por detrás y, mientras la observo a través del espejo, apoya su barbilla en mi coronilla.
—Pequeña..., debes vestirte. Nos esperan.
—¿Nos esperan? —pregunto, asombrada—. ¿Quién nos espera?
Pero Yulia no responde y me da un nuevo beso en la coronilla antes de marcharse.
—Te espero en el salón. Date prisa.
Cuando me quedo sola en el baño, me miro en el espejo. ¡Yulia y sus secretitos! Al final, decido darme una ducha. Al entrar de nuevo en el dormitorio, sonrío al ver que Yulia ha dejado sobre la cama mis pantalones vaqueros secos y mi camisa. ¡Qué monada! Una vez vestida, recojo mi melena en una coleta alta y, cuando llego al salón, Yulia se levanta y me entrega un abrigo azulón que no es mío, pero sí de mi talla.
—Tu abrigo continúa húmedo. Ponte éste. Vamos....
Voy a preguntar adónde vamos cuando aparece Flyn con su abrigo, gorro y guantes puestos. Sin abrir la boca y cogida de la mano de Yulia, llego hasta el garaje. Nos montamos en el Mitsubishi los tres y nos ponemos en camino. Al pasar junto a los cubos de basura de la calle, miro con curiosidad y veo tumbado en un lateral, sobre la nieve, un perro. Me da penita. ¡Pobrecito, qué frío debe de tener!
Suena la radio, pero para mi disgusto ¡no conozco esas canciones ni esos grupos alemanes!
Media hora después, tras aparcar el coche en un parking privado, entramos en un ascensor. Se abren las puertas en el quinto piso y un hombre alto, de aspecto impoluto, grita, abriendo los brazos:
—¡Yulia! ¡Flyn!
El pequeño se tira a sus brazos, y Yulia le da la mano, sonriendo. Segundos después, los tres me miran.
—Orson, ella es Elena, mi novia —me presenta Yulia.
El tal Orson es un tiarrón rubio y descolorido. Vamos, alemán, alemán, de esos que en verano se ponen del color de la sandía. Dejando a Flyn en el suelo, se acerca a mí.
—Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo —respondo con educación.
El hombre me observa y sonríe.
—¿Rusa? —pregunta, dirigiéndose a Yulia. Mi amor asiente, y el otro dice—: ¡Oh, Rusia! ¡Da, Vodka!
Ahora sonrío yo. Escuchar eso me hace gracia.
—¡Qué rusa más guapa!
—Es preciosa, entre otras muchas cosas —asegura Yulia, fusionando su mirada con la mía, sonriente.
Voy a decir algo cuando Orson me agarra por la cintura.
—Ésta es tu casa desde este instante. —Y, sin dejarme responder, prosigue—: Ahora ya sabes, relájate y disfruta. Desnúdate, y yo te proporcionaré todo lo que necesites.
Sin entender nada, miro a Yulia. ¿Que me desnude?
Yulia sonríe ante mi gesto.
¡Por el amor de Dios, Flyn está con nosotros!
Quiero hablar, protestar, pero mi gigante se acerca a mí y con complicidad me besa en los labios.
—Deseo que lo pases bien, pequeña. Vamos..., desnúdate y disfrútalo.
Me va a dar un patatús. Pero ¿se ha vuelto loca? ¿Qué pretende que haga?
—Vamos, sígueme, preciosa —me apremia Orson. Y mirando a Yulia y Flyn, dice—: Vosotros si queréis os podéis marchar. Yo me ocupo de ella y de todas sus necesidades.
Calor. Me va a dar algo. Estoy indignada. Voy a gritar, a explotar como una posesa, cuando aparece una joven con un perchero lleno de ropa. Mira a Yulia y se ruboriza; después, me mira a mí y pregunta:
—Ella es la clienta que viene a probarse ropa, ¿verdad?
Yulia suelta una carcajada, y yo, al aclarar de pronto todo el entuerto que me estaba formando yo solita en mi cabeza, le doy un puñetazo en el estómago y me río. Yulia coge de la mano a su sobrino y me da un beso en los labios.
—Necesitas ropa, cuchufleta. Vamos, ve con Orson y Ariadna, y cómprate todo, absolutamente todo, lo que tú quieras. Flyn y yo tenemos cosas que hacer.
Encantada de la vida, le devuelvo el beso y sigo a Orson y a la chica del perchero.
Entramos en una habitación con grandes espejos y varios percheros con todo tipo de ropa. Sorprendida, miro a mi alrededor.
—Yulia me ha dicho que necesitas de todo —me informa Orson—. Por lo tanto, disfruta. Pruébate todo lo que quieras, y si no te convence nada, avísame y te traeremos más.
Boquiabierta, veo que el hombre se marcha. La joven me mira y sonríe.
—¡Empezamos! —exclama.
Durante más de dos horas me pruebo toda clase de pantalones, vestidos, faldas, camisas, botas, zapatos, abrigos y conjuntos de lencería. Todo es precioso, y lo peor, ¡tiene un precio prohibitivo!
Suenan unos golpes en la puerta. Instantes después se abre y aparece Yulia. Estoy vestida con un sexy vestido negro de gasa muy parecido al que luce Shakira en su canción Gitana. Me encanta el vestido y a Yulia, por su gesto, veo que también. Eso me hace sonreír. Ariadna, al verla entrar, desaparece de la habitación, y nos quedamos las dos solas.
Con coquetería me doy una vueltecita ante ella.
—¿Qué te parece?
Yulia se acerca..., se acerca..., me agarra por la cintura y sonríe.
—Que no veo el momento de arrancártelo, pequeña.
Voy a protestar pero me besa. ¡Oh, Dios, cómo me gustan sus besos!
—Estás preciosa con este vestido —afirma cuando se separa de mí—. Cómpralo.
Inconscientemente, miro la etiqueta y me escandalizo.
—Yulia es un... ¡Dios! Pero si cuesta dos mil seiscientos euros. ¡Ni loca! Vamos, por favor, no gano yo eso ni echando tropecientas mil horas extras.
Ella sonríe y me agarra de la barbilla.
—Sabes que el dinero no es un problema para mí. Cómpralo.
—Pero...
—Necesitas un vestido para la fiesta de mi madre del día cinco, y con éste estás increíblemente bella.
La puerta se vuelve a abrir. Entran Ariadna y Orson. Este último me mira y da un silbido de aprobación.
—Este vestido está hecho para ti, Elena.
Sonrío. Yulia sonríe.
—Bueno, Elena, ¿has visto cosas que te gusten? —inquiere Orson.
Boquiabierta, miro a mi alrededor. Todo es fantástico.
—Creo que me gusta todo —contesto con gesto de guasa.
Orson y Yulia se miran, y mi Icegirl dice:
—Envíanoslo todo a casa.
Horrorizada, intervengo rápidamente.
—Yulia, ¡por Dios, ni se te ocurra! ¿Cómo vas a comprar todo esto?
Divirtiéndose con mis caras, la mujer que me tiene completamente enamorada acerca su rostro al mío y susurra:
—Pues si no quieres que lo envíen todo a casa, elige algo. Y cuando digo algo, me refiero a... ¡varias prendas, incluidos zapatos y botas! Las necesitas hasta que lleguen tus cosas desde Rusia, ¿de acuerdo?
¡Guau! Eso me puede volver loca. Me encanta la ropa.
—Pero ¿estás segura, Yulia? —insisto.
—Totalmente segua, pequeña.
—Yulia..., me da apuro. Es mucho dinero.
Mi Icegirl sonríe y me besa la punta de la nariz.
—Tú vales muchísimo más, cariño. Vamos, dame el gusto de verte disfrutar de esto. Coge absolutamente todo lo que tú quieras sin mirar el precio. Sabes que puedo permitírmelo. Por favor, hazme feliz.
De reojo, miro a Orson, y éste sonríe. ¡Vaya pedazo de compra que Yulia le va a hacer! Finalmente, claudico. Estoy viviendo el sueño que cualquier mujer de la Tierra quisiera vivir. ¡Comprar sin mirar el precio! Tomo aire, me vuelvo hacia las cosas que me han cautivado, dispuesta a darle el gusto, aunque mejor dicho el gustazo me lo voy a dar yo. ¡Madre..., madre..., qué peligro tengo!
Ariadna se pone a mi lado para que le pase lo que quiero, y entonces lo hago. Sin pensar en el precio, cojo varios vaqueros, camisetas, vestidos, faldas largas y cortas, zapatos, botas, medias, bolsos, ropa interior, un abrigo largo, gorros, bufandas, guantes, un plumón rojo y varios pijamas.
Una vez que acabo, con el corazón acelerado, miro a Yulia.
—Deseo todo esto, incluido el vestido que llevo.
Yulia sonríe. Está encantada, feliz.
—Deseo concedido.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:12 pm

Ataviada con un bonito vestido rojo que me he comprado esta tarde, me miro en el espejo de la habitación. Me he hecho un moño alto, y mi apariencia es sofisticada. Llueve una barbaridad. Hay una tormenta tremenda, y los truenos me hacen encogerme. No soy miedosa, pero los truenos nunca me han gustado.
Llamo a mi padre por teléfono a Kazan y hablo con él y con mi hermana. De fondo escucho las risotadas de mi sobrina y se me encoge el corazón. Mientras charlamos por teléfono, todos parecemos felices, a pesar de que sabemos que nos echamos mucho de menos. Muchísimo.
Tras colgar el teléfono algo emocionada, decido retocarme el maquillaje. He llorado, tengo la nariz como un tomate y necesito una puesta a punto. Cuando creo que ya estoy totalmente presentable otra vez, salgo de la habitación y, tras bajar por la presidencial escalera, aparezco en el salón. Es la última noche del año y quiero pasarlo bien con Yulia y Flyn. Yulia, al verme aparecer, se levanta y camina hacia mí. Está guapísima con su traje oscuro y su camisa celeste.
—Estás preciosa, Len. Preciosa.
Me besa en los labios y su beso me sabe a deseo y amor. Durante una fracción de segundo nos miramos a los ojos, hasta que una vocecita protesta.
—Dejad de besaros ya. ¡Qué asco!
Flyn no soporta nuestras demostraciones de afecto, y eso nos hace sonreír, aunque al niño no le parece gracioso. Cuando me fijo en él, va vestido como Yulia, pero ¡en miniatura! Asiento con aprobación.
—Flyn, así vestido, te pareces mucho a tu tía. Estás muy guapo.
El crío me mira y esboza una sonrisita. Le ha gustado mi comentario sobre que se parece a su tía, pero, aun así, me apremia para cenar.
—Vamos..., llegas tarde y tengo hambre.
Miro el reloj. ¡No son ni las siete!
¡Por Dios!, pero ¿cómo pueden cenar tan pronto?
Este horario guiri me va a matar. Yulia parece leer mis pensamientos y sonríe. Cuando me recompongo, contemplo la preciosa y engalanada mesa que Simona y Norbert nos han preparado y pregunto mientras Yulia me guía hacia una de las sillas:
—Bueno, y en Alemania, ¿qué se cena la última noche del año?
Pero antes de que me puedan responder se abre la puerta y aparecen Simona y Norbert con dos soperas que dejan sobre la bonita mesa. Sorprendida, observo que en una de las soperas hay lentejas, y en otra, sopa.
—¿Lentejas? —digo entre risas.
—¡Puag! —gesticula Flyn.
—Es tradición en Alemania, al igual que en Italia —contesta Yulia, feliz.
—La sopa es de chicharrones con salchichas, señorita Elena, y está muy sabrosa —indica Simona—. ¿Le pongo un poquito?
—Sí, gracias.
Simona llena mi plato, y todos me miran. Esperan que la pruebe. Cojo mi cuchara y hago lo que desean. Efectivamente, está muy buena. Sonrío, y los demás también lo hacen.
Incapaz de callar lo que pienso, mientras Norbert bromea con Flyn y Simona le llena el plato de sopa, miro a Yulia y cuchicheo:
—¿Por qué no les dices a Simona y Norbert que se sienten con nosotros a cenar?
Mi propuesta en un principio la sorprende, pero tras entender lo que pretendo finalmente accede.
—Simona, Norbert, ¿les apetece cenar con nosotros?
El matrimonio se mira. Por su cara imagino que es la primera vez que Yulia les propone algo así.
—Señorita —responde Norbert—, se lo agradecemos mucho, pero ya hemos cenado.
Yulia me mira. Como estoy dispuesta a conseguir mi propósito, digo sonriente:
—Me encantaría que para el postre se sentaran con nosotros, ¿me lo prometen?
El matrimonio se vuelve a mirar, y al final, ante la insistencia de Flyn, Simona sonríe y asiente.
Diez minutos después, tras acabar la sopa, Simona y Norbert entran con más platitos. Me quedo mirando fijamente uno.
—Eso es verdura. Se llama sauerkraut —indica Yulia—. Es col agria. Pruébala.
—Sí. Está muy rico —señala Flyn.
Su gesto me demuestra que no le gusta y, por la pinta que tiene, no me llama. Decido declinar la oferta con la mejor de mis sonrisas y cojo un panecillo con algo que parece una salchicha blanca.
De pronto, veo que Norbert deja unas bandejas sobre la mesa. Aplaudo. Langostinos, queso y jabón ibérico. Yulia, al ver mi gesto, coge mi mano.
—No olvides que mi madre es Rusa y tenemos muchas costumbres que ella nos ha inculcado.
—¡Mmm, me encanta el jamón! —añade el pequeño.
El jamoncito está de vicio. ¡Dios, qué maravilla! Y cuando traen el asado de pato, ya no puedo más. Pero como no quiero hacer un feo, me sirvo un poquito, y la verdad, ¡está exquisito!
También pruebo un queso alemán fundido y col con zanahoria. Me dicen que son comidas tradicionales para traer la estabilidad financiera, y como estoy en paro, ¡me pongo morada!
La cena es en todo momento amena, aunque me doy cuenta de que soy yo quien lleva el hilo de la conversación. Yulia, con mirarme y sonreír, tiene bastante. Flyn intenta obviarme, pero la edad es un grado, y cuando hablo de juegos de la Wii o la PlayStation, es incapaz de no sumarse a la conversación. Yulia sonríe y, acercándose a mí, murmura:
—Eres increíble, cariño.
Cuando decido que no voy a comer nada más para no reventar, aparecen Simona y Norbert con un postre que tiene una pinta maravillosa y que con sólo verlo ya lo quiero devorar.
—Bienenstich de Simona. ¡Qué rico! —aplaude Flyn, emocionado.
Sin que pueda apartar mis ojos de ese pastel con tan buena pinta , pregunto :
—¿Qué es eso ?
—Es un postre alemán, señorita —indica Norbert —, que a mi Simona le sale de maravilla .
—¡Oh, sí! Es el mejor bienenstich que comerás en tu vida —me asegura Yulia , divertida .
La mujer, emocionada al sentirse el centro de atención de todos, en especial de los tres dueños de casa, sonríe y se dirige a mí:
-Es una receta que ha pasado de mi abuela a mi madre, y de mi madre a mi. El bienenstich esta confeccionado por capas. la de abajo es masa quebrada con levadura; la segunda es un relleno de azucar, mantequilla y crema de almendras que yo trituro hasta hacerla cremosa, y la de arriba es de nuevo masa quebrada con almendras caramelizadas.
-¡Mmm, que rico! - Susurro. y levantandome con decision, añado- : Como este es el postre, se tienen que sentar con nosotros a comerlo. —Simona y Norbert se miran, y antes de que digan nada, les recuerdo—: ¡Me lo han prometido!
Yulia sigue mi ejemplo; se levanta, retira una silla y le dice a la mujer:
—Simona, ¿serías tan amable de sentarte?
La mujer, casi sin respirar, se sienta, y junto a ella, su marido, y yo, acercándome, pregunto:
—Esto se corta como si fuera una tarta, ¿verdad?
Simona asiente.
—Muy bien, pues seré yo quien os sirva a todos este fantástico bienenstich. —Luego, miro al niño y le pido—: Flyn, ¿podrías traer dos platitos más para Simona y Norbert?
El pequeño, dichoso, se levanta, corre hacia la cocina y regresa con los dos platos. Con decisión, corto cinco trozos y los reparto, y una vez que me siento en mi silla, Yulia me mira, satisfecha.
—Vamos..., atacadlo antes de que yo me lo coma todo —murmuro, haciéndoles reír a todos.
Entre risas y ocurrencias devoramos el maravilloso postre. Sorprendida, observo cómo las cuatro personas que me rodean disfrutan del momento como algo único, y yo soy tremendamente feliz. Entonces, les propongo que me canten un villancico alemán, y rápidamente Norbert se arranca con el tradicional O Tannenbaum.
O Tannenbaum, O Tannenbaum,
wie treu sind deine Blätter.
Du grünst nicht nur zur Sommerzeit,
nein auch im Winter, wenn es schneit.
O Tannenbaum, O Tannenbaum,
wie grün sind deine Blätter!
Los escucho, maravillada. Yulia, con su sobrino sentado en su regazo, también canta ese villancico tan alemán que me pone la carne de gallina. Ver a esas cuatro personas unidas por la música me hace recordar a mi familia. Con seguridad, mi padre y mi hermana estarán rebañando el cordero, y mi sobrina y mi cuñado riendo por las bromas. Eso me emociona, y los ojos se me llenan de lágrimas.
Pero cuando acaban la canción aplaudo, y rápidamente Flyn, que ha entrado en el juego que yo quería, pide que yo cante uno en ruso. Mi mente va rápida, e intento pensar qué villancico él ha podido escucharle a Lariza y me arranco con Los peces en el río. Acierto, y el niño y Yulia me siguen, y cantamos entre palmas.
Pero mira cómo beben los peces en el río,
pero mira cómo beben por ver a Dios nacido
Beben, y beben, y vuelven a beber,
los peces en el río por ver a Dios nacer.
Cuando acabamos, esta vez son Simona y Norbert quienes nos aplauden, y nosotros nos sumamos a los aplausos.
¡Qué momento tan bonito y familiar!
Yulia descorcha una botella de champán, llena todas las bonitas copas y a Flyn le pone zumo de piña. Todos brindamos por san Silvestre.
Cuando Simona se empeña en recoger la mesa, quiero ayudarla. Al principio, ella y Norbert se quejan, pero al final desisten al escuchar a Yulia decir:
—Simona, si Len ha dicho que te ayuda, nada la va a detener.
La mujer se da por vencida y, encantada, la ayudo. Consigo que Norbert se quede con Yulia y Flyn en el salón, hablando. Cuando regreso para quitar los últimos platos, Simona me susurra:
—No, señorita Elena..., esos platos hay que dejarlos sobre la mesa hasta bien entrada la madrugada. En Alemania es tradición dejar las sobras de lo cenado en la mesa. Eso nos asegura que el año que viene tendremos la despensa bien llena.
Inmediatamente, suelto los platos con alegría.
—Pues ¡ea! ¡Todo sea por la despensa llena!
Durante un rato los cinco nos reímos mientras contamos anécdotas graciosas. Entre risas me comentan que allí es tradición un juego llamado Bleigiessen, y sorprendida escucho que se venden kits de Bleigiessen con los significados.
El Bleigiessen es un ritual para predecir o adivinar el futuro. Se funde plomo en una cuchara con el fuego de una vela y, una vez fundido, las gotas de plomo se echan a un recipiente con agua fría y se deja que endurezcan. Cada persona coge luego una de esas formas y, con la ayuda del kit, predice su futuro.
—Si el plomo tiene forma de mapa —dice Flyn, gozoso—, es que vas a viajar mucho.
—Si tiene forma de flor —indica Norbert—, significa que habrá nuevos amigos.
—Y si sale en forma de corazón —explica sonriendo Simona—, es que el amor llegará pronto.
Yulia está disfrutando. Lo veo en su cara y en su forma de sonreír. Finalmente, se levanta de la mesa, nos invita a todos a sentarnos en el sillón y dice mientras pone la televisión:
—Len, en Alemania hay otra tradición. Resulta algo extraña, pero es una tradición.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es? —pregunto, curiosa.
Todos sonríen, y Yulia, tras darme un dulce beso en la mejilla, indica:
—Los alemanes, después de la cena de Nochevieja y antes de salir a admirar los fuegos artificiales, solemos ver un vídeo cómico, bastante antiguo, en blanco y negro, llamado Dinner for One. Mira..., empieza tras los anuncios.
Los demás asienten y se acomodan, y Yulia, al ver que me río, murmura:
—No te rías, blanquita. ¡Es una tradición! Todos los canales de televisión lo emiten año tras año el 31 de diciembre. Pero lo más curioso de todo es que es un sketch en inglés, aunque en algunos canales lo ponen con subtítulos en alemán.
—¿Y de qué trata?
Yulia me acomoda entre sus brazos y, mientras comienza el sketch, susurra en mi oreja:
—La señora Sophie celebra su noventa cumpleaños en compañía de James, su mayordomo, y varios amigos que ya no están porque han muerto. Lo gracioso es ver cómo el mayordomo, durante la velada, se hace pasar por cada uno de los amigos de la señora.
De pronto, para de hablar porque comienza a reír por lo que ve en la televisión. En el tiempo que dura el vídeo los miro con sorpresa a todos. Se divierten tanto que hasta Flyn abandona su habitual ceño fruncido para reír abiertamente ante las cosa que hace el mayordomo de la televisión.
Cuando acaba el sketck, Simona va a la cocina y regresa con cinco vasitos con uvas. Miro la fruta con asombro.
—Recuerda que mi madre es rusa —señala Yulia—. Las uvas nunca han faltado en una noche así.
Emocionada, atontada y feliz por unas simples uvas, grito cuando Yulia pone el canal internacional y conecta con la Plaza Roja.
¡¡Aisss, mi Rusia!!
¡Viva Rusia!
Me siento más Rusa que nunca.
Quedan quince minutos para que acabe el año y ver en la televisión mi querido Moscu hace que me emocione. Flyn me mira sorprendido, y Yulia se acerca a mí para decir en mi oreja:
—No me llores, cariño.
Me trago las lágrimas y sonrío.
—Tengo que ir al baño un segundito.
Desaparezco todo lo rápidamente que puedo.
Cuando entro en el baño y cierro la puerta, mi boca se contrae y lloro. Pero mis lágrimas son extrañas. Estoy feliz porque sé que mi familia está bien. Estoy feliz porque Yulia está a mi lado. Pero las puñeteras lágrimas se empeñan en salir.
Lloro, lloro y lloro, hasta que consigo controlar el llanto. Me echo agua en la cara y, después de unos minutos en el baño, suenan unos golpecitos en la puerta. Salgo y Yulia, preocupada, me pregunta:
—¿Estás bien?
—Sí —afirmo con un hilo de voz—, sólo que es la primera vez que estoy lejos de mi familia en una noche tan especial.
Mi cara y, sobre todo, mis ojos le indican lo que me pasa y me abraza.
—Lo siento, cariño. Siento que, por estar aquí conmigo, estés pasando un mal rato.
Sus palabras, de pronto, me reconfortan, me hacen sonreír, y la beso en los labios.
—No lo sientas, cielo. Está siendo una Navidad muy mágica para mí.
No muy convencida con lo que he dicho, clava sus impactantes ojos en mí y cuando va a añadir algo más, le doy un rápido beso en los labios.
—Vamos..., regresemos al salón. Flyn, Simona y Norbert nos esperan.
Cuando el reloj de la Plaza Roja comienza a sonar, les indico que ésos son los cuartos. Y cuando comienzan las verdaderas campanadas los animo a todos a meterse una uva en la boca. Para Flyn y Yulia eso es algo que ya han hecho en otras ocasiones, pero para Norbert y Simona no, y me río al ver sus caras.
Uva a uva, mi carácter se refuerza.
Una. Dos. Tres. Papá, Annya, Irina y mi cuñado están bien.
Cuatro. Cinco. Seis. Yo soy feliz.
Siete. Ocho. Nueve. ¿Qué más puedo pedir?
Diez. Once. Doce. ¡Feliz 2013!
Tras el último campanazo, Yulia me va a abrazar, pero Flyn se mete entre las dos y nos separa. Yo sonrío y le guiño un ojo. Es normal. El pequeño quiere ser el primero. Norbert y Simona, al ser testigos de lo ocurrido, me abrazan y dicen en alemán:
—Gutes Neues Jahr!
Incapaz de contener mis impulsos, los besuqueo y, entre risas, les hago repetir en Ruso:
—¡Feliz Año Nuevo!
El matrimonio se divierte repitiendo lo que yo les digo, riendo y dando muestras de su felicidad. Norbert y Simona después le dan la mano a Yulia y se desean un Feliz Año mientras Flyn no se separa de su lado. Me agacho para estar a su altura y, sin que él proteste, le beso en la mejilla.
—Feliz Año, precioso. Que este año que comienza sea maravilloso y espectacular.
El pequeño me devuelve el beso y, para mi asombro, sonríe. Norbert lo coge entre sus brazos, y Yulia rápidamente me mira, me abraza y con todo su amor murmura en mi oído, poniéndome la carne de gallina:
—Feliz Año Nuevo, mi amor. Gracias por hacer de esta noche algo muy especial para todos nosotros.

Los días pasan y estar junto a Yulia es lo mejor que me ha ocurrido. Me quiere, me mima y está pendiente de todo lo que necesito. Flyn es otro cantar. Rivaliza conmigo en todo, y yo intento hacerle ver que no soy su adversario. Si hago una tortilla de patatas, no le gusta. Si bailo y canto, me mira con desprecio. Si veo algo en la televisión, se queja. Directamente no me soporta y no lo disimula. Eso me pone cada día más frenética.
Hablo con mi familia en Kazan, y todos están bien. Eso me reconforta. Mi hermana me cuenta lo cansadísima que está con el embarazo y la guerra que le da mi sobrina. Yo sonrío. Imagino a Irina histérica en espera de que los Reyes Magos la visiten. ¡Qué linda que es mi sobrina!
Una mañana llego a la cocina y pillo a Simona mirando la televisión. Está tan concentrada en lo que ve que no me oye. Cuando estoy ya a su lado, la veo angustiada, asustada.
—¡Dios mío, ¿qué te ocurre?!
La mujer se seca los ojos con una servilleta y mirándome murmura.
—Estoy viendo «Locura esmeralda», señorita.
Sorprendida, miro la tele y veo que se trata de una telenovela. ¿En Alemania ven culebrones mexicanos? Se me escapa una sonrisa, y Simona me imita.
—Creo que a usted también le gustaría, señorita Elena. ¿En Rusia no conocen esta novela?
—No me suena, pero estos culebrones no me van.
—Créame que a mí tampoco, pero en Alemania está causando furor. Todo el mundo ve «Locura esmeralda».
Cuando estoy a punto de reírme, una vez superado el asombro, ella añade:
—Trata sobre la joven Esmeralda Mendoza. Ella es una bella joven que trabaja de sirvienta para los señores Halcones de San Juan. Pero todo se complica cuando regresa de Estados Unidos el hijo pródigo Carlos Alfonso Halcones de San Juan y se encapricha de Esmeralda Mendoza. Pero ella ama en secreto a Luis Alfredo Quiñones, el hijo bastardo del señor Halcones de San Juan, y ¡oh, Dios!, es todo tan difícil...
Boquiabierta y divertida, escucho con atención lo que la mujer me dice. ¡Vaya pedazo de culebrón que me está contando! A mi hermana le encantaría. Al final, sin saber por qué, me siento con ella y, de pronto, estoy sumergida en la historia.
Marta, la hermana de Yulia, pasa a buscarme el día 2 de enero. Le he comentado que necesito hacer unas compras navideñas y gustosa se ofrece a acompañarme. Yulia, encantada por verme sonreír, me da un beso en los labios cuando me voy.
—Pásalo bien, cariño.
Hace un frío que pela. Estamos a 2 grados bajo cero a las once y media de la mañana. Pero me siento feliz por la compañía de Marta y sus divertidas ocurrencias. Llegamos hasta la plaza central de Múnich, Marienplatz, una plaza majestuosa, rodeada de edificios impresionantes. Aquí hay un enorme y precioso mercadillo callejero donde hago varias compras.
—¿Ves aquel balcón? —Asiento, y Marta prosigue—: Es el balcón del ayuntamiento y desde ahí todos las tardes tocan música en vivo.
De pronto, un puesto multicolor con infinidad de árboles de Navidad llama mi atención. Los hay rojos, azules, blancos, verdes y de distintos tamaños. En su mayoría están decorados con fotografías, notitas con deseos, macarrones o CD de plásticos. ¡Me encanta! Miro a Marta y pregunto:
—¿Qué crees que pensará tu hermana si pongo un árbol de éstos en su salón?
Marta enciende un cigarrillo y se ríe.
—La horrorizará.
—¿Por qué?
Acepto un cigarrillo mientras Marta mira los coloridos árboles artificiales.
—Porque estos árboles son demasiado modernos para ella y, sobre todo, porque nunca la he visto poner un árbol de Navidad en su casa.
—¿En serio? —Estoy perpleja y a la vez convencida de lo que quiero hacer—. Pues lo siento por ella, pero yo no puedo vivir sin tener mi árbol de Navidad. Por lo tanto, le horrorice o no, se tendrá que aguantar.
Marta suelta una carcajada, y sin más, decido comprar un árbol rojo de dos metros. ¡La bomba! Compro también infinidad de cintas de colores con campanillas colgando. Quiero decorar la casa como se merece. ¡Aún es Navidad! Lo dejo pagado y prometemos regresar al final del día a recogerlo.
Durante más de una hora las dos seguimos comprando regalitos y, cuando nuestras narices están rojas por el frío, Marta me propone ir a tomar algo. Acepto. Estoy muerta de frío, hambre y sed. Me dejo guiar por ella por las bonitas calles de Múnich.
—Te voy a llevar a un sitio muy especial. Otro día que salgamos te llevaré a comer al restaurante que hay en la Torre Olímpica. Es giratorio, y verás unas maravillosas vistas de Múnich.
Congelada, asiento mientras observo que allí todos los taxis son de color crema y la mayoría Mercedes-Benz. ¡Vaya lujazo! Pocos minutos después, cuando entramos en un enorme lugar, Marta indica con orgullo:
—Querida Elena, como buena muniquesa que soy, tengo el orgullo de decirte que estás en la Hofbräuhaus, la cervecería más antigua de mundo.
Entusiasmada, miro a mi alrededor. El lugar es precioso. Con solera. Observo los techos abovedados recubiertos de curiosas pinturas y los largos y grandes bancos de madera donde la gente se divierte bebiendo y comiendo.
—Ven, Len, vamos a tomar algo —insiste Marta, cogiéndome del brazo.
Diez minutos después, estamos sentadas en uno de los bancos de madera junto a otras personas. Durante una hora hablamos y hablamos mientras disfruto de una estupenda cerveza Spatenbräu.
El hambre aprieta y decidimos pedir varias cosas y comer para después proseguir con nuestras compras. Dejo a Marta que elija, y pide leberkäs, que es embutido caliente, albóndigas de harina con carne picada y tocino, y una crujiente rosquilla salada en forma de ocho a la que se le pueden untar salsas. ¡Todo exquisito!
—Bueno, ¿qué te parece Múnich?
Una vez que mastico y trago un trozo de la crujiente rosquilla, respondo:
—Lo poco que he visto hasta ahora, majestuoso. Creo que es una ciudad muy señorial.
Marta sonríe.
—¿Sabías que a los de Múnich se nos conoce como los mediterráneos de Europa?
—No.
Ambas nos reímos.
—¿Has venido para quedarte con Yulia?
¡Vaya, directa y al grano!, como a mí me gusta. Y dispuesta a ser sincera, digo:
—Sí. Somos como el fuego y el hielo, pero nos queremos y deseamos intentarlo.
Marta aplaude, feliz, y los que están a nuestro lado la miran extrañados. Pero sin importarle en absoluto las miradas de los otros, cuchichea:
—Me encanta. ¡Me encanta! Espero que mi hermanita aprenda que la vida es algo más que trabajo y seriedad. Creo que tú vas a abrirle los ojos en muchos sentidos, pero siento decirte que eso te va a traer más de un problema. La conozco muy bien.
—¿Problema?
—¡Ajá!
—Pues yo no quiero problemas. —Al decir eso me acuerdo de la canción de David de María e inevitablemente sonrío—. ¿Por qué crees que voy a tener problemas con Yulia?
Marta se limpia los labios con una servilleta y contesta:
—Yulia nunca ha vivido con nadie, excepto estos últimos años con Flyn. Se independizó muy pronto, y si hay algo que no soporta es que se inmiscuyan en su vida y en sus decisiones. Es más, me encantaría contemplar su cara cuando vea el árbol de Navidad rojo y las cintas de colores que has comprado. —Ambas nos reímos, y prosigue—: Conozco a esa cabezona muy bien y estoy segura de que vas a discutir con ella. Por cierto, en lo referente a la educación de Flyn, es una cosa mala. Lo tiene sobreprotegido. Sólo le falta meterlo en una urna de cristal.
Eso me provoca risa.
—No te rías. Tú misma lo vas a comprobar. Y fíjate lo que te digo: mi hermana no aprobará el regalo que le has comprado a Flyn.
Miro hacia la bolsa que Marta está señalando y, sorprendida, pregunto:
—¿Que no aprobará el skateboard?
—No.
—¿Por qué? —inquiero al pensar en cómo me divierto con mi sobrina y su skate.
—Yulia rápidamente valorará los peligros. Ya lo verás.
—Pero si le he comprado casco, rodilleras y coderas para que cuando se caiga no se haga daño...
—Da igual, Len. En ese regalo, Yulia sólo verá peligro y se lo prohibirá.
Media hora después salimos del local y nos dirigimos hacia la calle Maximilianstrasse, considerada la milla de oro de Múnich. Entramos en la tienda de D&G y aquí Marta se lanza a por unos vaqueros. Mientras ella se los prueba, rápidamente le compro una camiseta que he visto que le ha gustado. Visitamos infinidad de tiendas exclusivas, a cuál más cara, y cuando entramos en Armani, decido comprarle una camisa blanca con rayitas azules a Yulia. Va a estar guapísima.
Una vez que finalizamos las compras, regresamos a la plaza del ayuntamiento a recoger mi bonito árbol de Navidad. Marta se ríe. Yo también, aunque ya comienzo a dudar
de si he hecho bien al comprarlo.

