UNA ISLA PARA DOS
5 participantes
Página 2 de 2.
Página 2 de 2. • 1, 2
Re: UNA ISLA PARA DOS
Tras aquel acontecimiento, que de alguna forma me había hecho sentir insegura, el comportamiento de Lena se normalizó. En el barco, todos los días nos íbamos juntas a la cama, incluso varias veces al día. Ella parecía insaciable. Cuando nos bañábamos, cuando saltábamos al agua, nunca estaba segura, por más que ella sólo quisiera nadar. Se comportaba como si yo le perteneciera y careciera de voluntad propia.
Y yo no tenía aquella voluntad propia porque disfrutaba de lo que hacía conmigo y luego lo ansiaba y echaba de menos tan pronto como había pasado.
Yo la amaba. Quería que estuviera siempre a mi lado. Deseaba tocarla, escuchar su risa, sus excitantes sonidos mientras se corría o estaba a punto de hacerlo. Mirar sus ojos, cuyo brillo delataba su excitación, y a veces simplemente limitarme a observarla mientras caminaba por cubierta, alta y elegante como era ella. Aquello daba sentido a mi vida.
Casi no me podía imaginar estar sin ella. Día y noche junto a ella: era la realización de un sueño mucho antes de haberlo podido soñar; un sueño que aparecía en mis noches antes de haber ocurrido.
Su sola presencia ya me hacía feliz y era maravilloso poder mirar su rostro, observar su belleza natural y preguntarme cómo podía suponer que era demasiado mayor para mí.
Sólo había unas gotas de melancolía en todo aquel asunto y era que ella no me amaba. Nunca me lo decía; no era necesario, porque de lo contrario mentiría.
En cambio, en mi caso, cuanto más estaba con ella, más sentía que la amaba, y en mi interior se abría paso el gran problema de que aquel sentimiento era sólo mío.
Para ella parecía estar muy claro que lo que allí ocurría sólo era una transacción económica. Ella me pagaba para que me mostrara amable, para que pasara el tiempo con ella y para que nos acostáramos.
Y no se daba cuenta de que yo actuaba de la forma en que lo hacía a causa de unos motivos muy distintos a los que ella me imponía. Que yo hubiera hecho lo mismo sin necesidad de recibir dinero, con toda mi voluntad.
Pero me obligaba a aceptar regalos y no podía oponerme. De lo contrario, se ofendía, se enfadaba y se ponía de mal humor. Parecía que sentía la necesidad interior de darme lo máximo posible, pero en el sentido más material de la palabra.
Escatimaba sus sentimientos hacia mí, por lo que, en realidad, no era tan generosa como pretendía hacer ver.
«¿Cómo irán las cosas cuando volvamos a casa?», me pregunté.
Las vacaciones tocaban a su fin y yo me había acostumbrado tanto a estar con ella que no sabía lo que pasaría una vez acabado el viaje.
Renuncié a preguntárselo de nuevo, a pesar de que era posible que ella, entre tanto, sí hubiera hecho planes para el futuro. La primera vez que indagué sobre el tema, no tenía ni idea. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? ¿Porque se había acostumbrado a mí tanto como yo a ella? Parecía poco probable.
—Podríamos dedicarnos a hacer una excursión de despedida —dijo un día, mientras comíamos—. Regresamos pasado mañana. ¿Quieres ver algo del Egeo? ¿Te gustaría ir a algún sitio? Podemos planearlo.
Yo la miré. Era uno de esos días en los que era amable o pretendía serlo. Ya había habido otros como aquel. Se me ocurrió una idea.
—¿Vamos a Lesbos?
—¿Lesbos? —dijo, divertida—. No, yo no voy a Lesbos. Esa isla tiene una forma indecente.
—¿Una forma indecente? —repliqué, perpleja. No lo entendía.
—Sí, mira aquí —dijo y me señaló el mapa—. ¿Ves? —Me miró con cara picara.
—Ya veo —respondí, algo turbada. Tenía razón. Su forma recordada algo la ilustración anatómica de una vagina.
—Me he preguntado en varias ocasiones si ésa fue la razón que movió a Safo a elegirla como su lugar de residencia —divagó Lena en voz alta.
—Eso de que te moleste la forma... —mencioné, sin pensarlo.
Ella alzó las cejas.
—¿Crees que estoy tan obsesionada por el sexo? —Las comisuras de sus labios se movieron con una expresión de indulgente regocijo.
—Bueno..., sí —me atreví a decir—. Nosotras... nosotras lo hemos hecho aquí todos los días. Y varias veces. Eso es... —Me interrumpí porque lo encontraba muy embarazoso y no me sentaba bien hablar de ese tema.
—¿Tan sólo porque yo quería? —preguntó ella, en un tono reservado.
Nunca lo habíamos hablado de una forma tan directa, porque, quizá ni se le había ocurrido. Pero tenía que ser así porque era ella la que había propuesto el acuerdo. Y seguro que no lo hubiera hecho si no hubiera tenido algo, aunque sólo fuera un poco, de interés. Al parecer, tenía gran necesidad de aquello.
—N... no —dije, titubeante—. No sólo porque tú quisieras.
«¡Vaya! ¡Qué complicado resulta formularlo así!», pensé.
—Pues todo arreglado —dijo, con una sonrisa en los labios.
Era sorprendente lo rápido que era para ella hacer que todo estuviera arreglado. Uno podría pensar que tenía un gen especial. No quería ocuparse de los detalles problemáticos, ni siquiera admitía la insinuación de que hubiera un problema. Lo rechazaba a base de decir que todo estaba arreglado.
—Entonces no vamos —añadí yo.
—No —respondió—. No merece la pena. Lesbos es una isla muy pedregosa y no tiene ningún atractivo. Hay otros lugares mucho más bellos. Te voy a enseñar unos cuantos.
En realidad, yo ya había visto suficientes islas, porque el Egeo está repleto de ellas. Había sido suficiente para mí y hubiera preferido que nos quedáramos en el barco. Pero parecía querer hacer una excursión de despedida antes de volar de regreso a casa.
—Está bien —dije yo—. Tú eres la que mejor conoce la zona.
—Claro —repuso, y me miró.
Su mirada me señaló que ahora estaba dispuesta para la sobremesa.
Fuimos abajo, al camarote. Era casi como un ritual entre nosotras.
Al deslizarse junto a mí, quise expresarle mis sentimientos.
—Te quiero —susurré sin pensarlo. Me sentía muy cerca de ella.
Cuando nos acostábamos juntas siempre era todo muy hermoso, exceptuando una sola vez; yo lo percibía así y en ocasiones pensaba que podía leer lo mismo en sus ojos, pero siempre era un breve instante del que yo apenas podía disfrutar. Al instante siguiente volvía a construir un muro ante sus ojos, echaba una cortina, levantaba una máscara que se cerraba para mí.
Como ahora.
—¿Qué has dicho? —preguntó, mordaz.
—Yo... Perdona. —Bajé la cabeza—. No quería decir... Es sólo que... ha sido todo tan bonito.
—Eso no es motivo para mentir —dijo y se levantó de golpe.
—¿Mentir? —Me quedé boquiabierta—. Pero si no miento.
Ella me recorrió con la mirada.
—Ah, ¿entonces es la verdad? —Sus labios se curvaron hacia abajo.
—Sí, por supuesto —respondí—. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¿Por qué iba a decirte algo que no fuera cierto?
—Quizá sea porque tu madre necesita otra lámpara —dijo.
—¡Lena! —Ahora fui yo la que se levantó—. Sabes que sólo he aceptado los regalos porque tú lo has querido así. Nunca te los he pedido.
—¿Ah, sí? ¿Has venido aquí sin ningún compromiso y te lo habrías pagado todo tú?
—No hubiera podido hacerlo, Lena, y tú lo sabes —contesté.
—Bien —dijo y me miró de arriba abajo—. ¿Cuánto quieres cobrar por cada Te amo? ¿Esto? —Sacó un billete de un cajón y me lo lanzó—. Ése es el primer pago.
Cogí el billete y lo rompí ante sus narices.
—Gracias —dije—, pero no lo necesito. Te amo sin cobrar nada por hacerlo.
Sentía frío y su nuevo desplante casi me hizo tiritar, pero me contuve. Debía de haber una forma de quitarle aquella costumbre, pero yo no sabía si tendría el vigor suficiente como para aplicarla. Sus constantes ofensas me agotaban, no en lo físico, pero sí en mi interior. No sabía cuánto tiempo podría aguantarlo.
Ella se volvió.
—¿Por qué no quieres saber la verdad? —le pregunté—. ¿Por qué te niegas a ser amada? ¿Acaso no quieres serlo? —Yo no podía entender que rechazara lo que cualquier persona deseaba.
Ella se irguió.
—No, no quiero —dijo, con cara impasible—. No quiero que lo vuelvas a decir. Nunca más. ¿Me has entendido? —Sus ojos centelleaban.
Yo me sentí totalmente exhausta. No sabía de dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para llevarle la contraria; desde luego, ahora ya no podía más. No sólo porque actuara así, como si yo lo hiciera todo por dinero, sino porque, además, también me echaba en cara que yo simulaba mi amor hacia ella.
—Está bien, Lena—dije en voz baja.
Durante los dos últimos días no volvimos a hablar del tema. Dimos paseos, me enseñó sitios maravillosos y nos acostamos juntas; luego yo me mordía la lengua para no decir nada que pudiera provocar su ira.
En el vuelo de vuelta volví a mirar hacia abajo, al azul Mediterráneo, y ahora me pareció distinto a como lo había visto en el viaje de ida. Aquellas tres semanas me habían cambiado mucho.
Yo no era la misma persona que había ido allí con Lena. Y ella no era del todo inocente en ese cambio.
Pero yo no podía alterar nada. Ni siquiera lo de seguir amándola, aun cuando no debiera decirlo.
—Necesito dos o tres días para echarle un vistazo a todo. Sé cómo van las cosas y estoy segura de que en la agencia ya habrá muchos asuntos acumulados —dijo Lena de repente—. Le pediré a Tanja que reserve una mesa para el miércoles. ¿Prefieres algún restaurante en particular?
«¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué dices?», pensé, mientras mi mirada se desplazaba desde la ventanilla hasta su rostro.
—¿Qué...? ¿A qué te refieres? —pregunté, perpleja.
—Nada, que si quieres comer en un griego o, después de estas tres semanas, has acabado de ellos hasta las narices. Tenemos que decidirnos por algún restaurante.
¿Decidir? Ella era la que siempre lo hacía y no solía preguntarme. Pero lo que más me sorprendió fue que, al parecer, ya había decidido lo que iba a ocurrir entre nosotras dos después de aquellas tres semanas. Eso era nuevo para mí. ¿Lo acababa de decidir o le había estado dando vueltas en la cabeza desde hacía mucho tiempo? Por lo menos no había hecho ninguna mención sobre el tema. ¿Qué me quería decir?
—No tengo nada en contra de los griegos —repliqué—, aunque cualquier otro también me parecerá bien.
—De acuerdo —dijo—. Entonces iremos a un griego.
Por aquello de la costumbre. Es lo que se hace cuando se acaba de llegar de Grecia. La próxima vez ya nos buscaremos otro.
«¿La próxima vez? ¿La próxima vez?», repetí para mis adentros como si fuera un eco, pues mi cabeza reaccionaba antes que mi voz.
—Bueno, yo había pensado que una o dos veces por semana —añadió Lena—. Seguro que podré y... —me miró—... espero que tú también.
«¿Vamos a hacerlo una o dos veces a la semana?», me pregunté.
—Ah, sí —dije, ya en voz alta—. Seguro que puedo. Si no se me hace muy tarde. Por las mañanas debo ir a clase y con los exámenes tan cerca me lo tengo que tomar muy en serio.
—Sí, debes hacerlo —asintió, con expresión satisfecha—. Tienes que ir a clase. Casi lo había olvidado.
—Sólo podré quedarme más tiempo los sábados por la noche —dije de un modo automático—. Los demás días me acostaré a las diez.
—Entonces pongamos la noche del sábado como fecha fija —propuso—. A mí me va muy bien. —Yo esperaba que sacara su agenda para anotar la cita, pero no lo hizo. Parecía que podía acordarse—. Pues así lo haremos —añadió—. Tanja tendrá que hacer la reserva de la mesa para el sábado en lugar de para el miércoles. Te llamará para decirte la hora y el lugar, y nos encontraremos allí.
¿Hacía siempre eso con sus... novias? Parecía actuar con mucha confianza.
—Ah..., sí... Está bien —tartamudeé.
En todo caso, volvería a verla, cosa que me había preocupado mucho en los últimos días. Pero ahora ya todo estaba definido. Nos veríamos una vez a la semana, los sábados, iríamos a cenar y nos acostaríamos. Eso último era lo que estaba más claro.
Casi me reí. Como un buen matrimonio de cierta edad.
Siempre los sábados.
Y yo no tenía aquella voluntad propia porque disfrutaba de lo que hacía conmigo y luego lo ansiaba y echaba de menos tan pronto como había pasado.
Yo la amaba. Quería que estuviera siempre a mi lado. Deseaba tocarla, escuchar su risa, sus excitantes sonidos mientras se corría o estaba a punto de hacerlo. Mirar sus ojos, cuyo brillo delataba su excitación, y a veces simplemente limitarme a observarla mientras caminaba por cubierta, alta y elegante como era ella. Aquello daba sentido a mi vida.
Casi no me podía imaginar estar sin ella. Día y noche junto a ella: era la realización de un sueño mucho antes de haberlo podido soñar; un sueño que aparecía en mis noches antes de haber ocurrido.
Su sola presencia ya me hacía feliz y era maravilloso poder mirar su rostro, observar su belleza natural y preguntarme cómo podía suponer que era demasiado mayor para mí.
Sólo había unas gotas de melancolía en todo aquel asunto y era que ella no me amaba. Nunca me lo decía; no era necesario, porque de lo contrario mentiría.
En cambio, en mi caso, cuanto más estaba con ella, más sentía que la amaba, y en mi interior se abría paso el gran problema de que aquel sentimiento era sólo mío.
Para ella parecía estar muy claro que lo que allí ocurría sólo era una transacción económica. Ella me pagaba para que me mostrara amable, para que pasara el tiempo con ella y para que nos acostáramos.
Y no se daba cuenta de que yo actuaba de la forma en que lo hacía a causa de unos motivos muy distintos a los que ella me imponía. Que yo hubiera hecho lo mismo sin necesidad de recibir dinero, con toda mi voluntad.
Pero me obligaba a aceptar regalos y no podía oponerme. De lo contrario, se ofendía, se enfadaba y se ponía de mal humor. Parecía que sentía la necesidad interior de darme lo máximo posible, pero en el sentido más material de la palabra.
Escatimaba sus sentimientos hacia mí, por lo que, en realidad, no era tan generosa como pretendía hacer ver.
«¿Cómo irán las cosas cuando volvamos a casa?», me pregunté.
Las vacaciones tocaban a su fin y yo me había acostumbrado tanto a estar con ella que no sabía lo que pasaría una vez acabado el viaje.
Renuncié a preguntárselo de nuevo, a pesar de que era posible que ella, entre tanto, sí hubiera hecho planes para el futuro. La primera vez que indagué sobre el tema, no tenía ni idea. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? ¿Porque se había acostumbrado a mí tanto como yo a ella? Parecía poco probable.
—Podríamos dedicarnos a hacer una excursión de despedida —dijo un día, mientras comíamos—. Regresamos pasado mañana. ¿Quieres ver algo del Egeo? ¿Te gustaría ir a algún sitio? Podemos planearlo.
Yo la miré. Era uno de esos días en los que era amable o pretendía serlo. Ya había habido otros como aquel. Se me ocurrió una idea.
—¿Vamos a Lesbos?
—¿Lesbos? —dijo, divertida—. No, yo no voy a Lesbos. Esa isla tiene una forma indecente.
—¿Una forma indecente? —repliqué, perpleja. No lo entendía.
—Sí, mira aquí —dijo y me señaló el mapa—. ¿Ves? —Me miró con cara picara.
—Ya veo —respondí, algo turbada. Tenía razón. Su forma recordada algo la ilustración anatómica de una vagina.
—Me he preguntado en varias ocasiones si ésa fue la razón que movió a Safo a elegirla como su lugar de residencia —divagó Lena en voz alta.
—Eso de que te moleste la forma... —mencioné, sin pensarlo.
Ella alzó las cejas.
—¿Crees que estoy tan obsesionada por el sexo? —Las comisuras de sus labios se movieron con una expresión de indulgente regocijo.
—Bueno..., sí —me atreví a decir—. Nosotras... nosotras lo hemos hecho aquí todos los días. Y varias veces. Eso es... —Me interrumpí porque lo encontraba muy embarazoso y no me sentaba bien hablar de ese tema.
—¿Tan sólo porque yo quería? —preguntó ella, en un tono reservado.
Nunca lo habíamos hablado de una forma tan directa, porque, quizá ni se le había ocurrido. Pero tenía que ser así porque era ella la que había propuesto el acuerdo. Y seguro que no lo hubiera hecho si no hubiera tenido algo, aunque sólo fuera un poco, de interés. Al parecer, tenía gran necesidad de aquello.
—N... no —dije, titubeante—. No sólo porque tú quisieras.
«¡Vaya! ¡Qué complicado resulta formularlo así!», pensé.
—Pues todo arreglado —dijo, con una sonrisa en los labios.
Era sorprendente lo rápido que era para ella hacer que todo estuviera arreglado. Uno podría pensar que tenía un gen especial. No quería ocuparse de los detalles problemáticos, ni siquiera admitía la insinuación de que hubiera un problema. Lo rechazaba a base de decir que todo estaba arreglado.
—Entonces no vamos —añadí yo.
—No —respondió—. No merece la pena. Lesbos es una isla muy pedregosa y no tiene ningún atractivo. Hay otros lugares mucho más bellos. Te voy a enseñar unos cuantos.
En realidad, yo ya había visto suficientes islas, porque el Egeo está repleto de ellas. Había sido suficiente para mí y hubiera preferido que nos quedáramos en el barco. Pero parecía querer hacer una excursión de despedida antes de volar de regreso a casa.
—Está bien —dije yo—. Tú eres la que mejor conoce la zona.
—Claro —repuso, y me miró.
Su mirada me señaló que ahora estaba dispuesta para la sobremesa.
Fuimos abajo, al camarote. Era casi como un ritual entre nosotras.
Al deslizarse junto a mí, quise expresarle mis sentimientos.
—Te quiero —susurré sin pensarlo. Me sentía muy cerca de ella.
Cuando nos acostábamos juntas siempre era todo muy hermoso, exceptuando una sola vez; yo lo percibía así y en ocasiones pensaba que podía leer lo mismo en sus ojos, pero siempre era un breve instante del que yo apenas podía disfrutar. Al instante siguiente volvía a construir un muro ante sus ojos, echaba una cortina, levantaba una máscara que se cerraba para mí.
Como ahora.
—¿Qué has dicho? —preguntó, mordaz.
—Yo... Perdona. —Bajé la cabeza—. No quería decir... Es sólo que... ha sido todo tan bonito.
—Eso no es motivo para mentir —dijo y se levantó de golpe.
—¿Mentir? —Me quedé boquiabierta—. Pero si no miento.
Ella me recorrió con la mirada.
—Ah, ¿entonces es la verdad? —Sus labios se curvaron hacia abajo.
—Sí, por supuesto —respondí—. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¿Por qué iba a decirte algo que no fuera cierto?
—Quizá sea porque tu madre necesita otra lámpara —dijo.
—¡Lena! —Ahora fui yo la que se levantó—. Sabes que sólo he aceptado los regalos porque tú lo has querido así. Nunca te los he pedido.
—¿Ah, sí? ¿Has venido aquí sin ningún compromiso y te lo habrías pagado todo tú?
—No hubiera podido hacerlo, Lena, y tú lo sabes —contesté.
—Bien —dijo y me miró de arriba abajo—. ¿Cuánto quieres cobrar por cada Te amo? ¿Esto? —Sacó un billete de un cajón y me lo lanzó—. Ése es el primer pago.
Cogí el billete y lo rompí ante sus narices.
—Gracias —dije—, pero no lo necesito. Te amo sin cobrar nada por hacerlo.
Sentía frío y su nuevo desplante casi me hizo tiritar, pero me contuve. Debía de haber una forma de quitarle aquella costumbre, pero yo no sabía si tendría el vigor suficiente como para aplicarla. Sus constantes ofensas me agotaban, no en lo físico, pero sí en mi interior. No sabía cuánto tiempo podría aguantarlo.
Ella se volvió.
—¿Por qué no quieres saber la verdad? —le pregunté—. ¿Por qué te niegas a ser amada? ¿Acaso no quieres serlo? —Yo no podía entender que rechazara lo que cualquier persona deseaba.
Ella se irguió.
—No, no quiero —dijo, con cara impasible—. No quiero que lo vuelvas a decir. Nunca más. ¿Me has entendido? —Sus ojos centelleaban.
Yo me sentí totalmente exhausta. No sabía de dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para llevarle la contraria; desde luego, ahora ya no podía más. No sólo porque actuara así, como si yo lo hiciera todo por dinero, sino porque, además, también me echaba en cara que yo simulaba mi amor hacia ella.
—Está bien, Lena—dije en voz baja.
Durante los dos últimos días no volvimos a hablar del tema. Dimos paseos, me enseñó sitios maravillosos y nos acostamos juntas; luego yo me mordía la lengua para no decir nada que pudiera provocar su ira.
En el vuelo de vuelta volví a mirar hacia abajo, al azul Mediterráneo, y ahora me pareció distinto a como lo había visto en el viaje de ida. Aquellas tres semanas me habían cambiado mucho.
Yo no era la misma persona que había ido allí con Lena. Y ella no era del todo inocente en ese cambio.
Pero yo no podía alterar nada. Ni siquiera lo de seguir amándola, aun cuando no debiera decirlo.
—Necesito dos o tres días para echarle un vistazo a todo. Sé cómo van las cosas y estoy segura de que en la agencia ya habrá muchos asuntos acumulados —dijo Lena de repente—. Le pediré a Tanja que reserve una mesa para el miércoles. ¿Prefieres algún restaurante en particular?
«¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué dices?», pensé, mientras mi mirada se desplazaba desde la ventanilla hasta su rostro.
—¿Qué...? ¿A qué te refieres? —pregunté, perpleja.
—Nada, que si quieres comer en un griego o, después de estas tres semanas, has acabado de ellos hasta las narices. Tenemos que decidirnos por algún restaurante.
¿Decidir? Ella era la que siempre lo hacía y no solía preguntarme. Pero lo que más me sorprendió fue que, al parecer, ya había decidido lo que iba a ocurrir entre nosotras dos después de aquellas tres semanas. Eso era nuevo para mí. ¿Lo acababa de decidir o le había estado dando vueltas en la cabeza desde hacía mucho tiempo? Por lo menos no había hecho ninguna mención sobre el tema. ¿Qué me quería decir?
—No tengo nada en contra de los griegos —repliqué—, aunque cualquier otro también me parecerá bien.
—De acuerdo —dijo—. Entonces iremos a un griego.
Por aquello de la costumbre. Es lo que se hace cuando se acaba de llegar de Grecia. La próxima vez ya nos buscaremos otro.
«¿La próxima vez? ¿La próxima vez?», repetí para mis adentros como si fuera un eco, pues mi cabeza reaccionaba antes que mi voz.
—Bueno, yo había pensado que una o dos veces por semana —añadió Lena—. Seguro que podré y... —me miró—... espero que tú también.
«¿Vamos a hacerlo una o dos veces a la semana?», me pregunté.
—Ah, sí —dije, ya en voz alta—. Seguro que puedo. Si no se me hace muy tarde. Por las mañanas debo ir a clase y con los exámenes tan cerca me lo tengo que tomar muy en serio.
—Sí, debes hacerlo —asintió, con expresión satisfecha—. Tienes que ir a clase. Casi lo había olvidado.
—Sólo podré quedarme más tiempo los sábados por la noche —dije de un modo automático—. Los demás días me acostaré a las diez.
—Entonces pongamos la noche del sábado como fecha fija —propuso—. A mí me va muy bien. —Yo esperaba que sacara su agenda para anotar la cita, pero no lo hizo. Parecía que podía acordarse—. Pues así lo haremos —añadió—. Tanja tendrá que hacer la reserva de la mesa para el sábado en lugar de para el miércoles. Te llamará para decirte la hora y el lugar, y nos encontraremos allí.
¿Hacía siempre eso con sus... novias? Parecía actuar con mucha confianza.
—Ah..., sí... Está bien —tartamudeé.
En todo caso, volvería a verla, cosa que me había preocupado mucho en los últimos días. Pero ahora ya todo estaba definido. Nos veríamos una vez a la semana, los sábados, iríamos a cenar y nos acostaríamos. Eso último era lo que estaba más claro.
Casi me reí. Como un buen matrimonio de cierta edad.
Siempre los sábados.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Mi madre agradeció mucho la lámpara cuando se la entregaron al día siguiente. Lena se había ocupado de eso, igual que se ocupaba de todo lo demás.
—Mi gratificación —le dije—. Ya te lo comenté. —Y no me puse nada colorada porque, en realidad, decía la verdad.
—Me parece maravillosa —dijo, mientras daba vueltas alrededor de la lámpara, admirándola—. Esto ha debido de costar muy caro.
—En Grecia todo es más barato. —Me sentí incómoda—. Tampoco ha sido tan cara.
—Es que, si no, no te lo hubieses podido permitir —repuso mi madre, más calmada.
«Si supieras todo lo que me puedo permitir», pensé con amargura.
En el fondo de la maleta había escondido el dinero que me había dado Lena y que no había aceptado que le devolviera. Lo guardaría en algún sitio para que mi madre no lo pudiera ver, pues le extrañaría que yo tuviera tal cantidad. Con el paso del tiempo, le compraría cosas o se lo iría dando poco a poco para los gastos de casa, pero no se lo podía plantar de una sola vez en la mano porque desconfiaría.
Un par de días después, Lena se encargó de desbaratar mi bonito concepto de lo que era el ocultar y el esconder. Sonó el timbre de la puerta cuando yo estaba sola en casa, después de comer. Mi madre llegaría más tarde del trabajo.
Un hombre de amable sonrisa estaba ante la puerta. Un vendedor, pensé yo. Vienen bastante por aquí.
—No compramos nada —dije, de forma automática.
Él sonrió.
—De todos modos debe firmar, la compra ya está hecha.
Me quedé boquiabierta y lo miré.
—¿Qué?
—Venga conmigo a la puerta, por favor, y se lo enseñaré —me dijo, y siguió con su sonrisa.
Cogí las llaves de casa y lo seguí.
Delante de la casa había un pequeño coche deportivo.
—Firme aquí. —Me puso debajo de la nariz una tablilla con papeles sujetos por una pinza.
