EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
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Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Mmmmmm sera q lena oculta algo nc alguna enfermedad o le pasara algo?? Eso es lo qm hace pensar x como hace las cosas!! Ojala no
flakita volkatina- Mensajes : 183
Fecha de inscripción : 07/06/2015
Edad : 30
Localización : Costa Rica
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Tengo un mal presentimiento.
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
—Hoy me he saltado la clase particular —dijo Anita, sonriente,mientras paseábamos por la ciudad—. Mis padres van a flipar.
—También podemos hacerlo otro día… —La miré. Yo no deseaba de ninguna manera que hubiera enfados por motivo de mi invitación.
—No, ya se les pasará —dijo Anita—. Esto es más importante para mí. Y por una clase que me pierda no voy a suspender de repente en todo.
—Pero si tú no necesitas tantas clases particulares —repuse.
—Bueno, sí. Ya lo sé, pero… —Me miró con el entrecejo fruncido—. Dime, ya que tú no tienes que estudiar mucho y Lena suele llegar muy tarde a casa, ¿qué te parece si me dieras tú esas clases?
—¿Yo? —La miré fijamente.
—Eso está chupado para ti —dijo Anita—, y mis padres pagan bien. Si tú me das las clases particulares —dijo, con una mueca—,incluso podría hacer que te subieran el precio. Ellos lo pueden pagar muy bien y con toda comodidad.
—Eso no puede ser —dije, turbada—. No sé. ¿De verdad piensas que es una buena idea? Yo ya he dado algunas clases, pero siempre para cursos inferiores, porque son más fáciles.
—Conmigo es también muy sencillo —replicó—, porque no sé nada. —De nuevo volvió a hacer una mueca—. ¿O acaso tienes miedo de que pueda seducirte?
Yo la miré. ¿De verdad pensaba en eso? Ella no tenía novia y se sentía muy dolida por esa causa.
—No —respondí con picardía—. En las clases particulares, eso figura como algo prohibido, por contrato.
—De acuerdo, entonces —dijo Anita y se enganchó a mi brazo—. Vamos a dar una vuelta y a partir de mañana empezaremos a estudiar en serio. Quiero decir que empezaré yo, pues tú no lo necesitas.
—¿Cómo lo haces? —gimió Anita—. Da igual que sea latín,matemáticas o lengua, tú te lo sabes todo.
Estábamos sentadas en casa, en la mesa de la cocina, y Anita,con un gesto muy teatral, se había dejado caer sobre los libros.
—Tengo buena memoria —dije—, y a principio de curso siempre me leo los libros de texto. Por desgracia, luego las clases me resultan un tanto aburridas. —Suspiré.
—¿Al principio de curso te lees todos los libros? —preguntó Anita, perpleja.
—Bueno, sí, por lo menos los de lengua, historia y biología…Los que casi todo es texto. Los de matemáticas no me resultan tan interesantes y por eso espero hasta que el tema se toca en clase.
Anita sacudió la cabeza.
—No me extraña que seas tan buena. A mí nunca se me hubiera ocurrido leer los libros porque sí.
—Pienso que esto de estudiar es pura y simplemente…emocionante —dije, con gesto de disculpa—. Lo siento. La lectura fue, durante mucho tiempo, mi actividad principal desde que entré en el colegio.
—¿Hasta que conociste a Lena? —Anita hizo una mueca.
Yo torcí la boca.
—Sí, desde entonces leo mucho menos y, por las noches, nunca.
—Entonces preferís hacer otras cosas, ¿verdad? —Los ojos de Anita relampaguearon.
—Vamos con las mates —dije, para cambiar de tema.
—¿Cómo es ella? —preguntó, con curiosidad, dejando de lado por completo el libro de matemáticas.
—Yo… esto… —Me puse colorada.
—No en la cama —dijo Anita con una mueca—. Eso ya lo he visto —añadió, mientras me miraba el chupetón—. ¿Cómo es como persona?
—Ella es… ella es… muy madura —contesté—. No puedo decir mucho sobre el tema. Su vida se compone sobre todo de trabajo y de eso no habla demasiado.
—Entonces lo preguntaré de otra forma. —Anita apoyó la barbilla en la mano, a la vez que me miraba—. ¿Qué es lo que adoras de ella?
Yo me recliné en la silla. No tenía ningún sentido intentar que Anita se orientara al estudio.
—Adoro sus ojos —respondí—. Son maravillosos. —Sonreí.
Siempre que Lena me miraba, para mí era como si hubiera salido el sol. Era así y así iba a seguir.
—Sus ojos —dijo Anita, en un tono soñador—. ¿De qué color son? —Verde-gris—repuse—.
—¿Y, además de sus ojos, de qué otra cosa te enamoraste?
—No lo sé —dije—. De su forma de ser, creo. Es muy decidida y siempre sabe con exactitud lo que quiere. Es una mujer de negocios, tú lo debes de saber por tus padres.
—Oh, sí, claro que lo sé —contestó Anita—. Por eso es probable que nunca me enamore de una mujer así. Ya la tengo en casa. —Lo siento —respondí—. No quería…
—Anda. —Anita hizo un gesto—. ¿Acaso tengo más suerte porque no me enamoro de ese tipo de mujeres? Yo me enamoro de las que te enloquecen por la inestabilidad de sus ideas y por tener un humor siempre cambiante.
—Lena también es de humor cambiante —dije yo—. Nadie está libre de eso.
—Pero, a pesar de todo, ella sabe lo que quiere. —Anita suspiró—. Ésa es la diferencia. Yo casi me volví loca con Tessy. En un momento dado quería una cosa y poco después otra distinta. Y,mientras yo respondía a lo primero, ya me había equivocado. Era como un viaje en una montaña rusa. De esa forma una puede
volverse loca de remate. —Se rió con ironía—. Si hace lo mismo con su novio, la va a dejar en un par de semanas y luego volverá a mí.
—¿Te gustaría que eso ocurriera? —pregunté.
Anita se quedó pensativa, con la mirada perdida.