Una tormenta toma el cielo de Múnich y decidimos poner fin al día de compras. Cuando a las seis de la tarde Marta me deja en la casa, Yulia no está. Simona me indica que ha ido a la oficina, pero que no tardará en llegar. Rápidamente subo las compras a la habitación y las escondo en el fondo del armario. No quiero que las vea. Pero antes de cambiarme miro por la ventana. Diluvia y recuerdo haber visto junto a los cubos de basura al perro abandonado.
Sin pensarlo dos veces, voy a la habitación de invitados y cojo una manta. Ya compraré otra. Bajo a la cocina, cojo un poco de estofado de la nevera, lo pongo en un recipiente de plástico, lo caliento en el microondas y salgo de la casa. Camino con gusto entre los árboles hasta llegar a la verja; la abro y me acerco a los cubos de basura.
—Susto... —Le he bautizado con ese nombre—. Susto, ¿estás ahí?
La cabeza de un delgado galgo color canela y blanco aparece tras el cubo. Tiembla. Está asustado y, por su aspecto, debe de tener hambre y mucho..., mucho frío. El animal, receloso, no se acerca, y dejo el estofado en el suelo mientras lo animo a comer.
—Vamos, Susto, come. Está rico.
Pero el perro se esconde y, antes de que yo le pueda tocar, huye despavorido. Eso me entristece. Pobrecito. Qué miedo tiene a los humanos. Pero sé que va a volver. Ya son muchas las veces que lo he visto junto a los contenedores de basura, y dispuesta a hacer algo por él, con unas maderas y unas cajas, levanto una especie de improvisada caseta en un lateral. En el centro de la caja meto la manta que llevo y el estofado, y me voy. Espero que regrese y coma.
Ya en la casa, subo de nuevo a mi habitación, me cambio de ropa y regreso al salón con la caja del árbol de Navidad. Flyn está jugando con la PlayStation. Me siento a su lado y dejo la enorme y colorida caja ante mis piernas. Seguro que eso llamará su atención.
Durante más de veinte minutos lo observo jugar sin decir una sola palabra, mientras la puñetera música atronadora del videojuego me destroza los tímpanos. Al final, claudico y pregunto a voz en grito:
—¿Te apetece poner el árbol de Navidad conmigo?
Flyn me mira ¡por fin! Para la música. ¡Oh..., qué gusto! Después observa la caja.
—¿El árbol está ahí metido? —pregunta, sorprendido.
—Sí. Es desmontable, ¿qué te parece? —contesto, abriendo la tapa y sacando un trozo.
Su cara es un poema.
—No me gusta —afirma rápidamente.
Sonrío, o le doy un pescozón. Decido sonreír.
—He pensado en crear nuestro propio árbol de Navidad. Y para ser originales y tener algo que nadie tiene, lo decoraremos con deseos que leeremos cuando quitemos el árbol. Cada uno de nosotros escribirá cinco deseos. ¿Qué te parece?
Flyn pestañea. He logrado atraer su atención, y enseñándole un cuaderno, un par de bolígrafos y cinta de colores, añado:
—Montamos el árbol y luego en pequeños papelitos escribimos deseos. Los enrollamos y los atamos con la cinta de colores. ¿A que es una buena idea?
El pequeño mira el cuaderno. Después, me mira fijamente con sus ojazos oscuros y sisea:
—Es una idea horrible. Además, los árboles de Navidad son verdes, no rojos.
Las carnes se me encogen. ¡Qué poca imaginación! Si ese pequeño enano dice eso, ¿qué dirá su tía? Vuelve al juego y la música atruena de nuevo. Pero dispuesta a poner el árbol y disfrutar de ello, me levanto y con seguridad grito para que me oiga:
—Lo voy a poner aquí, junto a la ventana —digo mientras observo que sigue diluviando y espero que Susto haya regresado y esté comiendo en la caseta—. ¿Qué te parece?
No contesta. No me mira. Así pues, decido ponerme manos a la obra.
Pero la música chirriante me mata y opto por mitigarla como mejor puedo. Enciendo el iPod que llevo en el bolsillo de mi vaquero, me pongo los auriculares y, segundos después, tarareo:
Euphoria
An everlasting piece of art
A beating love within my heart.
We’re going up-up-up-up-up-up-up
Encantada con mi musiquita, me siento en el suelo, saco el árbol, lo desparramo a mi alrededor y miro las instrucciones. Soy la reina del bricolaje, por lo que en diez minutos ya está montado. Es una chulada. Rojo..., rojo brillante. Miro a Flyn. Él sigue jugando ante el televisor.
Cojo el bolígrafo y el cuaderno y comienzo a escribir pequeños deseos. Una vez que tengo varios, arranco las hojas y las corto con cuidado. Hago dibujitos navideños a su alrededor. Con algo me tengo que entretener. Cuando estoy satisfecha enrollo mis deseos y los ato con la cinta dorada. Así estoy durante más de una hora, hasta que de pronto veo unos pies a mi lado, levanto la cabeza y me encuentro con el cejo fruncido de mi Icegirl.
¡Vaya tela!
Rápidamente me levanto y me quito los auriculares.
—¿Qué es eso? —dice mientras señala el árbol rojo.
Voy a responder cuando el enano de ojos achinados se acerca a su tía y, con el mismo gesto serio de ella, responde:
—Según ella, un árbol de Navidad. Según yo, una caca.
—Que a ti te parezca una ¡caca! mi precioso árbol no significa que se lo tenga que parecer a ella —contesto con cierta acritud. Después miro a Yulia y añado—: Vale..., quizá no pegue con tu salón, pero lo he visto y no me he podido resistir. ¿A que es bonito?
—¿Por qué no me has llamado para consultármelo? —suelta mi alemana favorita.
—¿Para consultarlo? —repito, sorprendida.
—Sí. La compra del árbol.
¡Flipante!
¿La mando a la ****, o la insulto?
Al final, decido respirar antes de decir lo que pienso, pero, molesta, siseo:
—No he creído que tuviera que llamarte para comprar un árbol de Navidad.
Yulia me mira..., me mira y se da cuenta de que me estoy enfadando, y para intentar aplacarme me coge la mano.
—Mira, Len, la Navidad no es mi época preferida del año. No me gustan los árboles ni los ornamentos que en estas fechas todo el mundo se empeña en poner. Pero si querías un árbol, yo podía haber encargado un bonito abeto.
Los tres volvemos a mirar mi colorido árbol rojo y, antes de que Yulia vuelva a decir algo, replico:
—Pues siento que no te guste el período navideño, pero a mí me encanta. Y por cierto, no me gusta que se talen abetos por el simple hecho de que sea Navidad. Son seres vivos que tardan muchos años en crecer para morir porque a los humanos nos gusta decorar nuestro salón con un abeto en Navidad. —Tía y sobrino se miran, y yo prosigo—: Sé que luego algunos de esos árboles son replantados. ¡Vale!, pero la mayoría de ellos terminan en el cubo de la basura, secos. ¡Me niego! Prefiero un árbol artificial, que lo uso y cuando no lo necesito lo guardo para el año siguiente. Al menos sé que mientras está guardado ni se muere ni se seca.
La comisura de los labios de Yulia se arquea. Mi defensa de los abetos le hace gracia.
—¿De verdad que no te parece precioso y original tener este árbol? —pregunto aprovechando el momento.
Con su habitual sinceridad, levanta las cejas y responde:
—No.
—Es horrible —cuchichea Flyn.
Pero no me rindo. Obvio la respuesta del niño y, mimosa, miró a mi chicarrona.
—¿Ni siquiera te gusta si te digo que es nuestro árbol de los deseos?
—¿Árbol de los deseos? —pregunta Yulia.
Yo asiento, y Flyn contesta mientras toca uno de los deseos que yo ya he colgado en el árbol:
—Ella quiere que escribamos cinco deseos, los colguemos y después de las Navidades los leamos para que se cumplan. Pero yo no quiero hacerlo. Ésas son cosas de estupidas.
—Faltaría más que tú quisieras —susurro demasiado alto.
Yulia me reprocha mi comentario con la mirada y, el pequeño, dispuesto a hacerse notar, grita:
—Además, los árboles de Navidad son verdes y se decoran con bolas. No son rojos ni se adornan con tontos deseos.
—Pues a mí me gusta rojo y decorarlo con deseos, mira por dónde —insisto.
Yulia y Flyn se miran. En sus ojos veo que se comunican. ¡Malditos! Pero consciente de que quiero mi árbol ¡rojo! y lo mucho que voy a tener que bregar con estos dos gruñones, intento ser positiva.
—Venga, chicos, ¡es Navidad!, y una Navidad sin árbol ¡no es Navidad!
Yulia me mira. Yo la miro y le pongo morritos. Al final, sonríe.
¡Punto para Rusia!
Flyn, mosqueado, se va a alejar cuando Yulia lo agarra del brazo y dice, señalándole el cuaderno:
—Escribe cinco deseos, como Len te ha pedido.
—No quiero.
—Flyn...
—¡Jolines, tía! No quiero.
Yulia se agacha. Su cara queda frente a la del pequeño.
—Por favor, me haría mucha ilusión que lo hicieras. Esta Navidad es especial para todos y sería un buen comienzo con Len en casa, ¿vale?
—Odio que ella me tenga que cuidar y mandar cosas.
—Flyn... —insiste Yulia con dureza.
La batalla de miradas entre ambos es latente, pero al final la gana mi Icegirl. El pequeño, furioso, coge el cuaderno, rasga una hoja y agarra uno de los bolis. Cuando se va a marchar, le digo:
—Flyn, toma la cinta verde para que los ates.
Sin mirarme, coge la cinta y se encamina hacia la mesita que hay frente a la tele, donde veo que comienza a escribir. Con disimulo me acerco a Yulia y, poniéndome de puntillas, cuchicheo:
—Gracias.
Mi alemana me mira. Sonríe y me besa.
¡Punto para Alemania!
Durante un rato hablamos sobre el árbol y tengo que reír ante los comentarios que ella hace. Es tan clásica para ciertas cosas que es imposible no reír. Segundos después, Flyn llega hasta nosotras, cuelga en el árbol los deseos que ha escrito y, sin mirarnos, regresa al sillón. Coge el mando de la Play, y la música chirriante comienza a sonar. Yulia, que no me quita ojo, recoge el cuaderno del suelo y el bolígrafo, y pregunta cerca de mi oído:
—¿Puedo pedir cualquier deseo?
Sé por dónde va.
Sé lo que quiere decir y, melosa, murmuro acercándome más a ella:
—Sí, señorita Volkova, pero recuerde que pasadas las Navidades los leeremos todos juntos.
Yulia me observa durante unos instantes, y yo sólo pienso sexo..., sexo..., sexo. ¡Dios mío! Mirarla me excita tanto que me estoy convirtiendo en una ¡esclava del sexo! Al final, mi morbosa novia asiente, se aleja unos metros y sonríe.
¡Guau! Cómo me pone cuando me mira así. Esa mezcla de deseo, perdonavidas y mala leche ¡me encanta! Soy así de masoca.
Durante un rato, la veo escribir apoyada en la mesita del comedor. Deseo saber sus deseos, pero no me acerco. Debo aguantar hasta el día que he señalado para leerlos. Cuando acaba, los dobla y le doy la cinta plateada para que los ate. Tras colgarlos ella misma en el árbol, me mira con picardía y, acercándose a mí, mete algo dentro del bolsillo delantero de mi sudadera. Después, me besa en la punta de la nariz y apunta:
—No veo el momento de cumplir este deseo.
Divertida, sonrío. Calor.. .¡Dios, qué calor! Y poniéndome de puntillas le doy un beso en la boca mientras mi corazón va a tropecientos por hora. Tras un cómplice azotito en mi trasero que me hace saber lo mucho que me desea, Yulia se sienta junto a su sobrino. Yo aprovecho, saco la pequeña caja que ha metido en mi bolsillo junto a un papel y leo:
—Mi deseo es tenerte desnuda esta noche en mi cama para usar tu regalo.
Sonrío. ¡SEXO!
Con curiosidad, abro la cajita y observo algo metálico con una piedra verde. ¡Qué mono! ¿Para qué será? Y mi cara de sorpresa es para verla cuando leo que en el papel pone: «Joya anal Rosebud».
¡Vaya..., no sabía que hubiera joyas para el culo!
Me entra la risa.
Alegre, camino hacia la ventana mientras el calor toma mi cara, y continúo leyendo: «Joya anal de acero quirúrgico con cristal de Swarovski. Ideal para decorar el ano y estimular la zona anal».
¡Qué fuerteeeeee!
Observo, acalorada, que Yulia me mira. Veo la guasa en sus gestos. Con comicidad levanto el pulgar en señal de que me ha gustado, y ambas nos reímos. Esta noche ¡será genial!
Tras la cena, propongo jugar una partida al Monopoly de la Wii. Tirada a tirada nos vamos animando. Al final, dejamos que Flyn gane y se va pletórico a dormir. Cuando nos quedamos solas en el salón, Yulia me mira. Su mirada lo dice todo. Impaciencia. La beso y murmuro en su oído:
—Te quiero en cinco minutos en la habitación.
—Tardaré dos —contesta con autoridad.
—¡Mejor!
Dicho esto, salgo del salón. Corro escaleras arriba, entro en nuestra habitación, quito el nórdico, me desnudo, dejo la joya anal junto al lubricante sobre la almohada y me tiro sobre la cama a esperarla. No hay tiempo para más.
La puerta se abre, y mi corazón late con fuerza. Excitación. Yulia entra, cierra la puerta, y sus ojos ya están sobre mí. Camina hacia la cama y la observo mientras se quita la camiseta gris por la cabeza.
—Tu deseo está esperándote donde lo querías.
—Perfecto —responde con voz ronca.
Como una loba hambrienta, me mira. Veo que echa un vistazo a la joya anal y sonríe. El deseo me consume. Tira la camiseta al suelo y se pone a los pies de la cama.
—Flexiona las piernas y ábrelas.
¡Dios..., Dios...!, ¡qué calor!
Hago lo que me pide y siento que comienzo a respirar ya con dificultad. Yulia se sube a la cama y lleva su boca hasta la cara interna de mis muslos. Los besa. Los besa con delicadeza, y yo siento que me deshago. Ella, con su habitual erotismo, continúa su reguero de besos sobre mí. Ahora sube. Me besa la cadera, luego el ombligo, después uno de mis pechos, y cuando su boca está sobre la mía y me mira a los ojos, susurra con voz cargada de morbo y erotismo:
—Pídeme lo que quieras.
¡Oh, Dios!
¡Oh, Dios mío!
Mi respiración se acelera. Mi vagina se contrae y mi estómago se derrite.
Yulia, mi Yulia, saca su lengua. Me chupa el labio superior, después el inferior, y antes de besarme me da su típico mordisquito en el labio que me hace abrir la boca para facilitarle su posesión. Adoro sus besos. Adoro su exigencia. Adoro cómo me toca. La adoro a ella.
Una vez que finaliza su beso, me mira a la espera de que le pida algo y, consciente de lo que deseo, musito:
—Devórame.
Su reguero de besos ahora baja por mi cuerpo. Cuando me besa el monte de Venus, pasa con sensualidad su dedo por mi tatuaje.
—Ábrete con tus dedos para mí. Cierra los ojos y fantasea. Ofrécete como cuando hemos estado con otra gente.
«¡Ofrécete! ¡Otra gente!»
¡Dios, qué morbo!
Sus palabras me provocan un calentamiento tremendo y mis manos vuelan a mi vagina. Agarro los pliegues de mi sexo, los abro y me expongo totalmente a ella, deseosa de que me devore mientras mi mente imagina que no sólo estamos ella y yo en esta habitación. Sin demora, su lengua toca mi clítoris, ¡oh, sí!, ¡sí!, y yo me consumo ante ella.
El fuego abrasador de mis fantasías y la excitación que Yulia me provoca me dejan sin fuerzas. Desnuda y tumbada en la cama, sus ávidos lametazos me vuelven loca mientras sus manos suben por mi trasero. Mi morbosa mujer me coge por las caderas para tener más accesibilidad a mi interior.
—Ofrécete, Len.
Avivada, activada, provocada y alterada por lo que imagino y lo que me dice, acerco mi húmeda vagina a su boca. Sin ningún pudor, me aprieto sobre ella y me ofrezco gustosa, deseosa de disfrutar y de que me disfrute. Su boca rápidamente me chupa, sus dientes se lanzan a mi clítoris, y yo jadeo y busco más y más.
La piel me arde mientras un loco y salvaje placer toma mi cuerpo. Me retuerzo en su boca a cada toque de su lengua y le exijo más.
Mi clítoris húmedo e hinchado está a punto de explotar. Eso la provoca. Lo sé. Pero cuando levanta la cabeza y me mira con los labios húmedos de mis fluidos, me incorporo como una bala y la beso. Su sabor es mi sabor. Mi sabor es su sabor.
—Fóllame —le exijo.
Yulia sonríe, me muerde la barbilla y vuelve a dominarme. Me tumba con rudeza, y esa vez mi cuerpo cae por el lateral de la cama mientras me abre de nuevo las piernas, me da un azotito y continúa su asolador ataque. Noto algo húmedo en el orificio de mi ano que rápidamente identifico como el lubricante. Yulia con su dedo me dilata e instantes después noto que introduce mi regalo. La joya anal.
—Precioso —le escucho decir mientras me besa las cachetas del culo.
Desde mi posición, no puedo verle la cara. Pero su respiración y su ronca voz me indican que le gusta lo que ve y lo que hace. Durante varios minutos, las paredes de mi ano se contraen. ¡Qué delicia! Después, mete primero un dedo en mi vagina y luego dos.
—Mírame, Len.
Con la cabeza colgando por el lateral, vuelvo mis ojos hacia ella, que murmura con la voz rota por el momento:
—La joya es bonita, pero tu trasero es espectacular.
Eso me hace sonreír.
—Prefiero la carne al acero quirúrgico.
—¿Ah, sí?
Asiento.
—¿Prefieres que otra persona y yo tomemos tu cuerpo?
Al asentir de nuevo, sus dedos se hunden más en mí. ¡Locura! Arrebatado por la excitación, insiste:
—¿Seguro, pequeña?
—Sí —jadeo.
Sus dedos entran y salen de mí una y otra vez, mientras con la otra mano aprieta la joya anal y yo me vuelvo loca. Tras soltar un gemido, abro los ojos, y Yulia me está mirando.
—Pronto seremos dos quienes te follaremos, pequeña... primero uno, luego el otro, y después los dos. Te aprisionaré entre mis brazos y abriré tus muslos. Dejaré que otro te folle mientras yo te miro, y sólo permitiré que te corras para mí, ¿entendido?
—Sí..., sí... —vuelvo a jadear, extasiada con lo que dice.
Yulia sonríe, y yo tengo un espasmo de placer. Mi vagina se contrae y sus dedos lo notan. Con rapidez, cambia su pene por los dedos, y yo ahogo un grito al notar su impresionante erección entrar en mí.
¡Oh, Dios, cómo me gusta!
Con manos expertas, me agarra por la cintura y me levanta. Me sienta sobre ella en la cama y murmura cerca de mi boca mientras me aprieta contra ella:
—Seremos tres la próxima vez.
Entre jadeos, asiento.
—Sí..., sí..., sí.
Yulia me besa. Su pasión me vuelve loca cuando jadea.
—Muévete, pequeña.
Mis caderas le hacen caso a un ritmo profundo y lento. Creo que voy a explotar. La fricción del juguete anal es tremenda. Nos miramos a los ojos mientras me clavo una y otra vez en ella.
—Bésame —le pido.
Mi Icegirl me satisface, y yo acreciento mi ritmo volviéndola loca. Una y otra vez, entro y salgo de ella hasta que se para. Con un movimiento, me posa sobre la cama, me hace dar la vuelta y me pone a cuatro patas.
—¿Qué haces? —pregunto.
Yulia no contesta, mete su duro y erecto pene en la vagina, y tras un par de empellones que me hacen jadear, susurra en mi oído:
—Quiero tu precioso culito, cariño. ¿Puedo?
Calor... Mucho calor. Excitada en extremo, le enseño el anillo de mi mano.
—Soy toda tuya.
Saca con cuidado la joya anal y unta más lubricante. Estoy impaciente y deseosa de sexo. Quiero más. Necesito más. Yulia, al ver mi impaciencia, mientras unta el lubricante en su pene, me muerde las costillas. Nervios. Mis sentimientos son contradictorios. No he vuelvo a practicar sexo anal desde el último día en que lo hice con Yulia y con aquella mujer. Pero Yulia sabe lo que hace y, poco a poco, introduce su pene en mí. Me dilato. Mi mente se vuelve loca, y el morbo puede conmigo cuando pido al notar cómo me empala:
—Fuerte..., fuerte, Yulia.
Pero ella no me hace caso. No quiere dañarme. Va poco a poco, y cuando está totalmente dentro de mí, se agacha sobre mi espalda y, abrazándome con amor, susurra en mi oído:
—¡Dios, pequeña, qué apretada estás!
Me acomodo a la nueva situación, dichosa del placer que siento, mientras ella entra y sale de mí y yo jadeo. Ardo. Me quemo. Me entrego al gustoso placer del sexo anal y lo disfruto. Me siento perversa. Practicar sexo caliente con Yulia me vuelve perversa. Loca.
Desinhibida. Estoy a cuatro patas ante ella, con el culo en pompa, desesperada porque me folle, porque me haga suya una y otra vez.
—Yulia..., me gusta —aseguro mientras clavo mi trasero en su cuerpo, deseosa de más profundidad.
Durante varios minutos nuestro juego continúa. Ella me penetra, me agarra por la cintura, y yo me muestro receptiva. Un..., dos..., tres... ¡Ardor! Cuatro..., cinco..., seis... ¡Placer! Siete..., ocho..., nueve... ¡Necesidad! Diez..., once..., doce... ¡Yulia!
Pero mi Icegirl ya no puede contenerse más y su lado salvaje la hace penetrarme con más profundidad, mientras mi cara cae sobre la cama. Un grito ahogado con el colchón sale de mi boca, y mi alemana sabe que mi placer ha culminado. Entonces, clava sus dedos en mis caderas y se lanza hacia mi dilatado trasero a un ataque infernal.
¡Oh, sí! ¡Oh, sí!
—Más..., más, Yulia... —suplico, estimulada.
El placer que esto le ocasiona y el deseo que ve en mí la vuelven loca y, cuando no puede más, un gutural gemido sale de su boca y cae contra mi cuerpo.
Así estamos unos segundos. Unidas, calientes y excitadas. El sexo entre nosotras es electrizante y nos gusta. Instantes después, Yulia sale de mi trasero y nos dejamos caer en la cama felices, cansadas y sudorosas.
—¡Dios, pequeña!, me vas a matar de placer.
Su comentario me hace reír. Me abrazo a ella, y ella me abraza. Sin hablar, nuestro abrazo lo dice todo, mientras en el exterior llueve con fuerza. De pronto, se oye un trueno, y Yulia se mueve.
—Vamos a lavarnos y a vestirnos, pequeña.
—¿Vestirnos?
—Ponernos algo de ropa. Un pijama, o algo así.
—¿Por qué? —pregunto, deseosa de seguir jugando con ella.
Pero Yulia parece tener prisa.
—Vamos, coge tu ropa interior de la mesilla —me exige.
Pienso en protestar, pero opto por hacerle caso. Cojo mi ropa interior y un pijama. Pero no me quiero vestir. ¡Vaya cortada de rollo!
Yulia, al ver mi ceño fruncido, me besa animadamente mientras coge la joya anal y guarda el lubricante en la mesilla. Después, se levanta, y justo cuando me coge en brazos, la puerta de la habitación se abre de par en par. Flyn, con cara de sueño y su pijama de rayas, nos mira boquiabierto. Me tapo con mi ropa como puedo y gruño:
—Pero ¿tú no sabes llamar a la puerta?
El niño, por una vez, no sabe qué responder.
—Flyn, ahora volvemos —dice Yulia.
Sin más, entramos en el baño. Una vez dentro la miro en espera de una explicación por esa aparición y murmura cerca de mi boca:
—Desde pequeño le asustan los truenos, pero no le digas que te lo he dicho. —Me besa y cuando se separa prosigue—: Sabía que iba a venir a la cama cuando he oído el trueno. Siempre lo hace.
Ahora quien la besa soy yo. ¡Dios, cómo me gusta su sabor! Y cuando abandono con pereza su boca, pregunto:
—¿Siempre va a tu cama?
—Siempre —asegura, divertida.
Su gesto me hace sonreír. ¡Qué linda que es mi alemana!
Un nuevo trueno nos hace regresar a la realidad, y Yulia me posa en el suelo. Deja la joya anal sobre la encimera del baño y se lava. Después, se seca, se pone los bóxers y una polera y dice antes de salir:
—No tardes, pequeña.
Cuando me quedo sola, cojo la joyita y la meto bajo el chorro del agua para lavarla. Pienso en Susto. Pobrecillo. Con la que está cayendo, y él en la calle. Luego, me aseo, y una vez que me pongo el pijama, me miro en el espejo y, mientras peino mi alocado pelo, sonrío.
¡Vaya tela tiene la historia donde me estoy metiendo!
Pero segundos después, recuerdo que cuando yo era pequeña me pasaba igual que a Flyn. Me daban miedo los truenos, esos ruidos infernales que me hacían pensar que demonios feos y de uñas largas surcaban los cielos para llevarse a los niños. Fueron muchas noches durmiendo en la cama con mis padres, aunque al final mi madre, con paciencia y alguna ayuda extra, consiguió quitarme ese miedo.
Al salir del baño, Yulia está tumbada en la cama charlando con Flyn. El pequeño, al verme, me sigue con la mirada; abro la mesilla y con disimulo dejo la joya anal. Después, cuando me meto en la cama, el enano gruñón pregunta a su tía:
—¿Ella tiene que dormir con nosotros?
Yulia hace un gesto afirmativo, y yo murmuro, tapándome con el edredón:
—¡Oh, sí! Me dan miedo las tormentas, sobre todo los truenos. Por cierto, ¿os gustan los perros?
—No —contestan los dos al unísono.
Voy a decir algo cuando Flyn puntualiza:
—Son sucios, muerden, huelen mal y tienen pulgas.
Boquiabierta por lo que ha dicho, respondo:
—Estás equivocado, Flyn. Los perros no suelen morder y, por supuesto, no huelen mal ni tienen pulgas si están cuidados.
—Nunca hemos tenido animales en casa —explica Yulia.
—Pues muy mal —cuchicheo, y veo que sonríe—. Tener animales en casa te da otra perspectiva de la vida, en especial a los niños. Y, sinceramente, creo que a vosotros dos os vendría muy bien una mascota.
—Ni hablar —se niega Yulia.
—Me mordió el perro de Leo y me dolió —dice el niño.
—¿Te mordió un perro?
El crío asiente, se levanta la manga del pijama y me enseña una marca en el brazo. Archivo esa información en mi cabeza e imagino el pavor que debe de tener a los animales. He de quitárselo.
—No todos los perros muerden, Flyn —le indico con cariño.
—No quiero un perro —insiste.
Sin decir más, me tumbo de lado para mirar a Yulia a los ojos. Flyn está en medio y rápidamente me da la espalda. ¡Faltaría más! Yulia me pide disculpas con la mirada, y yo le guiño un ojo. Minutos después, mi chica apaga la luz y, aun en la oscuridad, sé que sonríe y me mira. Lo sé.
Es día 5 y hoy toca cena de Reyes en la casa de la madre de Yulia. Durante estos días he visto que mi alemana trabaja desde casa, pero no habla de ir a la oficina. Quiero conocerla, pero prefiero que sea ella quien me proponga ir.
Flyn sigue sin darme tregua. Todo lo que hago le molesta, y eso ocasiona que Yulia y yo tengamos algún que otro roce. Eso sí, reconozco que es Yulia quien da siempre su brazo a torcer para que la discusión no vaya a más. Sabe que el niño no lo está haciendo bien, e intenta entenderme.
Mi relación con Susto progresa muy adecuadamente. Ya no huye cuando me ve. Nos hemos hecho amigos. Se ha dado cuenta de que soy de fiar y deja que lo toque. Tiene una tos perruna que no me gusta y le he confeccionado una bufanda para el cuello. ¡Qué guapo está!
Susto es una maravilla. Tiene una cara de bueno que no puede con ella, y cada vez que salgo sin que Yulia se dé cuenta a rehacerle la caseta y llevarle comida, el pobre me lo agradece como mejor sabe: con lametazos, movidas de rabito y piruetas.
Por la noche, cuando llegamos a la casa de Larissa, Marta, la hermana de Yulia, nos recibe con una estupenda sonrisa.
—¡Qué bien!, ¡ya estáis aquí!
Yulia tuerce el gesto. Este tipo de fiestecitas que organiza su madre no le van, pero sabe que no debe faltar. Lo hace por Flyn, no por ella. Yulia me presenta al resto de las personas que hay en el salón como su novia. Veo el orgullo en su mirada y en cómo me agarra con posesión.
Minutos después, comienza a hablar con varios hombres sobre negocios y decido buscar a Marta. Pero al separarme de ella, un joven me saluda.
—¡Hola!, soy Jurgen. Eres Elena, ¿verdad? —Asiento, y él dice—: Soy el primo de Yulia. —Y cuchicheando, añade—: El que hace motocross.
La cara se me ilumina y, encantada, comienzo a hablar con él. Menciona varios sitios donde la gente se reúne para practicar este deporte, y yo prometo ir. Me anima a utilizar la moto de Hannah. Larissa le ha comentado que yo practico motocross y está entusiasmado. Con el rabillo del ojo observo que Yulia me mira y, por su cara, debe de imaginar sobre lo que hablamos. En dos segundos, ya está a mi lado.
—Jurgen, ¡cuánto tiempo sin verte! —saluda Yulia mientras me vuelve a agarrar por la cintura.
El primo sonríe.
—¿Será porque tú no te dejas ver mucho?
Yulia cabecea.
—He estado muy ocupada.
Jurgen no vuelve a mencionar el tema motocross y casi de inmediato ambos se sumergen en una aburrida conversación. De nuevo, decido buscar a Marta. La encuentro fumando en la cocina.
Cuando me acerco a ella, me ofrece un cigarrillo. No suelo fumar, pero con ella siempre me apetece, y cojo uno.
Así, vestidas con glamour, las dos fumamos mientras charlamos de nuestras cosas.
—¿Qué tal con Flyn?
—¡Uf!, me tiene declarada la guerra —me mofo, divertida.
Marta asiente y, acercando su cabeza a la mía, cuchichea:
—Si te sirve de consuelo, nos la tiene declarada a todas.
—Pero ¿por qué?
La joven sonríe.
—Según el psicólogo, se debe a la pérdida de su madre. Flyn piensa que las mujeres somos personas circunstanciales que vamos y venimos en su vida. Por eso intenta no demostrar su afecto hacia nosotras. Con mamá y conmigo se comporta igual. Nose porque con Yulia es distinto. Nunca nos demuestra su afecto y, si puede, nos rechaza. Pero bueno, nosotras ya nos hemos acostumbrado a ello. A la única que quiere por encima de todas es a Yulia. Por ella siente un amor especial; en ocasiones, para mi gusto, enfermizo.
Durante un par de segundos ambas callamos, hasta que yo ya no puedo más.
—Marta, me gustaría decirte algo en referencia a lo que has dicho, pero quizá te pueda molestar. No soy nadie para dar mi opinión en un tema así, pero es que si no lo digo, ¡reviento!
—Adelante —responde, sonriente—. Prometo no enfadarme.
Primero doy una calada al cigarrillo y expulso el humo.
—Desde mi punto de vista, el niño se agarra a Yulia porque es la única que nunca lo abandona. Y antes de que me digas nada más, ya sé que tú o tu madre no lo habéis abandonado, pero me refiero a que quizá Yulia es la única que se enfada con él en ocasiones e intenta hacerlo razonar, y en fechas tan importantes, como por ejemplo la Nochevieja, no se aleja de él. Flyn es un niño, y los niños sólo buscan cariño. Y si él, por lo ocurrido con su madre, es reacio a querer a una mujer, sois vosotras las que tenéis que hacer todo lo posible para que él se dé cuenta de que su madre se ha marchado, pero que vosotras seguís aquí. Que nunca lo abandonaréis.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:15 pm

—Elena, te aseguro que mamá y yo hemos hecho de todo.
—No lo dudo, Marta. Pero quizá deberíais cambiar la táctica. No sé..., si una cosa no funciona, probad algo diferente.
El silencio que sobreviene me pone la carne de gallina.
—La muerte de Hannah nos rompió el corazón a todos —dice finalmente Marta.
—Lo imagino. Tuvo que ser terrible.
Sus ojos se llenan de lágrimas, y yo la tomo del brazo. Marta sonríe.
—Ella era el motor y el centro de la familia. Era vitalista, positiva y...
—Marta... —susurro al ver una lágrima rodar por su mejilla.
—Te hubiera encantado, Len, y estoy convencida de que os habríais llevado muy bien las dos.
—Seguro que sí.
Ambas damos sendas caladas a nuestros cigarrillos.
—Nunca olvidaré la cara de Yulia esa noche. Ese día no sólo vio morir a Hannah, también perdió a su padre y a la que era su novia en aquel momento.
—¿Todo en el mismo día? —pregunto, curiosa.
Nunca he hablado demasiado de este tema con Yulia. No puedo. No quiero hacerle recordar.
—Sí. La pobre, al no poder contactar con su padre para contarle lo ocurrido, se presentó en su casa y lo encontró en la cama con esa imbécil. Fue terrible. Terrible.
Se me pone la carne de gallina.
—Te juro que pensé que Yulia nunca se repondría —prosigue Marta—. Demasiadas cosas malas en tan pocas horas. Tras el entierro de Hannah, durante dos semanas no supimos de ella. Desapareció. Nos preocupó muchísimo. Cuando regresó, su vida era un caos. Se tuvo que enfrentar a su padre y a Rebeca. Fue terrible. Y para colmo, Leo, el hombre que vivía con mi hermana Hannah y Flyn, por cierto ¡otro imbécil!, nos dijo que no quería hacerse cargo del pequeño. De pronto, no lo consideraba su hijo. El niño sufrió mucho al principio, y entonces Yulia tomó las riendas de su vida. Dijo que ella se ocuparía de Flyn y, como habrás visto, lo está haciendo. En cuanto al tema de Nochevieja, sé que tienes razón, pero quien rompió la tradición fue Yulia, llevándose a Flyn el primer año al Caribe. Al año siguiente, nos dijo a mamá y a mí que prefería que esa noche pasara sin mucha celebración, y así han transcurrido los años. Por eso, ella y yo hacemos nuestros planes.
—¿En serio? —pregunto, sorprendida.
Justo en este momento se abre la puerta de la cocina, y el pequeño Flyn nos observa con su mirada acusadora. Instantes después se va.
—¡Joder! —protesta Marta—. Prepárate.
—¿Que me prepare?
Apoyada en el quicio de la puerta de cristal, sonríe.
—Va a chivarse a Yulia de que estamos fumando.
Yo me río. ¿Chivarse? Por favor, que somos adultas.
Pero antes de que pueda contar hasta diez, la puerta de la cocina se abre de nuevo, y mi alemana, seguida por su sobrino, pregunta mientras camina hacia nosotras con actitud intimidatoria:
—¿Estáis fumando?
Marta no contesta, pero yo asiento con la cabeza. ¿Por qué he de mentir? Yulia mira mi mano. Pone mala cara y me quita el cigarrillo. Eso me enoja y, con un tono de voz nada tranquilo, siseo:
—Que sea la última vez que haces lo que acabas de hacer.
La frialdad de los ojos de Yulia me traspasa.
—Que sea la última vez que tú haces lo que acabas de hacer.
El aire puede cortarse con un cuchillo.
Rusia contra Alemania. ¡Esto pinta mal!
No comprendo su enfado, pero sí entiendo mi indignación. Nadie me trata así. Y, sin pensarlo dos veces, cojo la cajetilla de tabaco que está sobre la mesita, saco un pitillo y me lo enciendo. Para chula, ¡yo!
Boquiabierta, Yulia me mira mientras Marta y Flyn nos observan. Instantes después, Yulia me quita de nuevo el cigarrillo de las manos y lo tira al fregadero. Pero no. Eso no va a quedar así. Cojo otro cigarrillo y lo vuelvo a encender. Ella repite la misma acción.
—Pero bueno, ¿queréis acabar con todo mi suministro de tabaco? —protesta Marta mientras recoge el paquete.
—Tía, Len ha hecho algo malo —insiste el pequeño.
Su voz de niño de las tinieblas me encoge el corazón, y al ver que ni Marta ni Yulia le dicen nada, lo miro, enfadada.
—Y tú, ¿cómo eres tan chivato?
—Fumar es malo —dice.
—Mira, Flyn. Eres un niño y deberías cerrar esa boquita, y...
Yulia me corta.
—No la tomes con el niño, Len. Él sólo ha hecho lo que tenía que hacer.
—¿Chivarse es lo que tenía que hacer?
—Sí —responde con seguridad. Y luego, mirando a su hermana, añade—: Me parece fatal que fumes e incites a Len a fumar. Ella no fuma.
¡Ah, no!, eso sí que no. Yo fumo cuando me sale del bolo, e incapaz de no decir nada, atraigo su mirada y farfullo muy molesta:
—Estás muy equivocada, Yulia. Tú no sabes si fumo o no.
—Pues nunca te he visto fumar en todo este tiempo —asegura, malhumorada.
—Si no me has visto fumar es porque no soy una fumadora empedernida —la recrimino—. Pero te aseguro que en ciertos momentos me gusta fumarme algún que otro cigarrito. Ni éste es el primero de mi vida ni por supuesto será el último, te pongas como te pongas.
Me mira. La miro. Me reta. La reto.
—Tía, tú dijiste que no se puede fumar, y ella y Marta lo estaban haciendo —insiste el pequeño monstruito.
—¡Que te calles, Flyn! —protesto ante la pasividad de Marta.
Con la mirada muy seria, mi chica, no latina, indica:
—Len, no fumarás. No te lo voy a permitir.
¡Buenooooo, lo que acaba de decir!
El corazón me bombea la sangre a un ritmo que me hace presuponer que esto no va a terminar bien.
—Venga ya, mujer, no me jorobes. Ni que fueras mi padre y yo tuviera diez años.
—Len..., ¡no me enfades!
Ese «¡no me enfades!» me hace sonreír.
En este instante mi sonrisa advierte como un gran cartel luminoso la palabra ¡CUIDADO!, y en tono de mofa, la miro y respondo ante la cara de incredulidad de Marta:
—Yulia..., tú ya me has enfadado.
En este instante, aparece la madre de Yulia y, al vernos a las tres ahí, pregunta:
—¿Qué ocurre? —De pronto, ve el paquete de cigarrillos en las manos de su hija y exclama—: ¡Oh, qué bien! Dame un cigarrito, cariño. Me muero por fumarme uno.
—¡Mamá! —protesta Yulia.
Pero Larissa arruga el entrecejo y, mirando a su hija, suelta:
—¡Ay, hija!, un poquito de nicotina me relajará.
—¡Mamá! —protesta de nuevo Yulia.
Una sonrisa escapa de mi boca cuando Larissa explica:
—La insoportable mujer de Vichenzo, hija mío, me está sacando de mis casillas.
—Larissa, ¡no se fuma! —recrimina Flyn.
Marta y su madre se comunican con los ojos y, al final, la primera, no dispuesta a seguir en la cocina, agarra del brazo a su madre y dice, mientras tira de Flyn, que se resiste a marcharse con ellas:
—Vamos a por algo de beber... Lo necesitamos.
Una vez que nos quedamos Yulia y yo solas en la cocina, dispuesta a presentar batalla, aclaro:
—No vuelvas a hablarme así delante de la gente.
—Len...
—No vuelvas a prohibirme nada.
—Len...
—¡Ni Len ni leches! —exploto, furiosa—. Me has hecho sentir como una niñata ante tu hermana y el pequeño chivato. Pero ¿quién te crees que eres para hablarme así? ¿No te das cuenta de que entras en el juego de Flyn para que tú y yo nos enfademos? ¡Por el amor de Dios, Yulia!, tu sobrino es un pequeño demonio y, como no lo pares, el día de mañana será un ser horripilante.
—No te pases, Len.
—No me paso, Yulia. Ese niño es un viejo prematuro para sólo tener nueve años. Yo..., yo es que al final le...
Acercándose a mí, coge con sus manos el óvalo de mi cara y me dice:
—Escucha, cariño, yo no quiero que fumes. Es sólo eso.
—Vale, Yulia, eso lo puedo entender. Pero ¿qué tal si me lo dices cuando estemos tú y yo a solas en nuestra habitación? O es que es necesario dejar ver a Flyn que me regañas porque él así lo ha decidido. ¡Joder, Yulia!, con lo lista que resultas a veces, parece mentira que luego puedas ser tan tonta.
Me doy la vuelta y miro por la cristalera. Estoy enfadada. Muy enfadada. Durante unos segundos maldigo a todo bicho viviente, hasta que siento que Yulia se pone detrás de mí. Pasa sus brazos por mi cintura, me abraza y posa su barbilla en mi hombro.
—Lo siento.
—Siéntelo porque te has comportado como una ¡gilipollas!
Esa palabra hace reír a Yulia.
—Me encanta ser tu gilipollas.
Me asaltan ganas de reír, pero me contengo.
—Siento ser tan tonta y no haberme dado cuenta de lo que has dicho. Tienes razón, he actuado mal y me he dejado llevar por lo que Flyn buscaba. ¿Me perdonas?
Lo que dice y en especial cómo me abraza me relajan. Me pueden. Vale..., soy una blanda, pero es que la quiero tanto que sentir que necesita que la perdone puede con mi enfado y con todo lo demás.
—Claro que te perdono. Pero repito: no vuelvas a prohibirme nada, y menos delante de nadie, ¿entendido?
Noto cómo mueve su cara en mi cuello, y entonces soy yo la que se da la vuelta y la besa. La beso con ardor, pasión y morbo. Me levanta entre sus brazos y me aprisiona contra la cristalera, mientras sus manos buscan el final de mi vestido para investigar. Quiero que siga. Quiero que continúe, pero cuando voy a desintegrarme de placer me separo de ella unos milímetros y murmuro cerca de su boca:
—Cariño, estamos en la cocina de tu madre y tras la puerta hay invitados. Creo que no es sitio ni lugar para continuar con lo que estamos pensando.
Yulia sonríe. Me deja en el suelo. Yo me recoloco la falda de mi bonito vestido de noche y, mientras nos dirigimos hacia el salón cogidas de la mano, cuchichea, haciéndome sonreír:
—Para mí cualquier lugar es bueno si estoy contigo.
Regresamos de madrugada a casa. Truena y diluvia, y a pesar de las incesantes
ganas que tengo de hacer el amor con Yulia, me retengo. Sé que el niño, el viejo prematuro, dormirá con nosotras, y ante eso, nada puedo hacer.

A las nueve, me despierto. Bueno, me despierta el despertador. Lo pongo porque yo soy de dormir hasta las doce si nadie me avisa. Como siempre, estoy sola en la cama, pero sonrío al saber que es la mañana de Reyes.
¡Qué bonita mañana!
Ataviada con el pijama y la bata, saco mis regalos, que están guardados en el armario, y bajo la escalera dispuesta a repartirlos.
¡Vivan los Reyes Magos!
Paso por la cocina e invito a Simona y Norbert a unirse a nosotros. Tengo regalos para ellos también. Cuando entro en el comedor, Yulia y Flyn juegan con la Wii. El crío, en cuanto me ve, tuerce el gesto, y yo, dichosa como una niña, paro la música desde el mando de Yulia, los miro y anuncio feliz:
—Los Reyes Magos me han dejado regalos para vosotros.
Yulia sonríe y Flyn dice:
—Espera a que terminemos la partida.
¡La madre que parió al niño!
Su falta de ilusión me deja K. O. Vamos ¡igualito que mi sobrina Irina, que con seguridad estará gritando y saltando de felicidad al ver los regalos bajo el árbol! Pero dispuesta a no hacerle ni puñetero caso, levanto a Yulia del sillón cuando Norbert y Simona entran.
—Venga, vamos a sentarnos junto al árbol. Tengo que daros vuestros regalos.
Flyn vuelve a protestar, pero esta vez Yulia lo regaña. El crío se calla, se levanta y se sienta con nosotros junto al árbol. Entonces, Yulia se saca cuatro sobres del bolsillo de su pantalón y nos da uno a cada uno.
—¡Feliz Navidad!
Simona y Norbert se lo agradecen y, sin abrirlos, los guardan en sus bolsillos. Yo no sé qué hacer con el sobre mientras observo que Flyn lo abre.
—¡Dos mil euros! ¡Gracias, tía!
Incrédula, alucinada, patitiesa y boquiabierta, miro a Yulia y le pregunto:
—¿Le estás dando un cheque de dos mil euros a un niño el día de Reyes?
Yulia asiente.
—No hace falta que haga la tontería de los regalos —opina el niño—. Ya sé quiénes son los Reyes Magos.
Esa explicación no me convence y, mirando a mi Icegirl, protesto.
—¡Por el amor de Dios, Yulia! ¿Cómo puedes hacer eso?
—Soy práctica, cielo.
En este instante, Simona le entrega a Flyn una pequeña caja. El niño la abre y grita con entusiasmo al encontrarse un nuevo juego de la Wii. Encantada con su felicidad, aunque sea por otro jueguecito que lo mantendrá enganchado a la televisión, le doy a Simona y Norbert mis regalos. Son una chaqueta de lana para ella y un juego de guantes y bufanda para él. Ambos los miran con gozo y no paran de agradecérmelo mientras se disculpan por no tener ningún regalo para mí. ¡Pobres, qué mal rato están pasando!
Continúo sacando paquetes de mi enorme bolsa. Le entrego a Yulia uno, y varios a Flyn. Yulia rápidamente abre el suyo y sonríe al ver la bufanda azulona que le he comprado y la camisa de Armani. ¡Le encanta! Flyn nos observa con sus paquetes en la mano. Dispuesta a firmar la pipa de la paz con el niño, lo miro con cariño.
—Vamos, cielo —lo animo—. Ábrelos. ¡Espero que te gusten!
Durante unos instantes, el niño contempla los paquetes y la caja que he dejado ante él. Se centra en la enorme caja envuelta en papel rojo. Me mira a mí y a la caja alternativamente, pero no la toca.
—Te prometo que no muerde —suelto al final en tono cómico.
Receloso como siempre, Flyn coge la caja. Simona y Norbert lo alientan a que la abra. Durante unos segundos la requetemira como si no supiera qué hacer con ella.
—Rompe el papel. Vamos, tira de él —le digo.
Inmediatamente hace lo que le pido y comienza a desenvolver el regalo ante la sonrisa de Yulia y la mía. Una vez que le quita el bonito papel, la caja está cerrada.
—Vamos, ¡ábrela!
Cuando el crío abre la caja y ve lo que hay en ella, de su boca sale un «¡Oh!».
Sí, sí, sí... ¡Le ha gustado!
Lo sé. Se le nota.
Yo sonrío triunfal y miro a Yulia. Pero su gesto ha cambiado. Ya no sonríe. Simona y Norbert tampoco. Todos miran el skateboard verde con gesto serio.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
Yulia le quita al niño el skate de las manos y lo mete en la caja.
—Len, devuelve esto.
Al momento recuerdo lo que Marta me dijo. ¡Problemas! Pero me niego a querer entender nada y replico:
—¿Que lo devuelva? ¿Por qué?
Ninguno contesta. Saco de nuevo el skate verde de la caja y se lo enseño a Flyn.
—¿No te gusta?
El crío, por primera vez desde que lo conozco, me mira expectante. Ese regalo lo ha impresionado. Sé que el skate le ha gustado. Me lo dicen sus ojos, pero soy consciente de que no quiere decir nada ante el gesto duro de Yulia. Dispuesta a batallar, dejo el skate a un lado e insto a que el niño abra los otros regalos. Tras abrirlos, tiene ante él un casco, unas rodilleras y las coderas. Después, cojo de nuevo el skate y me dirijo a mi Icegirl:
—¿Qué le ocurre al skate?
Yulia, sin mirar lo que tengo en las manos, dice:
—Es peligroso. Flyn no sabe utilizarlo y, más que pasarlo bien con él, lo que se hará será daño.
Norbert y Simona asienten con la cabeza, pero yo, incapaz de dar mi brazo a torcer, insisto:
—He comprado todos los accesorios para que el daño sea mínimo mientras aprende. No te agobies, Yulia. Ya verás cómo en cuatro días lo domina.
—Len —dice con voz muy tensa—, Flyn no montará en ese juguete.
Incrédula, respondo:
—Venga ya, pero si es un juguete para pasarlo bien. Yo le puedo enseñar.
—No.
—Enseñé a Irina a utilizarlo y tendrías que ver cómo lo monta.
—He dicho que no.
—Escucha, cielo —sigo a pesar de sus negativas—, no es difícil aprender. Es sólo cogerle el truco y mantener el equilibrio. Flyn es un niño listo, y estoy segura de que aprenderá rápidamente.
Yulia se levanta, me quita el skateboard de las manos y puntualiza alto y claro:
—Quiero esto lejos de Flyn, ¿entendido?
¡Dios, cuando se pone así, la mataría! Me levanto, le quito el skate de las manos y gruño:
—Es mi regalo para Flyn. ¿No crees que debería ser él quien dijera si lo quiere o no?
El niño no habla. Sólo nos observa. Pero finalmente dice:
—No lo quiero. Es peligroso.
Simona, con la mirada, me pide que me calle. Que lo deje estar. Pero no, ¡me niego!
—Escucha, Flyn...
—Len —interviene Yulia, quitándome de nuevo el skate—, te acaba de decir que no lo quiere. ¿Qué más necesitas escuchar?
Malhumorada, le vuelvo a arrancar el puñetero skateboard de las manos.
—Lo que he oído es lo que ¡tú! querías que dijera. Déjale a él que responda.
—No lo quiero —insiste el crío.
Con el skate en las manos me acerco a él y me agacho.
—Flyn, si tu quieres, yo te puedo enseñar. Te prometo que no te vas a hacer daño, porque yo no lo voy a permitir y...
—¡Se acabó! ¡He dicho que no y es que no! —grita Yulia—. Simona, Norbert, llévense a Flyn del salón; tengo que hablar con Elena.
Cuando los otros salen del salón y nos quedamos solos, Yulia sisea:
—Escucha, Len, si no quieres que discutamos delante del niño o del servicio, ¡cállate! He dicho que no al skate. ¿Por qué insistes?
—Porque es un niño, ¡joder! ¿No has visto sus ojos cuando lo ha sacado de la caja? Le ha gustado. Pero ¿no te has dado cuenta?
—No.
Deseosa de llamarle de todo menos bonito, protesto.
—No puede estar todo el día enganchado a la Wii, a la Play o a la... Pero ¿qué clase de niño estás criando? No te das cuenta de que el día de mañana va a ser un niño retraído y miedoso.
—Prefiero que sea así a que le pueda pasar algo.
—Desde luego, algo le pasará con la educación que le estás dando. ¿No has pensado que llegará un momento en el que él quiera salir con los amigos o con una chica, y no sabrá hacer nada, a excepción de jugar con la Wii y obedecer a su tía? ¡Vaya dos!, desde luego sois tal para cual.
Yulia me mira, me mira y me mira, y al final responde:
—Que vivas conmigo y el niño en esta casa es lo más bonito que me ha ocurrido en muchos años, pero no voy a poner en peligro a Flyn porque tú creas que él deba ser diferente. He aceptado que metieras en casa este horrible árbol rojo, he obligado al niño a que escriba tus absurdos deseos para decorarlo, pero no voy a claudicar en cuanto a lo que a la educación de Flyn concierne. Tú eres mi novia, me has propuesto acompañar a mi sobrino cuando yo no esté, pero Flyn es mi responsabilidad, no la tuya; no lo olvides.
Sus duras palabras en una mañana tan bonita como es la de Reyes me retuercen el corazón. ¡Será capullo! Su casa. Su sobrino. Pero no dispuesta a llorar como una imbécil, saco mi mal genio y siseo mientras recojo con premura todos los regalos del niño y los meto en la bolsa original:
—Muy bien. Le haré un cheque a tu sobrino. Seguro que eso le gusta más.
Sé que mis palabras y en especial mi tono de voz molestan a Yulia, pero estoy dispuesta a molestarle mucho, mucho y mucho.
—Dijiste que la habitación vacía de esta planta era para mí, ¿verdad?
Yulia asiente, y yo me encamino hacia ella. Abro la puerta del salón y me encuentro con Simona, Norbert y Flyn. Miro al pequeño y digo con sus regalos en la mano:
—Ya puedes entrar. Lo que tu tía y yo teníamos que hablar ya está hablado.
Con premura me encamino hacia esa habitación, abro la puerta y dejo caer en el suelo el skate y todos sus accesorios. Con el mismo brío, regreso al salón. Simona y Norbert han desaparecido y sólo están Yulia y Flyn, que me miran al entrar. Con el gesto desencajado le digo al pequeño, que me observa:
—Luego, te doy un cheque. Eso sí, no esperes que sea tan abultado como el de tu tía, pues punto uno: no estoy de acuerdo con darte tanto dinero y punto dos: ¡yo no soy rica!
El crío no responde. El mal rollo está instalado en el comedor y no estoy dispuesta a ser yo quien lo cambie. Por ello, saco el sobre que Yulia me ha entregado, lo abro y, al ver un cheque en blanco, se lo devuelvo.
—Gracias, pero no. No necesito tu dinero. Es más, ya me di por regalada con todas las cosas que me compraste el otro día.
No responde. Me mira. Ambos me miran, y como un huracán asolador, señalo el árbol, dispuesta a rematar el momentito «Navidad».
—Vamos, chicos, continuemos con esta bonita mañana. ¿Qué tal si leemos los deseos de nuestro árbol? Quizá alguno se ha cumplido.
Sé que los estoy llevando al límite. Sé que lo estoy haciendo mal, pero no me importa. Ellos, en pocos días, me han sacado de mis casillas. De pronto, el niño grita:
—¡No quiero leer los tontos deseos!
—¿Y por qué?
—Porque no —insiste.
Yulia me mira. Comprende que estoy muy cabreada y le desconcierta no saber cómo pararme. Pero yo estoy embravecida, enloquecida de rabia por estar aquí con estos dos obtusos y tan lejos de mi familia.
—Venga, ¿quién es el primero en leer un deseo del árbol?
Ninguno habla, y al final, cómicamente cojo yo un deseo.
—Muy bien..., ¡yo seré la primera y leeré uno de Flyn!
Le quito la cinta verde y, cuando lo estoy desenrollando, el pequeño se lanza contra mí y me lo quita de las manos. Le miro sorprendida.
—¡Odio esta Navidad, odio este árbol y odio tus deseos!—exclama—. Has enfadado a mi tía y por tu culpa el día de hoy está siendo horrible.
Miro a Yulia en busca de ayuda, pero nada, no se mueve.
Deseo gritar, montar la tercera guerra mundial en el salón, pero al final hago lo único que puedo hacer. Agarro el puñetero árbol de Navidad rojo y a rastras lo saco del salón para meterlo en la habitación donde he dejado anteriormente el skateboard.
—Señorita Elena, ¿está usted bien? —pregunta Simona, descolocada.
¡Pobre mujer! ¡Vaya mal rato que está pasando!
—Relájese —añade antes de que yo le pueda responder, y me coge de las manos—. La señorita, en ocasiones, es algo recta con las cosas del niño, pero lo hace por su bien. No se enfade usted, señorita.
Le doy un beso en la mejilla. ¡Pobre!, y mientras camino escaleras arriba murmuro:
—Tranquila, Simona. No pasa nada. Pero voy a refrescarme, o esto va a terminar peor que «Locura esmeralda».
Ambas sonreímos. Cuando llego a la habitación y cierro la puerta, me pica el cuello. ¡Dios, los ronchones! Me miro en el espejo y tengo el cuello plagado de ellos. ¡Malditos!
Dispuesta a salir de esta casa como sea, me quito el pijama. Me visto y, abrigada, regreso al salón, donde esos dos ya están jugando con la Wii ¡Qué majos! A grandes zancadas me acerco hasta ellos. Tiro del cable de la Wii y la desconecto. La música se para; ambos me miran.
—Me voy a dar una vuelta. ¡La necesito! —Y cuando Yulia va a decir algo, la señalo y siseo—: Ni se te ocurra prohibírmelo. Por tu bien, ¡ni se te ocurra!
Salgo de la casa. Nadie me sigue.
La pobre Simona intenta convencerme de que me quede, pero sonriéndole le indico que estoy bien, que no se preocupe. Cuando llego a la verja y salgo por la pequeña puerta lateral, Susto viene a saludarme. Durante un rato camino por la urbanización con el perro a mi lado. Le cuento mis problemas, mis frustraciones, y el pobre animal me mira con sus ojos saltones como si entendiera algo.
Tras un largo paseo, cuando vuelvo a estar de nuevo frente a la verja de la casa, no quiero entrar y llamo a Marta. Veinte minutos después, cuando casi no siento los pies, Marta me recoge con su coche y nos marchamos. Me despido de Susto. Necesito hablar con alguien que me conteste, o me volveré loca.
Con la tensión a tropecientos mil, me bebo una cerveza ante la cara seria de Marta. Por mis palabras y mi enfado, se hace una idea de lo que ha pasado.
—Tranquila, Len. Ya verás como cuando regreses todo está más tranquilo.
—¡Oh, claro..., claro que estará más tranquilo! No pienso dirigirles la palabra a ninguno de los dos. Son tal para cual. Pitufa gruñóna y pitufo enfadica. Si una es cabezona, el otro lo es aún más. Pero por Dios, ¿cómo puede tu hermana darle un cheque de regalo de Navidad a un niño de nueve años? ¿Y cómo puede un niño de nueve años ser un viejo prematuro?
—Ellos son así —se mofa Marta.
Entonces, le suena el móvil. Habla con alguien y cuando cuelga dice:
—Era mamá. Me ha comentado que mi primo Jurgen la ha llamado y le ha dicho que hoy tiene una carrera de motocross no muy lejos de aquí, por si te lo quería decir a ti. ¿Quieres que vayamos?
—Por supuesto —asiento, interesada.
Tres cuartos de hora después, en medio de un descampado nevado, estamos rodeadas de motos de motocross. Yo tengo las revoluciones a mil. Deseo saltar, brincar y correr, pero Marta me frena. Animada, veo la carrera. Aplaudo como una loca, y cuando acaba, nos acercamos a saludar a Jurgen. El joven, al verme, me recibe encantado.
—He llamado a la tía Larissa porque no tenía tu teléfono. No quería llamar a casa de Yulia. Sé que este deporte no le gusta.
Yo asiento. Le entiendo, y le doy mi móvil. Él me da el suyo. Después, miro la moto.
—¿Qué tal se conduce con las ruedas llenas de clavos?
Jurgen no lo piensa. Me entrega el casco.
—Compruébalo tú misma.
Marta se niega. Le preocupa que me pase algo, pero yo insisto. Me pongo el casco de Jurgen y arranco la moto.
¡Guau! Adrenalina a mil.
Feliz, salgo a la helada pista, me doy una vuelta con la moto y me sorprendo gratamente al notar el agarre de las ruedas con clavos a la nieve. Pero no me desfogo. No voy con las protecciones necesarias y sé que si me caigo me haré daño. Una vez que regreso al lado de Marta, ésta respira y, cuando le doy a Jurgen el casco, murmuro:
—Gracias. Ha sido una pasada.
Jurgen me presenta a varios corredores, y todos ellos me miran sorprendidos. Rápidamente todos dicen eso de «da y vodka» al saber que soy rusa. Pero bueno, ¿qué concepto tienen los guiris de los rusos?
Tras la carrera, nos despedimos, y Marta y yo nos vamos a tomar algo. Ella decide dónde ir. Cuando nos sentamos, todavía estoy emocionada por la vueltecita que me he dado con la moto. Sé que si Yulia se entera, pondrá el grito en el cielo, pero me da igual. Yo lo he disfrutado. De pronto, soy consciente de cómo Marta mira con disimulo al camarero. Ese rubio ya ha venido varias veces a traernos las consumiciones y, por cierto, es muy amable.
—Vamos a ver, Marta, ¿qué hay entre el camarero buenorro ese y tú? —indago, riendo.
Sorprendida por la pregunta, responde:
—Nada. ¿Por qué dices eso?
Segura de que mi intuición no me engaña, me repanchingo en la silla.
—Punto uno: el camarero sabe cómo te llamas, y tú sabes cómo se llama él. Punto dos: a mí me ha preguntado qué clase de cerveza quiero, y a ti te ha traído una sin preguntarte. Y punto tres, y de vital importancia: me he dado cuenta de cómo os miráis y os sonreís.
Marta ríe. Vuelve a mirarlo y, acercándose a mí, murmura:
—Nos hemos visto un par de veces. Arthur es muy majo. Hemos tomado algo y...
—¡Guau! Aquí hay tema que te quemas —me mofo, y Marta suelta una carcajada.
Sin disimulo, miro al tal Arthur. Es un joven de mi edad, alto, con gafitas y guapete. Él, al ver que lo miro, me sonríe, pero su mirada de nuevo vuela hacia Marta mientras recoge unos vasos de la mesa de al lado.
—Le gustas mucho —canturreo.
—Me consta, pero no puede ser —contesta riendo Marta.
—¿Y por qué no puede ser? —pregunto, curiosa.
Marta toma primero un trago de su cerveza.
—Salta a la vista, ¿no? Es más joven que yo. Arthur sólo tiene veinticinco años. ¡Es un niño!
—Oye..., pues tiene la misma edad que yo. Por cierto, ¿cuántos años tienes tú?
—Veintinueve.
La carcajada que suelto provoca que varias personas nos miren.
—¿Y por cuatro años piensas eso? Venga ya, Marta, por favor: te consideraba más moderna para no preocuparte por la chorrada de la edad. ¿Desde cuándo el amor tiene edad? Y antes de que digas nada, quiero que sepas que si tu hermana fuera más pequeña que yo y a mí me gustara, no me pararía nada. Absolutamente nada. Porque, como dice mi padre, la vida... ¡es para vivirla!
Nos reímos las dos, y cuando va a responder, escuchamos a nuestras espaldas:
—Marta, qué bueno verte por aquí.
Ambas nos volvemos y nos encontramos a dos hombres y una mujer. Ellos, muy monos, por cierto. Marta sonríe, se levanta y los abraza. Segundos después, mirándome a mí, dice:
—Elena, te presento a Anita, Reinaldo y Klaus. Ellos trabajan conmigo en el hospital y Anita tiene una maravillosa y exclusiva tienda de moda.
Se sientan con nosotras y, olvidándome de mis problemas, me centro en conocer a esos muchachos, que rápidamente nos hacen reír. Reinaldo es cubano y sus expresiones tan latinas me encantan. Mi móvil suena. Es Yulia. Sin querer evitarlo, lo cojo, y todo lo seria que puedo contesto:
—Dime, Yulia
—¿Dónde estás?
Como no sé realmente dónde estoy, al observar a Marta reír con los muchachos, se me ocurre responder:
—Estoy con tu hermana y unos amigos tomando algo.
—¿Qué amigos? —pregunta Yulia con impaciencia.
—Pues no lo sé, Yulia... Unos. ¡Yo qué sé!
Oigo que resopla. Eso de no controlar dónde y en especial con quién estoy le enfada, pero me muestro dispuesta a que me deje disfrutar del momento.
—¿Qué quieres?
—Regresa a casa.
—No.
—Len, no sé dónde estás ni con quién estás —insiste, y noto la tensión en su voz—. Estoy preocupada por ti. Por favor, dime dónde estás e iré a buscarte, pequeña.
Silencio..., silencio sepulcral, y antes de que ella vuelva a decir algo que me ablande, añado:
—Voy a colgar. Quiero disfrutar del bonito día de Reyes y creo que con esta gente lo voy a hacer. Por cierto, espero que tú también lo disfrutes en compañía de tu sobrino. Sois tal para cual. Adiós.
Dicho esto, cuelgo.
¡Madre mía, lo que acabo de hacer!
¡He colgado a Icegirl!
Esto le habrá enfadado muchísimo. El móvil vuelve a sonar. Yulia. Corto la llamada, y cuando insiste, directamente lo apago. Me da igual que se enoje. Por mí como si se da de cabezazos contra la pared. Me integro en la conversación e intento olvidarme de mi alemana.
Los amigos de Marta son divertidísimos, y al salir del local vamos a comer algo a un restaurante. Como siempre, todo buenísimo. O como siempre, mi hambre es atroz. Tras salir del restaurante, Reinaldo propone ir a un establecimiento cubano, y de cabeza vamos.
Cuando entramos en Guantanamera, Reinaldo nos presenta a muchos paisanos que como él viven en Múnich. ¡Madre mía, qué cantidad de cubanos viven aquí! Media hora después, ya soy cubana y digo eso de «ya tú sabes mi amol».
Marta y yo nos ponemos hasta arriba de mojitos. Menuda es Marta. Es todo lo opuesto a su hermana tratándose de diversión. Es más rusa que el vodka, y eso me lo demuestra por la marcha que tiene. La tía es de las mías, y juntas hacemos buena camarilla. Anita tampoco se queda atrás. Cuando suena la canción Quimbara de la maravillosa Celia Cruz, Reinaldo me invita a bailar, y yo acepto.
Quimbara quimbara quma quimbambá.
Quimbara quimbara quma quimbambá
Ay, si quieres gozar, quieres bailar. ¡Azúcar!
Quimbara quimbara quma quimbambá.
Quimbara quimbara quma quimbambá.
¡Madre míaaaaaaa, qué marcha!
Reinaldo baila maravillosamente bien, y yo me dejo llevar. Muevo caderas. Subo brazos. Pasito para adelante. Pasito para atrás. Doy vueltas. Muevo hombros y ¡azúcarrrrrrrrrrrrr!
Las horas pasan y yo cada vez estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!
Sobre las once de la noche, Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos, me mira y dice entregándome su móvil:
—Es Yulia. Tengo mil llamadas perdidas suyas y quiere hablar contigo.
Resoplo y, ante la mirada de la joven, lo cojo.
—Dime, pesadita, ¿qué quieres?
—¿Pesadita? ¿Me acabas de llamar pesadita?
—Sí, pero si quieres te puedo llamar otra cosa —respondo mientras suelto una risotada.
—¿Por qué has apagado el móvil?
—Para que no me molestes. En ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halcones de San Juan cuando tortura a la pobre Esmeralda Mendoza.
—¿Has bebido? —pregunta sin entender bien de lo que hablo.
Consciente de que en este momento llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo, exclamo:
—¡Ya tú sabes mi amol!
—Len, ¿estás borracha?
—¡Noooooooooooooo! —me mofo. Deseando seguir con la juerga, pregunto—: Venga Icegirl, ¿qué quieres?
—Len, quiero que me digas dónde estás para ir a recogerte.
—Ni lo pienses, que me cortas el rollo —respondo, divertida.
—¡Por el amor de Dios! Te has ido esta mañana y son las once de la noche, y...
—Corto y cambio, guaperas.
Le paso el móvil a Marta, que tras escuchar algo que su hermana le dice, lo cierra. Apartándome del grupo, cuchichea:
—Que sepas que mi hermana me ha dado dos opciones. La primera: que te lleve de regreso a casa. La segunda: cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo temblará.
Escuchar eso me hace reír, y respondo dispuesta a pasarlo bien:
—¡Qué tiemble el mundo, mi amol!
Marta suelta una risotada y, sin más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorá mientras gritamos: «¡Azúcar!».
De madrugada regresamos, más ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negra susurro:
—¿Quieres pasar? Seguro que la pitufa gruñóna tiene algo que decir.
—Ni lo pienses —responde riendo Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas y a huir del país. Cuando me pille Yulia, me va a despellejar.
—¡Que no me entere yo que me la cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.
Pero antes de que pueda decir nada más, se abre la verja negra y aparece Yulia con la cara totalmente descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche y, asomándome para mirar a su hermana, sisea:
—Ya hablaré contigo..., hermanita.
Marta asiente y, sin más, arranca y se va. Nos quedamos solas, una frente a la otra en medio de la calle. Yulia me agarra del brazo, apremiándome.
—Vamos..., regresemos a la casa.
De pronto, un gruñido desgarra el silencio de la calle, y antes de que ocurra algo que podamos lamentar, me suelto de Yulia y, mirando al emisor de aquel gruñido, murmuro con calma:
—Tranquilo, Susto, no pasa nada.
El animal se acerca a mí y me rodea cuando Yulia pregunta:
—¿Conoces a ese chucho?
—Sí. Es Susto.
—¿Susto? ¿Le has llamado Susto?
—Pues sí. ¿A que es muy monoooooo?
Sin dar crédito a lo que ve, Yulia arruga la cara.
—Pero ¿qué lleva en el cuello?
—Está resfriado y le he hecho una bufanda para él —aclaro, encantada.
El perro posa su huesuda cabeza en mi pierna y lo toco.
—No lo toques. ¡Te morderá! —grita Yulia, enfadada.
Eso me hace reír. Estoy segura de que Yulia lo mordería antes a él.
—No toques a ese sucio chucho, Len, ¡por el amor de Dios! —insiste.
Un ruidito sale de la garganta del animal y, divertida, me agacho.
—Ni caso de lo que éste diga, ¿vale, Susto? Y venga, ve a dormir. No pasa nada.
El perro, tras echar una última ojeada a una descolocada Yulia, se aleja y veo que se mete en la destartalada caseta. Yulia, sin decir nada más, comienza a andar y yo le pregunto:
—¿Puedo llevar a Susto a casa?
—No, ni lo pienses.
¡Lo sabía! Pero insisto:
—Pobrecito, Yulia. ¿No ves el frío que hace?
—Ese chucho no entrará en mi casa.
¡Ya estamos con su casa!
—Anda, mi amol. ¡Porfapleaseeee!
No contesta, y al final, decido seguirla. Ya insistiré en otro momento. Mientras camino tras ella, poso mi mirada en su trasero y en sus fuertes piernas.
¡Guau! Ese culo apretado y esas fuertes piernas me hacen sonreír y, sin que pueda remediarlo, ¡zas!, le doy un azote.
Yulia se para, me mira con una mala leche que para qué, no dice nada y continúa andando. Yo sonrío. No me da miedo. No me asusta y estoy juguetona. Me agacho, cojo nieve con las manos y se la tiro al centro de su bonito trasero. Yulia se para. Maldice en alemán y sigue andando.
¡Aisss, qué poco sentido del humor!
Vuelvo a coger más nieve, y esta vez se la tiro directamente a la cabeza. El proyectil le impacta en toda la coronilla. Suelto una carcajada. Yulia se da la vuelta. Clava sus fríos ojos en mí y sisea:
—Len..., me estás enfadando como no te puedes ni imaginar.
¡Dios...! ¡Dios, qué sexy! ¡Cómo me pone!
Continúa su camino y yo la sigo. No puedo apartar mis ojos de ella a pesar del frío que tengo, y sonrío al imaginar todo lo que le haría en ese instante. Cuando entramos en la casa, ella se marcha a su despacho sin hablarme. Está muy enfadada. Un calorcito maravilloso toma todo mi cuerpo. Ahora soy consciente del frío que hace en el exterior. Pobre Susto. Cuando me despojo del abrigo, decido seguirla al despacho. La deseo. Pero antes de entrar me quito las empapadas botas y los vaqueros. Me estiro la camiseta, que me llega hasta la mitad de los muslos, y abro la puerta. Cuando entro, Yulia está sentada a su mesa ante el ordenador. No me mira.
Camino hacia ella, y cuando llego a su altura, sin importarme su gesto incómodo, me siento a horcajadas sobre ella. En este momento, es consciente de que no llevo pantalones. Sus ojos me dicen que no quiere ese contacto, pero yo sí quiero. Exigente, la beso en los labios. Ella no se mueve. No me devuelve el beso. Me castiga. Mi fría Icegirl es un témpano de hielo, pero yo con mi furia rusa he decidido descongelarla. Vuelvo a besarla, y cuando siento que ella no colabora, murmuro cerca de su boca:
—Te voy a follar y lo voy a hacer porque eres mía.
Sorprendida, me mira. Pestañea y vuelvo a besarla. Esta vez su lengua está más receptiva, pero sigue sin querer colaborar. Le muerdo el labio de abajo, tiro de él y, mirándolo a los ojos, se lo suelto. Después, enredo mis dedos en su cabello y me contoneo sobre sus piernas.
—Te deseo, cariño, y vas a cumplir mis fantasías.
—Len..., has bebido.
Me río y asiento.
—¡Oh, sí!, me he tomado unos mojitos, mi amol, que estaban de muelte. Pero escucha, sé muy bien lo que hago, por qué lo hago y a quién se lo hago, ¿entendido?
No habla. Sólo me mira. Me levanto de sus piernas. Estoy por hacer lo que hacen en las películas, tirar todo lo que hay sobre la mesa al suelo, pero lo pienso y no. Creo que eso le va a enfadar más. Al final, echo a un lado el portátil y me siento en la mesa. Yulia me observa. Se le ha comido la lengua el gato, y yo, dispuesta a conseguir mi propósito, cojo una de sus manos y la paso por encima de mis braguitas. Mi humedad es latente y siento que traga con dificultad.
—Quiero que me devores. Anhelo que metas tu lengua dentro de mí y me hagas chillar porque mi placer es tu placer, y ambas las dueñas de nuestros cuerpos.
Cuando termino de decir eso ya respira de forma algo entrecortada. ¡Mujer! La estoy excitando, pero decidida a volverla loca continúo mientras me quito la camiseta.
—Tócame. Vamos, Icegirl, lo deseas tanto como yo. ¡Hazlo! —exijo.
Mi Icegirl se descongela por segundos. ¡Bien! Acerca su boca a mi pecho derecho y, en décimas de segundo, me devora el pezón.
¡Oh, sí! Colosal.
¡Me gusta!
Sus ojos fríos ahora son salvajes y retadores. Sigue enfadada, pero el deseo que siente por mí es igual al que yo siento por ella. Cuando abandona mi pezón, se reclina en su asiento. El morbo se instala en su cuerpo.
—Levántate de la mesa y date la vuelta —murmura.
Hago lo que me pide. Poso mis pies en el suelo y, vestida sólo con mi tanga, me vuelvo. Ella retira la silla hacia atrás, se levanta y acerca su erección a mi trasero, mientras sus manos vuelan a mi cintura y me aprieta contra ella. Yo jadeo. Me da un azote. Pica. Después me da otro, y cuando voy a protestar, acerca su boca a mi oreja y dice:
—Has sido una chica muy mala y como mínimo te mereces unos azotes.
Eso me hace sonreír. Vale..., si quiere jugar, ¡jugaremos!
Me doy la vuelta y, sin dejar de mirarle a los ojos, meto mi mano en el interior de sus pantalones, le agarro el pene y, mientras se lo toco, le pregunto:
—¿Quieres que te demuestre lo que le hago yo a las chicas malas? Tú también has sido mala esta mañana, cielo. Muy..., muy mala.
Eso la paraliza. Que yo tenga en mis manos dentro de sus boxers no le hace mucha gracia. Estoy segura de que piensa que le puedo hacer daño.
—Len...
De un tirón, le bajo el pantalón seguido de los boxers, y su enorme erección queda esplendorosa ante mí. ¡Guau, madre mía! La empujo y cae sobre la silla. Vuelvo a sentarme a horcajadas sobre ella y le pido:
—Arráncame el tanga.
Dicho y hecho. Yulia tira de él, rompiéndolo, y mi húmeda vagina descansa sobre su dura erección. No le doy tiempo a que piense; me alzo y lo meto dentro de mí. Estoy tan mojada..., tan excitada..., que su erección entra totalmente, y cuando me encuentro encajada en ella, exijo:
—Mírame.
Lo hace. ¡Dios, es todo tan morboso!
—Así..., así quiero tenerte. Así siempre estamos de acuerdo.
Mis caderas se contraen y mi vagina la succiona mientras siento que se quita los pantalones y éstos quedan tendidos de cualquier manera en el suelo. Yulia jadea ante una nueva acometida mía y la beso. Esta vez su boca me devora y me exige que continúe haciéndolo. Yo paro mis movimientos. No nos movemos. Sólo estamos encajadas la una en la otra y disfrutamos del morbo que nos ocasiona la situación. La excitación es máxima. Es plena, y entonces mi alemana se levanta conmigo encajada en ella, me lleva hasta la escalera de la librería y me empotra contra ella.
—Agárrate a mi cuello.
Sin demora, le hago caso. Ella se coge a una de las tablas de la escalera que hay por encima de mi cabeza y se hunde totalmente en mí, y yo grito.
Una..., dos..., tres... Tensión.
Cuatro..., cinco..., seis... Jadeos.
Mi Icegirl me hace suya mientras yo la hago mía. Ambas disfrutamos. Ambas jadeamos. Ambas nos poseemos.
Una y otra vez, me empala, y yo la recibo, hasta que mi grito de placer le hace saber que el clímax me ha llegado, y ella se deja ir mientras se hunde en una última y poderosa ocasión en mí.
Durante unos segundos, las dos permanecemos en esta posición, contra la escalera y apretadas la una contra la otra, hasta que se suelta de la barandilla, me coge de la cintura y regresamos a la silla. Cuando se sienta, aún dentro de mí, me besa.
—Sigo enfadada contigo —asegura.
Eso me hace sonreír.
—¡Bien!
—¿Bien? —pregunta, sorprendida.
La beso. La miro. Le guiño un ojo.
—¡Mmm! Tu enfado hace que tenga una interesante noche por delante.