Yo estaba tan alucinada que firmé sin mirar. Es una de mis especialidades.
Me dio unas llaves y luego me plantó un papel en la mano.
—Que lo disfrute —dijo, sonrió y se marchó.
Yo me quedé allí, inmóvil, durante más de cinco minutos. ¡Aquello no podía ser! ¿No me había declarado totalmente en contra de una cosa así? ¿Acaso mi opinión no le interesaba a Lena? Yo no le había dicho el coche que quería, así que se había limitado a comprar uno, uno que seguro yo no habría escogido.
Yo habría pensado en algo así como un coche japonés de segunda mano, pero éste era... increíble.
Me acerqué despacio al coche y toqué su suave carrocería lacada. Rojo. Un coche de ensueño. Lo había visto anunciado algunas veces y pensaba que sería fantástico poder tener dinero para comprarlo.
Parecía como si Lena lo hubiera sabido sin que nunca hubiéramos hablado del tema.
Me senté en su interior y miré el cuadro de mandos. Se habían ceñido al diseño antiguo, como en los viejos coches ingleses. Busqué la llave de contacto y lo puse en marcha. El sonido era ensordecedor y enseguida lo volví a apagar.
Pero no podía dejar el coche allí aparcado. Mi madre...
Lo arranqué de nuevo y esta vez no permití que su deportivo sonido me detuviera. Conduje a lo largo de un par de calles. Mejor sería decir que eso es lo que pretendía hacer, porque, cuando el coche se puso en marcha y enfilé la calle principal, ya no pude detenerme. Le di gas y luego quise frenar de nuevo. El coche salió disparado hacia delante como si dispusiera de cohetes. No podía conducir tan rápido por la ciudad, así que me dirigí hacia la autopista.
El tiempo pasó en un vuelo y me llevé un buen susto cuando miré el reloj de diseño que estaba instalado en el salpicadero. ¡Mi madre no tardaría en llegar a casa! Tenía que dejar el coche en algún sitio.
No es que mi madre esperara que yo estuviera en casa a su llegada, pero si, por algún motivo, me veía bajar de aquel deportivo seguro que se iba a quedar de piedra.
Regresé y aparqué el coche donde tenía pensado. Luego me fui a pie hasta nuestro piso. Mi madre no había llegado todavía a casa y, si estaba haciendo horas extraordinarias, yo dispondría de un poco más de tiempo.
Llamé a Lena.
—¿Te ha gustado? —preguntó como saludo antes de que yo pudiera decir nada. Yo no podía verla, pero me pareció que se reía.
—Es... es la bomba —dije—, pero esto no puede ser, Lena. ¿Cómo se lo voy a explicar a mi madre?
—Sí, claro, tu madre —respondió. Al parecer no había pensado en eso—. ¿No puedes limitarte a contarle la verdad..., es decir, que es un regalo mío? —preguntó.
—¿A cambio de qué? —repliqué yo, mordaz—. ¿Has pensado en eso?
—No, si te digo la verdad, no —repuso—. El coche me sonrió cuando llegué al concesionario y no pude remediarlo.
—¿Que te sonrió? —Que Lena se entendiera con los coches era algo nuevo para mí.
—Se parece a ti —dijo—. Enseguida me dio la sensación de que estabais hechos el uno para la otra.
—Oh, claro, encajamos muy bien —dije, con los dientes apretados—. Si me pudiera pagar un garaje y el seguro y los impuestos y la gasolina...
—Eso está todo arreglado —replicó—. Aquí tienes garaje y todo lo demás está pagado por adelantado. Hay cheques de gasolina en la guantera; al menos es lo que me dijo el vendedor. Seguro que también está todo lo demás.
Yo no lo había mirado.
—Y en cuanto al garaje —continuó, en un tono indiferente—, entérate si hay uno cerca de tu casa. Yo me hago cargo; mándame la cuenta.
¡Ah, sí! La cuenta. ¿Qué podía hacer yo? Ahora ya no podía convencerla para devolver el coche. Y si se enfadaba conmigo, yo no tendría nada que hacer. Tenía que aceptarlo hasta ver si se me ocurría alguna otra solución.
—Ah, por cierto, con respecto al sábado —dijo—, ¿te ha llamado Tanja?
—Sí lo ha hecho —dije yo.
—Entonces, está todo bien —dijo—. De todas formas me gustaría otra cosa. ¿Me recoges con tu nuevo bólido? Quisiera ver cómo lo conduces.
«Lo mejor sería que me estampara contra un árbol y todo habría terminado», pensé.
—Claro —repuse—. Lo que quieras. Te iré a buscar.
—Una hora antes —dijo ella—. Tampoco se trata de hacer una excursión muy larga. Me recoges en mi casa. Hasta entonces. —Colgó.
Ahora me había contratado como chófer. Pronto me haría responsable de todo lo de su casa y entonces ya no necesitaría tener más empleados.
Oí que la llave giraba en la cerradura. Era mi madre, que acababa de llegar.
—¿Estás en casa?
—Sí. —Me levanté y me guardé a toda prisa las llaves del coche en el bolsillo del pantalón. Tenía un llavero bastante aparatoso—. Sí, estoy aquí.
Mi madre llegó a la puerta y me sonrió.
—¿Todo bien? ¿Algo especial?
—Nada. —Negué con la cabeza—. Todo igual que siempre.
—Bueno, pues entonces podemos cenar —dijo—. ¿Has hecho la compra?
—Sí, lo que ponía la lista. —La seguí hasta la cocina.
—La verdad es que tú puedes hacerlo casi todo. —Suspiró y se puso un delantal—. Sería magnífico que te interesaras un poco más por la cocina.
—Sí —dije, arrugando la frente—. Soy un desastre con eso, lo he oído muchas veces en los últimos tiempos.
—Mi gratificación —le dije—. Ya te lo comenté. —Y no me puse nada colorada porque, en realidad, decía la verdad.
—Me parece maravillosa —dijo, mientras daba vueltas alrededor de la lámpara, admirándola—. Esto ha debido de costar muy caro.
—En Grecia todo es más barato. —Me sentí incómoda—. Tampoco ha sido tan cara.
—Es que, si no, no te lo hubieses podido permitir —repuso mi madre, más calmada.
«Si supieras todo lo que me puedo permitir», pensé con amargura.
En el fondo de la maleta había escondido el dinero que me había dado Lena y que no había aceptado que le devolviera. Lo guardaría en algún sitio para que mi madre no lo pudiera ver, pues le extrañaría que yo tuviera tal cantidad. Con el paso del tiempo, le compraría cosas o se lo iría dando poco a poco para los gastos de casa, pero no se lo podía plantar de una sola vez en la mano porque desconfiaría.
Un par de días después, Lena se encargó de desbaratar mi bonito concepto de lo que era el ocultar y el esconder. Sonó el timbre de la puerta cuando yo estaba sola en casa, después de comer. Mi madre llegaría más tarde del trabajo.
Un hombre de amable sonrisa estaba ante la puerta. Un vendedor, pensé yo. Vienen bastante por aquí.
—No compramos nada —dije, de forma automática.
Él sonrió.
—De todos modos debe firmar, la compra ya está hecha.
Me quedé boquiabierta y lo miré.
—¿Qué?
—Venga conmigo a la puerta, por favor, y se lo enseñaré —me dijo, y siguió con su sonrisa.
Cogí las llaves de casa y lo seguí.
Delante de la casa había un pequeño coche deportivo.
—Firme aquí. —Me puso debajo de la nariz una tablilla con papeles sujetos por una pinza.
Yo estaba tan alucinada que firmé sin mirar. Es una de mis especialidades.
Me dio unas llaves y luego me plantó un papel en la mano.
—Que lo disfrute —dijo, sonrió y se marchó.
Yo me quedé allí, inmóvil, durante más de cinco minutos. ¡Aquello no podía ser! ¿No me había declarado totalmente en contra de una cosa así? ¿Acaso mi opinión no le interesaba a Lena? Yo no le había dicho el coche que quería, así que se había limitado a comprar uno, uno que seguro yo no habría escogido.
Yo habría pensado en algo así como un coche japonés de segunda mano, pero éste era... increíble.
Me acerqué despacio al coche y toqué su suave carrocería lacada. Rojo. Un coche de ensueño. Lo había visto anunciado algunas veces y pensaba que sería fantástico poder tener dinero para comprarlo.
Parecía como si Lena lo hubiera sabido sin que nunca hubiéramos hablado del tema.
Me senté en su interior y miré el cuadro de mandos. Se habían ceñido al diseño antiguo, como en los viejos coches ingleses. Busqué la llave de contacto y lo puse en marcha. El sonido era ensordecedor y enseguida lo volví a apagar.
Pero no podía dejar el coche allí aparcado. Mi madre...
Lo arranqué de nuevo y esta vez no permití que su deportivo sonido me detuviera. Conduje a lo largo de un par de calles. Mejor sería decir que eso es lo que pretendía hacer, porque, cuando el coche se puso en marcha y enfilé la calle principal, ya no pude detenerme. Le di gas y luego quise frenar de nuevo. El coche salió disparado hacia delante como si dispusiera de cohetes. No podía conducir tan rápido por la ciudad, así que me dirigí hacia la autopista.
El tiempo pasó en un vuelo y me llevé un buen susto cuando miré el reloj de diseño que estaba instalado en el salpicadero. ¡Mi madre no tardaría en llegar a casa! Tenía que dejar el coche en algún sitio.
No es que mi madre esperara que yo estuviera en casa a su llegada, pero si, por algún motivo, me veía bajar de aquel deportivo seguro que se iba a quedar de piedra.
Regresé y aparqué el coche donde tenía pensado. Luego me fui a pie hasta nuestro piso. Mi madre no había llegado todavía a casa y, si estaba haciendo horas extraordinarias, yo dispondría de un poco más de tiempo.
Llamé a Lena.
—¿Te ha gustado? —preguntó como saludo antes de que yo pudiera decir nada. Yo no podía verla, pero me pareció que se reía.
—Es... es la bomba —dije—, pero esto no puede ser, Lena. ¿Cómo se lo voy a explicar a mi madre?
—Sí, claro, tu madre —respondió. Al parecer no había pensado en eso—. ¿No puedes limitarte a contarle la verdad..., es decir, que es un regalo mío? —preguntó.
—¿A cambio de qué? —repliqué yo, mordaz—. ¿Has pensado en eso?
—No, si te digo la verdad, no —repuso—. El coche me sonrió cuando llegué al concesionario y no pude remediarlo.
—¿Que te sonrió? —Que Lena se entendiera con los coches era algo nuevo para mí.
—Se parece a ti —dijo—. Enseguida me dio la sensación de que estabais hechos el uno para la otra.
—Oh, claro, encajamos muy bien —dije, con los dientes apretados—. Si me pudiera pagar un garaje y el seguro y los impuestos y la gasolina...
—Eso está todo arreglado —replicó—. Aquí tienes garaje y todo lo demás está pagado por adelantado. Hay cheques de gasolina en la guantera; al menos es lo que me dijo el vendedor. Seguro que también está todo lo demás.
Yo no lo había mirado.
—Y en cuanto al garaje —continuó, en un tono indiferente—, entérate si hay uno cerca de tu casa. Yo me hago cargo; mándame la cuenta.
¡Ah, sí! La cuenta. ¿Qué podía hacer yo? Ahora ya no podía convencerla para devolver el coche. Y si se enfadaba conmigo, yo no tendría nada que hacer. Tenía que aceptarlo hasta ver si se me ocurría alguna otra solución.
—Ah, por cierto, con respecto al sábado —dijo—, ¿te ha llamado Tanja?
—Sí lo ha hecho —dije yo.
—Entonces, está todo bien —dijo—. De todas formas me gustaría otra cosa. ¿Me recoges con tu nuevo bólido? Quisiera ver cómo lo conduces.
«Lo mejor sería que me estampara contra un árbol y todo habría terminado», pensé.
—Claro —repuse—. Lo que quieras. Te iré a buscar.
—Una hora antes —dijo ella—. Tampoco se trata de hacer una excursión muy larga. Me recoges en mi casa. Hasta entonces. —Colgó.
Ahora me había contratado como chófer. Pronto me haría responsable de todo lo de su casa y entonces ya no necesitaría tener más empleados.
Oí que la llave giraba en la cerradura. Era mi madre, que acababa de llegar.
—¿Estás en casa?
—Sí. —Me levanté y me guardé a toda prisa las llaves del coche en el bolsillo del pantalón. Tenía un llavero bastante aparatoso—. Sí, estoy aquí.
Mi madre llegó a la puerta y me sonrió.
—¿Todo bien? ¿Algo especial?
—Nada. —Negué con la cabeza—. Todo igual que siempre.
—Bueno, pues entonces podemos cenar —dijo—. ¿Has hecho la compra?
—Sí, lo que ponía la lista. —La seguí hasta la cocina.
—La verdad es que tú puedes hacerlo casi todo. —Suspiró y se puso un delantal—. Sería magnífico que te interesaras un poco más por la cocina.
—Sí —dije, arrugando la frente—. Soy un desastre con eso, lo he oído muchas veces en los últimos tiempos.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Amazing! Cada vez esta mas interesante ... Contii
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: UNA ISLA PARA DOS
El sábado me dirigí a casa de Lena. Ella salió y se subió al coche.
—Parece maravilloso —dijo, cuando lo puse en marcha—. Yo no lo he conducido; sólo lo he visto parado.
—¿Dónde quieres ir? —pregunté. De hecho, yo era el chófer y ella siempre decidía nuestro destino.
—No hagas como si esto no te divirtiera —dijo, con aspecto satisfecho—. Te comportas como si te hubiera regalado un potro de tortura o algo parecido.
«Pues, de verdad, algo así. Me torturo cada día al tener que mentirle a mi madre ocultándole el coche y al pensar en la forma de explicarle cómo lo he conseguido», pensé.
—Si te tranquiliza, te diré que sí me divierte. Va muy bien. ¿Pero qué voy a hacer con un coche así? ¿Ir a clase?
—¿Por qué no? —preguntó ella—. ¿No te facilitará la vida?
«Pues seguro que no, porque alguno de mis compañeros de clase acabaría por contárselo a mi madre», pensé, y agregué en alto:
—Voy en autobús. Como cualquier estudiante normal.
Lena me miró.
—Eres muy conservadora —dijo, a modo de reproche—. Deberías ser algo más flexible.
¿Más flexible? Me había obligado a tener flexibilidad en algunas cosas con las que yo ni siquiera hubiera soñado.
—Es muy sencillo, Lena. Un coche así no me pega. Nunca me lo podría permitir.
—Ahora sí puedes —dijo, imperturbable—. Alégrate de eso.
— Yo no me lo puedo permitir, eres tú la que sí puedes —contesté.
—Bien. ¿Y cuál es la diferencia? ¿Crees que eso me va a empobrecer?
«No, seguro que no», dije para mis adentros. Se trataba de que no quería entenderme.
—Bueno, bueno. —Lancé un suspiro—. Ya está bien.
—No me gusta ese tono —dijo—. Deja de usarlo conmigo.
La miré y en ese mismo instante la hubiera estrangulado. Al parecer pensaba que me había comprado y que yo estaba obligada a acatar todas sus órdenes.
—Lo mismo digo —respondí.
La miré por el rabillo del ojo y comprobé que se había quedado perpleja. Yo nunca había sido tan descarada con ella, pero es que me sentía molesta. Estaba muy ilusionada por volver a verla después de aquella semana de separación y ella se había limitado a subirse al coche, ni siquiera me había saludado y se había comportado como si yo fuera su chófer y no me hubiera echado de menos. Bien, puede que no lo hubiera hecho, pero ¿no podía disimularlo al menos un poco?
No, claro que no podía. Gemí para mi interior. Para eso hacían falta unas condiciones previas, como por ejemplo el amor. Ella no suspiraba por mí. Sólo era su cita de los sábados.
Cuando me quedó claro, me dieron escalofríos. Si ella no hubiera tenido tan poco tiempo y no hubiera trabajado tanto, también podía haber tenido una cita los viernes o los miércoles, pero con otra mujer.
—Perdona, Lena No quería decirlo.
—Yo pensaba que íbamos a pasar una noche agradable —dijo—. Si no va a ser así, llévame a casa. Es mejor renunciar.
«¿Renunciar a qué? ¿A tu ración semanal de sexo?»
Desde luego, habíamos sufrido un cambio después de regresar del Egeo. En fin, a lo mejor ni eso. Yo no sabía lo que había hecho durante toda la semana.
—No, bueno, está bien —dije.
Quería tranquilizarla, mirarla, hablar con ella y acostarme a su lado. La había echado mucho de menos. Había soñado con ella todas las noches, había oído su voz, había sentido sus labios y percibido el roce de sus manos, y me había despertado con una sonrisa feliz. Y luego la había echado tanto de menos que la añoranza por ella casi me había devorado.
—¿Estás segura? —preguntó—. Esta noche no quiero discutir, ni por el coche, ni por el dinero, ni por... —se interrumpió.
Me hubiera jugado el pescuezo a que había evitado pronunciar la palabra amor. Quedaba totalmente claro que sobre eso no quería discutir.
—Quédate tranquila —dije. Me volví a ella con una sonrisa—. Me alegro de volver a verte —comencé a decir, tratando de empezar la velada como tenía previsto hacerlo en un principio—. Y me alegro de que vayamos a cenar.
Aquel era un tema muy inofensivo, al que me agarré de inmediato.
—Seguro que te desilusionará —respondió—. A mí me ocurre lo mismo cada vez que vuelvo. Hasta los mejores restaurantes tienen los ingredientes congelados. No hay casi nada fresco en lo que te sirven. Y nada en absoluto que venga del Mediterráneo y que tenga que ser transportado desde allí.
«¿Algo más que no se puede comprar con dinero?», pensé, pero no lo dije. La palabra dinero era hoy tabú; ella lo había dispuesto así.
Después de cenar no tuve más remedio que darle la razón.
—No tiene nada que ver, en absoluto, y menos aún con tu comida —dije, mientras tomábamos el café.
Nada sabía como en Grecia, aunque fueran cosas griegas. En la cubierta de su barco, todo parecía tener otra calidad. El sol por sí solo ya lo mejoraba todo. En nuestro nublado país no se podía concebir una cosa así.
Ella sonrió.
—¿La próxima vez a un italiano?
—Claro —dije—. Y también puedes cocinar tú.
Lena alzó las manos en ademán negativo.
—¡Oh, no! Eso sólo en vacaciones.
—Creía que te gustaba cocinar —repliqué.
—Sí, pero hay que hacer preparativos, la compra, la elaboración de los platos, y no tengo tiempo para eso.
—Yo puedo —dije de una forma espontánea—. Siempre hago la compra para mi madre.
—Lo podría hacer la mujer que me lleva la casa —contestó Lena—, pero no es lo mismo. Para eso hay que tener tiempo y hacerlo todo una misma. Sólo así resulta divertido de verdad.
La mujer que le llevaba la casa. Algo en lo que yo no había pensado. Como es lógico, en mi visita nocturna a su casa no había visto a nadie, pero podía haber imaginado que Lena tendría una persona así a su servicio. Era verdad que vivía en un mundo distinto al mío.
—¿Nos vamos? —preguntó, y al mirarla a los ojos me di cuenta de que casi no podía esperarse hasta llegar a casa.
Yo también lo deseaba. Durante la cena la había mirado una y otra vez, ansiando un beso suyo y después una caricia. Pero en ningún momento me atreví siquiera a rozar su mano.
Le hizo una seña al camarero, firmó la cuenta y, sin más preámbulos, que a ella no le hacían falta, abandonamos el local.
—Parece maravilloso —dijo, cuando lo puse en marcha—. Yo no lo he conducido; sólo lo he visto parado.
—¿Dónde quieres ir? —pregunté. De hecho, yo era el chófer y ella siempre decidía nuestro destino.
—No hagas como si esto no te divirtiera —dijo, con aspecto satisfecho—. Te comportas como si te hubiera regalado un potro de tortura o algo parecido.
«Pues, de verdad, algo así. Me torturo cada día al tener que mentirle a mi madre ocultándole el coche y al pensar en la forma de explicarle cómo lo he conseguido», pensé.
—Si te tranquiliza, te diré que sí me divierte. Va muy bien. ¿Pero qué voy a hacer con un coche así? ¿Ir a clase?
—¿Por qué no? —preguntó ella—. ¿No te facilitará la vida?
«Pues seguro que no, porque alguno de mis compañeros de clase acabaría por contárselo a mi madre», pensé, y agregué en alto:
—Voy en autobús. Como cualquier estudiante normal.
Lena me miró.
—Eres muy conservadora —dijo, a modo de reproche—. Deberías ser algo más flexible.
¿Más flexible? Me había obligado a tener flexibilidad en algunas cosas con las que yo ni siquiera hubiera soñado.
—Es muy sencillo, Lena. Un coche así no me pega. Nunca me lo podría permitir.
—Ahora sí puedes —dijo, imperturbable—. Alégrate de eso.
— Yo no me lo puedo permitir, eres tú la que sí puedes —contesté.
—Bien. ¿Y cuál es la diferencia? ¿Crees que eso me va a empobrecer?
«No, seguro que no», dije para mis adentros. Se trataba de que no quería entenderme.
—Bueno, bueno. —Lancé un suspiro—. Ya está bien.
—No me gusta ese tono —dijo—. Deja de usarlo conmigo.
La miré y en ese mismo instante la hubiera estrangulado. Al parecer pensaba que me había comprado y que yo estaba obligada a acatar todas sus órdenes.
—Lo mismo digo —respondí.
La miré por el rabillo del ojo y comprobé que se había quedado perpleja. Yo nunca había sido tan descarada con ella, pero es que me sentía molesta. Estaba muy ilusionada por volver a verla después de aquella semana de separación y ella se había limitado a subirse al coche, ni siquiera me había saludado y se había comportado como si yo fuera su chófer y no me hubiera echado de menos. Bien, puede que no lo hubiera hecho, pero ¿no podía disimularlo al menos un poco?
No, claro que no podía. Gemí para mi interior. Para eso hacían falta unas condiciones previas, como por ejemplo el amor. Ella no suspiraba por mí. Sólo era su cita de los sábados.
Cuando me quedó claro, me dieron escalofríos. Si ella no hubiera tenido tan poco tiempo y no hubiera trabajado tanto, también podía haber tenido una cita los viernes o los miércoles, pero con otra mujer.
—Perdona, Lena No quería decirlo.
—Yo pensaba que íbamos a pasar una noche agradable —dijo—. Si no va a ser así, llévame a casa. Es mejor renunciar.
«¿Renunciar a qué? ¿A tu ración semanal de sexo?»
Desde luego, habíamos sufrido un cambio después de regresar del Egeo. En fin, a lo mejor ni eso. Yo no sabía lo que había hecho durante toda la semana.
—No, bueno, está bien —dije.
Quería tranquilizarla, mirarla, hablar con ella y acostarme a su lado. La había echado mucho de menos. Había soñado con ella todas las noches, había oído su voz, había sentido sus labios y percibido el roce de sus manos, y me había despertado con una sonrisa feliz. Y luego la había echado tanto de menos que la añoranza por ella casi me había devorado.
—¿Estás segura? —preguntó—. Esta noche no quiero discutir, ni por el coche, ni por el dinero, ni por... —se interrumpió.
Me hubiera jugado el pescuezo a que había evitado pronunciar la palabra amor. Quedaba totalmente claro que sobre eso no quería discutir.
—Quédate tranquila —dije. Me volví a ella con una sonrisa—. Me alegro de volver a verte —comencé a decir, tratando de empezar la velada como tenía previsto hacerlo en un principio—. Y me alegro de que vayamos a cenar.
Aquel era un tema muy inofensivo, al que me agarré de inmediato.
—Seguro que te desilusionará —respondió—. A mí me ocurre lo mismo cada vez que vuelvo. Hasta los mejores restaurantes tienen los ingredientes congelados. No hay casi nada fresco en lo que te sirven. Y nada en absoluto que venga del Mediterráneo y que tenga que ser transportado desde allí.
«¿Algo más que no se puede comprar con dinero?», pensé, pero no lo dije. La palabra dinero era hoy tabú; ella lo había dispuesto así.
Después de cenar no tuve más remedio que darle la razón.
—No tiene nada que ver, en absoluto, y menos aún con tu comida —dije, mientras tomábamos el café.
Nada sabía como en Grecia, aunque fueran cosas griegas. En la cubierta de su barco, todo parecía tener otra calidad. El sol por sí solo ya lo mejoraba todo. En nuestro nublado país no se podía concebir una cosa así.
Ella sonrió.
—¿La próxima vez a un italiano?
—Claro —dije—. Y también puedes cocinar tú.
Lena alzó las manos en ademán negativo.
—¡Oh, no! Eso sólo en vacaciones.
—Creía que te gustaba cocinar —repliqué.
—Sí, pero hay que hacer preparativos, la compra, la elaboración de los platos, y no tengo tiempo para eso.
—Yo puedo —dije de una forma espontánea—. Siempre hago la compra para mi madre.
—Lo podría hacer la mujer que me lleva la casa —contestó Lena—, pero no es lo mismo. Para eso hay que tener tiempo y hacerlo todo una misma. Sólo así resulta divertido de verdad.
La mujer que le llevaba la casa. Algo en lo que yo no había pensado. Como es lógico, en mi visita nocturna a su casa no había visto a nadie, pero podía haber imaginado que Lena tendría una persona así a su servicio. Era verdad que vivía en un mundo distinto al mío.
—¿Nos vamos? —preguntó, y al mirarla a los ojos me di cuenta de que casi no podía esperarse hasta llegar a casa.
Yo también lo deseaba. Durante la cena la había mirado una y otra vez, ansiando un beso suyo y después una caricia. Pero en ningún momento me atreví siquiera a rozar su mano.
Le hizo una seña al camarero, firmó la cuenta y, sin más preámbulos, que a ella no le hacían falta, abandonamos el local.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
La entrada en su casa no despertó en mí muy buenos recuerdos. La última vez, al terminar, ella me había dado dinero. En realidad yo ya tendría que haberme acostumbrado a eso, pero no lo conseguía. Claro que esta vez no debía temer un ofrecimiento de dinero: ya tenía el coche que estaba aparcado delante de su casa.
Cerró la puerta y me empujó contra ella.
—Bésame —me dijo—. Rápido.
No había tiempo ni para llegar a la habitación. Yo ya lo tenía previsto.
La besé tal y como me había pedido; hubiera preferido empezar con suavidad, acariciarla poco a poco y parte por parte, pero no me lo permitió.
Me sacó la camisa del pantalón y me acarició la piel con sus cálidas manos, mientras me besaba de una forma tan apasionada que casi me dio vértigo.
Noté en mi boca el sabor de su carmín. En el Egeo nunca lo llevaba, pero aquí, de regreso a la civilización, siempre iba maquillada. Sabía bien, aunque ella sabía mucho mejor.