—Estaría bien, si yo fuera capaz de decir que no —dijo—.Entonces yo me sentiría superior a ella. Pero no estoy segura. No sé lo que haría si de repente se pusiera de nuevo a mi disposición.
—¡Pero si te hizo mucho daño! —exclamé.
—Es cierto —dijo Anita—. Pero, ¿qué significa eso cuando te mira y tú sólo deseas estrecharla entre tus brazos y no soltarla nunca más?
Cerré los ojos. A mí también me había hecho daño Lena y, a pesar de todo, nunca podría separarme de ella. Por aquel entonces,tuve la oportunidad y no puse punto final a nuestra relación. No quería perderla. La amaba.
—¿Sigues enamorada de Tessy? —pregunté.
Anita bajó la cabeza en señal de asentimiento.
—Sí —contestó en voz baja—. Aún sigo amándola. Lo que me hiciera no cambia nada las cosas.
—Es terrible, ¿no te parece? —dije yo—. Eso de no poder dominar nuestros sentimientos. Por una parte es bonito. Amar es muy bello. El sentimiento de querer estar con alguien. Pero, por otra parte…
—¿Qué te ha hecho Lena? —preguntó Anita, sobresaltada—. ¿Te engañó lo mismo que hizo Tessy conmigo?
—Yo…, no, creo que no —dije, en un tono de inseguridad—.Ella siempre está liada con el trabajo. —
Y en ese mismo momento me acordé de la chica racial con el pelo negro y BMW oscuro, que también pertenecía al círculo laboral de Lena. Al menos eso fue lo que dijo. Pero podía ser algo más que trabajo. Aquella mujer había sonreído de una forma muy curiosa. ¿Y si Lena tenía muchas de aquellas «citas de trabajo»? Yo no me hubiera enterado de no haber ido aquella tarde a su casa. Ella podía haber dicho que
estaba trabajando cuando, en realidad…
—No, no quiero que te quedes con la mosca detrás de la oreja—dijo Anita—. Por favor, no me escuches. En este momento soy una chica dolida. No compartas conmigo mi inseguridad.
—No eres tú la que haces que me sienta insegura —contesté yo.
Más bien era Lena la que lo hacía. Hacía un misterio de muchas cosas y yo no sabía lo que pasaba en realidad.
La llave sonó en la cerradura de la puerta y un instante después entró mi madre en la cocina.
—Anda, vosotras dos —dijo, sonriendo—. ¿Aún estáis con los estudios?
—Las mates no son lo mío —respondió Anita con aire de culpabilidad—. Yulia tiene que explicarme siempre lo mismo y sigo sin entenderlo.
—Lo bueno de Yuli es que explica las cosas muy bien —afirmó mi madre—. Ya se te quedará en algún momento.
—Espero que sea antes de la selectividad —suspiró Anita.
—¿Habéis comido algo? —preguntó mi madre, mientras echaba una mirada acusatoria a la bolsa de patatas fritas que estaba sobre la mesa, medio vacía—. ¿O sólo eso?
Anita hizo una ligera mueca.
—Eso fue todo —dijo, mientras cerraba el libro—. Me voy a casa.
—Si quieres puedes quedarte a cenar —dijo mi madre y miró en la nevera—. Yulia no sabrá cocinar, pero siempre compra mucho de todo. Puedes llamar a casa y decir que no te esperen.
—Nadie me espera a cenar —murmuró Anita por lo bajo.
—¿Tu madre no cocina por las noches? —preguntó mi madre,sorprendida.
—Nunca comemos juntos. Cada uno se prepara algo cuando llega. Mi hermano pide una pizza o nos vamos a un restaurante.
—¿Todos los días? —Mi madre estaba perpleja—. Eso sí que sale caro. —Sacó los huevos de la nevera—. Si por el día uno no se ve con los demás, lo mínimo es cenar juntos por las noches —dijo, al tiempo que colocaba una sartén en el fuego.
—Mis padres siempre vuelven muy tarde —repuso Anita—.Incluso después de medianoche y entonces resulta un poco tarde para cenar.
—Eso sí —dijo mi madre—. ¿No tenéis a nadie que se ocupe de vosotros hasta que llegan tus padres?
—Ya no somos tan pequeños. Antes teníamos una niñera y un ama de llaves, pero ya no están. Desde que somos mayores, sólo hay una señora para limpiar, que está en casa dos horas al día.Nadie cocina. Yo creo que nuestra cocina está sin usar desde hace ya mucho tiempo. Si acaso alguna vez para calentar platos preparados. —Sonrió ligeramente—. ¡Saben mejor que los que cocinaba la niñera que teníamos!
—Bueno, entonces no estás muy acostumbrada en lo que se refiere a la comida —dijo mi madre—. Puedo ofrecerte unos huevos revueltos, con espinacas y patatas fritas.
—¡Fantástico! —Anita resplandeció—. Hace mucho tiempo que no como algo tan sabroso.
—Seguro que nunca has comido algo así —aseguró mi madre,complacida—.¿Cuántos huevos quieres? ¿Uno, dos o más?
—Dos ya son suficientes, muchas gracias —dijo Anita, y me di cuenta de cómo disfrutaba con la presencia de mi madre. Estaba claro que no conocía algo así.
—Vosotras podéis pelar las patatas —propuso mi madre.
Me levanté y cogí el cuenco de patatas del aparador. Luego comenzamos a mondarlas y cortarlas, mientras mi madre lavaba las espinacas.Anita me miraba. Sus ojos tenían una expresión muy curiosa y yo no sabía cómo iba a reaccionar.
—Es estupendo estar en vuestra casa —dijo en voz baja.
—¿Aun cuando tengas que trabajar para preparte la cena? —Mi madre se dio la vuelta, riéndose.
—Yo creo que Yulia ha trabajado más en las clases que me ha dado esta tarde. —Anita también sonreía.
Mi madre me miró con picardía.
—¿Quieres otro huevo más, cariño?
