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"PÍDEME LO QUE QUIERAS" & "PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y SIEMPRE"

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"PÍDEME LO QUE QUIERAS" & "PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y SIEMPRE" - Página 2 Empty Re: "PÍDEME LO QUE QUIERAS" & "PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y SIEMPRE"

Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:24 pm

—Eres una imbécil, ¿lo sabías?
Yulia no contesta. Y cuando no puedo retener lo que pienso, lo dejo ir:
—Iba a decir que mi padre me enseñó a no dejarme avasallar por las malas personas. Esa imbécil, por no decir algo peor, me la jugó. Fue una arpía y buscó complicarme la vida. ¿Qué pretendes?, ¿que cuando la vea la felicite? Mira, no..., eso no te lo crees tú ni ¡jarto de Moët del rosa!
Sin mirarme, se toca la frente.
—No pretendo que la aplaudas. Sólo pretendo que no tengas nada que ver con ella. Aléjate de Betta, y podremos vivir en paz.
—¿Y qué me dices de esta noche? Esa..., esa... zorra ha tenido la poca vergüenza de acercarse a nosotras en el cuarto oscuro. Te ha tocado. Ha pasado sus sucias manos por tu cuerpo, y yo la he incitado sin darme cuenta de que era ella. Te ha tocado delante de mí. Me ha vuelto a provocar. De nuevo ella ha jugado sucio. ¿Crees que debo perdonárselo otra vez?
Yulia no contesta. Lo que acaba de escuchar la sorprende.
—Ella ha sido la mujer que...
—Sí, ella. Esa asquerosa. ¡Ella ha sido la del cuarto oscuro! —grito, desesperada.
La oigo maldecir. Camina hacia un lado; después, hacia otro, y al final, murmura:
—Es tarde. Vámonos a la cama.
—Y una ****. Estamos hablando. Me da igual la hora que sea. Tú y yo estamos teniendo una conversación de adultas, y no voy a dejar que la cortes porque tú no quieras seguir hablando del tema. Te acabo de decir que esa zorra ha vuelto a engañarnos. Ha jugado sucio.
Nerviosa, se mueve por el garaje. Blasfema.
De pronto, se fija en algo. Veo mi casco amarillo de la moto. ¡Oh, no! Cierro los ojos y maldigo. ¡Dios, ahora no! Yulia camina hacia su objetivo y grita cuando quita el plástico azul.
—¿Qué hace esta moto aquí?
Resoplo. La noche va de mal en peor. Me acerco hasta ella y respondo:
—Es mi moto.
Incrédula, me mira, mira la moto y sisea:
—Es la moto de Hannah. ¿Qué hace aquí?
—Me la ha regalado tu madre. Ella sabe que hago motocross y...
—¡Esto es increíble! ¡Increíble!
Consciente de lo que piensa, suavizo mi tono de voz.
—Escucha, Yulia. A Hannah le gustaba el mismo deporte que a mí, y yo aquí no tengo mi moto, y...
—Tú no necesitas esa moto porque aquí no vas a hacer motocross. ¡Te lo prohíbo!
Eso me subleva. Me pica el cuello.
¿Quién es ella para prohibirme nada? Y dispuesta a presentar batalla, contesto:
—Te equivocas, chata. Voy a seguir haciendo motocross. Aquí, allí y donde me dé la real gana. Y para que lo sepas: he ido alguna mañana con tu primo Jurgen y sus amigos a correr. ¿Me ha pasado algo? Nooooooooooooo..., pero tú, como siempre, tan dramática.
Sus ojos echan fuego. No lo estoy haciendo bien. Sé que estoy metiendo la pata hasta el fondo, pero ya nada puedo hacer. ¡Soy una bocazas! Yulia me mira. Asiente con la cabeza. Se muerde el labio.
—¿Has estado ocultándomelo?
—Sí.
—¿Por qué? Creo que lo primero que nos pedimos cuando retomamos nuestra relación fue sinceridad, ¿no, Elena?
No respondo. No puedo. Tiene razón. Soy lo peor. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! De pronto, la puerta del garaje se abre y aparecen Larissa y Marta. Nos miran, y Larissa dice:
—Vosotros, ¿para qué tenéis los móviles?
Me sorprendo al verlas aquí. ¿Qué hora es? Pero Yulia grita:
—¡Mamá, ¿cómo has podido darle la moto a Elena?!
La mujer me mira. Yo suspiro.
—Hija, vamos a ver, relájate. Esa moto en casa no hacía nada, y cuando Elena me dijo que ella hacía motocross como Hannah, lo pensé y decidí regalársela.
Yulia resopla y grita otra vez:
—¡¿Cómo tengo que deciros que no os metáis en mi vida?! ¡¿Cómo?!
—Perdona, Yulia... ¡Es mi vida! —aclaro ofendida.
Marta, al ver el genio de su hermana, la mira y grita, señalándole:
—Punto uno: a mamá no le grites así. Punto dos: Elena es mayorcita para saber lo que puede o no puede hacer. Punto tres: que tú quieras vivir en una burbuja de cristal no quiere decir que los demás lo tengamos que hacer.
—¡Cállate, Marta! ¡Cállate! —sisea Yulia.
Pero su hermana se acerca a ella, y añade:
—No me voy a callar. Os hemos estado escuchando desde el interior de la casa. Y te tengo que decir que es normal que Elena no te contara ni lo de la moto ni otras cosas. ¿Cómo te lo iba a contar? Contigo no se puede hablar. Eres doña Ordeno y Mando. Hay que hacer lo que a ti te gusta, o montas la de Dios. —Y mirándome, dice—: ¿Le has contado lo mío y lo de mamá?
Niego con la cabeza, y Larissa, llevándose las manos a la boca, susurra:
—Hija, por Dios..., cállate.
Yulia, sin dar crédito, nos mira. Su gesto cada vez es más oscuro. Finalmente, se quita el abrigo. Tiene calor. Lo deja sobre el capó del coche, se pone las manos en la cintura y, mirándome intimidatoriamente, pregunta:
—¡¿Qué es eso de si me has contado lo de mi madre y mi hermana?! ¡¿Qué más secretos me ocultas?!
—Hija, no grites así a Elena. Pobrecilla.
No puedo hablar. Tengo la lengua pegada al paladar, y Marta, ni corta ni perezosa, dice:
—Para que lo sepas, mamá y yo llevamos meses recibiendo un curso de paracaidismo. ¡Ea!, ya te lo he dicho. Ahora enfádate y grita; eso se te da de lujo, hermanita.
La cara de Yulia es todo un poema.
—¡¿Paracaidismo?! ¿Os habéis vuelto locas?
Las dos niegan con la cabeza y, de pronto, Simona, con gesto descompuesto, entra en el garaje.
—Señor, Flyn está llorando. Quiere que suba usted.
Yulia mira a la mujer y dice:
—¿Qué hace Flyn despierto a estas horas? —Da un paso, pero se para en seco. Mira a su hermana y a su madre, y pregunta—: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí vosotras a estas horas?
No les da tiempo a contestar. Sale escopeteada hacia la habitación de Flyn. Sonia va tras ella. Marta me mira y, asustada, pregunto:
—¿Qué pasa?
Marta suspira y me mira.
—Cielo, siento decirte que mi sobrino se ha caído con el skate y se ha roto un brazo.
Cuando escucho eso las piernas se me doblan. No. ¡No puede ser verdad!
—¿Cómo?
—Os hemos llamado por teléfono mil veces, pero no lo cogíais.
Blanca como la pared, miro a Marta.
—No había cobertura donde estábamos. ¿Está bien?
—Sí, aunque no hace más que repetir que Yulia se va a enfadar contigo.
Mientras entramos en el interior de la casa, mi corazón bombea con fuerza. Yulia no me perdonará nada de todo esto. Todos los secretos que me martirizaban han salido a la luz al mismo tiempo. Eso le enfadará mucho. Lo sé. La conozco.
Cuando entro en la habitación de Flyn, el pequeño está escayolado. Me mira, y cuando me voy a acercar a él, Yulia se pone delante y sisea:
—¿Cómo has podido desobedecerme? Te dije que no al skate.
Tiemblo. Tiemblo descontroladamente y con un hilo de voz susurro:
—Lo siento, Yulia.
Con el gesto totalmente desencajado, me mira con desprecio.
—No lo dudes, Elena. Por supuesto que lo vas a sentir.
Cierro los ojos.
Sabía que esto sucedería algún día, pero jamás pensé que Yulia reaccionaría tan a la tremenda. Estoy tan desorientada que no sé qué decir. Sólo veo su fría mirada. Echándome a un lado, me acerco al niño y le beso en la frente.
—¿Estás bien?
El crío asiente.
—Perdóname, Len. Me aburría, cogí el skate y me caí.
Con cariño, sonrío y murmuro:
—Lo siento, cielo.
El pequeño asiente con tristeza. Yulia me coge del brazo, me saca de la habitación junto a su madre y a su hermana, y dice con furia:
—Idos a dormir. Ya hablaré con vosotras. Yo me quedo con Flyn.
Esa noche, cuando entro en nuestra habitación, no sé qué hacer. Me siento en la cama y me desespero. Quiero estar con Yulia y con Flyn. Quiero acompañarlos, pero Yulia no me lo permite.
A la mañana siguiente, cuando bajo a la cocina, están sentadas a la mesa Marta, Yulia y Larissa. Discuten. Cuando yo entro, se callan, y eso me hace sentir fatal.
Simona, con cariño, me prepara una taza de café. Con su mirada me pide tranquilidad. Conoce a Yulia y sabe que está furiosa, y me conoce a mí. Cuando me siento a la mesa miro a Yulia y pregunto:
—¿Cómo está Flyn?
Con una mirada dura que no me gusta, sisea:
—Gracias a ti, dolorido.
Larissa mira a su hija y gruñe:
—¡**** sea, Yulia!, no es culpa de Elena. ¿Por qué te empeñas en culpabilizarla?
—Porque ella sabía que no debía enseñarle a utilizar el skate. Por eso la culpabilizo —responde, furiosa.
Me tiemblan las piernas. No sé qué decir.
—Pero ¿tú eres tonta o te lo haces? —interviene Marta.
—Marta... —sisea Yulia.
—¿Qué es eso de que ella no debía? Pero ¿no ves que el niño ha cambiado gracias a ella? ¿No ves que Flyn ya no es el niño introvertido que era antes de que ella llegara? —Yulia no responde, y Marta continúa—: Deberías darle las gracias por ver a Flyn sonreír y comportarse como un crío de su edad. Porque, ¿sabes, hermanita?, los críos se caen, pero se levantan y aprenden, algo que por lo visto tú todavía no has aprendido.
No responde. Se levanta y sin mirarme se marcha de la cocina. Mi corazón se encoge, pero tras echar una mirada a las tres mujeres que me observan, murmuro:
—Tranquilas, hablaré con ella.
—Dale un pescozón. Es lo que se merece —sisea Marta.
Larissa me mira, toca mi mano y murmura:
—No te culpabilices de nada, tesoro. Tú no tienes la culpa de nada. Ni siquiera de tener la moto de Hannah y salir con Jurgen y sus amigos.
—Tenía que habérselo dicho —declaro.
—Sí, claro, ¡como si fuera tan fácil decirle algo a doña Gruñona! —protesta Marta—. Demasiada paciencia tienes con ella. Mucho le tienes que querer porque, si no, es incomprensible que la soportes. Yo la quiero, es mi hermana, pero te aseguro que no la soporto.
—Marta... —susurra Larissa—, no seas tan dura con Yulia.
Se levanta y se enciende un cigarrillo. Yo le pido otro. Necesito fumar.
Cuando salgo de la cocina veinte minutos después, me acerco hasta la puerta del despacho de Yulia. Tomo aire y entro. Al verme, clava sus acusadores ojos en mí y sisea:
—¿Qué quieres, Elena?
Me acerco a ella.
—Lo siento. Siento no haberte dicho lo...
—No me valen tus disculpas. Has mentido.
—Tienes razón. Te he ocultado cosas, pero...
—Me has mentido todo este tiempo. Me has ocultado cosas importantes cuando tú sabías que no debías hacerlo. ¿Tan ogra soy que no puedes decirme las cosas?
No respondo. Silencio. Nos miramos y, finalmente, pregunta:
—¿Qué significado tiene para ti eso de ahora y siempre? ¿Qué significa para ti el compromiso de estar juntas?
Sus preguntas me descolocan. No sé qué responder. Silencio. Al final, ella dice:
—Mira, Elena, estoy muy cabreada contigo y conmigo misma. Mejor sal del despacho y déjame tranquila. Quiero pensar. Necesito relajarme o, tal y como estoy, voy a hacer o decir algo de lo que me voy a arrepentir.
Sus palabras me sublevan y, sin hacerle caso, siseo:
—¿Ya me estás echando de tu vida como haces siempre que te enfadas?
No responde. Me mira, me mira, me mira, y yo decido darme la vuelta y salir de la habitación.
Con lágrimas en los ojos me dirijo hacia mi cuarto. Entro y cierro la puerta. Sé que su enfada es justificado. Sé que yo me lo he buscado, pero ella tiene que darse cuenta de que si no le he dicho nada ha sido porque todos temíamos su reacción. Estoy arrepentida. Muy arrepentida, pero ya nada se puede hacer.
Diez minutos después, Marta y Larissa pasan a despedirse de mí. Están preocupadas. Yo sonrío y les indico que se marchen tranquilas. La sangre no llegará al río.
Cuando se van, me siento en la mullida alfombra de mi habitación. Durante horas pienso y me lamento. ¿Por qué lo he hecho tan mal? De pronto, oigo que un coche se marcha. Me asomo a la ventana y me quedo sin palabras al ver que quien se va es Yulia. Salgo de la habitación, busco a Simona, y ésta, antes de que yo pregunte, me explica:
—Ha ido a ver a Björn. Ha dicho que no tardará.
Cierro los ojos y suspiro. Subo a la habitación de Flyn, y el pequeño, al verme, sonríe. Su aspecto es mejor que el de la noche anterior. Me siento en su cama y murmuro, tocándole la cabeza.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—¿Te duele el brazo?
El crío asiente y, al sonreír, digo:
—¡Aisss, Dios!, cariño, pero ¡si te has roto también un diente!
La alarma en mi cara es tal que Flyn murmura:
—No te preocupes. La abuela Larissa dice que es de leche.
Asiento, y me sorprende con sus palabras:
—Siento que la tía esté tan enfadada. No cogeré el skate. Me advertiste de que nunca lo usara sin estar tú delante. Pero me aburría y...
—No te preocupes, Flyn. Estas cosas pasan. ¿Sabes?, yo cuando era pequeña me rompí una vez una pierna al saltar en moto y, años después, un brazo. Las cosas pasan porque tienen que pasar. De verdad, no le des más vueltas.
—¡No quiero que te vayas, Elena!
Eso me descoloca.
—¿Y por qué me voy a marchar? —pregunto.
No contesta. Me mira, y entonces murmuro con un hilo de voz:
—¿Te ha dicho tu tía que me voy a ir?
El crío niega con la cabeza, pero yo saco mis propias conclusiones.
Dios, no. ¡Otra vez no!
Trago el nudo de emociones que en mi garganta pugna por salir. Respiro y susurro:
—Escucha, cielo. Tanto si me voy como si me quedo, seguiremos siendo amigos, ¿vale? —Asiente, y yo con el corazón dolorido cambio de tema—: ¿Te apetece que juguemos a las cartas?
El niño accede, y yo me trago las lágrimas. Juego con él mientras mi cabeza piensa en lo que ha dicho. ¿Querrá Yulia que me vaya?
Tras la comida, Yulia regresa. Va directo a la habitación de su sobrino, y yo me abstengo de entrar. Durante horas me tiro en el sillón del salón y veo la televisión, hasta que no puedo más, y salgo al exterior con Susto y Calamar. Me doy una vuelta por la urbanización y tardo más de la cuenta con la esperanza de que Yulia me busque o me llame al móvil. Pero nada de eso ocurre, y cuando regreso, Simona sale de su casa y me indica que la señorita ya se ha ido a dormir.
Miro mi reloj. Las once y media de la noche.
Confusa porque Yulia se acueste sin regresar yo, entro en la casa y, tras dar de beber a los animales, subo la escalera con cuidado. Me asomo al cuarto de Flyn y el pequeño duerme. Voy hasta él, le doy un beso en la frente y me encamino a mi habitación. Al entrar, miro hacia la cama. La oscuridad no me deja ver con claridad a Yulia, pero sé que el bulto que vislumbro es ella. En silencio, me desnudo y me meto en la cama. Tengo los pies congelados. Quiero abrazarla y, cuando me acerco a ella, se da la vuelta.
Su desprecio me duele, pero decidida a hablar con ella, murmuro:
—Yulia, lo siento, cariño. Por favor, perdóname.
Sé que está despierta. Lo sé. Y sin moverse responde:
—Estás perdonada. Duérmete. Es tarde.
Con el corazón roto me acurruco en la cama y, sin tocarla intento dormirme. Doy mil vueltas y al final lo consigo.