Tres días después llega una furgoneta del aeropuerto con las cosas de mi pequeña mudanza.
Sólo veinte cajas, pero ¡estoy pletórica! El resto sigue en mi casa. ¡Nunca se sabe!
Tener mis cosas es importante, y durante días me dedico a colocarlas por toda la casa. Yulia y yo estamos bien. Tras la esplendorosa noche de sexo que tuvimos el día de la discusión, no podemos parar de besarnos. La sorprendí. La tenté y la volví loca. Es vernos y desear tocarnos. Es estar solas y desnudarnos con mayor pasión.
A estas alturas, puedo asegurar que estoy enganchada a «Locura esmeralda». ¡Vaya con el culebrón! En cuanto comienza, Simona me avisa, y las dos nos sentamos juntitas en la cocina para ver sufrir a Esmeralda Mendoza. ¡Pobre chica!
Una mañana suena el teléfono. Simona me lo pasa. Es mi padre.
—¡Papá! —grito, encantada.
—¡Hola, blanquita! ¿Cómo estás?
—Bien, pero echándote mucho de menos.
Hablamos durante un rato y le cuento el problema que tengo con Flyn.
—Paciencia, cariño —me indica—. Ese niño necesita paciencia y calorcito humano. Obsérvalo e intenta sorprenderlo. Seguro que si lo sorprendes, ese niño te adorará.
—La única manera de sorprenderlo es marchándome de esta casa. Créeme, papá, ese niño es...
—Un niño, hija. Con nueve años es un niño.
Resoplo y suspiro.
—Papá, Flyn es un viejo prematuro. Nada que ver con nuestra Irina. Protesta por todo, ¡me odia! Para él soy un grano en el culo. Tendrías que ver cómo me mira.
—Blanquita..., ese crío, para lo pequeño que es, ha sufrido mucho. Paciencia. Ha perdido a su madre, y aunque su tía se ocupa de él, estoy seguro de que se encuentra perdido.
—Eso no te lo niego. Intento acercarme a él, pero no me deja. Únicamente lo veo feliz cuando está enganchado a la Wii o a la Play, solo o con su tía.
Mi padre ríe.
—Es porque todavía no te conoce. Estoy seguro de que en cuanto conozca a mi blanquita no podrá vivir sin ti.
Al colgar lo hago con una tremenda sonrisa en los labios. Mi padre es el mejor. Nadie como él para subir mi autoestima y darme fuerzas para todo.
Es domingo, y Yulia propone que la acompañe al campo de tiro. Flyn y yo vamos con ella. Me presenta a todos sus amigos y, como siempre, cuando se enteran de que soy rusa, me toca oír la palabra «vodka», cómo no. ¡Qué pesaditos!
Observo que Yulia es una tiradora certera y me sorprende. Con su problema en la vista nunca habría pensado que pudiera practicar un deporte así. No me gustan las armas. Nunca me han agradado, y cuando Yulia me propone tirar, me niego.
—Yulia, ya te he dicho que no me gusta.
Sonríe. Me mira y murmura, dándome un beso en los labios:
—Pruébalo. Quizá te sorprenda.
—No. He dicho que no. Si a ti te gusta, ¡adelante! No seré yo quien te quite este placer. Pero no pienso hacerlo yo, ¡me niego! Es más, ni siquiera me parece aceptable que Flyn las vea con tanta naturalidad. Las armas son peligrosas, aunque sean olímpicas.
—En casa, están bajo llave. Él no las toca. Lo tiene prohibido —se defiende.
—Es lo mínimo que puedes hacer. Tenerlas bajo llave.
Mi alemana sonríe y desiste. Ya me va conociendo, y si digo no, es no.
Pasan unos cuantos días más y decido dar alegría a la casa. Me llevo de compras a Simona. La mujer me acompaña encantada y se ríe cuando ve las cortinas color pistacho que he comprado para el salón junto a los visillos blancos. Según ella, a la señorita no le gustarán, pero según yo, le tienen que gustar. Sí o sí. Trato infructuosamente de que Norbert y Simona me llamen Elena, pero es imposible. El «señorita» parece mi primer nombre, y al final dejo de intentarlo.
Durante días compramos todo lo que se me antoja. Yulia está feliz por verme tan motivada y da carta blanca a todo lo que yo quiera hacer en la casa. Sólo quiere que yo sea dichosa y se lo agradezco.
Tras meditarlo conmigo misma, sin decir nada, meto a Susto en el garaje. Hace mucho frío y su tos perruna me preocupa. El garaje es enorme, y el pobre animal no pasará tanto frío. Le cambio la bufanda por otra que he confeccionado en azul y está para comérselo. Simona, al verlo, protesta. Se lleva las manos a la cabeza. «La señorita se enfadará. Nunca ha querido animales en casa.» Pero yo le digo que no se preocupe. Yo me ocupo de la señorita. Sé que la voy a liar como se entere, pero ya no hay marcha atrás.
Susto es buenísimo. El animal no ladra. No hace nada, excepto dormitar sobre la limpia y seca manta que le he puesto en un discreto lugar del garaje. Incluso cuando Yulia llega con el coche, cotilleo y sonrío al ver que Susto es muy listo y que sabe que no se debe mover. Con la ayuda de Simona, lo sacamos fuera de la parcela para que haga sus necesidades, y pocos días después, Simona adora al perro tanto o más que yo.
Una mañana, tras desayunar, Yulia por fin me propone que le acompañe a la oficina. Encantada, me pongo un traje oscuro y una camisa blanca, dispuesta a dar una imagen profesional. Quiero que los trabajadores de mi chica se lleven una buena opinión de mí.
Nerviosa llego hasta la empresa Müller. Un enorme edificio y dos anexos componen las oficinas centrales en Múnich. Yulia va guapísima con su abrigo azulón de ejecutiva y su traje oscuro. Como siempre, es una delicia mirarla. Desprende sensualidad por sus poros, y autoridad. Eso último me pone. Cuando entramos en el impresionante hall, la rubia de recepción nos mira, y los vigilantes jurados saludan a la jefaza. ¡Mi chica! A mí me miran con curiosidad, y cuando voy a entrar por el torniquete, me paran. Yulia, rápidamente, con voz de ordeno y mando, aclara que soy su novia, y me dejan pasar sin la tarjetita con la V de visitante.
¡ mi chicarrona!
Yo sonrío. El rostro de Yulia es serio. Profesional. En el ascensor, coincidimos con una guapa chica morena. Yulia la saluda, y ella responde al saludo. Con disimulo observo cómo la mira esa mujer y por sus ojos sé que la desea. Estoy por pisotearle un pie, pero me contengo. No debo ser así. Me tengo que controlar. Cuando salimos del ascensor y llegamos a la planta presidencial, un «¡oh!» sale de mi boca. Esto nada tiene que ver con las oficinas de rusia. Moqueta negra. Paredes grises. Despachos blancos. Modernidad absoluta. Mientras camino al lado de mi Icegirl, observo el gesto serio de la gente. Todos me miran y especulan; en especial, las mujeres, que me escanean en profundidad.
Estoy algo intimidada. Demasiados ojos y expresiones serias me contemplan y, cuando nos paramos ante una mesa, Yulia dice a una rubia muy elegante y guapa:
—Buenos días, Leslie, te presento a mi novia, Elena. Por favor, pasa a mi despacho y ponme al día.
La joven me mira y, sorprendida, me saluda.
—Encantada, señorita Elena. Soy la secretaria de la señorita Volkova. Cuando necesite algo, no dude en llamarme.
—Gracias, Leslie —contesto, sonriendo.
Las sigo y entramos en el impresionante despacho de Yulia. Como era de esperar, es como el resto de la oficina, moderno y minimalista. Boquiabierta, me siento en la silla que ella me ha indicado y, durante un buen rato, escucho la conversación.
Yulia firma varios papeles que Leslie le entrega y, cuando por fin nos quedamos solas en el despacho, me mira y pregunta:
—¿Qué te parecen las oficinas?
—La bomba. Son preciosas si las comparas con las de Rusia.
Yulia sonríe y, moviéndose en su silla, susurra:
—Prefiero las de allí. Aquí no hay archivo.
Eso me hace reír. Me levanto. Me acerco a ella y cuchicheo:
—Mejor. Si yo no estoy aquí, no quiero que tengas archivo.
Divertidas, reímos, y Yulia me sienta en sus piernas. Intento levantarme, pero me sujeta con fuerza.
—Nadie entrará sin avisar. Es una norma importantísima.
Me río y la beso, pero de pronto mi ceño se frunce.
—¿Importantísima desde cuándo? —quiero saber.
—Desde siempre.
Toc... Toc... ¡¡Llamando los celos!! Y antes de que yo pregunte, Yulia confiesa:
—Sí, Len, lo que piensas es cierto. He mantenido alguna que otra relación en este despacho, pero eso se acabó hace tiempo. Ahora sólo te deseo a ti.
Intenta besarme. Me retiro.
—¿Me acabas de hacer la cobra? —inquiere, divertida.
Asiento. Estoy celosa. Muy celosa.
—Cariño... —murmura Yulia—, ¿quieres dejar de pensar tonterías?
Me deshago de sus manos. Rodeo la mesa.
—Con Betta, ¿verdad?
Un instante después de mencionar ese nombre, me doy cuenta de que no tenía que haberlo hecho. ¡Maldigo! Pero Yulia responde con sinceridad:
—Sí.
Tras un incómodo silencio, pregunto:
—¿Has tenido algo con Leslie, tu secretaria?
Yulia se repanchinga en la silla y suspira.
—No.
—¿Segura?
—Segurísima.
Pero aguijoneada por los celos insisto mientras el cuello comienza a picarme y me rasco.
—¿Y con la chica morena que subía con nosotros en el ascensor?
Piensa, y finalmente responde:
—No.
—¿Y con la rubia que estaba en recepción?
—No. Y no te toques el cuello, o los ronchones irán a peor.
No le hago caso y, no contenta con sus respuestas, pregunto:
—Pero ¿tú has dicho que has tenido sexo en este despacho?
—Sí.
¡Qué picor de cuello! No doy crédito y cuchicheo fuera de mí:
—Me estás diciendo que has jugado con alguien que trabaja en tu empresa.
—No.
Yulia se levanta y se acerca.
—Pero si acabas de decir que...
—Vamos a ver —me corta, quitándome la mano del cuello—, no he sido una monja y sexo he tenido con varias mujeres de la empresa y fuera de ella. Sí, cariño, no lo voy a negar. Pero jugar, lo que tú y yo llamamos jugar, no he jugado con ninguna en este despacho, a excepción de Betta y Amanda.
Al recordar a esas arpías, mi corazón bombea de forma irregular.
—Claro..., Amanda, la señorita Fisher.
—Que por cierto —aclara Yulia mientras me sopla el cuello— Se ha trasladado a Londres para desarrollar Müller en aquella ciudad.
Eso me congratula. Tenerla lejos me agrada, y Yulia, divirtiéndose con mis preguntas, me abraza y me besa en la frente.
—Para mí, hoy por hoy, la única mujer que existe eres tú, pequeña. Confía en mi cariño. Recuerda, entre nosotras no hay secretos ni desconfianzas. Necesitamos que todo sea así para que lo nuestro funcione.
Nos miramos.
Nos retamos, y finalmente, Yulia se acerca a mi boca.
—Si intento besarte, ¿me harás la cobra de nuevo?
No contesto a su pregunta.
—¿Tú confías en mí? —digo.
—Totalmente —responde—. Sé que no me ocultas nada.
Asiento, pero lo cierto es que le oculto cosas. Me azota un sentimiento de culpa. ¡Qué mal me siento! Nada que tenga que ver con sexo, pero le oculto cosas, entre ellas que escondo un perro en casa, que he saltado con la moto de Jurgen, y que su madre y Marta están apuntadas a un curso de paracaidismo.
¡Dios, cuántas cosas le oculto!
Yulia me mira. Yo sonrío y, al final, resoplo y cuchicheo:
—¡Mira cómo se me ha puesto el cuello por tu culpa!
Yulia ríe y me coge entre sus brazos.
—Creo que voy a ordenar que hagan un archivo en mi despacho para cuando me vengas a visitar, ¿qué te parece?
Suelto una carcajada, la beso y, olvidándome de mis culpabilidades y mis celos, musito:
—Es una excelente idea, señorita Volkova.
Los fines de semana consigo despegar a la pitufa gruñona y al enfadica del sofá. Ellos estarían todo el santo día pegados a la Wii y a la televisión. ¡Vaya dos! Vamos al cine, al teatro, a comer hamburguesas, y veo que se lo pasan bien. ¿Por qué siempre les cuesta tanto arrancar de casa? Alguna noche Yulia me sorprende y me invita a cenar a un restaurante. Después me lleva a una impresionante sala de fiestas, y ahí tomamos algo mientras nos divertimos besándonos y hablando.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:17 pm

No ha vuelto a comentar nada sobre nuestro suplemento sexual. Cuando hacemos el amor en nuestra cama, nos susurramos fantasías calientes al oído que nos ponen como una moto, pero de momento no hemos compartido sexo con nadie. ¿Tanto me quiere para ella?
Un domingo logro que salgan a pasear. Aparcamos el coche en un parking y caminamos hasta el Jardín Inglés, una maravilla de lugar en el centro de Múnich. Flyn no habla conmigo, pero yo intervengo continuamente en la conversación. Le joroba, pero al final no le queda más remedio que aceptarlo.
Por tarde los obligo a entrar en el campo de fútbol del Bayern de Múnich. Les horroriza la idea. Ellos son más de baloncesto. El sitio es enorme, grandioso, y, como si yo fuera alemana, les explico que ese equipo es el que más veces ha ganado la Bundesliga. Me escuchan, asienten, pero pasan de mí. Al final sonrío al ver sus caras de aburrimiento y, sobre las siete y media de la tarde, proponen ir a cenar. Me río. Yo a esta hora meriendo. Pero, consciente de que en especial Flyn lleva horario alemán, me amoldo.
Me llevan a un restaurante típico y aquí pruebo distintos tipos de cerveza. La Pilsen es rubia, la Weissbier es blanca y la Rauchbier, ahumada. Yulia me mira, yo las paladeo y al final digo, haciéndole reír:
—Como la Mahou cinco estrellas, ¡ninguna!
La base en los platos alemanes es la harina. La emplean para hacer absolutamente de todo. Eso me explica Yulia mientras devoro una weissburst o salchicha blanca. Está hecha de fino picado de ternera, especies y manteca. ¡Está de muerte! Flyn, divertido por la atención que le prestamos su tía y yo, mordisquea una rosquilla salada en forma de ocho llamada brenz. Su buen rollo y el mío es latente, y Yulia simplemente lo disfruta. Durante un buen rato nos traen distintos platos. Aunque los alemanes cenan ligero, yo tengo hambre y pido rábano cortado en finas rodajas y espolvoreado con sal. Me dicen que eso se llama radi. Después nos sirven obatzda, que es un queso preparado a base de camembert, mantequilla, cebolla y pimentón dulce. Y en el postre, me vuelvo loca con el germknödel, un pastel relleno de mermelada de ciruela, elaborado con azúcar, levadura, harina y leche caliente, y servido con azúcar glas y semillas de amapolas. Vamos..., todo muy light.
Por la noche, cuando regresamos a casa, estamos molidos. Hemos andado una barbaridad, y Flyn cae en la cama como un ceporro. Tumbadas en el sofá del comedor mientras vemos una película propongo bañarnos en la piscina. Yulia tiene los ojos cerrados y se niega.
—¿Te pasa algo, cielo?
—No —responde rápidamente.
—¿Te duele la cabeza? —pregunto, preocupada.
La miro. Ella me mira. De pronto, divertida, me coge como a un saco de patatas y me lleva hasta ella. Al llegar sólo encendemos la luz del interior de la piscina y, cuando no lo espera, la empujo y cae vestida al agua. Cuando saca la cabeza, me mira, yo levanto las cejas y pregunto, risueña:
—¿No me digas que te vas a enfadar?
Mi risa la hace reír a ella, y más cuando vestida me tiro el agua a su lado. Yulia me agarra y, mientras me hace cosquillas, murmura:
—Blanquita, eres una chica muy traviesa.
Sé que mis carcajadas por las cosquillas le llenan el alma y la hacen feliz. Durante un rato, jugamos a hacernos ahogadillas mientras nos vamos quitando la ropa hasta quedar desnudas. Nos besamos. Nos tentamos y, finalmente, nos hacemos el amor.
Nunca lo he hecho hasta ahora en una piscina, pero es excitante, morboso. Y con Yulia cuchicheándome al oído cosas que sabe que me ponen cardíaca todavía más.
Tras reponernos le propongo echar carreras en la piscina, pero es imposible. Yulia sólo quiere besarme y disfrutar de mí. Veinte minutos después, salimos del agua. Me dirijo hacia donde sé que hay toallas, cojo dos y vuelvo a su lado. Arropadas no sentamos en una bonita hamaca color café. La cómoda hamaca es como las que suelen estar sujetas a dos árboles, pero, en su defecto, aquí está enganchada a dos columnas.
Yulia se deja caer a mi lado, y abrazada a ella, nos movemos y parece que estamos flotando. Besos, caricias, y cuando me quiero dar cuenta, estoy sobre ella devorándole el pene. Tumbada boca arriba disfruta de mis atenciones, mientras jugueteo con ella y le doy besos pícaros y ardientes. Adoro su pene. Adoro la sensación de tenerlo en mi boca. Adoro su suavidad y adoro cómo Yulia me toca el pelo y me anima a chupárselo. Pero la impaciencia le puede. No se sacia nunca. Se levanta, planta los pies en el suelo a ambos lados de la hamaca y, dándome la vuelta, murmura en mi oreja mientras me penetra:
—Esto por tirarme a la piscina.
—Te voy a volver a tirar —susurro mientras la recibo.
—Pues te volveré a follar una y otra vez por ser una chica tan mala.
Sonrío. Me muerde el costado mientras con pasión sus manos aprietan mi cintura y me hace suya una y otra vez.
—Arquea las caderas para mí... Más..., más... —exige, agarrándome del pelo.
Me da un azote que resuena en toda la piscina. Yo jadeo. Hago lo que me pide. Me arqueo y profundiza más en mí. Gustosa de lo que me hace, mis jadeos retumban en la sala mientras, suspendida en la hamaca, voy y vengo ante las fuertes y maravillosas acometidas de mi amor. Una hora después, saciadas de sexo, nos vamos a nuestra habitación. Tenemos que descansar.
Por la mañana, cuando me levanto y bajo a la cocina, Simona me informa de que Yulia no ha ido a trabajar y que está en su despacho. Sorprendida, voy hasta donde está ella y nada más abrir la puerta y ver su rostro sé que está mal. Me asusto, pero, cuando me acerco a ella, dice:
—Len, no me agobies, por favor.
Nerviosa, no sé qué hacer. La miro, me siento frente a ella y me retuerzo las manos.
—Llama a Marta —me pide finalmente.
Con rapidez, hago lo que ha dicho.
Tiemblo.
Estoy asustada.
Yulia, mi fuerte y dura Icegirl, sufre. Lo veo en su rostro. En la crispación de su gesto. En sus ojos enrojecidos. Quiero acercarme a ella. Quiero besarla. Mimarla. Quiero decirle que no se preocupe. Pero Yulia no desea nada de eso. Yulia sólo desea que la deje en paz. Respeto lo que necesita y me mantengo en un segundo plano.
Media hora después, llega Marta. Trae su maletín. Al ver mi estado, con la mirada me pide que me tranquilice. Intento hacerlo mientras examina a su hermana con cuidado ante mi atenta mirada. Yulia no es una buena paciente y protesta todo el rato. Está insoportable.
Marta, sin inmutarse por sus gruñidos, se sienta frente ella.
—El nervio óptico está peor. Hay que meterte de nuevo en quirófano.
Yulia maldice. Protesta. No me mira. Sólo blasfema.
—Te dije que esto podía pasar —indica Marta con calma—. Lo sabes. Necesitas comenzar el tratamiento para poder hacerte el microbypass trabecular.
Oír tal cosa me enfada. No me ha comentado en todo este tiempo absolutamente nada de nada. Pero no quiero discutir. No es momento. Bastante tiene ella ya con esto. Pero, dispuesta a sumarme a lo que hablan, pregunto:
—¿Cuál es el tratamiento?
Marta lo explica. Yulia no me mira, y cuando finaliza, afirmo con seguridad:
—Muy bien, Yulia. Tú dirás cuándo lo comenzamos.
Como ya imaginaba, durante el tratamiento Yulia se ha vuelto todavía más insoportable. Una auténtica tirana con todos. No le hace gracia nada de lo que tiene que hacer y protesta día sí, día también. Como la conozco, no le hago ni caso, aunque a veces sienta unas irrefrenables ganas de meter su cabeza en la piscina y no sacarla.
Marta ha hablado con varios especialistas durante estos días. Como es lógico, quiere lo mejor para su hermana y me mantiene informada de todo. Las gotas que Yulia se tiene que echar en los ojos la destrozan. Le duele la cabeza, le revuelven el estómago y no le dejan ver bien. Se agobia.
—¿Otra vez? —protesta Yulia.
—Sí, cariño. Toca echarlas de nuevo —insisto.
Maldice, blasfema, pero, cuando ve que no me muevo, se sienta y, tras resoplar, me permite hacerlo.
Sus ojos están enrojecidos. Demasiado. Su color azul está apagado. Me asusto. Pero no dejo que vea el miedo que tengo. No quiero que se agobie más. Ella también está asustada. Lo sé. No dice nada, pero su furia me hace ver el temor que tiene a su enfermedad.
Es de noche y estamos envueltos por la oscuridad de nuestra habitación. No puedo dormir. Ella, tampoco. Sorprendiéndome, pregunta:
—Len, mi enfermedad avanza. ¿Qué vas a hacer?
Sé a lo que se refiere. Me acaloro. Deseo machacarle por permitirse pensar tonterías. Pero, volviéndome hacia ella en la oscuridad, respondo:
—De momento, besarte.
La beso, y cuando mi cabeza vuelve a estar sobre la almohada, añado:
—Y, por supuesto, seguir queriéndote como te quiero ahora mismo, cariño.
Permanecemos calladas durante un rato, hasta que insiste:
—Si me quedo ciega, no voy a ser una buena compañera.
La carne se me pone de gallina. No quiero pensar en ello. No, por favor. Pero ella vuelve al ataque.
—Seré un estorbo para ti, alguien que limitará tu vida y...
—¡Basta! —exijo.
—Tenemos que hablarlo, Len. Por mucho que nos duela, tenemos que hablarlo.
Me desespero. No tengo nada de que hablar con ella. Da igual lo que le pase. Yo la quiero y le voy a seguir queriendo. ¿Acaso no se da cuenta de ello? Pero, al final, sentándome en la cama, siseo:
—Me duele oírte decir eso. ¿Y sabes por qué? Porque me haces sentir que si alguna vez a mí me pasa algo debo dejarte.
—No, cariño —murmura, atrayéndome hacia ella.
—Sí..., sí, cariño —insisto—. ¿Acaso yo soy diferente a ti? No. Si yo tengo que plantearme tener que dejarte, tú deberás plantearte tener que dejarme a mí ante una enfermedad. —Con cierta sensación de agitación, continúo hablando—: ¡Oh, Dios!, espero que nunca me pase nada, porque, si encima de que me pasa algo, tengo que vivir sin ti, sinceramente, no sabría qué hacer.
Tras un silencio que me da a entender que Yulia ha comprendido lo que he dicho, me acerca a ella y besa mi frente.
—Eso nunca ocurrirá porque...
No le dejo continuar. Me levanto de la cama. Abro mi cajón. Saco varias cosas, entre ellas una media negra, y sentándome a horcajadas sobre ella, digo:
—¿Me dejas hacer algo?
—¿El qué? —pregunta, sorprendida por el giro de la conversación.
—¿Confías en mí?
Pese a la oscuridad de nuestra habitación, veo que asiente.
—Levanta la cabeza.
Me hace caso. Con delicadeza, paso la media negra alrededor de su cabeza, sobre sus ojos, y hago un nudo atrás.
—Ahora no ves absolutamente nada, ¿verdad?
No habla; sólo niega con la cabeza. Me tumbo sobre ella.
—Aunque algún día no me veas, adoro tu boca —la beso—, adoro tu nariz —la beso—, adoro tus ojos —los beso por encima de la media— y adoro tu bonito pelo y, sobre todo, tu manera de gruñir y enfadarte conmigo.
Me siento sobre ella, y cogiéndole las manos, las pongo sobre mi cuerpo.
—Aunque algún día no me veas —prosigo—, tus fuertes manos me podrán seguir tocando. Mis pechos se seguirán excitando ante tu roce y tu pene. ¡Oh, Dios, tu duro, alucinante, morboso y enloquecedor pene! —musito, excitada, mientras me aprieto contra ella—. Será el que me haga jadear, enloquecer y decirte eso de «Pídeme lo que quieras».
Las comisuras de sus labios se curvan. ¡Bien! Estoy consiguiendo que sonría. Con ganas de seguir, pongo en sus manos la joya anal y murmuro, llevándola a su boca.
—Chúpala.
Hace lo que le pido y después guío su mano hasta mi trasero y susurro cerca de su cara:
—Aunque algún día no me veas, seguirás introduciendo la joya en, como dices tú, «mi bonito culito». Y lo harás porque te gusta, porque me gusta y porque es nuestro juego, cariño. Vamos, hazlo.
Yulia, a tientas, toca mi trasero, y cuando localiza el agujero de mi ano, hace lo que le pido. Mete la joya anal, mi cuerpo la recibe, y ambas jadeamos.
Excitada por lo que estoy haciendo, paseo mi boca por su oreja.
—¿Te gusta lo que has hecho, cariño?
—Sí..., mucho —ronronea mientras me aprieta con sus manos las nalgas.
Su deseo sexual crece por segundos. Esto la excita mucho, y mientras mueve la joya en mí, digo, deseosa de volverla loca:
—Aunque algún día no me veas, podrás seguir devorándome a tu antojo. Abriré mis piernas para ti y para quien tú me digas, y te juro que disfrutaré y te haré disfrutar de ello como lo haces siempre. Y lo harás porque tú guiarás. Tú tocarás. Tú ordenarás. Soy tuya, cariño, y sin ti, nada de nuestro juego es válido porque a mí no me vale. —Yulia gime, y yo añado—: Vamos, hazlo. Juega conmigo.
Me bajo de su cuerpo y me tumbo a su lado. Tiro de su mano y la coloco sobre mí. A tientas, me toca; su boca, desesperada, pasea por mi cuerpo, por mi cuello, mis pezones, mi ombligo, mi monte de Venus, y le guío hasta dejarla justo entre mis piernas. Sin necesidad de que me lo pida, las abro para ella.
—¿Más abiertas? —pregunto.
Yulia me toca.
—Sí.
Sonrío, y me abro más.
En décimas de segundo me devora. Su lengua entra y busca mi clítoris. Juega con él. Tira de él con los labios, y cuando lo tiene hinchado, da toquecitos que me hacen gritar y arquearme, enloquecida. Me muevo. Jadeo. Ella mueve mi joya anal al mismo tiempo que tira de mi clítoris, y yo me vuelvo loca. Con fogosidad me agarra con sus manos los muslos y me menea a su antojo sobre su boca mientras yo, con mi mano, le toco el pelo y murmuro, gustosa:
—No necesitas ver para darme placer. Para hacerme feliz. Para volverme loca. Así..., cariño..., así.
Durante unos minutos, mi loca amor prosigue con su asolador ataque.
Calor..., calor..., tengo mucho calor, y ella me lo provoca.
En la oscuridad de la habitación, yo la observo. Con movimientos elegantes y felinos se mueve como una tigresa sobre mí, devorando a su presa. Ella a mí no me puede ver. La oscuridad y la media que le he puesto alrededor de los ojos se lo impiden. Su respiración se acelera. Su boca busca la mía y me besa. Instantes después, y sin hablar, con una de sus manos, coge su erección mientras con la otra toca la humedad de mi vagina.
—Estoy empapada por ti, cariño —le susurro al oído—. Sólo por ti.
Con desespero, guía su dura erección por mi hendidura, hasta que con un certero movimiento se introduce en mí. Las dos jadeamos. Yulia me agarra, se aprieta contra mí mientras menea sus caderas y yo apenas me puedo mover. Su peso me inmoviliza. Me chupa el cuello. Yo a ella le muerdo el hombro.
—Aunque algún día no me veas, seguirás poseyéndome con pasión, con fuerza y con vitalidad, y yo te recibiré siempre, porque soy tuya. Tú eres mi fantasía. Yo soy la tuya. Y juntas, disfrutaremos ahora y siempre, cariño.
Yulia no habla. Sólo se deja llevar por el momento. Y, cuando las dos llegamos al clímax, me abraza y afirma:
—Sí, cariño. Ahora y siempre.