—Tampoco ha sido tan horrible —repliqué. Era como si Anita fuera de la familia. Mi madre la trataba como si fuera su segunda hija. Y, de repente, me gustó la idea de tener una hermana.
Cenamos juntas y, aunque parecía que a Anita le costaba despedirse, al final se marchó a su casa.
—Esta chica es muy agradable —apuntó mi madre, mientras lavábamos juntas los cacharros. Mi madre había rechazado la oferta de Anita de ayudar a fregar—. La tenías que haber traído antes.
—Hasta hace poco no nos conocíamos mucho —dije. Aquel fin de semana habían cambiado muchas cosas y a mí también me parecía raro no haberme decidido a invitar antes a Anita.
—Es curioso —comentó mi madre.
—Sí, es verdad —confirmé.
—Yo creo que al menos se ha olvidado un poco de sus problemas amorosos —dijo mi madre—. O lo parece. —Me miró de soslayo—. ¿Y cómo os va entre vosotras dos? —Me pasó un plato para que lo secara.
—¿Nosotras dos? ¿Qué pasa con nosotras dos? —En realidad,no sabía a qué se refería.
—Bueno, sí, que os entendéis bien porque a las dos os gustan las chicas… —dijo mi madre.
—¿Qué quieres decir con eso, mamá? —pregunté. Pero yo ya lo sabía. Estaba muy claro. Suspiré—. Te acabo de decir que Anita y yo somos amigas. ¿Cómo podría ser de otra forma? Al fin y al cabo…, Lena… —No encontraba las palabras adecuadas para expresar lo que quería decir en realidad.
—Lena es… encantadora —dijo mi madre—, pero tiene mi misma edad.
—¡Eso no es cierto! —protesté.
—Sí —repuso mi madre—, claro que es cierto. Y tú lo sabes.
—Pero… es no es motivo…, eso no significa nada —balbuceé.
Mi madre sacudió la cabeza con expresión de duda.
—Eso es lo que piensas ahora, pero ¿qué pasará dentro de diez años, o veinte, o treinta?
—Para entonces no tendrá ningún significado —repliqué, con obstinación—. Eso no cambia nada.
—Bueno —dijo mi madre—. Entonces será una relación muy larga. La mayoría de las personas no están juntas tanto tiempo. —Me miró.
—Quieres decir…, tú quieres decir… —La miré. ¿Esperaba que mi relación con Lena no durara tanto tiempo?
—Ah, sólo digo tonterías —exclamó—. No me escuches. Pienso que Anita es muy simpática y que si las dos estuvierais juntas sería como si de repente tuviera dos hijas, nada más que eso.—Me sonrió.
—Es muy raro —repuse—, pero yo ya había pensado en algo parecido…, que Anita fuera mi hermana… Eso me lo puedo imaginar muy bien.
—Ya ves como, de algún modo, las dos estábamos en la misma onda —replicó—. Y así se habría terminado nuestro tema de conversación. Porque, si Anita fuera tu hermana, no podría…
—Exacto —dije con una mueca. ¡Puf, aquello podría haber terminado muy bien!
—También podemos hacerlo otro día… —La miré. Yo no deseaba de ninguna manera que hubiera enfados por motivo de mi invitación.
—No, ya se les pasará —dijo Anita—. Esto es más importante para mí. Y por una clase que me pierda no voy a suspender de repente en todo.
—Pero si tú no necesitas tantas clases particulares —repuse.
—Bueno, sí. Ya lo sé, pero… —Me miró con el entrecejo fruncido—. Dime, ya que tú no tienes que estudiar mucho y Lena suele llegar muy tarde a casa, ¿qué te parece si me dieras tú esas clases?
—¿Yo? —La miré fijamente.
—Eso está chupado para ti —dijo Anita—, y mis padres pagan bien. Si tú me das las clases particulares —dijo, con una mueca—,incluso podría hacer que te subieran el precio. Ellos lo pueden pagar muy bien y con toda comodidad.
—Eso no puede ser —dije, turbada—. No sé. ¿De verdad piensas que es una buena idea? Yo ya he dado algunas clases, pero siempre para cursos inferiores, porque son más fáciles.
—Conmigo es también muy sencillo —replicó—, porque no sé nada. —De nuevo volvió a hacer una mueca—. ¿O acaso tienes miedo de que pueda seducirte?
Yo la miré. ¿De verdad pensaba en eso? Ella no tenía novia y se sentía muy dolida por esa causa.
—No —respondí con picardía—. En las clases particulares, eso figura como algo prohibido, por contrato.
—De acuerdo, entonces —dijo Anita y se enganchó a mi brazo—. Vamos a dar una vuelta y a partir de mañana empezaremos a estudiar en serio. Quiero decir que empezaré yo, pues tú no lo necesitas.
—¿Cómo lo haces? —gimió Anita—. Da igual que sea latín,matemáticas o lengua, tú te lo sabes todo.
Estábamos sentadas en casa, en la mesa de la cocina, y Anita,con un gesto muy teatral, se había dejado caer sobre los libros.
—Tengo buena memoria —dije—, y a principio de curso siempre me leo los libros de texto. Por desgracia, luego las clases me resultan un tanto aburridas. —Suspiré.
—¿Al principio de curso te lees todos los libros? —preguntó Anita, perpleja.
—Bueno, sí, por lo menos los de lengua, historia y biología…Los que casi todo es texto. Los de matemáticas no me resultan tan interesantes y por eso espero hasta que el tema se toca en clase.
Anita sacudió la cabeza.
—No me extraña que seas tan buena. A mí nunca se me hubiera ocurrido leer los libros porque sí.
—Pienso que esto de estudiar es pura y simplemente…emocionante —dije, con gesto de disculpa—. Lo siento. La lectura fue, durante mucho tiempo, mi actividad principal desde que entré en el colegio.
—¿Hasta que conociste a Lena? —Anita hizo una mueca.
Yo torcí la boca.
—Sí, desde entonces leo mucho menos y, por las noches, nunca.