Cuando me despierto al día siguiente estoy sola en la cama. Eso no me extraña, pero cuando bajo a la cocina y Simona me indica que la señorita se ha ido a trabajar, resoplo de indignación. ¿Por qué me he dormido justo hoy?
Como puedo paso el día junto a Flyn. El pequeño está irascible. Le duele el brazo y su buen rollo conmigo es nulo.
Desesperada me siento con Simona a ver «Locura esmeralda». Ese día Luis Alfredo Quiñones, el amor de Esmeralda Mendoza, cree que ella lo engaña con Rigoberto, el mozo de cuadras de los Halcones de San Juan, y cuando el capítulo acaba Simona y yo nos miramos desesperadas. ¿Cómo nos pueden dejar así?
Yulia no viene a comer, y al regresar bien entrada la tarde de la oficina, cuando me ve, no me besa. Me saluda con un seco movimiento de cabeza y se va a ver a su sobrino. Cena con él, y cuando llega la hora de dormir, hace lo mismo de la noche anterior. Se da la vuelta y no me habla. No me abraza.
Durante cuatro días soporto ese trato. No me habla. No me mira. Y el jueves me sorprende cuando me busca en mi cuartito y me espeta:
—Tenemos que hablar.
¡Uf!, qué mal suena esa frase. Es asoladora, pero asiento.
Me indica que pase a su despacho. Va a ver a su sobrino. Hago lo que me pide. La espero. Espero durante más de dos horas. Me está provocando. Cuando entra en el despacho mis nervios están por todo lo alto. Ella se sienta a su mesa. Me mira como llevaba días sin mirarme y se repanchinga en su sillón.
—Tú dirás.
Boquiabierta, la miro y siseo:
—¡¿Yo diré?!
—Sí, tú dirás. Te conozco, y sé que tendrás mucho que decir.
Como un huracán me cambia el gesto. Su chulería en ocasiones me puede y, sin más, me explayo:
—¿Cómo puedes ser tan fría? ¡Por favor! Estamos a jueves y llevas desde el sábado sin hablarme. ¡Oh, Dios!, me estaba volviendo loca. ¿Acaso pretendes no hablarme nunca más? ¿Martirizarme? ¿Clavarme en una cruz y ver cómo me desangro delante de ti? Fría..., fría..., eso es lo que eres: un alemana fría. Todos sois iguales. No tenéis sentido del humor. Pero si cuando os cuento un chiste ni os reís, y si soy simpática os creéis que estoy flirteando. Por favor, ¿en qué mundo vivimos? Me tienes aburrida, ¡aburrida! ¿Cómo puedes ser tan..., tan... gilipollas? —grito—. ¡Harta! ¡Estoy harta! En momentos así no sé qué hacemos tú y yo juntas. Somos fuego contra hielo, y me estoy cansando de intentar que no me consumas con tu puñetera frialdad.
No responde. Sólo me mira y prosigo:
—Tu hermana Hannah murió, y tú te ocupas de su hijo. ¿Crees que ella aprobaría lo que estás haciendo con él? —Yulia resopla—. Yo no la conocí, pero por lo que sé de ella, estoy segura de que hubiera enseñado a hacer a Flyn todo lo que tú le niegas. Como dijo tu hermana la otra noche, los niños aprenden. Se caen, pero se levantan. ¿Cuándo te vas a levantar tú?
—¿A qué te refieres? —murmura con furia.
—Me refiero a que dejes de preocuparte por las cosas cuando aún no han pasado. Me refiero a que dejes vivir a los demás y entiendas que no a todos nos gusta lo mismo. Me refiero a que aceptes que Flyn es un niño y que debe aprender cientos de cosas que...
—¡Basta!
Me retuerzo las manos. Estoy muy nerviosa, y al ver su gesto contrariado, pregunto:
—Yulia, ¿no me extrañas? ¿No me echas de menos?
—Sí.
—¿Y por qué? Estoy aquí. Tócame. Abrázame. Bésame. ¿A qué esperas para hablar conmigo e intentar perdonarme de corazón? ¡Joder!, que no he matado a nadie. Que soy humana y cometo errores. Vale, acepto lo de la moto. Te lo tenía que haber dicho. Pero vamos a ver, ¿te he prohibido yo a ti que vayas al tiro olímpico? No, ¿verdad? ¿Y por qué no te lo he prohibido a pesar de que odio las armas? Pues muy fácil, Yulia, porque te quiero y respeto que te guste algo que a mí no me gusta. En cuanto a Flyn, efectivamente, tú me dijiste que no al skateboard, pero el niño quería. El niño necesitaba hacer lo que hacen sus compañeros para demostrar a esos que lo llaman «chino, miedica y gallina» que puede ser uno de ellos y tener un puñetero skateboard. ¡Ah!, y eso por no hablar de que al niño le gusta una chica de su clase y la quiere impresionar. ¿A que no lo sabías? —Niega con la cabeza, y continúo—: En cuanto a lo de tu madre y tu hermana, ellas me pidieron que no dijera nada, que les guardara el secreto. Y la pregunta es: cuando mi padre te guardó el secreto de que habías comprado la casa de Kazan, ¿me tenía que haber enfadado con él?, ¿le tenía que haber lapidado por ello? Venga ya, por favor... Yo sólo he hecho lo que las familias hacen: guardarse pequeños secretos e intentar ayudarse. Y en cuanto a Betta, ¡oh, Dios!, cada vez que pienso que te tocó delante de mí, se me llevan los demonios. Si lo llego a saber, le corto las zarpas porque....
—¡Cállate! —grita Yulia, acalorada—. Ya he escuchado bastante.
Eso me subleva, y soy incapaz de hacerlo.
—Estás esperando a que me vaya, ¿verdad?
Mi pregunta la sorprende. La conozco y sus ojos me lo dicen. Y sin darle tregua porque estoy histérica, pregunto:
—¿Por qué le has dicho a Flyn que a lo mejor me voy de aquí? ¿Acaso es lo que me vas a pedir que haga y ya estás preparando al niño?
Se queda sorprendida.
—Yo no le he dicho eso a Flyn. ¿De qué hablas?
—No te creo.
No responde. Me mira, me mira y me mira, pero al final dice:
—No sé qué hacer contigo, Len. Te quiero, pero me vuelves loca. Te necesito, pero me desesperas. Te adoro, pero...
—¡Serás gilipollas...!
Se levanta de la mesa y exclama con el gesto contraído:
—¡Basta! No me vuelvas a insultar.
—Gilipollas, gilipollas y gilipollas.
¡Madre mía, cómo me estoy pasando! Pero tras tantos días sin hablarme, soy un tsunami.
Me mira, furiosa. Yo me envalentono y, con chulería, le recrimino:
—Te deberían cambiar el nombre y llamarte doña Perfecta. ¿Qué pasa? ¿Tú no cometes errores? ¡Oh, no!, la señorita Volkova es ¡Dios!
—¿Quieres callarte y escucharme? Necesito decirte algo y quiero pedirte que...
—Quieres pedirme que me vaya, ¿verdad? Sólo te falta que incumpla alguna norma más para echarme de nuevo de tu vida.
No responde. Nos miramos como rivales.
La quiero besar. La deseo. Pero no es momento para ello. Entonces se abre la puerta del despacho y aparece Björn con una botella de champán en las manos. Nos mira, y antes de que diga nada, me acerco a él. Le agarro del cuello y le beso en los labios. Meto mi lengua en su boca, y sus ojos me miran extrañados. No entiende qué estoy haciendo. Cuando me separo de él, con furia, miro a Yulia y digo ante el gesto de incredulidad de Björn:
—Acabo de incumplir tu gran norma: desde este instante mi boca ya no es tuya.
El gesto de Yulia es indescriptible. Sé que no esperaba eso de mí. Y ante la expresión alucinada de Björn, explico:
—Te lo voy a facilitar. No hace falta que me eches, porque ahora la que se va soy yo. Recogeré todas mis cosas y desapareceré de tu casa y de tu vida para siempre. Me tienes aburrida. Aburrida de tener que ocultarte las cosas. Aburrida por tus normas. ¡Aburrida! —grito. Pero antes de salir y con la respiración entrecortada siseo—: Sólo te voy a pedir un último favor: necesito que tu avión me lleve a mí, a Susto y a mis cosas hasta Rusia. No quiero meter a Susto en una jaula en la bodega de un avión y...
—¿Por qué no te callas? —maldice, furiosa, Yulia.
—Porque no me da la real gana.
—Chicas, por favor, serenaos —pide Björn—. Creo que estáis exagerando las cosas y...
—He estado callada —prosigo, obviando a Björn y mirando a Yulia— cuatro días y a ti no te ha importado lo que yo pudiera pensar o sentir. No te ha importado mi dolor, mi furia o mi frustración. Por lo tanto, no me pidas ahora que me calle porque no lo voy a hacer.
Björn, alucinado, nos observa, y Yulia murmura:
—¿Por qué estás diciendo tantas tonterías?
—Para mí no lo son.
Tensión. Nos miramos airadas, y mi alemana pregunta:
—¿Por qué te vas a llevar a Susto?
Enardecida, me acerco a ella.
—¿Qué pasa, vas a luchar por su custodia?
—Ni él ni tú os vais a ir. ¡Olvídate de ello!
Tras su grito, levanto el mentón, me retiro el pelo de la cara y musito:
—De acuerdo. Ya veo que no me vas a ayudar en lo referente a tu puñetero jet privado. ¡Perfecto! Susto se queda contigo. Ya encontraré la manera de llevármelo porque me niego a meterlo en la bodega de un avión. Pero que sepas que yo el domingo ¡me voy!
—Pues vete, ¡**** sea! ¡Márchate! —grita, descontrolada.
Sin más, salgo del despacho mientras siento que de nuevo tengo el corazón partido.
Por la noche duermo en mi cuartito. Yulia no me busca. No se preocupa por mí, y eso me desmotiva total y completamente. He cumplido su objetivo. Le he facilitado que no fuera ella quien me echara de su casa y de su vida. Tumbada en la mullida alfombra junto a Susto, miro por la cristalera mientras soy consciente de que mi bonita historia de amor con esta alemana se ha acabado.
Al día siguiente, cuando Yulia se marcha a trabajar, estoy molida. La alfombra es la bomba, pero tengo la espalda destrozada. Cuando entro en la cocina, Simona, ajena a mi pena, me saluda. Tomo el café en silencio, hasta que le pido que se siente a mi lado. Cuando le cuento que me marcho, su rostro se contrae y, por primera vez en todo el tiempo que llevo aquí, veo a la mujer llorar con desconsuelo. Me abraza, y yo la abrazo.
Durante horas recojo todas las cosas que hay mías por la casa. Guardo fotos, libros, CD en cajas, y cada vez que cierro una con cinta, el corazón se me encoge. Por la tarde, quedo con Marta en el bar de Arthur, y cuando le digo que me marcho, sorprendida, dice:
—Pero ¿mi hermana es imbécil?
Su expresividad me hace sonreír y, tras tranquilizarla, murmuro:
—Es lo mejor, Marta. Está visto que tu hermana y yo nos queremos mucho, pero somos totalmente incapaces de arreglar nuestros problemas.
—Mi hermana y tú, no. ¡Mi hermana! —insiste ella—. Conozco a ese cabezona, y si tú te vas es, seguro, porque ella no te lo ha puesto fácil. Pero te juro por mi madre que me va a oír. Le voy a poner verde por ser como es. ¿Cómo puede dejarte ir? ¿¡Cómo!?
Frida se suma a nuestro duelo y, durante horas, charlamos. Nos consolamos mutuamente, mientras Arthur se acerca a nosotras para traernos bebidas frescas. No sabe qué nos pasa. Lo único que sabe es que tan pronto lloramos como reímos.
De pronto, recuerdo algo. Miro el reloj. Es viernes, y son las siete y veinte.
—¿Sabéis dónde está la Trattoria de Vicenzo?
—¿Tienes hambre? —pregunta Marta.
Niego con la cabeza y les comento que a esa hora sé que Betta estará en ese lugar.
—¡Ah, no! —dice Frida al ver mi mirada—. ¡Ni se te ocurra! Si Yulia se entera se enfadará más y...
—¿Y qué? —pregunto—. ¿Qué importa ya?
Las tres nos miramos y, como brujas, nos partimos de risa. Nos montamos en el coche de Marta y veinte minutos después estamos frente a ese lugar. Entre risas, urdimos un plan. Esa Betta se va a enterar de quién es Elena Katina.
Cuando entramos en el bonito restaurante, escaneo el local en busca de ella. Como imaginaba, está sentada a una mesa con varias personas. Durante un rato la observo. Parece encantada y feliz.
—Elena, si quieres, lo dejamos —susurra Marta.
Yo niego con la cabeza. Mi venganza se va a completar. Camino con decisión hasta la mesa, y Betta, cuando nos ve a las tres, se queda blanca. Yo sonrío, y le guiño un ojo. Para mala, ¡yo! Cuando estamos a su lado, Frida dice:
—Hombre, Betta. ¿Tú aquí?
—¡Vaya, vaya, qué casualidad! —digo, riendo, y Betta se descompone.
Todos los comensales que hay a la mesa nos miran, y yo me presento.
—Soy Elena Katina, Rusa como Betta. —Todos asienten, y murmuro con una sonrisa encantadora y angelical—: Encantada de conocerlos.
Los comensales sonríen, y sin perder tiempo, pregunto:
—Un pajarito me ha dicho que hoy alguien te iba a preguntar algo importante. ¿Es cierto que te han pedido matrimonio?
Con una descolocada sonrisa, asiente, y su prometido, un hombre entradito en años, afirma, feliz:
—Sí, señorita. Y esta preciosidad ha dicho que sí. —Y cogiéndole la mano, añade—: De hecho, mi madre le acaba de dar el anillo de pedida de la familia, una verdadera joya.
Los invitados aplauden, y Marta, Frida y yo también. Todos sonríen mientras nos ofrecen unas copas de champán y, encantadas de la vida, las aceptamos y bebemos. Nos hacen hueco. Nos sentamos con ellos a la mesa, y Betta me observa. Yo sonrío y, mirando al futuro marido de ella, digo:
—Raimon, ella sí que es una joya..., una auténtica joyita.
El hombre asiente, orgulloso, y, divertida, junto a mis dos compinches, los animamos a que todos griten: «¡Que se besen!»
Betta me mira furiosa y, yo, encantada, aplaudo hasta que por fin se besan. Cuando lo hacen, cabeceo, y con una angelical voz, vuelvo a preguntar:
—¿Y quién es el primo Alfred?
Un joven de mi edad levanta la mano, y mirándolo, pregunto:
—¿Le has dicho a Raimon que tú te acuestas con Betta también? Creo que merece saberlo, aunque todo quede en familia.
Las caras de todos cambian. Raimon, el novio, se levanta y pregunta:
—¿Cómo dice, joven?
Con pesar, asiento. Toco en el hombro al pobre Raimon, me levanto y cuchicheo:
—Vamos, Alfred, ¡cuéntaselo!
Todos miran al abochornado joven, y Frida insiste:
—Venga, Alfred..., es tu primo. Es lo mínimo que puedes hacer.
Betta está roja. No sabe dónde meterse mientras los que iban a convertirse en sus suegros le exigen que les devuelva el anillo de la familia. Encantada por ver aquello, miro al descolorido Raimon y murmuro:
—Sé que es una putada lo que te estoy contando, pero a la larga me lo vas a agradecer, Raimon. Esta joyita sólo se casa contigo por tu dinero. En la cama, no le pones nada y se acuesta con media Alemania. Y antes de que lo preguntes, sí, lo puedo demostrar.
Fuera de sí, Betta se levanta y grita mientras la madre de Raimon le estira del dedo para recuperar su anillo:
—¡Mentira, eso es mentira! ¡Raimon, no la escuches!
Marta, que ha estado callada hasta este instante, sonríe con malicia y apunta:
—Betta..., Betta..., que te conocemos. —Y mirando a los comensales, añade—: Mi hermana se llama Yulia Volkova, salió con ella un tiempo, pero la dejó cuando la encontró con su propio padre retozando en la cama. ¿Qué les parece? Feo, ¿verdad?
Alucinados, todos se levantan para pedir explicaciones, y Frida murmura:
—¡Aisss, Betta, cuándo aprenderás!
Raimon está furioso y sus padres, junto a otras personas, no dan crédito a lo que escuchan. Alfred no sabe dónde meterse. Todos gritan. Todos opinan. Betta no sabe qué decir y, entonces, sin tocarla, me acerco a ella y murmuro en ruso:
—Te lo dije. Te dije que conmigo no se jugaba, ¡zorra! Vuelve a acercarte a Yulia, a su familia, a sus amigos o a mí, y te juro que te echan de Alemania.
Dicho esto, Frida, Marta y yo salimos del restaurante. Mi venganza con esa idiota ha finalizado. Con la adrenalina por los aires, decidimos ir a bailar al Guantanamera. No quiero regresar a casa. No quiero ver a Yulia, y un poquito de salsa cubana y ¡azúcar! me vendrá bien.
Al día siguiente, con una resaca monumental, pues la noche ha sido de órdago y sólo he dormido unas horas en la casa de Marta, cuando llego a casa de Yulia, ella está allí. Cuando me ve entrar con las gafas de sol puestas, camina hacia mí y sisea furiosa:
—¿Se puede saber dónde has dormido?
Sorprendida, levanto la mano y murmuro:
—En medio de la calle te puedo asegurar que no.
Gruñe. Blasfema. Me hace saber lo preocupada que ha estado. No le hago caso. Camino decidida mientras siento sus pasos detrás de mí. Está furiosa, y cuando entro en mi cuartito, le doy con la puerta en las narices. Eso le ha debido de cabrear una barbaridad. Espero a que entre y me grite, pero no lo hace. ¡Bien! No me apetece oírle gruñir. Hoy no.
Mientras termino de meter mis cosas en las cajas de cartón intento ser fuerte. No voy a llorar. Se acabó llorar por Icegirl. Si no le importo, no tengo por qué quererla yo a ella. Tengo que terminar con esto cuanto antes. Cuando acabo de cerrar una caja de libros, decido subir a mi habitación. Aquí tengo muchas cosas. Por suerte, no me cruzo con Yulia, y cuando entro en el dormitorio, suspiro al ver que tampoco está. Dejo un par de cajas y entro a ver a Flyn.
El pequeño, al verme, se alegra, pero cuando se da cuenta de que me estoy despidiendo de él, su gesto cambia. Su dura mirada vuelve y susurra:
—Prometiste que no te irías.
—Lo sé, cielo. Sé que te lo prometí, pero en ocasiones las cosas entre los adultos no salen como uno prevé, y al final, se complican más de lo que imaginabas.
—Todo es culpa mía —dice, y se le contrae la cara—. Si yo no hubiera cogido el skate, no me habría caído, y la tía y tú no habríais discutido.
Lo abrazo. Lo acuno. Nunca me habría imaginado que lloraría por mí, e intentando que las lágrimas no desborden mis ojos, murmuro:
—Escucha, Flyn. Tú no tienes la culpa de nada, cariño. Tu tía y yo...
—No quiero que te vayas. Contigo me lo paso bien, y eres..., eres buena conmigo.
—Escucha, cielo.
—¿Por qué te tienes que ir?
Sonrío con tristeza. Es incapaz de escucharme y yo de explicarle una vez más el absurdo cuento de por qué me voy. Al final, le quito las lágrimas de los ojos y le digo:
—Flyn, siempre me has demostrado que eres un hombrecito tan duro como tu tía. Ahora lo tienes que volver a ser, ¿vale? —El crío asiente, y prosigo—: Cuida bien a Calamar. Recuerda que él es tu superamigo y tu supermascota, y quiere mucho a Susto, ¿de acuerdo?
—Te lo prometo.
Sus ojos vidriosos me encogen el corazón y, tras darle un beso en la mejilla, murmuro:
—Escucha, cariño. Te prometo que vendré a verte dentro de un tiempo, ¿vale? Llamaré a Larissa y ella nos ayudará a que nos veamos, ¿quieres?
El niño asiente, levanta el pulgar, yo levanto el mío, los unimos y nos damos una palmada. Eso nos hace sonreír. Lo abrazo, lo beso y con todo el dolor de mi corazón salgo de la habitación.
Una vez fuera, no puedo respirar. Me llevo la mano al pecho y al final logro tomar aire. ¿Por qué todo tiene que ser tan triste? Cuando entro en mi habitación, abro el armario. Miro todas aquellas preciosas cosas que Yulia me compró y, tras pensarlo, decido llevarme sólo lo que vino de casa. Al coger mis botas negras, veo una bolsa, la abro y sonrío con tristeza al ver mi disfraz de poli malota. No lo he estrenado. Por unas cosas u otras al final no me lo he puesto para Yulia. Lo meto en una de las cajas, junto a mis vaqueros y mis camisetas. Después, entro en el baño y cojo mis pinturas y mis cremas. Nada de lo que hay allí es mío.
Cuando regreso a la habitación me acerco a mi mesilla. Vacío un cajón y miro los juguetes sexuales. Toco la joya anal con la piedra verde. Los vibradores. Los cubrepezones. Todo aquel arsenal no lo quiero, puesto que me recordará a ella. Cierro el cajón. Allí se queda. Los ojos se me están cargando de lágrimas. Momento tonto. La culpable es la lamparita que meses atrás Yulia compró en el rastro de Rusia y no sé qué hacer. La miro, la miro y la miro. Ella compró las dos. Al final, decido llevármela. Es mía.
Me doy la vuelta, y Yulia me está observando desde la puerta. Está impresionante con su vaquero de cintura baja y la camiseta negra. Se le ve algo demacrada. Preocupada. Pero imagino que yo estoy igual. No sé cuánto tiempo lleva ahí, pero lo que sí sé es que su mirada es fría e impersonal. Esa que pone cuando no quiere demostrar lo que siente. No quiero discutir. No me apetece y, mirándole, murmuro:
—La verdad es que estas lamparitas nunca han pegado con la decoración de tu habitación. Si no te importa, me llevo la mía.
Asiente. Entra en la habitación y, acercándose a la suya, murmura mientras la toca:
—Llévatela. Es tuya.
Me muerdo el labio. Guardo la lamparita en la caja y le escucho decir:
—Esto ha sido lo que siempre me ha llamado la atención de ti, que seas totalmente diferente de todo lo que me rodea.
No respondo. No puedo. Entonces, en un tono más calmado, Yulia afirma:
—Elena, siento que todo acabe así.
—Más lo siento yo, te lo puedo asegurar —le recrimino.
Noto que se mueve por la habitación. Está nerviosa y, finalmente, pregunta:
—¿Podemos hablar un momento como adultas?
Trago el nudo de emociones que tengo en mi garganta y asiento. Ya no me llama «pequeña», ni «blanquita», ni «cariño». Ahora me llama «Elena» con todas sus letras. Me doy la vuelta y la miro. Cada uno estamos a un lado de la cama. Nuestra cama. Ese lugar donde nos hemos amado, querido, besado, y Yulia empieza:
—Escucha, Elena. No quiero que por mi culpa te veas privada de un trabajo. He hablado con Gerardo, el jefe de personal de la delegación de Müller de Rusia, y vuelves a tener el puesto que tenías cuando nos conocimos. Como no sé cuándo te querrás reincorporar, le he dicho que en el plazo de un mes te pondrás en contacto con él para retomar tu trabajo.
Niego con la cabeza. No quiero volver a trabajar en su empresa. Yulia continúa:
—Elena, sé adulta. Una vez me dijiste que tu amigo Vladimir necesitaba un trabajo para pagar su casa, su comida y poder vivir. Tú has de hacer lo mismo, y con el paro y la crisis que hay en Rusia te resultará muy difícil conseguir un trabajo decente. Hay un nuevo jefe en ese departamento y sé que no tendrás ningún problema con él. En cuanto a mí, no te preocupes. No tienes por qué verme. Ya te he aburrido bastante.
Esta última frase me duele. Sé que la dice por lo que le grité la otra noche, pero no digo nada. La escucho. La cabeza me da vueltas, pero sé que tiene razón. Vuelve a tener razón. Contar con un trabajo hoy en día es algo que no está al alcance de todo el mundo y no puedo rechazar la oferta. Al final, accedo:
—De acuerdo. Hablaré con Gerardo.
Yulia asiente.
—Espero que retomes tu vida, Elena, porque yo voy a retomar la mía. Como dijiste cuando besaste a Björn, ya no soy la dueña de tu boca ni tú de la mía.
—Y eso ¿a qué viene ahora?
Con la mirada clavada en mí, dice cambiando el tono de su voz:
—A que ahora podrás besar a quien te venga en gana.
—Tú también lo podrás hacer. Espero que juegues mucho.
—No dudes que lo haré —puntualiza con una fría sonrisa.
Nos miramos, y cuando no puedo más, salgo de la habitación sin despedirme de ella. No puedo. No salen las palabras de mi boca. Bajo la escalera a todo gas, y llego a mi cuartito. Cierro la puerta, y entonces, sólo entonces, me permito maldecir.
Esa noche, cuando todo está empaquetado, le indico a Simona que un camión irá a las seis de la mañana para llevarlo todo al aeropuerto. Veinte cajas llegaron de Rusia. Veinte regresan. Con tristeza cojo un sobre para hacer lo último que tengo que hacer en esa casa. Con un bolígrafo, en la mitad del sobre escribo «Yulia». Después, cojo un trozo de papel y tras pensar qué poner, simplemente anoto: «Adiós y cuídate». Mejor algo impersonal.
Cuando suelto el bolígrafo, me miro la mano. Me tiembla. Me quito el precioso anillo que ya le devolví otra vez y, temblorosa, leo lo que pone en su interior: «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre».
Cierro los ojos.
El ahora y siempre no ha podido ser posible.
Aprieto el anillo en la mano y finalmente, con el corazón partido, lo meto en el sobre. Suena mi móvil. Es Larissa. Está preocupada esperándome en su casa. Dormiré allí mi última noche en Múnich. No puedo ni quiero dormir bajo el mismo techo que Yulia. Cuando llego al garaje y saco la moto, Norbert y Simona se acercan a mí. Con una prefabricada sonrisa, los abrazo a los dos y le doy a Simona el sobre con el anillo para que se lo entregue a Yulia. La mujer solloza y Norbert intenta consolarla. Mi marcha los entristece. Me han cogido tanto cariño como yo a ellos.
—Simona —intento bromear—, en unos días te llamo y me dices cómo sigue «Locura esmeralda», ¿de acuerdo?
La mujer cabecea, intenta sonreír, pero lloriquea más. Le doy un último beso y me dispongo a marchar cuando al levantar la vista veo que Yulia nos observa desde la ventana de nuestra habitación. La miro. Me mira. Dios..., cómo la quiero. Levanto la mano y digo adiós. Ella hace lo mismo. Instantes después, con la frialdad que ella me ha enseñado, me doy la vuelta, me monto en la moto y, tras arrancarla, me marcho sin mirar atrás.
Esa noche no duermo. Sólo miro al vacío y espero que el despertador suene.
Cuando llego a Rusia, nadie sabe de mi llegada. Nadie me recibe. No he llamado a nadie. Contrato una furgoneta en el aeropuerto y meto todas mis cajas en ella. Cuando salgo de la T-4 intento sonreír. ¡Vuelvo a estar en casa!
Pongo la radio, y las voces de Andy y Lucas cantan:
Te entregaré un cielo lleno de estrellas, intentaré darte una vida entera
en la que tú seas tan feliz, muy cerquita estés de mí.
Quiero que sepas..., lelelele.
Intento cantar, pero mi voz está apagada. No puedo hacerlo. Simplemente soy incapaz. Cuando llego a mi barrio, la alegría me inunda, aunque luego, cuando tengo que ocuparme de las veinte cajas yo solita, la alegría se convierte en mala leche. ¿He metido piedras?
Una vez que acabo, cierro la puerta de mi casa y me siento en el sofá. De vuelta en el hogar. Levanto el teléfono decidida a llamar a mi hermana. Al final, lo cuelgo. No me apetece dar explicaciones todavía, y mi hermana será un hueso duro de roer. Enchufo el frigorífico y bajo a comprar algo de comida al Mercadona. Cuando regreso y coloco lo que he comprado, la soledad me come. Me carcome.
Tengo que llamar a mi hermana y a mi padre.
Lo pienso, lo pienso, lo pienso. Al final decido comenzar por mi hermana y, como era de esperar, a los diez minutos de colgar la tengo en la puerta de mi casa. Cuando abre con su llave, estoy sentada en el sofá y, al verme, murmura:
—Cuchuuuuuu, pero ¿qué te ha pasado, cariño?
Ver a mi hermana, su embarazo y su mirada es el colmo de todo, y cuando me abraza lloro, lloro y lloro. Me tiro llorando dos horas en las que ella me acuna y me dice una y otra vez que no me preocupe por nada. Que haga lo que haga estará bien. Cuando me tranquilizo, la miro y pregunto:
—¿Dónde está Irina?
—En casa de su amiga. No le he dicho que estás aquí o ya sabes...
Eso me hace sonreír y murmuro:
—No le digas nada. Mañana me quiero ir a Kazan a ver a papá. Cuando regrese la visitaré, ¿vale?
—Vale.
Con mimo le paso la mano por su abultada barriga, y antes de que yo pueda decir nada, suelta:
—Dimitri y yo nos estamos separando.
Sorprendida, la miro. ¿He oído bien? Y con una frialdad que no sabía que existía en mi hermana, me explica:
—Le dije a papá y a Yulia que no te dijeran nada por no preocuparte. Pero ahora que estás aquí, creo que lo tienes que saber.
—¡¿Yulia?!
—Sí, cuchu..., y...
—¿Yulia lo sabía? —grito, descolocada.
Mi hermana, que no entiende nada, me toma las manos y murmura:
—Sí, cariño. Pero le prohibí que te lo contara. No vayas a enfadarte con ella por eso.
No doy crédito. ¡No doy crédito!
Ella se enfada conmigo porque le oculto cosas cuando ella me las esconde también, ¿increíble?
Cierro los ojos. Intento tranquilizarme. Mi hermana tiene un problemón, e intentando olvidarme de Yulia y nuestros problemas, pregunto:
—Pero... Pero ¿qué ha pasado?
—Me la estaba pegando con media Rusia—afirma tan fresca—. Ya te lo dije hace tiempo, aunque no me creyeras.
Durante horas hablamos. Esta noticia me ha dejado totalmente noqueada. No me esperaba esa traición por parte del tonto de mi cuñado. ¡Para que te fíes de los tontos...! Pero lo que me tiene totalmente sin palabras es mi hermana. Ella, que es tan llorona, de pronto está centrada y tranquila. ¿Será el embarazo?
—¿e Irina? ¿Cómo lo lleva ella?
Mueve la cabeza con resignación.
—Bien. Ella lo lleva bien. Se disgustó mucho cuando le dije que me iba a separar de su padre, pero, desde que Dimitri se fue hace mes y medio de casa, la veo feliz y me lo demuestra todos los días cuando la veo sonreír.
Hablamos, hablamos y hablamos, y tras comprobar por mí misma lo fuerte que es mi hermana y, en especial, que está bien a pesar del disgusto y el embarazo, pregunto:
—¿Mi coche está en el parking?
—Sí, cielo. Funciona de maravilla. Lo he estado utilizando yo estos meses.
Asiento. Me retiro el pelo de la cara, y entonces, susurra:
—No me cuentes lo que ha pasado con Yulia. No quiero saberlo. Yo sólo necesito saber que tú estás bien.
Agradezco que diga eso y, mirándola, afirmo como puedo:
—Lo estoy, Annya. Estoy bien.
Nos volvemos a abrazar y me siento en casa. Cuando esa noche se va y me quedo sola por fin puedo respirar. Me he desahogado. He llorado como deseaba y me siento mucho mejor. Aunque estoy más enfadada con Yulia. ¿Cómo ha podido ocultarme algo así?
Decido no llamar a mi padre. Voy a sorprenderlo. A las siete de la mañana me levanto y voy al garaje. Miro a mi Leoncito y sonrío. ¡Qué bonito es! Tras meterme en él arranco y pongo dirección a Kazan En el camino, tengo momentitos para todo. Para la risa. Para el llanto. Para cantar o para maldecir y acordarme de todos los antepasados de Yulia.
Al llegar a Kazan voy directa al taller de papá. Cuando aparco el coche en la puerta lo veo hablando con dos amigos suyos y, de pronto, al verme, se paraliza. Sonríe, y corre hacia mí para abrazarme. Su abrazo candoroso me hace saber que me va a mimar y, cuando nos separamos, mira alrededor y pregunta:
—¿Dónde está Yulia?
No contesto. Los ojos se me llenan de lágrimas y al ver mi gesto susurra:
—¡Oh, blanquita! ¿Qué ha pasado, mi vida?
Conteniendo el llanto, lo vuelvo a abrazar. Necesito los mimos de mi papi.
Esa noche, después de cenar, estoy mirando las estrellas cuando mi padre se sienta en el sofá?
—¿Por qué no me dijiste lo de Annya y Dimitir? —le preguntó con tristeza.
—Tu hermana no quería preocuparte. Ella lo habló con Yulia y le pidió que no te lo contara.
—¡Vaya, qué bien! —siseo deseosa de arrancarle la cabeza a Yulia por ser tan falsa conmigo.
—Escucha, blanquita, tu hermana sabía que si te decía algo, vendrías a Rusia. Sólo hice lo que ella me pidió. Pero, tranquila, ella está bien.
—Lo sé, papá, lo he visto con mis propios ojos y me ha dejado sin palabras.
Mi padre asiente.
—Me entristece mucho lo que ha ocurrido, pero si Dimitri no valoraba a mi niña como debía hacerlo, mejor que la deje en paz. ¡Menudo sinvergüenza! —cuchichea—. Con suerte, mi niña encontrará un hombre que la valore, la quiera y, sobre todo, haga que vuelva a sonreír.
Con una dulce sonrisa, lo miro. Papá es un romántico empedernido.
—Annya es un bombón de mujer —prosigue, y yo sonrío—. ¡Ojú, blanquita!, sinceramente, no me esperaba que Dimitri pudiera hacer lo que ha hecho. Ha jugado con los sentimientos de mi niña y mi nietecilla, y eso no se lo voy a perdonar.
Asiento, y mientras abro la lata de coca-cola que ha dejado delante de mí, pregunta:
—Y tú, ¿me vas a contar qué ha pasado con Yulia?
Me siento junto a él y, tras dar un trago, murmuro:
—Somos incompatibles, papá.
Menea la cabeza y cuchichea:
—Ya sabes, tesoro, que los polos opuestos se atraen. Y antes de que digas nada, vosotros no sois Dimitri y Annya. No tenéis nada que ver con ellos. Pero déjame decirte que cuando estuve para tu cumpleaños os vi muy bien. Te vi feliz, y a Yulia, totalmente enamorada de ti. ¿Por qué de pronto esto?
Espera una explicación, y hasta que la consiga no va a parar, por lo que, dispuesta a darla, musito:
—Papá, cuando Yulia y yo retomamos nuestra relación, nos prometimos que nunca nos ocultaríamos cosas y seríamos sinceros al cien por cien. Pero yo no he cumplido la promesa, aunque por lo que veo ella tampoco.
—¿Tú no la has cumplido?
—No, papá...Yo...
Se lo cuento todo: lo del curso de paracaidismo de Marta y Larissa, lo de la moto, mis salidas con Jurgen y sus amigos, enseñar a Flyn a montar en skate y patines, la caída del pequeño y que le sobé el morro a una ex de Yulia que nos hacía la vida imposible.
Con los ojos como platos, mi padre me escucha y murmura:
—¿Que tú pegaste a una mujer?
—Sí, papá. Se lo merecía.
—Pero, hija, ¡eso es horrible! Una señorita como tú no hace esas cosas.
Cabeceo. Asiento y aseguro convencida de que lo volvería a hacer.
—Simplemente le di su merecido por perra.
—Blanquita, ¿quieres que te lave la boca con jabón?
Me entra la risa al escucharlo y él al final se ríe. No es para menos, y dándome unos toquecitos en la mano, me recuerda:
—Yo no te enseñé a comportarte así.
—Lo sé, papá, pero ¿qué querías que hiciera? Ella me ha provocado, y ya sabes que soy demasiado impulsiva.
Divertido, da un trago a su cerveza y señala:.
—Vale, hija. Entiendo que lo hicieras, pero oye ¡que no se vuelva a repetir! Nunca has sido una camorrista y no quiero que lo seas.
Sus palabras me hacen reír, lo abrazo y susurra en mi oreja:
—¿Conoces el dicho «si tienes un pájaro debes dejarlo volar»? Si vuelve, es tuyo; si no, es que nunca te perteneció. Yulia regresará. Ya lo verás, blanquita.
No contesto. No tengo fuerzas para responder ni pensar en refranes.
A la mañana siguiente arranco mi moto y me desfogo saltando como un kamikaze por los campos de Kazan. Es mi mejor medicina. Arriesgo, arriesgo y arriesgo y, al final, me caigo. Pedazo de leñazo que me meto. En el suelo pienso en cómo Yulia se preocuparía por mi caída y, cuando me levanto, toco mi dolorido trasero y maldigo.
Por la tarde, mientras estoy viendo la televisión, me suena el móvil. Es Anastasia. Su padre, el Bicharrón, le ha contado que estoy en Kazan sin Yulia y se preocupa por mí. Dos días después, aparece por Kazan. Cuando me ve nos abrazamos y me invita a comer. Hablamos. Le comento que Yulia y yo hemos roto, y sonríe. La muy idiota sonríe y me dice:
—Esa alemana no te va a dejar escapar.
Sin querer hablar más del tema le pregunto por su vida y me sorprendo cuando me cuenta que está saliendo con una chica de Rusia. Me alegro por ella y más cuando me confiesa que está total y completamente colgada por ella. Eso me encanta. Quiero verla feliz.
Los días pasan y mi humor tan pronto es alegre como depresivo. Echo en falta a Yulia. No se ha puesto en contacto conmigo, y eso es una novedad. La quiero. La quiero demasiado como para olvidarla tan pronto. Por las noches, cuando estoy en la cama cierro los ojos y casi la siento a mi lado mientras en el iPod escucho las canciones que he disfrutado a su lado. Mi nivel de masoquismo sube por días. Me he traído una camiseta suya y la huelo. Su olor me encanta. Necesito olerla para dormir. Es una mala costumbre, pero no me importa. Es mi mala costumbre.
Cuando llevo una semana en Kazan, llamo a Larissa a Alemania. La mujer se pone muy contenta al recibir mi llamada, y yo me sorprendo cuando sé que Flyn está allí con ella. Yulia está de viaje. Estoy tentada de preguntar si es a Londres, pero decido que no. Bastante me martirizo. Durante un buen rato hablo con el crío. Ninguno de los dos mencionamos a su tía, y cuando el teléfono lo vuelve a coger Larissa, murmura:
—¿Estás bien, tesoro?
—Sí. Estoy con mi padre en Kazan y aquí me mima como necesito.
Larissa sonríe y cuchichea:
—Sé que no lo quieres escuchar, pero te lo voy a decir: está insoportable. Esa hija mío, con ese carácter que se gasta, es intratable.
Sonrío con tristeza. Imagino cómo está. Larissa murmura:
se deja mimar, lo sé.