Durante los días del tratamiento no va a trabajar. No puede. Desde casa yo le ayudo con los e-mails y respondo como una buena secretaria a todo lo que ella me pide. Cuando recibe algún correo de Amanda, siento ganas de degollarla. ¡Bruja! Con curiosidad cotilleo los mensajes entre ellas dos y me parto de risa al leer uno de meses atrás en el que Yulia le exige que cambie su actitud en cuanto a ella. Le explica que es una mujer con pareja y que su pareja para ella es lo primero. ¡bien, bien mi Icegirl! Me gusta ver que le ha dejado las cosas claras a esa lagarta.
En varias ocasiones, deseo meterle la cabeza en la papelera o graparle las orejas a la mesa cuando se pone tonta y gruñona. ¡Es insoportable! Pero, cuando se le pasa, ¡la adoro y me la como a besos!
Larissa, su madre, viene a visitarla y, cuando Yulia no está pendiente de nosotros, me anima para que vaya a por la moto de Hannah. Decididamente, voy a ir a por ella. Tras los días de tensión que estoy pasando con Yulia, necesito desfogarme. Y saltar con una moto de motocross, para mí, es la mejor opción.
El día de la operación se acerca. A Yulia le sube la tensión y yo intento relajarla de la mejor manera que sé. ¡Con sexo! Una de las noches en las que mi Icegirl está tumbada en la cama con un antifaz de gel frío sobre los ojos para que le descanse la vista, decido sorprenderla para que no piense en la operación. Cariñosa, me tumbo sobre ella y susurro sobre su boca:
—¡Hola, señorita Volkova!
Yulia se va a quitar el antifaz y yo le sujeto las manos.
—No..., no te lo quites.
—No te veo, cariño.
Acercando mi boca a su oído, musito para ponerle la carne de gallina:
—Para lo que voy a hacer, no me tienes que ver.
Sonríe, y yo también.
—Vamos a jugar a varios juegos quieras o no quieras.
—Vale..., pues quiero —dice con humor.
La beso. Me besa, y paladeo su pasión.
—Te explico cómo se juega, ¿te parece? —Yulia asiente—. El primer juego se llama «La pluma». Yo la paso por tu cuerpo, y si estás más de dos minutos sin reírte, sin hablar y sin quejarte, haré lo que me pidas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pequeña.
—El segundo juego se llama «La caja de los deseos y los castigos».
—Sugerente nombre. Éste creo que me va a gustar —asevera, riendo mientras me agarra por la cintura posesivamente.
Divertida, le quito las manos de mi cintura.
—Céntrate, cariño. En una cajita he metido cinco deseos y cinco castigos. Tú eliges uno, lo leo, y si no me concedes ese deseo, te impongo un castigo. —Yulia ríe, y prosigo—: Y el tercer juego trata de que tú te dejes hacer. Por lo tanto, quietecita que yo te hago. ¿Qué te parece?
—Perfecto —dice, alegre.
—Genial. Si veo que no te estás quietecita, te ataré, ¿entendido?
Yulia suelta una carcajada y asiente.
—Muy bien, señorita Volkova, lo primero que voy a hacer es desnudarla.
Con mimo, le quito la camiseta blanca y el pantalón de algodón negro que lleva. Cuando le voy a quitar los boxers, ¡guau!, ya está empalmada, y la boca se me reseca inmediatamente. Yulia es tentadora; muy, muy tentadora. Sin decirle nada, enciendo la cámara de vídeo; quiero que luego se vea en los juegos. Estoy segura de que le gustará y le hará reír.
Una vez que la tengo desnuda, cojo una pluma que he encontrado en la cocina. Comienzo a pasársela por el cuerpo. Delicadamente le rozo el cuello, y luego bajo la pluma hasta los pezones, y éstos se ponen duros ante el contacto. Sonrío. La pluma continúa por sus abdominales, rodeo su ombligo, y cuando llego a su pene, un jadeo hueco sale de su boca. Continúo divirtiéndome y los minutos pasan mientras sigo moviendo la pluma por su maravilloso cuerpo. Finalmente, coge mi mano.
—Señorita Katina, creo que he ganado. Ya han pasado más de dos minutos. No sea tramposa.
Miro el reloj y, sorprendida, me doy cuenta de que han pasado siete. ¡Cómo se me pasa el tiempo mientras disfruto de mi adicción! Sonrío y suelto la pluma.
—Tiene razón, señorita. ¿Qué desea que haga por usted?
Con un dedo dice que me acerque a ella. Sonrío y me agacho.
—Quiero que te desnudes, del todo.
Lo hago. Me quito el pijama y las bragas y, cuando estoy totalmente desnuda, le informo:
—Deseo cumplido, señorita.
Sin que pueda verme a causa del antifaz, me busca con las manos, hasta que me encuentra. Su mano toca mi estómago y después sube lentamente hasta mi pecho. Lo rodea y aprieta un pezón con sus dedos.
—Muy bien. Ya he cumplido su deseo. Pasemos al juego siguiente.
—¿El de deseo o castigo? —pregunta.
—¡Ajá!
Cojo la cajita donde he metido varios papelitos y la pongo ante ella. Tomo su mano y la introduzco en la caja.
—Coge un deseo, y yo lo leeré.
Yulia hace lo que le pido. Suelto la caja e, inventándome lo que pone, digo:
—Deseo una moto. ¿Le importa señorita que me traiga la mía de casa?
Su gesto cambia.
—Sí, me importa. No quiero que te mates.
Eso me hace soltar una carcajada. Y como no quiero discutir con ella, digo rápidamente:
—Muy bien, señorita Volkova. Como no va a satisfacer mi deseo, le toca coger un papelito de castigo.
Sonríe. Vuelve a hacer lo que le pido y leo:
—Su castigo por no querer cumplir mi deseo es estarse quieta y no tocarme mientras yo hago lo que quiero con su cuerpo.
Asiente. Sé que lo de la moto le ha cortado un poco el rollo, pero así sé yo por dónde cogerla para cuando me traiga la moto de su hermana.
Con un pincel y chocolate líquido, comienzo a pintarle el cuerpo. La cámara graba, y Yulia sonríe mientras yo rodeo sus pezones con chocolate. Luego, hago un camino que rodea sus abdominales, pasa por su ombligo y acaba en sus oblicuos. Mojo el pincel en más chocolate y ahora llego hasta su duro pene. Sonríe y se mueve. Lo pinto con delicadeza y noto su inquietud. Su impaciencia. Una vez que dejo el pincel llevo mi boca hasta sus pezones y los chupo. Paladeo el gusto a chocolate junto a su delicioso sabor. Me deleito. Sigo el sendero que he marcado. Bajo mi lengua por sus abdominales, y Yulia hace ademán de tocarme. Cojo sus manos y las retiro de mí mientras me quejo:
—No..., no..., no..., no puede usted tocarme. ¡Recuérdelo!
Yulia se mueve nerviosa. La estoy provocando. Rodeo con mi lengua su ombligo, y después, ansiosa, chupo sus oblicuos. Y cuando mi lengua llega a su pene y lo chupo, finalmente jadea. Paso mi lengua con deleite por donde sé que le vuelve loca una y otra vez. Se contrae. Rodeo con mimo su pene y muerdo con delicadeza el aparatito que me hace locamente feliz. Así estoy durante un buen rato, hasta que no puede más y, aún con el antifaz puesto, me exige:
—Fin del juego, pequeña. Ahora fóllame.
Encantada de la vida, hago lo que me pide. Me siento a horcajadas sobre ella y, mientras me empalo en su duro, ardiente y maravilloso pene, suspiro; el olor a chocolate y sexo nos rodea. Subo y bajo en busca de nuestro placer con mimo en tanto me abro poco a poco para recibirla. Pero la impaciencia de mi Icegirl puede con ella. Se quita el antifaz, lo tira al suelo y, antes de que me dé cuenta, me ha tumbado sobre la cama y, mirándome a los ojos, murmura:
—Ahora el mando lo tomo yo. Pasamos al tercer juego. Ya sabes, amor: estate quietecita o te tendré que atar.
Sonrío. Me besa. Me abre las piernas con sus piernas y sin piedad me vuelve a penetrar, y yo jadeo. Intento moverme, pero su peso me tiene inmovilizada mientras se aprieta con fuerza dentro de mí.
—Una grabación muy excitante —susurra al ver la cámara frente a nosotras.
No puedo hablar. No me deja. Vuelve a meter su lengua en mi boca y me hace suya mientras mueve sus caderas una y otra vez, y yo jadeo enloquecida. El juego le ha sobreexcitado, le ha hecho olvidar la operación y, subiendo mis piernas a sus hombros, comienza a bombear dentro de mí con pasión. Con deleite.
Esa noche Yulia duerme abrazada a mí. Hemos visto la grabación y nos hemos reído. La he sorprendido con mis juegos y, antes de dormirme, me dice al oído:
—Me debes la revancha.
Dos días después, la operan.
Marta y su equipo le hacen en los ojos el microbypass trabecular. Sólo decir el nombre me da miedo. Junto a su madre, aguardo en la sala de espera del hospital. Estoy nerviosa. Mi corazón late acelerado. Mi amor, mi chica, mi novia, mi alemana, está sobre la mesa de un quirófano y sé que no lo está pasando bien. No lo dice, pero sé que está asustada.
Larissa me toma las manos, me da fuerzas y yo se las doy a ella. Ambas sonreímos.
Espero..., espero..., espero... El tiempo pasa lentamente, y yo espero.
Cuando para mí ha transcurrido una eternidad, Marta sale del quirófano y nos mira con una amplia sonrisa. Todo ha ido estupendamente bien, y aunque el alta es inmediata, ella ha mentido a Yulia y le ha dicho que tiene que pasar la noche allí. Yo asiento. Larissa se relaja, y las tres nos abrazamos.
Insisto en quedarme esta noche con ella en el hospital. En la oscuridad de la habitación la miro. La observo. Yulia está dormida, y yo no puedo dormir. No me imagino una vida sin ella. Estoy tan enganchada a mi amor que pensar en que algún día lo nuestro pueda terminar me rompe el corazón. Cierro los ojos, y finalmente, agotada, me duermo.
Cuando despierto, me encuentro directamente con la mirada de mi chica. Postrada en la cama me observa y, al ver que abro los ojos, sonríe. Yo la imito.
Esa mañana le dan el alta y regresamos a nuestra casa. A nuestro hogar.
Con los días, la recuperación de Yulia es alucinante. Tiene una fortaleza de hierro y, tras las revisiones pertinentes, sus médicos le dan el alta. Ambas estamos felices y retomamos nuestras vidas.
Una mañana, cuando se va a trabajar, le pido a Yulia que me lleve a la casa de su madre. Mi objetivo es ver el estado de la moto de Hannah. A ella no le digo nada, o sé que me la va a montar. Cuando Yulia se marcha, su madre y yo vamos al garaje. Y tras retirar varias cajas y ponernos de polvo hasta las cejas, aparece la moto. Es una Suzuki amarilla RMZ de 250.
Sonia se emociona, coge un casco amarillo y me dice:
—Tesoro, espero que te diviertas con ella tanto como mi Hannah se divirtió.
La abrazo y asiento. Calmo su angustia, y cuando se marcha y me deja sola en el garaje, sonrío. Como era de esperar, la moto no arranca. La batería, tras tanto tiempo sin ser utilizada, ha muerto. Dos días más tarde aparezco por la casa con una batería nueva. Se la pongo, y la moto arranca al instante. Encantada por estar sobre una moto, me despido de Larissa y me encamino hacia mi nueva casa. Disfruto del pilotaje y tengo ganas de gritar de felicidad. Cuando llego, Simona y Norbert me miran, y este último me avisa:
—Señorita, creo que a la señora no le va a gustar.
Me bajo de la moto y, quitándome el casco amarillo, respondo:
—Lo sé. Con eso ya cuento.
Cuando Norbert se marcha refunfuñando, Simona se acerca a mí y cuchichea:
—Hoy, en «Locura esmeralda», Luis Alfredo Quiñones ha descubierto que el bebé de Esmeralda Mendoza es suyo y no de Carlos Alfonso. Ha visto en su nalguita izquierda la misma marca de nacimiento que tiene él.
—¡Oh, Dios, y me lo he perdido! —protesto, llevándome la mano al corazón.
Simona niega con la cabeza. Sonríe y me confiesa, haciéndome reír:
—Lo he grabado.
Aplaudo, le doy un beso, y corremos juntas al salón para verlo.
Tras ver la horterada de telenovela que me tiene enganchada, regreso al garaje. Quiero hacerle una puesta a punto a la moto antes de usarla con regularidad y acompañar a Jurgen y sus amigos por los caminos de tierra a los que ellos van. Lo primero que he de hacer es cambiarle el aceite. Norbert, a regañadientes, va a comprarme aceite para la moto. Una vez que lo trae me posiciono en un recoveco del garaje de difícil acceso y comienzo a hacerle una estupenda puesta a punto tal como me enseñó mi padre.
Tras la visita a Müller y la operación de Yulia, decido que de momento no quiero trabajar. Ahora puedo elegir. Quiero disfrutar de esa sensación de plenitud sin prisas, problemas y cuchicheos empresariales. Demasiada gente desconocida dispuesta a machacarme por ser la extranjera novia de la jefaza. No, ¡me niego! Prefiero pasear con Susto, ver «Locura esmeralda», bañarme en la maravillosa piscina cubierta o irme con Jurgen, el primo de Yulia, a correr con la moto. Ésta es una maravilla y tira que da gusto. Yulia no sabe nada. Se lo oculto, y Jurgen me guarda el secreto. De momento, mejor que no se entere.
Un miércoles por la mañana me voy con Marta y Larissa al campo, donde siguen el curso de paracaidismo. Entusiasmada veo cómo el instructor les indica lo que tienen que hacer cuando estén en el aire. Me animan a que participe, pero prefiero mirar. Aunque tirarse en paracaídas tiene que ser una chulada, cuando lo veo tan cercano me acojona. Van a hacer su primer salto libre, y están nerviosas. ¡Yo, histérica! Hasta el momento siempre lo han hecho enganchadas a un monitor, pero esta vez es diferente.
Pienso en Yulia, en lo que diría si supiera esto. Me siento fatal. No quiero ni imaginar que pueda salir algo mal. Larissa parece leerme el pensamiento y se acerca a mí.
—Tranquila, tesoro. Todo va a salir bien. ¡Positividad!
Intento sonreír, pero tengo la cara congelada por el frío y los nervios.
Antes de subir a la avioneta, ambas me besan.
—Gracias por guardarnos el secreto —dice Marta.
Cuando se montan en la avioneta les digo adiós con la mano. Nerviosa, observo cómo el avión coge altura y desaparece casi de mi vista. Un monitor se ha quedado conmigo y me explica cientos de cosas.
—Mira..., ya están en el aire.
Con el corazón en la boca, veo caer unos puntitos. Angustiada, compruebo cómo los puntitos se acercan..., se acercan..., y, cuando estoy a punto de gritar, los paracaídas se abren y aplaudo al punto del infarto. Minutos después, cuando toman tierra, Larissa y Marta están pletóricas. Gritan, saltan y se abrazan. ¡Lo han conseguido!
Yo aplaudo de nuevo, pero sinceramente no sé si lo hago porque lo han logrado o porque no les ha pasado nada. Sólo con pensar en lo que Yulia diría, se me abren las carnes. Cuando me ven, corren hacia mí y me abrazan. Como tres niñas chicas, saltamos emocionadas.
Por la noche, cuando Yulia me pregunta dónde he estado con su madre y su hermana, miento. Me invento que hemos estado en un spa dándonos unos masajes de chocolate y coco. Yulia sonríe. Disfruta con lo que me invento, y yo me siento mal. Muy mal. No me gusta mentir, pero Larissa y Marta me lo han hecho prometer. No las puedo defraudar.
Una mañana, Frida me llama por teléfono y una hora después llega a casa acompañada por el pequeño Glen. ¡Qué rico está el mocosete! Charlamos durante horas, y me confiesa que es una acérrima seguidora de «Locura esmeralda». Eso me hace reír. ¡Qué fuerte! No soy la única joven de mi edad que la ve. Al final, Simona va a tener razón en cuanto a que esa telenovela mexicana está siendo un fenómeno de masas en Alemania. Tras varias confidencias, le enseño la moto y a Susto.
—Elena, ¿te gusta enfadar a Yulia?
—No —respondo, divertida—. Pero tiene que aceptar las cosas que a mí me gustan igual que yo acepto las que le gustan a ella, ¿no crees?
—Sí.
—Odio las pistolas, y yo acepto que ella haga tiro olímpico —insisto para justificarme.
—Sí, pero lo de la moto no le va a hacer ninguna gracia. Además, era de Hannah y...
—Sea la moto de Hannah o de Pepito Grillo se va a enfadar igual. Lo sé y lo asumo. Ya encontraré el mejor momento para contárselo. Estoy segura de que, con tiento y delicadeza por mi parte, lo entenderá.
Frida sonríe y, mirando a Susto, que nos observa, comenta:
—Más feo el pobrecito no puede ser, pero tiene unos ojitos muy lindos.
Embobada, me río y le doy un beso en la cabeza al animal.
—Es precioso. Guapísimo —afirmo.
—Pero Elena, esta clase de perro no es muy bonita. Si quieres un perro, yo tengo un amigo que tiene un criadero de razas preciosas.
—Pero yo no quiero un perro para lucirlo, Frida. Yo quiero un perro para quererlo, y Susto es cariñoso y muy bueno.
—¿Susto? —repite, riendo—. ¿Lo has llamado Susto?
—La primera vez que lo vi me dio un susto tremendo —le aclaro animadamente.
Frida comprende. Repite el nombre, y el animal da un salto en el aire mientras el pequeño Glen sonríe. Tras pasar varias horas juntas, cuando se marcha promete llamarme para vernos otro día.
Por la tarde telefoneo a mi hermana. Llevo tiempo sin hablar con ella y necesito oír su voz.
—Cuchu, ¿qué te ocurre? —pregunta, alertada.
—Nada.
—¡Oh, sí!, algo te ocurre. Tú nunca me llamas —insiste.
Eso me hace reír. Tiene razón, pero, dispuesta a disfrutar del parloteo de mi loca Annya, contesto:
—Lo sé. Pero ahora que estoy lejos te echo mucho de menos.
—¡Aisss, mi cuchufletaaaaaaaaaaaaaa...! —exclama, emocionada.
Hablamos durante un buen rato. Me pone al día en relación con su embarazo, sus vómitos y sus náuseas, y por extraño que parezca no me habla de sus problemas maritales. Eso me sorprende. Yo no saco el tema. Eso es buena señal.
Cuando cuelgo tras una hora de conversación, sonrío. Me pongo el abrigo y voy al garaje. Susto, a mi silbido, sale de su escondrijo y, encantada, me voy a dar un paseo con él.
Dos días después, una mañana, cuando Flyn y Yulia se van al colegio y al trabajo respectivamente, comienzo la remodelación del salón. Pasamos mucho tiempo en él y necesito darle otro aire. Yo misma me encargo de hacer los cambios. Norbert se horroriza por verme encima de la escalera. Dice que si la señorita me viera me regañaría. Pero yo estoy acostumbrada a esas cosas, y descuelgo y cuelgo cortinas encantada de la vida. Sustituyo los cojines de cuero oscuro por los míos color pistacho, y el sillón ahora parece moderno y actual, y no soso y aburrido.
Sobre la bonita mesa redonda coloco un jarrón de cristal verde y con unas maravillosas calas rojas. Quito las figuras oscuras que Yulia tiene sobre la chimenea y coloco varios marcos con fotografías. Son tanto de mi familia como de la de Yulia, y me enternezco al ver a mi sobrina Irina sonreír.
¡Qué linda es! Y cuánto la echo en falta.
Sustituyo varios cuadros, a cuál más feo, y pongo los que yo he comprado. En un lateral del salón, cuelgo un trío de cuadros de unos tulipanes verdes. ¡Queda monísimo!
Por la tarde, cuando Flyn regresa del colegio y entra en el salón, su gesto se contrae. La estancia ha cambiado mucho. Ha pasado de ser un lugar sobrio a uno colorido y lleno de vida. Le horroriza, pero me da igual. Sé que cualquier cosa que haga no le gustará.
Cuando Yulia llega por la tarde la impresión de lo que ve le deja muda. Su sobrio y oscuro salón ha desaparecido para dejar paso a una estancia llena de alegría y luz. Le gusta. Su cara y su gesto me lo dicen y, cuando me besa, yo sonrío ante la cara de disgusto del pequeño.
Al día siguiente Yulia decide llevar a Flyn al colegio. Por norma, siempre lo hace Norbert y el niño acepta contento. Los acompaño en el coche. No sé dónde está pero estoy deseosa de dar un paseo por mi cuenta por la ciudad.
A Yulia no le hace gracia que yo ande por Múnich sola, pero mi cabezonería puede con la suya y al final accede. En el camino recogemos a dos niños, Robert y Timothy. Son charlatanes y me miran con curiosidad. Yo me percato de que ambos llevan un skate de colores en las manos, justo el juguete que Yulia prohíbe a Flyn. Cuando llegamos al colegio, para el coche, los críos abren la puerta y se bajan. Flyn lo hace el último. Después, cierra la puerta.
—¡Vaya!, no me ha dado un besito —me mofo.
Yulia sonríe.
—Dale más tiempo.
Suspiro, volteo los ojos y me río.
—¿Tú me das un besito? —pregunto cuando voy a bajarme del coche.
Sonriendo, Yulia me atrae hacia ella.
—Todos los que tú quieras, pequeña.
Me besa y yo disfruto de su posesivo beso mientras dura.
—¿Estás segura de que sabes regresar tú sola hasta la casa?
Divertida, asiento. No tengo ni idea, pero sé la dirección y estoy segura de que no me perderé. Le guiño un ojo.
—Por supuesto. No te preocupes.
No está muy convencida de dejarme aquí.
—Llevas el móvil, ¿verdad?
Lo saco de mi bolsillo.
—A tope de carga, por si tengo que pedir ¡auxilio! —respondo con guasa.
Al final, mi loca amor sonríe, le doy un beso y me bajo del vehículo. Cierro la puerta, arranca y se va. Sé que me mira por el espejo retrovisor y con la mano digo adiós como una tonta. ¡Madre mía, qué enamoradita estoy!
Cuando el coche tuerce hacia la izquierda y la pierdo de vista miro hacia el colegio. Hay varios grupos de niños en la entrada y, desde mi posición, observo que Flyn se queda parado en un lateral. Está solo. ¿Dónde están Robert y Timothy? Me quedo parada tras un árbol y observo que con disimulo mira hacia una guapa niña rubia, y me emociono.
¡Aisss, mi pitufo enfadica tiene corazoncito!
Se apoya en la verja del colegio y no le quita la mirada de encima mientras ella juega y habla con otros niños. Sonrío.
Suena un timbre y los críos comienzan a entrar. Flyn no se mueve. Espera a que la niña y sus amigas entren en el colegio, y luego lo hace él. Con curiosidad lo sigo con la mirada y de pronto veo que Robert, Timothy y otros dos chicos con sus skates en las manos se acercan a él y Flyn se para. Hablan. Uno de ellos le quita la gorra y se la tira al suelo. Cuando él se agacha a cogerla, Robert le da una patada en el trasero y Flyn cae de bruces contra el suelo. La sangre se me enciende. ¡Estoy indignada! ¿Qué hacen?
¡Malditos niños!
Los chavales, muertos de risa, se alejan y observo cómo Flyn se levanta y se mira la mano. Veo que tiene sangre. Se la limpia con un kleneex que saca de su abrigo, coge la gorra y, sin levantar la mirada del suelo, entra en el colegio.
Boquiabierta, pienso en lo que ha pasado mientras me pregunto cómo puedo hablar de eso con Flyn.
Una vez que el niño desaparece comienzo a andar, y pronto estoy en la vorágine de las calles de Múnich. Yulia me llama. Le indico que estoy bien y cuelgo. Tiendas..., muchas tiendas, y yo, disfrutando, me paro en todos los escaparates. Entro en una tienda de motocross y compro todo lo que necesito. Estoy emocionada. Cuando salgo más feliz que una perdiz, observo a los viandantes. Todos llevan un gesto serio. Parecen enfadados. Pocos sonríen. Qué poquito se parecen a mi pais en eso.
Paso caminando por un puente, el Kabelsteg. Me sorprendo al ver la cantidad de candados de colores que hay en él. Con cariño toco esas pequeñas muestras de amor y leo nombres al azar: Iona y Peter, Benni y Marie. Incluso hay candados a los que se le han sumado pequeños candaditos con otros nombres que imagino que son los hijos. Sonrío. Me parece superromántico, y me encantaría hacerlo con Yulia. Se lo tengo que proponer. Pero suelto una carcajada. Con seguridad pensará que me he vuelto loca a la par que ñoña.
Tras visitar una parte bonita de la ciudad, me paro ante una tienda erótica. Suena mi móvil. Yulia. Mi loca amor está preocupada por mí. Le aseguro que ninguna banda de albanokosovares me ha raptado, y tras hacerle reír me despido de ella. Divertida, entro en la tienda erótica.
Curiosa miro a mi alrededor. Es un local donde venden todo tipo de juguetes eróticos y lencería sexy, y está decorado con gusto y refinamiento. Las paredes son rojas, y todo lo que hay allí llama mi atención. Cientos de vibradores de colores y juguetes de formas increíbles están ante mí y curioseo. Veo unas plumas negras y las cojo. Me servirán para jugar otro día con Yulia. También elijo unos cubrepezones de lentejuelas negros de los que cuelgan unas borlas. La dependienta me indica que son reutilizables y que se pegan con unas almohadillas adhesivas al pezón. Me río. Imaginarme con esto puesto ante Yulia me da risa. Pero conociéndola, ¡le gustará! Cuando voy a pagar, me fijo en un lateral de la tienda y suelto una carcajada al ver unos disfraces. Sonrío y cojo uno de policía malota. Lo compro. Esta noche sorprenderé a mi Icegirl. Cuando salgo de la tienda con mi bolsa en la mano y una sonrisa de oreja a oreja, paso ante una ferretería. Recuerdo algo. Entro y compro un pestillo para la puerta. Quiero sexo en casa sin invitados imprevistos de ojos rasgados.
Tres horas después, tras patearme las calles de Múnich, cojo un taxi y llego hasta casa. Simona y Norbert me saludan y, mirando al hombre, le pido herramientas. Sorprendido, asiente, pero no pregunta. Me las proporciona.
Encantada de la vida con lo que Norbert me ha traído, subo a la habitación que comparto con Yulia y, en la puerta, pongo el pestillo. Espero que no le moleste, pero no quiero que Flyn nos pille mientras estoy vestida de policía malota o hacemos salvajemente el amor. ¿Qué pensaría el crío de nosotras?
Por la tarde, cuando Flyn regresa del colegio, como siempre está taciturno. Se encierra en su cuarto a hacer deberes. Simona le va a llevar la merienda y le pido que me deje hacerlo a mí. Cuando entro en la habitación, el niño está sentado la mesita enfrascado en sus deberes. Le dejo el plato con el sándwich y me fijo en su mano. La herida se ve.
—¿Qué te ha pasado en la mano? —pregunto.
—Nada —responde sin mirarme.
—Para no haberte pasado nada, tienes un buen rasponazo —insisto.
El crío levanta la vista y me escruta.
—Sal de mi cuarto. Estoy haciendo los deberes.
—Flyn..., ¿por qué estás siempre enfadado?
—No estoy enfadado, pero me vas a enfadar.
Su contestación me hace sonreír. Ese pequeño enano es como su tía, ¡hasta responde igual! Al final, desisto y salgo de la habitación. Voy a la cocina y cojo una coca-cola; la abro y doy un trago de la lata. Cuando la estoy tomando, aparece el niño y me mira.
—¿Quieres? —le ofrezco
Niega con la cabeza y se va. Cinco minutos después me siento en el salón y pongo la televisión. Miro la hora. Las cinco. Queda poco para que regrese Yulia. Decido ver una película y busco algo que me pueda interesar. No hay nada, pero al final en un canal pasan un episodio de «Los Simpson» y me quedo mirándolo.
Durante un rato, río por las ocurrencias de Homero y, cuando menos me lo espero, aparece Flyn a mi lado. Me mira y se sienta. Doy un trago a mi lata de coca-cola. El pequeño coge el mando con la intención de cambiar de canal.
—Flyn, si no te importa, estoy viendo la televisión.
Lo piensa. Deja el mando sobre la mesa, se acomoda en el sillón y, de pronto, dice:
—Ahora sí quiero una coca-cola.
Mi primer instinto es contestarle: «Pues ánimo, chato, tienes dos piernas muy hermosas para ir a por ella». Pero como quiero ser amable con él, me levanto y me ofrezco a traérsela.
—En un vaso y con hielo, por favor.
—Por supuesto —asiento, encantada por aquel tono tan apaciguado.
Más contenta que unas pascuas llego a la cocina. Simona no está. Cojo un vaso, le pongo hielo, saco la coca-cola del frigorífico y, cuando la abro, ¡zas!, la coca-cola explota. El gas y el líquido me entran en los ojos y nos empapamos la cocina y yo.
Como puedo, suelto la bebida en la encimera y, a tientas, busco el papel de cocina para secarme la cara. ¡Diosssssss, estoy empapada! Pero entonces me percato a través del espejo del microondas de que Flyn me observa con una cruel sonrisa por el hueco de la puerta.
¡La madre que lo parió!
Seguro que ha sido él quien ha movido la coca-cola para que explotara y por eso me la ha pedido con tanta amabilidad.
Respiro..., respiro y respiro mientras me seco, y limpio el suelo de la cocina. ¡**** niño! Una vez que termino, salgo como un toro de Osborne, y cuando voy a decirle algo al enano, convencida de que es el culpable de todo, me encuentro en el salón a Yulia con él en brazos.
—¡Hola, cariño! —me saluda con una amplia sonrisa.
Tengo dos opciones: borrarle la sonrisa de un plumazo y contarle lo que su riquísimo sobrino acaba de hacer, o disimular y no decir nada del minidelincuente que está en sus brazos. Opto por lo segundo, y entonces mi Icegirl deja al crío en el suelo, se acerca a mí y me da un dulce y sabroso beso en los labios.
—¿Estás mojada? ¿Qué te ha pasado?
Flyn me mira, y yo le miro, pero respondo:
—Al abrir una coca-cola me ha explotado y me he puesto perdida.
Yulia sonríe y, aflojándose la corbata, señala:
—Lo que no te pase a ti no le pasa a nadie.
Sonrío. No puedo evitarlo. En este momento entra Simona.
—La cena está preparada. Cuando quieran pueden pasar.
Yulia mira a su sobrino.
—Vamos, Flyn. Ve con Simona.
El pequeño corre hacia la cocina, y Simona va tras él. Entonces, Yulia se acerca a mí y me da un caliente y morboso beso en los labios que me deja ¡atontá!
—¿Qué tal tu día por Múnich?
—Genial. Aunque ya lo sabes. Me has llamado mil veces, ¡pesadita!
Yulia se muestra sonriente.
—Pesadita, no. Preocupada. No conoces la ciudad y me inquieta que andes sola.
Suspiro, pero no me da tiempo a responder.
—Pero cuéntame, ¿por dónde has estado?
Le explico a mi manera los lugares que he visitado, todos grandiosos y alucinantes y, cuando le comento lo del puente de los candados, me sorprende.
—Me parece una excelente idea. Cuando quieras, vamos al Kabelsteg a ponerlo. Por cierto, en Múnich hay más puentes de los enamorados. Está el Thalkirchner y el Großhesseloher.
—¿Alguna vez has puesto un candado tú ahí? —pregunto, sorprendida.
Yulia me mira..., me mira y, con media sonrisa, cuchichea:
—No, cuchufleta. Tú serás la primera que lo consiga.
Alucinadita me ha dejado. Mi Icegirl es más romántica de lo que yo imaginaba. Encantada por su respuesta y su buen humor, pienso en mi disfraz de policía malota. ¡Le va a encantar!
—¿Qué te parece si tú y yo vamos a cenar esta noche a casa de Björn?
¡Glups y reglups!
Desecho rápidamente mi disfraz de poli malota. Mi cuerpo se calienta en cero coma un segundo y me quedo sin aliento. Sé lo que significa esa proposición. Sexo, sexo y sexo. Sin quitarle los ojos de encima, asiento.
—Me parece una fantástica idea.
Yulia sonríe, me suelta, entra en la cocina y le oigo hablar con Simona. También escucho las protestas de Flyn. Se enfada porque su tía se marche. Una vez que mi loca amor regresa, me coge de la mano y dice:
—Vamos a vestirnos.
Yulia se asombra por el cerrojo que le enseño que he puesto en la habitación. Le prometo que sólo lo utilizaremos en momentos puntuales. Asiente. Lo entiende.
—He comprado algo que te quiero enseñar. Siéntate y espera —le comunico, ansiosa.
Entro presurosa al baño. No le digo lo del disfraz de poli malota. Esa sorpresa la guardo para otro día. Me quito la ropa y me coloco los cubrepezones. ¡Qué graciosos! Divertida, abro la puerta del baño y, en plan Mata Hari, me planto ante ella.
—¡Guau, nena! —exclama Yulia al verme—. ¿Qué te has comprado?
—Son para ti.
Divertida, muevo mis hombros y las borlas que cuelgan de los pezones se menean. Yulia ríe. Se levanta y echa el cerrojo. Yo sonrío. Cuando me acerco hasta ella y antes de tumbarme en la cama, mi loba hambrienta murmura:
—Me encantan, blanquita. Ahora los disfrutaré yo, pero no te los quites. Quiero que Björn los vea también.
Con una sonrisa acepto su beso voraz.
—De acuerdo, mi amor.
Una hora después, Yulia y yo vamos en su coche. Estoy nerviosa, pero esos nervios me excitan a cada segundo más. Mi estómago está contraído. No voy a poder cenar y, cuando llegamos a casa de Björn, mi corazón late como un caballo desbocado.
Como era de esperar, el guapísimo Björn nos recibe con la mejor de sus sonrisas. Es un tío muy sexy. Su mirada ya no resulta tan inocente como cuando estamos con más gente. Ahora es morbosa.
Me enseña su espectacular casa y me sorprendo cuando al abrir una puerta me indica que ésas son las oficinas de su despacho particular. Me explica que allí trabajan cinco abogados, tres hombres y dos mujeres. Cuando pasamos junto a una de las mesas, Yulia dice:
—Aquí trabaja Helga. ¿Te acuerdas de ella?
Asiento. Yulia y Björn se miran y, dispuesta a ser tan sincera como ellos, explico:
—Por supuesto. Helga es la mujer con la que hicimos un trío aquella noche en el hotel, ¿verdad?
Mi alemana se muestra asombrada por mi sinceridad.
—Por cierto, Yulia —dice Björn—, pasemos un momento a mi despacho. Ya que estás aquí, fírmame los documentos de los que hablamos el otro día.
Sin hablar entramos en un bonito despacho. Es clásico, tan clásico como el que tiene Yulia en su casa. Durante unos segundos, ambos ojean unos papeles, mientras yo me dedico a fisgar a su alrededor. Ellos están tranquilos. Yo no. Yo no puedo dejar de pensar en lo que deseo. Los observo, y me caliento. Los cubrepezones me endurecen el pecho mientras los oigo hablar, y me excito. Deseo que me posean. Quiero sexo. Ellos provocan en mí un morbo que puede con mi sentido, y cuando no puedo más, me acerco, le quito los papeles a Yulia de la mano y, con un descaro del que nunca me creí capaz, la beso.
¡Oh, sí! Soy una ¡loba!
Muerdo su boca con anhelo, y Yulia responde al segundo. Con el rabillo del ojo veo que Björn nos mira. No me toca. No se acerca. Sólo nos mira mientras Yulia, que ya ha tomado las riendas del momento, pasea sus manos por mi trasero, arrastrando mi vestido hacia arriba.
Cuando separa sus labios de los míos, soy consciente de lo que he despertado en ella y le susurro, extasiada, dispuesta a todo:
—Desnúdame. Juega conmigo. —Yulia me mira, y deseosa de sexo, musito sobre su boca—: Entrégame.
Su boca vuelve a tomar la mía y siento sus manos en la cremallera de mi vestido. ¡Oh, sí! La baja, y cuando ya ha llegado a su tope, me aprieta las nalgas. Calor.
Sin hablar, me quita el vestido, que cae a mis pies. No llevo sujetador y mis cubrepezones quedan expuestos para ella y su amigo. Excitación
Björn no habla. No se mueve. Sólo nos observa mientras Yulia me sienta sobre la mesa del despacho vestida solo con un tanga negro y los cubrepezones. Locura.
Me abre las piernas y me besa. Acerca su erección a mi sexo y lo aprieta. Deseo.
Me tumba sobre la mesa, se agacha y me chupa alrededor de los cubrepezones. Luego su boca baja hasta mi monte de Venus y, tras besarlo, enloquecida, agarra el tanga y lo rompe. Exaltación.
Sin más, veo que mira a su amigo y le hace una señal. Ofrecimiento.
Björn se acerca a ella, y los dos me observan. Me devoran con la mirada. Estoy tumbada en la mesa, desnuda, y con los cubrepezones y el tanga roto aún puesto. Björn sonríe, y tras pasear su caliente mirada por mi cuerpo, murmura mientras uno de sus dedos tira del tanga roto:
—Excitante.
Expuesta ante ellos y deseosa de ser su objeto de locura, subo mis pies a la mesa, me impulso y me coloco mejor. Llevo uno de mis dedos a mi boca, lo chupo y, ante la atenta mirada la mujer y el hombre a los que me estoy ofreciendo sin ningún decoro, lo introduzco en mi húmeda vagina. Sus respiraciones se aceleran, y yo meto y saco el dedo de mi interior una y otra vez. Me masturbo para ellos. ¡Oh, sí!
Sus ojos me devoran. Sus cuerpos están deseosos de poseerme, y yo de que lo hagan. Los tiento. Los reto con mis movimientos. Yulia pregunta:
—Len, ¿llevas en el bolso lo...?
—Sí —le corto antes de que termine la frase.
Yulia coge mi bolso. Lo abre y saca el vibrador en forma de pintalabios, y se sorprende al ver también la joya anal. Sonríe y se acerca a mí.
—Date la vuelta y ponte a cuatro patas sobre la mesa.
Hago caso. Mi dueña me ha pedido eso, y yo, gustosa, la obedezco. Björn me da un azotito en el trasero, y luego me lo estruja con sus manos mientras Yulia mete la joya en mi boca para que la lubrique con mi saliva. Los vuelvo locos, lo sé. Una vez que Yulia saca la joya de mi boca, me abre bien las piernas e introduce la joya en mi ano. Entra de tirón. Jadeo, y más cuando noto que la gira produciéndome un placer maravilloso mientras me tocan.
Con curiosidad miro hacia atrás y observo que los dos miran mi culo, mientras sus alocadas manos se pasean por mis muslos y mi vagina.
—Len —dice Yulia—, ponte como estabas antes.
Me vuelvo a tumbar sobre la mesa mientras noto la joya en mi interior. Cuando mi espalda descansa de nuevo en el escritorio, Yulia me abre las piernas, me expone a los dos, y después se mete entre ellas y besa el centro de mi deseo. Me quemo.
Su lengua, exigente y dura, toca mi clítoris, y yo salto.
—No cierres las piernas —pide Björn.
Me agarro con fuerza a la mesa y hago lo que me pide, mientras Yulia me coge por las caderas y me encaja en su boca. Gemidos de placer salen de mí, y mientras disfruto con ello, observo que Björn se quita los pantalones y se pone un preservativo.
De pronto, Yulia se para, le entrega a Björn el pequeño vibrador en forma de pintalabios, sale de entre mis piernas, y su amigo toma su lugar. Yulia se pone a mi lado, me echa el pelo hacia atrás y sonríe. Me mima y me besa. Björn, que ha entendido el mensaje, enciende el vibrador. Yulia, cargada de erotismo, murmura:
—Vamos a jugar contigo y después te vamos a follar como anhelas.
Las manos de Björn recorren mis piernas. Las toca. Se acomoda entre ellas y pasa uno de sus dedos por mis húmedos labios vaginales. Después, dos, y cuando los ha abierto para dejar al descubierto mi ya hinchado clítoris, pone el vibrador sobre él, y yo grito. Me muevo. Aquel contacto tan directo me vuelve loca.
—No cierres las piernas, preciosa —insiste Björn, y me lo impide.
Yulia me besa. Pone una de sus manos sobre mi abdomen para que no me mueva, mientras Björn aprieta el vibrador en mi clítoris, y yo grito cada vez más. Esto es asolador. Tremendo. Voy a explotar. Mi ano está lleno. Mi clítoris, enloquecido. Mis pezones, duros.
Dos seres juegan conmigo y no me dejan moverme, y creo que no lo voy a poder aguantar. Pero sí..., mi cuerpo acepta las sacudidas de placer que todo esto me provoca y, cuando me he corrido, Björn me penetra, y Yulia mete su lengua en mi boca.
—Así..., pequeña..., así.
Ardo. Me quemo. Abraso.
Entregada a ellos, a lo que me piden, disfruto mientras mi Icegirl me hace el amor con su boca, y Björn se mete en mí una y otra vez.
Nunca había imaginado que algo así pudiera gustarme tanto.
Nunca había imaginado que yo pudiera prestarme a algo así.
Nunca había imaginado que yo iniciaría un juego tan carnal, pero sí, yo lo he comenzado. Me he ofrecido a ellos y ansío que jueguen, me devoren y hagan conmigo lo que quieran. Soy suya. De ellos. Me gusta esa sensación y deseo continuar. Anhelo más.
El calor es abrasador. Yulia, entre beso y beso, dice cosas calientes y morbosas en mi boca, y yo enloquezco de excitación. Mientras, Björn sigue penetrándome sobre la mesa de su despacho una y otra vez, a la par que me da azotitos en el trasero.
Me llega el clímax y grito mientras me abro para que Björn tenga más accesibilidad a mi interior. Yulia me muerde la barbilla y, segundos después, es Björn quien se deja ir.
Acalorada, excitada, enardecida y con ganas de más juegos respiro con dificultad sobre la mesa. Yulia me coge entre sus brazos, y aún con el tanga roto colgando de mi cuerpo, y la joya anal, me saca del despacho. Traspasamos la vacía oficina y entramos en la casa de Björn. Allí vamos hasta un baño. Éste, que nos sigue, no entra. Sabe cuándo y dónde debe estar, y sabe que ese momento es íntimo entre Yulia y yo.
Cuando entramos en el baño, Yulia me deja en el suelo. Me quita los cubrepezones, se agacha y, con delicadeza, retira los restos del tanga. Yo sonrío, y cuando se levanta con él en la mano, suelto:
—Está claro que te gusta romperme la ropa interior.
Yulia sonríe. Lo tira en una papelera y, mientras se quita la camisa, asegura:
—Desnuda me gustas más.
Con la mirada risueña, pregunto:
—¿La joya?
Yulia sonríe y me da un cachete en el culo.
—La joya se queda donde está. Cuando la saque lo haré para meter otra cosa, si tú quieres.
Acto seguido, abre el grifo de la ducha, y ambas nos metemos. El pelo se me empapa y me abraza. No me enjabona.
—¿Estás bien, cariño?
Hago un gesto de asentimiento, pero ella, deseosa de oír mi voz, se separa de mí unos centímetros. Yo la miro y murmuro:
—Deseaba hacerlo, Yulia, y aún lo deseo.
Mi alemana sonríe y levanta una ceja.
—Me vuelves loca, pequeña.
Me agarro a su cuello y doy un salto para llegar a su boca. Ella me coge en volandas, y mientras el agua corre por nuestros cuerpos, nos besamos. La joya presiona mi ano.
—Quiero más —le confieso—. Me gusta la sensación que me produce que me ofrezcas y juegues conmigo. Me excita que me hables y digas cosas calientes. Me vuelve loca ser compartida, y quiero que lo vuelvas a hacer una y mil veces.
Su sonrisa seductora me hace temblar. Su delicadeza mientras me abraza es extrema, y yo me siento pletórica de felicidad.
Una vez fuera de la ducha, Yulia me envuelve en una esponjosa toalla, me coge en brazos de nuevo y, sin secarse y desnuda, me saca del baño. Me lleva hasta una habitación en color burdeos y me posa en la cama. Presupongo que es la habitación de Björn, que en este mismo momento sale de otro baño, desnudo y húmedo. Se ha duchado como nosotras.
Veo que ambos se miran y, sin hacer el más mínimo gesto, se han comunicado con la mirada. El juego continúa. Björn se dirige a un lateral de la habitación y la carne se me pone de gallina cuando escucho sonar la canción Cry me a river en la voz de Michael Bublé.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:19 pm

—Me comentó Yulia que te gusta mucho este cantante, ¿es cierto? —pregunta Björn
—Sí, me encanta —le confirmo tras mirar a mi Icegirl y sonreír.
Björn se acerca.
—He comprado este CD especialmente para ti.
Como una gata en celo y dispuesta a excitarlos de nuevo, me pongo de pie. Me quito la toalla, me toco los pechos y juego con ellos al compás de la música. Ellos me comen con la mirada. Tentadora, me revuelvo en la cama y me pongo a cuatro patas. Les enseño mi trasero, donde aún está la joya, y me contoneo al ritmo de la canción. Ambos me miran y veo sus erecciones duras y dispuestas para mí. Me bajo de la cama y, desnuda, los obligo a acercarse. Quiero bailar con los dos. Yulia me mira mientras le agarro de la cintura y obligo a Björn a que me aferre por detrás. Durante unos minutos, los tres, desnudos, mojados y excitados, bailamos esa dulce y sensual melodía. En tanto Yulia me devora la boca con pasión, Björn me besa el cuello y aprieta la joya en mi ano.
Morbo. Todo es morboso entre los tres en esta habitación. Ambos me sacan una cabeza y sentirme pequeña entre ellos me gusta. Sus erecciones latentes chocan contra mi cuerpo y las deseo. Se me seca la boca y sonrío a Yulia. Mi alemana, tras besarme, me da la vuelta, y veo los ojos de Björn. Su boca desea besarme, ¡lo sé!, pero no lo hace. Se limita a besarme los ojos, la nariz, las mejillas, y cuando sus labios rozan la comisura de mis labios, me mira con deseo.
—Juega conmigo. Tócame —le susurro.
Björn asiente, y una de sus manos baja a mi vagina. La toca. La explora y mete uno de sus dedos en mí, haciéndome gemir. Yulia me muerde el hombro mientras sus manos vuelan por mi cuerpo hasta terminar en la joya. Le da vueltas, y las piernas me flaquean. Me agarra por la cintura y me dejo hacer. Soy su juguete. Quiero que jueguen conmigo.
Bailamos..., nos devoramos..., nos tocamos..., nos excitamos.
Ser el centro de atención de estos dos titanes me gusta. Me encanta. Sentirme perversa mientras ellos me tocan y desean es lo máximo para mí en este momento. Cierro los ojos, me aprietan contra sus cuerpos y sus erecciones me indican que están preparados para mí. Me enloquece esa sensación. Adoro ser su objeto de deseo.
La canción acaba, y comienza Kissing a fool, y mi excitación está por las nubes. Yulia y Björn están como yo. Al final, Yulia exige con voz cargada de tensión:
—Björn, ofrécemela.
Éste se sienta en la cama, me hace sentar delante de él, pasa sus brazos por debajo de mis piernas y me las abre. ¡Oh, Dios, qué morbo! Mi vagina queda abierta totalmente para mi amor. Yulia se agacha entre mis piernas, muerde mi monte de Venus y después mis labios vaginales. Tiemblo. Su ávida lengua me saborea y pronto encuentra mi clítoris. Juega. Lo tortura. Me enloquece, y el remate es cuando sus dedos da vueltas a la joya de mi ano. Grito.
—Me gusta oírte gritar de placer —cuchichea Björn en mi oído.
Yulia se levanta. Está enloquecida. Pone su duro pene en mi vagina y me penetra. ¡Oh, sí!... Sus penetraciones son duras y asoladoras mientras Björn continúa diciendo:
—Te voy a follar, preciosa. No veo el momento de volver a hundirme en ti.
Las maravillosas penetraciones de Yulia me hacen gritar de placer, mientras se hunde una y otra vez en mí consiguiendo arrancarme cientos de jadeos gustosos. Calientes. Perversos. De pronto, se para y, sin salir de mi interior, me agarra por la cintura y me alza. Me hunde más en ella. Björn se levanta de la cama, y en volandas, como si en una silla invisible estuviera sentada, Yulia continúa sus penetraciones mientras los fuertes brazos de Björn me sujetan y me lanzan una y otra vez contra mi Icegirl.
Soy su muñeca. Me desmadejo entre sus brazos cuando mi chillido placentero le hace saber a Yulia que he llegado al orgasmo y sale de mí. Björn me tumba en la cama, y Yulia, con su falo erecto, se acerca, me agarra por la cabeza y con rudeza lo introduce en mi boca. Lo chupo. Lo degusto, enloquecida. Oigo rasgar un preservativo e imagino que Björn se lo está poniendo. Segundos después, abre mis piernas sin contemplaciones y me penetra. ¡Sí! Extasiada por el momento que estos dos me están proporcionando, disfruto de la erección de Yulia. ¡Dios, me encanta!, hasta que segundos después se retira de mi boca y se corre sobre mi pecho.
Björn está muy excitado por lo que ve, así que me agarra por las caderas y comienza a bombear dentro de mí con fuerza. ¡Oh, sí!
Una..., dos..., tres..., cuatro..., cinco..., seis...
Mis gemidos de placer salen descontrolados de mi boca mientras ellos dos se hacen con mi cuerpo. Me poseen a su antojo, y yo accedo. Yo quiero. Yo me abro a ellos, hasta que Björn se corre y yo con él. Yulia, tan enloquecida como nosotros, extiende por mis pechos el jugo de su excitación y veo en sus vidriosos ojos que disfruta del momento. Todos disfrutamos.
La música va in crescendo, y nuestros cuerpos se acompasan. Yulia me besa y yo gozo. Tras salir de mí, Björn mete su cabeza entre mis piernas y busca mi clítoris. Desea más. Lo aprieta entre sus labios y tira de él. Me retuerzo. Mueve la joya en mi ano. Grito. Su boca muerde la cara interna de mis muslos mientras Yulia me masajea la cabeza y me mira. Calor..., tengo calor y creo que me voy a correr otra vez. Pero cuando estoy a punto de hacerlo, oigo decir a Yulia:
—Todavía no, pequeña...Ven aquí.
Se sienta en la cama, me coge de la mano y tira de mí. Me hace sentar a horcajadas sobre ella y me penetra de nuevo. Quiero correrme. Necesito correrme. Como loca me muevo en busca de mi placer y, enloquecida, grito:
—No pares, Yulia. Quiero más. Os quiero a los dos dentro.
A través de las pestañas, veo que Yulia asiente. Björn abre un cajón y saca lubricante. Yulia, al verme tan enloquecida, detiene sus penetraciones.
—Escucha, amor, Björn va a poner lubricante para facilitar su entrada. —Asiento, y prosigue al ver mi mirada—: Tranquila..., nunca permitiría que nada te doliera. Si te duele, me avisas y paramos, ¿de acuerdo?
Le digo que sí y me besa; me aprieto contra ella y suspiro.
Yulia me acerca más a su cuerpo mientras su erección continúa proporcionándome placer. Björn, desde atrás, me da uno de sus azotes en el culo. Sonrío. Saca la joya de mi ano y siento que unta algo frío y húmedo mientras me susurra en el oído:
—No sabes cuánto te deseo, Elena. No veía el momento de penetrar este bonito culo tuyo. Voy a jugar contigo. Te voy a follar, y tú me vas a recibir.
Accedo. Quiero que lo haga, y Yulia añade:
—Eres mía, pequeña, y yo te ofrezco. Hazme disfrutar con tu orgasmo.
Con el dedo, Björn juguetea en mi interior, mientras Yulia me penetra y me dice cosas calientes. Muy calientes. Ardorosas. Ambos me conocen y saben que eso me excita. Segundos después, Björn le pide a Yulia que me abra para él. Mi Icegirl, sin retirar sus preciosos ojos de mí, me agarra de las cachas del culo y me muerde el labio inferior. Sin soltarme noto la punta de la erección de Björn sobre mi ano y cómo centímetro a centímetro, apretándome, se introduce en mí.
—Así, cariño..., poco a poco... —murmura Yulia tras soltarme el labio—. No tengas miedo. ¿Duele? —Niego con la cabeza, y él sigue—: Disfruta, mi amor..., disfruta de la posesión.
—Sí..., preciosa..., sí... tienes un culito fantástico... —masculla Björn, penetrándome—. ¡Oh, Dios!, me encanta. Sí, nena..., sí...
Abro la boca y gimo. La sensación de esa doble penetración es indescriptible y escuchar lo que cada uno dice me calienta a cada segundo más. Yulia me mira con los ojos brillantes por la expectación y, ante mis jadeos, me pide:
—No dejes de mirarme, cariño.
Lo hago.
—Así..., así..., acóplate a nosotros... Despacio..., disfruta...
Estoy entre dos seres que me poseen.
Dos seres que me desean.
Dos seres que deseo.
Cuatro manos me sujetan desde diferentes sitios, y ambos me llenan con delicadeza y pasión. Siento sus penes casi rozarse en mi interior, y me gusta verme sometida por y para ellos. Yulia me mira, toca mi boca con la suya, y cada uno de mis jadeos los toma para ella mientras me dice dulces y calientes palabras de amor. Björn me pellizca los pezones, me posee desde atrás y cuchichea en mi oído:
—Te estamos follando... Siente nuestras pollas dentro de ti...
Calor..., tengo un calor horroroso y, de pronto, noto como si toda la sangre de mi cuerpo subiera a la cabeza y grito, extasiada. Estoy siendo doblemente penetrada y enloquezco de placer. Me estrujan contra ellos exigiéndome más, y vuelvo a gritar hasta que me arqueo y me dejo ir. Ellos no paran; continúan con sus penetraciones. Yulia...Björn... Yulia... Björn... Sus respiraciones enloquecidas y sus movimientos me hacen saltar en medio de los dos, hasta que sueltan unos gruñidos, y sé que el juego, de momento, ha finalizado.
Con cuidado, Björn sale de mí y se tumba en la cama. Yulia no lo hace y quedo tendida sobre ella mientras me abraza. Durante unos minutos, los tres respiramos con dificultad mientras la voz de Michael Bublé resuena en la habitación, y nosotros recuperamos el control de nuestros cuerpos.
Pasados cinco minutos, Björn toma mi mano, la besa y susurra con una media sonrisa:
—Con vuestro permiso, me voy a la ducha.
Yulia sigue abrazándome, y yo lo abrazo a ella. Cuando quedamos solas en la cama, la miro. Tiene los ojos cerrados. Le muerdo el mentón.
—Gracias, amor.
Sorprendida, abre los ojos.
—¿Por qué?
Le doy un beso en la punta de la nariz que le hace sonreír.
—Por enseñarme a jugar y a disfrutar del sexo.
Su carcajada me hace reír a mí, y más cuando afirma:
—Estás comenzando a ser peligrosa. Muy peligrosa.
Media hora más tarde, duchados, los tres vamos a la cocina de Björn. Allí, sentados sobre unos taburetes, comemos y nos divertimos mientras charlamos. Les confieso que sus exigencias y su rudeza en ciertos momentos me excitan, y los tres reímos. Dos horas después, vuelvo a estar desnuda sobre la encimera de la cocina, mientras ellos me vuelven a poseer, y yo, gustosa, me ofrezco.