—Entonces preferís hacer otras cosas, ¿verdad? —Los ojos de Anita relampaguearon.
—Vamos con las mates —dije, para cambiar de tema.
—¿Cómo es ella? —preguntó, con curiosidad, dejando de lado por completo el libro de matemáticas.
—Yo… esto… —Me puse colorada.
—No en la cama —dijo Anita con una mueca—. Eso ya lo he visto —añadió, mientras me miraba el chupetón—. ¿Cómo es como persona?
—Ella es… ella es… muy madura —contesté—. No puedo decir mucho sobre el tema. Su vida se compone sobre todo de trabajo y de eso no habla demasiado.
—Entonces lo preguntaré de otra forma. —Anita apoyó la barbilla en la mano, a la vez que me miraba—. ¿Qué es lo que adoras de ella?
Yo me recliné en la silla. No tenía ningún sentido intentar que Anita se orientara al estudio.
—Adoro sus ojos —respondí—. Son maravillosos. —Sonreí.
Siempre que Lena me miraba, para mí era como si hubiera salido el sol. Era así y así iba a seguir.
—Sus ojos —dijo Anita, en un tono soñador—. ¿De qué color son? —Verde-gris—repuse—.
—¿Y, además de sus ojos, de qué otra cosa te enamoraste?
—No lo sé —dije—. De su forma de ser, creo. Es muy decidida y siempre sabe con exactitud lo que quiere. Es una mujer de negocios, tú lo debes de saber por tus padres.
—Oh, sí, claro que lo sé —contestó Anita—. Por eso es probable que nunca me enamore de una mujer así. Ya la tengo en casa. —Lo siento —respondí—. No quería…
—Anda. —Anita hizo un gesto—. ¿Acaso tengo más suerte porque no me enamoro de ese tipo de mujeres? Yo me enamoro de las que te enloquecen por la inestabilidad de sus ideas y por tener un humor siempre cambiante.
—Lena también es de humor cambiante —dije yo—. Nadie está libre de eso.
—Pero, a pesar de todo, ella sabe lo que quiere. —Anita suspiró—. Ésa es la diferencia. Yo casi me volví loca con Tessy. En un momento dado quería una cosa y poco después otra distinta. Y,mientras yo respondía a lo primero, ya me había equivocado. Era como un viaje en una montaña rusa. De esa forma una puede
volverse loca de remate. —Se rió con ironía—. Si hace lo mismo con su novio, la va a dejar en un par de semanas y luego volverá a mí.
—¿Te gustaría que eso ocurriera? —pregunté.
Anita se quedó pensativa, con la mirada perdida.
—Estaría bien, si yo fuera capaz de decir que no —dijo—.Entonces yo me sentiría superior a ella. Pero no estoy segura. No sé lo que haría si de repente se pusiera de nuevo a mi disposición.
—¡Pero si te hizo mucho daño! —exclamé.
—Es cierto —dijo Anita—. Pero, ¿qué significa eso cuando te mira y tú sólo deseas estrecharla entre tus brazos y no soltarla nunca más?
Cerré los ojos. A mí también me había hecho daño Lena y, a pesar de todo, nunca podría separarme de ella. Por aquel entonces,tuve la oportunidad y no puse punto final a nuestra relación. No quería perderla. La amaba.
—¿Sigues enamorada de Tessy? —pregunté.
Anita bajó la cabeza en señal de asentimiento.
—Sí —contestó en voz baja—. Aún sigo amándola. Lo que me hiciera no cambia nada las cosas.
—Es terrible, ¿no te parece? —dije yo—. Eso de no poder dominar nuestros sentimientos. Por una parte es bonito. Amar es muy bello. El sentimiento de querer estar con alguien. Pero, por otra parte…
—¿Qué te ha hecho Lena? —preguntó Anita, sobresaltada—. ¿Te engañó lo mismo que hizo Tessy conmigo?
—Yo…, no, creo que no —dije, en un tono de inseguridad—.Ella siempre está liada con el trabajo. —
Y en ese mismo momento me acordé de la chica racial con el pelo negro y BMW oscuro, que también pertenecía al círculo laboral de Lena. Al menos eso fue lo que dijo. Pero podía ser algo más que trabajo. Aquella mujer había sonreído de una forma muy curiosa. ¿Y si Lena tenía muchas de aquellas «citas de trabajo»? Yo no me hubiera enterado de no haber ido aquella tarde a su casa. Ella podía haber dicho que
estaba trabajando cuando, en realidad…
—No, no quiero que te quedes con la mosca detrás de la oreja—dijo Anita—. Por favor, no me escuches. En este momento soy una chica dolida. No compartas conmigo mi inseguridad.
—No eres tú la que haces que me sienta insegura —contesté yo.
Más bien era Lena la que lo hacía. Hacía un misterio de muchas cosas y yo no sabía lo que pasaba en realidad.
La llave sonó en la cerradura de la puerta y un instante después entró mi madre en la cocina.
—Anda, vosotras dos —dijo, sonriendo—. ¿Aún estáis con los estudios?
—Las mates no son lo mío —respondió Anita con aire de culpabilidad—. Yulia tiene que explicarme siempre lo mismo y sigo sin entenderlo.
—Lo bueno de Yuli es que explica las cosas muy bien —afirmó mi madre—. Ya se te quedará en algún momento.
—Espero que sea antes de la selectividad —suspiró Anita.
—¿Habéis comido algo? —preguntó mi madre, mientras echaba una mirada acusatoria a la bolsa de patatas fritas que estaba sobre la mesa, medio vacía—. ¿O sólo eso?
Anita hizo una ligera mueca.
—Eso fue todo —dijo, mientras cerraba el libro—. Me voy a casa.
—Si quieres puedes quedarte a cenar —dijo mi madre y miró en la nevera—. Yulia no sabrá cocinar, pero siempre compra mucho de todo. Puedes llamar a casa y decir que no te esperen.
—Nadie me espera a cenar —murmuró Anita por lo bajo.