Se quitó la chaqueta a toda prisa y la dejó caer sin desprenderse de mi boca; me besaba con un ansia cada vez más vehemente.
—Ven —susurró y tiró con impaciencia de mí.
En un lado del vestíbulo se abría una puerta por la que me obligó a entrar. Por el aspecto que presentaba aquello debía de ser el salón. No lo pude ver muy bien, pues seguía besándome.
Delante de la chimenea había un sofá, en el que se dejó caer hacia atrás y yo sobre ella.
«Vaya, ¿hoy quieres estar debajo?», pensé, sorprendida.
—Ven —susurró de nuevo—, ven.
Como yo estaba arriba pude controlarla un poco mejor, lo que me pareció estupendo, porque no me apetecía que todo fuera tan rápido. También estaba más que claro lo que ella quería, y como ella misma había elegido la postura, ahora tendría que cargar con las consecuencias.
—Despacio —susurré, inclinándome para besarla en el cuello—. Que sea lento.
—No quiero...
—Ya sé que no quieres, pero no nos hemos visto durante una semana. Vamos a saborearlo, por favor.
Yo tuve la sensación de que, de repente, se escucharía un gruñido indignado procedente de su garganta, pero se tranquilizó.
—Tienes razón —dijo, respirando con fuerza.
—Te lo voy a hacer todo lo bien que pueda —susurré—. Disfrútalo, por favor.
«Y permíteme que yo también lo disfrute», dije para mis adentros.
Deseaba amarla y ofrecerle una muestra de lo que sentía por ella: yo no quería sexo a lo McDonald's, como si fuera una comida rápida. Ahora que ya no nos veríamos con tanta frecuencia, cada ocasión debía ser algo especial.
Abrí su blusa, la aparté un poco a los lados y dejé que su sujetador ejerciera su efecto sobre mí. Era bonito. En el Egeo nunca llevaba, si acaso la parte de arriba del bikini, y a veces ni eso, cuando estábamos solas en el barco.
Aquel sujetador era... algo para llevar en la ciudad. Con encajes y extremadamente elegante. Y seguro que muy caro. Claro que eso no había ni que dudarlo: ella no tenía nada que no costara un dineral.
Besé sus pechos por encima del sujetador y por debajo, en la piel. Pero no se lo quité. Lena gemía, como atormentada, y su cabeza volteaba de un lado a otro, apoyada en el respaldo del sofá.
Yo ya tenía tras de mí una intensa experiencia procedente de las tres semanas de aprendizaje. No sería como la primera vez que estuvimos en su casa. Ella tenía que darse cuenta de los cambios. Y seguro que lo haría.
Pasé mis manos por sus costados, despacio, de arriba abajo. Ella se retorció y pidió más. Le abrí el pantalón y me metí con lentitud dentro de él.
Lena jadeaba con fuerza en busca de aire. Luego acaricié su estómago con mucha suavidad, pero dejé que mi mano quedara muy arriba, para que los bruscos movimientos de sus caderas no consiguieran alcanzarla.
Me tumbé sobre ella y mordisqueé los lóbulos de sus orejas.
—Paciencia, Lena —susurré—. Tómate tu tiempo.
Nunca le había dado ninguna orden; era la primera vez. Su pecho se elevó y luego bajó con vehemencia, pero no dijo nada. Tenía los ojos cerrados. Quería disfrutar e incluso me daba la oportunidad de controlarla. Eso ya constituía una novedad.
El hecho de no ponerse furiosa y exigir sus derechos de una forma enérgica ya era una buena señal. Algo había cambiado entre nosotras dos.
Yo sonreí. Esperaba que la cosa siguiera así. Era el primer paso en la dirección adecuada. Si ella se mantenía así podíamos ser como...
«¿Qué? ¿Una pareja? ¿Incluso una pareja de amantes? Tú sueñas», me dije.
Sí, yo ya sabía que soñaba.
Volvió a removerse, intranquila, debajo de mí.
—Por favor... —murmuró—, sigue...
¡Oh, sí, era tan dulce! Yo ya no podía parar: tenía que besarla. Abrió los labios y entré en su boca; luego llevé una mano a su espalda y le desabroché el sujetador. Sólo necesitaba retirarlo para poder llegar hasta sus pechos, pero para desnudarla lo tenía un poco complicado por el momento.
Miré sus pezones, que se erguían rígidos. Eran, además de otras muchas cosas, algo con lo que yo había soñado. Me incliné y los tomé con la boca, y ella gimió.
—Sí... Sí...
—Lena —murmuré en voz baja, mientras acariciaba con la lengua uno de aquellos botones.
Sus movimientos se hicieron cada vez más violentos.
—Oh, por favor... —susurró—. No tardes tanto...
Metí una mano en su pantalón mientras acariciaba su pecho. Busqué la humedad de su centro, pero no entré. Simplemente me limité a palpar su clítoris. Allí había mucho más que un poco de humedad. Sabía que Lena había estado excitada durante toda la noche.
Acaricié aquel pequeño brote y Lena gimió en voz alta. Yo ya no pude contenerla más. Se apretó contra mi mano, gimió, gritó y me arañó la espalda. Luego jadeó y se quedó tumbada. Sus caderas se agitaban aún debajo de mí.
Aproveché aquel momento para deslizarme a su lado y quitarle los pantalones. Quería maravillarme una vez más con aquella magnífica visión del embriagador lugar que había entre sus piernas, pero no podía entretenerme durante mucho tiempo. Tenía que besar aquellos pliegues convulsos, separarlos con mi lengua, penetrar, sentir aquella maravillosa sensación.
Lena gimió de nuevo, elevó sus caderas y se pegó a mí.
—¡Sí...! —exclamó con voz ronca y excitada—. ¡Sí...! ¡Sí...! ¡Sí...! ¡Sí...!
Agarré con fuerza sus muslos, lo que me costó mucho trabajo, porque se retorcía como una serpiente, y mi lengua presionó con más intensidad en su interior.
Sus gemidos fueron aún más profundos y apasionados, casi animales. Estaba desquiciada.
Acaricié su perla e imprimí a mi lengua un ritmo cada vez más rápido, hasta que tuve la sensación, por la forma en que se movía, de que nunca podría sacarla de allí. Luego la solté, sentí cómo palpitaba en mis labios, se estremeció y se crispó de nuevo. Tuvo diez orgasmos seguidos, sin interrupciones.
Cuando terminó, puse mis manos sobre su estómago y pude comprobar que, bajo la pared abdominal, persistían unas convulsiones que no querían abandonarla.
Transcurrieron unos segundos hasta que pudo respirar y obtener el suficiente aire como para permitirse hablar.
—¡Oh, Dios! —murmuró—. ¡Oh, Dios!
Lena me había echado mucho de menos. Eso lo podía decir yo, pero ella nunca lo reconocería.
Me desplacé de nuevo hacia arriba y la miré con una sonrisa.
—¿Satisfecha? —dije, pues sabía que no podía decir eso de Te quiero.
—No es necesario que te conteste —repuso.
Al parecer, ya se había recuperado.
Permanecí tumbada sobre ella y apoyé mi cabeza en su pecho.
—Si estás muy cansada —dije—, reposa un poco.
Ella no tenía que proporcionarme ningún placer. Que yo la hubiera satisfecho tanto hacía surgir en mí un profundo sentimiento de conexión con ella. Había sido tan dulce cuando se había entregado a mí. Tan increíblemente dulce. ¿Cómo podía ocultarlo cuando no se trataba de sexo? Ella era así: dulce. Pero, en la vida cotidiana, nadie hubiera podido imaginarlo.
—¿No quieres tú? —preguntó.
—No, porque estás muy cansada —dije y sonreí de nuevo—. Todo está muy bien así.
—No quiero tener deudas —replicó.
«¡Oh, no, Lena! ¡No, por favor!»
—No las tienes —dije en un tono frío. Había encontrado de nuevo mi voz de puta, aquella voz que ya creía haber perdido—. Ya tengo el coche.
—Es cierto —dijo ella.
Aquello parecía haber liquidado sus «deudas».
—Y, además —continué—, tú misma habías prohibido hablar de ese tema.
—También es cierto —dijo y me miró—. Pero, a pesar de todo, quiero hacerlo ahora.
Era fría como un pez. Sólo quería liquidar sus deudas, nada más, aun cuando yo le aseguraba que no existía tal deuda.
—Bien —dije—. ¿Cómo?
Tenía que controlarme. Estaba segura de que ella se había alegrado tanto como yo de que volviéramos a vernos, pero no lo expresaba.
—Limítate a quedarte tumbada —me indicó—. Quiero que te corras estando encima de mí.
Instrucciones como si estuviéramos en el rodaje de una película porno. Quizá más tarde, en vista de mi experiencia, podría plantearme hacer carrera en ese gremio.
Su mano se desplazó hacia abajo y me abrió los pantalones, para continuar en busca de mi punto central.
Presionó por encima de mi ardiente y húmedo botón, y lo recorrió rápido, cada vez más rápido.
—Córrete —me apremió—, córrete...
Parecía no querer darme el tiempo que yo sí le había concedido. Tenía que recuperar todos los minutos que yo le había «robado». Mis pechos ardían. Deseaba que los tocara, pero ella sólo frotaba entre mis piernas hasta que al fin me corrí con un suspiro y me desplomé. No hubo segunda vez.
—Ponte de pie —dijo—. Me lo pones muy complicado.
¡Oh, Dios, menudo humor tenía! ¿Qué es lo que yo había hecho mal? ¿Sólo porque me había tomado un poco más de tiempo? Parecía ser eso. Me había pasado y ahora tenía que sufrir una sanción. Ciertamente tenía un carácter muy complicado.
Me puse de pie. Hoy por lo menos no necesitaba dinero para el taxi. El coche estaba aparcado delante de la puerta. Su coche. El coche que ella me había regalado como pago por mis servicios. ¡Todo aquello resultaba horrible!
—¿Debo irme? —pregunté.
¿Por qué no se podía quitar el amor igual que se saca una muela? Te dolía por un momento, pero luego se calmaba. Para siempre. Pero aquello no podía ser. Ella me trataba... como siempre y yo, por eso, la amaba. Bueno, quizá no fuera por eso, pero lo cierto es que sí la amaba.
—Sí, hasta el sábado que viene. Tanja te llamará por teléfono —dijo, pasó delante de mí y abandonó la habitación.
Yo me quedé con la boca abierta. Aquello era el colmo.
Podía ir tras ella y obligarla, pero ¿a qué iba a obligarla? No podía exigir que me amara aunque, de hecho, eso era todo lo que yo quería.
No tenía ningún sentido. Tenía que dejarla. Cada vez me haría más infeliz y, aunque dejarla también me haría infeliz, seguro que al cabo de un tiempo todo se calmaría.
Cogí mi ropa y subí las escaleras en dirección a su dormitorio. Estaba ante la puerta de la ducha. Desnuda. Tuve que tragar saliva.
—Sólo quería decirte, Lena, que no voy a volver —dije, con gran trabajo—. Dejo el coche ahí fuera. Me iré en autobús. —Estaba segura de que a aquella hora y por aquel lugar no pasaría ninguno, pero me daba igual.
—¿Qué significa eso de que no vas a volver? —preguntó.
—Pues significa eso: que no voy a volver. Ni el sábado que viene ni ningún otro.
Me volví para salir del dormitorio.
—¡Espera! —exclamó. Me quedé de pie y me di la vuelta—. No puedes hacer eso.
La miré. Con gusto le hubiera dicho todo lo que ella no quería oír. Pero, si lo hacía, me volvería a doler, a mí y a ella.
—¿Por qué no puedo hacerlo? —contesté—. Según alcanzo a recordar, nuestro acuerdo sólo servía para el mar Egeo. Ya han pasado las vacaciones, estamos otra vez aquí y todo resulta ya como antes, cuando no había acuerdo. ¿O tienes la sensación de que aún existen deudas que yo deba pagar? —añadí, hostil—. Si lo crees así, lo haré, porque no quiero tener deudas contigo, igual que tú no las deseas tener conmigo.
—No, yo... —Se acercó un par de pasos, con el aspecto de sentirse muy sorprendida—. No, no tienes ninguna deuda conmigo. El coche te lo puedes quedar para ti —dijo—. Es un regalo.
—¿Sin ninguna contraprestación? —pregunté—. No lo había entendido así.
—Desde luego —repuso.
Asentí.
—Bien, entonces me lo pensaré algo más... —Pero en realidad era...—. No, te lo llevo a la oficina el lunes —rectifiqué. No podía ser, porque el coche me recordaba mucho a Lena—. No me lo puedo quedar, pero ahora me hace falta para irme a casa. Es muy tarde y seguro que no podré coger ningún medio de transporte.
—Estoy segura de que no me conozco a fondo —dijo, se dirigió a la cama y se sentó en ella—. Ya sé que a veces soy terrible —continuó, después de permanecer en silencio unos segundos.
Ahora era la segunda vez que yo me sentía perpleja.
—Ah, ¿lo sabes? —pregunté, incrédula, ya que casi no se podía deducir por su forma de actuar.
—Sí, yo... —alzó los hombros— soy impaciente y brusca.
En realidad, aquella descripción resultaba un tanto benevolente, pero ya era algo. De todas formas, no parecía ser una disculpa.
—¿Y por qué? —pregunté yo.
Me miró. Quería decir algo, de eso me di cuenta, pero luego volvió a levantar los hombros.
—Parece que no puedo ser de otra forma —respondió.
—Entonces no puede haber nada entre nosotras dos —dije—, porque yo no puedo soportarlo. —Por una vez, tenía que decir la verdad y, en cierto modo, aquélla era la parte más inofensiva.
Ocurrió como en el barco, cuando yo dije que quería volverme. Se acercó a mí y me acarició el rostro con suavidad.
—Lo siento —dijo—. Y ya sabes que esto no lo digo muy a menudo. —En efecto, eso lo había dicho en muy raras ocasiones—. Yo soy así... No quiero que te vayas. Y quiero que volvamos a vernos. Aunque no sea el próximo sábado.
Eso ya sonaba de otra forma. Pero ¿cómo podía confiar en ella? También lo había dicho en el barco. Y luego había hecho cosas, como la de esa misma noche, que no se ajustaban muy bien a lo expresado con palabras.
Se inclinó hacia mí y me besó con mucha ternura.
—Quédate —murmuró—. Mañana es domingo. Puedes quedarte todo el día, si quieres.
«Todo el día en la cama», supuse en mi interior, aunque no tenía nada en contra. Sólo en el caso de que ella no se comportara como siempre...
De nuevo me besó con cariño y dulzura. Ella sabía con certeza que yo no podría resistirme. Había funcionado en el barco y también funcionaría aquí.
Me llevó a la cama y me desnudó despacio.
—Yo creo que aún te debo algo —dijo y me hizo tumbarme con ella sobre las sábanas.
Cerró la puerta y me empujó contra ella.
—Bésame —me dijo—. Rápido.
No había tiempo ni para llegar a la habitación. Yo ya lo tenía previsto.
La besé tal y como me había pedido; hubiera preferido empezar con suavidad, acariciarla poco a poco y parte por parte, pero no me lo permitió.
Me sacó la camisa del pantalón y me acarició la piel con sus cálidas manos, mientras me besaba de una forma tan apasionada que casi me dio vértigo.
Noté en mi boca el sabor de su carmín. En el Egeo nunca lo llevaba, pero aquí, de regreso a la civilización, siempre iba maquillada. Sabía bien, aunque ella sabía mucho mejor.
Se quitó la chaqueta a toda prisa y la dejó caer sin desprenderse de mi boca; me besaba con un ansia cada vez más vehemente.
—Ven —susurró y tiró con impaciencia de mí.
En un lado del vestíbulo se abría una puerta por la que me obligó a entrar. Por el aspecto que presentaba aquello debía de ser el salón. No lo pude ver muy bien, pues seguía besándome.
Delante de la chimenea había un sofá, en el que se dejó caer hacia atrás y yo sobre ella.
«Vaya, ¿hoy quieres estar debajo?», pensé, sorprendida.
—Ven —susurró de nuevo—, ven.
Como yo estaba arriba pude controlarla un poco mejor, lo que me pareció estupendo, porque no me apetecía que todo fuera tan rápido. También estaba más que claro lo que ella quería, y como ella misma había elegido la postura, ahora tendría que cargar con las consecuencias.
—Despacio —susurré, inclinándome para besarla en el cuello—. Que sea lento.
—No quiero...
—Ya sé que no quieres, pero no nos hemos visto durante una semana. Vamos a saborearlo, por favor.
Yo tuve la sensación de que, de repente, se escucharía un gruñido indignado procedente de su garganta, pero se tranquilizó.
—Tienes razón —dijo, respirando con fuerza.
—Te lo voy a hacer todo lo bien que pueda —susurré—. Disfrútalo, por favor.
«Y permíteme que yo también lo disfrute», dije para mis adentros.
Deseaba amarla y ofrecerle una muestra de lo que sentía por ella: yo no quería sexo a lo McDonald's, como si fuera una comida rápida. Ahora que ya no nos veríamos con tanta frecuencia, cada ocasión debía ser algo especial.
Abrí su blusa, la aparté un poco a los lados y dejé que su sujetador ejerciera su efecto sobre mí. Era bonito. En el Egeo nunca llevaba, si acaso la parte de arriba del bikini, y a veces ni eso, cuando estábamos solas en el barco.
Aquel sujetador era... algo para llevar en la ciudad. Con encajes y extremadamente elegante. Y seguro que muy caro. Claro que eso no había ni que dudarlo: ella no tenía nada que no costara un dineral.
Besé sus pechos por encima del sujetador y por debajo, en la piel. Pero no se lo quité. Lena gemía, como atormentada, y su cabeza volteaba de un lado a otro, apoyada en el respaldo del sofá.
Yo ya tenía tras de mí una intensa experiencia procedente de las tres semanas de aprendizaje. No sería como la primera vez que estuvimos en su casa. Ella tenía que darse cuenta de los cambios. Y seguro que lo haría.
Pasé mis manos por sus costados, despacio, de arriba abajo. Ella se retorció y pidió más. Le abrí el pantalón y me metí con lentitud dentro de él.
Lena jadeaba con fuerza en busca de aire. Luego acaricié su estómago con mucha suavidad, pero dejé que mi mano quedara muy arriba, para que los bruscos movimientos de sus caderas no consiguieran alcanzarla.
Me tumbé sobre ella y mordisqueé los lóbulos de sus orejas.
—Paciencia, Lena —susurré—. Tómate tu tiempo.
Nunca le había dado ninguna orden; era la primera vez. Su pecho se elevó y luego bajó con vehemencia, pero no dijo nada. Tenía los ojos cerrados. Quería disfrutar e incluso me daba la oportunidad de controlarla. Eso ya constituía una novedad.
El hecho de no ponerse furiosa y exigir sus derechos de una forma enérgica ya era una buena señal. Algo había cambiado entre nosotras dos.
Yo sonreí. Esperaba que la cosa siguiera así. Era el primer paso en la dirección adecuada. Si ella se mantenía así podíamos ser como...
«¿Qué? ¿Una pareja? ¿Incluso una pareja de amantes? Tú sueñas», me dije.
Sí, yo ya sabía que soñaba.
Volvió a removerse, intranquila, debajo de mí.
—Por favor... —murmuró—, sigue...
¡Oh, sí, era tan dulce! Yo ya no podía parar: tenía que besarla. Abrió los labios y entré en su boca; luego llevé una mano a su espalda y le desabroché el sujetador. Sólo necesitaba retirarlo para poder llegar hasta sus pechos, pero para desnudarla lo tenía un poco complicado por el momento.
Miré sus pezones, que se erguían rígidos. Eran, además de otras muchas cosas, algo con lo que yo había soñado. Me incliné y los tomé con la boca, y ella gimió.
—Sí... Sí...
—Lena —murmuré en voz baja, mientras acariciaba con la lengua uno de aquellos botones.
Sus movimientos se hicieron cada vez más violentos.
—Oh, por favor... —susurró—. No tardes tanto...
Metí una mano en su pantalón mientras acariciaba su pecho. Busqué la humedad de su centro, pero no entré. Simplemente me limité a palpar su clítoris. Allí había mucho más que un poco de humedad. Sabía que Lena había estado excitada durante toda la noche.
Acaricié aquel pequeño brote y Lena gimió en voz alta. Yo ya no pude contenerla más. Se apretó contra mi mano, gimió, gritó y me arañó la espalda. Luego jadeó y se quedó tumbada. Sus caderas se agitaban aún debajo de mí.
Aproveché aquel momento para deslizarme a su lado y quitarle los pantalones. Quería maravillarme una vez más con aquella magnífica visión del embriagador lugar que había entre sus piernas, pero no podía entretenerme durante mucho tiempo. Tenía que besar aquellos pliegues convulsos, separarlos con mi lengua, penetrar, sentir aquella maravillosa sensación.
Lena gimió de nuevo, elevó sus caderas y se pegó a mí.
—¡Sí...! —exclamó con voz ronca y excitada—. ¡Sí...! ¡Sí...! ¡Sí...! ¡Sí...!
Agarré con fuerza sus muslos, lo que me costó mucho trabajo, porque se retorcía como una serpiente, y mi lengua presionó con más intensidad en su interior.
Sus gemidos fueron aún más profundos y apasionados, casi animales. Estaba desquiciada.
Acaricié su perla e imprimí a mi lengua un ritmo cada vez más rápido, hasta que tuve la sensación, por la forma en que se movía, de que nunca podría sacarla de allí. Luego la solté, sentí cómo palpitaba en mis labios, se estremeció y se crispó de nuevo. Tuvo diez orgasmos seguidos, sin interrupciones.
Cuando terminó, puse mis manos sobre su estómago y pude comprobar que, bajo la pared abdominal, persistían unas convulsiones que no querían abandonarla.
Transcurrieron unos segundos hasta que pudo respirar y obtener el suficiente aire como para permitirse hablar.
—¡Oh, Dios! —murmuró—. ¡Oh, Dios!
Lena me había echado mucho de menos. Eso lo podía decir yo, pero ella nunca lo reconocería.
Me desplacé de nuevo hacia arriba y la miré con una sonrisa.
—¿Satisfecha? —dije, pues sabía que no podía decir eso de Te quiero.
—No es necesario que te conteste —repuso.
Al parecer, ya se había recuperado.
Permanecí tumbada sobre ella y apoyé mi cabeza en su pecho.
—Si estás muy cansada —dije—, reposa un poco.
Ella no tenía que proporcionarme ningún placer. Que yo la hubiera satisfecho tanto hacía surgir en mí un profundo sentimiento de conexión con ella. Había sido tan dulce cuando se había entregado a mí. Tan increíblemente dulce. ¿Cómo podía ocultarlo cuando no se trataba de sexo? Ella era así: dulce. Pero, en la vida cotidiana, nadie hubiera podido imaginarlo.
—¿No quieres tú? —preguntó.
—No, porque estás muy cansada —dije y sonreí de nuevo—. Todo está muy bien así.
—No quiero tener deudas —replicó.
«¡Oh, no, Lena! ¡No, por favor!»
—No las tienes —dije en un tono frío. Había encontrado de nuevo mi voz de puta, aquella voz que ya creía haber perdido—. Ya tengo el coche.
—Es cierto —dijo ella.
Aquello parecía haber liquidado sus «deudas».
—Y, además —continué—, tú misma habías prohibido hablar de ese tema.
—También es cierto —dijo y me miró—. Pero, a pesar de todo, quiero hacerlo ahora.
Era fría como un pez. Sólo quería liquidar sus deudas, nada más, aun cuando yo le aseguraba que no existía tal deuda.
—Bien —dije—. ¿Cómo?
Tenía que controlarme. Estaba segura de que ella se había alegrado tanto como yo de que volviéramos a vernos, pero no lo expresaba.
—Limítate a quedarte tumbada —me indicó—. Quiero que te corras estando encima de mí.
Instrucciones como si estuviéramos en el rodaje de una película porno. Quizá más tarde, en vista de mi experiencia, podría plantearme hacer carrera en ese gremio.
Su mano se desplazó hacia abajo y me abrió los pantalones, para continuar en busca de mi punto central.
Presionó por encima de mi ardiente y húmedo botón, y lo recorrió rápido, cada vez más rápido.
—Córrete —me apremió—, córrete...
Parecía no querer darme el tiempo que yo sí le había concedido. Tenía que recuperar todos los minutos que yo le había «robado». Mis pechos ardían. Deseaba que los tocara, pero ella sólo frotaba entre mis piernas hasta que al fin me corrí con un suspiro y me desplomé. No hubo segunda vez.
—Ponte de pie —dijo—. Me lo pones muy complicado.
¡Oh, Dios, menudo humor tenía! ¿Qué es lo que yo había hecho mal? ¿Sólo porque me había tomado un poco más de tiempo? Parecía ser eso. Me había pasado y ahora tenía que sufrir una sanción. Ciertamente tenía un carácter muy complicado.
Me puse de pie. Hoy por lo menos no necesitaba dinero para el taxi. El coche estaba aparcado delante de la puerta. Su coche. El coche que ella me había regalado como pago por mis servicios. ¡Todo aquello resultaba horrible!
—¿Debo irme? —pregunté.
¿Por qué no se podía quitar el amor igual que se saca una muela? Te dolía por un momento, pero luego se calmaba. Para siempre. Pero aquello no podía ser. Ella me trataba... como siempre y yo, por eso, la amaba. Bueno, quizá no fuera por eso, pero lo cierto es que sí la amaba.
—Sí, hasta el sábado que viene. Tanja te llamará por teléfono —dijo, pasó delante de mí y abandonó la habitación.
Yo me quedé con la boca abierta. Aquello era el colmo.
Podía ir tras ella y obligarla, pero ¿a qué iba a obligarla? No podía exigir que me amara aunque, de hecho, eso era todo lo que yo quería.
No tenía ningún sentido. Tenía que dejarla. Cada vez me haría más infeliz y, aunque dejarla también me haría infeliz, seguro que al cabo de un tiempo todo se calmaría.
Cogí mi ropa y subí las escaleras en dirección a su dormitorio. Estaba ante la puerta de la ducha. Desnuda. Tuve que tragar saliva.
—Sólo quería decirte, Lena, que no voy a volver —dije, con gran trabajo—. Dejo el coche ahí fuera. Me iré en autobús. —Estaba segura de que a aquella hora y por aquel lugar no pasaría ninguno, pero me daba igual.
—¿Qué significa eso de que no vas a volver? —preguntó.
—Pues significa eso: que no voy a volver. Ni el sábado que viene ni ningún otro.
Me volví para salir del dormitorio.
—¡Espera! —exclamó. Me quedé de pie y me di la vuelta—. No puedes hacer eso.
La miré. Con gusto le hubiera dicho todo lo que ella no quería oír. Pero, si lo hacía, me volvería a doler, a mí y a ella.