La vida con Icegirl va viento en poca a pesar de nuestras discusiones. Nuestros encuentros a solas son locos, dulces y apasionados, y cuando visitamos a Björn, calientes y morbosos. Yulia me entrega a su amigo, y yo acepto, gustosa. No hay celos. No hay reproches. Sólo hay sexo, juego y morbo. Los tres hacemos un excepcional trío, y lo sabemos; disfrutamos de nuestra sexualidad plenamente en cada encuentro. Nada es sucio. Nada es oscuro. Todo es locamente sensual.
Flyn es otro cantar. El pequeño no me lo pone fácil. Cada día que pasa lo noto más reticente a ser amable conmigo y a nuestra felicidad. Yulia y yo sólo discutimos por él. Él es la fuente de nuestras peleas, y el niño parece disfrutar.
Ahora acompaño a Norbert alguna mañana al colegio. Lo que Flyn no sabe es que cuando Norbert arranca el coche y se va, yo observo sin ser vista. No entiendo qué ocurre. No soy capaz de comprender por qué Flyn es el centro de las burlas de sus supuestos amigos. Lo vapulean, le empujan, y él no reacciona. Siempre acaba en el suelo. He de poner remedio. Necesito que sonría, que tenga confianza en sí mismo, pero no sé cómo lo voy a hacer.
Una tarde, mientras estoy en mi habitación tarareando la canción Tanto de Pablo Alborán, observo a través de los cristales que vuelve a nevar. Nieva sobre lo nevado, y eso me alegra. ¡Qué bonita que es la nieve! Encantada con ello, voy a la habitación de juegos donde Flyn hace deberes y abro la puerta.
—¿Te apetece jugar en la nieve?
El niño me mira y, con su habitual gesto serio, responde:
—No.
Tiene el labio partido. Eso me enfurece. Le cojo la barbilla y le pregunto:
—¿Quién te ha hecho esto?
El crío me mira y con mal genio responde:
—A ti no te importa.
Antes de contestar, decido callar. Cierro la puerta y voy en busca de Simona, que está en la cocina preparando un caldo. Me acerco a ella.
—Simona.
La mujer, secándose las manos en el delantal, me mira.
—Dígame, señorita.
—¡Aisss, Simona, por Dios, que me llames por mi nombre, Elena!
Simona sonríe.
—Lo intento, señorita, pero es difícil acostumbrarme a ello.
Comprendo que, efectivamente, debe de ser muy difícil para ella.
—¿Hay algún trineo en la casa? —pregunto.
La mujer lo piensa un momento.
—Sí. Recuerdo que hay uno guardado en el garaje.
—¡Genial! —aplaudo. Y mirándola, digo—: Necesito pedirte un favor.
—Usted dirá.
—Necesito que salgas al exterior de la casa conmigo y juegues a tirarnos bolas.
Incrédula, parpadea, y no entiende nada. Yo, divirtiéndome, le agarro las manos y cuchicheo:
—Quiero que Flyn vea lo que se pierde. Es un niño, y debería querer jugar con la nieve y tirarse en trineo. Vamos, demostrémosle lo divertido que puede ser jugar con algo que no sean las maquinitas.
En un principio, la mujer se muestra reticente. No sabe qué hacer, pero al ver que la espero, se quita el mandil.
—Deme dos segundos que me pongo unas botas. Con el calzado que llevo, no se puede salir al exterior.
—¡Perfecto!
Mientras me pongo mi plumón rojo y los guantes en la puerta de la casa, aparece Simona, que coge su plumón azul y un gorro.
—¡Vamos a jugar! —digo, agarrándola del brazo.
Salimos de la casa. Caminamos por la nieve hasta llegar frente al cuarto de juegos de Flyn, y allí comenzamos nuestra particular guerra de bolas. Al principio, Simona se muestra tímida, pero tras cuatro aciertos míos, ella se anima. Cogemos nieve y, entre risas, las dos nos la tiramos.
Norbert, sorprendido por lo que hacemos, sale a nuestro encuentro. Primero, es reticente a participar, pero dos minutos después, lo he conseguido, y se une a nuestro juego. Flyn nos observa. Veo a través de los cristales que nos está mirando y grito:
—Vamos, Flyn... ¡Ven con nosotros!
El niño niega con la cabeza, y los tres continuamos. Le pido a Norbert que traiga del garaje el trineo. Cuando lo saca, veo que es rojo. Encantada, me subo en él y me tiro por una pendiente llena de nieve. El guarrazo que me meto es considerable, pero la mullida nieve me para y me río a carcajadas. La siguiente en tirarse en Simona, y después lo hacemos las dos juntas. Terminamos rebozadas de nieve, pero felices, pese al gesto incómodo de Norbert. No se fía de nosotras. De pronto, y contra todo pronóstico, veo que Flyn sale al exterior y nos mira.
—¡Vamos, Flyn, ven!
El pequeño se acerca y le invito a sentarse en el trineo. Me mira con recelo, así que le digo:
—Ven, yo me sentaré delante y tú detrás, ¿te parece?
Animado por Simona y Norbert, el niño lo hace y con sumo cuidado me tiro por la pendiente. A mis gritos de diversión se unen los de él, y cuando el trineo se para, me pregunta, extasiado:
—¿Lo podemos repetir?
Encantada de ver un gesto en él que nunca había visto, asiento. Ambos corremos hasta donde está Simona y repetimos la bajada.
A partir de este momento, todo son risas. Flyn, por primera vez desde que estoy en Alemania, se está comportando como un niño, y cuando consigo convencerlo para que baje él solo en el trineo y lo hace, su cara de satisfacción me llena el alma.
¡Sonríe!
Su sonrisa es adictiva, preciosa y maravillosa, hasta que de pronto veo que la cambia, y al mirar en la dirección que él mira, observo que Susto corre hacia nosotros. Norbert se ha dejado el garaje abierto, y, al oír nuestros gritos, el animal no lo ha podido remediar y viene a jugar. Asustado, el niño se paraliza y yo doy un silbido. Susto viene a mí, y cuando le agarro de la cabeza, murmuro:
—No te asustes, Flyn.
—Los perros muerden —susurra, paralizado.
Recuerdo lo que el niño contó aquel día en la cama, y acariciando a Susto, intento tranquilizarlo:
—No, cielo, no todos los perros muerden. Y Susto te aseguro que no lo va a hacer. —Pero el niño no se convence, e insisto mientras alargo la mano—: Ven. Confía en mí. Susto no te morderá.
No se acerca. Sólo me mira. Simona lo anima, y Norbert también, y el niño da un paso adelante pero se para. Tiene miedo. Yo sonrío y vuelvo a decir:
—Te prometo, cariño, que no te va a hacer nada malo.
Flyn me mira receloso, hasta que de pronto Susto se tira en la nieve y se pone patas arriba. Simona, divertida, le toca la barriga.
—Ves, Flyn. Susto sólo quiere que le hagamos cosquillas. Ven...
Yo hago lo que hace Simona, y el animal saca la lengua por un lateral de su boca en señal de felicidad.
De pronto, el niño se acerca, se agacha y, con más miedo que otra cosa, le toca con un dedo. Estoy segura de que es la primera vez que toca a un animal en muchos años. Al ver que Susto sigue sin moverse, Flyn se anima y le vuelve a tocar.
—¿Qué te parece?
—Suave y mojado —murmura el crío, que ya le toca con la palma de la mano.
Media hora después, Susto y Flyn ya son amigos, y cuando nos tiramos en el trineo, Susto corre a nuestro lado mientras nosotros gritamos y reímos.
Todos estamos empapados y rebozados de nieve. Es divertido. Lo estamos pasando bien, hasta que oímos que un coche se acerca. Yulia. Simona y yo nos miramos. Flyn, al ver que es su tía, se queda paralizado. Eso me extraña. No corre en su busca. Cuando el vehículo se acerca, compruebo que Yulia nos observa y, por su cara, parece estar de mala leche. Vamos, lo normal. Sin que pueda evitarlo murmuro cerca de Simona:
—¡Oh, oh!, nos ha pillado.
La mujer asiente. Yulia para el coche. Se baja y da un portazo que me hace estimar el calibre de su enfado mientras camina hacia nosotros intimidatoriamente.
¡Madre mía! ¡Qué rebote tiene mi Icegirl!
Cuando quiere ser malota, es la peor. Nadie respira. Yo le miro. Ella me mira. Y cuando está cerca de nosotros, grita con gesto reprobador:
—¿Qué hace este perro aquí?
Flyn no dice nada. Norbert y Simona están paralizados. Todos me miran a mí, y yo respondo:
—Estábamos jugando con la nieve, y él está jugando con nosotros.
Yulia coge de la mano a Flyn y gruñe:
—Tú y yo tenemos que hablar. ¿Qué has hecho en el colegio?
El tono de voz que emplea con el crío me subleva. ¿Por qué tiene que hablarle así? Pero, cuando voy a decir algo, le escucho decir:
—Me han llamado del colegio otra vez. Por lo visto, has vuelto a meterte en otro lío y esta vez ¡muy gordo!
—Tía, yo...
—¡Cállate! —grita—. Vas a ir derechito al internado. Al final, lo vas a conseguir. Ve a mi despacho y espérame allí.
Simona, Norbert y el pequeño, tras la dura mirada de Yulia, se van.
Con gesto de tristeza, la mujer me mira. Yo le guiño un ojo, a pesar de que sé que me va a caer una buena. Telita el mosqueo que tiene el pollo alemán. Una vez solas, Yulia ve el trineo y las huellas que hay en la pendiente, y sisea:
—Quiero a ese perro fuera de mi casa, ¿me has oído?
—Pero Yulia..., escucha...
—No, no voy a escuchar, Len .
—Pues deberías —insisto.
Tras un duelo de miradas tremendo, finalmente grita:
—¡He dicho fuera!
—Oye, si vienes enfadada de la oficina, no lo pagues conmigo. ¡Serás borde...!
Resopla, se toca el pelo y farfulla:
—Te dije que no quería ver a ese chucho aquí y que yo sepa no te he dado permiso para que mi sobrino se monte en un trineo, y menos al lado de ese animal.
Sorprendida por el arranque de mal humor y dispuesta a presentar batalla, protesto.
—No creo que tenga que pedirte permiso para jugar en la nieve, ¿o sí? Si me dices que así es, a partir de hoy te pediré permiso por respirar. ¡Joder, sólo me faltaba oír esto!
Yulia no responde, y añado malhumorada:
—En cuanto a Susto, quiero que se quede aquí. Esta casa es lo bastante grande como para que no tengas que verlo si no quieres. Tienes un jardín que es como un parque de grande. Le puedo construir una caseta para que viva en ella y nos guardará la casa. No sé por qué te empeñas en echarlo con el frío que hace. Pero ¿no lo ves? ¿No te da pena? Pobrecito, hace frío. Nieva, y pretendes que lo deje en la calle. Venga, Yulia, por favor.
Mi Icegirl, que está impresionante con su traje y su abrigo azulón, mira a Susto. El perro le mueve el rabo, ¡animalillo!
—Pero, Len , ¿tú te crees que yo soy tonta? —dice, sorprendiéndome. Y como no respondo, afirma—: Este animal lleva ya tiempo en el garaje.
Mi corazón se paraliza. ¿Habrá visto también la moto?
—¿Lo sabías?
—Pero ¿me crees tan tonta como para no haberme dado cuenta? Pues claro que lo sabía.
Primero me quedo boquiabierta, y antes de que pueda responder, ella insiste:
—Te dije que no lo quería dentro de mi casa, pero, aun así, tú lo metiste y...
—Como vuelvas a decir eso de tu casa..., me voy a enfadar —siseo, sin mencionar la moto. Si ella no dice nada, mejor no sacar el tema en este momento—. Llevas tiempo diciéndome que considere esta casa como mía, y ahora, porque he dado cobijo a un pobre animal en tu puñetero garaje para que no se muera de frío y hambre en la calle, te estás comportando como una..., una...
—Gilipollas —acaba ella.
—Exacto —asiento—. Tú lo has dicho: ¡una gilipollas!
—Entre mi sobrino y tú vais a...
—¿Qué ha hecho Flyn en el colegio? —le corto.
—Se ha metido en una pelea, y al otro chico le han tenido que dar puntos en la cabeza.
Eso me sorprende. No veo yo a Flyn de ese calibre, aunque tenga el labio roto. Yulia se pasa la mano por la cabeza furiosa, mira a Susto y grita:
—¡Lo quiero fuera de aquí ya!
Tensión. El frío que hace no es comparable con el frío que siento en mi corazón, y antes de que ella vuelva a decir algo, la amenazo:
—Si Susto se va, yo me voy con él.
Yulia levanta las cejas con frialdad, y dejándome con la boca abierta, dice antes de darse la vuelta:
—Haz lo que quieras. Al fin y al cabo, siempre lo haces.
Y sin más, se marcha. Me deja allí plantada, con cara de idiota y con ganas de discutir más. Pasan diez minutos y continúo en el exterior de la casa junto al animal. Yulia no sale. No sé qué hacer. Por un lado, entiendo que hice mal al meter a Susto en el garaje, pero por otro no puedo dejar a este pobre animal en la calle.
Veo que Flyn se asoma por la cristalera de su cuarto de juegos y le saludo con la mano. Él hace lo mismo y me salta el corazón. Jugar, el trineo y Susto le han ido bien, pero no puedo dejar al perro en esa casa. Sé que sería otra fuente de problemas. Simona sale y se acerca a mí.
—Señorita, se va a resfriar. Está empapada y...
—Simona, tengo que encontrarle un hogar a Susto. Yulia no quiere que esté aquí.
La mujer cierra los ojos y asiente, pesarosa.
—Sabe que me lo quedaría en mi casa, pero a la señorita se molestaría. Lo sabe, ¿verdad? —Asiento, e indica—: Si quiere, podemos llamar a los de la protectora de animales. Ellos seguro que se lo encuentran.
Le pido que me localice el teléfono. No queda otro remedio. No entro en la casa. Me niego. Si veo a Yulia me la como en el mal sentido de la palabra. Camino con Susto por el sendero hasta llegar a la enorme verja. Salgo al exterior y juego con el animal, que está feliz por estar conmigo. Las lágrimas asoman a mis ojos y dejo que salgan. Contenerlas es peor. Lloro. Lloro desconsoladamente mientras le lanzo piedras al animal para que corra en su busca. ¡Pobrecillo!
Veinte minutos después, aparece Simona y me entrega un papel con un teléfono.
—Norbert dice que llamemos aquí. Que preguntemos por Henry y le digamos que llamamos de su parte.
Le doy las gracias y saco mi móvil del bolsillo y, con el corazón destrozado, hago lo que Simona me dice. Hablo con el tal Henry y me dice que en una hora pasarán a recoger al animal.
Ya es de noche. Obligo a Simona a entrar en la casa para que puedan cenar Yulia y Flyn, y yo me quedo en el exterior con Susto. Estoy congelada. Pero eso no es nada para el frío que ha debido de pasar el pobre animal todo este tiempo. Yulia me llama al móvil, pero la corto. No quiero hablar con ella. ¡Que le den!
Diez minutos después, unas luces aparecen en el fondo de la calle y sé que es el coche que viene a llevarse al animal. Lloro. Susto me mira. Una furgoneta de recogida de animales llega hasta donde estoy y se para. Me acuerdo de Curro. Él se fue y ahora también se va Susto. ¿Por qué la vida es tan injusta?
Se baja un hombre que se identifica como Henry, mira al animal y le toca la cabeza. Firmo unos papeles que me entrega y, mientras abre las puertas traseras de la furgoneta, me dice:
—Despídase de él, señorita. Me voy ya. Y, por favor, quítele lo que lleva al cuello.
—Es una bufanda que hice para él. Está resfriado.
El hombre me mira e insiste:
—Por favor, quíteselo. Es lo mejor.
Maldigo. Cierro los ojos y hago lo que me pide. Cuando tengo la bufanda en mis manos resoplo. ¡Uf!, qué momento más triste. Contemplo a Susto, que me mira con sus ojazos saltones y, agachándome, murmuro mientras le toco su huesuda cabeza:
—Lo siento, cariño, pero ésta no es mi casa. Si lo fuera, te aseguro que nadie te sacaría de aquí. —El animal acerca su húmedo hocico a mi cara, me da un lametazo, y yo añado—: Te van a encontrar un bonito hogar, un sitio calentito donde te van a tratar muy bien.
No puedo decir más. El llanto me desencaja el rostro. Esto es como volver a despedirme de Curro. Le doy un beso en la cabeza, y Henry coge a Susto y lo mete en la furgoneta. El animal se resiste, pero Henry está acostumbrado y puede con él. Y cuando cierra las puertas, se despide de mí y se va.
Sin moverme de donde estoy, veo cómo la furgoneta se aleja, y en ella va Susto. Me tapo la cara con la bufanda y lloro. Tengo ganas de llorar. Durante un rato, sola en esa oscura y fría calle, lloro como llevaba tiempo sin hacerlo. Todo es difícil en Múnich. Flyn no me lo pone fácil, y Yulia, en ocasiones, es fría como el hielo.
Cuando me doy la vuelta para regresar al interior de la casa, me sorprendo al ver a Yulia parada tras la verja. La oscuridad no me deja ver su mirada, pero sé que está clavada en mí. Tengo frío. Camino, y ella me abre la puerta. Paso por su lado y no digo nada.
—Len ...
Con rabia me vuelvo hacia ella.
—Ya está. No te preocupes. Susto ya no está en tu **** casa.
—Escucha, Len ...
—No, no te quiero escuchar. Déjame en paz.
Sin más, comienzo a caminar. Ella me sigue, pero andamos en silencio. Cuando llegamos a la casa entramos, nos quitamos los abrigos y me coge de la mano. Rápidamente, me suelto y corro escaleras arriba. No quiero hablar con ella. Al subir la escalera, me encuentro de frente con Flyn. El niño me mira, pero yo paso por su lado y me meto en mi habitación, dando un portazo. Me quito las botas y los húmedos vaqueros, y me encamino hacia la ducha. Estoy congelada y necesito entrar en calor.
El agua caliente me hace volver a ser persona, pero irremediablemente vuelvo a llorar.
—¡**** de vida! —grito.
Un gemido sale de mi interior y lloro. Tengo el día llorón. Oigo que la puerta del baño se abre y, a través de la mampara, veo que es Yulia. Durante unos minutos, nos volvemos a mirar, hasta que sale del baño y me deja sola. Se lo agradezco.
Tras salir de la ducha, me envuelvo en una toalla y me seco el pelo. Después, me pongo el pijama y me meto en la cama. No tengo hambre. Rápidamente, el sueño me vence y me despierto sobresaltada cuando noto que alguien me toca. Es Yulia. Pero enfadada, simplemente murmuro:
—Déjame. No me toques. Quiero dormir.
Sus manos se alejan de mi cintura, y yo me doy la vuelta. No quiero su contacto.
Por la mañana, cuando me levanto, Yulia está tomando café en la cocina. Flyn está junto a ella, y cuando me ven, los dos me miran.
—Buenos días, Len —dice Yulia.
—Buenos días —respondo.
No me acerco a ella. No le doy mi beso de buenos días, y Flyn nos observa. Simona rápidamente me acerca un café y sonrío al ver que me ha hecho churros. Encantada, se lo agradezco y me siento a comérmelos. El silencio es sepulcral en la cocina, cuando por norma soy yo la que habla e intenta sacar tema de conversación.
Yulia me mira, me mira y me mira; sé que mi actitud no le gusta. La incomoda. Pero me da igual. Quiero incomodarla, tanto o más como ella me incomoda a mí.
Norbert entra en la cocina y le indica a Flyn que se dé prisa o llegará tarde al colegio. Al momento, suena mi teléfono. Es Marta. Sonrío, me levanto y salgo de la cocina. Subo las escaleras y llego hasta mi dormitorio.
—¡Hola, loca! —la saludo.
Marta se ríe.
—¿Cómo va todo por allí?
Resoplo, miro por la ventana y respondo:
—Bien. ¡Ya tú sabes mi amol! Con ganas de matar a tu hermana.
De nuevo, resuena la risa de Marta.
—Entonces, eso significa que todo sigue bien.
Tras hablar con ella durante un rato queda en pasar a recogerme. Quiere que la acompañe a comprarse algo de ropa. Cuando cierro el móvil, al darme la vuelta, Yulia está detrás de mí.
—¿Has quedado con mi hermana?
—Sí.
Paso por su lado, y Yulia, alargando la mano, me para.
—Len ..., ¿no me vas a volver a hablar?
La miro y respondo con seriedad:
—Creo que te estoy hablando.
Yulia sonríe. Yo no. Yulia deja de sonreír. Yo me río por dentro.
Me agarra por la cintura.
—Escucha, cariño. Sobre lo que ocurrió ayer...
—No quiero hablar de ello.
—Tú me has enseñado a hablar de los problemas. Ahora no puedes cambiar de opinión.
—Pues mira —contesto con chulería—, por una vez, voy a ser yo la que no quiera hablar de los problemas. Me tienes harta.
Silencio. Tensión.
—Cariño, discúlpame. Ayer no fue un buen día para mí y...
—Y lo pagaste con el pobre Susto, ¿verdad? Y de paso me recordaste que ésta es tu casa y que Flyn es tu sobrino. Mira, Yulia, ¡vete a la ****!
La miro. Me mira. Reto en nuestras miradas, hasta que murmura:
—Len , ésta es tu casa y...
—No, guapita, no. Es tu casa. Mi casa está en Rusia, un lugar del que nunca debería haber salido.
De un tirón, me acerca a ella y sisea:
—No sigas por ese camino, por favor.
—Pues cállate, y no hables más sobre lo que ocurrió ayer.
Tensión. El aire se corta con un cuchillo. Pienso en la moto. Cuando se entere, me descuartiza. Nos miramos y, finalmente, mi alemana dice:
—Tengo que marcharme de viaje. Te lo iba a decir ayer, pero...
—¿Que te marchas de viaje?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Adónde?
—Tengo que ir a Londres. He de solucionar unos asuntos, pero regresaré pasado mañana.
Londres. Eso me alerta. ¡¡Amanda!!
—¿Verás a Amanda? —pregunto, incapaz de contenerme.
Yulia asiente, y yo de un manotazo me retiro de ella. Los celos me pueden. Esa bruja no me gusta y no quiero que estén solas. Pero Yulia, que sabe lo que pienso, me vuelve a acercar a ella.
—Es un viaje de negocios. Amanda trabaja para mí y...
—¿Y con Amanda juegas también? Con ella te lo pasas de vicio en esos viajes y ésta va a ser una de esas veces, ¿verdad?
—Cariño, no...—susurra.
Pero los celos son algo terrible y grito fuera de mí:
—¡Oh, genial! Vete y pásatelo bien con ella. Y no me niegues lo que sé que va a ocurrir porque no me chupo el dedo. ¡Dios, Yulia, que nos conocemos! Pero vamos, ¡tranquila!, estaré esperándote en tu casa para cuando regreses.
—Len ...
—¡¿Qué?! —grito totalmente fuera de mí.
Yulia me coge en brazos, me tumba en la cama y dice, agarrándome la cara con sus manos:
—¿Por qué piensas que voy a hacer algo con ella? ¿Todavía no te has dado cuenta de que yo sólo te quiero y te deseo a ti?
—Pero ella...
—Pero ella nada —me corta—. Tengo que viajar por trabajo, y ella trabaja conmigo. Pero, cariño, eso no significa que tenga que haber nada entre nosotras. Vente conmigo. Prepara una pequeña maleta y acompáñame. Si realmente no te fías de mí, hazlo, pero no me acuses de cosas que ni hago ni haré.
De pronto, me siento ridícula. Absurda. Estoy tan enfadada por lo de Susto que soy incapaz de razonar. Sé que Yulia no me mentiría en algo así y, tras resoplar, murmuro:
—Lo siento, pero yo...
No puedo continuar hablando. Yulia toma mi boca y me besa. Me devora, y entonces soy yo la que la abraza con desesperación. No quiero estar enfadada. Odio cuando nos incomunicamos. Disfruto su beso. La aprieto contra mí hasta que mi boca pide...
—Fóllame.
Yulia se levanta. Echa el pestillo que yo puse en la puerta y, mientras se quita la corbata, murmura:
—Encantada de hacerlo, señorita Katina. Desnúdese.
Sin perder tiempo me quito la bata y el pijama, y cuando estoy totalmente desnuda ante ella, y ella ante mí, se sienta en la cama y dice:
—Ven...
Me acerco a ella. Aproxima su cara a mi monte de Venus y lo besa. Pasea sus manos por mi cuerpo y susurra mientras me sienta a horcajadas sobre ella y con sus manos abre los labios de mi vagina:
—Tú... eres la única mujer que yo deseo.
Su pene entra en mí y lo clava hasta el fondo.
—Tú... eres el centro de mi vida.
Yo me muevo en busca de mi placer y, cuando veo que ella jadea, añado:
—Tú... eres la mujer a la que quiero y en la que quiero confiar.
Mis caderas van de adelante atrás, y cuando la que jadea soy yo, Yulia se levanta de la cama, me posa sobre ella y, tumbándose sobre mí, me penetra profundamente.
—Tú... eres mía como yo soy tuya. No dudes de mí, pequeña.
Una embestida fuerte hace que su pene entre hasta el útero y yo me arquee.
—Mírame —me ordena.
La miro, y mientras profundiza más y más, y yo jadeo, asegura:
—Sólo a ti te puedo hacer el amor así, sólo a ti te deseo y sólo contigo disfruto de los juegos.
Calor..., fogosidad..., exaltación.
Yulia me agarra por la cintura, me empala contra ella y dice cosas maravillosas y bonitas, y yo, excitada, las disfruto tanto como lo que me hace. Durante varios minutos entra y sale de mí, fuerte..., rápido..., intenso, hasta que me ordena:
—Dime que confías en mí tanto como yo en ti.
Vuelve a hundirse en mi interior y me da un azote a la espera de mi contestación. Yo la miro. No contesto, y ella vuelve a penetrarme mientras me agarra de los hombros para que la embestida sea más atroz.
—¡Dímelo! —exige.
Sus caderas se retuercen antes de volver a lanzarse contra mí, y cuando me contraigo de placer, Yulia me aprieta más contra ella, y yo, enloquecida, murmuro:
—Confío en ti..., sí..., confío en ti.
Una sonrisa lobuna se dibuja en su rostro; me coge por la cintura y me levanta. Me maneja a su antojo. ¡La adoro! Me lleva contra la pared y, enardecida, me penetra con fuerza una y otra vez mientras yo enredo mis piernas en su cintura y me arqueo para recibirla.
¡Oh, sí, sí, sí!
Mi gemido placentero queda mitigado porque le muerdo el hombro, pero le hace ver que mi disfrute ha llegado, y entonces, sólo entonces, ella se deja llevar por su placer. Desnudas y sudorosas, nos abrazamos mientras seguimos contra la pared. Amo a Yulia. La quiero con toda mi alma.
—Te quiero, Len ... —afirma, bajándome al suelo—. Por favor, no lo dudes, cariño.
Cinco minutos después estamos en la ducha. Aquí me vuelve a hacer el amor. Somos insaciables. El sexo entre nosotras es fantástico. Colosal.
Cuando Yulia se marcha, le digo adiós con la mano. Confío en ella. Quiero confiar en ella. Sé lo importante que soy en su vida y estoy segura de que no me decepcionará.
Marta pasa a recogerme y sonrío. Me monto en su coche y nos sumergimos en el tráfico de Múnich.
Llegamos hasta una elegante tienda. Aparcamos el coche, y cuando entramos, veo que es la tienda de Anita, la amiga de Marta que estuvo con nosotras en el bar cubano. Tras elegir varios vestidos, a cuál más bonito y más caro, cuando entramos en el espacioso e iluminado probador cuchichea:
—Tengo que comprarme algo sexy para la cena de pasado mañana.
—¿Tienes una cena con un churri?
—Sí —dice riendo Marta.
—¡Vaya!, ¿y con quién es esa cena?
Divertida, Marta me mira y murmura:
—Con Arthur.
—¿Arthur?, ¿el camarero buenorro?
—Sí.
—¡Guau, genial! —aplaudo.
—Decidí seguir tu consejo y darle una oportunidad. Quizá salga bien, quizá no, pero mira, nunca podré decir que ¡no lo intenté!
—¡buena, mi chica...! —exclamo, alegre.
Se prueba varios vestidos y al final se decide por uno azul eléctrico. Marta está guapísima con él. De pronto, una voz llama mi atención. ¿Dónde he oído yo esa voz? Salgo del probador y me quedo sin habla. A pocos metros de mí tengo a la persona que he deseado echarme a la cara en estos últimos meses hablando con otra mujer: Betta. La sangre se me enciende y mi sed de venganza me atenaza.
Sin poder contener mis impulsos más asesinos, voy hacia ella y, antes de que Betta pueda reaccionar, ya la tengo cogida por el cuello y siseo en su cara:
—¡Hola, Rebeca!, ¿o mejor te llamo Betta?
Ella se queda blanca como el papel, y su amiga aún más. Está asombrada. No esperaba verme aquí y menos todavía que yo reaccionara así. Soy pequeña, pero matona, y esa imbécil se va a enterar de quién soy yo. Anita, al vernos, se dirige a nosotras. Pero no dispuesta a soltar a mi presa, la meto en un probador.
—Tengo que hablar con ella. ¿Nos dais un momento?
Cierro la puerta del probador, y Betta me mira, horrorizada. No tiene escapatoria. Sin más, le suelto una bofetada que le gira la cara.
—Esto para que aprendas, y esto —digo, y le doy otra bofetada con la mano bien abierta— por si todavía no has aprendido.
Betta grita. Anita grita. La amiga de Betta grita. Todas gritan y aporrean la puerta, y yo, dispuesta a darle su merecido a esta sinvergüenza, le retuerzo un brazo, la hago caer de rodillas ante mí y suelto:
—No soy agresiva ni mala persona, pero cuando lo son conmigo, soy la peor. Me convierto en una bicha muy..., muy mala. Y lo siento, chata, pero tú solita has despertado el monstruo que hay en mí.
—Suéltame..., suéltame que me haces daño —grita Betta desde el suelo.
—¿Daño? —repito con sarcasmo—. Esto no es hacerte daño, ¡so asquerosa! Esto es simplemente un aviso de que conmigo no se juega. Jugaste con ventaja la última vez. Tú sabías quién era yo, pero, en cambio, yo a ti no te conocía. Jugaste sucio conmigo, y yo, tonta de mí, no te vi venir. Pero escucha, conmigo no se juega, y si se hace, hay que estar dispuesta a encontrarse con la revancha.
Marta, asustada por los gritos, se suma a aporrear la puerta con las demás. No entiende lo que pasa. No entiende por qué me he puesto así. Eso me agobia, me desconcentra y, antes de soltar a Betta, siseo en su oído:
—Que sea la última vez que te acercas a Yulia o a mí, porque te juro que, si lo vuelves a hacer, esto no se va a quedar en un aviso. Por tu bien, te quiero muy lejos de Yulia. Recuérdalo.
Dicho esto la suelto, pero con el pie le doy en el trasero y cae de bruces al suelo. ¡Oh, Dios! ¡Qué subidón! Después, abro la puerta y salgo. Marta me mira asustada. No entiende nada, y entonces ve a Betta y lo comprende todo. Justo cuando la otra se levanta, se acerca a ella y, con toda su rabia, le suelta otro bofetón.
—Esto por mi hermana. ¡¿Cómo pudiste acostarte con su padre, zorra?!
Al momento, Anita deja de pedir explicaciones y entiende de lo que habla Marta. La amiga de Betta, horrorizada, la ayuda.
—Llame a la policía, por favor.
—¿Por qué? —pregunta Anita con indiferencia.
—Esas mujeres han atacado a Rebeca, ¿no lo ha visto?
Anita niega con la cabeza.
—Lo siento, pero yo no he visto nada. Sólo he visto una rata en el suelo.
Más ancha que pancha, me apoyo en el lateral de la puerta y la miro. Me contengo. Quisiera darle una buena paliza, pero tampoco me tengo que pasar aunque se la merezca. Betta está aturdida, no sabe qué hacer y finalmente dice, cogiéndole el brazo a su amiga:
—Vámonos.
Cuando desaparecen de la tienda, Anita y Marta me miran.
—Lo siento. Disculpadme, chicas, pero tenía que hacerlo. Esa mujer nos ha dado muchos problemas a Yulia y a mí, y cuando la he visto, no he podido remediarlo. Me ha salido mi carácter y yo, yo...
Anita asiente, y Marta contesta:
—No lo sientas. Se lo merecía por guarra.
Unos segundos después, las tres nos reímos mientras la mano aún me duele por los bofetones que le he dado a Betta. Pero ¡qué a gustito me he quedado!
Cuando salimos de la tienda, decidimos ir a un local a tomar unas cervezas. Lo necesitamos. El encuentro con Betta ha sido algo que ninguna esperaba y nos ha descentrado un poco. Cuando conseguimos relajarnos, Marta me habla de su cita.
—¿Pasado mañana es el día de los Enamorados?
—Sí —afirma Marta—. ¿No lo sabías?
—Pues no... Tengo en la cabeza tantas cosas que sinceramente se me había olvidado. Aunque bueno, conociendo a tu hermana, seguro que tampoco le dará importancia a un día así. Si pasaba de la Navidad, ni te cuento lo que pensará de un día tan romántico y consumista.
—Mujer, de entrada te ha dicho que regresará de su viaje ese día.
—Sí, pero no ha mencionado que haremos nada especial. Aunque hace poco le propuse poner un candado en el puente de los enamorados y respondió que sí.
—¿Mi hermana?
—¡Ajá!
—¿Yulia?, ¿doña Gruñonan dijo que sí a poner un candado del amor?
—Eso dijo —le confirmo, riendo—. Se lo comenté como algo que me había llamado la atención y me dijo que, cuando quisiera, podíamos ir a poner el nuestro. Pero, vamos, no lo ha vuelto a mencionar.
Tras unas risas incrédulas por parte de ambas, Marta cuchichea:
—Sinceramente. Nunca he visto a mi hermana muy romántica para esas cosas. Y que yo recuerde, cuando estaba con la cerda de Betta, nunca le oí que hicieran nada especial el día de los Enamorados.
Mencionarla nos vuelve a mosquear.
—Me imagino que te has puesto así por algo más que por lo que esa sinvergüenza le hizo a mi hermana, ¿verdad? —inquiere Marta.
—Sí.
—¿Me lo puedes contar?
Mi cabeza comienza a funcionar a mil por hora. No puedo contarle la verdad de lo sucedido a Marta. Ella no conoce nuestros juegos sexuales.
—En Rusia se metió en nuestra relación, y tu hermana y yo discutimos y rompimos.
—¿Que mi hermana rompió contigo por esa asquerosa? —pregunta boquiabierta Marta.
—Bueno..., es algo complicado.
—¿Quiso volver con ella? Porque si es así, ¡la mato!
—No..., no fue por eso. Fue por un malentendido que generó esa innombrable, y ella le dio más credibilidad a ella que a mí.
—No me lo puedo creer. ¿Mi hermana es tonta?
—Sí, además de gilipollas.
Ambas nos reímos y decidimos dar la conversación por finalizada y comer algo. Yulia me llama y hablo con ella. Ha llegado a Londres y omito contarle lo que ha pasado con Betta. Será lo mejor.
Tras la comida, Marta me deja en la casa de Yulia. Simona me indica que Flyn está haciendo los deberes en su sala de juegos y que ella se va con Norbert al supermercado. Ha grabado el capítulo de «Locura esmeralda» y más tarde lo veremos. Asiento, subo a la habitación y me cambio de ropa. Me pongo una camiseta y un pantalón de algodón gris para estar por casa y decido ir a ver cómo está el niño.
Cuando abro la puerta, me mira. Por su gesto, está enfadado. Pero vamos, eso no me extraña. Vive enfadado. Me acerco a él y le revuelvo el pelo.
—¿Qué tal hoy en el cole?
El crío mueve al cabeza para que lo deje de tocar y responde:
—Bien.
Veo que su labio está mejor que ayer. Niego con la cabeza. Esto no puede continuar así y, agachándome para estar a su altura, murmuro:
—Flyn, no debes permitir que los chicos te sigan haciendo lo que te hacen. Debes defenderte.
—Sí, claro, y cuando lo hago, mi tía se enfada —espeta furioso.
Recuerdo lo que me contó Yulia y asiento.
—Vamos a ver, Flyn, entiendo lo que dices. No sé bien qué ocurrió ayer para que a ese muchacho le tuvieran que dar puntos.
El niño no me mira, pero por lo tieso que se ha puesto intuyo que le molesta lo que digo.
—Escucha, tú no debes permitir que...
—¡Cállate! —grita, airado—. No sabes nada. ¡Cállate!
—Vale. Me callaré. Pero quiero que sepas que estoy al corriente de lo que pasa. Lo he visto. He visto cómo esos supuestos amiguitos tuyos que van contigo en el coche, cuando desaparece Norbert, te empujan y se burlan de ti.
—No son mis amigos.
—Eso no hace falta que me lo jures —me mofo—. Ya me he dado cuenta. Lo que no comprendo es por qué no se lo explicas a tu tía.
Flyn se levanta. Me empuja para sacarme de la habitación y me echa. Cuando cierra la puerta en mis narices, mi primer instinto es abrirla y cantarle las cuarenta, pero tras pensarlo decido dejarlo. Ya le he dicho que lo sé. Ahora debo esperar a que me pida ayuda. Mi móvil suena. Es Yulia.
Encantada, hablo con ella durante más de una hora. Me pregunta por mi día, yo a ella por el suyo, y después nos dedicamos a decirnos cosas bonitas y calientes. La adoro. La quiero. La echo de menos. Antes de colgar, dice que me volverá a llamar cuando llegue al hotel. ¡Genial!
Cuando cuelgo, aburrida y sin saber qué hacer, me meto en la habitación que Yulia dice que es mía y me pongo a sacar de las cajas mis CD de música. Al ver el CD de Malú que tan buenos recuerdos me trae, decido ponerlo en mi pequeño equipo de música.
Sé que faltaron razones..., sé que sobraron motivos.
Contigo porque me matas... y ahora sin ti ya no vivo.
Tú dices blanco..., yo digo negro.
Tú dices voy..., yo digo vengo.
Mientras tarareo esa canción que para mí y mi loca amor es tan importante, continúo sacando cosas de las cajas. Miro con cariño mis libros y comienzo a colocarlos en las estanterías que he comprado para ellos.
De pronto, la puerta de la habitación se abre de par en par, y Flyn dice muy enfadado:
—Quita la música. Me molesta.
Lo miro sorprendida.
—¿Te molesta?
—Sí.
Resoplo. La música no le puede molestar. No está tan alta como para ello, pero dispuesta a ser condescendiente me levanto y bajo dos puntos el volumen del equipo. Regreso junto a la estantería y cojo los libros que he dejado en el suelo. Con el rabillo del ojo, veo que el mocoso se dirige hacia el equipo y, de un manotazo, para la música y se marcha.
«La madre que lo parió. Me está buscando y me va a encontrar.»
Dejo los libros sobre una mesa, me acerco al equipo y pongo de nuevo la música. El niño, que salía por la puerta en ese instante, se para, me mira como si quisiera matarme y grita:
—¡¿Por qué no te vas a tu casa?!
—¡¿Qué?!
—Vete, y deja de molestar.
Me muerdo la lengua. ¡Oh, sí! Mejor me la muerdo porque como me deje llevar por mi genio, ese enano gruñón se va a enterar de cómo me enfado. Con mal gesto llega hasta el equipo de música. Lo para. Saca el CD y sin decir nada se encamina hacia la cristalera, abre la puerta y tira el CD al exterior.
¡Dios, mi CD de Malú!
¡Lo mato, lo mato, lo matooooooooooooo!
Sin pensarlo salgo al exterior en su busca. Lo cojo de la nieve como si se tratara de mi bebé, lo limpio con mi camiseta mientras me acuerdo de todos los antepasados de ese pequeño cabroncete y, cuando me doy la vuelta, oigo el clic de la puerta al cerrarse.
Cierro los ojos mientras murmuro:
—¡Por favor, Dios mío, dame paciencia!
Hace frío, mucho frío, y desde el exterior toco a la puerta.
—Flyn, abre ahora mismo, por favor.
El pequeño demonio me mira. Sonríe con maldad, se da la vuelta y tras tirar los libros que he colocado en la estantería y pisotear varios CD de música, veo que sale de la habitación. ¡Será malo el tío! Intento abrir, pero ha cerrado desde dentro.
—¡Joder!
Con ganas de estrangularlo camino hacia la siguiente cristalera mientras mis deportivas empapadas se hunden en la nieve. ¡Dios, qué frío! Llego hasta el exterior de la habitación donde él hace los deberes y veo que entra en ella. Toco el cristal y digo:
—Flyn, por favor, abre la puerta.
Ni me mira. ¡Pasa de mí!
Tiemblo. Hace un frío horroroso e intento que me abra la puerta. Pero nada. No se apiada de mí, y diez minutos después, cuando los dientes me castañetean, el pelo húmedo está tieso en mi cabeza y siento estalactitas debajo de la nariz, grito como una posesa mientras aporreo la puerta.
—¡La madre que te parió, Flyn! ¡Abre la puñetera puerta!
El crío, por fin, me mira. Creo que se va a compadecer de mí. Se levanta, camina hacia la cristalera y, ¡zas!, echa las cortinas. Boquiabierta, sigo aporreando la puerta mientras le digo de todo en español. Absolutamente de todo menos bonito.
Nieva. Estoy en la calle vestida con unas míseras prendas de algodón y las zapatillas de deporte. Tengo frío. Un frío horroroso. Me froto las manos y pienso qué hacer. Corro hacia la puerta de la cocina. Cerrada. Recuerdo que Simona no está. Intento entrar por la puerta del salón. Cerrada. La puerta de la calle. Cerrada. La puerta del despacho de Eric. Cerrada. La ventana del baño. Cerrada.
Tirito. Me estoy congelando por instantes y mi pelo húmedo y tieso me hace estornudar. Menuda pulmonía voy a pillar. Regreso hasta donde sé que está Flyn tras las cortinas. Tengo ganas de asesinarlo. Miro hacia arriba. El balcón de una de las habitaciones. Sin pararme a pensar en el peligro, me subo a un poyete para intentar alcanzar el balcón, pero estoy tan congelada y el poyete tan resbaladizo que voy derechita al suelo. Me levanto e insisto. Me siento en un muro congelado, me levanto y antes de alcanzar el balcón, ¡zaparrás!, mis zapatillas se escurren y voy contra el suelo, aunque antes me doy con el muro. El golpe ha sido horroroso y me duele la barbilla una barbaridad.
Tumbada sobre la nieve me resiento, y cuando me levanto con la cara llena de hielo, grito:
—¡Abre la **** puerta! Me estoy congelando.
Flyn descorre entonces las cortinas, y su cara ya no es la que era. Dice algo. No lo oigo. Y cuando abre la puerta, grita:
—¡Tienes sangre!
—¿Dónde tengo sangre?
Pero ya no hace falta que me lo diga. Al mirar hacia el suelo, veo la nieve roja a mis pies. Mi camiseta gris es roja y al tocarme la barbilla siento la herida y las manos se llenan de sangre. Flyn, asustado, me mira. No sabe qué hacer, y digo mientras entro en su habitación:
—Dame una toalla o algo, ¡corre!
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:20 pm

Sale corriendo y regresa con una toalla, pero el suelo ya está manchado de sangre. Me la pongo en la barbilla e intento tranquilizarme. En la boca siento el sabor metálico de la sangre. Me he mordido el labio también. Estoy sola con Flyn. Simona y Norbert no están, y necesito ir urgentemente a un hospital. Sin más, miro a Flyn, que está desconcertado, y le pregunto:
—¿Sabes dónde está el hospital más cercano?