—¿Tu madre no cocina por las noches? —preguntó mi madre,sorprendida.
—Nunca comemos juntos. Cada uno se prepara algo cuando llega. Mi hermano pide una pizza o nos vamos a un restaurante.
—¿Todos los días? —Mi madre estaba perpleja—. Eso sí que sale caro. —Sacó los huevos de la nevera—. Si por el día uno no se ve con los demás, lo mínimo es cenar juntos por las noches —dijo, al tiempo que colocaba una sartén en el fuego.
—Mis padres siempre vuelven muy tarde —repuso Anita—.Incluso después de medianoche y entonces resulta un poco tarde para cenar.
—Eso sí —dijo mi madre—. ¿No tenéis a nadie que se ocupe de vosotros hasta que llegan tus padres?
—Ya no somos tan pequeños. Antes teníamos una niñera y un ama de llaves, pero ya no están. Desde que somos mayores, sólo hay una señora para limpiar, que está en casa dos horas al día.Nadie cocina. Yo creo que nuestra cocina está sin usar desde hace ya mucho tiempo. Si acaso alguna vez para calentar platos preparados. —Sonrió ligeramente—. ¡Saben mejor que los que cocinaba la niñera que teníamos!
—Bueno, entonces no estás muy acostumbrada en lo que se refiere a la comida —dijo mi madre—. Puedo ofrecerte unos huevos revueltos, con espinacas y patatas fritas.
—¡Fantástico! —Anita resplandeció—. Hace mucho tiempo que no como algo tan sabroso.
—Seguro que nunca has comido algo así —aseguró mi madre,complacida—.¿Cuántos huevos quieres? ¿Uno, dos o más?
—Dos ya son suficientes, muchas gracias —dijo Anita, y me di cuenta de cómo disfrutaba con la presencia de mi madre. Estaba claro que no conocía algo así.
—Vosotras podéis pelar las patatas —propuso mi madre.
Me levanté y cogí el cuenco de patatas del aparador. Luego comenzamos a mondarlas y cortarlas, mientras mi madre lavaba las espinacas.Anita me miraba. Sus ojos tenían una expresión muy curiosa y yo no sabía cómo iba a reaccionar.
—Es estupendo estar en vuestra casa —dijo en voz baja.
—¿Aun cuando tengas que trabajar para preparte la cena? —Mi madre se dio la vuelta, riéndose.
—Yo creo que Yulia ha trabajado más en las clases que me ha dado esta tarde. —Anita también sonreía.
Mi madre me miró con picardía.
—¿Quieres otro huevo más, cariño?
—Tampoco ha sido tan horrible —repliqué. Era como si Anita fuera de la familia. Mi madre la trataba como si fuera su segunda hija. Y, de repente, me gustó la idea de tener una hermana.
Cenamos juntas y, aunque parecía que a Anita le costaba despedirse, al final se marchó a su casa.
—Esta chica es muy agradable —apuntó mi madre, mientras lavábamos juntas los cacharros. Mi madre había rechazado la oferta de Anita de ayudar a fregar—. La tenías que haber traído antes.
—Hasta hace poco no nos conocíamos mucho —dije. Aquel fin de semana habían cambiado muchas cosas y a mí también me parecía raro no haberme decidido a invitar antes a Anita.
—Es curioso —comentó mi madre.
—Sí, es verdad —confirmé.
—Yo creo que al menos se ha olvidado un poco de sus problemas amorosos —dijo mi madre—. O lo parece. —Me miró de soslayo—. ¿Y cómo os va entre vosotras dos? —Me pasó un plato para que lo secara.
—¿Nosotras dos? ¿Qué pasa con nosotras dos? —En realidad,no sabía a qué se refería.
—Bueno, sí, que os entendéis bien porque a las dos os gustan las chicas… —dijo mi madre.
—¿Qué quieres decir con eso, mamá? —pregunté. Pero yo ya lo sabía. Estaba muy claro. Suspiré—. Te acabo de decir que Anita y yo somos amigas. ¿Cómo podría ser de otra forma? Al fin y al cabo…, Lena… —No encontraba las palabras adecuadas para expresar lo que quería decir en realidad.
—Lena es… encantadora —dijo mi madre—, pero tiene mi misma edad.
—¡Eso no es cierto! —protesté.
—Sí —repuso mi madre—, claro que es cierto. Y tú lo sabes.
—Pero… es no es motivo…, eso no significa nada —balbuceé.
Mi madre sacudió la cabeza con expresión de duda.
—Eso es lo que piensas ahora, pero ¿qué pasará dentro de diez años, o veinte, o treinta?
—Para entonces no tendrá ningún significado —repliqué, con obstinación—. Eso no cambia nada.
—Bueno —dijo mi madre—. Entonces será una relación muy larga. La mayoría de las personas no están juntas tanto tiempo. —Me miró.
—Quieres decir…, tú quieres decir… —La miré. ¿Esperaba que mi relación con Lena no durara tanto tiempo?
—Ah, sólo digo tonterías —exclamó—. No me escuches. Pienso que Anita es muy simpática y que si las dos estuvierais juntas sería como si de repente tuviera dos hijas, nada más que eso.—Me sonrió.
—Es muy raro —repuse—, pero yo ya había pensado en algo parecido…, que Anita fuera mi hermana… Eso me lo puedo imaginar muy bien.
—Ya ves como, de algún modo, las dos estábamos en la misma onda —replicó—. Y así se habría terminado nuestro tema de conversación. Porque, si Anita fuera tu hermana, no podría…
—Exacto —dije con una mueca. ¡Puf, aquello podría haber terminado muy bien!
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Los meses hasta la selectividad volaron y de repente los exámenes ya habían pasado. La fiesta de final de curso pasó ante mí como una exhalación.
Yo había quedado con Lena para celebrarlo nosotras dos solas. Debía ser el punto culminante, el broche de oro que lo coronaría todo.