Hablamos durante quince minutos. Antes de colgar le pido que por favor no le digan a Yulia que yo he llamado. No quiero que piense que le quiero poner en contra de su familia.
Tras diez días en Kazan con mi padre y sentir su calorcito y su amor, decido regresar a casa. Él viaja conmigo. Quiere ver a mi hermana y comprobar que ambas estamos bien. Lo primero que hacemos nada más llegar es ir a ver a mi sobrina. La pequeña al verme me abraza y me come a besos, pero rápidamente pregunta por su tita Yulia.
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Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:25 pm

Después de comer, y tras el acoso y derribo de mi sobrina preguntando por su tita, decido hablar con ella a solas. No sé cómo le puede afectar la separación de su madre y ahora la mía. Cuando nos quedamos a solas me pregunta por el chino. Le regaño por no llamar a Flyn por su nombre, aunque, cuando no me ve, me río. Esta niña es tremenda. Cuando le cuento que Yulia y yo ya no estamos juntas, protesta y se enfada. Ella quiere a su tita Yulia. La mimo e intento hacerle entender que Yulia la sigue queriendo, y al final asiente. Pero de pronto me mira a los ojos y me pregunta:
—Tita, ¿por qué mis padres ya no se quieren?
¡Vaya preguntita! ¿Qué le respondo?
Pero mientras le peino su bonito pelo oscuro, contesto:
—Tus papis se van a querer toda la vida. Lo que pasa es que se han dado cuenta de que son más felices viviendo por separado.
—¿Y por qué si se quieren discutían tanto?
Con cariño le doy un beso en la cabeza.
—Irina, las personas aunque discutan se quieren. Yo misma, si estoy mucho tiempo con tu mami, discuto, ¿verdad? —La pequeña asiente, y añado—: Pues nunca dudes de que aunque discuta con ella la quiero muchísimo. Annya es mi hermana y es una de las personas más importantes de mi vida. Lo que pasa es que los adultos tenemos opiniones diferentes en muchas cosas y discutimos. Y por eso tus papis se han separado.
—¿Por eso ya no estás con la tita Yulia? ¿Por opiniones diferentes?
—Se puede decir que sí.
Irina clava sus ojillos en mí y vuelve a preguntar:
—Pero ¿todavía la quieres?
Suspiro. ¡Irina y sus preguntas! Pero incapaz de no contestar, respondo:
—Claro que sí. Las personas no se dejan de querer de un día para otro.
—¿Y eñña te quiere a ti todavía?
Pienso, pienso, pienso y, tras meditar mi respuesta, digo:
—Sí. Estoy convencida de que sí.
La puerta se abre y aparece mi hermana. Está guapísima con su vestido de premamá; tras ella va mi padre. Menuda papeleta que tiene el hombre con nosotras dos...
—¿Estáis preparadas para irnos a tomar algo al parque?
—Sí —aplaudimos Irina y yo.
Mi padre coge la cámara de fotos.
—Poneos un momento, que os voy a hacer una foto. Estáis guapísimas. —Cuando hace la fotografía, murmura—. ¡Ojú, qué orgulloso estoy! ¡Vaya tres mujeres más guapas que tengo!