—¿Por qué no puedo hacerlo? —contesté—. Según alcanzo a recordar, nuestro acuerdo sólo servía para el mar Egeo. Ya han pasado las vacaciones, estamos otra vez aquí y todo resulta ya como antes, cuando no había acuerdo. ¿O tienes la sensación de que aún existen deudas que yo deba pagar? —añadí, hostil—. Si lo crees así, lo haré, porque no quiero tener deudas contigo, igual que tú no las deseas tener conmigo.
—No, yo... —Se acercó un par de pasos, con el aspecto de sentirse muy sorprendida—. No, no tienes ninguna deuda conmigo. El coche te lo puedes quedar para ti —dijo—. Es un regalo.
—¿Sin ninguna contraprestación? —pregunté—. No lo había entendido así.
—Desde luego —repuso.
Asentí.
—Bien, entonces me lo pensaré algo más... —Pero en realidad era...—. No, te lo llevo a la oficina el lunes —rectifiqué. No podía ser, porque el coche me recordaba mucho a Lena—. No me lo puedo quedar, pero ahora me hace falta para irme a casa. Es muy tarde y seguro que no podré coger ningún medio de transporte.
—Estoy segura de que no me conozco a fondo —dijo, se dirigió a la cama y se sentó en ella—. Ya sé que a veces soy terrible —continuó, después de permanecer en silencio unos segundos.
Ahora era la segunda vez que yo me sentía perpleja.
—Ah, ¿lo sabes? —pregunté, incrédula, ya que casi no se podía deducir por su forma de actuar.
—Sí, yo... —alzó los hombros— soy impaciente y brusca.
En realidad, aquella descripción resultaba un tanto benevolente, pero ya era algo. De todas formas, no parecía ser una disculpa.
—¿Y por qué? —pregunté yo.
Me miró. Quería decir algo, de eso me di cuenta, pero luego volvió a levantar los hombros.
—Parece que no puedo ser de otra forma —respondió.
—Entonces no puede haber nada entre nosotras dos —dije—, porque yo no puedo soportarlo. —Por una vez, tenía que decir la verdad y, en cierto modo, aquélla era la parte más inofensiva.
Ocurrió como en el barco, cuando yo dije que quería volverme. Se acercó a mí y me acarició el rostro con suavidad.
—Lo siento —dijo—. Y ya sabes que esto no lo digo muy a menudo. —En efecto, eso lo había dicho en muy raras ocasiones—. Yo soy así... No quiero que te vayas. Y quiero que volvamos a vernos. Aunque no sea el próximo sábado.
Eso ya sonaba de otra forma. Pero ¿cómo podía confiar en ella? También lo había dicho en el barco. Y luego había hecho cosas, como la de esa misma noche, que no se ajustaban muy bien a lo expresado con palabras.
Se inclinó hacia mí y me besó con mucha ternura.
—Quédate —murmuró—. Mañana es domingo. Puedes quedarte todo el día, si quieres.
«Todo el día en la cama», supuse en mi interior, aunque no tenía nada en contra. Sólo en el caso de que ella no se comportara como siempre...
De nuevo me besó con cariño y dulzura. Ella sabía con certeza que yo no podría resistirme. Había funcionado en el barco y también funcionaría aquí.
Me llevó a la cama y me desnudó despacio.
—Yo creo que aún te debo algo —dijo y me hizo tumbarme con ella sobre las sábanas.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Provoca agarrarlas a las dos y darles par de cachetadas pa que sean serias xD
Gracias!! Cada Contii me engancha mas
Gracias!! Cada Contii me engancha mas
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: UNA ISLA PARA DOS
Cuando me desperté, ella estaba a mi lado. Me sentí... ¡como en el cielo!
Era la primera vez que no estaba sola por la mañana. En el barco siempre dormíamos cada una en nuestro camarote, incluso después del más tórrido encuentro sexual. Nunca habíamos dormido, ni nos habíamos despertado, juntas.
Fue una sensación muy nueva para mí. Aquello era lo que yo, al principio, me había figurado que iba a ocurrir con la mujer a la que amaba.
La miré desde el otro lado de la cama.
—Lena... —dije, tan bajito que no me hubiera podido oír aunque estuviera despierta.
Quería pronunciar de nuevo aquel nombre, susurrarlo con cariño, repetirlo con ternura.
Sonreí. Aquella noche había sido de una dulzura increíble, después de que ella, por primera vez, hubiera superado eso de jugar a hacerse la fría o la dura. Podía ser tan... No había ninguna palabra para describir lo encantadora, irresistible y apasionada que podía llegar a ser.
—Eres el sol de mi vida —susurré, mientras le daba un beso en la punta de la nariz.
Contemplé su rostro relajado, mientras permanecía tendida allí como si no hubiera nada en el mundo que pudiera molestarla. Yo tenía la impresión de que le molestaba algo y, en ocasiones, quería decirlo, pero no podía hacerlo.
Se removió con toda calma, murmuró algo por lo bajo y se dio la vuelta. Yo contemplé su despertar y volvió a inundarme toda la ternura que había experimentado aquella noche.
Aún adormilada, abrió a medias los ojos, pareció reconocerme y los cerró de nuevo. Un segundo después los abrió como platos y saltó de la cama.
—¿Qué...? —dijo, mirándome con fijeza—. ¡Ah, eres tú!
Parecía no estar acostumbrada a despertarse al lado de nadie. En cierta forma, aquello me tranquilizó pues yo ya me había estado preguntando cómo actuaría realmente en su vida normal. Parecía que, de forma habitual, no desayunaba junto a nadie, a no ser que estuviera en el yate. De lo contrario, nunca lo hacía.
—Buenos días —dije, sonriente.
—Hummm... Buenas... —respondió, mientras me miraba con aire algo desconfiado.
—Vaya —dije, con un punto de ironía—. Es la primera vez que me despierto antes que tú. —En el yate siempre me la encontraba sentada en cubierta cuando yo me levantaba.
—Sí, eso parece —respondió.
Como siempre me levantaba después que ella, no me había llegado a dar cuenta de que era una de esas personas que tiene mal despertar.
—Mis posibilidades culinarias son muy limitadas —dije, mientras me levantaba—, pero un café sí soy capaz de preparar. La cocina está abajo, ¿verdad?
—Sí —respondió, tan poco habladora como siempre.
—¿Prefieres hacer tú de anfitriona? —se me ocurrió decir.
—En domingo, jamás. Ni se me ocurre —respondió.
¡Vaya, qué suerte! Pensé que me moría. No sabía cómo tenía que comportarme si un empleado de la casa me veía saliendo del dormitorio de Lena.
—Bien —dije—, voy a probar suerte. —Me puse los pantalones—. ¿Habrá algo para desayunar?
Ella, somnolienta, levantó una mano.
—Siempre lo hay. Ahora voy —me interrumpió—. Espérame un instante.
Tal y como estaba, pensé que tardaría. Parecía necesitar algún tiempo antes de espabilarse del todo.
Trepé de nuevo a la cama y soplé un beso hacia su mejilla.
—¡Da igual, cari..., Lena! —dije. Hubiera preferido decir «cariño», pero me pareció que no lo apreciaría.
Miré de nuevo hacia atrás al salir de la habitación y la vi todavía sentada, erguida en la cama; me miró, no sé cómo... parecía sorprendida. Y dulce..., muy dulce.
Una vez abajo, traté de localizar la cocina. Me quedé sin habla ante el enorme espacio disponible. Tuve que probar a abrir un par de puertas antes de encontrarla. En una casa tan grande, deberían haber puesto rótulos para ayudar en la búsqueda. Cuando franqueé la puerta adecuada, volví a cerrarla, pues no me podía imaginar que una cocina se extendiera por más de media casa. Me dio la impresión de que el espacio allí era ilimitado.
Aun en el caso de que Lena estuviera encantada de cocinar allí, seguro que no lo hacía con mucha frecuencia. Abrí la puerta por segunda vez y tuve que reconocer que lo que veía era, verdaderamente, la cocina; la de mi madre resultaba tan diminuta a su lado que hubiera podido acoplarse sin problemas en cualquiera de los rincones que yo veía ahora.
Busqué una cafetera. Yo sabía que Lena sólo tomaba café exprés en la oficina, puede que fuera porque el café griego que podía conseguirse no le gustaba del todo, y pensé que en su casa también dispondría de una cafetera exprés.
Por desgracia no vi ninguna. Es más, me resultó curioso no ver ningún electrodoméstico. Abrí un montón de armarios y encontré tazas de café y más vajilla, hasta que, por fin, localicé algunos botones rotulados con números. Apreté el botón número 1.
En una encimera se abrió parte de la plancha y por allí surgió un robot de cocina, una cosa brillante y plateada, por todo lo alto. Apreté el botón por segunda vez y el robot desapareció.
Lo encontré fascinante, así que ahora apreté el botón rotulado con el número 2: aparecieron algunas cacerolas, a las que hice ocultarse de nuevo. El botón número 3 era la cafetera. Aunque hubiera seguido jugando de buena gana, me dominé y examiné la cafetera con la mayor atención. Era automática. No podía ser de otra forma en una cocina totalmente automática. Ya sólo me hizo falta apretar el botón adecuado para que se moliera el café, se distribuyera con las cantidades justas y estuviera a punto para fluir hacia las tazas, tazas que yo había olvidado colocar. No sabía cómo funcionaba la máquina.
El café se depositó en un recipiente, por lo que mi fallo no supuso ningún problema. La segunda vez ya lo hice mejor y el exprés, en forma de un perfecto café-crema, cayó en las tazas.
Lena no había bajado todavía, así que busqué una bandeja, coloqué las tazas, localicé el azúcar, no puse leche porque sabía que a ella no le gustaba y subí otra vez al dormitorio.
Ella acababa de salir de la ducha.
—El café está en la cama —anuncié con una sonrisa.
Me miró, sorprendida.
—¡Ah, sí, gracias! —murmuró después.
Era, con toda claridad, una de esas personas que continuaba de mal humor hasta bastante después de levantarse. Por lo menos aquí, en su casa, porque en el Egeo no me lo había parecido.
—Siéntate otra vez en la cama y te lo serviré —dije, apartándome de ella. Estaba desnuda y me vi obligada a apaciguar mis ardientes sensaciones.
Ella se deslizó otra vez en la cama y se subió la sábana hasta la barbilla. Me pareció muy bien, porque de lo contrario la vista de sus pechos desnudos me hubiera impedido tomarme el café.
Me deslicé junto a ella, le di su taza y le acerqué el azúcar. Se sirvió, volví a dejar el azucarero en su sitio y tomé mi propia taza.
—¡Tienes un equipamiento sensacional en la cocina! —exclamé—. Y todo tan automático...
—Sí, resulta muy práctico —contestó.
«Y muy caro», pensé. Claro que para ella eso no tenía ninguna importancia.
Me tomé deprisa el café.
—¿Sabes una cosa? —dije, muy jovial—. Tú te vas a quedar ahora aquí con toda la calma mientras yo me ducho.
Me miró, pero no esperé su respuesta y me fui con prisas a la ducha. Tuve la sensación de que ella aún necesitaba mucho, pero que mucho, tiempo para acabar de despertarse..., y más aún para acostumbrarse a mi presencia por la mañana temprano.
Tardé bastante en ducharme para que dispusiera de todo el tiempo que le hiciera falta, aunque, todo hay que decirlo, también lo hice porque aquella ducha era tan lujosa que me resultó difícil separarme de ella. También tenía miles de programas automáticos, se podía aromatizar con olores muy diversos, la temperatura era regulable y disponía de un montón de cosas más. Incluso llevaba incorporado un secador de pelo.
Al salir de la ducha, Lena ya había desaparecido. Me figuré que habría bajado, así que me vestí y fui tras ella.
Entré otra vez en la cocina y la encontré allí. Acababa de sacar un par de croissants del horno.
—Esto es lo que quería decir antes —dijo, mientras reía y mantenía en alto uno de los croissants—. Siempre los tengo congelados. Espero que te gusten.
—Mucho —respondí, también entre risas. Me acerqué a ella. Por fin parecía estar más parlanchina—. Pero, sobre todo, lo que más me gusta eres tú —lo dije en voz baja y acaricié con suavidad sus labios con los míos.
—Hummm, sí —carraspeó.
La cogí por el talle y quise atraerla hacia mí.
—¡No! ¡Los croissants! —exclamó. Se separó de mí y dejó los dulces en una cestita, en la que ya había otras variedades de repostería. Luego volvió a reírse—. Lo primero es desayunar. Esta mañana lo necesito.
Para mí el desayuno era algo que me resultaba indiferente en aquel momento; lo único que deseaba era besarla, acariciarla y sentirla. Pero respeté sus deseos. Era una persona muy distinta a la del mar Egeo y tenía que acostumbrarme a ella.
En la cocina había una pequeña zona para desayunar, pero, cuando quise sentarme allí, Lena dijo:
—No, al lado del comedor.
Cogí una bandeja con todas las cosas que había preparado, empujé con el brazo una puerta oscilante y salí de la cocina. Aquella puerta era muy divertida y la hice batir un par de veces antes de ir tras Lena.
Puso en la mesa, que ya estaba preparada, lo que yo llevaba en la bandeja. Parecía que ya lo había hecho otras veces.
—Eres la perfecta ama de casa —dije.
—Sólo hoy —respondió—. Por lo general no me tomo tantas molestias.
«¿Por lo general, si estás sola? ¿Acaso sólo lo haces por mí?», me pregunté.
Aquello, por supuesto, resultaba muy amable por su parte, pero yo sabía que sólo podía confiar en su amabilidad hasta cierto punto. Por lo menos hasta aquel momento. A lo mejor también había cambiado en eso.
«¿En una sola noche? Es bastante improbable, tienes razón», me dije.
Se sentó y me señaló una silla.
—Por favor —dijo—, siéntate aquí. —Me miró, sonriente—. El desayuno ya está dispuesto —dijo, en un tono de voz... indescriptible. Era, al mismo tiempo, dulce, prometedor y cariñoso.
Me sentí arder. Se podía pensar que no se refería a la comida en sí, sino a una cosa muy distinta. Pero sentada como estaba de una forma tan recatada, quizá sólo eran ideas mías y no suyas.
—Sí..., bien..., gracias —dije y me senté.
De repente, me sentí un poco incómoda. Ya habíamos comido juntas muchas veces, en el Egeo todos los días, pero, a pesar de todo, siempre me resultaba algo muy nuevo y poco habitual. En las vacaciones, bajo el sol meridional, había sido diferente.
—¿No comes? —preguntó. Había cogido un croissant y se sirvió un vaso de zumo de naranja—. ¿Quieres? —Mostró en alto el frasco de zumo.
Aquella forma de comportarse de Lena me hacía sentir tan bien como cuando me sentaba a desayunar junto a mi madre.
—Sí, gracias —dije, mientras le acercaba el vaso para que me sirviera—. Tienes una casa magnífica. La ducha es de ensueño y, por supuesto, no digamos la cocina, aunque no la haya acabado de entender.
—¿Te ha gustado la ducha? —preguntó, riéndose. Dejó sobre la mesa el frasco de zumo—. Sí, hay que hacer que la vida sea lo más agradable posible —continuó—. Nunca se sabe... —Se interrumpió—. Yo odio perder el tiempo y la energía, y eso es justo lo que ocurre cuando tienes que pelear con cacharros poco eficientes: despilfarras energía y tiempo. Hay que evitarlo.
—Siempre que se tenga el dinero para eso —dije—. ¡Oh! —exclamé, mientras la miraba—. Disculpa.
—No pasa nada —respondió, con una extraña dulzura—. Claro, la premisa inicial es que el que quiera lujos se los tiene que pagar —continuó—. ¡Qué se le va a hacer! Así es el capitalismo.
Y yo me encontraba ante una representación personificada del capitalismo, pude haber agregado.
—Mientras tu agencia marche tan bien como ahora no tendrás ninguna dificultad —dije.
—Sí, es verdad que marcha bien —contestó, mirándome—. Pero eso es el resultado de un trabajo muy intenso, como habrás comprobado durante tus prácticas.
«Por supuesto que lo he comprobado», pensé y luego dije, ya en alto:
—Trabajas demasiado. He oído con frecuencia las broncas que te echa Tanja si te quedas a trabajar toda la noche... —Me eché a reír.
—Sí, ya lo hace de una forma automática. —Sonrió levemente—. Nadie da nada por nada, así es como funcionan las cosas. Cuando veo a esos jovencitos de hoy día...: una jornada de ocho horas les parece muy larga. Para mí resulta muy normal un horario de trabajo de dieciséis horas, o más. Mi único día libre es el domingo. Y no siempre.
—¿Hoy también trabajas? —pregunté. Hubiera sido una lástima.
—No —respondió, riendo.
Fue como si hubiera salido el sol. ¿Cómo lo había hecho?
—Hoy lo tengo libre.
—Es magnífico —dije y la miré—. Magnífico de verdad. —Lo dije por segunda vez para hacerle ver que no sólo quería referirme a que hacía un día fantástico y ella se dio cuenta.
Lena carraspeó.
—Come algo. A veces me da la impresión de que lo he hecho todo en vano.
No parecía haberle gustado. Supuse que volvía a referirse otra vez a su teoría del despilfarro. Cogí un croissant y me lo comí.
Era la primera vez que no estaba sola por la mañana. En el barco siempre dormíamos cada una en nuestro camarote, incluso después del más tórrido encuentro sexual. Nunca habíamos dormido, ni nos habíamos despertado, juntas.
Fue una sensación muy nueva para mí. Aquello era lo que yo, al principio, me había figurado que iba a ocurrir con la mujer a la que amaba.
La miré desde el otro lado de la cama.
—Lena... —dije, tan bajito que no me hubiera podido oír aunque estuviera despierta.
Quería pronunciar de nuevo aquel nombre, susurrarlo con cariño, repetirlo con ternura.
Sonreí. Aquella noche había sido de una dulzura increíble, después de que ella, por primera vez, hubiera superado eso de jugar a hacerse la fría o la dura. Podía ser tan... No había ninguna palabra para describir lo encantadora, irresistible y apasionada que podía llegar a ser.
—Eres el sol de mi vida —susurré, mientras le daba un beso en la punta de la nariz.
Contemplé su rostro relajado, mientras permanecía tendida allí como si no hubiera nada en el mundo que pudiera molestarla. Yo tenía la impresión de que le molestaba algo y, en ocasiones, quería decirlo, pero no podía hacerlo.
Se removió con toda calma, murmuró algo por lo bajo y se dio la vuelta. Yo contemplé su despertar y volvió a inundarme toda la ternura que había experimentado aquella noche.
Aún adormilada, abrió a medias los ojos, pareció reconocerme y los cerró de nuevo. Un segundo después los abrió como platos y saltó de la cama.
—¿Qué...? —dijo, mirándome con fijeza—. ¡Ah, eres tú!
Parecía no estar acostumbrada a despertarse al lado de nadie. En cierta forma, aquello me tranquilizó pues yo ya me había estado preguntando cómo actuaría realmente en su vida normal. Parecía que, de forma habitual, no desayunaba junto a nadie, a no ser que estuviera en el yate. De lo contrario, nunca lo hacía.
—Buenos días —dije, sonriente.
—Hummm... Buenas... —respondió, mientras me miraba con aire algo desconfiado.
—Vaya —dije, con un punto de ironía—. Es la primera vez que me despierto antes que tú. —En el yate siempre me la encontraba sentada en cubierta cuando yo me levantaba.
—Sí, eso parece —respondió.
Como siempre me levantaba después que ella, no me había llegado a dar cuenta de que era una de esas personas que tiene mal despertar.
—Mis posibilidades culinarias son muy limitadas —dije, mientras me levantaba—, pero un café sí soy capaz de preparar. La cocina está abajo, ¿verdad?
—Sí —respondió, tan poco habladora como siempre.
—¿Prefieres hacer tú de anfitriona? —se me ocurrió decir.
—En domingo, jamás. Ni se me ocurre —respondió.
¡Vaya, qué suerte! Pensé que me moría. No sabía cómo tenía que comportarme si un empleado de la casa me veía saliendo del dormitorio de Lena.
—Bien —dije—, voy a probar suerte. —Me puse los pantalones—. ¿Habrá algo para desayunar?
Ella, somnolienta, levantó una mano.
—Siempre lo hay. Ahora voy —me interrumpió—. Espérame un instante.
Tal y como estaba, pensé que tardaría. Parecía necesitar algún tiempo antes de espabilarse del todo.
Trepé de nuevo a la cama y soplé un beso hacia su mejilla.
—¡Da igual, cari..., Lena! —dije. Hubiera preferido decir «cariño», pero me pareció que no lo apreciaría.
Miré de nuevo hacia atrás al salir de la habitación y la vi todavía sentada, erguida en la cama; me miró, no sé cómo... parecía sorprendida. Y dulce..., muy dulce.
Una vez abajo, traté de localizar la cocina. Me quedé sin habla ante el enorme espacio disponible. Tuve que probar a abrir un par de puertas antes de encontrarla. En una casa tan grande, deberían haber puesto rótulos para ayudar en la búsqueda. Cuando franqueé la puerta adecuada, volví a cerrarla, pues no me podía imaginar que una cocina se extendiera por más de media casa. Me dio la impresión de que el espacio allí era ilimitado.
Aun en el caso de que Lena estuviera encantada de cocinar allí, seguro que no lo hacía con mucha frecuencia. Abrí la puerta por segunda vez y tuve que reconocer que lo que veía era, verdaderamente, la cocina; la de mi madre resultaba tan diminuta a su lado que hubiera podido acoplarse sin problemas en cualquiera de los rincones que yo veía ahora.
Busqué una cafetera. Yo sabía que Lena sólo tomaba café exprés en la oficina, puede que fuera porque el café griego que podía conseguirse no le gustaba del todo, y pensé que en su casa también dispondría de una cafetera exprés.
Por desgracia no vi ninguna. Es más, me resultó curioso no ver ningún electrodoméstico. Abrí un montón de armarios y encontré tazas de café y más vajilla, hasta que, por fin, localicé algunos botones rotulados con números. Apreté el botón número 1.
En una encimera se abrió parte de la plancha y por allí surgió un robot de cocina, una cosa brillante y plateada, por todo lo alto. Apreté el botón por segunda vez y el robot desapareció.
Lo encontré fascinante, así que ahora apreté el botón rotulado con el número 2: aparecieron algunas cacerolas, a las que hice ocultarse de nuevo. El botón número 3 era la cafetera. Aunque hubiera seguido jugando de buena gana, me dominé y examiné la cafetera con la mayor atención. Era automática. No podía ser de otra forma en una cocina totalmente automática. Ya sólo me hizo falta apretar el botón adecuado para que se moliera el café, se distribuyera con las cantidades justas y estuviera a punto para fluir hacia las tazas, tazas que yo había olvidado colocar. No sabía cómo funcionaba la máquina.
El café se depositó en un recipiente, por lo que mi fallo no supuso ningún problema. La segunda vez ya lo hice mejor y el exprés, en forma de un perfecto café-crema, cayó en las tazas.
Lena no había bajado todavía, así que busqué una bandeja, coloqué las tazas, localicé el azúcar, no puse leche porque sabía que a ella no le gustaba y subí otra vez al dormitorio.
Ella acababa de salir de la ducha.
—El café está en la cama —anuncié con una sonrisa.
Me miró, sorprendida.
—¡Ah, sí, gracias! —murmuró después.
Era, con toda claridad, una de esas personas que continuaba de mal humor hasta bastante después de levantarse. Por lo menos aquí, en su casa, porque en el Egeo no me lo había parecido.
—Siéntate otra vez en la cama y te lo serviré —dije, apartándome de ella. Estaba desnuda y me vi obligada a apaciguar mis ardientes sensaciones.
Ella se deslizó otra vez en la cama y se subió la sábana hasta la barbilla. Me pareció muy bien, porque de lo contrario la vista de sus pechos desnudos me hubiera impedido tomarme el café.
Me deslicé junto a ella, le di su taza y le acerqué el azúcar. Se sirvió, volví a dejar el azucarero en su sitio y tomé mi propia taza.
—¡Tienes un equipamiento sensacional en la cocina! —exclamé—. Y todo tan automático...
—Sí, resulta muy práctico —contestó.
«Y muy caro», pensé. Claro que para ella eso no tenía ninguna importancia.
Me tomé deprisa el café.
—¿Sabes una cosa? —dije, muy jovial—. Tú te vas a quedar ahora aquí con toda la calma mientras yo me ducho.
Me miró, pero no esperé su respuesta y me fui con prisas a la ducha. Tuve la sensación de que ella aún necesitaba mucho, pero que mucho, tiempo para acabar de despertarse..., y más aún para acostumbrarse a mi presencia por la mañana temprano.
Tardé bastante en ducharme para que dispusiera de todo el tiempo que le hiciera falta, aunque, todo hay que decirlo, también lo hice porque aquella ducha era tan lujosa que me resultó difícil separarme de ella. También tenía miles de programas automáticos, se podía aromatizar con olores muy diversos, la temperatura era regulable y disponía de un montón de cosas más. Incluso llevaba incorporado un secador de pelo.
Al salir de la ducha, Lena ya había desaparecido. Me figuré que habría bajado, así que me vestí y fui tras ella.
Entré otra vez en la cocina y la encontré allí. Acababa de sacar un par de croissants del horno.
—Esto es lo que quería decir antes —dijo, mientras reía y mantenía en alto uno de los croissants—. Siempre los tengo congelados. Espero que te gusten.
—Mucho —respondí, también entre risas. Me acerqué a ella. Por fin parecía estar más parlanchina—. Pero, sobre todo, lo que más me gusta eres tú —lo dije en voz baja y acaricié con suavidad sus labios con los míos.
—Hummm, sí —carraspeó.
La cogí por el talle y quise atraerla hacia mí.
—¡No! ¡Los croissants! —exclamó. Se separó de mí y dejó los dulces en una cestita, en la que ya había otras variedades de repostería. Luego volvió a reírse—. Lo primero es desayunar. Esta mañana lo necesito.
Para mí el desayuno era algo que me resultaba indiferente en aquel momento; lo único que deseaba era besarla, acariciarla y sentirla. Pero respeté sus deseos. Era una persona muy distinta a la del mar Egeo y tenía que acostumbrarme a ella.
En la cocina había una pequeña zona para desayunar, pero, cuando quise sentarme allí, Lena dijo:
—No, al lado del comedor.
Cogí una bandeja con todas las cosas que había preparado, empujé con el brazo una puerta oscilante y salí de la cocina. Aquella puerta era muy divertida y la hice batir un par de veces antes de ir tras Lena.
Puso en la mesa, que ya estaba preparada, lo que yo llevaba en la bandeja. Parecía que ya lo había hecho otras veces.
—Eres la perfecta ama de casa —dije.
—Sólo hoy —respondió—. Por lo general no me tomo tantas molestias.