Cuando llegué a su casa todo estaba oscuro. Sólo había luz en el comedor, pero era una luz muy tenue. ¿Se habría quedado dormida sobre su whisky? Ya había ocurrido en varias ocasiones durante los últimos tiempos. Llegaba a casa, bebía algo y, de repente, se sentía tan cansada que no tenía más remedio que dormirse. Trabajaba
demasiado. Pero, si se lo decía, ella lo negaba con vehemencia y me prohibía seguir con el tema.
Intenté no hacer ruido mientras avanzaba por el pasillo y me dirigía al comedor. No quería despertarla en caso de que se hubiera quedado dormida. Ya lo celebraríamos más tarde. Al entrar en el comedor, me quedé parada por un instante. Por todas partes, tanto sobre la mesa como en el suelo, había velas encendidas. Era un
solo mar centelleante de llamas de cálida luz.
De las sombras salió Lena sonriente y se me acercó.
—Espero que te guste —dijo.
—Oh…, sí —balbuceé. Lena no solía ser muy romántica,pero, si se lo proponía, lo era, lo era de verdad.
—Pensé que un acontecimiento como éste tenía que celebrarse de una forma muy especial —afirmó—. De hecho, la selectividad sólo se hace una vez en la vida y supone el comienzo de una nueva etapa.
—Esto… esto es imponente —susurré, sobrecogida aún por aquel mar de luces.
—Siéntate —dijo Lena—. No sólo hay cosas que ver.
Di un traspié al llegar a la mesa, que estaba puesta para dos personas. Lo que de verdad me fascinó fue la cantidad de cuchillos,cucharas y tenedores que había junto a los platos.
Lena dio una palmada y se abrió la puerta de la cocina. Salió un hombre vestido de cocinero; llevaba dos platos de sopa y los colocó de una forma muy elegante ante nosotras dos.
—Bon appétit! —dijo, y desapareció de nuevo.Yo lo miré, perpleja.
—Es una excepción —dijo Lena—. Hoy he pedido ayuda para la cocina. Quería hacer algo especial y yo sola hubiera tardado mucho tiempo. —Cogió su cuchara e hizo un leve gesto hacia mi plato—. Come o se quedará fría. Sería una pena, después de todo
lo que nos hemos esforzado en prepararla.
Yo no podía entender muy bien todo aquello, pero probé la sopa. Estaba deliciosa, como todo lo que cocinaba Lena,aunque sólo acostumbraba a hacerlo en vacaciones.
—Esto…, no hacía falta —dije, avergonzada.
—Al principio pensé que podríamos ir a un restaurante —dijo Lena—, porque no tenía mucho tiempo para ponerme a cocinar,pero luego me decidí por lo contrario. Por suerte, se pueden contratar cocineros para casa y no es necesario ir a un restaurante.
—Esto es… —Miré a mi alrededor, a las pequeñas llamas luminosas que difundían una atmósfera indescriptible—. Es increíble.
—Pues te lo puedes creer. —Lena rió por lo bajo—. Pero,sobre todo, debes disfrutarlo. Es todo por ti y por tu esfuerzo. Te has ganado la recompensa.
—Pero… pero la selectividad no ha sido tan complicada —repuse, con timidez.
—Entonces tómalo como un tributo a tu inteligencia —dijo Lena—. Ella es la que te ha permitido que la selectividad no te haya resultado tan complicada como a los demás. Tú sabes que aprecio mucho tu inteligencia. Sobre todo porque hoy día parece
estar pasada de moda.
—Y como ejemplo tenemos a Katya—dije, con una sonrisa—.Podrías tener razón.
—¿Ha aprobado? —preguntó Lena.
—Sí, lo ha conseguido. —Suspiré—. Más mal que bien, pero ha pasado. Y eso no dice mucho a favor de la selectividad.
—Siempre ha sido así —dijo Lena—. En el internado en el que estuve, hubo gente que hizo la selectividad y de la que uno se podía preguntar si entre tanta alfalfa aún quedaba espacio para una neurona. Desde entonces, parece que las exigencias de la
selectividad han disminuido aún más. Llegará un momento en que te aprobarán sin haber tenido que pasar primero por el colegio.
—Espero que no —contesté—. Por desgracia, la situación es tal como la has descrito. En el colegio me he aburrido en muchas ocasiones, porque tenían que repetirlo todo, auque no resultara nada complicado entenderlo a la primera.
—No para ti —dijo Lena—, pero sí para los demás.
—Sí, es probable —respondí—. Ése ha sido mi problema. Pero también existen personas para las que merece la pena repetir las cosas: Anita, por ejemplo. No tiene nada de tonta, nada en absoluto, pero, a pesar de todo, tiene dificultades para quedarse con las cosas.
—Anita es la chica a la que tú das clases particulares, ¿verdad?—preguntó Lena.
—¿Te has enterado? —pregunté a mi vez. A menudo tenía la sensación de que las cosas que le contaba no eran bastante interesantes como para que las retuviera.
—Yo me entero de muchas cosas —dijo Lena—. Pueden resultar interesantes. En cuestiones de negocios, por ejemplo,resulta útil darse cuenta de lo que dice el cliente en una frase accesoria, sin que él mismo siquiera se haya dado mucha cuenta de lo que ha dicho. A partir de esos comentarios fuera de contexto, he montado ofertas que han tenido mucho éxito.
—Pero Anita y yo no tenemos nada que ver con tus negocios —dije, con cierta desilusión. Hasta el momento todo había sido muy bonito y ahora volvía a aparecer de nuevo el trabajo. Lena no podía desengancharse; pensaba sin cesar en lo mismo.
—Tu memoria puede ser un buen capital —dijo. Pareció no darse cuenta de mi bajón de ánimo—. Si la empleas de una forma adecuada y tomas nota de las cosas importantes, es muy… —De repente se agarró la cabeza—. Muy… —repitió y luego dio una palmada, que hizo reaparecer de inmediato al cocinero—. Retire esto —indicó— y traiga el segundo plato.