El crío asiente.
—Vamos, ponte el abrigo y el gorro.
Sin rechistar los dos llegamos a la puerta y cogemos nuestros abrigos. Gotas de sangre caen al suelo y no tengo tiempo para limpiarlas. Cuando voy a ponerme mi abrigo, retiro la toalla de la barbilla; la sangre gotea a chorretones. Me asusto, y Flyn también. Me vuelvo a poner la toalla, y empapada de agua y sangre, le pregunto:
—¿Me ayudas a ponérmelo?
Rápidamente lo hace. Una vez que los dos estamos abrigados, entramos en el garaje. Allí cojo el Mitsubishi, y cuando las puertas del garaje se abren, Flyn sujeta la toalla en mi barbilla para que yo conduzca y me indica por dónde tengo que ir. Me tiemblan las manos y las rodillas, pero intento serenarme mientras estoy al volante.
El hospital no está lejos y cuando llegamos y ven cómo voy rápidamente me atienden. Flyn no se separa de mi lado. Le dice a uno de los doctores que su tía es Marta Volkova y que por favor la llamen a casa y le digan que acuda al hospital. Me sorprende la capacidad que tiene el enano para dar órdenes, pero estoy tan dolorida que me da igual lo que diga. Como si quiere llamar a Mickey Mouse.
Nos pasan a otra sala, y cuando el doctor ve mi herida, me indica que lo del labio sanará solo, pero que me tiene que dar cinco puntos en la barbilla. Eso me asusta. Tengo ganas de llorar. Me asustan los puntos. Una vez de pequeña me dieron cinco en la rodilla y lo recuerdo como un trauma. Miro a Flyn. Está blanco como la nieve. Tiene un susto horroroso. Y me doy cuenta de que no lloro por vergüenza, pero cuando me pinchan la anestesia en la barbilla, inconscientemente, una lágrima sale de mis ojos, y Flyn la ve.
Al momento se levanta de la banqueta donde está sentado, su mano coge la mía y la aprieta. El doctor le ordena que se siente de nuevo, pero el niño se niega. Al final, escucho decir al médico:
—Eres igualito que tu tía.
Eso me sorprende, ¿o no?
—¿Tu nombre es? —pregunta el doctor.
—Elena Katina.
—¿Rusa?
¡Dios, que no diga eso de «¡Rasputin, plaza roja, vodka!». No quiero oírlo. Pero cuando asiento, el hombre dice:
—¡Vodka!
Ni me inmuto, o le doy un puñetazo. Malditos guiris. Me duele la cabeza, la boca, la barbilla y este idiota sólo dice: «¡Vodka!». Cierro los ojos para no mirarlo y oigo que Flyn le explica:
—Es la novia de mi tía Yulia.
Abro los ojos. Me sorprende lo que ha admitido el pequeño.
—Bien, Elena, voy a darte los puntos —me informa el doctor—. No te preocupes que con seguridad cuando sequen no se notarán. Pero me temo que mañana y durante unos días tendrás la cara amoratada. Te has dado un buen golpe y ya tienes algún moratón.
—Vale...
Inconscientemente, aprieto la manita de Flyn. Y su energía es de pronto mi energía y me tranquilizo. Cuando el doctor acaba de poner un enorme apósito en mi barbilla, aplica una crema en mi labio y me indica que tengo que regresar en una semana. Asiento. Y cuando pregunto cómo pago la consulta, me dice que ya lo hablará con Marta.
Como no tengo muchas ganas de hablar y me duele la cara, acepto. Cojo el informe que me da el médico y al salir me encuentro con el gesto angustiado de Marta.
—¡Por Dios!, ¿qué te ha pasado, Elena? —pregunta horrorizada al ver la pinta que tengo.
Sin querer dar muchas explicaciones, miro a Flyn, que no ha soltado mi mano, y murmuro:
—Al correr por la nieve, me he resbalado, con la mala suerte de que me he dado en la barbilla.
—Deja tu coche aquí —dice Marta con premura—. Luego Norbert vendrá a por él. Vamos, os llevaré en el mío.
Necesito cerrar los ojos y olvidarme del dolor que tengo. Por el camino comienza a llover, y cuando llegamos a casa, diluvia. Al entrar, Simona y Norbert nos esperan con cara de susto. Al regresar del supermercado y ver sangre en el suelo se han imaginado de todo. Lo tranquilizo, y ellos se tranquilizan al vernos al niño y a mí, aunque me miran asustados. Flyn no se separa de mi lado. Parece que le han puesto pegamento. Esto me gusta, pero al mismo tiempo me enfada. Todo lo que me ha ocurrido se lo debo a él.
La cabeza me mata. Me duele horrores y decido irme a la cama. Me tomo lo que el médico me ha dicho, me quito la ropa manchada de sangre y me duermo. Marta indica que dormirá en la habitación de invitados por si necesito algo. De madrugada, un trueno me despierta. Dolorida me doy la vuelta en la cama y toco el lado vacío de Yulia. La echo de menos. Quiero que regrese. Cierro de nuevo los ojos, me relajo y retumba otro trueno. Abro los ojos. ¡Flyn!
Me levanto y, dolorida, me dirijo a su habitación. La cabeza se me va para los lados. Cuando entro veo que tiene la lamparita encendida y está despierto, sentado en la cama, temblando. Su cara es de susto total. Me acerco a él y pregunto:
—¿Puedo dormir contigo?
El crío me mira alucinado. Debo de tener unos pelos de loca tremendos.
—Flyn —insisto—, los truenos me dan miedo.
Aprueba con un gesto y me meto en la cama. Pone la almohada en medio de los dos. Como siempre marcando las distancias. Sonrío. Cuando consigo que se tumbe, susurro:
—Cierra los ojos y piensa en algo bonito. Verás cómo te duermes y no oyes los truenos.
Durante un rato los dos estamos tumbados en silencio en la habitación, mientras la tormenta descarga con furia en el exterior. Vuelve a sonar un trueno, y Flyn da un salto en la cama. En ese momento, quito la almohada que hay entre los dos, le agarro de la mano y le atraigo hacia mi cuerpo. Está congelado, tembloroso y asustado. Cuando lo acerco a mí no protesta. Es más, noto que se cobija todavía más. Con cariño y cuidado de no golpearme en la barbilla, le beso la coronilla.
—Cierra los ojos, piensa en cosas bonitas y duerme. Juntos nos protegeremos de los truenos.
Diez minutos después, los dos, agotados, dormimos abrazados.
Un golpe en la barbilla me hace despertar. Dolor. Flyn al moverse me ha dado y duele. Me siento en la cama y me toco el mentón. El apósito es enorme y maldigo. La lluvia y los truenos han cesado. Miro el reloj que hay sobre la mesilla, son las cinco y veintisiete minutos de la madrugada.
Vaya, ¡qué pronto es!
Dolorida, voy a tumbarme de nuevo cuando veo que Yulia está sentada en una silla en un lateral de la habitación. ¡Yulia! Rápidamente, se levanta y se acerca a mí. Sus ojos están preocupados y su rictus es serio. Me da un beso en la frente, me coge entre sus brazos y me saca de la habitación.
Estoy tan adormilada que no sé si es un sueño o es verdad, hasta que me posa en nuestra cama y murmura, preocupada:
—No te preocupes por nada, cariño. He regresado para cuidarte.
Sorprendida, pestañeo, y tras recibir un dulce beso en los labios, pregunto:
—Pero ¿qué haces tú aquí? ¿No regresabas mañana?
Con un gesto asiente, a la vez que observa el apósito que tengo en la barbilla.
—He llamado para hablar contigo, y Simona me ha contado lo ocurrido. He regresado de inmediato. Siento mucho no haber estado aquí, pequeña.
—Tranquila, estoy bien, ¿no lo ves?
Yulia me escruta con la mirada.
—¿Te encuentras bien?
Me encojo de hombros.
—Sí, estoy dolorida, pero bien. No te preocupes.
—¿Qué ha ocurrido?
Tentada estoy de contarle la verdad. Su sobrino es una buena pieza. Pero sé que eso le causaría más quebraderos de cabeza a ella y problemas a Flyn. Al final, le explico:
—He salido al jardín, he resbalado y me he dado en la barbilla.
Sus ojos no me creen. Dudan. Pero estoy dispuesta a que me crea.
—Ya sabes que soy algo patosa en la nieve. Pero, tranquila, estoy bien. Lo malo será la marca que me quede. Espero que no se note mucho.
—Presumida —sonríe Yulia.
Yo también sonrío.
—Tengo una novia muy guapa y quiero que esté orgullosa de mí —aclaro.
Yulia se tumba a mi lado y me abraza. Noto cómo tiembla su cuerpo.
—Siempre estoy orgullosa de ti, pequeña. —Hunde su cabeza en el hueco de mi cuello, y añade—: No me perdonaré no haber estado aquí. No me lo perdonaré.
Su dramatismo me deja muda. No soporta imaginar lo que ha podido pasar. Cierro los ojos. Estoy cansada y maltrecha. Me acurruco contra ella, y entre sus brazos, me duermo.
Cuando me despierto a la mañana siguiente me sorprendo. Yulia está a mi lado dormida. Son las ocho y media de la mañana y es la primera vez que me despierto antes que ella. Sonrío. Con curiosidad la observo. Es guapísima. Verla relajada y dormida es una de las cosas más bonitas que he contemplado en mi vida. No me muevo. Quiero que ese momento dure eternamente. Durante un buen rato, disfruto y me recreo, hasta que abre los ojos y me mira. Sus ojazos azules me impactan.
—Buenos días, mi amor.
Sorprendida, me mira y pregunta:
—¿Qué hora es?
Con curiosidad, vuelvo a mirar el reloj y respondo:
—Casi las nueve.
Yulia me mira, me mira y me mira, y al ver su gesto, inquiero:
—¿Qué ocurre?
Pasa su mano por mi pelo y lo retira de mi cara.
—¿Te encuentras bien?
Me desperezo y respondo:
—Sí, cariño, no te preocupes.
Yulia se sienta en la cama, y yo hago lo mismo. Después, la veo que se dirige al lavabo y tras estirarme la sigo. Pero cuando entro en el baño y me veo reflejada en el espejo, grito:
—¡Dios mío, soy un monstruo!
Mi cara es una paleta de colores. Bajo los ojos, tengo unos cercos rojos y verdes que me dejan sin palabras. Mi chica me sujeta por la cintura y me sienta en la taza del váter. Ver mi horrible aspecto me ha dejado sin habla y, horrorizada, murmuro:
—¡Ay, Dios!, pero si sólo me di contra la nieve.
—Te debiste de dar un buen golpe, pequeña.
Lo sé. Me di contra el muro antes de caer a la nieve. Ahora lo recuerdo con más claridad.
Yulia me tranquiliza. Miles de palabras cariñosas salen de su boca y, al final, recuerdo lo que me avisó el médico: moratones. Consciente de que nada puedo hacer contra esto, me levanto y me miro en el espejo. Yulia está a mi lado. No me suelta. Resoplo. Muevo la cabeza hacia los lados y musito:
—Estoy horrible.
Yulia besa mi cuello. Me agarra por detrás y, apoyando su barbilla en mi cabeza, dice:
—Tú no estás horrible ni queriendo, cariño.
Eso me hace sonreír. Mi pinta es desastrosa. Soy la antítesis de la belleza, y la mujer más esplendorosa del mundo me acaba de demostrar su cariño y su amor. Al final, decido ser práctica y me encojo de hombros.
—La parte buena de esto es que en unos días pasará.
Mi Icegirl sonríe, y yo me lavo los dientes mientras ella se ducha. Cuando acabo me siento en la taza del váter a observarla. Me encanta su cuerpo. Grande, fuerte y sensual. Recorro sus pechos, muslos, su trasero y suspiro al ver su pene. ¡Oh, Dios! Lo que me hace disfrutar. Cuando sale de la ducha coge la toalla que le doy y se seca. Divertida, alargo mi mano y le toco el pene. Yulia me mira y, echándose hacia atrás, asegura:
—Pequeña, no estás tú hoy para muchos trotes.
Suelto una carcajada. Tiene razón. Durante un rato la observo mientras que mi mente calenturienta vuela e imagina. Mi cara es tal que Yulia pregunta:
—¿Qué piensas?
Sonrío...
—Vamos, pequeña viciosilla, ¿qué piensas?
Divertida por su comentario, inquiero:
—¿Nunca has tenido ninguna experiencia con un hombre?
Levanta una ceja. Me mira y afirma:
—No me van los hombres, cariño. Ya lo sabes.
—A mí no me van los hombres tampoco —aclaro—. Pero reconozco que no me importa que jueguen conmigo en ciertos momentos.
Mi Icegirl sonríe y, secándose, indica:
—A mí sí me importa que un hombre juegue conmigo.
Ambas nos reímos.
—¿Y si yo deseo ofrecerte a un hombre?
Yulia se paraliza, me escruta con la mirada y responde:
—Me negaría.
—¿Por qué? Se trata sólo de un juego. Y tú eres mía.
—Len, te he dicho que no me van los hombres.
Cabeceo y sonrío, pero no estoy dispuesta a callar.
—A ti te excita ver cómo un hombre mete su boca entre mis piernas, ¿verdad?
—Sí, mucho, pequeña.
—Pues a mí me gustaría ver a un hombre con su boca entre tus piernas.
Sorprendida, me mira y pregunta:
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente, señorita Volkova. —Y al ver cómo me mira, añado—: Los Hombres no me van, pero por ti, por tu placer de mirar, he experimentado lo que es que un hombre juegue conmigo, y reconozco que tiene su morbo. Y la verdad, me gustaría que un hombre te hiciera eso mismo a ti. Que metiera su cabeza entre tus piernas y...
—No.
Me levanto y le abrazo por la cintura.
—Recuerda, cariño: tu placer es mi placer y nosotras las dueñas de nuestros cuerpos. Tú me has enseñado un mundo que desconocía. Y ahora yo quiero, anhelo y deseo besarte, mientras un hombre te...
—Bueno, ya hablaremos de ello en otro momento —me corta.
Me empino, le doy un beso en los labios y murmuro:
—Por supuesto que hablaremos de esto en otro momento. No lo dudes.
Yulia sonríe y menea la cabeza. Luego se anuda la toalla alrededor de la cintura y suelta mientras me coge en brazos:
—¿Sabes, blanquita? Comienzas a asustarme.
Después de comer, Yulia se marcha a la oficina. Me promete que regresará en un par de horas. Antes de irse, me prohíbe salir a la nieve, y yo me río. Marta, que está todavía aquí, también se marcha, y Larissa, al saber lo ocurrido llama angustiada, aunque al hablar conmigo se tranquiliza.
Simona está preocupada. Vemos juntas nuestro culebrón, pero me mira continuamente el rostro. Yo intento hacerle ver que estoy bien. Ese día, a Esmeralda Mendoza, el malo de Carlos Alfonso Halcones de San Juan, al no conseguir el amor verdadero de la joven, le quita su bebé. Se lo da a unos campesinos para que se lo lleven y lo hagan desaparecer. Simona y yo, horrorizadas, nos miramos. ¿Qué va a pasar con el pequeño Claudito Mendoza? ¡Qué disgusto tenemos!
Cuando Flyn regresa del colegio, yo estoy en mi cuarto. Estoy sentada en la mullida alfombra hablando por el Facebook con un grupo de amigas. Nos denominamos las Guerreras Maxwell, y todas tenemos un punto de locura y diversión que nos encanta.
—¿Puedo pasar?
Es Flyn. Su pregunta me sorprende. Él nunca pregunta. Asiento. El pequeño entra, cierra la puerta y, al levantar mi rostro hacia él, veo que se queda blanco en décimas de segundo. Se asusta. No esperaba verme la cara de mil colores.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—Pero tu cara...
Al recordar mi rostro sonrío e, intentando quitarle importancia, cuchicheo:
—Tranquilo. Es una acuarela de colores, pero estoy bien.
—¿Te duele?
—No.
Cierro el portátil, y el crío vuelve a preguntar:
—¿Puedo hablar contigo?
Sus palabras y, en especial su interés, me conmueven. Esto es un gran avance, y respondo:
—Por supuesto. Ven. Siéntate conmigo.
—¿En el suelo?
Divertida, me encojo de hombros.
—De aquí seguro que no nos caemos.
El pequeño sonríe. ¡Una sonrisa! Casi aplaudo.
Se sienta frente a mí y nos miramos. Durante más de dos minutos nos observamos sin hablar. Eso me pone nerviosa, pero estoy decidida a aguantar su mirada achinada el tiempo que haga falta como aguanto en ocasiones la de su tía. ¡Vaya dos! Al final, el niño dice:
—Lo siento, lo siento mucho. —Se le llenan los ojos de lágrimas y murmura—: ¿Me perdonas?
Me conmuevo. El duro e independiente Flyn ¡está llorando! No puedo ver llorar a nadie. Soy una blanda. ¡No puedo!
—Claro que te perdono, cielo, pero sólo si dejas de llorar, ¿de acuerdo? —Asiente, se traga las lágrimas y, para quitarle parte de la culpa que siente, digo—: También fue culpa mía. No me tenía que haber subido al muro y...
—Fue sólo mi culpa. Yo cerré las puertas y no te dejé entrar. Estaba enfadado, y yo..., yo... lo que hice está muy mal, y comprenderé que la tía Yulia me mande al internado que dicen Larissa y Marta. Me lo advirtió la última vez, y yo la he vuelto a decepcionar.
El dolor y el miedo que veo en sus ojos me destrozan. Flyn no va a ir a ningún internado. No lo voy a permitir. Su inseguridad me da de lleno en el corazón y respondo:
—No se va a enterar porque ni tú ni yo se lo vamos a contar, ¿de acuerdo?
Esa reacción mía Flyn no la espera y, sorprendido, me mira.
—¿No le has contado a la tía lo que ha ocurrido?
—No, cielo. Simplemente le he dicho que estaba yo en la nieve, me resbalé y caí.
De pronto, me acuerdo de mi padre. Acabo de sorprender a Flyn, y eso lo debilita. Sonrío. Los hombros del pequeño se relajan. Le acabo de quitar un peso de encima.
—Gracias, ya me veía en el internado.
Su sinceridad me hace sonreír.
—Flyn, me tienes que prometer que no volverás a comportarte así. Nadie quiere que vayas a un internado. Eres tú el que parece, con tus actos, que lo desea, ¿no te das cuenta? —No responde, y pregunto—: ¿Qué ocurrió el otro día en el colegio?
—Nada.
—¡Ah, no, jovencito! ¡Se acabaron los secretos! Si quieres que yo confíe en ti, tú tendrás que confiar en mí y contarme qué narices pasa en el colegio y por qué dicen que tú has comenzado una pelea cuando no creo que sea así.
Él cierra los ojos, calibrando las consecuencias de lo que me va a decir.
—Robert y los otros chicos me empezaron a insultar. Como siempre, me llamaron chino de ****, gallina, miedica. Ellos se mofan de mí porque no sé hacer nada de lo que ellos hacen con el skateboard, la bicicleta o los patines. Intenté no hacerles caso como siempre, pero cuando George me tiró al suelo y comenzó a darme puñetazos, agarré su skate y se lo estampé en la cabeza. Sé que no lo tenía que haber hecho, pero...
—¿Esas cosas te dicen esos sinvergüenzas?
Flyn asiente.
—Tienen razón. Soy un torpe.
Maldigo a Yulia en silencio. Ella, con sus miedos a que ocurran cosas, está provocando todo esto. El crío susurra:
—Los profes no me creen. Soy el bicho raro de la clase. Y como no tengo amigos que me defiendan, siempre cargo con las culpas.
—¿Y tu tía no te cree tampoco?
Flyn se encoge de hombros.
—Ella no sabe nada. Cree que me meto en problemas porque soy conflictivo. No quiero que sepa que esos chicos se mofan de mí porque soy cobarde. No quiero decepcionarla.
Eso me duele. No es justo que Flyn cargue con aquello y Yulia no lo sepa. Tengo que hablar con ella. Pero centrándome en el niño le cojo el óvalo de la cara y murmuro:
—El que le dieras a ese chico con el skate en la cabeza no estuvo bien, cielo. Lo entiendes, ¿verdad? —El pequeño asiente, y dispuesta a ayudarlo sigo—: Pero no voy a consentir que nadie más te vuelva a insultar.
Sus ojitos de pronto se avivan. Me acuerdo de mi sobrina.
—Pon tu pulgar contra el mío. Y una vez que se toquen, nos damos una palmadita en la mano. —Hace lo que le digo y vuelve a sonreír—: Ésta es la contraseña de amistad entre mi sobrina y yo. Ahora será la nuestra también, ¿quieres?
Asiente, sonríe, y yo estoy a punto de saltar de felicidad. Una tregua. Tengo una tregua con Flyn. Y cuando creo que nada mejor puede pasar, dice:
—Gracias por dormir anoche conmigo.
Me encojo de hombros para quitarle importancia a eso.
—¡Ah, no!, gracias a ti por dejarme meterme en tu cama.
Él sonríe y comenta:
—A ti no te dan miedo los truenos. Lo sé. Tú eres mayor.
Eso me hace reír. ¡Qué listo que es el jodío!
—¿Sabes, Flyn? Cuando yo era pequeña, también tenía miedo a los truenos y a los rayos. Cada vez que había una tormenta, yo era la primera en meterme en la cama de mis padres. Pero mi mamá me enseñó que no hay que tener miedo a las inclemencias del tiempo.
—¿Y cómo te enseño tu mamá?
Sonrío. Pensar en mamá, en su cariñosa mirada, en sus manos calentitas y en su sonrisa perpetua me hace decir:
—Me decía que cerrara los ojos y pensara en cosas bonitas. Y un día me compró una mascota. Le llamé Calamar. Fue mi primer perro. Mi superamigo y mi supermascota. Cuando había tormentas, Calamar se subía conmigo a la cama, y el verme acompañada por él me hizo valiente. Ya no necesitaba ir a la cama de mis padres. Calamar me protegía y yo lo protegía a él.
—¿Y dónde está Calamar?
—Murió cuando yo tenía quince años. Está con mamá en el cielo.
Esta revelación de mi madre le sorprende. Omito mencionar a Curro, o todo parecería muy cruel.
—Sí Flyn, mi mamá murió como la tuya. Pero ¿sabes? Ella junto a Calamar desde el cielo me dan fuerzas para que no tenga miedo a nada. Y estoy segura de que tu mamá hace lo mismo contigo.
—¿Tú crees?
—¡Oh, sí!, claro que lo creo.
—Yo no me acuerdo de mi mamá.
Su tristeza me conmueve, y respondo:
—Normal, Flyn. Eras muy pequeño cuando se fue.
—Me hubiera gustado conocerla.
Su pena es mi pena, e incapaz de no profundizar en el tema, murmuro:
—Creo que podrías conocerla a través de los ojos de las personas que la quisieron, como son tu abuela Larissa, la tía Marta y Yulia. Hablar con ellas de tu mamá sería recordarla y saber cosas de ella. Estoy segura de que tu abuela estaría encantada de contarte cientos de cosas de tu mamá.
—¿Larissa?
—Sí.
—Ella siempre está muy ocupada —protesta el niño.
—Es lógico, Flyn. Si tú no dejas que ella te cuide ni te mime, tiene que seguir con su vida. Las personas no pueden quedarse sentadas a esperar a que otras las quieran; tienen que continuar viviendo, aunque en su corazón te añoren todos los días. Por cierto, ¿por qué la llamas por su nombre y no abuela?
El crío se encoge de hombros y piensa la respuesta durante un momento.
—No lo sé. Me imagino que es porque su nombre es Larissa.
—¿Y no te gustaría llamarla abuela? Yo estoy segura de que a ella le emocionaría mucho que la llamaras así. Llámala un día por teléfono y vete con ella a merendar, a comer, a cenar. Pídele que te cuente cosas de tu mamá, y estoy convencida de que te darás cuenta de lo importante que eres tú para ella y para tu tía Marta.
El crío asiente. Silencio. Pero de pronto dice:
—Yo moví la coca-cola para que te saltara en la cara el otro día.
Recordarlo me hace reír. ¡Será cabronazo! Pero dispuesta a no tenerle nada en cuenta, asevero:
—Me lo imaginaba.
—¿Te lo imaginabas?
—Sí.
—¿Y por qué no dijiste nada a la tía Yulia?
—Porque yo no soy una chivata, Flyn. —Y, al ver cómo me mira, le toco su oscuro cabello, y añado—: Pero eso ya no importa. Lo importante es que a partir de ahora intentaremos llevarnos bien y ser amigos, ¿te parece buena idea?
Asiente. Pone su pulgar ante mí y volvemos a hacer nuestro saludo. Yo sonrío.
Sus ojos recorren la habitación con curiosidad y veo que se detienen continuamente en algo que está a la derecha. Con disimulo miro y veo que se trata del skateboard y mis patines. Y sin demora, pregunto:
—Te gustaría aprender a usar el skate o a patinar, ¿verdad? —Flyn no responde, y cuchicheo—: Será algo entre tú y yo. Tu tía, de momento, no tiene por qué enterarse. Aunque tarde o temprano, a riesgo de que nos mate, se lo diremos, ¿vale? ¿Quieres que te enseñe?
Su gesto cambia y acepta. ¡Lo sabía!
Sabía que Flyn quería aprender cosas nuevas. Rápidamente me levanto del suelo. Él lo hace también. Voy hasta donde está el skate y lo pongo en el suelo. Me subo sobre él y le demuestro que sé utilizarlo.
—¿Yo puedo hacer eso también?
Paro, me bajo y digo:
—Pues claro, cielo. —Y guiñándole el ojo, murmuro—: Te enseñaré a hacer cosas que cuando las vea cierta niña rubia de tu cole no podrá dejar de mirarte.
Flyn se pone colorado.
—¿Cómo se llama? —pregunto con complicidad.
—Laura.
Encantada por el momento tan estupendo que estoy viviendo con el niño, le tomo de los hombros y afirmo:
—Te aseguro que en unos meses Laura y esa pandilla de macarras de tu cole van a flipar cuando vean cómo manejas el skate.
El pequeño asiente. Le miro y digo:
—Vamos..., prueba. Primero, sube un pie en el skate y nota cómo se mueve.
Flyn me hace caso. Yo le cojo las manos y, en cuanto el pequeño pone el pie sobre el skate se escurre. Asustado, me mira y yo intento tranquilizarlo:
—Punto uno: nunca lo utilices sin estar yo delante. Punto dos: para no hacerse daño hay que usar rodilleras, coderas y casco. Punto tres, y muy importante: ¿confías en mí?
Hace un gesto afirmativo y me emociono.
De pronto, se oye el ruido de un coche. Miro por la ventana y veo que es Yulia que entra en el garaje. Sin necesidad de decir nada, el crío deja el skate donde estaba y se sienta junto a mí de nuevo en el suelo. Disimulamos. Dos minutos después, la puerta de la habitación se abre, y Yulia, al vernos a los dos en el suelo sentados, pregunta sorprendida:
—¿Ocurre algo?
Flyn se levanta y abraza a su tía.
—Len me ha ayudado a aprender una cosa del colegio.
Yulia me mira. Yo asiento. El pequeño se marcha. Yo me levanto. Me acerco a mi alemana favorita y, agarrándole de la cintura, murmuro:
—Como verás, cualquier día consigo ese besito de tu sobrino.
Yulia, asombrada como nunca antes, sonríe. Me coge entre sus brazos, y con cuidado de no darme en la barbilla, susurra buscando mi boca:
—De momento, pequeña, mi beso ya lo tienes.
Por la mañana, la tonalidad de mi cara es más verde que roja. Me miro en el espejo y me desespero. ¿Cómo puedo tener esta pinta?
Por favor, ¡si parezco Hulk, el monstruo verde!
Vale..., no es que sea una belleza, pero vamos, verme así es terrible, es deprimente. Pobre Yulia. Vaya novia que tiene. Soy igualita a la novia cadáver. Me río. Soy tonta. Cuando regreso a la habitación en la radio suena Satisfaction de los Rolling Stones y canto. Esa canción siempre me recuerda a mis amigos de Kazan. Comienzo a bailar mientras canto a voz en grito. Yulia sube a darme un beso antes de marcharse a trabajar y, sorprendida, me mira desde la puerta, hasta que soy consciente del deprimente espectáculo que le estoy ofreciendo y me paro, aunque mis hombros siguen el ritmo mientras me acerco a ella.
—Me encanta verte así de feliz.
Sonrío. Le doy un beso.
—Esta canción me trae muy buenos recuerdos de mi gente.
—¿De alguien en especial?
Con una maquiavélica sonrisa, asiento. Yulia cambia su gesto y, dándome un azote de lo más sensual, exige con posesión:
—¿De quién?
Divertida por lo que voy a decir, explico:
—De Anastasia... —Y cuando su mirada se tensa, prosigo—: De Rocío, Laura, Alberto, Pepi, Loli, Juanito, Almudena, Leire...
Me da otro azote y otro más. Pica, pero me río. Cambia su gesto a otro más divertido y murmura mientras me masajea la nalga enrojecida:
—No juegues con fuego pequeña o te quemarás.
—¡Mmm!, me gusta quemarme. —Y contoneándome, susurro—: ¿Quieres quemarme?
Yulia me retira de su lado y resopla. La tiento. Me desea. Después menea la cabeza hacia ambos lados.
—Tú recupérate, que, cuando lo estés, prometo quemarte.
—¡Guau! —grito, y sonríe.
Después me da un beso.
—Que tengas un buen día, cariño.
Dicho esto, se va. Está a cinco metros de mí y ya la echo en falta. Pero he quedado con Frida para comer y sé que me lo voy a pasar bien. Asomada a la ventana, veo cómo se aleja su coche y, de pronto, suena el teléfono. Mi hermana.
—¡Hola, cuchuuuuuuuuuuuuu!
—¡Hola, gordita! ¿Cómo estás? —le pregunto riendo mientras me tumbo en la cama para hablar con ella.
—Bien. Cada día más ceporri, pero bien. ¿Y tú que tal, cómo andas?
Su voz suena algo triste, pero yo con el subidón de lo ocurrido segundos antes con Yulia, respondo:
—Pues mira, Annya, no te asustes. Estoy bien, aunque soy igualita que el increíble Hulk. Anteayer me caí en la nieve. Tengo la cara que parece un cuadro de Picasso y puntos en la barbilla. Con eso, te lo digo todo.
—¡Cuchuuuuuuuuuuuu, no me asustes!
Al ver que se alarma, añado:
—Pero ¿no ves que estoy tranquilamente hablando contigo? Ha sido un golpecito de nada. No dramatices, que te conozco.
Durante más de una hora hablo con ella. La noto bien, pero hay algo que no sé..., no me deja contenta. Cuando cuelgo el teléfono me visto y bajo al comedor. Simona está pasando el aspirador, y al verme, lo para y pregunta:
—¿Cómo está hoy, señorita?
—Mejor, Simona. ¿Ha comenzado ya «Locura esmeralda»?
La mujer mira el reloj y dice:
—¡Por todos los santos!, corramos o nos la perderemos.
Hoy Luis Alfredo Quiñones, tras perseguir a caballo por toda la dehesa a Esmeralda Mendoza, la besa y le promete, mientras miran juntos al horizonte, recuperar al hijo de ambos. Simona y yo, emocionadas, nos miramos y suspiramos.
A las doce aparece Frida con el encargo que le hice cuando supe que iba a venir y cuando me ve se queda sin habla. Aunque la he avisado por teléfono, no puede dejar de impresionarse al contemplar mi rostro.
Sentadas en el salón comemos lo que Simona nos ha preparado mientras charlamos.
—Tengo que contarte algo, Frida.
—Tú dirás.
Divertida, la miro y murmuro:
—El otro día me encontré con Betta y le di dos guantazos y una patada en el culo. Vale, antes de que digas nada, sé que estuvo mal. Soy una adulta y no puedo ir comportándome como una delincuente, pero, oye, reconozco que me sentí bien al hacerlo y que si no hubiera sido por las caras de todas las que nos miraban, le habría dado siete más.
El tenedor se le cae de las manos, y ambas nos reímos. Le cuento lo ocurrido y maldice no haber estado allí para haber aprovechado como Marta y darle su deseado bofetón. Cuando terminamos de comer, en vez de sentarnos en el salón, decidimos ir a mi cuarto. Se sorprende de lo bonito que lo estoy dejando y, cuando ve el árbol de Navidad rojo en un rincón, mi comentario es:
—Mejor no preguntes.
Animadas, nos sentamos en el cómodo sillón rojo que me ha regalado Yulia, y tras cotillear sobre nuestro culebrón preferido, pregunta:
—Entonces, ¿todo bien con Yulia?
—Sí. Discutimos, nos reconciliamos y volvemos a discutir. Bien.
—Me alegro —dice riendo—. Y en lo sexual, ¿bien también?
Pongo los ojos en blanco y asiento. Ambas nos reímos.
—Increíble. Cada vez que quedamos con Björn y hacemos un trío es indescriptible. Me vuelve loca ver la pasión que pone Yulia. Cómo me ofrece... ¡Oh, Dios, me encanta cómo me poseen entre los dos! Nunca había pensado que lo pudiera pasar tan bien en algo que al principio me parecía escandaloso.
—El sexo es sexo, Elena. No hay que darle más vueltas. Si a vosotras como pareja os gusta y lo disfrutáis, ¡adelante!
—Ahora lo disfruto, Frida. Pero antes, te aseguro que pensaba que las personas que lo hacían eran unas depravadas. Pero la sensación que me produce sentirme tan deseada y cómo ellos me hacen suya...
—Calla..., calla que me excitas. ¡Soy una depravada! —Ambas reímos, y ella añade—: Por cierto, hablando de depravación, ¿te ha dicho Yulia algo de la fiesta privada de esta noche? —Niego con la cabeza—. Heidi y Luigi dan unas fiestas estupendas. Estoy segura de que os han invitado, pero en tu estado seguro que Yulia ha declinado la oferta.
—Normal. Con la pinta que tengo. Mejor no sacarme de casa, que asusto —me mofo, y las dos nos reímos. Pero, curiosa, pregunto—: ¿Va mucha gente a esa fiestecilla?
—Sí. La verdad es que sí va bastante gente. La suelen hacer en su bar de intercambio de parejas, y te aseguro que allí va lo mejor de lo mejor. —Y bajando la voz, murmura—: El año pasado en esa fiesta Andrés y yo hicimos realidad una de nuestras fantasías.
Al ver mi cara, Frida ríe y cuchichea:
—Hice un gangbang y Andrés, un boybang. —Y al ver que pestañeo, susurra—: Andrés escogió seis mujeres de la fiesta, y yo escogí a seis hombres. Nos metimos en uno de los cuartos del local, y yo me entregué a ellos y Andrés a ellas. Fue alucinante, Elena. Yo era el centro de mis hombres e iba probando distintas posturas sexuales con todos ellos. ¡Dios!, ni te imaginas lo que disfruté, y Andrés te aseguro que se lo pasó pipa con sus chicas. Al final nos unimos los dos grupos e hicimos una orgía. Como te digo, las fiestas de Heidi y Luigi siempre deparan cosas buenas.
Lo que me dice parece excitante, pero, para mi gusto, exagerado. Con dos personas yo tengo bastante, pero calienta imaginarlo.
Durante un rato me explica sus experiencias. Todas son morbosas y excitantes. Me encanta hablar con Frida tan abiertamente de sexo. Nunca he tenido una amiga con la que poder conservar con tanta sinceridad de esto y me gusta. A las cinco se marcha. Tiene que arreglarse para la fiesta.
Larissa llama para ver qué tal estoy, y tras ella, Marta. Está encantada con su cita de esa noche. Le doy ánimos y le pido que mañana me llame y me cuente qué tal fue todo.
Por la tarde, Flyn regresa del colegio. Tras hacer sus deberes lo espero en mi habitación. Cuando entra le enseño los patines en línea que le había encargado para él a Frida. Aplaude. Una vez que se pone las coderas, rodilleras y casco, comenzamos sus clases con el skateboard. Como era de esperar, se desespera. Lo primero que hay que aprender es a saber cuál es el centro del equilibrio de uno. Le cuesta un poco, aunque al final lo consigue, pero poco más.
Cuando oímos el coche de Yulia, rápidamente dejamos todo en su sitio. No debe saber ni notar que estamos practicando con eso. Flyn corre a su cuarto de estudios, y los dos disimulamos muy bien. Me saco del bolsillo de mi pantalón un chicle de fresa y lo mastico.
Cuando Yulia viene a mi cuarto a buscarme, me encuentra sentada en el suelo, mirando la pantalla del ordenador.
—¿Por qué no te sientas en una silla? —pregunta.
—Pues porque me gusta mucho sentarme en esta mullida y carísima alfombra. ¿Hago mal?
Se agacha y me da un beso. Está guapísima con su caro abrigo azul y su traje oscuro. Su aspecto de ejecutiva es imponente, y me encanta. Me pone. Me da la mano y me levanto, y entonces, sorprendiéndome, me entrega un precioso ramo de rosas rojas.
—Feliz día de los Enamorados, pequeña.
Boquiabierta.
Patitiesa y asombrada me quedo.
¡Qué romántica!
Mi Icegirk me ha comprado un precioso y maravilloso ramo de rosas rojas por el día de los Enamorados, y yo ni le he felicitado ni tengo nada para ella. ¡Soy lo peor! Yulia sonríe. Parece saber lo que pienso.
—Mi mejor regalo eres tú, blanquita. No necesito nada más.
La beso. Me besa y sonrío.
—Te debo un regalo. Pero de momento tengo algo para ti.
Sorprendida, me mira, y saco el paquete de chicles del bolsillo. Se lo enseño. Sonríe. Saco uno. Lo abro y se lo meto en la boca. Divertida por lo que aquello significa para nosotras, pregunta:
—¿Ahora te van a salir los ronchones y la cabeza te va a dar vueltas como a la niña del exorcista?
La carcajada de las dos es deliciosa.
—La nueva modalidad es mi cara verde y mis puntos. ¿Puede haber algo más sexy para un día de los Enamorados?
Yulia me besa y, cuando se separa de mí, digo:
—Me ha comentado Frida que esta noche va a una fiesta en un bar de intercambio de parejas. ¿Tú sabías algo?
—Sí. Luigi me llamó para invitarnos al Nacht. Pero decliné la oferta. No estás tú para muchas fiestas, ¿no crees?
—Pues sí..., pero, oye, si hubiera estado presentable, me habría gustado ir.
Yulia me besa y me mordisquea el labio inferior.
—Pequeña viciosilla, ¿tan necesitada estás? —Yo me río y niego con la cabeza, y ella comenta mientras me aprieta contra ella—: Ya habrá otras fiestas. Te lo prometo. —Y al ver mi mirada, pregunta—: A ver, blanquita, ¿qué quieres preguntar?
Yo sonrío. Cómo me va conociendo. Y acercándome a ella, pregunto:
—¿Has hecho alguna vez un boybang?
—Sí.
—¡Hala, qué fuerte!
Yulia ríe por mi contestación.
—Cariño, llevo más de catorce años practicando un tipo de sexo que para ti de momento es una novedad. He hecho muchas cosas, y te aseguro que algunas de ellas nunca querré que las hagas. —Y al ver que la miro en busca de saber más, indica—: Sado.
—¡Ah, no!, eso no quiero —aclaro. Y tras escuchar la risa de Yulia, pregunto—: ¿Qué piensas de los gangbang?
Yulia me mira, me mira, me mira..., y cuando mi paciencia está a punto de explotar, responde:
—Demasiados hombres entre tú y yo. Preferiría que no lo propusieras.
Eso me hace reír, y antes de que pueda decir nada, cambia de tema:
—Tengo sed. ¿Quieres beber algo?
Enamorada, con mi ramo de rosas en la mano, camino de su mano por el enorme y amplio pasillo de la casa. De pronto, cuando llego a la cocina y entro, Simona me mira con una sonrisa, y yo grito:
—¡Susto!
El animal corre hacia mí, y Yulia lo para. No quiere que me haga daño. Pero el animal está como loco de felicidad, y yo todavía más. Tras abrazar con cuidado a Susto y decirle mil cosas cariñosas, miro a mi mujer de ojos azules y, sin importarme que Simona esté delante, le abrazo y murmuro en ruso:
—¡Ni gangbang ni leches! Eres lo más bonito que ha parido tu madre y te juro que me casaba contigo ahora mismo con los ojos cerrados.
Yulia sonríe. Está pletórica. Me besa.
—Lo más bonito eres tú. Y cuando quieras..., nos podemos casar.
¡Oh, Dios! Pero ¿qué acabo de decir? ¿Le acabo de pedir matrimonio? Pa matarme.
Susto da saltos a nuestro alrededor, y Yulia, parándolo, comenta, divertida:
—Como verás, le he puesto la bufanda para el cuello que le hiciste. Por cierto, está tremendamente afónico.
—¡Aisss, que te como Icegirl! —exclamo riendo y la beso.
Apasionada por aquel bonito momento, estoy tocando a Susto, que no para de moverse por lo contento que está, cuando veo algo en las manos de Simona. Es un cachorro blanco.
— ¿Y esta preciosidad? —pregunto mientras lo miro embobada.
Sin soltarme de la cintura, nos acercamos a Simona, y Yulia comenta:
—Estaba en la misma jaula que Susto. Por lo visto es el único de su camada que ha sobrevivido, y debe de tener como mes y medio me han dicho. Susto no se quería venir conmigo si no me llevaba a este pequeño también. Tenías que haberle visto cómo lo agarró con la boca y salió de la jaula cuando lo llamé. Luego, fui incapaz de devolver al cachorrillo a la jaula.
—Es usted muy humana, señorita —murmura, emocionada, Simona.
—Es la mejor —asiento, dichosa. Y luego, mirando a Susto, afirmo—: Y tú, un padrazo.
Ante nuestros comentarios, mi feliz Icegirl sonríe y dice, mirando al cachorro:
—Lo que no sé es de qué raza será.
Con mimo, cojo al cachorro. Es gordito y esponjoso. Una preciosidad.
—Es un mil razas.
—¿Un mil razas? Y ése ¿qué perro es? —pregunta Simona.
Yulia, que ha entendido mi broma, sonríe, y yo, con el cachorro en mis manos, le aclaro a Simona:
—Un mil razas es un perro que tiene de todas las razas un poco y ninguna en especial.
Las tres nos reímos. Simona, feliz, se marcha para contárselo a Norbert. Yo dejo al cachorro en el suelo, y Yulia dice mientras sujeta a Susto para que no me salte encima.
—¿Te gustan tus regalos?
Encantada y enamorada, la beso y musito:
—Son los mejores regalos, cariño. Y tú eres la mejor.
Yulia está feliz. Lo veo en su mirada.
—De momento, se pueden quedar en el garaje, hasta que les hagamos una caseta fuera.
Yo le miro. Eso no se lo cree ¡ni loca!
—Vale..., pero hoy déjales que se queden en casa. Hace mucho frío.
—¿En casa?
—Sí.
En este preciso momento, el cachorro, que camina por el suelo, se mea. ¡Vaya pedazo de meada que echa! Yulia me mira y, con seriedad, pregunta:
—¿Dentro de casa?
Parpadeo. Le guiño un ojo y, con complicidad, cuchicheo:
—Que sepas que acabas de aumentar la familia. Ya somos cinco.
Mi alemana cierra los ojos y entiende perfectamente lo que acabo de decir y antes de que diga alguna de sus perlas, le apremio:
—Vamos, Yulia —digo mientras cojo al cachorro—. Démosle la sorpresa a Flyn.
—¿Susto no le dará miedo?
Yo niego con la cabeza.
Sin hacer ruido, nos dirigimos hacia su habitación de juegos. Con cuidado, abro la puerta y hago entrar al animal.
—¡Susto! —grita el niño, y lo abraza.
Las carcajadas de Flyn son maravillosas. ¡Colosales! Y el perro se tumba panza arriba para que le rasque la barriguita. Durante un rato, la felicidad del pequeño es plena, hasta que ve en mis manos algo que llama su atención. Con los ojos como platos, se acerca a mí y pregunta:
—Y éste ¿quién es?
Yulia, dichosa y, sobre todo, sorprendida por la felicidad que ve en su sobrino, explica:
—Cuando fui a buscar a Susto, estaba con él en la jaula. Susto no quiso dejarlo solo y se vino con nosotros.
El crío, alucinado, mira a su tía. Dos perros. ¡Dos! Yo, encantada, dejo al cachorro en sus manos.
—Este pequeñín será tu superamigo y supermascota. Por lo tanto, el nombre se lo tienes que poner tú.
Flyn mira a su tía, y cuando ve que ésta asiente, sonríe. Mira a continuación al cachorro blanco y dice, tras guiñarme un ojo:
—Se llamará Calamar.
Un enorme nudo de emociones se agolpa en mi garganta al escucharlo, y sonrío. El pequeño pone el pulgar ante mí, yo pongo el mío, y terminamos con una palmada. Nos reímos. Yulia me besa en el cuello y susurra en mi oído al ver a su sobrino feliz:
—Cuando quieras, ya sabes..., me caso contigo.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:22 pm

Con el transcurrir de los días, mi cara vuelve a ser lo que era, y cuando el doctor me quita los puntos de la barbilla ante la atenta mirada de Yulia, sonríe al ver la obra de arte que ha hecho. No se notan, y eso me hace feliz.
La casa, tras la llegada de Susto y Calamar, se ha vuelto una casa llena de risas, ladridos y locura. Yulia, los primeros días, protesta. Encontrarse meadas de Calamar en el suelo la pone de mal humor, pero al final claudica. Susto y Calamar la adoran, y ella los adora a ellos.
Muchas mañanas cuando me levanto me gusta asomarme a la ventana y ahí está mi Icegirl, lanzándole un palo a Susto, para que éste corra tras el. El animal lo ha tomado como costumbre. Antes de que ella se vaya a trabajar, le lleva un palo a sus pies, y Yulia juega y sonríe. Algunos fines de semana convenzo a Yulia y a Flyn para pasear por el campo nevado con los animales. Susto lo agradece, y Yulia juega con él mientras Flyn corretea a nuestro alrededor con su mascota. Me emociona todo. En especial, cuando veo cómo Yulia se agacha y abraza a Susto. Mi fría y dura Icegirl se va descongelando a cada día que pasa, y cada día me enamora más.
También he acompañado en varias ocasiones a Yulia al campo de tiro olímpico. Sigue sin gustarme el rollito de las armas, pero disfruto al ver lo bien que ella lo hace. Me siento orgullosa. Una de las mañanas que estamos ahí me presenta a unos amigos, y uno de ellos pregunta si soy Rusa. Directamente, niego con la cabeza e indico: «¡Brasileña!». De inmediato el hombre dice: «Samba, caipirinha». Yo asiento y me río. Está visto que, dependiendo de dónde seas, te persigue un sambenito. Yulia me mira sorprendida y al final sonríe. Esa noche, cuando me hace el amor, cuchichea con sorna en mi oído:
—Vamos, brasileña, baila para mí.
Flyn ha avanzado mucho con el skate y los patines. El tío es listo y aprende rápidamente. Lo hacemos a escondidas, cuando Yulia no está. Si nos viera, ¡nos mataría! Simona sonríe y Norbert refunfuña. Me advierte que la señorita se enfadará cuando lo sepa. Sé que tiene razón, pero ya no puedo parar mis enseñanzas con el crío. Su trato conmigo ha cambiado, y ahora me busca y pide mi ayuda continuamente.
Yulia, en ocasiones, nos observa, y sabe que entre nosotros ha ocurrido algo para que se haya obrado ese cambio en el pequeño. Cuando pregunta, la achaco a la llegada de los animales a la casa. Ella asiente, pero sé que no la convence. No pregunta más.
El primer día que puedo salir a escondidas con Jurgen a desfogarme con la moto es una pasada. Tantos días de inactividad en casa casi me vuelven loca, por lo que salto, derrapo y grito con Jurgen y los amigos de éste por los caminos de cabras de las afueras de Múnich. Pienso en Yulia. Debo contárselo. El problema es que no encuentro nunca el momento oportuno. Eso me comienza a martirizar. Nuestra base es la confianza, y esta vez yo estoy fallando.
Una tarde cuando estoy liada con mi moto en el garaje llega Flyn del colegio. El niño me busca, y cuando me encuentra, alucinado, mira la moto. La recuerda. Y cuando le indico que es la moto de su madre y que me tiene que guardar el secreto ante su tía, pregunta:
—¿Sabes utilizarla?
—Sí —respondo con las manos sucias de grasa.
—La tía Yulia se enfadará.
La frase me hace gracia. Todos, absolutamente todos, saben que Yulia se enfadará. Y respondo, mirándolo:
—Lo sé, cariño. Pero la tía Yulia, cuando me conoció, ya sabía que yo hacía motocross. Lo sabe y tiene que entender que a mí me gusta practicar este deporte.
—¿Lo sabe?
—Sí —afirmo, y sonrío al recordar cómo se enteró.
—¿Y te deja?
Esa pregunta no me sorprende, y mirándolo, le aclaro:
—Tu tía no me tiene que dejar. Soy yo la que decido si quiero o no hacer motocross. Los adultos decidimos, cariño.
El crío, no muy convencido, asiente, y vuelve a preguntar:
—¿Larissa te regaló la moto de mi madre?
Lo miro, y antes de contestar, pregunto:
—¿Te molestaría si fuera así?
Flyn lo piensa y, dejándome de piedra, contesta:
—No. Pero tienes que prometerme que me enseñarás.
Sonrío, suelto una carcajada y digo mientras él ríe:
—Tú qué quieres, ¿que tu tía me mate?
Una hora después, Yulia me llama por teléfono. Tiene un partido de baloncesto y quiere que vaya al polideportivo. Encantada, acepto. Me pongo unos vaqueros, mis botas negras y una camiseta de Armani. Me abrigo, llamo a un taxi y, cuando llego a la dirección que ella me ha dado, sonrío al verla esperándome apoyada en su coche.
Yulia paga el taxi, y mientras caminamos hacia los vestuarios, murmuro:
—¿Cómo no me habías dicho lo del partido?
Mi chica sonríe, me besa y susurra:
—Lo creas o no, se me olvidó. Si no es por Andrés, que me ha llamado a la oficina, ¡ni lo recuerdo!
Cuando llegamos a los vestuarios, me besa.
—Ve a las gradas. Seguro que allí está Frida.
Encantada de la vida y del amor, camino hacia la cancha. Allí está Frida junto a Lora y Gina. Mi trato con ellas ha cambiado. Me aceptan como la novia de Yulia y se lo agradezco. Lora, la rubia, al verme aparecer, sonríe y dice:
—Llegó mi heroína.
Sorprendida, la miro, y cuchichea:
—Ya me he enterado de que le diste a Betta su merecido.
Miro a Frida en actitud de reproche por habérselo contado, y ésta indica:
—A mí no me mires, que yo no he sido.
Lora sonríe y, acercándose de nuevo a mí, me comenta:
—Me lo ha contado la mujer que iba con Betta.
Asiento, sonriendo.
—Por favor, que no se entere Yulia. No me gustaría darle otro disgusto más.
Todas se muestran de acuerdo y poco después los chicos salen a la cancha. Como es de esperar, la mia me vuelve loca. Verle ágil y activa mientras corre por la pista me pone a cien. Pero esta vez, a pesar de su empeño, pierden el partido por tres puntos.
Cuando termina, bajamos hasta la pista, y Yulia, al verme, me besa. Está sudorosa.
—Voy a ducharme, cariño. En seguida vuelvo.
En la salita donde solemos esperarlos sólo estamos Frida y yo. Lora y Gina se han marchado. Cotilleamos, divertidas, hasta que Yulia y Andrés salen, y este último dice:
—Preciosa, cambio de planes. Regresamos a casa.
Frida, sorprendida, protesta.
—Pero si hemos quedado con Dexter en su hotel.
Andrés asiente con la cabeza, pero indica:
—Anularé la cita. Me ha surgido algo que tengo que solucionar.
Veo que Frida refunfuña.
—¿Quién es Dexter? —pregunto.
La joven me mira, y ante los atentos ojos de mi Icegirl, responde:
—Un amigo con el que jugamos cuando viene a Múnich. Yulia le conoce también, ¿verdad?
Mi chica asiente.
—Es un tipo genial.
¿Jugar? ¿Sexo? Mi cuerpo se excita y, acercándome a Yulia, sondeo:
—¿Por qué no vamos nosotras a esa cita?
Me mira sorprendida, e insisto:
—Me apetece jugar. Venga..., vamos.
Mi Icegirl sonríe y mira a Frida; después, me mira a mí y señala:
—Len, no sé si el juego de Dexter te va a gustar.
Alucinada, la miro y, al ver que no dice nada, pregunto a Frida:
—¿Le va el sado?
—No y sí —responde Andrés ante la risa de Yulia.
Frida se encoge de hombros.
—A Dexter le gusta dominar, jugar con las mujeres y ordenar. No es sado lo suyo. Es exigente, morboso e insaciable. Yo me lo paso genial cuando nos vemos.
Yulia saluda con la mano a uno de sus compañeros que se marcha y dice, cogiéndome de la cintura:
—Venga, vámonos a casa.
Yo la miro, la paro e insisto:
—Yulia, quiero conocer a Dexter.
Mi Icegirl me mira, me mira y me mira, y al final claudica.
—De acuerdo, Len. Iremos.
Andrés lo llama y comenta el cambio de planes. Dexter acepta, encantado.
Entre risas, llegamos a nuestros respectivos coches, nos despedimos y cada pareja toma su camino. Mi chica y yo nos sumergimos en el tráfico de Múnich. Está callada. Pensativa. Yo canturreo una canción de la radio y, de pronto, veo que se para en una calle. Me mira y pregunta:
—¿Tan deseosa estás de jugar?
Su pregunta me sorprende, y respondo:
—Oye..., si te molesta, no vamos. He pensado que te podía apetecer.
—Te dije que para mí el juego en el sexo es un suplemento, Len, y...
—Y para mí lo es también, cariño —afirmo. Y mirándole de frente, aclaro—: Tú me has enseñado que esto es una cosa de dos. Cuando tú lo propones, a mí me parece bien. ¿Por qué no te puede parecer bien a ti que lo proponga yo?
No responde; sólo me mira. Y encogiéndome de hombros, añado:
—Al fin y al cabo, es un suplemento que las dos disfrutamos, ¿no?
Tras un silencio en el que Yulia respira, dice con voz más dulce.
—Dexter es un buen tío. Nos conocemos desde hace años y cuando viene a Múnich solemos vernos.
—¿Para jugar? —pregunto con sarcasmo.
Yulia asiente.
—Para jugar, cenar, tomar algo o simplemente hacer negocios.
—¿Te excita que yo haya pedido jugar con él?
Mi alemana clava sus impresionantes ojos en mí y, tras hacerme arder, murmura:
—Mucho.
Asiento, y Yulia me indica que baje del coche. Hace un frío pelón. Me encojo en el interior de mi plumón rojo y comienzo a caminar de la mano con Yulia. Me sujeta con seguridad. Su mano se acopla a la mía tan bien que sonrío, encantada. En seguida, veo que vamos directos a un hotel y leo NH Munchën Dornach.
Cuando entramos, Yulia pregunta por la habitación del señor Dexter Ramírez. Nos indican el número, y tras llamarlo para confirmar nuestra llegada, Yulia y yo nos introducimos en el ascensor. Estoy nerviosa. ¿Tan especial es este Dexter? Yulia, agarrado a mi cintura, sonríe, me besa y murmura:
—Tranquila, todo irá bien. Te lo prometo.
Llegamos ante una puerta que está entornada. Yulia toca con los nudillos y oigo decir en español:
—Yulia, pasa.
Mi vagina comienza a lubricarse. Yulia me coge del brazo y entramos. Cierra la puerta y escuchamos:
—Ahorita salgo.
Entramos en un amplio y bonito salón. A la derecha, hay una puerta abierta desde donde veo la cama. Yulia me observa. Sabe que lo estoy mirando todo con curiosidad. Se acerca a mí y pregunta:
—¿Excitada?
La miro y asiento. No voy a mentir. En ese momento, aparece un hombre de la edad de Yulia sentado en una silla de ruedas.
—Yulia, ¡cuate! ¿Cómo estás?
Choca su mano con la de ella, y después el hombre dice mientras pasea sus ojos por mi cuerpo:
—Y tú debes de ser Elena, la diosa que tiene a mi amiga atontada, por no decir enamorada, ¿verdad?
Eso me hace sonreír, aunque estoy sorprendida de verlo en aquella silla.
—Exacto —respondo—. Y que conste que me encanta tenerla atontada y enamorada.
El hombre, tras cruzar una divertida mirada con Yulia, coge mi mano, la besa y murmura con galantería:
—Diosa, soy Dexter, un mexicano que cae rendido a tus pies.
¡Vaya, mexicano! Como el culebrón de «Locura esmeralda». Eso me hace sonreír, aunque me apena verlo en silla de ruedas. ¡Es tan joven! Pero tras cinco minutos de charla con él, soy consciente de la vitalidad y buen rollo que desprende.
—¿Qué queréis beber?
Se lo decimos y Dexter abre un minibar y lo prepara. Me observa. Me mira con curiosidad, y Yulia me besa. Cuando nos da las bebidas, sedienta, doy un gran trago a mi cubata.
—Me gustan las botas de tu mujer.
Sorprendida por aquel comentario, toco mis botas. Yulia sonríe y me indica, tras besarme en el cuello:
—Cariño, desnúdate.
¿Así? ¿En frío?
¡Joder, qué fuerte!
Pero dispuesta a ello y sin ningún pudor, lo hago. Quiero jugar. Yo lo he pedido. Dexter y Yulia no me quitan ojo mientras me desprendo de la ropa, y yo me recreo en excitarlos. Una vez que estoy completamente desnuda, Dexter dice:
—Quiero que te pongas las botas de nuevo.
Yulia me mira. Recuerdo lo que ha dicho Frida de que a éste le gusta ordenar. Entro en su juego, cojo las botas y me las pongo. Desnuda y con las botas negras que me llegan hasta la mitad de los muslos, me siento sexy, perversa.
—Camina hacia el fondo de la habitación. Quiero verte.
Hago lo que él me pide. Mientras camino sé que los dos me miran el trasero; lo muevo. Llego hasta el final de la habitación y regreso. El hombre clava la mirada en mi monte de Venus.
—Bonito tatuaje. Como decimos en mi país, ¡muy padre!
Yulia asiente. Da un trago a su whisky y responde sin apartar sus ojazos de mí:
—Maravilloso.
Dexter alarga su mano, la pasa por mi tatuaje y, mirando a Yulia, señala:
—Llévala a la cama, mujer. Me muero por jugar con tu mujer.
Yulia me coge de la mano, se levanta y me lleva hasta la habitación contigua. Me hace poner a cuatro patas en la cama y, tras abrirme las piernas, dice mientras se desnuda:
—No te muevas.
Excitante. Todo esto me parece excitante.
Miro hacia atrás, y veo que Dexter se acerca a nosotros en su silla. Llega hasta la cama. Toca mis muslos, la cara interna de mis piernas y sus manos alcanzan las cachas de mi trasero. Las estruja y da un azote. Después otro, otro y otro, y dice:
—Me gustan los traseros enrojecidos.
Después, pasea su mano por mi hendidura y juguetea con mis humedecidos labios.
—Siéntate en la cama y mírame.
Obedezco.
—Diosa..., mi aparatito no funciona, pero me excito y disfruto tocando, ordenando y mirando. Yulia sabe lo que me gusta. —Ambos sonríen—. Soy un poco mandón, pero espero que los tres lo pasemos bien, aunque ya me ha advertido tu novia que tu boca es sólo suya.
—Exacto. Sólo suya —asiento.
El mexicano sonríe, y antes de que diga nada, añado:
—Yulia sabe lo que te gusta, pero yo quiero saber cómo te gustan las mujeres.
—Calientes y morbosas. —Y sin dejar de mirarme, pregunta—: Yulia, ¿tu mujer es así?
Mi Icegirl pasea su lujuriosa mirada sobre mí y asiente.
—Sí, lo es.
Su seguridad me hace jadear y, dispuesta a ser todo eso que ella afirma que soy, lo animo:
—¿Qué es lo que deseas de mí, Dexter?
El hombre mira a Yulia, y tras ésta asentir, puntualiza:
—Quiero tocarte, atarte, chuparte y masturbarte. Dirigiré los juegos, os pediré posturas y lo pasaré chévere con lo que hacéis. ¿Estás dispuesta?
—Sí.
Dexter coge una bolsa que cuelga de la silla y dice, tendiéndomela:
—Tengo ciertos juguetitos sin estrenar que quiero probar contigo.
Abro la bolsa. Veo una nueva joya anal. Esta vez con el cristal rosa. Me sorprendo y sonrío. ¿Estará de moda eso en Alemania? Con curiosidad abro una cajita donde hay una cadenita con una especie de pinza en cada extremo, y cuando la cierro, observo un par de consoladores. Son suaves y rugosos. Uno de ellos es un arnés con vibración. Los toco, y Dexter explica:
—Quiero introducirlos dentro de ti; si me dejas, claro.
Yulia me aprieta contra ella y afirma con voz ronca:
—Te dejará, ¿verdad, Len?
Asiento.
Calor..., tengo mucho calor.
Dexter coge la bolsa, saca la cajita que he abierto segundos antes, me enseña la cadena y murmura:
—Dame tus pechos. Voy a ponerles estos clamps.
No sé qué es eso. Miro a Yulia, y ésta me indica tras tocarlos:
—Tranquila, no dolerá. Estas pinzas son suaves.
Acerco mis pechos a aquel hombre, y entonces la carne se me pone de gallina cuando con aquella especie de pinza oscura agarra un pezón y después, con la otra pinza, el otro. Mis pechos quedan unidos por una cadenita y, cuando tira de ella, mis pezones se alargan, y yo jadeo mientras siento un hormigueo excitante.
Dexter sonríe. Disfruta, y sin apartar sus oscuros ojos de mí, susurra en voz baja:
—Quiero verte atada a la cama para masturbarte y después quiero ver cómo Yulia te folla.
Jadeo y, dispuesta a todo, me levanto, saco las cuerdas que hay en la bolsa y, ofreciéndoselas a mi amor, murmuro:
—Átame.
Yulia me mira, coge las cuerdas y, sobre mi boca, susurra:
—¿Estás segura?
La miro a los ojos, y totalmente excitada por lo que allí está ocurriendo, asiento:
—Sí.
Me tumbo en la cama. Mis pezones, al estirarme, se contraen. Yulia ata mis manos y pasa la cuerda por el cabecero. Después, me anuda un tobillo, que ata a un lado de la cama y, finalmente, al otro. Estoy totalmente abierta de piernas e inmovilizada para ellos.
Dexter, con pericia, se pasa de la silla a la cama y me mira. Tira de la cadenita de mis pezones, y yo gimo.
—Yulia..., tienes una mujer muy caliente.
—Lo sé —asiente mientras me mira.
Mi vagina se lubrica sola, y Dexter añade:
—¿Te gusta el sado, diosa?
Yulia sonríe, y yo contesto:
—No.
Dexter asiente y vuelve a preguntar:
—¿Te excita que utilicemos tu cuerpo en busca de nuestro propio placer?
—Sí —respondo.
Vuelve a tirar de la cadenita, y mis pezones se endurecen como nunca. Jadeo, grito, y pregunta de nuevo:
—Te pone cachonda lo que hago.
—Sí.
Pasa uno de los consoladores por mi húmeda vagina.
—¿Deseas que te utilice, te use y te disfrute?
Con los ojos viciados por el momento, miro a Yulia. Su mirada lo dice todo. Disfruta. Y con voz sensual, susurro:
—Utilízame, úsame y disfrútame.
De la boca de Yulia sale un gemido. Ha enloquecido con lo que he dicho. Coge la cadenita de mis pechos y tira de ella. Yo jadeo, y me besa. Mete su lengua hasta el fondo de mi boca mientras mis pezones cosquillean a cada tirón.
Encantado con lo que ve, el mexicano acaricia la parte interna de mis muslos con sus suaves manos. Yulia para sus besos y nos observa. Sus preguntas me han excitado cuando veo que se acerca a mi boca y dice:
—Ábrela.
Hago lo que me pide y mete el consolador color celeste en mi boca.
—Chúpalo —exige.
Durante unos minutos, Dexter disfruta de mis lametazos, hasta que lo saca de mi boca.
—Yulia..., ahora quiero que te chupe a ti.
Mi alemana, encantada, dirige su duro pene a mi boca. Lo introduce en mí, y yo lo chupo, lo degusto. Dejo que me folle la boca, hasta que vuelvo a escuchar.
—Stop.
Me siento desolada. Mi Icegirl retira su maravillosa erección de mi boca. Dexter moja la punta del consolador en abundante lubricante y comenta mientras lo pone en mi mojada hendidura:
—Ahorita por aquí.
Yulia se sienta en el otro lado de la cama, abre mi vagina con sus dedos para facilitarle el acceso, y Dexter lentamente lo introduce.
—¿Te agrada esto? —pregunta Dexter.
Jadeo, me muevo y asiento, mientras Yulia, mi amor, me mira y sé que me ofrece.
—¡Qué buena onda! —murmura el mexicano.
Durante unos segundos aquel extraño mueve el consolador en mi interior. Lo mete..., lo saca..., lo gira..., tira de la cadenita de mis pezones, y yo jadeo. Cierro los ojos y me dejo llevar por el momento. Mi cuerpo atado se resiente. Se mueve y grito. Excitada por estar atada, abro los ojos y miro a mi amor. Sonríe y se toca su pene. Lo tiene duro.
Preparada para jugar.