«¿Por lo general, si estás sola? ¿Acaso sólo lo haces por mí?», me pregunté.
Aquello, por supuesto, resultaba muy amable por su parte, pero yo sabía que sólo podía confiar en su amabilidad hasta cierto punto. Por lo menos hasta aquel momento. A lo mejor también había cambiado en eso.
«¿En una sola noche? Es bastante improbable, tienes razón», me dije.
Se sentó y me señaló una silla.
—Por favor —dijo—, siéntate aquí. —Me miró, sonriente—. El desayuno ya está dispuesto —dijo, en un tono de voz... indescriptible. Era, al mismo tiempo, dulce, prometedor y cariñoso.
Me sentí arder. Se podía pensar que no se refería a la comida en sí, sino a una cosa muy distinta. Pero sentada como estaba de una forma tan recatada, quizá sólo eran ideas mías y no suyas.
—Sí..., bien..., gracias —dije y me senté.
De repente, me sentí un poco incómoda. Ya habíamos comido juntas muchas veces, en el Egeo todos los días, pero, a pesar de todo, siempre me resultaba algo muy nuevo y poco habitual. En las vacaciones, bajo el sol meridional, había sido diferente.
—¿No comes? —preguntó. Había cogido un croissant y se sirvió un vaso de zumo de naranja—. ¿Quieres? —Mostró en alto el frasco de zumo.
Aquella forma de comportarse de Lena me hacía sentir tan bien como cuando me sentaba a desayunar junto a mi madre.
—Sí, gracias —dije, mientras le acercaba el vaso para que me sirviera—. Tienes una casa magnífica. La ducha es de ensueño y, por supuesto, no digamos la cocina, aunque no la haya acabado de entender.
—¿Te ha gustado la ducha? —preguntó, riéndose. Dejó sobre la mesa el frasco de zumo—. Sí, hay que hacer que la vida sea lo más agradable posible —continuó—. Nunca se sabe... —Se interrumpió—. Yo odio perder el tiempo y la energía, y eso es justo lo que ocurre cuando tienes que pelear con cacharros poco eficientes: despilfarras energía y tiempo. Hay que evitarlo.
—Siempre que se tenga el dinero para eso —dije—. ¡Oh! —exclamé, mientras la miraba—. Disculpa.
—No pasa nada —respondió, con una extraña dulzura—. Claro, la premisa inicial es que el que quiera lujos se los tiene que pagar —continuó—. ¡Qué se le va a hacer! Así es el capitalismo.
Y yo me encontraba ante una representación personificada del capitalismo, pude haber agregado.
—Mientras tu agencia marche tan bien como ahora no tendrás ninguna dificultad —dije.
—Sí, es verdad que marcha bien —contestó, mirándome—. Pero eso es el resultado de un trabajo muy intenso, como habrás comprobado durante tus prácticas.
«Por supuesto que lo he comprobado», pensé y luego dije, ya en alto:
—Trabajas demasiado. He oído con frecuencia las broncas que te echa Tanja si te quedas a trabajar toda la noche... —Me eché a reír.
—Sí, ya lo hace de una forma automática. —Sonrió levemente—. Nadie da nada por nada, así es como funcionan las cosas. Cuando veo a esos jovencitos de hoy día...: una jornada de ocho horas les parece muy larga. Para mí resulta muy normal un horario de trabajo de dieciséis horas, o más. Mi único día libre es el domingo. Y no siempre.
—¿Hoy también trabajas? —pregunté. Hubiera sido una lástima.
—No —respondió, riendo.
Fue como si hubiera salido el sol. ¿Cómo lo había hecho?
—Hoy lo tengo libre.
—Es magnífico —dije y la miré—. Magnífico de verdad. —Lo dije por segunda vez para hacerle ver que no sólo quería referirme a que hacía un día fantástico y ella se dio cuenta.
Lena carraspeó.
—Come algo. A veces me da la impresión de que lo he hecho todo en vano.
No parecía haberle gustado. Supuse que volvía a referirse otra vez a su teoría del despilfarro. Cogí un croissant y me lo comí.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
—¿Qué te gustaría hacer hoy? —me preguntó minutos más tarde, después de que hubiéramos quitado la mesa—. ¿Dar una vuelta con tu descapotable? Seguro que estaría muy bien con este tiempo tan bueno.
—Claro —contesté. Pero yo había pensado en otra cosa. Fui hacia ella y la rodeé con mis brazos—. A lo mejor más tarde —dije.
La miré a los ojos, pero ella mantuvo su mirada ausente.
¿Qué ocurría? ¿Otra vez tan tímida, de repente? Por lo general era ella la que siempre tenía prisa por meterse en la cama.
—Me gustaría pasear un poco en coche —dijo—. Si no te importa.
Aquello era una forma concreta de darle la vuelta a la relación. ¿Rechazaba el sexo pero dejaba que fuera yo la que tomara la decisión? Me tenía desconcertada.
Hice girar su cabeza hacia mí y la besé con dulzura.
—No, no me importa —dije—. Si lo deseas así.
Era la primera vez que tenía la sensación de cumplir uno de sus deseos sin que aquello supusiera la prestación de un servicio a cambio de un pago. Fue una sensación magnífica. Una sensación normal. Como debe ser entre dos amantes.
Que es lo que éramos nosotras.
Las dos.
—Con ese pañuelo en la cabeza te pareces a Audrey Hepburn o a Grace Kelly —dije, con una sonrisa, mientras recorríamos el paisaje con la capota bajada.
—¿Cómo es posible? —preguntó—. Una era rubia y la otra morena. No me puedo parecer a las dos.
La miré de nuevo.
—Grace Kelly —respondí—. Idéntica a como era Grace Kelly.
—Es necesario que me lo ponga así. Ya verás como luego tengo el pelo como si fuera una escoba.
—Está fantástico —dije—, incluso aun cuando pretenda ser práctico. Siempre sentí admiración por aquellas mujeres de los años cincuenta.
—¿De veras? —Me lanzó una mirada crítica—. ¿Crees que me conservo como una de aquellas mujeres de los años cincuenta?
—Tú eres un tipo de mujer muy dotada como ama de casa —dije con sorna.
—Pero eso no es todo... —respondió, malhumorada.
—No, yo no te considero como una mujer de las de los años cincuenta —transigí, en un tono amable—. Por ahora sólo te veo así. Y me parece maravilloso.
—Si te lo parece... —respondió, algo disgustada.
—Sí, me lo parece —dije—. Para mí, Grace Kelly fue durante mucho tiempo la mujer más bella del mundo. —La miré durante un instante antes de volver a fijar la vista en la carretera.
Por el rabillo del ojo observé que en su cara aparecía una mueca de consternación, pero no dijo nada durante un buen rato. Luego señaló:
—No me gustan las exageraciones. Nunca hay que alterar la verdad.
—Yo lo hago —respondí con ironía. Lena pareció enfadarse. Esta vez no quería dejarme intimidar ni que me desconcertara. No era la dura e implacable mujer de negocios sin sentimientos, como a ella tanto le gustaba aparentar. Eso ya lo había notado yo con toda claridad. Como había pasado la noche anterior. Y también ahora.
—No voy a discutir contigo ahora —dijo—. Sólo quería señalarlo.
—Tú tienes una agencia publicitaria —contesté—. La publicidad no es en absoluto una verdad. ¿Lo ves tú de otra forma?
—La ley nos obliga a decir la verdad —explicó—, pero eso puede depender de la forma en que se presenten las cosas. No hay que ser inexacto. En cualquier caso, la puesta en escena es siempre una verdad posible.
—Los mensajes publicitarios son cuentos —respondí—. Son ilusiones que pretenden que la gente crea que, si compran el producto que se recomienda, se cumplirán sus deseos.
—¿Eso lo has sacado de clase? —inquirió, mirándome consternada.
—También de allí —respondí—. Hemos hecho crítica sobre los mensajes y las frases publicitarias. Pero también es una deducción propia.
—¿Me consideras una embaucadora? —preguntó, con una sonrisa.
—No —contesté. La contemplé sólo un instante, para no apartar la vista de la carretera.
«En todo caso, no en lo que se refiere a la publicidad», pensé para mis adentros y luego en voz alta continué:
—Tan sólo te considero una empresaria muy hábil.
—Gracias —contestó, aunque comprobé que no sabía si aquello había sido un cumplido o no—. Yo vendo sueños, eso sí es cierto —añadió, con aspecto algo pensativo—, pero en un mundo como el nuestro los sueños resultan muy importantes.
—Estoy de acuerdo contigo sin ningún tipo de reservas —dije—. Si no tienes ningún sueño, probablemente no te queda más remedio que pegarte un tiro.
Aquello me recordó nuestra charla en el barco, cuando ella dijo que no se había cumplido ninguno de sus sueños. Por desgracia, me acordé demasiado tarde. Si era verdad y no había podido realizar ninguno de sus sueños, yo parecía estar sugiriéndole, por así decirlo, que se suicidara. Quise añadir algo, pero ella se me anticipó:
—Algunas veces no hace falta —dijo. Yo no sabía a qué se refería. Se rió de una forma un tanto artificial—. En todo caso, estamos sentadas en un coche de ensueño y éste es un día de ensueño. ¡A lo mejor deberíamos rodar aquí un spot publicitario!
Pareció que lo tenía muy preparado.
—Hoy es tu día libre —recordé.
—Es verdad —dijo, volviéndose a relajar—. Es domingo y debemos tratar de mantenernos alejadas de las zonas más turísticas, porque seguro que estarán hasta los topes. Vamos a seguir un poco más. Ahí fuera, en el parque Elk, puede que encontremos un sitio pequeño donde no nos muelan a pisotones.
Encontramos un aparcamiento para excursionistas en el que sólo había un coche. Aquello nos animó, porque parecía seguro que no nos encontraríamos con nadie. Salimos del coche y nos dirigimos hacia la zona boscosa.
—Prefiero el mar —dijo Lena—, pero este bosque también me sirve. Aunque, si lo comparo con el agua, la verdad es que aquí a veces me encuentro algo cohibida.
—Sí, el mar es muy bello —dije, en un tono soñador. Sentí en mi piel el suave viento marino acariciándome mientras estaba en cubierta. Respiré hondo—. Lo que más me gustaría sería volver allí.
—¿De veras? —preguntó Lena. Su mirada era de incredulidad.
—Desde luego —contesté—. Fue maravilloso.
«Excepto por un par de nimiedades que prefiero olvidar y en las que, estoy segura, tú piensas ahora», agregué para mis adentros.
—Pues... si tú... Podríamos volver otra vez. Cuando tengas vacaciones —replicó de repente.
—Las vacaciones de Navidad son, por desgracia, bastante cortas — dije—. Si acaso, podría viajar una vez pasadas las Navidades, porque, de todas formas, quiero estar con mi madre durante las fiestas y después las vacaciones ya casi se habrán terminado. —Lo cierto es que yo lo sentía de verdad.
—¡Qué lástima! —respondió—. Para un par de días casi no merece la pena. —De su voz pude deducir que ella también lo lamentaba.
—Pero después del examen de selectividad sí tengo tiempo —dije.
—¿Después del examen? —Me miró—. Aún falta para eso, ¿no?
—Será en primavera —respondí.
—Pero todavía no hemos entrado en el otoño —dijo. Pareció recapacitar, luego me miró y se rió—. ¡De acuerdo, en primavera! —Enlazó su brazo con el mío y, juntas, continuamos nuestro paseo por el camino forestal.
Resultaba extraño atravesar el bosque a su lado, tan serenas y relajadas, cogidas del brazo como si fuéramos una pareja. Era algo que ayer mismo yo no hubiera podido imaginar.
—¿Lena? —dije. Ella me miró. Me detuve y examiné su rostro—. Quisiera decirte de una vez lo agradecida que estoy...
—¡No, no, por favor! —respondió en voz baja, mientras colocaba su dedo sobre mis labios—. Nada de agradecimientos. No hay nada por lo que dar las gracias. Al contrario.
Yo sabía lo que ella pensaba.
—Lo del barco fue maravilloso —dije—. Quiero que lo sepas. Se abrió para mí un nuevo mundo.
Ella bajó la vista.
—Prefiero no hablar de eso —se expresó con un cierto tono de rechazo.
Le acaricié la mejilla con cariño.
—Lena... —dije de nuevo y me incliné sobre sus labios, los busqué, los toqué y los acaricié con gran suavidad.
Me abrazó. Y todo ocurrió como a cámara lenta. Sus labios se abrieron con lentitud y me dejaron entrar; nos besamos en aquel camino forestal con un tierno ardor.
Aquello no resultó muy erótico, sino más bien dulce y abnegado, como si realmente acabáramos de conocernos.
Quizá fue lo que ocurrió. Todo empezaba de nuevo.
—Claro —contesté. Pero yo había pensado en otra cosa. Fui hacia ella y la rodeé con mis brazos—. A lo mejor más tarde —dije.
La miré a los ojos, pero ella mantuvo su mirada ausente.
¿Qué ocurría? ¿Otra vez tan tímida, de repente? Por lo general era ella la que siempre tenía prisa por meterse en la cama.
—Me gustaría pasear un poco en coche —dijo—. Si no te importa.
Aquello era una forma concreta de darle la vuelta a la relación. ¿Rechazaba el sexo pero dejaba que fuera yo la que tomara la decisión? Me tenía desconcertada.
Hice girar su cabeza hacia mí y la besé con dulzura.
—No, no me importa —dije—. Si lo deseas así.
Era la primera vez que tenía la sensación de cumplir uno de sus deseos sin que aquello supusiera la prestación de un servicio a cambio de un pago. Fue una sensación magnífica. Una sensación normal. Como debe ser entre dos amantes.
Que es lo que éramos nosotras.
Las dos.
—Con ese pañuelo en la cabeza te pareces a Audrey Hepburn o a Grace Kelly —dije, con una sonrisa, mientras recorríamos el paisaje con la capota bajada.
—¿Cómo es posible? —preguntó—. Una era rubia y la otra morena. No me puedo parecer a las dos.
La miré de nuevo.
—Grace Kelly —respondí—. Idéntica a como era Grace Kelly.
—Es necesario que me lo ponga así. Ya verás como luego tengo el pelo como si fuera una escoba.
—Está fantástico —dije—, incluso aun cuando pretenda ser práctico. Siempre sentí admiración por aquellas mujeres de los años cincuenta.
—¿De veras? —Me lanzó una mirada crítica—. ¿Crees que me conservo como una de aquellas mujeres de los años cincuenta?
—Tú eres un tipo de mujer muy dotada como ama de casa —dije con sorna.
—Pero eso no es todo... —respondió, malhumorada.
—No, yo no te considero como una mujer de las de los años cincuenta —transigí, en un tono amable—. Por ahora sólo te veo así. Y me parece maravilloso.
—Si te lo parece... —respondió, algo disgustada.
—Sí, me lo parece —dije—. Para mí, Grace Kelly fue durante mucho tiempo la mujer más bella del mundo. —La miré durante un instante antes de volver a fijar la vista en la carretera.
Por el rabillo del ojo observé que en su cara aparecía una mueca de consternación, pero no dijo nada durante un buen rato. Luego señaló:
—No me gustan las exageraciones. Nunca hay que alterar la verdad.
—Yo lo hago —respondí con ironía. Lena pareció enfadarse. Esta vez no quería dejarme intimidar ni que me desconcertara. No era la dura e implacable mujer de negocios sin sentimientos, como a ella tanto le gustaba aparentar. Eso ya lo había notado yo con toda claridad. Como había pasado la noche anterior. Y también ahora.
—No voy a discutir contigo ahora —dijo—. Sólo quería señalarlo.
—Tú tienes una agencia publicitaria —contesté—. La publicidad no es en absoluto una verdad. ¿Lo ves tú de otra forma?
—La ley nos obliga a decir la verdad —explicó—, pero eso puede depender de la forma en que se presenten las cosas. No hay que ser inexacto. En cualquier caso, la puesta en escena es siempre una verdad posible.
—Los mensajes publicitarios son cuentos —respondí—. Son ilusiones que pretenden que la gente crea que, si compran el producto que se recomienda, se cumplirán sus deseos.
—¿Eso lo has sacado de clase? —inquirió, mirándome consternada.
—También de allí —respondí—. Hemos hecho crítica sobre los mensajes y las frases publicitarias. Pero también es una deducción propia.
—¿Me consideras una embaucadora? —preguntó, con una sonrisa.
—No —contesté. La contemplé sólo un instante, para no apartar la vista de la carretera.
«En todo caso, no en lo que se refiere a la publicidad», pensé para mis adentros y luego en voz alta continué:
—Tan sólo te considero una empresaria muy hábil.
—Gracias —contestó, aunque comprobé que no sabía si aquello había sido un cumplido o no—. Yo vendo sueños, eso sí es cierto —añadió, con aspecto algo pensativo—, pero en un mundo como el nuestro los sueños resultan muy importantes.
—Estoy de acuerdo contigo sin ningún tipo de reservas —dije—. Si no tienes ningún sueño, probablemente no te queda más remedio que pegarte un tiro.
Aquello me recordó nuestra charla en el barco, cuando ella dijo que no se había cumplido ninguno de sus sueños. Por desgracia, me acordé demasiado tarde. Si era verdad y no había podido realizar ninguno de sus sueños, yo parecía estar sugiriéndole, por así decirlo, que se suicidara. Quise añadir algo, pero ella se me anticipó:
—Algunas veces no hace falta —dijo. Yo no sabía a qué se refería. Se rió de una forma un tanto artificial—. En todo caso, estamos sentadas en un coche de ensueño y éste es un día de ensueño. ¡A lo mejor deberíamos rodar aquí un spot publicitario!
Pareció que lo tenía muy preparado.
—Hoy es tu día libre —recordé.
—Es verdad —dijo, volviéndose a relajar—. Es domingo y debemos tratar de mantenernos alejadas de las zonas más turísticas, porque seguro que estarán hasta los topes. Vamos a seguir un poco más. Ahí fuera, en el parque Elk, puede que encontremos un sitio pequeño donde no nos muelan a pisotones.
Encontramos un aparcamiento para excursionistas en el que sólo había un coche. Aquello nos animó, porque parecía seguro que no nos encontraríamos con nadie. Salimos del coche y nos dirigimos hacia la zona boscosa.
—Prefiero el mar —dijo Lena—, pero este bosque también me sirve. Aunque, si lo comparo con el agua, la verdad es que aquí a veces me encuentro algo cohibida.
—Sí, el mar es muy bello —dije, en un tono soñador. Sentí en mi piel el suave viento marino acariciándome mientras estaba en cubierta. Respiré hondo—. Lo que más me gustaría sería volver allí.
—¿De veras? —preguntó Lena. Su mirada era de incredulidad.
—Desde luego —contesté—. Fue maravilloso.
«Excepto por un par de nimiedades que prefiero olvidar y en las que, estoy segura, tú piensas ahora», agregué para mis adentros.
—Pues... si tú... Podríamos volver otra vez. Cuando tengas vacaciones —replicó de repente.
—Las vacaciones de Navidad son, por desgracia, bastante cortas — dije—. Si acaso, podría viajar una vez pasadas las Navidades, porque, de todas formas, quiero estar con mi madre durante las fiestas y después las vacaciones ya casi se habrán terminado. —Lo cierto es que yo lo sentía de verdad.
—¡Qué lástima! —respondió—. Para un par de días casi no merece la pena. —De su voz pude deducir que ella también lo lamentaba.
—Pero después del examen de selectividad sí tengo tiempo —dije.
—¿Después del examen? —Me miró—. Aún falta para eso, ¿no?
—Será en primavera —respondí.
—Pero todavía no hemos entrado en el otoño —dijo. Pareció recapacitar, luego me miró y se rió—. ¡De acuerdo, en primavera! —Enlazó su brazo con el mío y, juntas, continuamos nuestro paseo por el camino forestal.
Resultaba extraño atravesar el bosque a su lado, tan serenas y relajadas, cogidas del brazo como si fuéramos una pareja. Era algo que ayer mismo yo no hubiera podido imaginar.
—¿Lena? —dije. Ella me miró. Me detuve y examiné su rostro—. Quisiera decirte de una vez lo agradecida que estoy...
—¡No, no, por favor! —respondió en voz baja, mientras colocaba su dedo sobre mis labios—. Nada de agradecimientos. No hay nada por lo que dar las gracias. Al contrario.
Yo sabía lo que ella pensaba.
—Lo del barco fue maravilloso —dije—. Quiero que lo sepas. Se abrió para mí un nuevo mundo.
Ella bajó la vista.
—Prefiero no hablar de eso —se expresó con un cierto tono de rechazo.
Le acaricié la mejilla con cariño.
—Lena... —dije de nuevo y me incliné sobre sus labios, los busqué, los toqué y los acaricié con gran suavidad.
Me abrazó. Y todo ocurrió como a cámara lenta. Sus labios se abrieron con lentitud y me dejaron entrar; nos besamos en aquel camino forestal con un tierno ardor.
Aquello no resultó muy erótico, sino más bien dulce y abnegado, como si realmente acabáramos de conocernos.
Quizá fue lo que ocurrió. Todo empezaba de nuevo.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Solo, hermoso
Enamorada *suspira*
Gracias Vivi !!
Enamorada *suspira*
Gracias Vivi !!
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: UNA ISLA PARA DOS
Más tarde, cuando estábamos en la cama, la acaricié y ella no se resistió. Era muy distinto a su forma de actuar en el yate. Como si de repente hubiera decidido transformarse en otra persona.
«Nunca debí admitir el tema del dinero», pensé. «Es lo que nos ha destrozado todo el tiempo.» Pero, ¿cómo iba a saberlo yo? Había sido tan nuevo e inesperado para mí que había acabado por arrollarme.
—Tengo que ir a casa —dije, ya avanzada la noche—. No quiero despertarte mañana y yo me tengo que ir muy pronto. —Me miró, seria. Yo hubiera preferido quedarme junto a ella.
—¿A qué hora piensas que me levanto? —preguntó. Torció la boca con una mueca burlona.
—En la agencia se suele empezar alrededor de las diez —respondí—. Pero yo tengo que estar en clase a las ocho.
—¿Siempre llegas puntual? ¿Alrededor de las diez? —preguntó de nuevo.
«¿Qué es lo que pasa ahora? ¿Acaso va a revisar después mi tarjeta de asistencia?», me dije.
—Pues... sí—contesté.
—¿Y yo llego más tarde que tú? —volvió a preguntar.
—Yo..., no sé —dije—. La verdad es que siempre estás allí.
—Exacto. Tanja abre a las diez para que entren los demás, pero yo tengo mi propia llave. Me suelo levantar todos los días a eso de las seis —afirmó.
—Oh, disculpa. No lo sabía —contesté.
—No —dijo Lena—. A veces incluso estoy en la agencia a las seis. No me va a suponer ningún esfuerzo levantarme contigo si quieres llegar puntual a clase. —Movió la cabeza con aire alegre—. Me gusta que las cosas sean así. Me resulta divertido, porque es como si volviera a mis años de estudiante. —Me sonrió—. Ah, otra cosa. ¿Me puedes dejar mañana por la mañana en la oficina? Tengo el coche en el taller.
—Sí, claro —respondí, sorprendida.
—Bien —dijo Lena—. Entonces, si no te quieres ir, disponemos de un poco de tiempo. —Sus ojos brillaron, seductores—. ¿Podríamos dedicarlo a hacer una cosita?
—¿Sólo una? —pregunté con sorna.
Se volvió hacia mí en la cama.
—Tantas como quieras —respondió, sonriente—. Pero también debemos hacernos a la idea de dormir un poquito.
—Encantada, pero luego —dije con voz ronca. La besé y me acerqué a ella.
«Nunca debí admitir el tema del dinero», pensé. «Es lo que nos ha destrozado todo el tiempo.» Pero, ¿cómo iba a saberlo yo? Había sido tan nuevo e inesperado para mí que había acabado por arrollarme.
—Tengo que ir a casa —dije, ya avanzada la noche—. No quiero despertarte mañana y yo me tengo que ir muy pronto. —Me miró, seria. Yo hubiera preferido quedarme junto a ella.
—¿A qué hora piensas que me levanto? —preguntó. Torció la boca con una mueca burlona.
—En la agencia se suele empezar alrededor de las diez —respondí—. Pero yo tengo que estar en clase a las ocho.
—¿Siempre llegas puntual? ¿Alrededor de las diez? —preguntó de nuevo.
«¿Qué es lo que pasa ahora? ¿Acaso va a revisar después mi tarjeta de asistencia?», me dije.
—Pues... sí—contesté.
—¿Y yo llego más tarde que tú? —volvió a preguntar.
—Yo..., no sé —dije—. La verdad es que siempre estás allí.
—Exacto. Tanja abre a las diez para que entren los demás, pero yo tengo mi propia llave. Me suelo levantar todos los días a eso de las seis —afirmó.
—Oh, disculpa. No lo sabía —contesté.
—No —dijo Lena—. A veces incluso estoy en la agencia a las seis. No me va a suponer ningún esfuerzo levantarme contigo si quieres llegar puntual a clase. —Movió la cabeza con aire alegre—. Me gusta que las cosas sean así. Me resulta divertido, porque es como si volviera a mis años de estudiante. —Me sonrió—. Ah, otra cosa. ¿Me puedes dejar mañana por la mañana en la oficina? Tengo el coche en el taller.
—Sí, claro —respondí, sorprendida.
—Bien —dijo Lena—. Entonces, si no te quieres ir, disponemos de un poco de tiempo. —Sus ojos brillaron, seductores—. ¿Podríamos dedicarlo a hacer una cosita?
—¿Sólo una? —pregunté con sorna.
Se volvió hacia mí en la cama.
—Tantas como quieras —respondió, sonriente—. Pero también debemos hacernos a la idea de dormir un poquito.
—Encantada, pero luego —dije con voz ronca. La besé y me acerqué a ella.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Cuando la dejé en la agencia a la mañana siguiente todavía no había nadie allí. Desde luego, era muy temprano. Me compadecí un poco de ella al ver su cara de sorpresa al bajar del coche pues se me ocurrió darle un beso de despedida. No podía desaprovechar aquella oportunidad.
—Recógeme al salir de clase —dijo, mientras se apeaba—. Iremos a comer juntas.
Anteayer, en cambio, había querido que quedáramos el sábado siguiente. Realmente algo había cambiado, y mucho.
—De acuerdo —respondí—, pero tengo clase hasta las dos. No puedo llegar antes.
—¡Uf! —exclamó—. Yo suelo comer a las doce.
—No tiene nada de particular si te levantas a las seis. Lo siento, pero no podré llegar antes.
—¿No podrías saltarte una clase en mi honor? —preguntó, con un parpadeo de coquetería. Aparentaba ser una adolescente de dieciséis años.
—Lo haría encantada —dije con una sonrisa—, pero hoy es imposible. La clase es de una asignatura fundamental.