El cocinero asintió, recogió los platos vacíos y desapareció en la cocina. No habían transcurrido dos minutos cuando regresó con lo siguiente, una creación que me recordó mucho el pescado que Lena había preparado en nuestros tiempos por el Egeo.
—Han abierto una nueva tienda de delikatessen en la ciudad y siempre tienen pescado fresco de verdad —dijo Lena—. He pensado que podíamos volver a probarlo aquí.Lo probé.
—Seguro que la salsa es tuya —afirmé, con una sonrisa—,porque está exquisita.
—Gracias —contestó—. Creo que me ha salido muy bien.
—Cada vez me extraña más que te interese tanto la cocina —dije, mientras saboreábamos aquel maravilloso pescado.
—Me resulta muy útil para recuperar el equilibrio —repuso Lena—, aunque no tengo tiempo para hacerlo todos los días. Pero cocinar es…, tiene algo que ver con la calma. Es justo lo contrario de lo que hago todo los días en el trabajo, del ajetreo y el
estrés.
—Pensé que eso también te gustaba. —Al rememorar mis prácticas en la agencia, recordé que era ella misma la que provocaba aquellas situaciones de ajetreo y estrés.
—Quizá —dijo Lena—. Puede que alguna vez me gustara.
—Parecía pensativa. Luego me miró y en la comisura de sus labios apareció una sonrisa de picardía—. De todas formas, lo cierto es que sí existe una forma de estrés a la que siempre me gusta volver.
—Sus ojos refulgieron.
Yo tragué saliva.
—¿Cuántos platos tiene el menú? —pregunté, algo excitada.
—Uno más. Y ya está bien. Así disfrutaremos del placer del postre de después del postre.
Me sentí ardiente. Lena me desnudaba con la mirada y yo me alegraba de que la luz de la habitación no fuera demasiado intensa.No hubiera podido hacer frente a la mirada del cocinero.
—Lena… —murmuré.
—Estoy aquí —dijo, mostrando su satisfacción—. Creo que ha llegado el momento del siguiente plato —añadió, tras un largo instante de silencio.
Lena dirigía al cocinero como un director a su orquesta y los platos llegaron uno tras otro. Las porciones eran mínimas, pero, al final, el conjunto de todas me procuró una sensación de maravillosa y agradable saciedad en el estómago. El menú estaba perfectamente armonizado, ni mucho ni poco. El cocinero nos sirvió café y vino de Oporto como remate, y yo tuve la sensación de haber pasado una tarde en la ópera. La comida había sido como una sinfonía de la mejor calidad.El cocinero recogió el servicio y abandonó la casa.
—Lo que más me gustaría sería hacerlo ahora mismo sobre la mesa —dijo Danielle, con ojos chispeantes—. Como el último y el más dulce plato. —Sonrió.
Nos sentamos en la mesa, una frente a la otra, pero no nos tocamos.
—¿Por qué no lo haces? —Me fallaba la voz.
—Porque quiero disfrutar un poco más de esta ilusión anticipada—dijo Lena.
—¿No hemos disfrutado ya durante la cena? —Temblaba en mi interior, debido a mi enorme deseo de que se decidiera a acariciarme.
—Quisiera imaginar a qué te pareces ahora —dijo Lena—.La fantasía es lo más importante.
—Pero ahora no sólo quieres fantasía… —Yo no sabía lo que tenía planeado. Nunca había hecho nada así. Siempre solía ir muy directa al grano.
—No. —Lena rió por lo bajo, se puso de pie y se me acercó—. Quiero algo muy concreto. —Sus ojos miraron mi rostro—.Pero hoy es un día muy especial. Me gustaría retenerlo en la memoria como algo notable.
Había algo raro e inexplicable en su comportamiento.
—Yo también —dije en voz baja, e intenté entender la expresión de su rostro. Sus ojos estaban llenos de deseo, pero más allá de lo evidente había algo encerrado.
Se inclinó hacia mí y me besó en la boca con dulzura. Yo puse mi mano en su cuello y quise retenerla, pero se soltó.
—No —dijo.
—¿No? —pregunté. Me levanté de la silla para poder estar frente a ella—. ¿Por qué? ¿Qué pasa, Lena? —Busqué sus ojos, pero ella miraba hacia un lado.
—No puedo —respondió en voz baja—. No puedo hacerlo. —Me dio la impresión de que, más que conmigo, hablaba con ella misma.
—No tenemos por qué hacerlo —dije—. La noche ha sido maravillosa. Las velas tan románticas, la comida, el ambiente en general, todo ha quedado perfecto.
Ella se volvió.
—Sí —dijo.
—¿Qué pasa, Lena? —Fui tras ella—. ¿No te encuentras bien? ¿Ha sido demasiado para ti esto de los preparativos, la cocina, todo? ¿Quieres descansar o dormir? —Podía ser que se hubiera excedido y no quisiera admitirlo. Era muy típico de ella.
Incluso aunque se desmoronara a causa del trabajo, todo estaba bien, lo afirmaba y luego lo conseguía, aunque estuviera hecha polvo.
Se volvió y me miró. Contempló mi rostro durante un buen rato:primero los ojos, luego paseó su mirada por mis mejillas. Buscaba algo. —No —murmuró con voz ronca—. No quiero dormir. —Tiró de mí con violencia y me besó fieramente. Se precipitó sobre mí en el sentido más literal de la palabra y me devoró con su boca, como sumida en un estado de desesperación.
Yo dejé que todo ocurriera así y, por fin, disfruté de sus caricias.Sus manos se movieron a lo largo de mi espalda, se apoderaron de mi trasero y se deslizaron entre mis muslos.
—Desnúdate —susurró, con una voz aún más ronca—. Vamos,date prisa… —Me dio aquella orden mientras esperaba con ojos refulgentes que yo siguera sus instrucciones.
Me desabroché la camisa y los pantalones, y los dejé caer al suelo, pero Lena no esperó a que estuviera lista. Me empujó contra la mesa cuando yo aún tenía los pantalones en los tobillos. Di un traspié y casi me caí, pero Lena me agarró y me colocó sobre el tablero de la mesa. Me sacó los pantalones por los pies y me separó los muslos. Se metió entre mis piernas y me lamió.