Una mañana, tras mil indecisiones, llamo por teléfono a las oficinas de Müller y hablo con Gerardo. El hombre, encantado de hablar conmigo, me indica que esperaba mi llamada. Le pregunto por Vladimir y me dice que está de viaje y regresa el lunes. Después hablamos de trabajo y me pregunta qué día me voy a reincorporar. Es miércoles. Decido comenzar a trabajar el lunes. Él acepta. Cuando cuelgo, el corazón me late acelerado. Voy a regresar al lugar donde todo empezó.
El viernes voy al local de tatuajes de mi amigo Nacho. Cuando me ve en la puerta, abre los brazos, y yo corro a su encuentro. Esa noche nos vamos de copeteo y terminamos a las tantas.
El domingo por la noche no duermo. Al día siguiente regreso a Müller. Cuando el despertador suena, me levanto. Me ducho y después cojo mi coche y me dirijo a la empresa. En el parking mi corazón comienza a bombear con fuerza, pero cuando, tras pasar por personal, regreso a mi despacho, el corazón se me sale por la boca. Estoy nerviosa. Muy nerviosa.
Varios compañeros, al verme, corren a saludarme. Todos parecen felices por el reencuentro y yo les agradezco esa deferencia. Cuando me quedo sola, miles de recuerdos llegan a mí. Me siento a mi mesa, pero mis ojos vuelan a mi derecha, al despacho de Yulia, de mi loca y sexy señorita Volkova. Sin querer remediarlo me dirijo a él, abro la puerta y miro a mi alrededor. Todo está como el día que me fui. Paseo mi mano por la mesa que ella ha tocado y, cuando entro en el archivo, siento ganas de llorar. Cuántos buenos, bonitos y morbosos momentos he pasado con ella aquí.
Cuando escucho ruido en el despacho de al lado presupongo que ha llegado mi jefe. Con cuidado salgo del archivo por el antiguo despacho de Yulia y regreso a mi mesa. Me estiro la chaqueta de mi traje azul, levanto el mentón y decido presentarme. Llamo a la puerta y al entrar con los ojos como platos susurro:
—¡¿Vladimir?!
Sin importarme quién nos pueda ver, me acerco a él y lo abrazo. Esa sorpresa sí que no me la esperaba. Mi antiguo compañero, el guaperas de Vladimir, ¡es mi jefe! Tras el efusivo abrazo que nos damos, Vladimir me mira y en mofa dice:
—Ni lo sueñes, preciosa. Yo no tengo líos con mi secretaria.
Eso me hace reír. Me siento en la silla y él se sienta al lado.
—Pero ¿desde cuándo eres el jefe? —pregunto, alucinada.
Vladimir, que sigue tan guapo como siempre, responde:
—Desde hace un par de meses.
—¿En serio?
—Sí, preciosa. Tras echar a la jefa y, a los dos días, a su tonta hermana, tiraron de mí porque era el único que conocía el funcionamiento de este departamento. Y cuando vi que los tenía cogidos por los huevillos, les pedí el puesto y, por lo visto, la señorita Volkova accedió.
Eso me sorprende. Yulia nunca me lo comentó. Pero feliz por Vladimir, murmuro:
—Dios, Vladimir, no sabes cuánto me alegro. Estoy muy feliz por ti.
Mi amigo me mira y, tras pasar su mano por mi cara, susurra:
—No puedo decir lo mismo yo de ti. Sé que te marchaste a vivir a Múnich con Volkova. —Eso me vuelve a sorprender. No tiene por qué saberlo nadie, y me aclara—: Tranquila. Me encontré un día con tu hermana y me lo comentó. Nadie lo sabe. Pero ¿qué ha pasado? ¿Qué haces de nuevo aquí?
Consciente de que tengo que dar una explicación, le comunico:
—Hemos roto.
—Lo siento, preciosa —dice con pesar.
Me encojo de hombros.
—No salió bien. La señorita Volkova y yo somos demasiado diferentes.
Vladimir me mira y, ante lo que he dicho, opina:
—Diferentes sois. Eso fijo. Pero ya sabes que los polos opuestos se atraen.
Eso me hace reír. Es lo mismo que dijo mi padre.
Diez minutos después estamos en la cafetería. Vladimir ha avisado a mis locos amigos de mi regreso, y los cuatro, como hacíamos meses atrás, hablamos y nos contamos confidencias.
Pasamos un buen rato en la cafetería, donde nos ponemos al día. Cuando ya estoy en el despacho de Vladimir y éste me está entregando unos documentos, suenan unos golpecitos en la puerta. Vladimir y yo miramos, y un mensajero con gorra roja pregunta:
—Por favor, ¿la señorita Elena Katina?
Asiento y me quedo parada cuando me entrega un ramo de flores multicolores. Sonrío. Miro a Vladimir, y éste dice, levantando los brazos:
—Yo no he sido.
Cuando abro la tarjetita, el corazón me da un vuelco al leer:
Estimada señorita Katina:
Bienvenida a la empresa.
Yulia Volkova
Cierro los ojos. Vladimir se acerca a mí y tras leer por encima de mi hombro la tarjetita dice:
—¡Vaya con la jefaza! Para haber roto con ella, qué informada está de tu regreso.
Mi estómago se contrae. El corazón me palpita enloquecido. ¿Qué hace Yulia?

Los días pasan y me sumerjo en el trabajo. Trabajar junto a Vladimir es una delicia. Más que a una secretaria me trata como a una compañera. Por las tardes necesito salir de casa. Doy paseos y en ocasiones me agobia ver a tanta gente. Echo en falta esos paseos en la nieve por la urbanización solitaria llena de árboles de Múnich.
Uno de aquellos días mi jefe, a la hora de la comida, me dice:
—Te invito a comer. Quiero enseñarte algo que estoy seguro que te va a encantar.
Nos montamos en su coche y aparcamos por el centro de Rusia. Agarrada de su brazo camino por la calle mientras vamos charlando cuando veo que entramos en un burger algo costroso. Divertida, lo miro y digo:
—Serás rata.
—¿Por qué? —pregunta divertido.
—¿De verdad que me vas a invitar a comer una hamburguesa?
Vladimir asiente, me mira con una extraña sonrisa, y dice:
—Claro. Siempre te han gustado, ¿no?
Me encojo de hombros y finalmente musito:
—Pues también tienes razón. Pero hoy, como invitas tú, la quiero doble de queso y doble de patatas.
Asiente y nos ponemos en la cola. Estamos charlando, y cuando nos toca pedir, me quedo sin palabras al ver a la persona que nos va a tomar el pedido.
Ante mí está mi ex jefa. Aquella idiota de pelo lustroso que me hacía la vida imposible en Müller. Ahora es la encargada de aquel burger. Mi cara de asombro es tal que ella, molesta, dice:
—Si no saben lo que van a pedir, por favor, dejen pasar al siguiente cliente.
Tras reponerme de la impresión, Vladimir y yo hacemos nuestro pedido, y cuando nos marchamos con las bandejas a la mesa, entre risas, él comenta:
—Anda, tira la hamburguesa y vayamos a comer otra cosa. Esa tía es tan mala que es capaz de habernos escupido o echado matarratas en la comida.
Horrorizada ante tal posibilidad le hago caso y entre risas salimos de ese lugar. La vida en ocasiones es justa y a ella la vida le está dando una buena lección.
Mis días se estructuran en trabajo, paseos y noches pensando en Yulia. No he vuelto a saber nada más de ella. Ya ha pasado un mes desde mi regreso a Rusia y cada día me siento más lejos de ella, aunque cuando me masturbo con el vibrador que ella me regaló le siento a mi lado.
Vuelvo a salir con los amigos de siempre y disfruto de los bocatas de calamares de la plaza Mayor con ellos. Pero cuando nos vamos de juerga, me descontrolo. Bebo más de la cuenta y sé que lo hago para olvidar. Lo necesito.
De momento, ninguna mujer llama mi atención. Ninguna me pone. Y cuando alguna lo intenta, directamente la corto. Yo elijo, y no estoy en el mercado de la carne.
Un domingo por la mañana, tras una buena juerga la noche anterior, suena la puerta de mi casa. Me levanto. El timbre vuelve a sonar. Mi hermana no es, o ella misma habría abierto la puerta. Cuando miro por la mirilla tengo que pestañear al ver quién es. Abro la puerta y murmuro:
—¡¿Björn?!
El hombre me mira y soltando una carcajada dice:
—¡Madre mía, Len, menuda juerga te debiste de pegar anoche!
Abro los brazos, él da un paso adelante y nos fundimos en un sano y cariñoso abrazo. Pasados unos segundos musita:
—Venga, date una ducha. Necesitas ser persona.
Corro al baño, y cuando me miro en el espejo, hasta yo misma me asusto. Soy como la bruja Lola pero en blanco y cabello rojo. El agua me reactiva la vida y la circulación de la sangre. Cuando acabo y regreso al salón vestida con mis clásicos vaqueros, una camisa y una coleta alta, dice:
—Preciosa. Así estás mil veces más tentadora.
Ambos nos reímos. Le invito a sentarse en mi sofá y mirándolo pregunto:
—¿Qué haces aquí?
Björn me retira un pelo de la cara, lo pone tras la oreja y responde:
—No, preciosa. La pregunta es: ¿qué haces tú aquí?
No lo entiendo. Pestañeo.
—Debes regresar a Múnich.
—¡¿Cómo?!
—Lo que oyes. Yulia te necesita y te necesita ¡ya!
Me acomodo en el sillón. Me muevo y aclaro.
—No se me ha perdido nada en Múnich, Björn. Tú mismo viste que entre ella y yo, tras lo que pasó esa noche, nada funcionaba. Viste que...
—Lo que vi es que me besaste para enfurecerla. Eso es lo que vi.
—¡Joder, Björn! No me lo recuerdes.
—¿Tan terrible fue? —se mofa. Y cuando voy a responder, suelta una carcajada y pregunta—: Pero bueno, cielo, ¿cómo se te ocurrió hacer eso?
Cada vez más descolocada frunzo el ceño y murmuro:
—Te besé porque Yulia necesitaba un último toque para echarme de su vida. Me lo acababa de decir segundos antes y yo sólo le facilite el momento. Cuando tú llegaste, lo siento, pero te vi y tuve que hacerlo. Te besé para que ella diera el último paso y me echara.
—Pero ¿ella te dijo que te marcharas?
Lo pienso, lo pienso y, finalmente, respondo:
—Sí.
—No —corrige él—. Tú eras la que gritaba que te marchabas, y ella al final fue quien te dijo que si te querías marchar que te marcharas. Pero fuiste tú, querida Elena.
—No..., pero...
—Exacto. ¡No! Ella no fue.
La sangre se me agolpa. No quiero hablar de eso y, antes de que Björn diga nada más, me levanto del sofá.
—Mira, chato, si has venido aquí para volverme loca hablando de la gilipollas de tu amiga, sal ahora mismo por esa puerta, ¿entendido?
Björn sonríe y cuchichea:
—¡Guau!..., tiene razón Yulia, ¡qué carácter!
Cierro los ojos. Resoplo. Me rasco el cuello y él dice:
—No te rasques, mujer, que no es bueno para tus ronchones.
Lo miro y él pone los ojos en blanco.
—Sí, preciosa. Yulia me tiene loco. No para de hablar de ti y ya no la soporto más. Conozco tus ronchones. Tus enfados. Sé que adoras las trufas. Los chicles de fresa. Por favor, ¡ya no puedo más!
Eso me hace aletear el corazón, pero sin querer creer nada, musito:
—Ella me dijo que iba a retomar sus juegos. Me lo dijo antes de marcharme.
—¿Te dijo eso?
—Sí.
Björn sonríe y murmura:
—Pues que yo sepa, preciosa, no le he visto en ninguna fiestecita. Es más, he llegado a pensar que se va a meter a monja.
Eso me hace callar, y mirándome, aclara:
—Esa tonta y cabezona amiga mía te iba a pedir, la noche en la que tú te pusiste hecha una furia, que te casaras con ella.
—¡¿Qué?!
—Pero vamos a ver, Elena —insiste Björn—, ¿por qué te crees que llegaba yo con una botellita de champán en las manos? Lo que pasa es que o se explica muy mal, o tú no le quisiste escuchar.
Pestañeo. Muevo la cabeza. ¿Boda?
¿Yulia me iba a pedir que me casara con ella?
Definitivamente, está loca, ¡loca! Y cuando voy a decir algo, Björn prosigue:
—Cuando ocurrió lo de Betta y se enteró de todo lo demás se enfadó muchísimo. Su madre y su hermana tuvieron una buena bronca con ella. Le aclararon que todo lo ocurrido no era culpa tuya ni de nadie. En todo caso era culpa suya por ser como es. Ella no se enfadó contigo, cariño, se enfadó consigo misma. No podía entender que fuera tan obtusa como para que todos le tuvierais que mentir y ocultar cosas. —Pestañeo, casi no respiro, y Björn prosigue—: Cuando vino a mi casa y me lo contó, yo le dije lo que siempre le he dicho. Su manera de decir las cosas, tan tajante, hace que la gente se intimide y no cuente nada. Le ha costado entenderlo, pero lo ha entendido. Durante días lo pensó, por eso no te hablaba, y cuando se dio cuenta de ello quiso remediarlo pero todo se fue a la ****. Tú me besaste. Ella se bloqueó, y tú te marchaste.
Björn me mira, y yo, todavía patidifusa, lo miro a su vez. Chasquea los dedos delante de mí y pregunta:
—¿Sigues aquí?
Asiento y continúa:
—El caso, preciosa, es que ella ha dicho que tú te marchaste y tú has de regresar. Es tan orgullosa que a pesar de saber que lo hizo mal, es incapaz de pedirte que regreses aunque se esté muriendo. Por lo tanto, cielo, si le quieres, da tú el paso. Te lo agradeceremos todos los que vivimos a su alrededor.
Lo pienso, lo pienso, lo pienso y, finalmente, respondo:
—No voy a hacerlo, Björn.
Éste resopla, se levanta y pregunta:
—Pero ¿cómo podéis ser tan cabezonas los dos?
—Con práctica —respondo al recordar esa contestación que Yulia una vez me dio.
—Os queréis. Os echáis de menos. ¿Por qué no lo solucionáis? La primera vez os separasteis porque ella te echó. En esta segunda ocasión es porque tú te has ido. Una de las dos ha de ceder esta tercera vez, ¿no?
Me levanto y, aturdida por lo que he oído, digo:
—Necesito salir de aquí. Vamos, te invito a tomar algo.
Esa noche Björn y yo salimos por Rusia. Hablamos y hablamos. En ningún momento intenta propasarse conmigo y se comporta como un auténtico caballero y mejor amigo de Yulia. Tras dejarme en mi casa a las nueve se marcha. Debe coger un vuelo que lo lleve a Múnich.
Al día siguiente en la oficina estoy escribiendo un e-mail cuando la mujer que me tiene enloquecida pasa por delante de mí como un huracán y, sin pararse, dice, dando un golpe en mi mesa:
—Señorita Katina, pase a mi despacho.
El corazón se me sube a la garganta. ¿Yulia allí?
No me puedo levantar.
Las piernas me tiemblan.
Hiperventilo.
Tres minutos después el teléfono suena. Una llamada interna. Lo cojo.
—Señorita Katina, la estoy esperando —insiste Yulia.
Como puedo me levanto. Llevo sin verla demasiados días y de pronto está allí, a menos de cinco metros de mí y requiere mi presencia. Me pica el cuello. Cierro los ojos, tomo aire y entro en el despacho. El impacto al verla me deja sin aliento. Se ha dejado crecer el pelo.
—Cierra la puerta.
Su tono de voz es bajo e intimidador. Hago lo que me pide y la miro.
Me mira, me mira y me mira, y de pronto dice:
—¿Qué hacías anoche con Björn por Rusia?
Pestañeo. Tanto tiempo sin vernos, ¿y me pregunta eso? ¡Será...!
Cuando consigo despegar unos dientes de otros, respondo:
—Señorita, yo...
—Yulia..., soy Yulia, Elena, déjate de llamarme «señorita».
Está furiosa, tremendamente furiosa, y su mala leche comienza a hacerme reaccionar. Su mirada es fría, pero ahora que sé lo que Björn me ha contado, juego con una baza a mi favor y respondo:
—Mira, no voy a mentirte. ¡Se acabaron las mentiras! Björn es un amigo, ¿por qué no voy a salir con él por Rusia o por donde me dé la gana?
Mi respuesta no la satisface y pregunta entre dientes:
—¿En Múnich has salido alguna vez con él sin yo saberlo?
Abro la boca, sorprendida, y cuchicheo mientras muevo la cabeza:
—¡Serás gilipollas...!
Yulia pone los ojos en blanco, mueve la cabeza también y sisea:
—No comiences, Elena.
—Perdona. Pero no comiences tú —digo, dando un golpe con la mano en la mesa—. Pero ¿qué tonterías me estás preguntando? Björn es el mejor amigo que puedes tener y tú me preguntas tonterías. Mira, chata, ¿sabes lo que te digo? Lo veré siempre que me dé la
gana.
—¿Juegas con él, Elena?
Otra pregunta sorpresa. Al final, le doy. ¿Cómo puede pensar eso? Y malhumorada, se me ocurre responder con chulería:
—Simplemente hago lo que tú haces. Ni más. Ni menos.
Silencio. Tensión. De nuevo, Alemania contra Rusia. Al final asiente y tras mirarme de arriba abajo sisea:
—De acuerdo.
Nos miramos. Nos retamos. Estoy por gritarle que ella me ha ocultado lo de mi hermana, pero al final y sin saber por qué voy y digo:
—El próximo fin de semana voy a Múnich.
Yulia se levanta de la silla y, apoyándose en la mesa con los ojos fuera de sus órbitas, pregunta:
—¿Vas a ir a la fiesta de Björn?
No sé de qué fiesta habla. Björn no me ha dicho nada ni conoce mi viaje. Yo he quedado con Marta en Múnich, para ver a Flyn y a todos los que quiero, pero apoyándome en la mesa, contesto lenta y retadoramente:
—Y a ti ¿qué te importa?
Suena el teléfono. ¡Mi salvación! Con rapidez lo cojo.
—Buenos días. Le atiende Elena Katina. ¿En qué puedo ayudarle?
—Cuchufleta, ¿cómo estás, cariño?
¡Mi hermana!
Sin dejar de mirar a Yulia, respondo:
—¡Hola, Pabla!
—¡¿Pabla?! Pero Cuchuuuuuuu, que soy yo, Annya.
—Lo sé, Pabla..., lo sé. Vale. Si quieres cenamos. ¿En tu casa? ¡Genial!
Mi hermana no entiende nada, y antes de que diga nada más, añado:
—Luego, te llamo. Ahora estoy hablando con mi jefa. Hasta dentro de un rato.
Cuando cuelgo, la mirada de Yulia es siniestra. No sabe quién es ese Pabla y la desconcierta. Divertida porque sé lo que piensa, añado:
—¿Qué pasa? ¿quien te informa de mi vida no te ha hablado de Pabla? —Y echándome para adelante en la mesa, siseo ante su cara—: Pues te tienen muy mal informado. Björn es un amigo, algo que desde luego Pabla no es.
Sin más, me doy la vuelta y salgo del despacho. Me tiembla todo. Qué manera de liarla.
Sé que no me quita ojo, por lo que cojo mi bolso y me voy de allí como alma que lleva el diablo. Cuando llego a la cafetería, me pido una coca-cola con mucho hielo. Estoy sedienta a la par que furiosa e histérica.
¿Qué narices estoy haciendo? Y sobre todo, ¿qué narices está haciendo ella?
Abro el móvil, llamo a Björn.
—Tu amiguita Yulia está aquí. Ha venido hecho una furia a preguntarme qué hacíamos tú y yo ayer por Rusia.
—¿Que está en Rusia?
En ese momento, Yulia entra en la cafetería y me mira. Se sienta en el otro extremo de la barra y yo sigo hablando por teléfono.
—Sí. Ahora la tengo justo enfrente de mí.
—¡Joder con Yulia! —ríe Björn—. Bueno, preciosa, pues ya sabes lo que te dije. Ella
te necesita. Si realmente le quieres, no se lo pongas difícil y vuelve con ella. Sólo está esperando a que tú des el primer paso. Sé dulce y buena.
Sonrío y me desespero. ¿Dulce y buena? Más que dar un paso lo que he hecho ha sido declararle la guerra. Desesperada por encontrarme en la encrucijada más loca de mi vida murmuro tras ver que Yulia me observa:
—El fin de semana que viene tengo pensado ir a Múnich. Se lo he comentado y ella ha creído que voy a ir contigo a no sé qué fiesta.
—¡Guaua!, preciosa. Eso le habrá enfurecido —se mofa.
Tras hablar sobre mi visita a Múnich con Björn me despido de él y cierro el móvil. Me bebo la coca-cola. La pago y salgo de la cafetería. Cuando regreso al despacho, a los dos minutos aparece Yulia. Entra en su despacho y me mira, me mira y me mira.
Dios, cómo me excita cuando me mira así.
Soy una puñetera masoquista, pero esa frialdad en su mirada fue lo que me enamoró de ella.
Como puedo, me concentro en mi trabajo. No doy pie con bola. Sé la que necesito. Necesito besarla para desbloquearme. Anhelo su boca, su contacto, y como sé cómo conseguirlo, me levanto, entro al despacho de Vladimir, que no está, y de allí paso al archivo.
He imaginado bien. Yulia no tarda en llegar, y antes de que me dé tiempo a respirar ya está detrás de mí. No me toca. Sólo está cerca de mí. Hago que no me he dado cuenta de su presencia y me doy la vuelta. Me choco contra ella. ¡Oh, Dios!, su olor me encanta. La miro, me mira y pregunto:
—¿Quiere algo, señorita Volkova?
Su boca va directa a la mía.
No se detiene en chuparme los labios.
Directamente mete su lengua en mi boca y me besa. Me devora con ansia, pero cuando sus manos me cogen la cabeza para profundizar el beso, simplemente me dejo hacer. La necesito. La disfruto. Mientras me besa con ardor y exigencia, mi cuerpo se recarga de fuerza y, cuando finaliza, la miro y, sin limpiarme los labios, murmuro:
—Recuerde, señorita, mi boca ya no es sólo suya.
Una vez que digo eso, le empujo contra los archivos y salgo pletórica por haber conseguido mi beso. Pero después me arrepiento. ¿Qué estoy haciendo? Ella necesita que yo dé el paso, pero mi orgullo no lo ha consentido. El resto del día no vuelve a acercarse a mí. Eso sí, no deja de mirarme. Me desea. Lo sé. Me desea tanto como yo la deseo a ella.