—Bueno. Entonces a las dos —respondió.
—A las dos y cuarto —corregí—. Y eso porque tengo este bólido. Con el autobús no podría llegar antes de las tres.
—¿Entonces ya te empieza a parecer bien? —preguntó, con un punto de ironía.
—Sí, desde luego —respondí—. Tenías razón. Como siempre.
—Me parece fantástico que lo reconozcas. —Se inclinó otra vez y me dio un casto beso.
Cuando se irguió, la vi satisfecha.
—En caso de que hoy te encuentres con algún extraño y debas inclinarte un poco delante de él, lo mejor sería que te abrocharas algo más la blusa. Quizás hasta arriba del todo.
Se miró el escote.
—¿Por qué? Sólo llevo desabrochados dos botones. Como siempre.
—Pues yo lo encuentro demasiado atractivo —dije—. Por si acaso te encuentras con un extraño, yo creo que lo mejor es que te los abotones.
—Lo crees —contestó y me miró—. ¿Sólo porque tú no puedas dominarte y dejar de mirar mi escote, supones que a los demás les pasa lo mismo? —Se mostró satisfecha y divertida.
—Es tu escote —respondí, alzando los hombros—. Pero ahí hay mucho que ver. Tengo serias dudas de que alguien pueda controlarse a la vista de todo lo que muestras.
—Me da todo lo mismo —dijo, sonriente.
Puse el coche en marcha.
—Adoro esto de flirtear contigo por la mañana, pero tengo que ir a clase —dije, lamentándolo.
—No te olvides de la mochila del cole —bromeó.
—Ya verás cuando vuelva. Espérate a la tarde —grité, mientras me alejaba.
—Recógeme al salir de clase —dijo, mientras se apeaba—. Iremos a comer juntas.
Anteayer, en cambio, había querido que quedáramos el sábado siguiente. Realmente algo había cambiado, y mucho.
—De acuerdo —respondí—, pero tengo clase hasta las dos. No puedo llegar antes.
—¡Uf! —exclamó—. Yo suelo comer a las doce.
—No tiene nada de particular si te levantas a las seis. Lo siento, pero no podré llegar antes.
—¿No podrías saltarte una clase en mi honor? —preguntó, con un parpadeo de coquetería. Aparentaba ser una adolescente de dieciséis años.
—Lo haría encantada —dije con una sonrisa—, pero hoy es imposible. La clase es de una asignatura fundamental.
—Bueno. Entonces a las dos —respondió.
—A las dos y cuarto —corregí—. Y eso porque tengo este bólido. Con el autobús no podría llegar antes de las tres.
—¿Entonces ya te empieza a parecer bien? —preguntó, con un punto de ironía.
—Sí, desde luego —respondí—. Tenías razón. Como siempre.
—Me parece fantástico que lo reconozcas. —Se inclinó otra vez y me dio un casto beso.
Cuando se irguió, la vi satisfecha.
—En caso de que hoy te encuentres con algún extraño y debas inclinarte un poco delante de él, lo mejor sería que te abrocharas algo más la blusa. Quizás hasta arriba del todo.
Se miró el escote.
—¿Por qué? Sólo llevo desabrochados dos botones. Como siempre.
—Pues yo lo encuentro demasiado atractivo —dije—. Por si acaso te encuentras con un extraño, yo creo que lo mejor es que te los abotones.
—Lo crees —contestó y me miró—. ¿Sólo porque tú no puedas dominarte y dejar de mirar mi escote, supones que a los demás les pasa lo mismo? —Se mostró satisfecha y divertida.
—Es tu escote —respondí, alzando los hombros—. Pero ahí hay mucho que ver. Tengo serias dudas de que alguien pueda controlarse a la vista de todo lo que muestras.
—Me da todo lo mismo —dijo, sonriente.
Puse el coche en marcha.
—Adoro esto de flirtear contigo por la mañana, pero tengo que ir a clase —dije, lamentándolo.
—No te olvides de la mochila del cole —bromeó.
—Ya verás cuando vuelva. Espérate a la tarde —grité, mientras me alejaba.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Durante la mañana me costó mucho concentrarme en las clases. Me obsesionaba todo lo ocurrido en los dos últimos días. Había algunas cosas de las que me acordaba que me hacían sonreír y otras que me obligaban a ponerme colorada.
No obstante, de lo que siempre me acordaba era de Lena y de cómo había cambiado.
¿A qué sería debido? Parecía como si parte de ella estuviera ahora contenida con todas sus fuerzas y eso debía suponerle un esfuerzo enorme. No tenía nada de particular si se consideraba que siempre estaba muy tensa y su humor no era nada bueno. ¿Por qué lo hacía?
No era necesario en absoluto. Era una mujer maravillosa, de auténtico ensueño, y casi llegaba a parecer que no quería que eso se viera.
Meneé la cabeza.
—¿No es usted de mi opinión? —Tenía junto a mí al profesor de Historia, que me miraba con fijeza. No sabía a qué se refería. Por supuesto, yo no había escuchado nada de lo que había dicho. Sólo soñaba con Lena.
—¡Sí, sí, por supuesto! —exclamé, aunque lo normal era que discutiera mucho con él.
También él se quedó extrañado ante mi pacífica reacción, pero no podía hacer mucho contra eso.
—En su opinión, ¿cuál fue el desencadenante de la Guerra de Secesión? —preguntó.
Ahí no me podía coger. La guerra civil americana era mi tema favorito.
—Intereses económicos, creo —dije, mientras echaba mi silla hacia atrás.
—La opinión general tiende a decir que fue el tema de los esclavos —replicó, mientras sonreía con malicia. Pensaba que me había atrapado.
—Pues la opinión general se equivoca, al menos en parte —respondí—. Si tenemos en cuenta que los esclavos no eran más que una mercancía, está muy claro que mi respuesta ha sido la adecuada.
—¿Estaría dispuesta a contestar eso en el examen? —preguntó, mordaz.
—Si aparece el tema, por supuesto —repliqué—. Hay mucha bibliografía que lo corrobora.
Así que su «opinión general» no era tan general como decía. A lo mejor sólo era su propia opinión.
—Así no va a llegar usted muy lejos —repuso, disgustado, mientras se volvía hacia su mesa.
«En todo caso, bastante más lejos que tú», pensé. Estaba segura de que no llevaría una vida aburrida en una escuela, siempre contando lo mismo durante treinta años. ¿Cómo iba a hacer una cosa así, si estaban por medio el azul del mar Egeo... y los maravillosos ojos de Lena?
Empecé a soñar otra vez.
No obstante, de lo que siempre me acordaba era de Lena y de cómo había cambiado.
¿A qué sería debido? Parecía como si parte de ella estuviera ahora contenida con todas sus fuerzas y eso debía suponerle un esfuerzo enorme. No tenía nada de particular si se consideraba que siempre estaba muy tensa y su humor no era nada bueno. ¿Por qué lo hacía?
No era necesario en absoluto. Era una mujer maravillosa, de auténtico ensueño, y casi llegaba a parecer que no quería que eso se viera.
Meneé la cabeza.
—¿No es usted de mi opinión? —Tenía junto a mí al profesor de Historia, que me miraba con fijeza. No sabía a qué se refería. Por supuesto, yo no había escuchado nada de lo que había dicho. Sólo soñaba con Lena.
—¡Sí, sí, por supuesto! —exclamé, aunque lo normal era que discutiera mucho con él.
También él se quedó extrañado ante mi pacífica reacción, pero no podía hacer mucho contra eso.
—En su opinión, ¿cuál fue el desencadenante de la Guerra de Secesión? —preguntó.
Ahí no me podía coger. La guerra civil americana era mi tema favorito.
—Intereses económicos, creo —dije, mientras echaba mi silla hacia atrás.
—La opinión general tiende a decir que fue el tema de los esclavos —replicó, mientras sonreía con malicia. Pensaba que me había atrapado.
—Pues la opinión general se equivoca, al menos en parte —respondí—. Si tenemos en cuenta que los esclavos no eran más que una mercancía, está muy claro que mi respuesta ha sido la adecuada.
—¿Estaría dispuesta a contestar eso en el examen? —preguntó, mordaz.
—Si aparece el tema, por supuesto —repliqué—. Hay mucha bibliografía que lo corrobora.
Así que su «opinión general» no era tan general como decía. A lo mejor sólo era su propia opinión.
—Así no va a llegar usted muy lejos —repuso, disgustado, mientras se volvía hacia su mesa.
«En todo caso, bastante más lejos que tú», pensé. Estaba segura de que no llevaría una vida aburrida en una escuela, siempre contando lo mismo durante treinta años. ¿Cómo iba a hacer una cosa así, si estaban por medio el azul del mar Egeo... y los maravillosos ojos de Lena?
Empecé a soñar otra vez.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Conseguí llegar a la agencia a las dos y diez porque, sencillamente, no me había podido resistir y me había escapado del curso un poco antes.
Lena no estaba a la vista, así que aparqué el coche y entré.
Tanja murmuró algo cuando pasé delante de ella. A continuación retrocedió un par de pasos y me miró, interrogante.
—¿Vienes por lo de tu dinero? —preguntó—. Ya lo hemos transferido a tu cuenta y debe de estar ingresado en ella. ¿No te ha llegado todavía?
—¿Dinero? —Fruncí el entrecejo. ¡Ah, sí, el dinero!—. No, no vengo por eso —dije, para tranquilizar a Tanja—. Ya he cobrado suficiente dinero. —Pensé que era una buena forma de decirlo.
—Entonces todo ha ido bien —dijo Tanja—. Hay veces que las cosas salen mal porque el banco..., o nuestro departamento de contabilidad, mete la pata. De todas formas, no lo diré muy alto, no vaya a ser que a Lena le dé un ataque.
Lena, aquella era la palabra clave.
—¿Está aquí? —pregunté.
—Ahora no —respondió Tanja—. Está en una reunión. Ya debería haber llegado, pero el cliente es muy complicado. —Sonrió con cierta ironía—. ¿Ya te has hartado de nosotros? ¿No ibas a hacer unas prácticas?
—No. —Tenía que mostrarme satisfecha, porque no era ese tipo de prácticas—. Tan sólo venía a... —«recoger», eso es lo que hubiera querido decir, pero a lo mejor a ella no le iba a gustar. ¿Sabía alguien qué humor tendría?—... charlar con Lena —dije.
—Entonces tendrás que esperar. —Tanja se encogió de hombros—. Ya sabes lo que pasa. —Sonrió—. Podrías hacer algo útil y echar una mano para ordenar cosas —dijo y se fue.
Yo miré a mi alrededor. El orden era algo que siempre hacía falta allí. Me sentía desilusionada por el hecho de que Lena no estuviera, pero no podía hacer nada contra eso. Empecé a colocar algunos papeles en sus carpetas, como tan bien había aprendido durante mis prácticas.
Al poco tiempo escuché unas voces que se acercaban.
En la parte posterior del edificio había una sala de conferencias y de allí provenía el ruido. Un segundo después Lena dobló la esquina, seguida de uno de sus Creative Directors. Les acompañaban dos caballeros a los que yo no conocía.
Lena estrechó la mano del mayor. El hombre más joven era como ella.
—Me alegro de que estemos de acuerdo —dijo—. Vamos a ponernos a trabajar para usted. El señor Carducci le llamará para concertar la fecha de la presentación.
—Gracias —respondió el hombre maduro, que no estaba muy dispuesto a soltar la mano de Lena. Parecía querer retenerla. Entre sonrisas, Lena la retiró con toda firmeza.
Ella y Enrico Carducci se despidieron del segundo visitante, que no era tan afectuoso, y los dos clientes salieron de la agencia.
—¿Te encargas tú, por favor, Enrico? —dijo Lena a su colaborador—. Y ten en cuenta lo que hemos descubierto. No tiene ningún sentido que tratemos de imponerle algo que él no entiende.
Enrico asintió con la cabeza.
—De acuerdo, Lena. Luego te explicaré cómo lo he planeado. —Desapareció, llevándose consigo una pila de carpetas.
Lena quiso regresar a su despacho. Miró al suelo y pareció como si no hubiera advertido mi presencia.
—Lena—dije.
Alzó la vista y me miró. Estaba claro que todavía tenía la mente en el tema de la reunión.
—¿Qué haces aquí? —dijo, con el entrecejo fruncido.
«¡Oh, qué agradable suena...!»
—Tenía que recogerte —dije, e intenté que en mi voz no se descubriera la desilusión. Era tal y como había pensado. Aquella misma mañana ella había estado conmigo, pero ahora se encontraba en un lugar totalmente distinto.
—¡Ah, sí! —dijo—. Es verdad que habíamos quedado.
¡Qué agradable resultaba que lo hubiera olvidado..., mientras yo no había dejado de pensar en ella en toda la mañana!
—Ven conmigo. —Se dirigió a su despacho.
Fui tras ella.
—Sólo tengo que acabar estas cosas —dijo, al tiempo que se sentaba en su mesa, lo que supuso que casi desapareciera de mi vista.
—Puedo esperarte fuera —dije.
«O incluso esfumarme», pensé para mis adentros. Me dio la sensación de que ella no se había dado ni cuenta de lo que le había dicho.
—Como quieras —respondió con aire ausente—. Acabaré en cinco minutos.
Por lo visto, le daba lo mismo que me quedara o que no lo hiciera. Suspiré en mi interior. Lo mejor era esperarla allí, porque, si me iba, no volvería a acordarse de mí hasta que tuviera acabado el trabajo.
Preparó sus conclusiones y se levantó.
—Nos podemos ir. —Cogió el bolso y salió por la puerta delante de mí.
«¡Muy bien, bravo!» Ya estábamos otra vez en el principio.
—¿Dónde quieres comer? —pregunté cuando llegamos al coche.
—En Chez Pierre —contestó de inmediato y se sentó en el coche.
Yo también me subí.
—No sé dónde está —dije—. Me tendrás que indicar el camino.
—Ahí delante, a la izquierda, un poco más allá del cruce —respondió—. Luego ya te diré lo que hay que hacer.
Tenía que habérmelo imaginado. Aquello no podía seguir así. Ella se volvía a comportar como si yo fuera su chófer.
Me puse en marcha.
—¿Ha sido una reunión agotadora? —pregunté.
—¡Oh, sí! —Se pasó la mano por el pelo y suspiró hondo—. Desde las diez y media hasta ahora. Deberíamos haber acabado a las doce. Pero algunos clientes no saben realmente lo que quieren. Hemos hecho mil propuestas, pero ninguna les parecía la adecuada. Ha sido muy laborioso.
—Lo siento —dije.
—¡Pues anda que yo! —respondió, sarcástica—. A partir de las doce, el estómago empezó a hacerme ruido a causa del hambre. Ni siquiera pude tomarme un yogur.
Ahora me tocó reírme a mí.
—¡Pobrecita! Pero ahora podrás echarle algo a tu sufrido estómago.
—Lo principal es que el encargo ha llegado a buen fin —dijo—. Lo demás no importa.
Ni siquiera yo. Eso era algo con lo que debía conformarme. En los negocios, ella era tan sólo... una mujer de negocios. Era mejor que yo no tratara de obtener ninguna otra cosa. Confiaba en que cambiara cuando estuviera en su casa.
—Me alegro mucho por ti, Lena —dije en voz baja—. Yo te he tenido en mi pensamiento durante toda la mañana.
—¡Oh! —Volvió la cabeza y me miró—. Sí..., claro... —Luego enmudeció.
—Sé que no has pensado en mí —dije—. Tenías otras cosas que hacer. Lo entiendo. —Yo pretendía avergonzarla en lo más profundo. Ni siquiera me había cogido de la mano una sola vez. Yo ansiaba sentir su calor y su piel.
—Ahí delante a la derecha —dijo—. Donde el semáforo. —Parecía no querer seguir con el tema.
Giré y la miré durante un breve instante. Su cara exhibía un aspecto impenetrable. «¿Dónde está la alegre adolescente de esta misma mañana?», pensé.
—Lena —dije—, no tenemos por qué ir juntas a comer. Si quieres estar sola... —Me asustaba estar sentada enfrente de aquel rostro. Y era su cara. Su hermoso rostro que yo tanto amaba.
—Yo... no. Está bien —suspiró—. Soy insoportable, ¿verdad? —dijo, mientras me miraba.
—Eres tú la que lo ha dicho —respondí, con una sonrisa sarcástica—. Pero sí, es verdad. Ni siquiera un pequeño beso de bienvenida...
—¿En la agencia? —Me miró boquiabierta—. Nunca lo haría.
No quería mezclar lo profesional con lo privado, eso era lo que quería decir en realidad.
—Reconoce, al menos, que ni siquiera lo has pensado —repliqué.
Guardó silencio. Era muy cierto.
Yo suspiré.
—Está bien, Lena —dije—. Sólo lo quería saber. —Yo había comprobado, durante mucho tiempo de trabajo conjunto en la agencia, que allí siempre estaba concentrada a tope y era prácticamente inaccesible.
Llegamos a Chez Pierre y nos bajamos del coche. Mientras caminábamos a lo largo de la zona de aparcamiento, no dijo ni una palabra. Iba a ser un almuerzo encantador...
Entramos en el pequeño vestíbulo que llevaba desde el aparcamiento hasta el local. De repente, Lena se irguió y me miró.
—He pensado en ti durante toda la mañana —susurró con voz ronca—. Hasta en esa maldita reunión. —Me apretó contra la pared y me besó con ardor.
¡Por fin! La toqué entre caricias; ya era mía de nuevo.
Cuando se apartó de mí, me sonrió.
—¿Ahora ya está todo en orden?
Sonreí. Era tan feliz.
—Sí —contesté, mientras le acariciaba la espalda.
—Muy bien. —Se irguió—. Ahora mismo ya tengo hambre de verdad. —Exhibió una sonrisa de ligera satisfacción y entramos juntas en el restaurante.
Durante la comida me compensó con un trato encantador y con su sonrisa.
—¿Me podrías acercar luego al taller? —preguntó al acabar—. Ya deben de tener listo mi coche.
—Claro —afirmé—. ¿Qué le pasaba?
—Nada, sólo ha sido una revisión —dijo—. Allí es donde suelo llevar todos mis coches de forma regular. Es mejor hacerlo así, en lugar de esperar a que les ocurra algo.
—¿Todos tus coches? Pero, ¿cuántos tienes? —pregunté.
—Cinco o seis —respondió, aunque luego lo pensó mejor—. No, cinco, porque he vendido el Ferrari.
—¿El Ferrari? —Casi me caigo de la silla.
—No un Ferrari cualquiera —puntualizó, con cara de satisfacción—. Hay algunos que en carretera sólo puedes identificar que son Ferrari porque ves el cavallino rampante. Éste era uno de ésos. Ni siquiera era rojo, sino azul oscuro.
—No sabía que fueras tan entusiasta de los coches —contesté, perpleja.
—No lo soy en absoluto —dijo—. En realidad, no. Es algo así como los enseres en una casa: hay que tener el adecuado para cada ocasión. Es una forma de ahorrar tiempo y nervios.
«Claro, siempre que uno pueda permitirse esos lujos...», pensé.
—En realidad, sí. Me gustan los coches. Son bonitos, fiables y potentes, y te facilitan mucho las cosas —continuó con una sonrisa—. Y gastan bromas como, por ejemplo, tú. —Es verdad. Nunca habría imaginado que un descapotable pudiera generar pasiones.
—Por supuesto. Ya lo creo que puede —confirmó—. Tengo un Jaguar descapotable, pero, por desgracia, el tiempo aquí no es bastante bueno como para poder disfrutarlo de verdad.
—¿Tu Jaguar es un cabrio? —pregunté. No me lo había parecido.
—Tengo también de los otros —respondió—, como el que utilizamos para ir al aeropuerto. El cabrio no lo podría haber aparcado. A pesar de la vigilancia, ya me han rajado el techo en dos ocasiones. —Terminó su postre—. Parece que te interesan mucho los coches —continuó—. Cuando te apetezca, puedo enseñarte mi garaje.
Quise sonreír. Era una oferta muy divertida.
«¿Hay alguien que vaya por ahí enseñando su garaje?», pensé.
—Me gustaría mucho —dije—. En cuanto haya una oportunidad. —La miré—. ¿Tienes que recoger tu coche a una hora determinada?
—No —respondió—. Lo normal es que me lo lleven a la agencia o a mi casa, pero, ya que nos pilla de paso, he pensado en recogerlo yo misma.
«Claro. En circunstancias normales tú no puedes ocuparte de esas cosas», me dije. Estaba segura de que el del taller estaría encantado de ponerse por completo a su servicio. Quizá fuera su mejor cliente.
Tuve que constatar de nuevo que el dinero mueve el mundo. Los clientes normales se encargaban ellos mismos de recoger o de llevar el coche al taller y luego se volvían a casa en autobús. Pero estaba claro que aquello no iba con ella.
Cuando, al poco rato, llegamos al aparcamiento del taller, el encargado salió nada más vernos y saludó a Lena con entusiasmo.
—¿Cómo le va con el coche pequeño? —me preguntó, sonriente, mientras señalaba a mi vehículo.
—Muy bien —respondí. Casi balbuceé, porque no estaba acostumbrada a que me trataran de una forma tan atenta.
—Es un coche magnífico para gente joven —dijo, dirigiéndose ahora a Lena.
—Sí, eso creo —respondió ella, torciendo un poco la boca.
—En caso de que surgiera la menor dificultad, cosa que, por supuesto, no espero que ocurra, limítese a llamarme —dijo él, dirigiéndose de nuevo a mí—. Iremos a recogerlo y se lo devolveremos en perfecto estado.
—Sí..., de acuerdo..., gracias —respondí. Casi me resultaba excesiva tanta buena disposición. «¿No hay que llamar siempre a los servicios de urgencia, que nunca suelen atenderte?», pensé. Claro que eso era para la gente normal.
—Quisiera llevarme el todoterreno —dijo ahora Lena—. ¿Está listo?
—Claro que sí. Pero se lo íbamos a llevar —indicó el encargado.
—La verdad es que ya que estaba tan cerca... —respondió Lena.
—Como usted desee —dijo él, mientras se dirigía hacia la zona de oficinas—. Tan sólo necesitamos su firma y se lo podrá llevar.
Lena asintió y ambos entraron en el edificio. Yo me quedé en la zona de aparcamiento. En cierto modo me sentía desplazada.
Un minuto después volvió a aparecer Lena. Ya venía sola.
—¿Quieres conducir? —preguntó, mientras mantenía en alto las llaves de un coche.
Me acerqué a ella.
—Dime que no va a ser tu próximo regalo —observé, con cierto tono desconfiado.
Ella hizo una mueca con aire divertido.
—No, éste es el mío y no te lo voy a dar. —Hizo ademán de ponerse en marcha—. Pero si quisieras un jeep, puedo escoger uno para ti.
—No, gracias —dije, en un tono algo ácido—. Ya es suficiente con el deportivo.
—Bueno, está bien. —Hizo como si no se diera cuenta de mi mal humor. En realidad, quizás es que no lo había notado—. Volveré a la agencia con el todoterreno. Tú aún tienes que hacer los deberes.
—Lena—dije, en un tono suplicante—, ¿no podemos despedirnos en otro sitio que no sea justo aquí, en el aparcamiento de un taller de coches?
Me miró, apretando un poco los labios. Lo entendió.
—Sígueme —dijo.
Condujo durante un trecho y luego torció hacia una callejuela lateral que daba acceso a un gran edificio industrial. Se detuvo y bajó del coche.
Yo iba tras ella y dudé un poco. A pesar de ser yo misma quien lo había propuesto, ahora me resultaba algo cómica la idea de haber conducido hasta allí para poder despedirnos con un beso.
Llegó donde yo estaba y se inclinó hacia mí.
Los cabrio son fantásticos si se llevan sin capota y una mujer con el escote abierto se inclina hacia delante en ellos. Miré fijamente hacia arriba y estuve a punto de arrancarle toda la ropa.
—Por desgracia, no podemos quedarnos mucho —dijo, en un tono divertido. Había sabido interpretar mi expresiva mirada sin ninguna dificultad—. No tengo mucho tiempo, aunque sí el suficiente para un beso. —Se volvió a inclinar hacia mí y buscó mis labios.
Era muy dulce, lo noté de nuevo en sus tiernos labios y en su suave lengua. Cerré los ojos y disfruté. Sus besos eran fantásticos. Deseé que aquello no se acabara nunca. Lamentablemente me supo a poco cuando ella se separó de mí y se enderezó.
—¿Es suficiente? —dijo, satisfecha.
Yo todavía estaba aturdida a causa de su beso, pero luego volví en mí.
—No —dije. Me levanté a toda velocidad y la cogí entre mis brazos. Volví a besarla, la acaricié y la retuve toda ella junto a mí.
Lena me lo permitió durante unos segundos, pero luego me apartó.
—¡Uff! —exclamó—. Bueno, veré si me puedo enfriar en el camino de aquí a la agencia, porque, tal y como estoy ahora, no voy a poder trabajar.
—De todas formas, trabajas demasiado —dije, burlona.
—Pudiera ser —contestó—, pero no lo puedo cambiar. Aún tengo una cita esta tarde.
—¡Qué lástima! —repuse.
Ella me miró con severidad.
—También es mejor para ti. No quiero que pierdas el curso por culpa mía.
«¿Acaso hay mejor forma de perder un curso?», pensé.
—Tienes razón. —Exhalé un suspiro—. Todavía tengo algunas cosas que hacer. Muchas gracias, señora profesora.
—De nada —contestó, satisfecha. Se inclinó una vez más hacia mí e insinuó en mis labios el leve soplo de un beso—. ¿Nos vemos esta noche?
—¿Hoy por la noche? —Me pilló de sorpresa. No podía creerme tanta felicidad.
—Sí. ¿Vienes a mi casa?
—Con mu... mucho gusto —tartamudeé.
Ella se rió.
—También procuraré que duermas bastante y así mañana no llegarás agotada a clase.
Sonreí a mi vez.
—Tampoco necesito dormir tanto.
—Me tranquiliza oírtelo decir —contestó, divertida—. ¿A las nueve? Seguro que antes de esa hora no voy a poder estar lista.
Asentí con la cabeza.
—A las nueve.
Levantó la mano para despedirse.
—Entonces hasta la noche.
Se dirigió a su jeep, subió y se puso en marcha.
Yo seguí allí, perpleja, hasta que arranqué y me dirigí a mi casa. ¿Qué le ocurría? A veces se mostraba fría y luego otra vez apasionada; aquel comportamiento me resultaba muy fatigoso.
Pero me alegré de lo que iba a ocurrir más tarde. Conecté la radio del coche y canté con ella a voz en grito, tanto que los que pararon a mi lado en el semáforo me miraron con curiosidad. Seguro que pensaban que estaba muy chiflada.
Y yo también lo pensé.
Chiflada y loca por ella.