—Me gusta tu olor a sexo —murmura Dexter, y mete el consolador de tal manera en mi cuerpo que yo vuelvo a gritar y me arqueo—. Así..., vamos, diosa, ¡córrete para mí!
El consolador entra y sale de mí, arrancándome gemidos incontrolados, y cuando mi vagina tiembla y succiona el consolador, Dexter lo saca. Yulia se mete entre mis piernas y con su dura erección me empala, y grito de placer.
Dexter se vuelve a sentar en su silla. Tira de la cadena de mis pezones y me muevo como puedo. Estoy atada de pies y manos, y sólo puedo jadear, gemir y recibir las estocadas de mi amor, mientras Dexter quita los clamps de mis doloridos pezones y susurra:
—Diosa, levanta las caderas...Vamos..., recíbela. Sí..., así.
Hago lo que me pide. Disfruto de las estocadas cuando le oigo susurrar entre dientes.
—Yulia, muher. Fuerte..., dale fuerte.
Yulia me besa. Devora mi boca y, hundiéndose en mí con fuerza, me hace gritar. Dexter pide. Exige. Nosotras le damos. Disfrutamos de aquel momento y, cuando no podemos más, nos corremos.
Con las respiraciones entrecortadas, Yulia me desata las manos, mientras siento que Dexter me desata los pies. Yulia me abraza y sonríe. Yo hago lo mismo cuando el tercero murmura:
—Diosa, eres recaliente. Estoy seguro de que me vas a hacer disfrutar mucho. Ven. Levántate.
Hago lo que me pide. Dexter me agarra por el culo, me lo aprieta y acerca su boca a mi chorreante monte de Venus. Lo muerde. Sus ojos miran mi tatuaje y sonríe. Yulia se levanta, se pone detrás de mí y con sus dedos me abre para su amigo. Dios, ¡todo es tan caliente!
Dexter desliza su lengua por el interior de mis labios internos y exige que me mueva sobre su boca. Lo hago. Me subo a sus hombros para darle mayor acceso, mientras Yulia me sujeta por la espalda. Mis caderas oscilan hacia adelante y hacia atrás, mientras Dexter, con intensidad, me aprieta contra su boca y me presiona las nalgas, enrojeciéndomelas. Le gustan rojas, y yo me dejo.
Durante varios minutos en silencio me hacen suya. No hay música. Sólo se escuchan nuestros cuerpos, nuestros jadeos y el sonido de los gustosos lametazos de Dexter. Yulia, enloquecida por lo que ve, toca mis pezones mientras Dexter se deleita con mi clítoris, y yo murmuro, gozosa:
—Sí..., ahí..., ahí.
Morbo...Esto es morbo en estado puro.
Mis jadeos aumentan. Voy a correrme de nuevo, pero entonces Dexter para, y tras dar un beso a mi monte de Venus, me hace bajarme de sus hombros y susurra mientras echa la silla de ruedas hacia atrás.
—Aún no, diosa..., aún no.
Estoy acalorada. Muy acalorada. Yulia se sienta en la cama y, tras besarme en el cuello, dice, tomando el mando de la situación:
—Apóyate en mí y ábrete de piernas como cuando te entrego a un hombre.
Mi estómago se contrae. Estoy acalorada, empapada, húmeda y deseosa de correrme. Una vez que me tiene como ella quiere, apoya su barbilla en mi hombro derecho, toca uno de mis pezones con el pulgar y pregunta, ante la atenta mirada de Dexter:
—¿Te gusta ser nuestro juguete?
Mi respuesta es clara y contundente, incluso con un hilo de voz.
—Sí.
La risa de Yulia en mi oído me excita, y más cuando dice tras besarme el hombro:
—La próxima vez te compartiré con un hombre o quizá sean dos, ¿qué te parece?
Mi mirada se clava en Dexter. Sonríe. Hiperventilo, pero respondo, excitada:
—Me parece bien. Lo deseo.
Yulia asiente, y exponiéndome totalmente a su amigo, murmura:
—Cuando estemos con ellos, abriré tus piernas así...
Hace con mis piernas lo que dice, y yo jadeo, mientras Dexter nos mira con lujuria.
—Te ofreceré. Los invitaré a que te saboreen. Ellos tomarán de ti lo que yo les deje y tú obedecerás. —Asiento—. Cuando tus orgasmos me satisfagan, te follaré mientras ellos miran, y una vez termine, ordenaré que ellos te follen. Te follarán, te poseerán, y tú gritarás de placer. ¿Quieres jugar a eso, Len?
Voy a responder, pero no puedo. Un nudo en mi garganta apenas deja salir mis palabras, y la oigo repetir:
—¿Quieres o no jugar a eso?
—Sí —consigo responder.
Un zumbido me pone la carne de gallina. Yulia en sus manos tiene el vibrador en forma de pintalabios que yo llevo en el bolso. ¿Cuándo lo ha cogido? Después, me enseña la joya anal de cristal rosa y el lubricante, y murmura:
—Ahora vas a ir hasta Dexter —dice, entregándome la joya y el lubricante—. Y le vas a pedir que te introduzca la joya en tu bonito culito y después regresarás de nuevo aquí.
Cojo lo que me da y, excitada, hago lo que me pide. Desnuda y vestida sólo con las botas, camino hacia un colorado Dexter. Le entrego la joya y el lubricante. Alucinado, veo que mira mi monte de Venus. Le excita mi tatuaje.
—Quiero tocarlo. Se ve tan chévere...
Me acerco a él, y con deseo, pasa su mano por mi monte de Venus mientras lo devora con la mirada. Una vez que lo hace, me doy la vuelta, pongo mi culo en pompa ante él y, sin hablar, escucho como él destapa el lubricante para segundos después notar una presión en el agujero de mi ano, hasta que introduce la joya anal.
—Precioso —le oigo murmurar.
Cuando me incorporo, Dexter me sujeta por las caderas y dice, mientras mueve la joya en mi interior:
—Tu tatuaje me hará pedir mil cosas, diosa; no lo olvides.
Regreso junto a Yulia. Me sienta sobre ella, y Dexter murmura con voz ronca:
—Ofrécemela, Yulia.
Mi Icegirl pasa sus brazos por debajo de mis piernas y las abre. Mi húmeda vagina queda abierta y palpitante ante la cara de Dexter. El hombre respira con dificultad y no aparta sus ojos. Mi entrega lo vuelve loco.
También yo respiro con dificultad. Estoy muy excitada. Exaltada. Estoy al borde del orgasmo. Jadeo y meneo las caderas en busca de algo, de alguien, y es mi dedo el que al final pasa por mi chorreante sexo. Sin ningún pudor, yo misma lo introduzco en mi vagina mientras Yulia me anima a seguir con el juego y sé que Dexter disfruta. Lo veo en su cara. Abierta y expuesta como él quiere, siento que retira mi dedo para introducir uno de los consoladores.
Grito de excitación mientras Dexter entra y saca aquello con celeridad de mi interior. Pero yo quiero más. Necesito más, y cuando además del consolador posa el vibrador en mi hinchado clítoris como un maestro, me hace gritar. Con pericia, mientras Yulia me sujeta las piernas, Dexter aleja y acerca el vibrador al punto exacto de mi placer, y como si de latigazos se tratara, convulsiono, jadeo y le escucho decir:
—Diosa..., córrete ahorita mismo para nosotros.
—Sí... —grito, enloquecida.
Con su dedo toca mi hinchado clítoris y chillo. Estoy húmeda, tremendamente húmeda, y sorprendiéndole le pido:
—Dexter..., chúpame, por favor.
Mi ruego le activa. Yulia se echa hacia adelante para facilitar la acción a su amigo, que instantes después posa su boca sobre mi humedad. Enloquecida, vuelvo a estar sobre su boca. Dexter chupa, lame, rodea y estimula mi vulva hasta llegar al clítoris. Es tocarlo, y yo jadear. Es tirar de él con los labios, y yo gemir. Me vuelve loca, y cuando me corro en su boca, murmura:
—Eres exquisita.
Agotada, sonrío cuando Yulia me agarra con fuerza, me pone a cuatro patas sobre la cama y, con brusquedad y sin hablar, me penetra.
Superexcitada por lo que ha visto, enloquecida, se mete en mí, mientras yo, desgarrada, me abro y la recibo gustosa. Una, dos, tres..., mil veces profundiza, en tanto me agarra por la cintura y, desde atrás, me penetra sin compasión. Un azote, dos, tres. Grito. Me agarra del pelo, tira de él hacia atrás y sisea:
—Arquea las caderas.
Hago lo que me pide.
—Más —exige en mi oído.
Me siento como una yegua montada mientras Yulia me empala una y otra vez ante la atenta mirada de Dexter. De pronto, Yulia se para, saca la joya de mi ano y mete su erección. Caigo sobre la cama y jadeo agarrándome a las sábanas. Sin lubricante cuesta..., duele..., pero ese dolor me gusta. Me incita a pedir más. Yulia me aprieta contra ella, me vuele a dar otro azote y pide:
—Muévete, Len... Muévete.
Me muevo. Sus acometidas son devastadoras. Enardecidas. Sexuales. Me empalo una y otra vez en ella, hasta que Yulia me coge por la cintura y me da tal estocada que me hace gritar mientras un orgasmo asolador nos enloquece a las dos.
Agotados por lo que acabamos de hacer, Dexter nos observa desde su silla. Disfruta. Le gusta lo que ve. Yulia propone darnos una ducha y, cuando estamos solas, pregunta con mimo:
—¿Todo bien, pequeña?
—Sí.
Me encanta que siempre se preocupe por mí en cuanto estamos solas. El agua resbala por nuestros cuerpos y reímos. Le pregunto a Yulia por qué Dexter está en silla de ruedas y me comenta que fue a raíz de un accidente con su parapente. Eso me apena. Es tan joven... Pero Yulia, exigente, me besa. No quiere hablar de eso y me hace regresar a la realidad cuando introduce de nuevo la joya en mi culo. Cuando salimos del baño, Dexter sigue donde lo hemos dejado, con el vibrador en la mano. Lo está oliendo y, cuando me ve, comenta:
—Me encanta el olor a sexo.
Sus ojos me indican lo mucho que me desea, y sin pensarlo, acerco mi cara a la suya y murmuro al recordar una palabra de «Locura esmeralda».
—Ahora me vas a coger tú, Dexter.
Yulia me mira, sorprendida. Dexter me mira, boquiabierto. ¿De qué hablo?
Ninguno de los dos entiende lo que digo. A Dexter no le funciona su aparatito. ¿Cómo lo va a hacer? Tras explicarle a Yulia mi propósito, sonríe. Con su ayuda, sentamos a Dexter en una silla sin brazos, y le atamos uno de los penes vibratorios con arnés a la cintura. Divertido, Dexter mira el pene que ha quedado erecto ante él y se mofa.
—¡Dios, cuánto tiempo sin verme así!
Sin más, beso a Yulia. Mi culo queda a la altura de Dexter, y Yulia me abre las cachas y le tienta para que mueva mi joya anal. Lo hace. Dexter entra en el juego y me pellizca las nalgas para enrojecérmelas. Yulia me besa, y susurra en mi boca:
—Me vuelves loca, cariño.
Sonrío. Yulia sonríe. Mira a su amigo y le pide:
—Dexter, ofréceme a mi mujer.
El hombre me coge de la mano, me sienta sobre él y me abre las piernas. Toca con su mano mi joya y murmura en mi oreja:
—Diosa..., eres caliente. Me encanta tu entrega.
Sonrío, y cuando la boca de Yulia se posa en mi vagina, me contraigo. Dexter me sujeta, y yo me muevo mientras jadeo y grito por las maravillosas cosas que mi amor me hace. Pero dispuesta a calentarlos aún más a los dos, susurro:
—Sí... Ahí... Sigue... Sigue... Más... ¡Oh, sí!... Me gusta... Sí...Sí.
Yulia toca con su lengua mi clítoris una y otra vez. Lo rodea, lo coge con sus labios y tira de él, mientras Dexter me ofrece y toca mis pechos. Con la punta de sus dedos los endurece, los pellizca. Mi Icegirl se ocupa de mi vagina y de arrancarme locos gemidos de placer. La respiración de Dexter se acelera por momentos, y cuando Yulia me coge en volandas y me penetra, los tres jadeamos. Mi amor me apoya contra la pared para hundirse en mí una y otra vez con fuerza, hasta que las dos finalmente nos corremos. Gustosa y altamente excitada, miro a Dexter, que está acalorado. Y acercándome a él, musito:
—Ahora tú.
A horcajadas me siento sobre él y me introduzco el pene del arnés. Le doy al mando a distancia, y éste vibra. Sonrío. Dexter sonríe. Como una diosa del cine porno, me muevo una y otra vez en busca de mi propio disfrute, mientras me restriego contra él y mis pechos bambolean y le tientan cerca de su boca. Dexter, con sus manos, me sujeta la cintura y comienza a bailar al mismo son que yo. Con fuerza me empala una y otra vez en el arnés mientras yo chillo gustosa y enloquecida por la dureza de eso.
Yulia, pendiente de nosotros, está a nuestro lado. No dice nada. Sólo nos observa mientras Dexter con fuerza me agarra y me clava una y otra vez en él. Deseosa y excitada, grito:
—Así... Cógeme así... ¡Oh, sí!
Mi vagina está totalmente abierta alrededor del arnés y jadeo, mirándole a los ojos.
—Vamos, Dexter, demuéstrame cuánto me deseas.
Mis palabras le avivan. Su deseo crece y siento que se le nubla la mente. Dexter, acalorado, me empala sobre el arnés. Lo disfruta. Lo veo en sus ojos. El aire escapa de su boca.
—No te detengas... ¡No pares! —grito.
Dexter no podría haberse detenido aunque lo hubiera querido, y cuando me aprieta una última vez contra el arnés y suelta un gruñido de satisfacción, sé que he conseguido mi objetivo. Dexter ha disfrutado tanto como Yulia y como yo.

Una tarde en la que Flyn y yo patinamos en el garaje cogidos de la mano, de pronto, la puerta mecánica comienza a abrirse. Yulia llega antes de su hora. Los dos nos quedamos paralizados.
¡Menuda pillada, y menuda bronca que nos va a caer!
Rápidamente, reacciono, tiro del muchacho y salimos del garaje. Pero Yulia nos pisa los talones y no sé qué hacer. No nos da tiempo a quitarnos los patines ni a llegar a ningún sitio.
Como una loca, abro la puerta que lleva a la piscina cubierta. El niño me mira, y yo pregunto:
—¿Bronca, o piscina?
No hay nada que pensar. Vestidos y con patines nos tiramos a la piscina. Según sacamos nuestras cabezas del agua, la puerta se abre, y Yulia nos mira. Con disimulo, los dos nos apoyamos en el borde de la piscina. Nuestros pies con los patines sumergidos no se ven.
Asombrada, Yulia se acerca hasta nosotros y pregunta:
—¿Desde cuándo uno se mete en la piscina con ropa?
Flyn y yo nos miramos, reímos, y respondo:
—Ha sido una apuesta. Hemos jugado a la Play, y el perdedor lo tenía que hacer.
—¿Y por qué estáis los dos en el agua? —insiste, divertida, Yulia.
—Porque Len es una tramposa —se queja Flyn—. Y como yo la he ganado, cuando se ha tirado ella, me ha tirado a mí.
Yulia ríe. Le encanta ver el buen rollo que hay últimamente entre su sobrino y yo. Con dulzura, dejo que me bese sin mostrar mis pies. Le doy un beso en los labios.
—¿Cómo está el agua? —pregunta.
—¡Estupenda! —decimos al unísono Flyn y yo.
Encantada, toca la cabeza mojada de su sobrino y, antes de salir por la puerta, indica:
—Poneos un bañador si queréis seguir en el agua.
—Vamos, cariño. ¡Anímate y ven!
Icegirl me mira, y antes de desaparecer por la puerta, contesta con gesto cansado:
—Tengo cosas que hacer, Len.
En cuanto Yulia cierra la puerta, nos sentamos en el borde de la piscina. Rápidamente, nos quitamos los patines y los escondemos en un armario que hay al fondo.
—Ha faltado poco —murmuro, empapada.
El pequeño ríe, yo también, y sin más nos volvemos a tirar a la piscina. Cuando salimos una hora después de ella, Flyn se agarra a mi cintura.
—No quiero que te vayas nunca, ¿me lo prometes?
Emocionada por el cariño que el niño me demuestra, le beso en la cabeza.
—Prometido.
Esa tarde, Flyn se marcha a casa de Larissa. Según él, tiene cosas que hacer. Su secretismos me hacen gracia. Yulia está seria. No está enfadada, pero su gesto me demuestra que le ocurre algo. Intento hablar con ella y al final consigo saber que le duele la cabeza. Eso me alarma. ¡Sus ojos! Sin decir nada se va a descansar a nuestra habitación. No la sigo. Quiere estar sola.
Sobre las seis de la tarde, Susto, aburrido porque Flyn se ha llevado a Calamar, me pide a su manera que vayamos a dar su paseo. Yulia ya ha salido de nuestra habitación y está en su despacho. Tiene mejor aspecto. Sonríe. Eso me tranquiliza. Intento que me acompañe, que le dé el aire. Pero se niega. Al final, desisto.
Abrigada con mi plumón rojo, gorro, guantes y bufanda, salgo al exterior de la casa. No hace frío. Susto corre, y yo corro tras él. Cuando traspasamos la verja negra, comienzo a tirarle bolas de nieve. El perro, divertido, corre y corre mientras da vueltas a mi alrededor.
Durante un buen rato, paseamos por la carretera. La urbanización donde vivimos es enorme y decido disfrutar de la tarde y caminar aunque ya ha anochecido. De pronto, veo un coche parado en la cuneta. Con curiosidad me acerco. Un hombre trajeado de unos cuarenta años habla por teléfono con el cejo fruncido.
—Llevo esperando la jodida grúa más de una hora. Mándela ¡ya!
Dicho esto cuelga y me mira. Yo sonrío y pregunto:
—¿Problemas?
El trajeado asiente y, sin muchas ganas de hablar, contesta:
—Las luces del coche.
Curiosa, miro el coche. Un Mercedes.
—¿Puedo echarle un ojo a su automóvil?
—¿Usted?
Ese «¿usted?» con sonrisita de superioridad no me gusta, pero suspiro, lo miro y respondo:
—Sí, yo. —Y al ver que no se mueve, insisto—. No tiene nada que perder, ¿no cree?
Boquiabierto, asiente. Susto está a mi lado. Le pido que abra el capó, y lo hace desde el interior del coche. Una vez abierto, cojo la varilla y lo aseguro para que no se cierre. Mi padre siempre me ha dicho que lo primero que tengo que mirar cuando me fallan las luces del coche son los fusibles. Con la mirada, busco dónde está la caja de fusibles en ese modelo de coche, y cuando la localizo, la abro. Miro un par de ellos y encuentro lo que pasa.
—Tiene un fusible fundido.
El hombre me mira como si le estuviera explicando la teoría del calamar adobado.
—¿Ve esto? —digo, enseñándole el fusible de color azul. El hombre asiente—. Si se fija, verá que está fundido. No se preocupe, la luz de su coche está bien. Sólo hay que cambiar el fusible para que la bombilla del coche vuelva a funcionar.
—Increíble —asiente el hombre, mirándome.
¡Oh, Dios!, cómo me gusta dejar a los hombres boquiabiertos por estas cosas. ¡Gracias, papá! Cuánto agradezco que mi padre me enseñara a ser algo más que una princesa.
Separándome de él, que se ha acercado más de la cuenta, pregunto:
—¿Tiene fusibles?
Vuelvo a darme cuenta de que no tiene ni idea de lo que le pregunto y, divertida, insisto:
—¿Sabe dónde tiene la caja de herramientas del coche?
El guapo trajeado abre el portón trasero del vehículo y me entrega lo que le pido. Bajo su atenta mirada, busco el fusible del amperaje que necesito y, tras encontrarlo, lo introduzco donde corresponde, y dos segundos después la luz delantera del coche vuelve a funcionar.
La cara del tipo es increíble. Le acabo de dejar alucinado. Que una desconocida, una mujer, se le acerque y le arregle el coche en un pispás le ha dejado totalmente descolocado. Y acercándose a mí, dice:
—Muchas gracias, señorita.
—De nada —sonrío.
Me mira con sus ojos claros y, tendiéndome la mano, dice:
—Mi nombre es Leonard Guztle, ¿y usted es?
Le doy la mano, y respondo:
—Elena. Elena Katina.
—¿Rusa?
—Sí —sonrío, encantada.
—Me encantan los rusos y sus tradiciones.
Asiento y suspiro. Éste, al menos, no ha dicho «¡vodka!».
—¿Puedo tutearla?
—Por supuesto, Leonard.
Durante unos segundos, siento que recorre con sus claros ojos mi cara, hasta que pregunta:
—Me gustaría invitarte a una copa. Después de lo que has hecho por mí, es lo mínimo que puedo hacer para agradecértelo.
¡Vaya!, ¿está ligando conmigo?
Pero dispuesta a cortar eso de raíz, sonrío y respondo:
—Gracias, pero no. Llevo algo de prisa.
—¿Puedo llevarte donde me digas? —insiste.
En ese momento, Susto da un ladrido y corre hacia un coche que se acerca a nosotros. Es Yulia. Su mirada y la mía se cruzan, y ¡guau!, está seria. Para el coche, se baja y, acercándose a mí, murmura tras besarme y agarrarme por la cintura.
—Estaba preocupada. Tardabas demasiado. —Después, mira al hombre, que nos observa, y dice, tendiéndole la mano—. ¡Hola, Leo!, ¿qué tal?
¡Vaya, se conocen!
Sorprendido por la presencia de Yulia, el hombre nos mira y mi chica aclara:
—Veo que has conocido a mi novia.
Un silencio tenso toma el lugar, y yo no entiendo nada, hasta que Leonard, repuesto por encontrarse con Yulia, asiente y da un paso atrás.
—No sabía que Elena fuera tu novia. —Ambos cabecean, y Leonard prosigue—: Pero quiero que sepas que ella solita me acaba de arreglar el coche.
—Venga, ya..., si sólo te he cambiado un fusible.
Leonard sonríe, y murmura mientras toca con su dedo la congelada punta de mi nariz:
—Has sabido hacer algo que yo no sabía, y eso, jovencita, me ha sorprendido.
Tensión. Yulia no sonríe.
—¿Cómo está tu madre? —pregunta el hombre.
—Bien.
—¿Y el pequeño Flyn?
—Perfecto —responde Yulia con sequedad.
¿Qué ocurre? ¿Qué les pasa? No entiendo nada. Al final nos despedimos. Leornard arranca su Mercedes, encience las luces y se va. Yulia, Susto y yo nos montamos en el coche. Arranca, pero sin moverse de su sitio, pregunta:
—¿Qué hacías con Leo a solas?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Venga, va..., estaba sin luces en el coche y le he cambiado un fusible. Sólo he hecho eso, no te enfades.
—¿Y por qué has tenido que hacerlo?
Atónita por esa absurda pregunta, murmuro:
—Pues, Yulia..., porque me ha salido así. Mi padre me ha educado de esta manera. Por cierto, ¿de qué lo conoces?
Yulia me mira.
—Ese imbécil al que le has arreglado el coche es Leo, el que era el novio de Hannah cuando ocurrió todo y el que se desprendió de Flyn sin pensar en él.
¡Las carnes se me abren!
¿Ese idiota es quien no quiso saber de Flyn cuando Hannah murió? Si lo sé, le arregla el fusible a ese estúpido su tía la del pueblo.
Los ojos de Yulia escupen fuego. Está muy enfadada. Con frustración por los recuerdos que esto le trae, da un golpe al volante con las manos.
—Parecías muy a gusto con él.
No quiero discutir e, intentando mantener el control, murmuro:
—Oye, cariño, yo no sabía quién era ese hombre. Solamente he sido simpática y...
—Pues no lo seas —me corta—. A ver cuándo te das cuenta de que aquí, si eres tan simpática con un hombre, se creen que estás ligando.
Eso me hace sonreír. Los alemanes son algo particulares en muchas cosas, y ésa es una de ellas.
—¿Estás celosa?
Yulia no responde. Me mira con esos ojazos que me tienen loca. Al final, sisea:
—¿He de estarlo?
Niego con la cabeza mientras le doy al botón de los CD del coche y me sorprendo al ver que Yulia escucha mi música. Mientras Yulia protesta y yo sonrío, Luis Miguel canta:

Tanto tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas se acercaron tanto así,
que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también, sabor a mí.

¡Oh, Dios, qué bolero más romántico!
Miro a Yulia. Su ceño fruncido me hace suspirar, y sin dejarle continuar con sus quejas, pregunto:
—¿Estás mejor de tu dolor de cabeza?
—Sí.
Tengo que hacer algo. Tengo que relajarla y hacerla sonreír. Por ello, digo:
—Sal del coche.
Sorprendida, me mira y pregunta:
—¿Cómo?
Abro la puerta del coche y repito:
—Sal del coche.
—¿Para qué?
—Sal del coche, y lo sabrás —insisto.
Cuando lo hace, da un portazo. En su línea. Antes de salir yo subo la música a tope y dejo mi puerta abierta. Susto sale también. Después, camino hacia dónde está mi gruñona preferida y, abrazándola, digo ante su cara de mosqueo:
—Baila conmigo.
—¡¿Qué?!
—Baila conmigo —insisto.
—¿Aquí?
—Sí.
—¿En medio de la calle?
—Sí... Y bajo la nieve. ¿No te parece romántico e ideal?
Yulia maldice. Yo sonrío. Va a darse la vuelta, pero dándole un tirón del brazo, le exijo tras propinarle un fuerte azote:
—¡Baila conmigo!
Duelo de titanes. Alemania contra Rusia. Al final, cuando arrugo la nariz y sonrío, claudica.
Me abraza. Es un momento mágico. Un instante irrepetible. Baila conmigo. Se relaja. Cierro los ojos en los brazos de mi amor mientras la voz de Luis Miguel dice:
Pasarán más de mil años, muchos más.
Yo no sé si tendrá amor la eternidad.
Pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás
sabor a mí.
—Tiene su puntillo verte celosa, cariño, pero no has de estarlo. Tú para mí eres única e irrepetible —murmuro sin mirarla, abrazada a ella.
Noto que sonríe. Yo lo hago también. Bailamos en silencio, y cuando la canción termina, la miro y pregunto:
—¿Más tranquila? —No responde. Sólo me observa, y añado mientras le pongo caritas—: Te quiero, Icegirl.
Yulia me besa. Devora mis labios y murmura sobre mi boca:
—Yo sí que te quiero, cuchufleta.
Llega mi cumpleaños, el 4 de Octubre. Veintiséis añazos. Hablo con mi familia, y todos me felicitan con alegría. Los añoro. Tengo ganas de verlos y achucharlos, y prometo ir pronto a visitarlos. Larissa, la madre de Yulia, da una cena en su casa por mi cumpleaños. Ha invitado a Frida, Andrés y a los amigos que conoce. Estoy feliz.
Flyn me ha regalado un colgante muy bonito de cristal que luzco con orgullo. Que el pequeño me haya buscado y me haya dado ese regalo ha sido especial. Muy especial. Yulia me regala una preciosa pulsera de oro blanco. En ella está grabado su nombre y el mío, y me emociona. Es maravillosa. Pero el regalo que me pone la carne de gallina es cuando mi amor me dice que me quite el anillo que me regaló y me obliga a leer lo que hay en su interior: «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre».
—Pero ¿cuándo has puesto esto? —pregunto boquiabierta.
Yulia ríe. Está feliz.
—Una noche mientras dormías. Te lo quité. Norbert lo llevó a un joyero amigo y cuando lo trajo en un par de horas te lo puse. Sabía que no te lo quitarías y que no lo verías.
La abrazo. Ese tipo de sorpresas son las que me gustan, las que no me espero, y más cuando con voz ronca me besa y murmura sobre mi boca:
—No lo olvides, pequeña, ahora y siempre.
Una hora después, tras arreglarme, me miro en el espejo. Me gusta mi imagen. El vestido de gasa negro que Yulia me compró me encanta. Observo mi pelo. Decido dejármelo suelto. A Yulia le gusta mi pelo. Le gusta tocarlo, olerlo, y eso me excita.
La puerta de la habitación se abre y la dueña de mis deseos aparece. Está guapísima con su esmoquin oscuro y su pajarita.
«¡Mmm!, ¡¿pajarita?! Qué sexy. Cuando regresemos la quiero desnuda con la pajarita», pienso, pero mirándole pregunto:
—¿Qué te parezco?
Yulia recorre mi cuerpo con su mirada y en su escaneo siento el ardor de lo que le parezco. Finalmente, ladea la boca y, con una peligrosa sonrisa, murmura:
—Sexy. Excitante. Maravillosa.
Por favor..., ¡¡¡que me la como!!!
Acalorada, dejo que me abrace. Sus manos tocan mi desnuda espalda y yo sonrío cuando su boca encuentra la mía. Ardor. Durante unos segundos, nos besamos, nos disfrutamos, nos excitamos, y cuando estoy a punto de arrancarle el esmoquin, se separa de mí.
—Vamos, blanquita. Mi madre nos espera.
Miro el reloj. Las cinco.
—¿Tan pronto vamos a ir a la casa de tu madre?
—Mejor pronto que tarde, ¿no crees?
Cuando me suelta, sonrío. ¡Malditas prisas alemanas!
—Dame cinco minutos y bajo.
Yulia asiente. Vuelve a darme otro beso en los labios y desaparece de la habitación dejándome sola. Sin tiempo que perder, me pongo los zapatos de tacón, me vuelvo a mirar en el espejo y me retoco los labios. Una vez que termino, sonrío, cojo el bolsito que hace juego con el vestido y, encantada y dispuesta a pasarlo bien, salgo de la habitación.
Cuando bajo la bonita escalera, Simona acude a mi encuentro.
—Está usted bellísima, señorita Elena.
Contenta, sonrío y le doy un achuchón. Necesito achucharla. Susto y Calamar vienen a saludarme. Una vez que suelto a Simona, con una candorosa sonrisa, me mira y dice mientras se lleva a los perros:
—La señorita y el pequeño Flyn la esperan en el salón.
Encantada de la vida y con una gran sonrisa en los labios, me dirijo hacia allí. Cuando abro la puerta, una corriente eléctrica recorre todo mi cuerpo y, contrayéndoseme la cara, me llevo la mano a la boca y, emocionada como pocas veces en mi vida, me pongo a llorar.
—¡Cuchufletaaaaaaaaaaa! —grita mi hermana.
Ante mí están mi padre, mi hermana y mi sobrina.
No puedo hablar. No puedo andar. Sólo puedo llorar mientras mi padre corre hacia mí y me abraza. Calidez. Eso siento al tenerlo cerca. Finalmente, sólo puedo decir:
—¡Papá! ¡Papá, qué bien que estés aquí!
—¡Titaaaaaaaaaaaa!
Mi sobrina corre a besuquearme junto a mi hermana. Todos me abrazan y durante unos minutos un caos de risas, lloros y gritos impera en el salón, en tanto observo el gesto serio de Flyn y la emoción de Yulia.
Cuando me repongo de esa estupenda sorpresa, me retiro los lagrimones de las mejillas y pregunto:
—Pero..., pero ¿cuándo habéis llegado?
Mi padre, más emocionado que yo, responde:
—Hace una hora. Menudo frío hace en Alemania.
—¡Aisss, cuchu, estás preciosa con ese vestido!
Me doy una vueltecita ante mi hermana y, divertida, respondo:
—Es un regalo de Yulia. ¿A que es precioso?
—Alucinante.
Al no ver a mi cuñado en el salón, pregunto:
—¿Dim no ha venido?
—No, cuchu...Ya sabes, el trabajo.
Asiento y mi hermana sonríe. La beso. La quiero. Mi sobrina, que está como loca agarrada a mi cintura, grita:
—¡No veas cómo mola el avión de la tita Yulia! La azafata me ha dado chocolatinas y batidos de vainilla.
Yulia se acerca a nosotros y, tomándome de la mano, dice tras besármela:
—Hablé con tu padre y tu hermana hace un par de días y les pareció estupendo venir a pasar el cumpleaños contigo. ¿Estás contenta?
Me la como.
¡Yo me la como a besos!
Y como una niña chica, sonrío y respondo:
—Mucho. Es el mejor regalo.
Durante unos instantes, nos miramos a los ojos. Amor. Eso es lo que Yulia me da. Pero el momento se rompe cuando Flyn exige:
—¡Quiero ir ya a casa de Larissa!
Sorprendida, lo miro. ¿Qué le pasa? Pero al ver su ceño fruncido lo entiendo. Está celoso. Tanta gente desconocida para él de golpe no es bueno. Yulia, conocedora del estado de su sobrino, se aleja de mí, le toca la cabeza y murmura:
—En seguida iremos. Tranquilo.
El crío se da la vuelta y se sienta en el sofá, dándonos a todos la espalda. Yulia resopla, y mi hermana, para desviar la atención, interviene:
—Esta casa es una preciosidad.
Yulia sonríe.
—Gracias, Annya. —Y mirándome, dice—: Enséñales la casa e indícales cuáles son sus habitaciones. En dos horas tenemos que salir todos para la casa de mi madre.
Sonrío, encantada de la vida, y junto a mi familia, salgo del salón. En grupo vamos a la cocina, les presento a Simona, Norbert y a Susto y Calamar. Después vamos al garaje, donde silban al ver los cochazos que tenemos allí aparcados.
Cuando salimos del garaje les enseño los baños, los despachos, y mi hermana, como es de esperar, no para de soltar grititos de satisfacción mientras lo observa todo. Y ya cuando abro una puerta y aparece la enorme piscina cubierta, se vuelve loca.
—¡Aisss, cuchuuuuuuuuuuuuu, esto es una pasada!
—¡Cómo molaaaaaaaaaaaaa! —grita Irina—. Ostras, tita, ¡tienes piscina y todo!
La pequeña va hasta el borde y toca el agua. Su abuelo, divertido, la avisa:
—Irina de mi vida..., aléjate del borde que te vas a caer.
Con rapidez mi padre la agarra de la mano, pero la pequeña se suelta y, poniéndose junto a mi hermana y a mí, cuchichea con cara de pilla:
—¿A que os tiro a la pisci?
—¡Irina! —grita mi hermana, mirando mi vestido.
—Esta niña es ver un charco con agua y volverse loca —se mofa mi padre.
De todos es bien conocido que estar con la pequeña cerca del agua es acabar empapado. Me entra la risa. Si me moja el precioso vestido será un drama, por ello miro a mi sobrina con complicidad y murmuro:
—Si me tiras con el vestido que Yulia me regaló, me enfadaré. Y si no me tiras, prometo que mañana estaremos mucho tiempo en la piscina. ¿Qué prefieres?
Rápidamente mi sobrina pone su dedo frente al mío. Es nuestra manera de estar de acuerdo. Pongo mi dedo junto al de ella, y ambas guiñamos un ojo y nos sonreímos.
—Vale, tita, pero mañana nos bañaremos, ¿vale?
—Prometido, cariño —sonrío, encantada.
Levantamos nuestros pulgares, los unimos, y después nos damos una palmada. Ambas sonreímos.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:23 pm

—Recuerda, Irina, que mañana por la tarde regresamos a casa —insiste mi hermana.
Una vez que salimos de la zona de la piscina, subo con mi familia a la primera planta de la casa. Tengo que reprimir mis ganas de reír a carcajadas ante los gestos de admiración de mi hermana por todo lo que ve. Flipa hasta con el papel de las paredes, ¡increíble!
Tras acomodarlos en las habitaciones, les apremio para que se vistan. En una hora tenemos que salir hacia la cena en casa de la madre de Yulia. Cuando regreso sola al salón, Yulia y Flyn juegan con la PlayStation, como siempre a todo volumen. Al entrar ninguno de los dos me oye, y acercándome a ellos, escucho al niño decir:
—No me gusta esa niña parlanchina.
—Flyn..., basta.
Sin hacer ruido me paro para escucharlos mientras ellos siguen:
—Pero yo no quiero que ella...
—Flyn...
El pequeño resopla mientras maneja el mando de la Play e insiste:
—Las chicas son un rollo, tía.
—No lo son —responde mi Icegirl.
—Son torpes y lloronas. Sólo quieren que les digas cosas bonitas y que las besuquees, ¿no lo ves?
Incapaz de contener la risa, me acerco con precaución hasta la oreja de Flyn y murmuro:
—Algún día te encantará besuquear a una chica y decirle cosas bonitas, ¡ya lo verás!
Yulia suelta una carcajada, mientras Flyn deja ir el mando de la Play enfadado y se va del salón. Pero ¿qué le pasa? ¿Dónde está todo nuestro buen rollo? Una vez que nos quedamos solos, apago la música del juego, me acerco a mi chica y, sentándome en sus piernas con cuidado de no arrugar mi bonito vestido, murmuro feliz:
—Te voy a besar.
—Perfecto —asiente mi Icegirl.
Enredo mis dedos entre su pelo y susurro con pasión:
—Te voy a dar un beso ¡explosivo!
—¡Mmm!, me gusta la idea —sonríe.
Arrimo mis labios a su boca, la tiento y murmuro:
—Hoy me has hecho muy feliz trayendo a mi familia a tu casa.
—Nuestra casa, pequeña —corrige.
No digo más. Con mis manos, agarro su nuca y la beso. Introduzco mi lengua en su boca con posesión. Ella responde. Y tras un increíble, maravilloso, sabroso y excitante beso, la suelto. Me mira.
—¡Guau!, me encantan tus besos explosivos.
Ambas reímos y, llena de sensualidad, digo:
—Tú nunca has oído eso de que cuando la rusa besa es que besa de verdad.
Yulia vuelve a reír.
Me encanta verla tan feliz y, cuando vamos a besarnos de nuevo, aparece Flyn ante nosotros con los brazos cruzados. Parece enfadado. Tras él asoma mi sobrina con un vestido de terciopelo azul y, mirándome, pregunta:
—¿Por qué el chino no me habla?
¡Uisss, lo que acaba de decir! ¡Le ha llamado chino!
Flyn frunce más el ceño y resopla. ¡Aisss, pobre! Con rapidez me levanto de las piernas de Yulia y regaño a mi sobrina.
—Luz, se llama Flyn. Y no es chino, es alemán.
La cría lo mira. Después mira a Yulia, que se ha levantado y está junto a su sobrino, luego me mira a mí y, finalmente, con su característico pico de oro insiste:
—Pero si tiene los ojos como los chinos. ¿Tú lo has visto, tita?
¡Oh, Dios!, me quiero morir.
Qué situación más embarazosa. Al final, Yulia se agacha, mira a mi sobrina a los ojos y le dice:
—Cielo, Flyn nació en Alemania y es alemán. Su papá era coreano y su mamá alemana como yo, y...
—Y si es alemán, ¿por qué no es rubio como tú? —insiste la jodía.
—Te lo acaba de explicar, Irina —intercedo yo—. Su papá era coreano.
—¿Y los coreanos son chinos?
—No, Irina —respondo mientras la miro para que se calle.
Pero no. Ella es preguntona.
—¿Y por qué tiene los ojos así?
Estoy a punto de matarla. ¡La mato! Entonces, entran en el salón mi padre y mi hermana con sus mejores galas. ¡Qué guapos están!
Mi padre, al ver mi mirada de ¡socorro!, rápidamente intuye que pasa algo con la niña. La coge entre sus brazos y la incita a mirar por la ventana. Yo respiro, aliviada. Miro a Flyn, y éste sisea en alemán:
—Esa niña no me gusta.
Yulia y yo nos miramos. Pongo cara de horror, y ella me guiña un ojo con complicidad. Diez minutos después, todos en el Mitsubishi de Yulia, nos dirigimos a la casa de Larissa.
Cuando llegamos, la casa está iluminada y hay varios coches aparcados en un lateral. Mi padre, sorprendido por la grandiosidad de la vivienda, me mira y susurra:
—Estos alemanes, ¡qué bien se lo montan!
Eso me hace sonreír, pero la sonrisa se me corta cuando veo el gesto de Flyn. Está muy incómodo.
Una vez que entramos en la casa, Larissa y Marta saludan a mi familia con cariño, y ambas me dicen lo guapa que estoy con ese vestido. Flyn se aleja y veo que mi sobrina va tras él. No es nadie la canija. Diez minutos después, encantada, sonrío mientras me siento la mujer más dichosa del planeta rodeada por las personas que más me quieren y me importan en el mundo. Soy feliz.
Conozco al hombre con el que Larissa sale. ¡Vaya con Trevor! No es guapo. Ni siquiera atractivo. Pero cinco minutos con él me hacen ver el magnetismo que tiene. Hasta mi hermana, que no sabe alemán, le sonríe como tonta. Yulia, por el contrario, lo observa. Lo mira y saca sus conclusiones. Que su madre tenga un nuevo novio no le hace mucha gracia, pero lo respeta.
Frida y mi hermana hablan. Se recuerdan de cuando se vieron en la carrera de motocross. Ambas son madres y hablan de niños. Yo las escucho durante un rato, y cuando mi hermana se aleja, Frida me dice al oído:
—Pronto habrá una fiestecita privada en el Natch.
—¡Guau, qué interesante!
—Muy..., muy interesante —se mofa Frida, divertida.
Sonrío mientras la sangre se me sube a la cabeza. ¡Sexo!
Diez minutos después, me estoy partiendo de risa con mi hermana. Es una criticona incansable y las valoraciones que me hace en referencia a algunas cosas son dignas de escuchar. Larissa, encantada de organizar esa fiesta para mí, en un momento dado me lleva a un lateral del salón.
—Hija, qué alegría poder celebrar la fiesta de cumpleaños en mi casa con tu familia.
—Gracias, Larissa. Has sido muy amable por recibirnos a todos.
La mujer sonríe y, señalando al pequeño Flyn, murmura:
—¿Te ha gustado su regalo?
Me toco el cuello y se lo enseño.
—Es precioso.
Larissa sonríe y cuchichea:
—Quiero que sepas que el otro día, cuando mi nieto me llamó por teléfono para pedirme que lo llevara a un centro comercial y le ayudara a comprarte un regalo de cumpleaños, no me lo podía creer. ¡Salté de alegría! Me emocionó que me llamara y me pidiera ayuda. Es la primera vez que lo hace. Y en el camino, conversó conmigo como no lo había hecho nunca. Incluso me preguntó por su madre y si quería que me llamara «abuela».
La mujer se emociona, y tras mover la cabeza en señal de «¡no quiero llorar!», prosigue:
—También me dijo lo feliz que está porque tú estás viviendo con él.
—¿En serio?
—Sí, cielo. No me caí de culo porque estaba sentada.
Ambas nos reímos, y Larissa, emocionada, indica:
—Te lo dije una vez cuando te conocí: eres lo mejor que le ha podido ocurrir a Yulia.
—Y tu hija es lo mejor que me ha podido ocurrir a mí —insisto.
Larissa cabecea. Asiente y cuchichea.
—Esta hija mía, con lo cabezota y mandona que es, ha tenido mucha suerte por encontrarte. Y Flyn, ya ni te cuento. Eres perfecta para ellos. —Sonrío, y dice—: Por cierto, Jurgen me ha dicho que eres una maravillosa corredora de motocross. Estoy deseando ir un día a verte. ¿Cuándo te apuntarás a una carrera?
Me encojo de hombros. De momento, no me he apuntado a nada. No quiero que Yulia se entere.
—Cuando lo haga, te avisaré. Y gracias por la moto. ¡Es estupenda!
Ambas nos reímos.
—A riesgo de la bronca que me caerá cuando Yulia se entere y del enfado que se cogerá conmigo, me alegra saber que te lo pasas genial. Estoy segura de que Hannah estará sonriendo al ver que su querida moto vuelve a tener vida y que está bien cuidada en tu casa.
«Mi casa». Qué bien suenan esas palabras. No he discutido de nuevo con Yulia por aquello. Tras la última discusión nunca más ha vuelto a referirse a su casa como tal, y ahora Larissa hace lo mismo. Emocionada, le doy un beso.
—Ya sabes, si tu hija me echa cuando se entere, necesitaré una habitación.
—Tienes la casa entera, cariño. Mi casa es tu casa.
—Gracias. Es bueno saberlo.
Las dos nos reímos, y Yulia se acerca a nosotras.
—¿Qué planean las dos mujeres más importantes de mi vida?
Larissa le da un beso en la mejilla y, divertida, se mofa mientras se aleja:
—Conociéndote, cariño, un disgusto para ti.
Yulia la mira descolocada; después clava sus impactantes ojos en mí y, encogiéndome de hombros, respondo con voz angelical:
—No entiendo por qué ha dicho eso. —Y para cambiar de tema, susurro—: Frida me ha comentado que se está organizando otra fiestecita privada en el Natch.
Mi amor sonríe, acerca su boca a la mía y murmura:
—Sí, pequeña.
Nos dirigimos a la mesa y Yulia, con galantería, retira la silla para que me siente, y cuando lo hago, me besa el hombro desnudo. Ambas sonreímos, y toma asiento frente a mí, justo al lado de mi padre y Flyn.
De pronto, mi hermana, que está sentada a mi lado, cuchichea:
—Cuchufleta, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Y cincuenta —contesto.
Annyal mira con disimulo a su izquierda y, aproximándose de nuevo a mí, murmura:
—Estoy perdida con tanto tenedor, tanto cuchillo y tanta gaita. Lo de los cubiertos, ¿cómo se usaba?, ¿de fuera adentro o de dentro afuera?
La entiendo perfectamente. Yo aprendí el protocolo en las comidas de empresa. En nuestra casa, como en la gran mayoría de las casas del mundo, sólo utilizamos un cuchillo y un tenedor para toda la comida. Sonrío y respondo:
—De fuera adentro.
Con rapidez observo que se lo indica a mi padre, y éste, aliviado, asiente. ¡Qué mono es! Yo sonrío cuando mi hermana vuelve al ataque:
—¿Y cuál es mi pan?
Miro los cacitos que hay frente a nosotras y respondo:
—El de la izquierda.
Annya sonríe de nuevo. Yulia se da cuenta de todo, me mira con complicidad, y yo me pongo bizca. Su carcajada me toca el alma tanto como sé que mi gesto a ella el corazón.
Por la noche, tras una velada estupenda, en la que me cantan el cumpleaños feliz y me hacen preciosos regalos, cuando regresamos a casa, todos estamos encantados y agotados. Larissa es una estupenda organizadora de fiestas y lo ha dejado patente.
Todos se acuestan, y Yulia y yo entramos en nuestra habitación y cerramos la puerta. Sin encender las luces, nos miramos. La luz de la farola que entra por la ventana es lo único que nos deja ver nuestros rostros. Incapaz de permanecer más tiempo sin tocarla, me acerco a ella y, mimosa, le paso mis brazos por el cuello mientras le susurro:
—Pídeme lo que quieras, ahora y siempre.
Yulia me besa, asiente y, sobre mi boca, repite:
—Ahora y siempre.