Al día siguiente, Yulia no aparece por la oficina. Llamo a Björn y me indica que está en Múnich. Me tranquiliza saberlo. El viernes por la tarde, cuando salgo de la oficina, tomo un vuelo a Alemania. Marta me va a buscar, y aunque se enfada, insisto en que quiero ir a un hotel a dormir. Si Yulia y yo nos arreglamos quiero tener dónde llevarla. El sábado por la mañana quedo con Frida. Me cuenta que Björn prepara una fiesta en su casa esa noche, y Yulia cree que yo voy a aparecer. Niego con la cabeza. No pienso ir. No quiero jugar sin ella.
Por la tarde, voy a casa de Larissa. La mujer me abraza con cariño y se emociona al verme. Cuando menos me lo espero aparece Simona, que al saber que había viajado a Múnich decide ir a visitarme. Cuando me ve, me abraza con cariño y, entre risas, me cuenta cómo va el culebrón de «Locura esmeralda». Pero uno de los mejores momentos es cuando aparece Flyn. No sabe que yo estoy allí y, cuando me ve, corre a mis brazos. Me ha echado de menos. Tras varios achuchones y besos, me enseña su brazo. Está totalmente recuperado y me cuchichea que Laura y él ahora se hablan. Ambos nos reímos, y Larissa disfruta de las risas de su nieto.
Después de comer, cuando estamos Flyn y yo jugando con la Wii, aparece Yulia. Su gesto al verme es frío. Se ha cortado el cabello y vuelve a estar tan guapa como siempre. Se acerca a mí, y cuando me da dos besos y su mejilla toca la mía, tiemblo. Cierro los ojos y disfruto de ese delicado roce entre las dos. Marta y Larissa, varios minutos después, se llevan a Flyn a la cocina. Desean dejarnos solas. En cuanto nadie está a nuestro alrededor, Yulia pregunta:
—¿Has venido a la fiestecita de Björn?
No contesto. Simplemente la miro y sonrío.
Yulia maldice, y sin darme tiempo a nada más se marcha. No me da la oportunidad de hablar. Me enfado conmigo misma. ¿Por qué he sonreído? Con tristeza, a través de los cristales veo que ha venido en su BMW gris. La veo marcharse. Suspiro. Marta al verme me agarra de los hombros y murmura:
—Esta hermana mía, como siga así, se va a volver loca.
Yo también me voy a volver loca..., pienso. Al final, vuelvo a jugar con Flyn ante el gesto triste de Larissa. A las siete, vamos al hotel. Me cambio de ropa y, a diferencia de lo que piensa Yulia, me voy de fiesta con Marta. No quiero jugar con nadie que no sea ella. No puedo. Nos vamos al Guantanamera. Aquí están esperándonos Arthur, Anita, Reinaldo y varios amigos.
Nada más entrar exijo ¡mojitos! para olvidarme de Yulia y, tras varios, ya sonrío mientras bailo salsa con Reinaldo. Esas personas que han sido mis amigas todos esos meses en Alemania me reciben con cariño, abrazos y mucho amor.
A las once de la noche recibo un mensaje de Frida: «Yulia está aquí».
Me inquieto. Se me corta el rollo.
Saber que Yulia está en una fiestecita privada sin mí me altera. ¿Jugará con otras mujeres? A las once y media, me llama. Miro él móvil, pero no se lo cojo. No puedo. No sé qué decirle. Tras varias llamadas de ella que no cojo, a las doce es Frida quien lo hace. Corro a los baños para escucharla.
—¿Qué ocurre?
—¡Aisss, Elena! Yulia está muy cabreada.
—¿Por qué? ¿Por qué yo no esté en la fiestecita?
Frida ríe.
—Está cabreada porque no sabe dónde estás. ¡Madre mía!, la que se ha liado, Elena. Eso de saber que estás en Múnich y no tenerte controlada la está matando. Pobrecita.
—Frida, ¿Yulia ha participado en algún juego?
—Pues no, cariño. No tiene cuerpo para eso, aunque ha venido acompañada.
Eso me enerva. ¡¿Acompañada?! Saber eso me cabrea mucho. Entonces, Frida dice:
—¿Por qué no vienes? Seguro que si te ve...
—No..., no... voy a ir.
—Pero Elena, ¿no quedamos en que se lo ibas a poner fácil? Cariño, me confesaste que la querías, y ambas sabemos que ella te quiere y...
—Sé lo que dije —gruño, furiosa, por saber que ha ido acompañada—. Y por favor, no le digas dónde estoy.
—Elena, no seas así...
—Prométemelo, Frida. Prométeme que no le vas a decir nada.
Tras conseguir una promesa de la buena de Frida, cuelgo. El móvil me vuelve a sonar. ¡Yulia! No lo cojo. Cuando regreso a la pista, Marta, ajena a todo eso, me entrega otro mojito, e intentando ser feliz, grito, dispuesta a pasarlo bien:
—¡Azúcar!
Llego al hotel sobre las siete de la mañana. Estoy destrozada y caigo muerta en la cama. Cuando me despierto son las dos de la tarde. La cabeza me da vueltas. La noche anterior bebí demasiado. Miro mi móvil. Está sin batería. Saco de mi maleta el cable y lo enchufo a la corriente. Cuando comienza a cargar, pita. Yulia. Decido cogérselo.
—¿Dónde estás? —grita.
Estoy por mandarla de paseo, pero respondo:
—En este momento, en la cama. ¿Qué quieres?
Silencio. Silencio. Silencio. Hasta que finalmente pregunta:
—¿Sola?
Miro a mi alrededor y, revolcándome en la enorme cama, murmuro:
—Y a ti ¿qué te importa, Yulia?
Resopla. Maldice. Y gruñe.
—Len, ¿con quién estás?
Me siento en la cama y, retirándome el pelo de la cara, respondo:
—Vamos a ver, Yulia, ¿qué quieres?
—Dijiste que ibas a ir a la fiesta de Björn y no fuiste.
—Yo no dije eso —siseo—. Te equivocas. Yo dije que iba a ir a una fiesta, pero no precisamente a la de Björn. Te dejé claro que él para mí es sólo un buen amigo.
Silencio. Ninguna habla, y Yulia murmura:
—Quiero verte, por favor.
Eso me gusta. El que me pida algo así puede conmigo, y claudico.
—A las cuatro en el Jardín Inglés, al lado del puesto donde compramos los bocatas el día en que fuimos con Flyn, ¿vale?
—De acuerdo.
Cuando cuelgo, sonrío. Tengo una cita con ella. Me ducho. Me pongo una falda larga, una camiseta y el abrigo de cuero. Cojo un taxi, y cuando llego, la veo esperándome. El corazón me palpita con fuerza. Si me abraza y me pide que vuelva con ella, no voy a poder decirle que no. La quiero demasiado a pesar de lo enfadada que estoy con ella por no haberme contado lo de mi hermana y saber que acudió acompañada a la fiesta. Cuando llego a su altura, la miro y, dispuesta a ponérselo fácil, digo:
—Aquí me tienes. ¿Qué quieres?
—Tienes cara de haber descansado poco.
Divertida por aquella observación, la miro y respondo:
—Tú tampoco tienes muy buen aspecto.
—¿Dónde estuviste anoche, y con quién?
—Pero ¿otra vez estamos con eso?
—Len...
¡Dios!, ¡Dios!, me ha llamado Len...
—Vale..., contestaré a tu pregunta cuando tú me digas quién era la mujer que anoche te acompañó a la fiestecita de Björn.
Mi pregunta le sorprende y no contesta. Mi enfado sube de tono, e, intentando manejar la misma frialdad en la mirada que ella, aclaro:
—Mi avión sale a las siete y media. Por lo tanto, date prisita en lo que quieras hablar conmigo, que tengo que pasar por el hotel, pillar la maleta y coger mi vuelo.
Maldice. Me mira, ofuscada.
—¿No me vas a contar con quién estuviste anoche?
—¿Has respondido tú a mi pregunta? —No responde; sólo me mira y siseo—: Quiero que sepas que sé que me mentiste.
—¿Cómo? —pregunta, descolocada.
—Me ocultaste la separación de mi hermana y luego tuviste la poca vergüenza de enfadarte conmigo porque yo te escondía cosas de tu familia.
—No es lo mismo —se defiende.
Con frialdad, esa frialdad que ella me ha enseñado, la miro y siseo:
—Eres una embustera, un ser frío y deplorable que no ve la viga en su ojo. Sólo ve la paja en el ojo ajeno. Y en respuesta a con quién he pasado la noche, sólo te diré que soy libre para pasar la noche con quien quiera, como lo eres tú. ¿Te vale mi contestación?
Me mira, me mira, me mira, y finalmente, se levanta y dice:
—Adiós, Elena.
Se va. ¡Se marcha!
Mi cara de estupefacción es tremenda. Se marcha dejándome sola en medio del Jardín Inglés.
Con la adrenalina por los aires, observo cómo se aleja. Ella nunca dará su brazo a torcer. Es demasiado orgullosa, y yo también. Al final me levanto, cojo un taxi, voy al hotel, recojo mi maleta y me voy al aeropuerto. Cuando el avión despega, cierro los ojos y murmuro:
—¡**** cabezona!