Lena no estaba a la vista, así que aparqué el coche y entré.
Tanja murmuró algo cuando pasé delante de ella. A continuación retrocedió un par de pasos y me miró, interrogante.
—¿Vienes por lo de tu dinero? —preguntó—. Ya lo hemos transferido a tu cuenta y debe de estar ingresado en ella. ¿No te ha llegado todavía?
—¿Dinero? —Fruncí el entrecejo. ¡Ah, sí, el dinero!—. No, no vengo por eso —dije, para tranquilizar a Tanja—. Ya he cobrado suficiente dinero. —Pensé que era una buena forma de decirlo.
—Entonces todo ha ido bien —dijo Tanja—. Hay veces que las cosas salen mal porque el banco..., o nuestro departamento de contabilidad, mete la pata. De todas formas, no lo diré muy alto, no vaya a ser que a Lena le dé un ataque.
Lena, aquella era la palabra clave.
—¿Está aquí? —pregunté.
—Ahora no —respondió Tanja—. Está en una reunión. Ya debería haber llegado, pero el cliente es muy complicado. —Sonrió con cierta ironía—. ¿Ya te has hartado de nosotros? ¿No ibas a hacer unas prácticas?
—No. —Tenía que mostrarme satisfecha, porque no era ese tipo de prácticas—. Tan sólo venía a... —«recoger», eso es lo que hubiera querido decir, pero a lo mejor a ella no le iba a gustar. ¿Sabía alguien qué humor tendría?—... charlar con Lena —dije.
—Entonces tendrás que esperar. —Tanja se encogió de hombros—. Ya sabes lo que pasa. —Sonrió—. Podrías hacer algo útil y echar una mano para ordenar cosas —dijo y se fue.
Yo miré a mi alrededor. El orden era algo que siempre hacía falta allí. Me sentía desilusionada por el hecho de que Lena no estuviera, pero no podía hacer nada contra eso. Empecé a colocar algunos papeles en sus carpetas, como tan bien había aprendido durante mis prácticas.
Al poco tiempo escuché unas voces que se acercaban.
En la parte posterior del edificio había una sala de conferencias y de allí provenía el ruido. Un segundo después Lena dobló la esquina, seguida de uno de sus Creative Directors. Les acompañaban dos caballeros a los que yo no conocía.
Lena estrechó la mano del mayor. El hombre más joven era como ella.
—Me alegro de que estemos de acuerdo —dijo—. Vamos a ponernos a trabajar para usted. El señor Carducci le llamará para concertar la fecha de la presentación.
—Gracias —respondió el hombre maduro, que no estaba muy dispuesto a soltar la mano de Lena. Parecía querer retenerla. Entre sonrisas, Lena la retiró con toda firmeza.
Ella y Enrico Carducci se despidieron del segundo visitante, que no era tan afectuoso, y los dos clientes salieron de la agencia.
—¿Te encargas tú, por favor, Enrico? —dijo Lena a su colaborador—. Y ten en cuenta lo que hemos descubierto. No tiene ningún sentido que tratemos de imponerle algo que él no entiende.
Enrico asintió con la cabeza.
—De acuerdo, Lena. Luego te explicaré cómo lo he planeado. —Desapareció, llevándose consigo una pila de carpetas.
Lena quiso regresar a su despacho. Miró al suelo y pareció como si no hubiera advertido mi presencia.
—Lena—dije.
Alzó la vista y me miró. Estaba claro que todavía tenía la mente en el tema de la reunión.
—¿Qué haces aquí? —dijo, con el entrecejo fruncido.
«¡Oh, qué agradable suena...!»
—Tenía que recogerte —dije, e intenté que en mi voz no se descubriera la desilusión. Era tal y como había pensado. Aquella misma mañana ella había estado conmigo, pero ahora se encontraba en un lugar totalmente distinto.
—¡Ah, sí! —dijo—. Es verdad que habíamos quedado.
¡Qué agradable resultaba que lo hubiera olvidado..., mientras yo no había dejado de pensar en ella en toda la mañana!
—Ven conmigo. —Se dirigió a su despacho.
Fui tras ella.
—Sólo tengo que acabar estas cosas —dijo, al tiempo que se sentaba en su mesa, lo que supuso que casi desapareciera de mi vista.
—Puedo esperarte fuera —dije.
«O incluso esfumarme», pensé para mis adentros. Me dio la sensación de que ella no se había dado ni cuenta de lo que le había dicho.
—Como quieras —respondió con aire ausente—. Acabaré en cinco minutos.
Por lo visto, le daba lo mismo que me quedara o que no lo hiciera. Suspiré en mi interior. Lo mejor era esperarla allí, porque, si me iba, no volvería a acordarse de mí hasta que tuviera acabado el trabajo.
Preparó sus conclusiones y se levantó.
—Nos podemos ir. —Cogió el bolso y salió por la puerta delante de mí.
«¡Muy bien, bravo!» Ya estábamos otra vez en el principio.
—¿Dónde quieres comer? —pregunté cuando llegamos al coche.
—En Chez Pierre —contestó de inmediato y se sentó en el coche.
Yo también me subí.
—No sé dónde está —dije—. Me tendrás que indicar el camino.
—Ahí delante, a la izquierda, un poco más allá del cruce —respondió—. Luego ya te diré lo que hay que hacer.
Tenía que habérmelo imaginado. Aquello no podía seguir así. Ella se volvía a comportar como si yo fuera su chófer.
Me puse en marcha.
—¿Ha sido una reunión agotadora? —pregunté.
—¡Oh, sí! —Se pasó la mano por el pelo y suspiró hondo—. Desde las diez y media hasta ahora. Deberíamos haber acabado a las doce. Pero algunos clientes no saben realmente lo que quieren. Hemos hecho mil propuestas, pero ninguna les parecía la adecuada. Ha sido muy laborioso.
—Lo siento —dije.
—¡Pues anda que yo! —respondió, sarcástica—. A partir de las doce, el estómago empezó a hacerme ruido a causa del hambre. Ni siquiera pude tomarme un yogur.
Ahora me tocó reírme a mí.
—¡Pobrecita! Pero ahora podrás echarle algo a tu sufrido estómago.
—Lo principal es que el encargo ha llegado a buen fin —dijo—. Lo demás no importa.
Ni siquiera yo. Eso era algo con lo que debía conformarme. En los negocios, ella era tan sólo... una mujer de negocios. Era mejor que yo no tratara de obtener ninguna otra cosa. Confiaba en que cambiara cuando estuviera en su casa.
—Me alegro mucho por ti, Lena —dije en voz baja—. Yo te he tenido en mi pensamiento durante toda la mañana.
—¡Oh! —Volvió la cabeza y me miró—. Sí..., claro... —Luego enmudeció.
—Sé que no has pensado en mí —dije—. Tenías otras cosas que hacer. Lo entiendo. —Yo pretendía avergonzarla en lo más profundo. Ni siquiera me había cogido de la mano una sola vez. Yo ansiaba sentir su calor y su piel.
—Ahí delante a la derecha —dijo—. Donde el semáforo. —Parecía no querer seguir con el tema.
Giré y la miré durante un breve instante. Su cara exhibía un aspecto impenetrable. «¿Dónde está la alegre adolescente de esta misma mañana?», pensé.
—Lena —dije—, no tenemos por qué ir juntas a comer. Si quieres estar sola... —Me asustaba estar sentada enfrente de aquel rostro. Y era su cara. Su hermoso rostro que yo tanto amaba.
—Yo... no. Está bien —suspiró—. Soy insoportable, ¿verdad? —dijo, mientras me miraba.
—Eres tú la que lo ha dicho —respondí, con una sonrisa sarcástica—. Pero sí, es verdad. Ni siquiera un pequeño beso de bienvenida...
—¿En la agencia? —Me miró boquiabierta—. Nunca lo haría.
No quería mezclar lo profesional con lo privado, eso era lo que quería decir en realidad.
—Reconoce, al menos, que ni siquiera lo has pensado —repliqué.
Guardó silencio. Era muy cierto.
Yo suspiré.
—Está bien, Lena —dije—. Sólo lo quería saber. —Yo había comprobado, durante mucho tiempo de trabajo conjunto en la agencia, que allí siempre estaba concentrada a tope y era prácticamente inaccesible.
Llegamos a Chez Pierre y nos bajamos del coche. Mientras caminábamos a lo largo de la zona de aparcamiento, no dijo ni una palabra. Iba a ser un almuerzo encantador...
Entramos en el pequeño vestíbulo que llevaba desde el aparcamiento hasta el local. De repente, Lena se irguió y me miró.
—He pensado en ti durante toda la mañana —susurró con voz ronca—. Hasta en esa maldita reunión. —Me apretó contra la pared y me besó con ardor.
¡Por fin! La toqué entre caricias; ya era mía de nuevo.
Cuando se apartó de mí, me sonrió.
—¿Ahora ya está todo en orden?
Sonreí. Era tan feliz.
—Sí —contesté, mientras le acariciaba la espalda.
—Muy bien. —Se irguió—. Ahora mismo ya tengo hambre de verdad. —Exhibió una sonrisa de ligera satisfacción y entramos juntas en el restaurante.
Durante la comida me compensó con un trato encantador y con su sonrisa.
—¿Me podrías acercar luego al taller? —preguntó al acabar—. Ya deben de tener listo mi coche.
—Claro —afirmé—. ¿Qué le pasaba?
—Nada, sólo ha sido una revisión —dijo—. Allí es donde suelo llevar todos mis coches de forma regular. Es mejor hacerlo así, en lugar de esperar a que les ocurra algo.
—¿Todos tus coches? Pero, ¿cuántos tienes? —pregunté.
—Cinco o seis —respondió, aunque luego lo pensó mejor—. No, cinco, porque he vendido el Ferrari.
—¿El Ferrari? —Casi me caigo de la silla.
—No un Ferrari cualquiera —puntualizó, con cara de satisfacción—. Hay algunos que en carretera sólo puedes identificar que son Ferrari porque ves el cavallino rampante. Éste era uno de ésos. Ni siquiera era rojo, sino azul oscuro.
—No sabía que fueras tan entusiasta de los coches —contesté, perpleja.
—No lo soy en absoluto —dijo—. En realidad, no. Es algo así como los enseres en una casa: hay que tener el adecuado para cada ocasión. Es una forma de ahorrar tiempo y nervios.
«Claro, siempre que uno pueda permitirse esos lujos...», pensé.
—En realidad, sí. Me gustan los coches. Son bonitos, fiables y potentes, y te facilitan mucho las cosas —continuó con una sonrisa—. Y gastan bromas como, por ejemplo, tú. —Es verdad. Nunca habría imaginado que un descapotable pudiera generar pasiones.
—Por supuesto. Ya lo creo que puede —confirmó—. Tengo un Jaguar descapotable, pero, por desgracia, el tiempo aquí no es bastante bueno como para poder disfrutarlo de verdad.
—¿Tu Jaguar es un cabrio? —pregunté. No me lo había parecido.
—Tengo también de los otros —respondió—, como el que utilizamos para ir al aeropuerto. El cabrio no lo podría haber aparcado. A pesar de la vigilancia, ya me han rajado el techo en dos ocasiones. —Terminó su postre—. Parece que te interesan mucho los coches —continuó—. Cuando te apetezca, puedo enseñarte mi garaje.
Quise sonreír. Era una oferta muy divertida.
«¿Hay alguien que vaya por ahí enseñando su garaje?», pensé.
—Me gustaría mucho —dije—. En cuanto haya una oportunidad. —La miré—. ¿Tienes que recoger tu coche a una hora determinada?
—No —respondió—. Lo normal es que me lo lleven a la agencia o a mi casa, pero, ya que nos pilla de paso, he pensado en recogerlo yo misma.
«Claro. En circunstancias normales tú no puedes ocuparte de esas cosas», me dije. Estaba segura de que el del taller estaría encantado de ponerse por completo a su servicio. Quizá fuera su mejor cliente.
Tuve que constatar de nuevo que el dinero mueve el mundo. Los clientes normales se encargaban ellos mismos de recoger o de llevar el coche al taller y luego se volvían a casa en autobús. Pero estaba claro que aquello no iba con ella.
Cuando, al poco rato, llegamos al aparcamiento del taller, el encargado salió nada más vernos y saludó a Lena con entusiasmo.
—¿Cómo le va con el coche pequeño? —me preguntó, sonriente, mientras señalaba a mi vehículo.
—Muy bien —respondí. Casi balbuceé, porque no estaba acostumbrada a que me trataran de una forma tan atenta.
—Es un coche magnífico para gente joven —dijo, dirigiéndose ahora a Lena.
—Sí, eso creo —respondió ella, torciendo un poco la boca.
—En caso de que surgiera la menor dificultad, cosa que, por supuesto, no espero que ocurra, limítese a llamarme —dijo él, dirigiéndose de nuevo a mí—. Iremos a recogerlo y se lo devolveremos en perfecto estado.
—Sí..., de acuerdo..., gracias —respondí. Casi me resultaba excesiva tanta buena disposición. «¿No hay que llamar siempre a los servicios de urgencia, que nunca suelen atenderte?», pensé. Claro que eso era para la gente normal.
—Quisiera llevarme el todoterreno —dijo ahora Lena—. ¿Está listo?
—Claro que sí. Pero se lo íbamos a llevar —indicó el encargado.
—La verdad es que ya que estaba tan cerca... —respondió Lena.
—Como usted desee —dijo él, mientras se dirigía hacia la zona de oficinas—. Tan sólo necesitamos su firma y se lo podrá llevar.
Lena asintió y ambos entraron en el edificio. Yo me quedé en la zona de aparcamiento. En cierto modo me sentía desplazada.
Un minuto después volvió a aparecer Lena. Ya venía sola.
—¿Quieres conducir? —preguntó, mientras mantenía en alto las llaves de un coche.
Me acerqué a ella.
—Dime que no va a ser tu próximo regalo —observé, con cierto tono desconfiado.
Ella hizo una mueca con aire divertido.
—No, éste es el mío y no te lo voy a dar. —Hizo ademán de ponerse en marcha—. Pero si quisieras un jeep, puedo escoger uno para ti.
—No, gracias —dije, en un tono algo ácido—. Ya es suficiente con el deportivo.
—Bueno, está bien. —Hizo como si no se diera cuenta de mi mal humor. En realidad, quizás es que no lo había notado—. Volveré a la agencia con el todoterreno. Tú aún tienes que hacer los deberes.
—Lena—dije, en un tono suplicante—, ¿no podemos despedirnos en otro sitio que no sea justo aquí, en el aparcamiento de un taller de coches?
Me miró, apretando un poco los labios. Lo entendió.
—Sígueme —dijo.
Condujo durante un trecho y luego torció hacia una callejuela lateral que daba acceso a un gran edificio industrial. Se detuvo y bajó del coche.
Yo iba tras ella y dudé un poco. A pesar de ser yo misma quien lo había propuesto, ahora me resultaba algo cómica la idea de haber conducido hasta allí para poder despedirnos con un beso.
Llegó donde yo estaba y se inclinó hacia mí.
Los cabrio son fantásticos si se llevan sin capota y una mujer con el escote abierto se inclina hacia delante en ellos. Miré fijamente hacia arriba y estuve a punto de arrancarle toda la ropa.
—Por desgracia, no podemos quedarnos mucho —dijo, en un tono divertido. Había sabido interpretar mi expresiva mirada sin ninguna dificultad—. No tengo mucho tiempo, aunque sí el suficiente para un beso. —Se volvió a inclinar hacia mí y buscó mis labios.
Era muy dulce, lo noté de nuevo en sus tiernos labios y en su suave lengua. Cerré los ojos y disfruté. Sus besos eran fantásticos. Deseé que aquello no se acabara nunca. Lamentablemente me supo a poco cuando ella se separó de mí y se enderezó.
—¿Es suficiente? —dijo, satisfecha.
Yo todavía estaba aturdida a causa de su beso, pero luego volví en mí.
—No —dije. Me levanté a toda velocidad y la cogí entre mis brazos. Volví a besarla, la acaricié y la retuve toda ella junto a mí.
Lena me lo permitió durante unos segundos, pero luego me apartó.
—¡Uff! —exclamó—. Bueno, veré si me puedo enfriar en el camino de aquí a la agencia, porque, tal y como estoy ahora, no voy a poder trabajar.
—De todas formas, trabajas demasiado —dije, burlona.
—Pudiera ser —contestó—, pero no lo puedo cambiar. Aún tengo una cita esta tarde.
—¡Qué lástima! —repuse.
Ella me miró con severidad.
—También es mejor para ti. No quiero que pierdas el curso por culpa mía.
«¿Acaso hay mejor forma de perder un curso?», pensé.
—Tienes razón. —Exhalé un suspiro—. Todavía tengo algunas cosas que hacer. Muchas gracias, señora profesora.
—De nada —contestó, satisfecha. Se inclinó una vez más hacia mí e insinuó en mis labios el leve soplo de un beso—. ¿Nos vemos esta noche?
—¿Hoy por la noche? —Me pilló de sorpresa. No podía creerme tanta felicidad.
—Sí. ¿Vienes a mi casa?
—Con mu... mucho gusto —tartamudeé.
Ella se rió.
—También procuraré que duermas bastante y así mañana no llegarás agotada a clase.
Sonreí a mi vez.
—Tampoco necesito dormir tanto.
—Me tranquiliza oírtelo decir —contestó, divertida—. ¿A las nueve? Seguro que antes de esa hora no voy a poder estar lista.
Asentí con la cabeza.
—A las nueve.
Levantó la mano para despedirse.
—Entonces hasta la noche.
Se dirigió a su jeep, subió y se puso en marcha.
Yo seguí allí, perpleja, hasta que arranqué y me dirigí a mi casa. ¿Qué le ocurría? A veces se mostraba fría y luego otra vez apasionada; aquel comportamiento me resultaba muy fatigoso.
Pero me alegré de lo que iba a ocurrir más tarde. Conecté la radio del coche y canté con ella a voz en grito, tanto que los que pararon a mi lado en el semáforo me miraron con curiosidad. Seguro que pensaban que estaba muy chiflada.
Y yo también lo pensé.
Chiflada y loca por ella.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Me encanta, definitivamente este fic *-*
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: UNA ISLA PARA DOS
Cuando llegué por la noche ella ya estaba allí y se encontraba en la cocina.
—No había pensado que llegaras tan pronto a casa —dije, en plan de broma, después del beso de saludo—. Supuse que tendría que esperarte por lo menos una hora.
—Pues casi me pasa —respondió, mientras cortaba el pepino para la ensalada—, pero he podido delegar algunas cosas. Enrico, Helmuth y Patricia deben hacer algo de vez en cuando.
Los tres eran sus Creative Directors.
—Estoy totalmente de acuerdo —dije—. ¿No te sacan unos sueldazos? —Sonreí con ironía. Cuantas más cosas delegara, más tiempo tendría para mí. Al menos es lo que yo pensaba.
—Puede, pero ya los atosigo bastante —repuso, sonriente—. Es probable que en cualquier otra agencia estuvieran más tranquilos.
—No se pueden quejar, al ver lo mucho que tú misma trabajas —contesté.
—No lo hacen..., la mayoría de las veces —respondió—. Son, de verdad un equipo muy bueno —afirmó. Luego hizo un ademán para señalarme un cuenco—. ¿Preparas el aliño para la ensalada? Podemos comer enseguida.
—¿Yo, el aliño para la ensalada...? —La miré.
—Venga, menos cuento —contestó—. Eso lo hace cualquiera.
—¡Menos yo! —exclamé—. Pregúntale a mi madre.
Lena suspiró.
—De acuerdo. Debí comprarlo ya preparado —respondió—. Entonces corta el pan. Supongo que eso sí sabrás hacerlo. —Parecía algo crispada.
—Desde luego. Ahora mismo —dije y me acerqué a la encimera donde estaba el pan. Los cuchillos colgaban de una banda metálica imantada; cogí uno de ellos y me dispuse a cortar—. Lo siento, Lena—me disculpé. No quería que se enfureciera por eso, porque podía echar a perder el resto de la noche—. De verdad que no sé hacerlo.
—Ya veo. —Suspiró aún más hondo que antes—. Yo que me había esforzado tanto en el Egeo para enseñarte a cocinar... —Sonaba a broma; no parecía estar disgustada.
Se me quitó un peso de encima.
—De verdad, pregúntale a mi madre cuántas veces lo ha intentado —insistí.
—Eso es lo que haré si me tropiezo con ella —dijo—. Trae el pan. Vamos a comer en la barra. Sólo para una ensalada no merece la pena que vayamos al comedor.
Puso el cuenco al lado de dos platos que ya estaban preparados. Nos sentamos una al lado de la otra en los altos taburetes y comenzamos a comer.
La tenía tan cerca que percibía el calor que emitía. La situación me recordó nuestro primer encuentro en el bar. También allí estuvimos sentadas muy juntas. No pude contenerme, bajé la mano y la apoyé sobre su cálido muslo.
Lena emitió una leve exclamación de sorpresa. Estuvo a punto de atragantarse.
—¿No puedes esperar ni siquiera cinco minutos? —preguntó.
—Te espero. Come con calma. —Volví a pasarle la mano por el muslo.
Lanzó otra vez la misma exclamación. Sonaba igual que un «¡Oh, cielos!».
—Así no puedo comer —dijo. Soltó el tenedor y me miró—. O una cosa o la otra.
—Se puede ser flexible. —Bromeé—. Tú misma lo has dicho.
—Yo no debería decir tantas estupideces —respondió en voz baja. Se inclinó hacia mí y me besó—. Me lo he propuesto con total firmeza: primero comer y luego...
—¿Y luego? —contesté, mirándola fijamente a los ojos. En ellos vi lo que ella entendía por luego. Ahora fui yo la que me incliné para besarla. Pasé las manos con suavidad, arriba y abajo, por sus costados. ¡Dios mío, cuánto la deseaba!
Ella se tambaleó, insegura, en su taburete.
—Vamos para arriba —susurró entre dos besos.
—¿Y si no subimos? —repuse, mientras le desabrochaba la blusa.
—¡Oh, no! —gimió—. Aquí es muy incómodo.
—¿Lo has hecho ya alguna vez? —pregunté.
No contestó. Claro que lo había hecho...
—Entonces puedes hacerlo de nuevo —susurré con voz cálida. Yo lo deseaba ahora. Inmediatamente. No podía esperar más.
Le quité la blusa, ya totalmente desabrochada, y le acaricié los pechos. Separé el sujetador y lo eché hacia arriba.
Miré sus pechos, que se elevaban y descendían con vigor. Tenían erguidos los vértices y se tendían hacia mí, como si me saludaran. Me dejé caer de mi taburete sin despegar la vista de ella. Me incliné hacia delante y tomé uno de sus pezones entre mis labios.
Lena gimió.
—¡Eres indecente! —Me colocó las manos sobre la cabeza y, febril, me acarició el pelo.
—Tú me has invitado —dije con insolencia—. ¿O sólo era a comer?
—No... —gimió de nuevo.
—Pues ya ves —repliqué satisfecha. Le desabroché los pantalones y se los bajé por las caderas. Ella se levantó un poco para ayudarme.
—¿Aquí, en el taburete? —susurró, boquiabierta—. ¿Así?
—Mientras no te caigas... —dije.
—No te lo puedo garantizar —repuso, cada vez más atónita. Por lo visto, aquello no lo había hecho nunca. Bien. Yo ya había conseguido ser la primera en algo.
—No tengas miedo. Te cogeré al vuelo —dije para tranquilizarla.
—Eso espero —repuso con escepticismo—. No me apetece nada romperme la cabeza.
Le separé las piernas. Ella se mordió los labios y contuvo la respiración durante un instante. Me coloqué entre sus muslos abiertos.
—No hagas nada —dije.
Me incliné hacia delante y volví a besarla. Fui bajando las manos por los costados y le acaricié los pechos, hasta que lanzó un gemido y cerró los ojos. Luego se dejó resbalar hacia abajo.
Le rocé con suavidad las ingles y casi se cayó del taburete; tuve que sujetarla. Cuando se tranquilizó un poco, se apoyó por detrás en la encimera y se sujetó con firmeza. Me puse en cuclillas y empujé un poco sus muslos hacia los lados.
Ella intentó coger algo de aire. Contemplé brevemente su clítoris, lo cogí en toda su palpitante belleza y me incliné hacia delante. Utilicé la lengua para rozarlo con suavidad y ella se alzó con un movimiento brusco, lanzando un sonoro suspiro.
—¡Oh, Dios! —Jadeaba y apenas podía respirar.
Me moví por su perla: estaba tan hinchada que casi podía separar mi lengua. Lena volvió a gemir, se sujetó con firmeza a la encimera y echó hacia delante las caderas, con lo que casi volvió a caerse del taburete. Se quedó balanceándose en el borde.
Retorcía las caderas al ritmo de mi lengua y cada uno de mis toques hacía que gimiera de forma ininterrumpida. Luego se alzó con todas sus fuerzas, se quedó rígida, volvió a bajarse y jadeó.
Me levanté deprisa para sujetarla. Ahora era cuando realmente tenía miedo de que se fuera de cabeza al suelo.
Se recuperó poco a poco. Instantes después, abrió los ojos y me miró.
—Puedes estar contenta de que yo sea una persona tan pacífica, porque, de lo contrario, ahora mismo te habría asesinado —dijo, al tiempo que sonreía—. Ha sido fantástico —añadió, al cabo de un momento
Yo también sonreí. Tenía una cara preciosa, excitada y relajada.
—Ahora ya podemos irnos a la cama —propuse.
—¡Oh, no! —dijo ella—. Tú también tienes que conseguirlo aquí, en el taburete. Para que veas lo que pasa. Ha sido tan incómodo que quiero que obtengas una satisfacción.
«¿Satisfacción?» Aquello me dejó como atontada. ¿Satisfacción por un orgasmo? ¿No le había ofrecido ya suficiente satisfacción?
—Venganza —dijo, con una sonrisa irónica—. Es sólo para vengarme. Siéntate.
Era difícil negarse. Me levanté y me senté en el taburete. Y ella se tomó una venganza terrible. Su lengua entró en mí de una forma tan profunda que grité más fuerte que nunca.
Después, ya en la cama, dije:
—Ha sido demasiado incómodo. ¿Por qué no te has negado?
—¿Y por qué no lo has hecho tú? —repuso, con una sonrisa de satisfacción.
—No podía —dije—. Tenías derecho a eso. Pero tú ya lo sabías.
—No quería ser tan... inflexible —respondió con satisfacción—. Me lo habrías echado en cara.
Parecía estar verdaderamente afectada.
—Esto no es lo que yo pensaba —repliqué.
—No lo entiendo —dijo—. Pero, en realidad, ahora no me interesa nada. —Se acurrucó contra mí—. ¿Querrías echarle hoy un vistazo al garaje? —preguntó con coquetería.