Tras una estupenda mañana en la piscina como le prometí a mi sobrina, por la tarde mi familia debe regresar a Rusia. Lo hacen en el avión privado de Yulia. Verlos marchar me apena, me entristece, pero estoy feliz por haber estado esas horas con ellos.
—Venga, pequeña, sonríe —murmura Yulia, cogiéndome el moflete cuando para en un semáforo—. Ellos están bien. Tú estás bien. No tienes por qué estar triste.
—Lo sé. Pero los echo mucho de menos —murmuro.
El semáforo se pone verde, y Yulia arranca. Miro por la ventanilla y, de pronto, la música suena a todo volumen. Alucinada, observo a mi chica y la veo cantando a pleno pulmón Highway to Hell de los AC/DC:
Living easy, living free,
Season ticket on a on-way ride
Asking nothing leave me be
Taking everything in my stride...
Sorprendida, pestañeo.
Es la primera vez que la veo cantar así. Me río y exagera los movimientos de malota. ¡Me encanta su lado salvaje! Yulia mueve la cabeza al compás de la música y me incita con la mano para que cante y haga lo mismo. Divertida, comienzo a cantar con ella a voz en grito. Nos miramos y reímos. De pronto, aparca el coche. Continuamos cantando, y cuando la canción acaba, ambas soltamos una carcajada.
—Siempre me ha gustado esta canción —dice Yulia.
Me quedo boquiabierta porque esa cañera canción le guste.
—¿Te gustaban los AC/DC?
Sonríe, sonríe..., baja el volumen de la música y confiesa:
—Por supuesto. No siempre he sido tan seria.
Durante unos minutos, me explica su roquera vida de jovencita, y yo lo escucho sorprendida. ¡Vaya con Icegirl! Pero cuando finaliza su relato, mi sonrisa ha desaparecido. Yulia me mira. Sabe que pienso de nuevo en mi familia. Ve el dolor que tengo en la mirada por su marcha y dice:
—Sal del coche.
—¿Qué?
—Sal del coche —insiste.
Cuando lo hago, sonrío. Sé lo que va a hacer. Suena en la radio You are the sunshine of my life de Stevie Wonder. Yulia sube el volumen a tope, sale del coche y camina hacia mí.
Dios, ¿lo va a hacer?
¿Va a bailar conmigo en medio de la calle?
¡Increíble!
Con decisión, se para frente a mí y murmura:
—Baila conmigo.
Me tiro a sus brazos. Esto me hace feliz. Ver que es capaz de parar el coche en medio de una calle muy transitada y bailar conmigo sin ningún pudor es maravilloso.
—Como dice la canción eres el sol de mi vida y, si te veo triste, yo no puedo ser feliz —susurra en mi oído—. Te prometo, pequeña, que iremos a Rusia siempre que quieras, que tu familia vendrá a nuestra casa siempre que quiera, pero, por favor, sonríe; si yo no te veo sonreír, no puedo ser feliz.
Sus palabras me tocan de lleno el corazón. Me emocionan. La abrazo y asiento. Bailo con ella y disfruto de ese momento mágico. La gente que pasa por nuestro lado nos mira. No entiende que hagamos eso. Sonrío. No importa lo que piensen, y sé que a Yulia tampoco le importa. Cuando la canción acaba, la miro y susurro, dichosa y feliz:
—Te quiero con toda mi alma, tesoro.
Asiente. Disfruta con mis palabras.
—Sigo esperando que quieras casarte conmigo.
Eso me hace sonreír. Y aclaro.
—Cariño..., eso fue un impulso. ¿No lo habrás tomado en serio?
Mi Icegirl me mira..., me mira y, finalmente, dice:
—Sí.
—Pero, Yulia, ¿de qué hablas? Yo no soy de casarme ni esas cosas.
Mi loca amor me besa.
—En casa tenemos en el frigorífico una estupenda botella de Moët Chandon rosado. ¿Qué te parece si nos la bebemos y hablamos de ese impulso?
Calor. Emoción. Nerviosismo.
¿De verdad está hablando de matrimonio?
Pero conteniendo mis nervios, sonrío y pregunto mimosa:
—¿Moët Chandon rosado?
—¡Ajá! —sonríe.
—Ese de las pegatinas rosas que huele a fresas silvestres —me mofo al recordar la primera vez que llevó esa botella a mi casa.
—Sí, pequeña.
Suelto una carcajada y murmuro, sin separarme de ella:
—De momento, vayamos por la botella
De pronto, suena el móvil de Yulia. Ha recibido un mensaje. Me besa. Devora mi boca y, cuando ambas nos damos por satisfechos, entramos en el coche. Hace frío. Mira su móvil y dice:
—Cielo, tengo que pasar un momento por la oficina, ¿te importa?
Enamorada hasta las trancas de esa mujer, niego con la cabeza y sonrío. Veinte minutos después, llegamos hasta la mismísima puerta. Son las diez de la noche y poca gente se ve en la calle. Cuando entramos en el hall, los guardias de seguridad nos saludan. Me miran con sorpresa y sonrío. Ellos no sonríen.
¡Aisss, madre!, lo que les cuesta a los alemanes sonreír.
Cuando llegamos a la planta presidencial, observo que no hay nadie. La oficina está completamente vacía. Tengo que ir al baño.
—Yulia, ¿dónde están los baños aquí?
Señala a mi derecha y corro hacia ellos, mientras ella dice:
—Te espero en mi despacho.
Una vez que hago lo que tengo que hacer, me miro al espejo y me coloco el pelo. Mi aspecto es dulce y jovial. Vestida con aquel jersey rosa que me ha regalado mi padre y los vaqueros parezco más joven de lo que soy.
Pienso en lo que Yulia me ha dicho minutos antes. ¿Boda? ¿Realmente deberíamos casarnos?
Sonrío, sonrío, sonrío.
Con una esplendorosa sonrisa salgo del baño y me encamino hacia el despacho de Yulia. Cuando abro la puerta me quedo con la boca abierta y mi sonrisa desaparece al ver a Amanda frente a Yulia ataviada con un sexy y sugerente vestido rojo. ¡Lagarta!
Durante unos segundos, ellas no me ven. Observo cómo se agacha hacia Yulia mientras le enseña unos papeles. Sus pechos están demasiado cerca de ella e intuyo que busca algo más que trabajo. Yulia sonríe. Ella le toca el hombro, y ella no dice nada. ¡Las mato!
Sigo observándolas unos minutos. Hablan. Miran papeles. Al final, Amanda, con coquetería, se sienta en la mesa y cruza las piernas ante mi Icegirl. Mis celos son intensos. Demasiado intensos. Peligrosos. Cuando no puedo más cierro con fuerza la puerta del despacho, y ambas me miran.
Mi cara ya no es la de la dulce jovencita del baño. Estoy por gritar como Shakira. ¡Rabiosa! Lo que acabo de ver me subleva. Esa mujer y sus artimañas sacan lo peor de mí. La cara de sorpresa de Amanda lo dice todo. No me esperaba aquí. Con decisión y cierta chulería me acerco hasta donde ellas están. Yulia me mira. Tiene una ceja arqueada.
—Hombre, Amanda, ¡cuánto tiempo sin verte!
Ella se baja de la mesa, se recompone el vestido y se aleja unos pasos de Yulia. Se toca su cuidadísimo pelo rubio, clava su impersonal mirada en mí y responde con una prefabricada sonrisa:
—Querida Elena, qué alegría verte.
¡Será mentirosa...!
Se acerca para saludarme, pero yo prefiero las cosas claritas. La detengo y digo con voz de enfado:
—Ni se te ocurra tocarme, ¿entendido?
Yulia se levanta. Prevé problemas, y antes de que abra la boca, digo señalándole:
—Tú, cállate. Estoy hablando con Amanda. Después hablaré contigo.
La mujer sonríe. Se siente bien ante el gesto de disgusto de Yulia. Nos miramos con odio. Está claro que nunca seremos amigas. Soy consciente de que en ese momento nuestras pintas nada tienen que ver. Ella va vestida con un sexy y rojo vestido ceñido y unos taconazos de infarto, y yo voy con jersey rosita, vaqueros y botas planas. Vamos..., imposible competir.
Ella es consciente de esto. Lo sé por cómo me mira. Pero estoy dispuesta a dejar claro lo que pasa por mi cabeza, así que digo con seguridad:
—No necesito ir vestida de fulana para volver loca a una mujer. Empezando porque ya tengo pareja, que, mira por dónde, ¡qué casualidad!, es la misma a la que te estabas insinuando, ¡so perra!
Amanda va a protestar cuando, levantando un dedo, la hago callar.
—Trabajas para Yulia. Para mi novia. Limítate a eso, a trabajar, y no busques nada más.
—Len... —gruñe Yulia.
Pero, sin hacerle caso, continúo:
—Si vuelvo a ver que intentas con ella cualquier otra cosa, te juro que lo vas a lamentar. Esta vez no va a ocurrir como la última en que nos vimos. En esta ocasión, yo no me voy a ir. Si alguien se va a marchar, vas a ser tú, ¿me has entendido?
Yulia se mueve de su silla. Amanda nos mira y responde:
—Creo..., creo que te estás equivocando, querida.
Dispuesta a marcar mi territorio, le doy con el dedo en el prominente canalillo, y siseo:
—Déjate de «querida» y de gilipolleces. Aléjate de Yulia, pedazo de zorra, ¿de acuerdo?
—Len... —me regaña Yulia, incrédula.
Amanda, humillada, recoge sus cosas y se va, aunque antes mira hacia atrás y dice:
—Mañana te llamaré.
Yulia asiente. Ella se va, y yo, enfadada, siseo:
—Como me digas que no te has dado cuenta de cómo esa tiparraca se te insinuaba hace unos segundos, te juro que cojo esa estatuilla que hay encima de tu mesa y te abro la cabeza. —No responde, y prosigo—: Me acabas de decepcionar, ¡imbécil! Esta idiota te estaba poniendo las tetas en la cara, y tú lo estabas permitiendo.
—Te equivocas.
—No, no me equivoco. Entre Amanda y tú hay tal familiaridad que no te das cuenta, ¿verdad? Pues genial... ¡sigamos por ese camino! Cuando vea a Anastasia la próxima vez, como hay familiaridad entre nosotros, sin importarme lo que tú pienses o sientas, me voy a sentar en sus piernas para hablar con ella, o le voy a poner mis tetas en la cara, ¿te parece bien?
—Te estás pasando, Len —sisea furiosa.
—¡Y una ****! —grito—. Te has pasado tú.
Su cara de cabreo es un poema. Sé que estoy exagerando; lo que he visto ha sido tonteo por parte de Amanda y no de Yulia, pero ya no puedo parar.
—Tú deberías haber cortado ya el rollo con Amanda. Os he visto. ¡Joder! He visto cómo te miraba ella, y..., y... si yo no te hubiera acompañado, habrías terminado tirándotela sobre la mesa como otras veces, ¿no crees?
—Yo que tú no continuaría por ese camino... —insiste con frialdad.
—¿A cuento de qué te tiene que hacer venir a la oficina a estas horas? —No contesta—. Pero ¿no has visto cómo iba vestida? Simplemente buscaba sexo. Ni más ni menos. Y tú eres tan idiota que no te das cuenta, ¿verdad?
Yulia no contesta. Mis palabras la molestan. Recoge los papeles que Amanda ha dejado sobre la mesa y dice:
—Entre Amanda y yo no existe absolutamente nada. No te voy a negar que ella continúa su seducción, pero yo no le hago caso y...
—¡Serás gillipollas! —grito, descompuesta—. Tú sabes que ella lo sigue intentando, pero no le haces caso. ¡Genial, Yulia! El próximo día que vea al tal Leonard ese al que arreglé el coche, aunque intente seducirme, lo voy a dejar. Eso sí, tranquila, que no le voy a hacer caso aunque lo intente. Total, a ti no te importa, ¿verdad?
Eso la enfurece. Mete los papeles en su maletín y sin mirarme sale del despacho. La sigo. Bajamos en el ascensor en silencio. La sigo hasta el coche. Nos montamos y hacemos todo el camino en silencio. Los celos y las inseguridades nos matan, y cuando llegamos a la casa y mete el coche en el garaje, nos bajamos y cada una toma diferente camino. Ella se mete en su despacho, y yo me voy a mi cuartito. Doy un portazo y me siento sobre la mullida alfombra.
¡Echo humo por las orejas!
Miro hacia el ventanal. Sólo se ve oscuridad. Enciendo mi portátil, miro mis correos, hablo con mis amigas de Facebook y su charla me relaja.
Pasan las horas, y ninguna de las dos busca a la otra. Ninguna quiere hablar. Ninguna piensa en esa conversación ante la botella de Moët Chandon rosado. El reloj marca las dos de la madrugada y nuestros orgullos están heridos. De pronto, la lucecita de mis e-mails parpadea. He recibido un mensaje.
¡Yulia! Con el corazón a mil, lo abro y leo:
De: Yulia Volkova
Fecha: 6 de marzo de 2013 02.11
Para: Elena Katina
Asunto: No puedo continuar sin hablarte
Cariño, soy consciente de que tienes razón en todo lo que has dicho, pero NUNCA te engañaría ni con Amanda ni con ninguna otra.
Te quiero loca y apasionadamente.
Yulia. La gilipollas.
Cuando lo leo, una sonrisita tonta se me instala en la cara.
¿Por qué ya me ha ganado con este e-mail?
Durante un rato me tienta el contestarle. Sé que lo espera. Pero no. No pienso hacerlo. Me niego. Diez minutos después, llega otro e-mail.
De: Yulia Volkova
Fecha: 6 de marzo de 2013 02.21
Para: Elena Katina
Asunto: Pídeme lo que quieras
Pequeña, la sinceridad y la confianza entre nosotras es primordial. Las palabras «Pídeme lo que quieras, AHORA Y SIEMPRE» engloban absolutamente todo entre nosotras.
Piénsalo.
Te quiero.
Yulia. Una atormentada gilipollas.
Vuelvo a sonreír.
Desde luego no puedo negar que en esos meses Yulia se ha vuelto más chispeante y divertida. Voy a contestar, pero mis dedos parecen no querer hacerlo, cuando llega otro e-mail.
De: Yulia Volkova
Fecha: 6 de marzo de 2013 02.30
Para: Elena Katina
Asunto: Dime que sí
¿Te apetece una copa de Moët Chandon rosado? Te espero en el despacho.
Yulia. Una loca, apasionada y atormentada gilipollas.
Suelto una carcajada. Adoro que me haga reír.
Pasa más de media hora. Leo los e-mails como cien veces y cien veces sonrío. No vuelve a enviar ninguno más. Las tripas me rugen. Tengo hambre. Camino hacia la cocina y al entrar me encuentro a Yulia sentada a la mesa ante la botella de Möet Chandon rosado junto a Susto. El perro se acerca a mí y me saluda. Yo le toco su huesuda cabecita y Yulia me mira. Sabe que he leído los e-mails y espera que yo dé el segundo paso. Yo retiro la vista. No quiero mirarla o le abrazaré.
Camino hacia el frigorífico y, cuando voy a abrirlo, noto el cuerpo de mi amor detrás de mí. Se me eriza todo el vello del cuerpo. No me muevo. No respiro. Siento cómo pasa sus fuertes manos por mi cintura; me pega a su cuerpo y, cuando cierro los ojos y apoyo mi nuca en su pecho, murmura en mi oído:
—No quiero. No puedo. No deseo estar enfadada contigo.
—Yo tampoco.
Silencio. Estoy tan emocionada porque me abrace que no puedo hablar. Yulia mordisquea el lóbulo de mi oreja.
—Nunca caería en el juego de Amanda. Te quiero demasiado como para perderte.
Sus palabras me enloquecen. Sigo sin moverme, y entonces me da la vuelta. Con sus manos coge mi rostro y besa mi frente, mis ojos, las mejillas, la punta de la nariz, la barbilla, y cuando va a besarme la boca, hace eso que tanto me gusta. Chupa mi labio superior, después el inferior, me da un mordisquito, y luego asalta mi boca. Con su mano me coge por la nuca mientras yo salto para estar a su altura. Me agarra con sus fuertes brazos y no me suelta. Cuando separa su boca de la mía, me mira y murmura:
—Ahora y siempre. No lo olvides pequeña.
Asiento y la beso. La deseo. Sin más y en sus brazos, llegamos hasta nuestra habitación. Allí mi amor, mi loca amor, echa el pestillo en tanto yo me desnudo sin dejar de mirarla. Sobre la cama, instantes después, hacemos el amor como nos gusta. Fuerte y salvaje.
No volvemos a comentar nada del tema boda. Se lo agradezco. A pesar del amor que nos tenemos, somos dos titanes y nuestros encontronazos sé que nos asustan. Nos desorientan. Sé por Yulia que Amanda se marcha de nuevo a Londres. Cuanto más lejos esté de mí, mejor.
Simona y yo seguimos disfrutando de «Locura esmeralda». Estoy enganchadísima al culebrón. Yulia, cuando se entera, se mofa de mí. No puede creer que yo esté enganchada a algo así. Yo tampoco. Pero lo cierto es que deseo que Carlos Alfonso Halcones de San Juan reciba su merecido a manos de Luis Alfredo Quiñones, y que Esmeralda Mendoza recupere a su bebé, se case con su amor y sea por fin feliz. ¡Pa matarme!
Una tarde, cuando llega Yulia a casa, estoy trabajando en mi moto. Cuando oigo el coche rápidamente le echo el plástico azul por encima y salgo del garaje. Corro a mi habitación, pero antes me lavo las manos. Ella no se percata de nada. Donde está la moto no se ve, ya aunque yo respiro aliviada, cada día me es más difícil ocultarle el secreto. Mi conciencia me dice que hago mal. Me martirizo, pero no sé cómo decírselo.
El sábado, Yulia y yo nos dirigimos por la noche a la fiestecita privada del Natch. Por fin voy a conocer ese conocido bar de intercambio de parejas. Cuando entramos Yulia me presenta a Heidi y Luigi. Frida y Andrés se unen a nosotros, y poco después, Björn llega con una amiga. Divertidos, tomamos algo cuando veo que aparece Dexter. Me saluda y en mi oído murmura:
—Diosa, qué chévere. Muero por verte sometida entre dos personas.
Mi estómago se contrae, y Yulia, al imaginar lo que me ha dicho el otro, sonríe.
Una copa tras otra, y el local se llena de gente. Todos parecen conocerse y charlan con afabilidad. Le he prohibido a Yulia que mencione que soy rusa. No soporto que nadie más diga aquello de «¡vodka y esas otras sandeces!». Yulia, risueña, me propone bailar. Accedo. Entramos en un cuarto oscuro con una escasa luz violeta.
—No te soltaré. Tranquila.
Suena Cry me a river en la voz de Michael Bublé. Yulia me besa, y yo disfruto de su cercanía. Bailamos casi a oscuras. Noto su excitación entre mis piernas y en cómo besa mi cuello. De pronto siento unas manos detrás de mí. Alguien me toca la cintura. No veo su rostro. Pero rápidamente sé quién es cuando escucho en mi oído:
—Suena nuestra canción, preciosa.
Sonrío. Es Björn. Al compás de la música bailamos como hicimos aquel día en su casa, mientras yo dejo que sus manos vuelen por todo mi cuerpo. Sexy. Aquella canción es sexy, excitante, y ellos dos me vuelven loca. Yulia me besa, y con posesión mete su mano por debajo de mi vestido, llega hasta mi tanga y de un tirón lo arranca. Sonrío, y más cuando susurra en mi boca:
—Aquí no lo necesitas.
¡Glups y reglups!
Sonrío y disfruto. Me siento lasciva. Caliente.
En ese momento, Björn me da la vuelta y mis pechos quedan a su disposición. Pasea su boca por el escote de mi vestido y me muerde los pezones a través de él. Duros. Así los pone. Después su boca besa mi cuello, mis mejillas, mi nariz, pero cuando llega a la comisura de mi boca se para. No traspasa el límite que sabe que no debe. Mientras, Yulia me sube el vestido y toca mi trasero en la oscuridad. Me aprieta contra ella. Björn, excitado, hace lo mismo. Yulia vuelve a darme la vuelta, y ahora es Björn quien me aprieta las nalgas.
Calor..., tengo un calor tremendo.
El cuarto oscuro se comienza a llenar de gente. La música cambia y la voz de Mariah Carey cantando My All llena la estancia. Las manos de Björn desaparecen mientras Yulia continúa mordisqueándome los labios. Escucho gemidos a nuestro alrededor. Imagino lo que la gente hace y me excita, en tanto mi mujer, mi Icegirl, mi amor, susurra:
—Eres muy excitante, cariño. Estoy tan dura que creo que voy a hacerte mía aquí mismo.
Sonrío y, sin ver por la oscuridad que nos rodea, murmuro:
—Soy tuya. Haz conmigo lo que quieras.
Escucho su risa en mi oreja.
—Cuidado, pequeña. Oírte decir eso es peligroso. Ya me he dado cuenta de que el sexo, el morbo y los juegos te gustan tanto o más que a mí, ¿verdad?
Asiento. Tiene razón.
—Esta noche estoy muy caliente.
—Me gusta saberlo. Yo también —consigo decir mientras respiro con dificultad.
—Eres mi fantasía, blanquita. Mi loca fantasía.
Superexcitada por lo que me dice, la agarro las nalgas, la aprieto contra mí y murmuro, deseosa de juegos calientes y morbosos:
—Me gusta ser tu fantasía. ¿Qué quieres probar hoy conmigo?
El pene de Yulia está duro. Tremendo. Enorme. Lo siento contra mi tripa y, tras besarme, dice sobre mi boca mientras bailamos al compás de la música:
—Quiero hacer de todo. ¿Estás dispuesta? —Asiento, y murmura, acalorándome más—: Deseo verte con otra mujer. Te miraré. Te observaré. Y cuando tus gemidos me enloquezcan te follaré, y después haré que dos hombres te follen mientras yo miro y me follo a esa mujer. ¿Qué te parece?
Jadeo..., cierro los ojos.
Me humedezco, y cuando voy a responder, siento unas manos alrededor de la cintura de Yulia. Son finas y cuidadas. Una mujer. Las toco. Me toca, y noto un anillo grande que parece una margarita.
¿Será ésta la mujer con la que Yulia quiere verme?
En la oscuridad, dejo que la desconocida recorra el cuerpo de mi amor mientras ella me besa. Le excita tener dos mujeres más a su alrededor. Su excitación es mi excitación, y disfruto mientras siento cómo la desconocida toca su erección. Cojo su mano y hago que le apriete. Las dos le apretamos, y Yulia jadea.
Así estamos durante un buen rato. Pero Yulia en ningún momento se da la vuelta. Deja que ella la toque, pero se recrea en mi boca, en apretar mi trasero. Se recrea sólo en mí. Cuando la canción acaba, olvidándonos de la mujer salimos del cuarto oscuro y entramos en otra sala diferente de la primera.
Veo a Björn con la chica que ha venido y sonrío al ver cómo él y Dexter la hacen reír mientras los dos le tocan los pechos. Yulia me lleva hasta la barra. Miro alrededor y no veo a Frida ni a Andrés. Pedimos algo de beber. Tengo la boca seca. Con mimo, mi amor me mira. Pasea sus nudillos por mi rostro y leo su boca cuando dice «te quiero». Después acerca un taburete y me siento.
Segundos más tarde, varias personas se acercan a nosotros. Yulia me los presenta. Una de ellas, al escucharme hablar, se da cuenta de que soy rusa y dice «¡vodka!».
¡Qué cansinos, por favor!
En un momento dado, una de las mujeres sonríe ante algo que comenta Yulia, y mi amor me ordena:
—Abre las piernas, Len.
Lo hago. Aquella desconocida toca mis piernas. Sube su mano por mis muslos hasta llegar a mi vagina, donde posa su palma, y musita.
—Me gustan depiladas.
Yulia asiente, y tras dar un trago a su bebida, añade:
—Está totalmente depilada.
La mujer se pasa la lengua por la boca, sonríe y, llevando su otra mano a uno de mis pechos, los toca por encima del vestido y murmura mientras los aprieta:
—Tú y yo lo vamos a pasar muy bien.
El morbo me puede. Asiento.
—Me gustan mucho..., mucho las mujeres. Y tú me gustas —insiste ella.
Abro más las piernas y la mujer mete un dedo en mí sin importarme que lo haga en esa sala llena de gente. Levanto el mentón. Me echo hacia adelante en el taburete para que ella tenga más accesibilidad, y Yulia murmura en mi oído:
—Ésta va a ser la mujer que va a jugar contigo, ¿te gusta?
Paseo mi mirada por ella y asiento. La otra saca su mano de entre mis piernas, se chupa el dedo que ha estado en mi interior y sonríe.
Yo hago lo mismo y escucho decir a mi chica:
—Os esperamos en la habitación negra.
Sin más, la mujer se aleja, y mi chica, mirándome, pregunta:
—¿Dispuesta a jugar?
Asiento.
Estoy tan excitada que los labios me tiemblan al sonreír. De su mano, camino por el local.
Traspasamos una puerta, caminamos por un pasillo y veo a Frida y a Andrés sobre la cama de una habitación abierta. Frida no me ve, está totalmente entregada disfrutando entre las piernas de una mujer, mientras ella le hace una felación a Andrés y otro hombre penetra a Frida.
Excitante.
Yulia y yo los miramos. Seguimos nuestro camino. Ella abre una puerta. Entramos en la habitación. No veo nada, y mi amor dice:
—No te muevas.
Instantes después, la habitación se ilumina tenuemente en lila al proyectarse en una de sus paredes una película porno. Curiosa, observo la estancia. Hay una cama redonda, un sillón, una especie de encimera y, al fondo, una mampara con una ducha. Yulia me abraza. Me besa la oreja y me la chupa mientras observamos las imágenes calientes que se proyectan en la pared. Cinco minutos después, la puerta se abre. Aparece la mujer que anteriormente me ha tocado, desnuda y con un vibrador doble en sus manos. Entra y nos comunica:
—Ahora vienen.
Yulia asiente. Yo no sé quiénes vienen, pero no me importa. Mi respiración entrecortada me hace saber lo excitada que estoy cuando Yulia se sienta en la cama.
—Diana, desnuda a mi mujer —dice.
No me muevo.
Me dejo hacer.
Me excita esa sensación.
Los ojos de mi amor se nublan de deseo mientras la mujer me desabrocha el vestido. Las manos de ella vuelan por todo mi cuerpo en tanto Yulia nos observa. Mi vestido cae al suelo y quedo sólo vestida con las medias de liguero, los tacones y el sujetador. El tanga me lo ha roto Yulia minutos antes.
La mujer me toca. Pasea sus manos por mi cuerpo y me pide que me siente en la encimera que hay en un lateral. Yulia se levanta, me coge en brazos y me sube. Me tumba en ella y me separa los muslos. La boca de la mujer va directa a mi vagina y, con brusquedad, mete su lengua dentro de mí.
Exige. Exige mucho mientras me abre la vagina con sus manos y me devora.
Yulia nos observa. Yo la miro y jadeo mientras veo que se desnuda. Se toca su duro pene y grito de placer al sentir lo que la mujer me hace. Me acaba de meter uno de los lados del doble consolador. ¡Calor!
Lo mueve con destreza y práctica mientras su boca juguetea con mi clítoris. Cierro los ojos. Disfruto..., me abro para ella... y muevo las caderas en busca de más. La mujer sabe lo que se hace y estoy disfrutando mucho. Muchísimo.
Abro los ojos. Yulia nos observa y, de pronto, ella se sube a la encimera de un salto, sin sacar el consolador de mi cuerpo, se introduce la otra parte y con maestría y técnica se tumba sobre mí, me coge por las caderas y me comienza a follar. El consolador doble entra en mí y en ella al mismo tiempo, y nuestros jadeos son acompasados. Su ritmo se intensifica mientras mi excitación se acrecienta. Como si de un pene se tratara, toma mi cuerpo, mientras sin apenas moverme yo tomo el suyo, hasta que las dos nos arqueamos y nuestros orgasmos nos hacen gritar.
Miro a mi amor. No se mueve, y Diana, con maña, saca el consolador doble de ambas, se baja de la encimera y dice, abriéndome a tope las piernas:
—Dame tu jugo..., dámelo.
Su boca ansiosa me lame. Quiere mi orgasmo. Me chupa con pericia, y yo me vuelvo loca de nuevo. Nunca me ha pasado eso anteriormente. Nunca habría imaginado que otra mujer pudiera hacer que me corriera dos veces en menos de dos minutos y enfrente de Yulia. Pero ella, Diana, con desenvoltura, lo consigue, y yo me entrego a ella dispuesta a que lo logre mil veces más. Yulia se acerca; yo extiendo la mano y me la besa mientras ella disfruta de mí.
Me siento como una muñeca entre sus brazos cuando mi amor me agarra y me baja de la encimera. Su duro pene choca con mis piernas y sonrío. Me posa en la cama. Se sienta a mi lado, y la mujer al otro. Me tocan. Cuatro manos recorren mi cuerpo, y yo jadeo. La puerta se abre y entra un hombre desnudo. Observa nuestro juego mientras yo me fijo en cómo su pene crece mientras nos contempla.
Paramos. El recién llegado se presenta como Jefrey, y Yulia se agacha y pregunta:
—¿Te ha gustado Diana?
—Sí... —susurro como puedo.
Sonríe. Me besa, y cuando abandona mi boca, pregunto, extasiada:
—¿Puedo pedirte algo?
Mi amor me retira el pelo de la frente y asiente.
—Lo que quieras.
Acalorada, me levanto de la cama. Tumbo a Yulia y, sentándome sobre ella, murmuro:
—Quiero que Jefrey te masturbe.

Jefrey accede al segundo. Mi alemana no dice nada. Tumbada me mira. Su gesto me muestra que eso no le gusta, y entonces susurro antes de besarla:
—Soy tu mujer, ¿verdad? —Yulia asiente—. Y tú eres mi mujer, ¿verdad?
Vuelve a asentir y con sensualidad le beso los labios.
—Entrégate a mí y a mis fantasías, cariño. Sólo te masturbará. Te lo prometo.
Veo que cierra los ojos. Piensa en mi proposición, y cuando los abre, asiente. La beso. Sé lo que supone eso para ella y me agrada. Me siento a un lado, le toco los pezones y murmuro:
—Jefrey, haz que disfrute mi mujer.
Sin dudar un segundo, Jefrey se arrodilla en la cama, coge el duro pene de Yulia y lo masajea. Lo mueve de arriba abajo, y Yulia cierra los ojos. No quiere verlo. La mujer se pone a mi lado y toca mis pechos. Le gusto y me lo hace saber mientras él sigue masturbando a mi amor. Le toca, tira de ella, hasta que se mete la totalidad del pene en la boca. Yulia se arquea. Jadea. Gustosa de ver aquello, me acerco a su boca.
—Abre las piernas, cariño.
Me hace caso. Jefrey se acomoda entre las piernas de Yulia para lamer, chupar y excitar a la mujer que amo. Indico a la mujer que me toca que le chupe los pezones. Lo hace y asiento, gozosa de controlar la situación. Me gusta ordenar, tanto como ser ordenada. Jefrey, con la boca ocupada, pasea sus manos libres por el trasero de mi amor, y ésta se contrae. Disfruta con las caricias. Cierra los ojos, y yo exijo:
—Mírame.
Obedece. Clava su azulada mirada en mí mientras siento que el vello del cuerpo se le eriza ante lo que ese hombre le hace. Yulia se arquea. El placer rudo que le ocasiona Jefrey y que nunca había probado la aviva. De pronto, soy consciente de que Yulia tiene una de sus manos sobre la cabeza de Jefrey. Lo empuja a bajar sobre su pene. Quiere más. Sonrío. Mi amor jadea y, loca de excitación, hago que Jefrey se quite, me siento a horcajadas sobre ella y me empalo.
Yulia coge mis caderas y me aprieta contra ella en busca de su loco orgasmo, mientras Jefrey y la mujer nos observan. Cuando mi amor da un sórdido gemido, me aprieto contra ella, y entonces, sólo entonces, se deja ir.
Tumbada sobre ella la abrazo. La beso y pregunto:
—¿Todo bien, cariño?
Yulia me mira. Cabecea y murmura:
—Sí, pequeña. Al final, lo has conseguido.
Eso me hace reír. De pronto, la puerta se abre. Dexter entra con un hombre desnudo. Yulia se levanta y se mete en la ducha mientras yo me quedo sentada en la cama. La mujer que está a mi lado no se puede resistir y comienza a tocarme. El mexicano sonríe, se acerca a mí y me enseña la cadenita de los pezones. Sin necesidad de que me lo pida, acerco mis pechos a él y los pellizca con las pinzas. Luego, tira de las cadenas y murmura:
—Diosa..., hazme disfrutar.
Yulia regresa con nosotros y se sienta en una butaca. Sé que quiere observar. Lo sé. La mujer que está a mi lado me susurra que quiere de nuevo mi vagina. Accedo. Abro mis piernas tumbada en la cama y guío su cabeza hasta ella. Con exigencia, la agarro por el pelo mientras me chupa, y soy yo la que en ese momento marca la intensidad. Ella coge la cadena que hay entre mis pechos y cada vez que con sus labios tira de mi clítoris tira de la cadena, y yo grito.
Somos el espectáculo caliente y morboso de cuatro personas. Me gusta serlo. Ellos nos miran, y observo que Jefrey y el otro se ponen preservativos. Dexter respira con irregularidad, y Yulia me come con la mirada. Ellos disfrutan de lo que ven entre nosotras, y yo disfruto de ser mirada.
Cuando el orgasmo me hace convulsionar, la mujer vuelve a chuparme con avidez. Desea mi esencia. Yo dejo que tome toda la que quiera. Venero cómo me chupa. Yulia la llama, la aleja de mí y le pide que se siente a horcajadas sobre ella.
Como una diosa, todopoderosa mi dueña me mira. Yo la miro y la oigo decir:
—Quiero ver cómo te follan.
Miro a los dos hombres que me observan. Ambos se suben a la cama y comienzan a tocarme mientras Yulia se deja hacer por la mujer.
Dexter se acerca a mí, me agarra de la cadenita y, tirando de ella hasta estirarme los pezones al máximo, sisea, quitándomela:
—... déjame ponerte el trasero rojo.
Me doy la vuelta, le ofrezco mi culo y, tras besarlo, me da seis azotes. Tres en cada lado. Después, acerca su cara a las cachas de mi trasero y, al sentir su calor, murmura:
—Ahora sí, diosa..., ahora ya estás preparada.
Jefrey me tumba en la cama. Se pone sobre mí y me chupa mis doloridos pezones. Por extraño que parezca a pesar de estar doloridos el hormigueo que siento ante los lametazos me hace disfrutar. La demanda de Jefrey en sus movimientos es excitante, y cuando él lo considera oportuno, me pone sobre él. Yo me dejo.
—Ofrécele tus pechos —pide Yulia.
Me agacho sobre Jefrey y mis pechos van a su boca. Los chupa, los lame y los endurece, mientras el otro hombre me toca la cintura y me muerde con mimo las costillas. Así estamos unos minutos, hasta que Jefrey, ante la atenta mirada de mi amor, me penetra. A su antojo me zarandea y yo jadeo. Agarrado a mi cintura me desplaza de adelante atrás, y su pene entra sin piedad en mí. Disfruto. Me sofoco, y Yulia no me quita ojo.
De pronto, siento que el otro hombre me da un azote, me abre las nalgas y me llena de lubricante. Con firmeza, mete un dedo en mi ano y lo comienza a mover mientras Jefrey me penetra sin parar. Yo jadeo. Yulia se levanta. Se sube a la cama y, acercándose a mí, murmura:
—¿Estás preparada, cariño?
Ardorosa, asiento, y entonces aquel desconocido pone su erección en el agujero de mi ano y comienza a entrar en mí hasta que me empala completamente. Yo resoplo al sentirme totalmente follada ante los ojos de mi amor. Mi ano está dilatado. No hay dolor. Sólo placer. Una y otra vez aquellos hombres entran y salen de mí, y yo disfruto. Diana se tumba en la cama, coge la enorme erección de Yulia y se la mete en la boca. La chupa. La disfruta.
—Así, cariño..., así..., arquéate... —murmura Yulia extasiada por lo que ve, hasta que da un grito fuertey se corre en la boca de aquella mujer.
Esos desconocidos continúan hundiéndose en mí y mi cuerpo los acepta. Dexter pide a Jefrey que me muerda los pezones y, al que está detrás, que me azote. Lo hacen al mismo tiempo que me follan. Una vez..., y otra..., y otra más, hasta que me corro y ellos también.
Tras eso, Yulia me besa. Hace salir de mí a los hombres, me coge de la cintura y me lleva entre sus brazos hasta la ducha. El agua cae sobre nuestros cuerpos y no hablamos. Mi vagina y mi ano aún tiemblan. Todo ha sido tan morboso y excitante que apenas puedo pronunciar palabra. Mi Icegirl pasa su mano por mi cara y murmura:
—¿Todo bien, cariño?
Asiento y sonrío. Ha sido alucinante.
Nuestras bocas se encuentran. Se devoran, y Yulia, embravecida me vuelve a penetrar. Se ha recuperado y su erección me necesita. Me coge entre sus brazos y, bajo el chorro de la ducha, me hace suya. Aprisionada contra la pared, mi amor se hunde en mí, una y otra vez, mientras mis piernas se enredan en su cintura deseosa de más y más. Nos decimos al oído palabras calientes, y acrecentamos nuestro deseo. Palabras salvajes, mirándonos a los ojos para enloquecernos más. Y cuando nuestro orgasmo nos hace gritar, nos quedamos apoyadas en la pared, y Yulia murmura en mi oído:
—Me vas a matar, pequeña...
Yo sonrío. Me muevo, y Yulia me posa en el suelo. El agua sigue cayendo sobre nuestros cuerpos. Nos miramos y sonreímos. Cuando salimos de la ducha me fijo en las otras personas que están en la habitación, y al ver que es ahora la mujer la que está en la cama con los otros dos y Dexter la toca enloquecido, pregunto:
—¿Esto es siempre así?
Yulia asiente, y acercándome a su cuerpo, murmura:
—Siempre. Uno encuentra lo que desea. Son fantasías. Recuérdalo.
Diez minutos después, Yulia y yo, vestidas, regresamos a la segunda sala donde hemos estado. Me besa, disfruta de mí y yo disfruto de ella. Somos felices. Estamos compenetradas ¿Qué más puedo pedir?
Tras beber un par de cubatas mi vejiga está que explota. Le indico que tengo que ir al baño. Me dice dónde está y me encamino a él. Al entrar hay dos mujeres besándose, me miran, las miro y sonrío. Entro en una de las cabinas y suspiro gustosa mientras hago pis. Oigo entrar más gente al baño. Risas. Unas mujeres cuchichean y escucho:
—¡Oh, sí! El viernes que viene tengo una cena con Raimon Grüher y sus padres. Por fin, he conseguido mi objetivo. Me va a pedir que me case con él.
Chilliditos de satisfacción. Me río. Y otra voz dice:
—¿Dónde has quedado con ellos?
—A las siete en la Trattoria de Vicenzo. Un sitio ideal, ¿verdad?
—Maravilloso.
—Y exclusivo.
—Y carísimo.
Risas de nuevo.
—Pero, oye, creía que Raimon no era tu tipo. A ti te gustan más jovencitos.
—Y no lo es, querida, pero su dinero sí. —Ambas ríen, y yo resoplo. ¡Menuda lagarta!—. No es un hombre que me vuelva loca en la cama. A su edad, ¿qué esperas? Pero eso ya lo he solucionado con su primo Alfred y mis propios amigos. Al fin y al cabo, todo queda en familia, ¿no crees?
—¡Oh, Betta! Eres terrible.
¡¿Betta?!
¿Ha dicho Betta?
El corazón me comienza a palpitar cuando oigo:
—Mira quién va a hablar. Ni que tú fueras una santa cuando te lo pasas de vicio en este local sin tu marido. Si Stephen se enterara te iba a dar lo tuyo.
La risa me confirma que es ella. ¡Betta! Su risa de cerdo pachón es indiscutible. Me bajo el vestido, ya que bragas no llevo, pues Yulia me las ha roto, y abro la puerta del baño. Ellas me miran y observo que Betta no se sorprende al verme en el local. Por su gesto, intuyo que ya sabía que yo estaba allí. Y antes de que yo pueda hacer nada, me da un empujón que me lanza contra la pared. Pero yo soy rápida, la agarro del vestido y tiro de ella. Cae de bruces contra el suelo. Su amiga comienza a chillar y sale en busca de auxilio. Las dos mujeres que se besaban salen corriendo. Nos dejan solas.
Al caer a mi lado miro su mano. Veo un anillo en forma de margarita y, furiosa, grito:
—Le has tocado, **** cerda. ¿Has tocado a Yulia?
Sonríe con malicia.
—Me ha parecido que os gustaba a las dos cuando lo he hecho, ¿no?
Su afirmación me deja sin palabras. ¡La mato! Le propino un bofetón y después otro ante la cara de horror de una mujer que entra en ese momento en el aseo. Betta se levanta del suelo, y yo la sigo. Ella es más alta que yo, pero yo soy mucho más ágil y rápida que ella, y cuando va a escapar, la tiro contra la pared y, aprisionándola contra ella, siseo:
—¿Cómo te atreves a tocarla? —grito.
Ella no responde. Sólo ríe, y acalorada siseo:
—Te dije que no te quería ver cerca de Yulia.
—Lo que tú me digas me importa bien poco.
¡Oh, Dios, le arranco las extensiones! Y mirándola, clamo muy enfadada:
—Te dije que si me buscabas, me encontrarías, ¡zorra!
Betta grita. Se asusta cuando le retuerzo el brazo y, de pronto, Yulia me agarra y, separándome de ella, pregunta:
—¡Por el amor de Dios, Len!, ¿qué estás haciendo?
Betta, con el semblante arrugado y con una recriminadora mirada, chilla.
—Tu novia es una asesina.
—¡Serás zorra...! —grito, descompuesta.
—Me ha visto y me ha atacado.
—Eres una sinvergüenza. Tú me has atacado primero a mí.
—Mentirosa. —Y mirando a Yulia, murmura—: Cariño, no la creas. Yo estaba en el baño, y ella llegó y...
—¡Cállate, Betta! —sisea Yulia, enfurecida.
—¡¿Cariño?! ¿Le has dicho «cariño»? —grito, deshaciéndome de los brazos de Yulia—. No le llames «cariño», ¡perra!
Yulia me vuelve a sujetar. Soy una fiera. Me mira y dice:
—No entres en su juego, cielo. Mírame, Len. Mírame.
Pero yo, dispuesta a sacarle los ojos a esa que me mira con diversión, grito:
—¿Cómo has podido tocarnos? ¿Cómo has podido acercarte a ella? ¿A nosotros?
—Éste es un local público, bonita. No es un lugar exclusivo para Yulia y para ti.
—Betta, ¡basta! —grita Yulia sin entender a lo que nos referimos.
La mato. ¡Yo la mato!
Yulia, furiosa, intenta tranquilizarme. No le presta atención a Betta, no le interesa; sólo me la presta a mí, hasta que ella grita:
—Ya es la segunda vez que me ataca en Múnich. ¿Qué le pasa a tu novia? ¿Es un animal?
Eso llama la atención de Yulia y me pregunta:
—¿La segunda vez?
No respondo. Resoplo, y ella insiste:
—Sí. En la tienda de Anita. Estaba tu hermana Marta, y ella también me atacó. Entre las dos me acosaron y pegaron, y...
—¿Tú hiciste eso? —pregunta Yulia, airada.
Avergonzada por reconocerlo y, en especial por cómo me mira, respondo:
—Sí. Se la debía. Por su culpa tú y yo rompimos, y...
Yulia me suelta y se lleva las manos a la cabeza.
—¡Por el amor de Dios, Elena!, somos adultas ¿Cómo se te ocurre hacer algo así?
Asombrada por cómo ella se lo está tomando, la miro y siseo:
—El que me la juega me la paga. Y esta zorra me la jugó.
Frida, alertada, entra en el baño. Al ver a Betta no lo piensa. Se acerca a ella y le da un bofetón.
—¡Zorra!, ¿qué haces aquí? —grita.
Betta mira a su alrededor. Nadie la ayuda. Todos conocen su historia con Yulia y nos amenaza a gritos, mirándonos:
—Voy a llamar a la policía y os voy a denunciar a las dos.
—Llámala —gritamos al unísono Frida y yo.
Esa imbécil saca su móvil de última generación y, tras intentarlo, chilla con frustración:
—¿Por qué aquí no hay cobertura?
Frida y yo reímos, e indico con chulería:
—Sal del local. Seguro que fuera tienes. Vamos..., llama a la policía. Será genial que tus futuros suegros y maridito se enteren de que estabas aquí.
Andrés llega, sujeta a su mujer y la reprende al verla chillar. Frida protesta y sale del baño, enfadada. No soporta a Betta. Björn, que hasta el momento había permanecido en un lateral de la puerta, al ver a su amiga tan enfadado, murmura:
—Esto se acabó. Vamos, regresemos al local.
Yulia, sin decirme nada, sale del baño. Betta sonríe. Y yo, incapaz de sujetar mi instinto, le doy un empujón que la empotra contra los lavabos.
—Te juro por mi padre que esto no se va a quedar aquí.
Una vez que salgo del baño muy enfadada, Björn me agarra del brazo, me hace mirarlo y murmura:
—Así no se arreglan las cosas, preciosa.
—¿De qué hablas? ¡Yo no quiero arreglar nada con esa zorra!
Y tras contarle lo que me había hecho en Madrid y la ruptura que había originado entre Yulia y yo, dice:
—No me extraña que le pase lo que le pasa. Es más, estoy por entrar y darle yo también otra bofetada.
Eso me hace reír. Björn, al ver mi gesto, sonríe y me abraza. En ese momento, Yulia llega hasta nosotros y, con furia en su mirada, sisea:
—Me voy a casa. ¿Te vienes conmigo, o te quedas con Björn para que continuéis jugando?
Sorprendidos la miramos, y digo:
—Serás gilipollas.
—Len... —sisea Yulia.
—Ni Len ni leches. ¿Qué estás queriendo insinuar con lo que has dicho?
Yulia no responde. Björn, divirtiéndose, me empuja hacia Yulia y añade.
—Vamos, tortolitas, ¡terminad la discusión en la cama de vuestra casa!
En el coche no nos hablamos.
Ambas estamos enfadadas y no entiendo por qué ella tiene ese enfado. Al fin y al cabo, Betta se lo merecía. Y encima ha tenido la poca vergüenza de tocarla. De tocarnos. De acercarse a nosotras. ¡**** mujer!
En el camino, nuestros móviles pitan. Hemos recibido varios mensajes. Ninguno de las dos los mira. No estamos de humor. Seguro que son Frida y Björn para ver cómo estamos. Cuando llegamos a casa y metemos el coche en el garaje, doy tal portazo que Yulia me mira, y yo, deseosa de montar gresca, grito:
—¿Qué pasa?
Yulia se acerca a grandes zancadas a mí.
—Podrías no ser tan bruta y cerrar con cuidado.
—No.
Levanta una ceja sorprendida y repite:
—¡¿No?!
—Exacto. ¡No, no quiero tener cuidado! Y no quiero tenerlo porque estoy muy enfadada contigo. Primero, por gritarme delante de la subnormal esa de Betta, y segundo por la idiotez que has dicho en referencia a Björn.
Yulia cierra los ojos.
—¿Por qué no me contaste lo de Betta?
—Porque no lo vi necesario. Es algo entre ella y yo.
—¿Entre tú y ella?
—Exacto. Y antes de que añadas nada más, déjame decirte que mi padre me enseñó a...
—¿Ya estamos con tu padre? ¿Quieres dejar a tu padre al margen de todo esto?
Indignada por su furia, grito:
—Pero bueno..., ¿y por qué no voy a poder hablar de mi padre cuando me dé la gana?
—Porque estamos hablando de Betta, no de tu padre.
Lesdrumm
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