Diez días después hay una convención de Müller en Múnich a la que tengo que asistir. Intento escaquearme, pero Gerardo y Vladimir no me lo permiten, e intuyo que la señorita Volkova tiene algo que ver en ello. Cuando mi avión llega aquí los recuerdos me avasallan. De nuevo estoy en esta majestuosa ciudad. Acompañada por Vladimir y varios jefazos más de todas las delegaciones de Rusia llegamos hasta el lugar donde se organiza la convención a las once de la mañana. Una vez allí me siento junto a Vladimir y la convención empieza. Busco a Yulia entre la multitud de asistentes y la localizo. Está en la primera fila, y el corazón se me encoge cuando lo veo junto a Amanda. ¡Bruja!
Como siempre parecen muy compenetradas y, cuando Yulia sube al estrado para hablar delante de más de tres mil personas llegadas de todas las delegaciones, la miro con orgullo. Escucho todo lo que dice y soy consciente de lo guapa, guapísima que está con aquel traje gris oscuro. Cuando su discurso acaba y Amanda sube al estrado junto a ella, me tenso. Yulia la ha cogido por la cintura, y ella, encantada, saluda con gesto de triunfo.
Vladimir me mira. Yo trago con dificultad, pero intento sonreír. Tras el acto, unos camareros comienzan a pasar copas de champán y canapés. Parapetada entre mis compañeros, estoy al tanto de todo. Yulia se acerca, junto con Amanda. Ambas saludan a todos los asistentes y deseo salir corriendo cuando la veo llegar hasta mi grupo. Con una encantadora, pero fría, sonrisa, nos mira a todos. No me presta ninguna atención especial, y cuando me saluda ni siquiera posa sus ojos en los míos. Me da la mano como a uno más y después se marcha para seguir saludando al resto de los comensales. Amanda cruza una mirada conmigo y veo la guasa en sus ojos. ¡Será perra!
Mientras saludan a otros, observo cómo Yulia vuelve a coger a Amanda por la cintura y se hace fotos. En ningún momento hace ademán de mirarme. Nada, absolutamente nada. Es como si nunca nos hubiéramos conocido. Sin pestañear observo cómo se hace fotos con otras mujeres, y la carne se me pone de gallina cuando veo que Yulia dice algo a una mirándole los labios. La conozco. Sé lo que significa esa mirada y a lo que conllevará. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! ¡Oh, no! Los celos pueden conmigo, ¡no puedo soportarlo!
Cuando ya no aguanto más, busco una salida. Tengo que salir de allí como sea. Cuando llego hasta una de las puertas, alguien me toma la mano. Me doy la vuelta con el corazón acelerado y veo que es Vladimir. Por un instante, he pensado que sería Yulia.
—¿Dónde vas?
—Necesito un poco de aire. Hace mucho calor ahí dentro.
—Te acompaño —dice Vladimir.
Cuando encontramos por fin una salida, Vladimir saca una cajetilla de tabaco y le pido uno. Necesito fumar. Tras las primeras caladas mi cuerpo se comienza a tranquilizar. La frialdad de Yulia, unida a Amanda y a cómo ha mirado a otras mujeres, ha sido demasiado para mí.
—¿Estás bien, Elena? —pregunta Vladimir.
Asiento. Sonrío. Intento ser la chispeante chica de siempre.
—Sí, es sólo que hacía mucho calor.
Vladimir asiente. Sé que imaginará cosas, pero no quiero hablarlo con él. Tras el cigarrillo, soy yo la que propongo entrar de nuevo. Debo ser fuerte y se lo tengo que demostrar a ella, a Amanda, a Vladimir y a todo el mundo.
Con paso seguro, regreso hasta el grupo de Rusia e intento integrarme en las conversaciones, pero no puedo. Cada vez que me doy la vuelta, Yulia está cerca, halagando a alguna mujer. Todas quieren fotos con ella; todas, menos yo.
Dos horas después, cuando estoy en uno de los baños, oigo cómo una de esas mujeres dice que la jefaza Yulia Volkova le ha dicho que es muy mona. ¡Será boba la tía! Sin poder evitarlo, la miro. Es un pibón tremendo. Una italiana de enormes pechos, curvas sinuosas y pelo cobrizo. Se muestra nerviosa y lo entiendo. Que Yulia te diga algo así mirándote es para ponerte nerviosa.
Cuando salgo del baño me cruzo con Amanda. Me mira. La muy arpía me mira y me guiña un ojo con diversión. Siento unas irrefrenables ganas de agarrarla de su rubio pelo y arrastrarla por el suelo, pero no. No debo. Estoy en una convención; tengo que ser profesional y, sobre todo, le prometí a mi padre que no me volvería a comportar como una camorrista.
Al llegar a mi grupo me sorprendo cuando veo que Yulia habla con ellos. Junto a ella hay una monada morena de la delegación de Sevilla que babea mientras habla. Yulia, consciente del magnetismo que provoca entre las mujeres, bromea con ella, y ésta, como una tonta, se toca el pelo y se mueve nerviosa. Cierro los ojos. No quiero verlas. Pero al abrirlos me encuentro con la mirada de Yulia, que dice:
—La señorita Katina los llevará hasta donde he organizado la fiesta. Ella conoce Múnich. —Yo levanto el mentón, y Yulia añade, entregándome una tarjeta—. Los espero a todos allí.
Dicho esto, se marcha. Yo pestañeo.
Todos me miran y comienzan a preguntarme cómo llegar hasta el sitio que la jefaza ha dicho. Miro la tarjeta, y tras recordar dónde está esa sala de fiestas, nos dirigimos hacia el autobús que nos llevará al hotel, hasta que llegue la noche y sea el evento.
Cuando el autobús nos deja en el hotel, aprovecho para darme una ducha. Estoy muy tensa. No quiero ir a esa fiesta, pero he de hacerlo. No me puedo escaquear. Yulia ya se ha encargado de que no me escaquee. Tras secarme el pelo, oigo unos golpes y unos jadeos. Escucho con atención y al final sonrío. La habitación de al lado es la de Vladimir, y por lo que oigo, lo está pasando muy bien.
Doy unos golpes en la pared y los jadeos paran. ¡No quiero escucharlos!
Me cambio el traje gris claro y me pongo un vestido negro con strass en la cintura. Me calzo unos tacones que sé que me sientan muy bien, y el pelo me lo recojo en un moño alto. Cuando me miro al espejo, sonrío. Sé que estoy sexy. Con seguridad, Yulia no me mirará, pero mi apariencia hará que otras mujeres me observen.
Al menos que me suban la moral, ¿no?
A las nueve, tras cenar en el hotel, nos reunimos todos en el hall. Como es de esperar todos buscan en mí a la persona que les llevará hasta donde la jefaza ha dicho. Tras hablar con el conductor del autobús, nos sumergimos en el tráfico de Múnich, y sonrío al pasar junto al Jardín Inglés. Con cariño miro los lugares por donde paseé con Yulia y fui feliz durante una bonita época de mi vida, pero el buen rollo se me acaba cuando el autobús llega a destino y nos tenemos que bajar.
Entramos en el local. Es enorme, y como era de esperar, la señorita Volkova ha preparado una colosal fiesta. Todos aplauden. Vladimir me mira y, divertida, murmuro:
—Oye, he estado a punto de sacar un pañuelito blanco y gritarte.
Él se ríe y señala a una joven.
—¡Dios, nena!, ni te cuento cómo es el huracán Patricia.
Ambos nos reímos y, en ese momento, escucho a mi lado:
—Buenas noches.
Al levantar la mirada me encuentro con Yulia. Está guapísima con su esmoquin negro y su pajarita. ¡Oh, Dios!, siempre he querido hacerle el amor sólo vestida con la pajarita. ¡Qué morbo! Rápidamente me quito esa idea de la cabeza. ¿Qué hago pensando en eso? Nuestros ojos se encuentran, y su frialdad es extrema. El corazón me aletea. El estómago se me contrae hasta que veo que quien va a su lado es la pelirroja italiana del baño. ¡Vaya por Dios!
Sin cambiar el gesto, saludo, y ella prosigue su camino con ella. No quiero que vea que su presencia me perjudica, pero la verdad es que me deja totalmente noqueada. Está claro que Yulia ya ha retomado su vida y lo tengo que aceptar.
Del brazo de Vladimir, me dirijo a la barra y pedimos algo de beber. Estoy sedienta. Durante una hora, Vladimir está a mi lado. Reímos y comentamos cosas, hasta que la música comienza. Han contratado a una banda de música swing. ¡Me encanta! La gente comienza a bailar, y Vladimir decide sacar al huracán Patricia.
Me quedo sola, y mientras bebo de mi copa, escaneo el local. No he vuelto a ver a Yulia, pero pronto la encuentro bailando con la italiana. Eso me inquieta. Canción tras canción, soy testigo de cómo todas las mujeres quieren bailar con ella, y ella, encantadao, acepta.
¿Desde cuándo es tan bailóna?
Se supone que la loca bailona soy yo y, aquí estoy, sujetando la barra. ¡****! Pero cuando lo veo bailar con Amanda me altero. Soy así de imbécil. No puedo soportar la mirada de ella y cómo la agarra con posesión por el cuello mientras mueve un dedo y le acaricia el pelo.
Me doy la vuelta. No puedo seguir mirando. Voy al baño, me refresco y regreso a la fiesta.
Al salir, me encuentro con Xaviera Dumas, de la delegación de Rusia, y me invita a bailar. Accedo. Después, me invitan varias mujeres más, y mi autoestima vuelve a estar donde yo necesitaba. De pronto, Yulia está a mi lado y le pide a mi acompañante permiso para bailar conmigo. Mi acompañante accede, encantada. Yo, no tanto. Cuando ella pone su mano en mi cintura y yo pongo mis brazos en su cuello, la orquesta toca Blue moon. Trago saliva y bailo. Desde su altura, me mira y, finalmente, dice:
—¿Lo está pasando bien, señorita Katina?
—Sí, señorita —asiento escuetamente.
Sus manos en mi espalda me queman. Mi cuerpo reacciona ante su contacto, su cercanía y su olor.
—¿Qué tal le va la vida? —vuelve a preguntar en tono impersonal.
—Bien —consigo decir—, con mucho trabajo. ¿Y a usted?
Yulia sonríe, pero su sonrisa me asusta cuando acerca su boca a mi oído y murmura:
—Muy bien. He retomado mis juegos y debo reconocer que son mucho mejores de lo que los recordaba. Por cierto, Dexter me dio recuerdos el otro día para usted, para su diosa caliente.
¡Será capulla!
Intento desasirme de su abrazo, pero no me deja. Me aprieta contra ella.
—Termine de bailar conmigo esta pieza, señorita Katina. Después, puede usted hacer lo que le dé la gana. Sea profesional.
Me pica todo, pero no me rasco.
Aguanto el tirón ante su adusta mirada, y cuando la canción acaba, me da un frío y galante beso en la mano. Y antes de marcharse, murmura.
—Como siempre, ha sido un placer volver a verla. Espero que le vaya bien.
Su cercanía, sus palabras y su frialdad me han llegado al alma.
Voy a la barra y pido un cubata. Lo necesito. Tras ése me bebo otro e intento ser profesional y fría como ella. He tenido la mejor maestra. Ningúna Yulia Volkova va a poder conmigo.
La observo, furiosa, mientras ella lo pasa bien con las mujeres. Todas caen rendidas a sus pies y soy consciente de con quién se va a ir esa noche. No es con la italiana. Es con Amanda. Sus miradas me lo dicen.
¡Las odio!
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"PÍDEME LO QUE QUIERAS" & "PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y SIEMPRE" - Página 2 Empty Re: "PÍDEME LO QUE QUIERAS" & "PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y SIEMPRE"

Mensaje por Lesdrumm 12/30/2014, 8:31 pm

A la una de la madrugada decido dar por terminada la fiesta. ¡No puedo más! Vladimir se ha ido con su propio huracán sexual y alguna que otra tía ya se está poniendo pesadita conmigo.
Cuando salgo a la calle, respiro. Me siento libre. Veo aparecer un taxi y lo paro. Le doy la dirección y, en silencio, regreso a mi hotel. Subo a mi habitación y me quito los zapatos. Estoy rabiosa. Yulia me ha sacado de mis casillas. ¿Qué raro? Escucho jadeos en la habitación de al lado. Vladimir y su huracán.
Resoplo. Menuda nochecita que me van a dar.
Me siento en la cama, me tapo los ojos y me pueden las ganas de llorar. ¿Qué narices hago yo aquí? Los jadeos en la habitación de al lado suben de tono. ¡Menudo escándalo! Al final, mosqueada, doy dos golpes en la pared. Los jadeos paran, y yo cabeceo.
Instantes después llaman a mi puerta y me tapo los ojos. ¡Qué cortarrollos soy!
Será Vladimir para pedirme perdón. Sonrío y, cuando abro, me encuentro con el gesto ceñudo de Yulia. Mi expresión cambia.
—Vaya..., veo que no soy quien esperaba, señorita Katina.
Sin pedir permiso entra en la habitación y yo cierro la puerta. No me muevo. No sé qué hace aquí. Yulia se da una vuelta por la estancia y, tras comprobar que estoy sola, me mira y yo pregunto:
—¿Qué quiere, señorita?
Icegirl me mira, me mira, me mira, y responde con indiferencia:
—No la vi marcharse de la fiesta y quería saber que estaba bien.
Sin acercarme a ella, muevo la cabeza; sigo enfadada por lo que me ha dicho en la fiesta.
—Si ha venido usted para ver con quién voy a jugar en el hotel, siento decepcionarla, pero yo no juego con gente de la empresa ni cuando la gente de la empresa está cerca. Soy discreta. Y en cuanto a estar o no estar bien, no se preocupe, señorita, me sé cuidar muy bien yo solita. Por lo tanto, ya se puede marchar.
El que yo haya afirmado que juego en otros momentos la atiza. Lo veo en su rostro y, antes de que diga nada que me pueda enfadar aún más, siseo:
—Salga de mi habitación ahora mismo, señorita Volkova.
No se mueve.

—Usted no es nadie para entrar aquí sin ser invitada. Con seguridad la esperarán en otras habitaciones. Corra, no pierda el tiempo; seguro que Amanda o cualquier otra de sus mujeres desea ser su centro de atención. No pierda el tiempo aquí conmigo y márchese a jugar.
Tensión. Mucha tensión.
Nos miramos como auténticas rivales, y cuando ella se acerca a mí, yo me muevo con rapidez. No estoy dispuesta a caer en su juego por mucho que mi cuerpo la necesite, la grite.
Le oigo maldecir y luego, sin mirarme, se dirige hacia la puerta, la abre y se va. Se marcha furiosa.
Me quedo sola en la habitación. Mis pulsaciones están a mil. No sé qué quiere Yulia. Lo que yo sí sé es que cuando estoy a solas con ella no soy la dueña de mi cuerpo.
La noche que regreso de la convención en Múnich decido que debo retomar mi vida. Debo olvidarme de Yulia y buscarme otro trabajo. Necesito volver a ser yo o, como siga así, no sé qué va a ser de mí.
Al día siguiente, cuando llego a la oficina, hablo con Vladimir. Éste no entiende que me quiera marchar. Intenta convencerme, pero intuye que lo que había entre la jefaza y yo no está zanjado. Me acompaña hasta el despacho de Gerardo y, una vez allí, gestiono mi despido.
Tras una mañana de locos en la que Gerardo no sabe qué hacer conmigo, al final lo consigo. Causo baja definitivamente en Müller.
Por la tarde, cuando salgo de la oficina, sonrío. Ése es el primer día de mi vida.
A las siete de la mañana, cuando todavía estoy en la cama, suena mi móvil. Miro la pantalla y no reconozco el número. Lo cojo y escucho:
—¿Qué has hecho?
—¿Cómo? —pregunto adormilada, sin entender nada.
—¿Por qué te has despedido, Elena?
¡Yulia!
Gerardo ya le ha debido de informar de lo que he hecho y, airada, grita:
—¡Por el amor de Dios, pequeña, necesitas el trabajo! ¿Qué pretendes hacer? ¿En qué pretendes trabajar? ¿Quieres ser camarera otra vez?
Alucinada por esas preguntas y, en especial, porque me llame «pequeña», siseo:
—No soy tu pequeña y no vuelvas a llamarme en tu vida.
—Len...
—Olvída que existo.
Corto la llamada.
Yulia vuelve a insistir. Corto la llamada.
Al final apago el móvil y, antes de que llame al número de mi casa, desenchufo el teléfono. Enfadada me doy la vuelta y continúo durmiendo. Quiero dormir y olvidarme del mundo.
Pero no puedo dormir y me levanto. Me visto y salgo. No quiero estar en casa. Llamo a Nacho y me voy con él a su taller. Durante horas, observo los tatuajes que hace mientras hablamos. A la hora de cerrar, llamamos a los amigos y nos vamos de jarana. Necesito celebrar que no trabajo para Müller.
Cuando llego a casa son las tres de la madrugada. Voy directamente a la cama. Tengo un pedo colosal.
Sobre las diez de la mañana llaman a mi puerta. Con gesto pesaroso me levanto para abrir. Me quedo de piedra cuando veo que es un mensajero con un precioso ramo de rosas rojas de tallo largo. Intento que se las lleve. Sé de quién son, pero el mensajero se resiste. Al final me las quedo y van derechas a la basura. Pero la cotilla que hay en mí busca la tarjetita y el corazón se me acelera cuando leo:
Como te dije hace tiempo, te llevo en mi mente desesperadamente.
Te quiero, pequeña.
Yulia Volkova
Boquiabierta, releo de nuevo la nota.
Cierro los ojos. No, no, no. Otra vez, ¡no!
A partir de ese momento no puedo encender el móvil sin recibir una llamada de Yulia. Agobiada decido desaparecer. La conozco y en horas la tengo en la puerta de mi casa. Por Internet alquilo una casita rural. Cojo mi Leoncito, y esta vez me voy para Asturias, concretamente a Llanes.
Llamo a mi padre y no le digo dónde estoy. No me fío de que no se lo cuente a Yulia. Se llevan demasiado bien. Le aseguro que estoy bien, y mi padre asiente. Sólo me exige que lo llame todos los días para saber que estoy en condiciones y que lo avise cuando llegue a Rusia. Según él, tenemos que hablar muy seriamente. Accedo.
Durante una semana paseo por esa bonita localidad, duermo y pienso. Tengo que decidir qué voy a hacer conmigo después de Yulia. Pero soy incapaz de pensar con claridad. Yulia está tan metida en mi mente, en mi corazón y en mi vida que apenas puedo razonar.
Yulia insiste.
Me llena el buzón de mensajes y, cuando ve que no le hago caso, comienza a mandarme e-mails que leo por las noches en la habitación de la preciosa casa que he alquilado.

De: Yulia Volkova
Fecha: 25 de mayo de 2013 09.17
Para: Elena Katina
Asunto: Perdóname
Estoy preocupada, cariño.
Lo hice mal. Te acusé de ocultarme cosas cuando yo sabía lo de tu hermana y no te lo dije. Soy una idiota. Me estoy volviendo loca. Por favor, llámame.
Te quiero.
Yulia

De: Yulia Volkova
Fecha: 25 de mayo de 2013 22.32
Para: Elena Katina
Asunto: Len..., por favor
Sólo dime que estás bien. Por favor..., pequeña
Te quiero.

Yulia
Leer sus e-mails me emociona. Sé que me quiere. Lo sé. Pero lo nuestro no puede ser. Somos fuego y hielo. ¿Por qué volver a intentarlo otra vez?

De: Yulia Volkova
Fecha: 26 de mayo de 2013 07.02
Para: Elena Katina
Asunto: Mensaje recibido
Sé que estás muy enfadada conmigo. Me lo merezco. He sido una idiota (además de una gilipollas). Me he portado fatal y me siento mal. Contaba los días para verte en la convención de Múnich y, cuando te tuve delante, en vez de decirte lo mucho que te quiero me porté como una animal furiosa. Lo siento cariño. Lo siento, lo siento, lo siento.
Te quiero.
Yulia

Saber que deseaba verme en la convención me alegra. Ahora entiendo por qué se comportó de esa manera. Utilizó su frialdad como mecanismo de defensa y le jugó una mala pasada. Intentó encelarme y lo consiguió. No midió los resultados, y ahora estoy muy enfada con ella.

De: Yulia Volkova
Fecha: 27 de mayo de 2013 02.45
Para: Elena Katina
Asunto: Te extraño
Escucho nuestras canciones.
Pienso en ti.
¿Me perdonarás alguna vez?
Te quiero.
Yulia

Nuestras canciones también las escucho yo con el corazón encogido. Hoy mientras comía en una terracita en Llanes ha sonado You are the sunshine of my life de Stevie Wonder, y he recordado cuando me ordenó salir del coche para bailar con ella en medio de una calle en Múnich. Eso la humaniza. Detalles como ése me hacen saber lo mucho que Yulia ha cambiado por mí. La quiero, pero tengo miedo. Tengo miedo a no parar de sufrir.

De: Yulia Volkova
Fecha: 27 de mayo de 2013 20.55
Para: Elena Katina
Asunto: Eres increíble
Flyn acaba de contarme lo de la coca-cola y tu caída en la nieve. ¿Por qué no me lo dijiste?
Si antes te quería, ahora te quiero más.
Yulia

Saber que Flyn se ha sincerado con su tía me emociona. Eso me hace saber que comienza a sentirse más seguro de sí mismo. Me gusta saberlo. ¡Viva mi niño!
A Yulia... la quiero todavía más. ¿Por qué me pasa esto?
¿Acaso el efecto Volkova me ha abducido de tal manera que no la puedo olvidar? Definitivamente sí.

De: Yulia Volkova
Fecha: 28 de mayo de 2013 09.35
Para: Elena Katina
Asunto: Hola, cariño
Estoy en la oficina y no me concentro.
No puedo parar de pensar en ti. Quiero que sepas que no he jugado en todo este tiempo. Te mentí, pequeña. Como te dije, mi ÚNICA fantasía eres tú.
Te quiero ahora y siempre.
Yulia

Ahora y siempre. Qué bonitas palabras cuando me las decía mirándome a los ojos. Mi fantasía eres tú, cabezona. ¿Qué tengo que hacer para olvidarte y que te olvides de mí?

De: Yulia Volkova
Fecha: 28 de mayo de 2013 16.19
Para: Elena Katina
Asunto: Te lo ordeno
¡**** sea, Len!, te exijo que me digas dónde estás.
Coge el **** teléfono y llámame ahora mismo, o escríbeme un e-mail. ¡Hazlo!
Yulia

¡Vaya, regresó Icegirl! Su enfado me hace reír. ¡Anda y que le den!

De: Yulia Volkova
Fecha: 29 de mayo de 2013 23.11
Para: Elena Katina
Asunto: Buenas noches, pequeña
Perdona mi último e-mail. La desesperación por tu ausencia me puede.
Hoy ha sido un gran día para Flyn. Laura le ha invitado a su cumpleaños y desea contártelo.
¿Tampoco lo vas a llamar a él?
Te echo de menos y te quiero.
Yulia

Mi desesperación también me puede. ¡Oh, Dios!, ¿qué voy a hacer sin ti?
Lloro de alegría al saber que Flyn está feliz por esa invitación. Mi pequeño gruñón comienza a vivir. Yo también te quiero, Yulia, y te echo de menos.