«¿El garaje? Ah, sí. Lo de los coches.» Se me había olvidado hacía mucho tiempo.
—¡Cómo no! —respondí, con una sonrisa irónica.
—Está bien —dijo ella. Me acarició el pecho y yo gemí—. Pero no quiero que dejes de dormir... por lo del colegio —agregó con picardía.
—No has tenido suficiente con la venganza de ahí abajo. Si ahora no sigues, me muero.
Sus bellos ojos me miraron, tan tiernos y afectuosos, llenos de amor y de deseo. Apenas podía imaginarme cómo me hubieran podido ir las cosas sin ella. ¿Cómo habría podido aunque sólo fuera vivir? Yo no quería nada, nada en absoluto. Ella era tan necesaria para mi vida como lo eran el sol, la luz o el aire que respiraba.
No quería volver a estar sin ella. Yo te amo, quise decirle, pero en el último momento me acordé de su prohibición y de mi promesa, porque, aunque ella había cambiado mucho, seguían en vigor. Tenía que descubrir el motivo por el que ella no quería oír aquellas tres palabras antes de poder decírselas.
Tragué saliva.
Se inclinó hacia abajo y me besó, primero con ternura y luego de una forma apasionada, hasta que se deslizó en mi interior, mimó mis pechos, incendió mi piel y, por último, hizo que se desencadenara en mí un terremoto.
Al terminar, continué tendida, presa de una maravillosa sensación. Me había dejado sin respiración.
Flotó sobre mí y sonrió, me besó con dulzura y me tomó entre sus brazos, en los que me acurruqué para dormir y soñar con ella.
—No había pensado que llegaras tan pronto a casa —dije, en plan de broma, después del beso de saludo—. Supuse que tendría que esperarte por lo menos una hora.
—Pues casi me pasa —respondió, mientras cortaba el pepino para la ensalada—, pero he podido delegar algunas cosas. Enrico, Helmuth y Patricia deben hacer algo de vez en cuando.
Los tres eran sus Creative Directors.
—Estoy totalmente de acuerdo —dije—. ¿No te sacan unos sueldazos? —Sonreí con ironía. Cuantas más cosas delegara, más tiempo tendría para mí. Al menos es lo que yo pensaba.
—Puede, pero ya los atosigo bastante —repuso, sonriente—. Es probable que en cualquier otra agencia estuvieran más tranquilos.
—No se pueden quejar, al ver lo mucho que tú misma trabajas —contesté.
—No lo hacen..., la mayoría de las veces —respondió—. Son, de verdad un equipo muy bueno —afirmó. Luego hizo un ademán para señalarme un cuenco—. ¿Preparas el aliño para la ensalada? Podemos comer enseguida.
—¿Yo, el aliño para la ensalada...? —La miré.
—Venga, menos cuento —contestó—. Eso lo hace cualquiera.
—¡Menos yo! —exclamé—. Pregúntale a mi madre.
Lena suspiró.
—De acuerdo. Debí comprarlo ya preparado —respondió—. Entonces corta el pan. Supongo que eso sí sabrás hacerlo. —Parecía algo crispada.
—Desde luego. Ahora mismo —dije y me acerqué a la encimera donde estaba el pan. Los cuchillos colgaban de una banda metálica imantada; cogí uno de ellos y me dispuse a cortar—. Lo siento, Lena—me disculpé. No quería que se enfureciera por eso, porque podía echar a perder el resto de la noche—. De verdad que no sé hacerlo.
—Ya veo. —Suspiró aún más hondo que antes—. Yo que me había esforzado tanto en el Egeo para enseñarte a cocinar... —Sonaba a broma; no parecía estar disgustada.
Se me quitó un peso de encima.
—De verdad, pregúntale a mi madre cuántas veces lo ha intentado —insistí.
—Eso es lo que haré si me tropiezo con ella —dijo—. Trae el pan. Vamos a comer en la barra. Sólo para una ensalada no merece la pena que vayamos al comedor.
Puso el cuenco al lado de dos platos que ya estaban preparados. Nos sentamos una al lado de la otra en los altos taburetes y comenzamos a comer.
La tenía tan cerca que percibía el calor que emitía. La situación me recordó nuestro primer encuentro en el bar. También allí estuvimos sentadas muy juntas. No pude contenerme, bajé la mano y la apoyé sobre su cálido muslo.
Lena emitió una leve exclamación de sorpresa. Estuvo a punto de atragantarse.
—¿No puedes esperar ni siquiera cinco minutos? —preguntó.
—Te espero. Come con calma. —Volví a pasarle la mano por el muslo.
Lanzó otra vez la misma exclamación. Sonaba igual que un «¡Oh, cielos!».
—Así no puedo comer —dijo. Soltó el tenedor y me miró—. O una cosa o la otra.
—Se puede ser flexible. —Bromeé—. Tú misma lo has dicho.
—Yo no debería decir tantas estupideces —respondió en voz baja. Se inclinó hacia mí y me besó—. Me lo he propuesto con total firmeza: primero comer y luego...
—¿Y luego? —contesté, mirándola fijamente a los ojos. En ellos vi lo que ella entendía por luego. Ahora fui yo la que me incliné para besarla. Pasé las manos con suavidad, arriba y abajo, por sus costados. ¡Dios mío, cuánto la deseaba!
Ella se tambaleó, insegura, en su taburete.
—Vamos para arriba —susurró entre dos besos.
—¿Y si no subimos? —repuse, mientras le desabrochaba la blusa.
—¡Oh, no! —gimió—. Aquí es muy incómodo.
—¿Lo has hecho ya alguna vez? —pregunté.
No contestó. Claro que lo había hecho...
—Entonces puedes hacerlo de nuevo —susurré con voz cálida. Yo lo deseaba ahora. Inmediatamente. No podía esperar más.
Le quité la blusa, ya totalmente desabrochada, y le acaricié los pechos. Separé el sujetador y lo eché hacia arriba.
Miré sus pechos, que se elevaban y descendían con vigor. Tenían erguidos los vértices y se tendían hacia mí, como si me saludaran. Me dejé caer de mi taburete sin despegar la vista de ella. Me incliné hacia delante y tomé uno de sus pezones entre mis labios.
Lena gimió.
—¡Eres indecente! —Me colocó las manos sobre la cabeza y, febril, me acarició el pelo.
—Tú me has invitado —dije con insolencia—. ¿O sólo era a comer?
—No... —gimió de nuevo.
—Pues ya ves —repliqué satisfecha. Le desabroché los pantalones y se los bajé por las caderas. Ella se levantó un poco para ayudarme.
—¿Aquí, en el taburete? —susurró, boquiabierta—. ¿Así?
—Mientras no te caigas... —dije.
—No te lo puedo garantizar —repuso, cada vez más atónita. Por lo visto, aquello no lo había hecho nunca. Bien. Yo ya había conseguido ser la primera en algo.
—No tengas miedo. Te cogeré al vuelo —dije para tranquilizarla.
—Eso espero —repuso con escepticismo—. No me apetece nada romperme la cabeza.
Le separé las piernas. Ella se mordió los labios y contuvo la respiración durante un instante. Me coloqué entre sus muslos abiertos.
—No hagas nada —dije.
Me incliné hacia delante y volví a besarla. Fui bajando las manos por los costados y le acaricié los pechos, hasta que lanzó un gemido y cerró los ojos. Luego se dejó resbalar hacia abajo.
Le rocé con suavidad las ingles y casi se cayó del taburete; tuve que sujetarla. Cuando se tranquilizó un poco, se apoyó por detrás en la encimera y se sujetó con firmeza. Me puse en cuclillas y empujé un poco sus muslos hacia los lados.
Ella intentó coger algo de aire. Contemplé brevemente su clítoris, lo cogí en toda su palpitante belleza y me incliné hacia delante. Utilicé la lengua para rozarlo con suavidad y ella se alzó con un movimiento brusco, lanzando un sonoro suspiro.
—¡Oh, Dios! —Jadeaba y apenas podía respirar.
Me moví por su perla: estaba tan hinchada que casi podía separar mi lengua. Lena volvió a gemir, se sujetó con firmeza a la encimera y echó hacia delante las caderas, con lo que casi volvió a caerse del taburete. Se quedó balanceándose en el borde.
Retorcía las caderas al ritmo de mi lengua y cada uno de mis toques hacía que gimiera de forma ininterrumpida. Luego se alzó con todas sus fuerzas, se quedó rígida, volvió a bajarse y jadeó.
Me levanté deprisa para sujetarla. Ahora era cuando realmente tenía miedo de que se fuera de cabeza al suelo.
Se recuperó poco a poco. Instantes después, abrió los ojos y me miró.
—Puedes estar contenta de que yo sea una persona tan pacífica, porque, de lo contrario, ahora mismo te habría asesinado —dijo, al tiempo que sonreía—. Ha sido fantástico —añadió, al cabo de un momento
Yo también sonreí. Tenía una cara preciosa, excitada y relajada.
—Ahora ya podemos irnos a la cama —propuse.
—¡Oh, no! —dijo ella—. Tú también tienes que conseguirlo aquí, en el taburete. Para que veas lo que pasa. Ha sido tan incómodo que quiero que obtengas una satisfacción.
«¿Satisfacción?» Aquello me dejó como atontada. ¿Satisfacción por un orgasmo? ¿No le había ofrecido ya suficiente satisfacción?
—Venganza —dijo, con una sonrisa irónica—. Es sólo para vengarme. Siéntate.
Era difícil negarse. Me levanté y me senté en el taburete. Y ella se tomó una venganza terrible. Su lengua entró en mí de una forma tan profunda que grité más fuerte que nunca.
Después, ya en la cama, dije:
—Ha sido demasiado incómodo. ¿Por qué no te has negado?
—¿Y por qué no lo has hecho tú? —repuso, con una sonrisa de satisfacción.
—No podía —dije—. Tenías derecho a eso. Pero tú ya lo sabías.
—No quería ser tan... inflexible —respondió con satisfacción—. Me lo habrías echado en cara.
Parecía estar verdaderamente afectada.
—Esto no es lo que yo pensaba —repliqué.
—No lo entiendo —dijo—. Pero, en realidad, ahora no me interesa nada. —Se acurrucó contra mí—. ¿Querrías echarle hoy un vistazo al garaje? —preguntó con coquetería.
«¿El garaje? Ah, sí. Lo de los coches.» Se me había olvidado hacía mucho tiempo.
—¡Cómo no! —respondí, con una sonrisa irónica.
—Está bien —dijo ella. Me acarició el pecho y yo gemí—. Pero no quiero que dejes de dormir... por lo del colegio —agregó con picardía.
—No has tenido suficiente con la venganza de ahí abajo. Si ahora no sigues, me muero.
Sus bellos ojos me miraron, tan tiernos y afectuosos, llenos de amor y de deseo. Apenas podía imaginarme cómo me hubieran podido ir las cosas sin ella. ¿Cómo habría podido aunque sólo fuera vivir? Yo no quería nada, nada en absoluto. Ella era tan necesaria para mi vida como lo eran el sol, la luz o el aire que respiraba.
No quería volver a estar sin ella. Yo te amo, quise decirle, pero en el último momento me acordé de su prohibición y de mi promesa, porque, aunque ella había cambiado mucho, seguían en vigor. Tenía que descubrir el motivo por el que ella no quería oír aquellas tres palabras antes de poder decírselas.
Tragué saliva.
Se inclinó hacia abajo y me besó, primero con ternura y luego de una forma apasionada, hasta que se deslizó en mi interior, mimó mis pechos, incendió mi piel y, por último, hizo que se desencadenara en mí un terremoto.
Al terminar, continué tendida, presa de una maravillosa sensación. Me había dejado sin respiración.
Flotó sobre mí y sonrió, me besó con dulzura y me tomó entre sus brazos, en los que me acurruqué para dormir y soñar con ella.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Durante las semanas siguientes adquirimos la costumbre de vernos casi todos los días y yo me sentía como si flotara en una nube.
—No quisiera quejarme —dijo un día mi madre cuando yo ya estaba a punto de salir de casa—, pero ya estamos casi en Navidades y me apetecería mucho darme una vuelta contigo por la ciudad, ir de compras. Ya hace mucho tiempo que no lo hacemos.
—¡Oh, mamá! Lo siento —respondí, consciente de mi culpabilidad—. Sé que te he tenido muy abandonada en los últimos tiempos.
—No pasa nada —dijo, sonriente—. Alguna vez tenía que ocurrir. Ya has sido formal durante mucho tiempo, pero las Navidades son algo muy especial para mí y me gustaría mucho tener conmigo a mi única hija.
—En cualquier caso, no he previsto nada para entonces —sonreí—. Ya lo he hablado con Lena.
—Las pasará con su propia familia —dijo mi madre.
Yo la miré fijamente, desconcertada.
—Sí, es probable —dije, titubeante—. Lena no me ha hablado de su familia. Ni siquiera sé si la tiene.
—Entonces, ¿nos vamos juntas el sábado a la ciudad? —continuó mi madre. Al parecer, ya tenía su mente ocupada por completo con el tema de las compras y casi no se había dado cuenta de mi titubeo.
—Sí, claro. Quedamos así —respondí.
—Bien —dijo, sonriente—. Y ahora vete. Se te nota muy impaciente por llegar junto a ella.
—¡Mamá...!
Ella se rió.
Me puse colorada y, a toda velocidad, cerré la puerta tras de mí.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Lena se tumbó en mis brazos y, extenuada, se acurrucó contra mí. Mi madre tenía razón, pero no sólo por lo que se refería a mí.
Dejé avanzar mi mano por la sábana que había debajo de Lena, acaricié su cálida piel, que todavía parecía vibrar, contemplé sus ojos cerrados y su bello rostro, retiré algunos cabellos de su mejilla y la besé con ternura. Ella abrió los ojos y me miró.
Yo sonreí.
—¿Qué vas a hacer estas Navidades? —pregunté—. ¿Vas a ir con tu familia?
—No —negó con la cabeza—. Mis padres murieron y soy hija única.
—Lo siento —respondí.
—¿Por qué? Tú también eres hija única. —Se apretó contra mí. No parecía que el tema le afectara demasiado.
—No me refería a eso, sino a lo de la muerte de tus padres. ¿Hace mucho tiempo?
—Cuando murieron yo iba todavía al colegio. Sí, de eso ya hace mucho
—¿Un accidente? —pregunté.
—Sí, de avión. Hay padres que siempre vuelan por separado, pero los míos apenas podían renunciar el uno al otro durante unas pocas horas. En aquel vuelo iban sentados juntos. Todos acabamos por perder algún día a nuestros padres —dijo—, sólo que a mí me ocurrió demasiado pronto.
—¿Los querías mucho? —pregunté—. ¿Resultó muy duro para ti?
—No mucho, porque apenas los conocía —respondió.
Sorprendida, me volví hacia ella.
—¿No conocías a tus padres?
—Desde pequeña estuve en un internado, mientras ellos hacían escapadas en avión a través de la Historia Universal —dijo—. A veces ni siquiera los veía durante las vacaciones, porque, precisamente entonces, tenían algo importante que hacer.
—¿Algo importante? —dije, boquiabierta—. ¿Más importante que tú, su hija?
No se me podía ocurrir una cosa así referida a mi madre. Yo era para ella lo más importante del mundo y ella lo era para mí antes de tropezarme con Lena. Mi madre era una parte de mi vida, pero, al parecer, los padres de Lena no lo habían sido para ella.
—Eran arqueólogos —explicó—. Para ellos sólo contaba el pasado, los muertos, las momias y las civilizaciones perdidas; el presente o las personas vivas no les interesaban demasiado.
—Entonces no hubieran debido tener ningún hijo —dije, con furia. De no ser porque estaban muertos, yo hubiera sido capaz de asesinarlos en aquel momento.
—Sí, ya lo he pensado muchas veces —respondió—, pero, en realidad, yo fui un accidente. Se rompió un condón, o algo por el estilo. Estoy convencida de que yo no entraba en sus planes.
—¿No había nadie contigo cuando eras niña? —pregunté. Todo aquello me resultaba espantoso.
—Claro —respondió Lena—. Una niñera. Por desgracia, también murió. Por aquel entonces ya era muy mayor, pero, cuando estaba con ella, yo me sentía muy segura y protegida. Fue mejor que una madre. Al morir, entré en el internado.
—Una niñera no puede hacer el papel de los padres —dije, todavía conmocionada.
—Claro que puede —repuso de inmediato—. Si esos padres son como los míos. —Se volvió hacia mí—. ¿Sólo tienes a tu madre? ¿Qué es de tu padre?
—¡Oh! —Sonreí, cohibida—. La verdad es que casi no lo conocí.
—¿También ha muerto? —preguntó.
—No, no. Vive. Feliz y contento. Pero mi madre y él... —carraspeé— no se llevaban nada bien.
—¿La dejó plantada? —inquirió.
—Al quedarse embarazada lo hubiera hecho con mucho gusto —dije—. Algo así me insinuó mi madre. Era muy joven cuando* lo del embarazo, pero, a pesar de todo, él condescendió en que se casaran.
—¿No viven juntos?
—Mi madre se divorció al cabo de un par de años, cuando yo todavía era muy niña. No podía ser de otra forma, porque mi padre no era de fiar.
—La engañaba —afirmó Lena de una forma muy directa.
—Eso también. —Suspiré—. Y, además, no era nada agradable. Mi madre le perdonaba muchas cosas, pero debió de permitirse el lujo de hacer algo gordo. Ella nunca me lo ha contado.
—Tu madre es digna de lástima —dijo Lena, en un tono sincero—. Todo le parece poco para los demás. Es una persona muy agradable y ha tenido muy mala suerte.
En cambio mis padres se quisieron con toda su alma, sólo se preocupaban el uno del otro y no había nada que pudiera interponerse entre ellos, y se estrellaron. El destino busca siempre un equilibrio.
La miré. No parecía estar triste ni decepcionada. Las cosas eran así, como eran, y parecía aceptarlo. ¿Sería por eso por lo que no quería escuchar juramentos de amor?
Quizá sus padres la habían engañado con vanas esperanzas cuando no iban a visitarla o se despedían de ella.
Todo era posible. Aquello debió de resultar terrible para una niña. Me lo podía figurar aun sin haberlo vivido. Mi madre me había entregado a mí todo su amor y no sólo de palabra.
Sentía miedo de preguntarle a Lena. Estábamos sentadas en la cama tranquilamente, una al lado de la otra, y no quería que se enfadara o que me echara de allí. Más valía ser prudente ante un tema tan espinoso.
De un segundo a otro, ella podía llegar a ser tan fría como un témpano. Ya hacía algún tiempo que no lo presenciaba, pero no tenía ningunas ganas de que ocurriera. Y tampoco daba por hecho que no volviera a suceder sólo porque ahora me amaba y se mostraba cariñosa conmigo la mayoría de las veces.
En su interior dormían muchas cosas que yo no alcanzaba a entender.
Y también la amaba por eso. Porque en ella aparecían muchas piezas, como si fuera un rompecabezas sin solución aparente.
Si alguna vez llegábamos a conocernos mejor, yo esperaba poder componer aquel rompecabezas pieza a pieza.
CONTINUARÁ...
—No quisiera quejarme —dijo un día mi madre cuando yo ya estaba a punto de salir de casa—, pero ya estamos casi en Navidades y me apetecería mucho darme una vuelta contigo por la ciudad, ir de compras. Ya hace mucho tiempo que no lo hacemos.
—¡Oh, mamá! Lo siento —respondí, consciente de mi culpabilidad—. Sé que te he tenido muy abandonada en los últimos tiempos.
—No pasa nada —dijo, sonriente—. Alguna vez tenía que ocurrir. Ya has sido formal durante mucho tiempo, pero las Navidades son algo muy especial para mí y me gustaría mucho tener conmigo a mi única hija.
—En cualquier caso, no he previsto nada para entonces —sonreí—. Ya lo he hablado con Lena.
—Las pasará con su propia familia —dijo mi madre.
Yo la miré fijamente, desconcertada.
—Sí, es probable —dije, titubeante—. Lena no me ha hablado de su familia. Ni siquiera sé si la tiene.
—Entonces, ¿nos vamos juntas el sábado a la ciudad? —continuó mi madre. Al parecer, ya tenía su mente ocupada por completo con el tema de las compras y casi no se había dado cuenta de mi titubeo.
—Sí, claro. Quedamos así —respondí.
—Bien —dijo, sonriente—. Y ahora vete. Se te nota muy impaciente por llegar junto a ella.
—¡Mamá...!
Ella se rió.
Me puse colorada y, a toda velocidad, cerré la puerta tras de mí.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Lena se tumbó en mis brazos y, extenuada, se acurrucó contra mí. Mi madre tenía razón, pero no sólo por lo que se refería a mí.
Dejé avanzar mi mano por la sábana que había debajo de Lena, acaricié su cálida piel, que todavía parecía vibrar, contemplé sus ojos cerrados y su bello rostro, retiré algunos cabellos de su mejilla y la besé con ternura. Ella abrió los ojos y me miró.
Yo sonreí.
—¿Qué vas a hacer estas Navidades? —pregunté—. ¿Vas a ir con tu familia?
—No —negó con la cabeza—. Mis padres murieron y soy hija única.
—Lo siento —respondí.
—¿Por qué? Tú también eres hija única. —Se apretó contra mí. No parecía que el tema le afectara demasiado.
—No me refería a eso, sino a lo de la muerte de tus padres. ¿Hace mucho tiempo?
—Cuando murieron yo iba todavía al colegio. Sí, de eso ya hace mucho
—¿Un accidente? —pregunté.
—Sí, de avión. Hay padres que siempre vuelan por separado, pero los míos apenas podían renunciar el uno al otro durante unas pocas horas. En aquel vuelo iban sentados juntos. Todos acabamos por perder algún día a nuestros padres —dijo—, sólo que a mí me ocurrió demasiado pronto.
—¿Los querías mucho? —pregunté—. ¿Resultó muy duro para ti?
—No mucho, porque apenas los conocía —respondió.
Sorprendida, me volví hacia ella.
—¿No conocías a tus padres?
—Desde pequeña estuve en un internado, mientras ellos hacían escapadas en avión a través de la Historia Universal —dijo—. A veces ni siquiera los veía durante las vacaciones, porque, precisamente entonces, tenían algo importante que hacer.
—¿Algo importante? —dije, boquiabierta—. ¿Más importante que tú, su hija?
No se me podía ocurrir una cosa así referida a mi madre. Yo era para ella lo más importante del mundo y ella lo era para mí antes de tropezarme con Lena. Mi madre era una parte de mi vida, pero, al parecer, los padres de Lena no lo habían sido para ella.
—Eran arqueólogos —explicó—. Para ellos sólo contaba el pasado, los muertos, las momias y las civilizaciones perdidas; el presente o las personas vivas no les interesaban demasiado.
—Entonces no hubieran debido tener ningún hijo —dije, con furia. De no ser porque estaban muertos, yo hubiera sido capaz de asesinarlos en aquel momento.
—Sí, ya lo he pensado muchas veces —respondió—, pero, en realidad, yo fui un accidente. Se rompió un condón, o algo por el estilo. Estoy convencida de que yo no entraba en sus planes.
—¿No había nadie contigo cuando eras niña? —pregunté. Todo aquello me resultaba espantoso.
—Claro —respondió Lena—. Una niñera. Por desgracia, también murió. Por aquel entonces ya era muy mayor, pero, cuando estaba con ella, yo me sentía muy segura y protegida. Fue mejor que una madre. Al morir, entré en el internado.
—Una niñera no puede hacer el papel de los padres —dije, todavía conmocionada.
—Claro que puede —repuso de inmediato—. Si esos padres son como los míos. —Se volvió hacia mí—. ¿Sólo tienes a tu madre? ¿Qué es de tu padre?
—¡Oh! —Sonreí, cohibida—. La verdad es que casi no lo conocí.
—¿También ha muerto? —preguntó.
—No, no. Vive. Feliz y contento. Pero mi madre y él... —carraspeé— no se llevaban nada bien.
—¿La dejó plantada? —inquirió.
—Al quedarse embarazada lo hubiera hecho con mucho gusto —dije—. Algo así me insinuó mi madre. Era muy joven cuando* lo del embarazo, pero, a pesar de todo, él condescendió en que se casaran.
—¿No viven juntos?
—Mi madre se divorció al cabo de un par de años, cuando yo todavía era muy niña. No podía ser de otra forma, porque mi padre no era de fiar.
—La engañaba —afirmó Lena de una forma muy directa.
—Eso también. —Suspiré—. Y, además, no era nada agradable. Mi madre le perdonaba muchas cosas, pero debió de permitirse el lujo de hacer algo gordo. Ella nunca me lo ha contado.
—Tu madre es digna de lástima —dijo Lena, en un tono sincero—. Todo le parece poco para los demás. Es una persona muy agradable y ha tenido muy mala suerte.
En cambio mis padres se quisieron con toda su alma, sólo se preocupaban el uno del otro y no había nada que pudiera interponerse entre ellos, y se estrellaron. El destino busca siempre un equilibrio.
La miré. No parecía estar triste ni decepcionada. Las cosas eran así, como eran, y parecía aceptarlo. ¿Sería por eso por lo que no quería escuchar juramentos de amor?
Quizá sus padres la habían engañado con vanas esperanzas cuando no iban a visitarla o se despedían de ella.
Todo era posible. Aquello debió de resultar terrible para una niña. Me lo podía figurar aun sin haberlo vivido. Mi madre me había entregado a mí todo su amor y no sólo de palabra.
Sentía miedo de preguntarle a Lena. Estábamos sentadas en la cama tranquilamente, una al lado de la otra, y no quería que se enfadara o que me echara de allí. Más valía ser prudente ante un tema tan espinoso.
De un segundo a otro, ella podía llegar a ser tan fría como un témpano. Ya hacía algún tiempo que no lo presenciaba, pero no tenía ningunas ganas de que ocurriera. Y tampoco daba por hecho que no volviera a suceder sólo porque ahora me amaba y se mostraba cariñosa conmigo la mayoría de las veces.
En su interior dormían muchas cosas que yo no alcanzaba a entender.
Y también la amaba por eso. Porque en ella aparecían muchas piezas, como si fuera un rompecabezas sin solución aparente.
Si alguna vez llegábamos a conocernos mejor, yo esperaba poder componer aquel rompecabezas pieza a pieza.
CONTINUARÁ...
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: UNA ISLA PARA DOS
Gracias!!! Espero la conti
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Página 2 de 2. • 1, 2
Temas similares
» EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
» Una canción para Julia
» Diez días para J
» TODO MENOS AMOR
» A WALK TO REMEMBER (UN AMOR PARA RECORDAR)//De Nicholas Sparks
» Una canción para Julia
» Diez días para J
» TODO MENOS AMOR
» A WALK TO REMEMBER (UN AMOR PARA RECORDAR)//De Nicholas Sparks
Página 2 de 2.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.