De: Yulia Volkova
Fecha: 30 de mayo de 2013 15.30
Para: Elena Katina
Asunto: No sé qué hacer
¿Qué tengo que hacer para que respondas a mis mensajes?
Sé que los recibes. Lo sé, cariño.
Sé por tu padre que estás bien. ¿Por qué no me llamas a mí?
Mi paciencia se está resquebrajando día a día. Ya me conoces. Soy una alemana cabezona. Pero por ti estoy dispuesta a hacer lo que sea.
Te quiero, pequeña.
Yulia (la gilipollas)

Cuando cierro el ordenador, resoplo. Ya imaginaba que mi padre la tendría al día.
Las tornas han cambiado. Ahora es ella quien escribe y yo quien no contesta. Ahora entiendo lo que ella sintió en su momento. Trato de olvidarla como ella trató de olvidarme, y soy consciente de que no me deja hacerlo, como yo no la dejé a ella
El día en que llego a Rusia tras mi semana en Llanes, regreso con el corazón todavía más partido. Saber que Yulia me busca me hace estar insegura hasta del mismo aire que respiro. El tiempo no ha eliminado el dolor, lo ha acrecentado a unos niveles que nunca pensé que existían.
Llamo a mi padre. Le digo que ya he llegado a Rusia y charlo con él.
—No, papá. Yulia me desespera y...
—Tú tampoco eres una santa, cariño. Eres cabezona y retadora. Siempre has sido así, y justamente has ido a dar con la horma de tu zapato.
—¡Papáaaaa!
Mi padre ríe, y contesta:
—¡Ojú, blanquita! ¿No recuerdas lo que tu madre decía?
—No.
—Ella siempre decía: «El hombre que se enamore de Annya, tendrá una vida sosegada, pero la mujer que se enamore de Elena, ¡pobrecita! Va a estar a la gresca día sí, día también».
Sonrío al recordar esas palabras de mi madre, y mi padre añade:
—Y así es, blanquita. Annya es como es y tú eres como tu madre, ¡una guerrera! Y para aguantar a una guerrera sólo hay dos opciones: o das con una tonta que nunca abra la boca, o das con una guerrera como es Yulia.
—¿Y tú qué eres papá, un tonto o un guerrero?
Mi padre se ríe.
—Yo soy un guerrero como Yulia. ¿Cómo crees, si no, que aguanté a tu madre? Y aunque Dios se la llevó pronto de mi vida, nunca otra mujer ha llegado a mi corazón porque tu madre dejó el listón muy..., muy alto. Y eso es lo que le pasa a Yulia, tesoro. Tras conocerte a ti, sabe que no va a encontrar otra igual.
—Sí, de tonta —me mofo.
—No, cariño. De lista. De espabilada. De divertida. De graciosa. De gruñona. De peleona. De maravillosa. De bonita. De todo, blanquita..., de todo.
—Papá...
—Como bien presuponía, Yulia te pertenece, y tú le perteneces a ella. Lo sé.
Soy incapaz de no echarme a reír.
—Por favor, papá, como guionista de culebrones ¡no tienes precio!
Cuando cuelgo, sonrío.
Como siempre, hablar con mi padre me relaja. Quiere lo mejor para mí y, como él dice, lo mejor para mí es esa alemana, aunque yo en estos momentos lo dude.
Por la noche, cuando abro el ordenador, tengo un nuevo mensaje de Yulia.
De: Yulia Volkova
Fecha: 31 de mayo de 2013 14.23
Para: Elena Katina
Asunto: No me dejes
Sé que me quieres aunque no contestes. Lo vi en tus ojos la última noche en el hotel. Me echaste, pero me quieres tanto como yo te quiero a ti. Piénsalo cariño. Ahora y siempre tú y yo.
Te quiero. Te deseo. Te echo de menos. Te necesito.
Yulia

¿Por qué es tan romántica?
¿Dónde está la fría alemana?
¿Por qué sus palabras románticas me ponen tonta y las necesito leer y releer? ¿Por qué?
Cuando apago la luz de mi habitación, vuelvo a pensar en lo único que pienso últimamente. Yulia. Yulia Volkova. Huelo su camiseta. No sé qué voy a tener que hacer para olvidarla.
Me despierto a las seis de la mañana sobresaltada. He soñado con Yulia. ¡Ya ni en sueños me la quito de la mente!
¡Pa matarme!
¿Por qué cuando estás obsesionada con alguien el día y la noche se resume en pensar sólo en ella?
Enfadada, no consigo conciliar el sueño y decido levantarme. Cabreada como estoy opto por hacer una limpieza general. Eso me relajará. Me pongo a ello y a las diez de la mañana tengo una liada en la casa que no hay ni por dónde cogerla.
¡Menuda leonera he organizado!
Estoy nerviosa. El corazón me palpita enloquecido y decido darme una ducha, pasar de la casa e ir a correr. Darme unas carreritas me vendrá de lujo. Eliminaré adrenalina. Cuando salgo de la ducha, me recojo el pelo en una coleta alta, me pongo unos piratas negros, las zapatillas de deporte y una camiseta.
De pronto, suena el timbre y, al abrir sin mirar, me quedo sin habla cuando me encuentro con Yulia. Está más guapa que nunca vestida con esa camisa blanca y los vaqueros. Asustada por tenerla tan cerca, intento cerrar la puerta, pero no me deja. Mete un pie.
—Cariño, por favor, escúchame.
—No soy tu cariño, ni tu pequeña, ni tu blanquita ni nada. Aléjate de mí.
—¡Dios, Len!, me estás destrozando el pie.
—Quítalo y no lo destrozaré —respondo mientras trato de cerrar la puerta con todas mis fuerzas.
Pero no quita el pie.
—Eres mi amor, mi cariño, mi pequeña, mi blanquita y, además, eres mi mujer, mi novia, mi vida y miles de cosas más. Y por eso quiero pedirte que vuelvas a casa conmigo. Te echo de menos. Te necesito y no puedo vivir sin ti.
—Aléjate de mí, Yulia —gruño mientras batallo inútilmente con la puerta.
—He sido una idiota, cariño.
—¡Oh, sí!, eso no lo dudes —siseo al otro lado de la puerta.
—Una idiota con todas sus letras al dejar marchar lo más bonito que ha pasado por mi vida. ¡Tú! Pero las idiotas como yo se dan cuenta e intentan rectificar. Dame de nuevo otra oportunidad y...
—No quiero escucharte. ¡No, no quiero! —grito.
—Cariño..., lo he intentado. He intentado darte tu espacio. Darme a mí el mío. Pero mi vida sin ti ya no tiene sentido. No duermo. Estás en mi mente las veinticuatro horas del día. No vivo. ¿Qué quieres que haga si no puedo vivir sin ti?
—Cómprate un mono —chillo.
—Cariño..., lo hice mal. Oculté lo de tu hermana y tuve la poca decencia de enfadarme contigo cuando yo hacía lo mismo que tú.
—No, Yulia, no... Ahora no te quiero escuchar —insisto a punto de llorar.
—Déjame entrar.
—Ni lo sueñes.
—Pequeña, déjame mirarte a los ojos y hablar contigo. Déjame solucionarlo.
—No.
—Por favor, Len. Soy una gilipollas. La mujer más gilipollas que hay en el mundo, y te permitiré que me lo llames todos y cada uno de los días de mi vida, porque me lo merezco.
Las fuerzas se me acaban. Escuchar todo lo que ella me dice comienza a poder conmigo, y cuando dejo de apretar la puerta, Yulia la abre totalmente y murmura, mirándome:
—Escúchame, pequeña... —Y al mirar al fondo, pregunta—: ¿Limpieza general? ¡Vaya, estás muy, muy cabreada!
La comisura de sus labios se curva, y entonces, yo grito, histérica, al ver que se mueve.
—No se te ocurra entrar en mi casa.
Se para. No entra.
—Y antes de que sigas con el chorreo de palabras bonitas que me estás diciendo —lo suelto, furiosa—, quiero que sepas que no voy a volver a hipotecar mi vida para que todo de nuevo vuelva a salir mal. Me desesperas. No puedo contigo. No quiero dejar de hacer las cosas que a mí me gustan porque tú quieras tenerme en una jaula de cristal. No, ¡me niego!
—Te quiero, señorita Katina.
—Y una chorra. ¡Déjame en paz!

Y pillándole de improviso, cierro la puerta de un portazo. Mi pecho sube y baja. Estoy acelerada. Yulia lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a decirme las cosas más bonitas que una mujer puede decir, y yo, como una tonta, la he escuchado.
Soy idiota. Tonta. Lela. ¿Por qué?, ¿por qué la escucho?
El timbre de la puerta vuelve a sonar. Es ella. No quiero abrir.
No quiero verla, aunque me muera por hacerlo. Pero de pronto oigo una voz. ¿Ésa es Simona? Abro la puerta y, boquiabierta, veo a Norbert junto a su mujer. El hombre dice:
—Señorita, desde que usted se marchó de la casa, ya nada es igual. Si vuelve, le prometo que la ayudaré a poner su moto a punto siempre que quiera.
Levanto las cejas, y Simona, tras abrazarme, me da un beso en la mejilla.
—Y yo prometo llamarte, Elena. La señorita me ha dado permiso. —Y cogiéndome las manos, cuchichea—. Elena, te echo de menos y, si no vuelves, la señorita nos martirizará el resto de nuestros días. ¿Tú quieres eso para nosotros? —Niego con la cabeza, e insiste—: Además, ver «Locura esmeralda» sola no tiene la gracia que tenía como cuando la veíamos juntas. Por cierto, Luis Alfredo Quiñones le pidió el otro día matrimonio a Esmeralda Mendoza. Lo tengo grabado para que lo veamos las dos.
—¡Ay, Simona...! —Suspiro y me llevo las manos a la boca.
De pronto Susto y Calamar entran en la casa y comienzan a ladrar.
—¡Susto! —grito al verlo.
El perro salta, y yo lo abrazo. Le he echado tanto de menos... Después, toco a Calamar y susurro:
—Cómo has crecido, enano.
Los animales saltan encantados a mi alrededor. Me recuerdan. No se han olvidado de mí. Yulia, apoyada en la pared, me está mirando cuando entra Larissa con una encantadora sonrisa y me besa.
—Cariño mío, si no te vienes con nosotros tras la que ha movilizado Yulia, es que eres tan cabezota como ella. Esta hija mía te quiere, te quiere, te quiere, y me lo ha confesado.
La estoy mirando sorprendida cuando entra mi padre.
—Sí, blanquita, esta muchacha te quiere mucho y te lo dije: ¡regresará a ti! Y aquí la tienes. Ella es tu guerrera y tú eres su guerrera. Vamos, tesoro mío..., te conozco, y si esa mujer no te gustara, ya habrías retomado tu vida y no tendrías esas ojeras.
—Papá... —sollozo, llevándome las manos a la boca.
Mi padre me da un beso y murmura:
—Sé feliz, mi amor. Disfruta de la vida por mí. No me hagas ser un padre preocupado el resto de mis días.
Dos lagrimones me caen por la cara cuando oigo:
—¡Cuchufletaaaaaaaaaaa! —Mi hermana solloza, emocionada—. ¡Aisss, qué bonito lo que ha hecho Yulia! Nos ha reunido a todos para pedirte perdón. ¡Qué romántica! ¡Qué maravillosa muestra de amor! Eso es lo que yo necesito, no un gañán. Y por favor, perdónale porque no te contara lo de mi separación. Yo le amenacé con machacarla si lo hacía.
Miro a Yulia. Sigue apoyada fuera de mi casa y no aparta sus ojos de mí. En este momento, entra Marta y, guiñándome un ojo, cuchichea:
—Como digas que no a la cabezona de mi hermana, te juro que me traigo a todos los del Guantanamera para convencerte mientras bebemos chupitos y gritamos: «¡Azúcar!» —Río—. Piensa lo que ha sido para ella pedirnos ayuda a todos. Esta chica por ti se ha abierto en canal, y eso se lo tienes que recompensar de alguna manera. Vamos, quiérela tanto como ella te quiere a ti.
Me río. Yulia también ríe, y mi sobrina grita:
—¡Titaaaaaaaaaaaaaaa! La tita Yulia ha prometido que este verano me iré con vosotros los tres meses de las vacaciones a tu piscina, y en cuanto al chi..., a Flyn, es muy enrollado. ¡Mola mazo! No veas cómo juega a Mario Cars. ¡Qué fuerte! Es buenísimo.
Esto parece el metro en hora punta. El salón está lleno de gente mientras Yulia me mira con sus preciosos ojazos azules sin entrar en mi casa. De pronto, llega Flyn. Al verme se tira a mi cuello. Me abraza y me besa. Adoro sus besos, y cuando se suelta, sale por la puerta y me río al ver que arrastra el árbol de Navidad rojo.
¿Han traído el árbol rojo de los deseos?
Eso me hace reír. Miro a Yulia, y ésta se encoge de hombros.
—Tía Len —dice Flyn—, todavía no hemos leído los deseos que pedimos en Navidad. —Eso me emociona, él murmura—: He cambiado mis deseos. Los que escribí en Navidad no eran muy bonitos. Además, le he confesado a la tía Yulia que yo también ocultaba secretos. Le he dicho que yo fui quien agitó la coca-cola ese día para que te explotara en la cara y que por mi culpa te caíste en la nieve y te hiciste la fea herida de la barbilla.
—¿Por qué se lo has dicho?
—Tenía que decírselo. Siempre has sido buena conmigo, y ella tenía que saberlo.
—¡Ah!, por cierto, cariño —indica Larissa—, a partir de este año las Navidades las celebraremos juntos. Se acabó celebrarlas por separado.
—¡Bien, abuela! —salta Flyn, y yo sonrío.
—Y nosotros estaremos también —puntualiza mi emocionado padre.
—¡Bien, yayo! —aplaude Irina, y Yulia se ríe con las manos en los bolsillos.
La miro. Me mira. Nuestros ojos se encuentran, y cuando creo que no puede llegar más gente, entran Björn, Frida y Andrés con el pequeño Glen. Los dos hombres no dicen nada. Sólo me miran, me abrazan y sonríen. Y Frida, abrazándome también, murmura en mi oído:
—Castígale cuando la perdones. Se lo merece.
Ambas nos reímos, y yo me llevo las manos a la cara. No me lo puedo creer. Mi casa está llena de gente que me quiere, y todo esto lo ha movilizado Yulia. Todos me miran a la espera de que diga algo. Estoy emocionada. Terriblemente emocionada. Yulia es la única que está todavía fuera. Le he prohibido entrar. Con decisión, se acerca a mi puerta.
—Te quiero, pequeña —declara—. Te lo digo a solas, ante nuestras familias y ante quien haga falta. Tenías razón. Tras lo de Hannah estaba encerrada en un bucle que no me favorecía y a mi familia tampoco. Lo estaba haciendo mal, especialmente con Flyn. Pero tú llegaste a mi vida, a nuestras vidas, y todo cambió para bien. Créeme, amor, que eres el centro de mi existencia.
Un «¡ohhhhhh!» algodonoso escapa de la garganta de mi hermana, y yo sonrío cuando Yulia añade:
—Sé que no hice las cosas bien. Tengo mal genio, soy fría en ocasiones, aburrida e intratable. Intentaré corregirlo. No te lo prometo porque no te quiero fallar, pero lo voy a intentar. Si accedes a darme otra oportunidad, regresaremos a Múnich con tu moto y prometo ser quien más te aplauda y más grite cuando compitas en motocross. Incluso, si tú quieres, te acompañaré con la moto de Hannah por los campos de al lado de casa. —Y clavando su mirada en mis ojos, susurra—: Por favor, pequeña, dame otra oportunidad.
Todos nos miran.
No se oye una mosca.
Nadie dice nada. Mi corazón bombea a un ritmo frenético.
¡Yulia lo ha vuelto a hacer!
La quiero..., la quiero y la adoro. Ésa es la Yulia romántica que me vuelve loca.
Voy hasta la puerta, salgo de mi casa, me acerco a Yulia y, poniéndome de puntillas, acerco mi boca a la suya, chupo su labio superior, después el inferior y, tras darle un mordisquito, manifiesto:
—No eres aburrida. Me gusta tu mal genio y tu cara de mala leche, y no te voy a permitir que cambies.
—De acuerdo, cariño —asiente con una gran sonrisa.
Nos miramos. Nos devoramos con la mirada. Sonreímos.
—Te quiero, Icegirl —digo finalmente.
Yulia cierra los ojos y me abraza. Me aprieta contra su cuerpo, y todos aplauden.
Yulia me besa. Yo la beso y me fundo en sus brazos, deseosa de no soltarme nunca más.
Así estamos unos minutos, hasta que se separa de mí. Todos se callan.
—Pequeña, me has devuelto dos veces el anillo, y espero que a la tercera vaya la vencida.
Sonrío, y sorprendiéndome de nuevo, clava una rodilla en el suelo y, poniendo el anillo de diamantes delante de mí, dice, desconcertándome:
—Sé que fuiste tú la que me pidió matrimonio la otra vez por un impulso, pero esta vez quiero que sea mi impulso, y sobre todo que sea oficial y ante nuestras familias. —Y dejándome boquiabierta, continúa—: Señorita Katina, ¿te quieres casar conmigo?
Me pica el cuello. ¡Los ronchones!
Me rasco. ¿Boda? ¡Qué nervios!
Yulia me mira y sonríe. Sabe lo que pienso. Se levanta, acerca su boca a mi cuello y sopla con dulzura. En este mismo instante, acepto que ella es mi guerrera, y yo, su guerrera, y agarrándole la cara, la miro directamente a los ojos y respondo:
—Sí, señorita Volkova, me quiero casar contigo.
En el interior de mi casa todos saltan de alegría.
¡Boda a la vista!
Yulia y yo, abrazadas, los miramos y somos felices. Entonces, agarro el picaporte de la puerta y la cierro. Mi amor y yo nos quedamos en el descansillo de mi casa, solas.
—¿Todo esto lo has organizado por mí?
—¡Ajá, pequeña! He tirado de la artillería por si no me querías escuchar, ni ver, ni besar, ni dar una oportunidad —susurra, besándome el cuello.
¡Es que me la como!
Feliz como una perdiz mientras acepto sus dulces besos en mi cuello, murmuro:
—He echado de menos algo.
—¿El qué? —pregunta, mirándome.
—La botellita de pegatinas rosas con sabor a fresas.
Yulia suelta una carcajada y me da un morboso azote en el trasero.
—Esa y todas las que quieras están esperándonos en la nevera de nuestra casa.
—¡Genial!
Me estrecho contra ella, la abrazo y me coge entre sus brazos. Enredo mis piernas en su cintura y me apoya contra la pared.
Me besa, la beso. Me excita, la excito.
La deseo, me desea.
—Pequeña, para —me advierte, divertida al ver mi entrega—. La casa está llena de gente y nos encontramos en el pasillo de tu edificio.
Asiento. Disfruto de estar entre sus brazos, y murmuro haciéndole reír:
—Sólo te estoy mostrando lo que va a ocurrir cuando estemos solas. Porque quiero que sepas que te voy a castigar.
Yulia da un respingo. Me mira. Mis castigos suelen ser drásticos y, mordisqueando su boca, afirmo:
—Te voy a castigar obligándote a cumplir todas nuestras fantasías.
Mi amor sonríe y aprieta su dura erección contra mí. ¡Oh, sí!
Saca su móvil y teclea algo. En décimas de segundo, la puerta de mi casa se abre.
Björn nos mira, y Yulia le pide:
—Necesito que saques con urgencia a todos de la casa y te los lleves.
Björn sonríe y nos guiña un ojo.
—Dadme tres minutos.
—Uno —responde Yulia.
Sonrío. Ésta es la exigente Yulia que me vuelve loca.
En apenas treinta segundos, entre risas, todos se marchan mientras yo sigo en los brazos de Yulia y les digo adiós consciente de que saben lo que vamos a hacer. Mi padre mi guiña un ojo, y yo le tiro un beso.
Cuando entramos en la casa y estamos solas, el silencio del hogar nos envuelve. Yulia me deja en el suelo.
—Comienza tu castigo. Ve a la cama y desnúdate.
—Pequeña...
—Ve a la cama... —exijo.
Sorprendida, levanta las cejas, después las manos y desaparece por el pasillo. Con las pulsaciones a mil, miro las cajas que aún no he deshecho. Miro las etiquetas y cuando encuentro lo que quiero lo saco y, divertida, corro al baño.
Cuando salgo y entro en la habitación, Yulia mira asombrada. Voy vestida con mi disfraz de poli malota. ¡Por fin lo estreno con ella!
La miro. Me doy una vueltecita mostrándole las vistas que aquel disfraz da mientras me coloco la gorra y las gafas. Yulia me devora con la mirada. Con chulería camino hasta mi equipo de música, meto un CD y de pronto la cañera guitarra de los AC/DC rasga el silencio de la casa. Comienzan los acordes de Highway to Hell, una canción que sé que le gusta.
Sonríe, sonrío, y como una tigresa camino hacia ella. Saco la porra que llevo en el cinturón y me planto ante el amor de mi vida.
—Has sido muy mala, Icegirl.
—Lo asumo, señora policía.
Doy dos golpes en mi mano con la porra.
—Como castigo, ya sabes lo que quiero.
Yulia suelta una carcajada, y antes de que pueda hacer o decir nada más, mi amor, mi loca amor alemana, me tiene bajo su cuerpo y, con una sensualidad que me enloquece, susurra:
—Primera fantasía. Abre las piernas, pequeña.
Cierro los ojos. Sonrío y hago lo que me pide, dispuesta a ser su fantasía.

FIN!

Epílogo

Múnich... dos meses después
—¡Corre, Elena!, comienza «Locura esmeralda» —grita Simona.
Al oírla miro a Yulia, a mi sobrina y a Flyn. Estamos en la piscina y, ante la risa de mi alemana, digo:
—En media hora regreso.
—Tita, ¡no te vayas! —gruñe mi sobrina.
—Tía Len...
Secándome con la toalla miro a los pequeños, que están en el agua, y les indico:
—Vuelvo en seguida, pesaditos.
Yulia me agarra. No quiere que me vaya. Desde que he regresado no se sacia de mí.
—Venga, quédate con nosotros, cielo.
—Cariño —murmuro, besándola—. No me lo puedo perder. Hoy Esmeralda Mendoza va a descubrir quién es su verdadera madre, y la serie se acaba. ¿Cómo me lo voy a perder?
Mi alemana suelta una carcajada y me da un beso.
—Anda ve.
Con una sonrisa en los labios dejo a mis tres amores en la piscina y corro en busca de Simona. La mujer ya me espera en la cocina. Cuando llego me siento junto a ella, que me da un kleenex. Comienza «Locura esmeralda». Nerviosas vemos cómo Esmeralda Mendoza descubre que su madre es la enfermiza heredera del rancho «Los Guajes». Somos testigos de cómo la maltrecha mujer abraza a su hija mientras Simona y yo lloramos como dos magdalenas. Al final se hace justicia: la familia de Carlos Alfonso Halcones de San Juan se arruina, y Esmeralda Mendoza, la que fuera su criada, es la gran heredera de México. ¡Casi ná!
Ensimismadas, vemos cómo Esmeralda, junto a su hijo, va en busca de su único y verdadero amor, Luis Alfredo Quiñones. Cuando él la ve llegar, sonríe, le abre los brazos, y ella se refugia en ellos. ¡Momentazo! Simona y yo sonreímos emocionadas y, cuando creemos que la serie acaba, de pronto alguien dispara a Luis Alfredo Quiñones y las dos abrimos los ojos como platos cuando pone en la pantalla: «Continuará».
—¡Continuará! —gritamos las dos con los ojos bien abiertos.
Nos miramos y, al final, reímos. «Locura esmeralda» sigue, y con ella, nosotras con seguridad cada día.
Simona se va a preparar la comida, y yo voy a ir a la piscina, pero me encuentro a
los niños junto a Yulia en el salón, jugando con la Wii a Mortal Kombat. Flyn, al verme llegar, dice:
—Tía Yulia, ¿machacamos a las chicas?
Yo sonrío. Me siento junto a mi amor y, al ver la mirada de mi sobrina ante lo que Flyn ha dicho, juntamos nuestros pulgares, damos una palmadita y murmuro:
—Vamos, Irina. Demostrémosles a estos alemanes cómo juegan las rusas.
Después de más de una hora de juegos, mi sobrina y yo nos levantamos y cantamos ante ellos:
We are the champions, my friend.
Oh weeeeeeeeee....
Flyn nos mira con el cejo fruncido. No le gusta perder, pero esta vez lo ha hecho. Yulia me mira y sonríe. Disfruta de mi vitalidad, y cuando me tiro sobre ella y la beso, afirma:
—Me debes la revancha.
—Cuando quieras, Icegirl.
Me besa. Le beso. Mi sobrina protesta:
—¡Jo, tita!, ¿por qué siempre os tenéis que besar?
—Sí, ¡qué pesadas! —asiente Flyn, pero sonríe.
Yulia los mira y, para quitárnoslos de encima, dice:
—Corred. Id a la cocina a por una coca-cola.
Es mencionar aquella refrescante bebida, y los niños corren como locos. Cuando nos quedamos solos, Yulia me tumba en el sofá y, divertida, me apremia:
—Tenemos un minuto, a lo máximo dos. Vamos, ¡desnúdate!
A mí me entra la risa. Y cuando Yulia me hace cosquillas al meter sus manos por debajo de mi camiseta, de pronto escucho;
—¡Cuchuuuuuuuuuuuuuuuu..., cuchufleta!
Yulia y yo nos miramos, y rápidamente nos incorporamos del sillón. Mi hermana nos mira desde la puerta y, con gesto descompuesto, exclama:
—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!, que creo que he roto aguas.
Rápidamente, Yulia y yo nos levantamos del sillón y acudimos a su lado.
—No puede ser. No puedo estar de parto. Falta mes y medio. ¡No quiero estar de parto! No. ¡Me niego!
—Tranquilízate, Annya —murmura Yulia mientras abre su móvil y llama por teléfono.
Pero mi hermana es mi hermana y, descompuesta, gimotea:
—No puedo ponerme de parto aquí. La niña tiene que nacer en Rusia. Todas sus cosas están allí y..., y... ¿Dónde está papá? Nos tenemos que ir a casa ¿Dónde está papá?
—Annya..., por favor, tranquilízate —digo muerta de risa ante la situación—. Papá está con Norbert. Regresará en unas horas.
—¡No tengo horas! Llámalo y dile que venga ¡ya! ¡Oh, Dios!, ¡no puedo estar de parto! Primero está tu boda. Luego, regreso a Rusia y, por último, tengo a la niña. Éste es el orden de las cosas, y nada puede fallar.
Intento sujetarle las manos, pero está tan nerviosa que me da manotazos. Al final, tras recibir candela por parte de mi enloquecida hermana, miro a Yulia y digo:
—Tenemos que llevarla al hospital.
—No te preocupes, cariño —susurra Yulia—. Ya he llamado a Marta y nos espera en su hospital.
—¿Qué hospital? —aúlla, descompuesta—. No me fío de la sanidad alemana. Mi hija tiene que nacer en el Doce de Octubre, ¡no aquí!
—Pues Annya —suspiro—, me parece que la niña va a ser alemana.
—¡No!... —Y agarrando a Yulia del cuello, tira de ella y, fuera de sí, le exige—: Llama a tu avión. Que nos recoja y nos lleve a Rusia. Tengo que dar a luz allí.
Yulia pestañea. Me mira y a mí me entra la risa otra vez. Mi hermana, desconcertada, grita:
—¡Cuchu, por favorrrrrrrrrrrrrrr, no te rías!
—Annya..., mírame —murmuro, e intento no reír—. Punto uno: relájate. Punto dos: si la niña tiene que nacer aquí, nacerá en el mejor hospital porque Yulia lo va a arreglar. Y punto tres: por mi boda no te preocupes, que quedan diez días, cariño.
Yulia, a la que le ha cambiado la cara y tiene un agobio por todo lo alto, le pide a Simona que se quede con los niños. Luego, sin hacer caso a los lamentos de mi hermana, la coge entre sus brazos y la mete en el coche. En veinte minutos, estamos en el hospital donde trabaja mi cuñada Marta. Nos espera. Pero mi hermana sigue en sus trece. La niña no puede nacer allí.
Pero la naturaleza sigue su curso y, cinco horas después, una preciosa niña de casi tres kilos nace en Alemania. Tras pasar con mi hermana el trago del parto, pues se niega a estar sola en un quirófano con desconocidos a los que no entiende, cuando salgo despeluchada miro a Yulia y a mi padre. Ambos están serios. Se levantan y yo camino hasta ellos y me siento.
—¡Dios, ha sido horrible!
—Cariño —se preocupa Yulia—, ¿te encuentras bien?
Todavía recordando lo que he visto, murmuro:
—Ha sido horroroso, Yulia..., horroroso. ¡Mira cómo tengo el cuello de ronchones!
Cojo una revista que hay sobre la mesa y me doy aire. ¡Qué calor!
—Blanquita—gruñe mi padre—, déjate de tonterías y dime cómo está tu hermana.
—¡Ay, papá!, perdona —suspiro—. Annya y la niña están estupendamente. La niña ha pesado casi tres kilos, y Annya ha llorado y ha reído cuando la ha visto. Está ¡genial!
Yulia sonríe, mi padre también, y se dan un abrazo. Se felicitan. Pero a mí aquello me ha trastocado.
—La niña es preciosa..., pero yo..., yo me estoy mareando.
Asustada, Yulia me sujeta. Mi padre me quita la revista y me da aire mientras musito:
—Yulia.
—Dime, cariño.
La miro con los ojos desencajados.
—Por favor, cariño. No permitas que yo pase por eso.
Yulia no sabe qué decir. Ver cómo estoy le está preocupando, y mi padre suelta una risotada.
—¡Ojú, miarma!, eres igualita que tu madre hasta en eso.
Cuando el mareo se ha pasado y vuelvo a ser yo, mi padre me mira.
—Otra niña. ¿Por qué siempre estoy rodeado de mujeres? ¿Cuándo voy a tener un nietecito varón?
Yulia me mira. Mi padre me mira. Yo pestañeo y les aclaro:
—A mí no me miréis. Tras lo que he visto, no quiero tener hijos ¡ni loca!
Una hora después, Annya está en una preciosa habitación y los tres vamos a visitarla. La pequeña Luci es preciosa, y a Yulia se le cae la baba mirándola.
La miro boquiabierta. ¿Desde cuándo es tan niñera? Tras pedir permiso a mi hermana, coge a la pequeña con delicadeza y me dice:
—Cariño, ¡yo quiero una!
Mi padre sonríe. Mi hermana igual, y yo muy seriamente respondo:
—¡Ni loca!
Por la noche mi padre se empeña en quedarse con mi hermana y mi sobrinita en el hospital. Le llamo Papá Pato cuando me despido de él, y se ríe. Cuando regresamos Yulia y yo solas en el coche estoy cansada. Yulia conduce en silencio mientras suena una canción alemana en la radio, y yo miro encantada por la ventana. De pronto, cuando llegamos a la urbanización, Yulia para el coche a la derecha.
—Baja del coche.
Pestañeo y me río.
—Venga, Yulia. ¿Qué quieres?
—Baja del coche, pequeña.
Divertida, le hago caso. Sé lo que va a hacer. Entonces, comienza a sonar Blanco y negro de Malú, y Yulia, tras subir el volumen de la música a tope, se planta delante de mí y me pregunta:
—¿Bailas conmigo?
Sonrío y paso las manos alrededor de su cuello. Yulia me acerca a su cuerpo mientras la voz de Malú dice:
Tú dices blanco, yo digo negro.
Tú dices voy, yo digo vengo.
Miro la vida en colores, y tú en blanco y negro.
—¿Sabes, pequeña?
—¿Qué, grandullona?
—Hoy al ver a la pequeña Luci he pensado que...
—No... ¡Ni se te ocurra pedírmelo! ¡Me niego!
¡Joder! Al decir esto último me he recordado a mi hermana. ¡Qué horror! Yulia sonríe, me abraza todavía más fuerte contra ella y murmura:
—¿No te gustaría tener una niña a la que enseñar motocross?
Me río y respondo:
—No.
—¿Y un niño al que enseñar a montar en skateboard?
—No.
Continuamos bailando.
—Nunca hemos hablado de esto, pequeña. Pero ¿no quieres que tengamos hijos?
¡Por todos los santos!, ¿qué hacemos hablando de este tema? Y mirándola, cuchicheo:
—¡Oh, Dios, Yulia! Si hubieras visto lo que yo he visto, entenderías que no quiera tenerlos. Se te pone eso... enorme..., enormeeeeeeeeee, y tiene que doler una barbaridad. No. Definitivamente me niego. No quiero tener hijos. Si quieres anular la boda lo entenderé. Pero no me pidas que piense en tener niños ahora mismo porque no quiero ni imaginármelo.
Mi chica sonríe, sonríe... y, dándome un beso en la frente, murmura:
—Vas a ser una madre excepcional. Sólo hay que ver cómo tratas a Irina, a Flyn, a Susto, a Calamar y cómo mirabas a la pequeña Luci.
No contesto. No puedo. Yulia me obliga a continuar bailando.
—No se cancela ninguna boda. Ahora cierra los ojos, relájate y baila conmigo nuestra canción.
Hago lo que me pide. Cierro los ojos. Me relajo, y bailo con ella. La disfruto.
Cuatro días después le dan el alta a mi hermana y dos días más tarde a la pequeña Luci. A pesar de haber nacido antes de tiempo, la pequeña es fuerte como un roble y una auténtica muñequita. Mi padre no para de decir que es igualita que yo, y, la verdad, es blanquita y tiene mi boca y mi nariz. Es una monada. Cada vez que Yulia coge a la niña me mira con ojos melosos. Yo niego con la cabeza, y ella se parte de risa. A mí no me hace gracia.
Los días pasan y llega la boda.
La mañana en cuestión estoy histérica. ¿Qué hago vestida de novia?
Mi hermana es una plasta, mi sobrina una tocapelotas y, al final, mi padre es quien tiene que poner orden entre nosotras. Vamos, lo de siempre cuando estamos juntas. Estoy tan nerviosa por la boda que pienso incluso hasta en escapar. Mi padre, al contárselo, me tranquiliza. Pero cuando entro en la abarrotada iglesia de San Cayetano del brazo de mi emocionado padre vestida con mi bonito traje de novia palabra de honor y veo a mi Icegirl esperándome más guapa que en toda su vida con ese chaqué, sé que no voy a tener un hijo, voy a tener tropecientos mil.
La ceremonia es corta. Yulia y yo así lo hemos pedido, y cuando salimos, los amigos y familiares nos cubren de arroz y pétalos de rosas blancas. Yulia me besa, enamorada, y yo soy feliz.
El banquete lo celebramos en un bonito salón de Múnich. La comida es deliciosa; mitad alemana, mitad rusa, y parece gustarle a todo el mundo.
Yulia, sorprendiéndonos, no ha reparado en gastos. No quiere que mi padre, mi hermana y yo nos sintamos solos, y ha hecho venir a mi buen amigo Nacho, y de Kazan al Bicharrón y el Lucena con sus mujeres, Lola la Jarandera, Pepi la de la Bodega, la Pachuca y Anastasia con su novia valenciana. Según ellos, la Franfur se puso en contacto con ellos y los invitó con todos los gastos pagados. Incluso Yulia ha invitado a las Guerreras Maxwell. ¡La locura!
¡Me la como! Yo a mi esposa me la como a besos.
De Müller ha invitado a Vladimir con su huracanada novia, a Gerardo con su mujer y a Serguey y Nikolay, que al verme, aplauden emocionados.
Brindamos con Moët Chandon rosado. Yulia y yo entrelazamos nuestras copas y felices bebemos ante todos. La tarta es de trufa y fresa, expreso deseo de la novia y, cuando la veo, los ojos me hacen chiribitas. Ni contar lo morada que me pongo.
Al abrir el baile de nuevo, mi ya esposa me vuelve a sorprender. Yulia ha contratado a la cantante Malú y en directo nos canta nuestra canción, Blanco y negro. ¡Qué momentazo! Abrazada a ella, disfruto la canción mientras nos miramos enamoradas. ¡Dios, cuánto le quiero!
Tras aquello, una orquesta ameniza el baile. Larissa, mi padre y mi hermana están pletóricos de felicidad. Marta y Arthur aplauden. Flyn e Irina, divertidos, corren por el salón, y Simona y Norbert no pueden parar de sonreír. Todo es romántico. Todo es maravilloso y disfrutamos de nuestro bonito día.
Risueña, bailo con Reinaldo y Anita la Bemba colorá mientras gritamos «¡Azúcar!». Y Yulia no puede parar de reír. Soy su felicidad.
Con Larissa, Björn, Frida y Andrés nos desmelenamos al bailar September, y cuando la canción acaba, Dexter pilla el micrófono y a capela nos canta un bolero mexicano dedicado a Yulia y a mí. Yo sonrío y aplaudo.
Tengo unos excelentes amigos dentro y fuera de la habitación. Son personas como yo a las que les gusta el morbo y los juegos calientes entre cuatro paredes, pero que cuando salen de ellas son atentas, cariñosas, educadas y muy divertidas. Todos ellos me hacen dichosa y feliz.
El baile dura horas, y cuando veo a Dexter hablando animadamente con mi hermana, alarmada, miro a Yulia, y ésta me indica que no me preocupe. Al final, sonrío.
La fiesta acaba a las cuatro de la mañana, y por la noche mi padre y mi hermana con las niñas y Flyn se van a dormir a casa de Larissa. Quieren dejarnos la casa enterita para nosotras.
Cuando llegamos, Yulia se empeña en cogerme en brazos para traspasar el umbral. Encantada dejo que me coja y, cuando lo traspasamos me suelta, y, dichosa, susurra:
—Bienvenida al hogar, señora Volkova.
Encantada le beso. Saboreo a mi esposa y le deseo.
Cuando entramos y cierro la puerta, sin hablar, le quito el chaqué, la pajarita, la camisa, los pantalones y los boxers. La desnudo para mí y sonrío al decir:
—Ponte la pajarita, Icegirl.
Divertida, lo hace. ¡Dios!, mi alemana desnuda y con la pajarita es mi fantasía. Mi loca fantasía. Tiro de ella y, al llegar a la puerta del despacho, la miro y susurro:
—Quiero que me rompas el tanga.
—¿Segura, cariño? —pregunta riendo mi amor.
—Segurísima.
Yulia, excitada, comienza a subir tela, y más tela..., y más tela. La falda del vestido es interminable. Al final, la detengo entre risas.
—Ven..., siéntate en tu sillón.
Se deja guiar por mí. Hace lo que le pido y me mira.
Excitada, desabrocho la falda de mi bonito vestido de novia, y ésta cae a mis pies. Vestida sólo con el corpiño y el tanga, me siento con sensualidad sobre la mesa de mi enloquecida mujer.
—Ahora, ¡rómpelo!
Dicho y hecho.
Yulia rasga el blanco tanga, y cuando pasa sus manos por mi tatuado y siempre depilado monte de Venus, murmura con voz ronca:
—Pídeme lo que quieras.
Cuando dice eso cierro los ojos y me emociono.
Todo comenzó entre nosotros cuando me dijo esas palabras aquel día en el archivo de la oficina. Sonrío al recordar mi cara la primera vez que me llevó al Moroccio, o vi aquella grabación en el hotel, o le metí el chicle de fresa en la boca. Recuerdos. Recuerdos calientes, morbosos y divertidos pasan por mi mente mientras mi loca y ardiente esposa me toca. Y dispuesta a sellar para siempre lo que un día comenzó, la beso, agarro su erecto pene con mi mano, lo guío hasta mi húmeda hendidura, me empalo en ella y, cuando mi amor jadea, la miro a esos maravillosos ojos azules que siempre me han vuelto loca y susurro locamente enamorada:
—Señora Volkova, pídeme lo que quieras, ahora y siempre.



FIN!


........................................................................................................................................

Bueno hasta aquí Ataria adapto la historia de "PÍDEME LO QUE QUIERAS, Y PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y SIEMPRE"espero haya sido de su agrado, y los que están leyendo la 3era parte "PÍDEME LO QUE QUIERAS O DÉJAME" continuare con la publicación de la misma en el foro de FAN FIC en proceso, espero también les guste. Sin mas gracias por leerla!! Smile Cool
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