Yo gemí. Me lo hizo sobre la mesa, tal y como había dicho. Fue su postre más dulce. Pero yo tampoco quería otra cosa. Su lengua jugaba con mi perla y con cada caricia yo sufría una convulsión.
Quería llevarme al orgasmo en cuestión de segundos; no tenía tiempo ni paciencia. Antes había hablado la lentitud y ahora aquello no iba bastante rápido para ella. Yo no lo entendía, pero tampoco tenía que entenderlo. Noté que mi vientre se tensaba, que las manos de Lena agarraban mis muslos y que su lengua entraba en mi interior y volvía de nuevo a mi perla, para revolotear de un lado a otro.
Yo no podía más. Gemí, suspiré, susurré su nombre, se contrajo mi vientre y se abrió a ella una y otra vez. Me quedé tumbada sobre la mesa, jadeando, y ella salió de la habitación. Regresó al cabo de un minuto.
—Ven —dijo—. Quiero hacerlo con esto. —Y puso un consolador delante de mis narices.
Me erguí con expresión de perplejidad. Lena estaba desnuda y el consolador se hallaba unido a una especie de cinturón.
—Átatelo alrededor de la cintura —dijo. Su voz sonó tan excitada que llegó a quebrarse.
Me deslicé por la mesa y cogí aquel aparato. Era la primera vez que lo usaba y tampoco sabía que Lena tuviera una cosa así.
Lena se inclinó sobre la mesa. Al parecer lo quería por detrás.
—Ven —susurró—, hazlo rápido… —Su trasero se movió, a la espera.
Rápido, rápido, rápido, hoy todo tenía que ser muy rápido. Si se tardaba un poco,daba la impresión de que iba a perderse algo. Me sujeté el cinturón con el consolador e intenté arreglármelas con él.
Era poco habitual tener un trasto como aquél bamboleándose delante de mis muslos. Resultaba poco práctico. Cogí la barra con la mano e intenté que se mantuviera derecha.
—¡Vamos! —gimió Lena. Separó las piernas un poco más.
Yo observé su trasero delante de mí. Era suave y redondeado,un regalo para la vista. Y, en medio, algo oculto, un valle húmedo que capturaba la luz y centelleaba. Me coloqué detrás de ella y acaricié sus nalgas. Desde la parte delantera de la mesa llegó un sonido amortiguado, que pudiera haber sido un «¡Sí!».
Seguí acariciándola y ella echó la mano hacia atrás para coger el consolador, como si quisiera introducírselo por sí misma, e hizo que me arrimara más.
—Vamos, ya —murmuró, impaciente.
Otra vez con prisas hoy… Acaricié sus labios vaginales,húmedos e hinchados, y esperé a que me indicara el camino para entrar. Entré en ella con un dedo. Lena gimió. En aquel mismo lugar, coloqué la punta del consolador y luego retiré el dedo.
Lena gimió aún más alto. Agarré con firmeza el consolador y se lo introduje con un ligero empuje de mis caderas. Lena gimió sin interrupción y se retorció. Intentó volverse con aquel tronco entre las piernas.
—¡Sí, sí! —jadeó.
Me detuve en el momento en que el consolador desapareció en su interior. En realidad, no sabía con exactitud lo que tenía que hacer.
—¡Empieza, por favor, empieza…! —gimió. Golpeó su trasero contra mi regazo y no tuve más que seguir su ritmo.
El consolador se salía por sí mismo y con cada impulso que yo daba volvía a introducirse. No era tan complicado. La acompañé en sus movimientos e intensifiqué las entradas y salidas del consolador.
Ella gemía con cada embate y arañaba la mesa.
—Más fuerte…, más adentro… —murmuró—. Más…
Una vez que hube encontrado el impulso adecuado de mis caderas, pude atender a sus ruegos. Tensé mis músculos y golpeé hacia dentro; luego el consolador se volvió a salir y en el siguiente empuje intenté que llegara más dentro. Sonaba muy bien cada uno de los golpes de mi regazo contra sus nalgas. Sus gritos se hicieron profundos y roncos.
—¡Sí…, sí…, sí…! ¡Oh, sí…, más…, más hondo, vamos…!
¡Oh…, oh…, oh…, sí…, más fuerte…! ¡Tómame! —Era un único gemido.
Engarfié sus caderas con mis manos, porque cada vez se mostraba más agitada. Se retorcía tanto que sus pechos bailaban sobre la mesa. Se movía cada vez más deprisa y yo me ajustaba a su ritmo, con unos impulsos cada vez más frecuentes y más fuertes,hasta que ya no pude ir más rápido.
Sus gemidos se hicieron tan poderosos y profundos que pensé que iban a temblar las paredes. Luego gritó, pero mantuvo la presión contra mí, por lo que intenté continuar con mis sacudidas.
Mis músculos estaban en tensión a causa del esfuerzo. Siguió con sus gritos, más y más altos, hasta que por fin su voz se extinguió. Se quedó como petrificada y se desplomó debajo de mí.
—¡Dios mío…! —jadeaba por el esfuerzo—. ¡Oh, Dios mío…!
Saqué el consolador y lo aparté a un lado. Colgaba de mí, hacia abajo, y goteaba. ¡Por Dios…!
Le miré el trasero, suspendido desde el borde de la mesa. El acceso entre sus muslos estaba inflamado. El consolador lo había abierto mucho. Me acerqué a ella y acaricié sus nalgas.
—¿Quieres más? —pregunté en voz baja.
—No. —Aún seguía jadeando—. De momento no.
Me deshice con alivio de aquel chisme y lo dejé sobre la mesa.Lena se irguió y se dio la vuelta. Sonreía.
—A ti no te gusta así, ¿no?
—No mucho —dije con timidez—. Lo siento.
—No pasa nada —aseguró, con una extraña tranquilidad—.Sólo pensé que teníamos que probarlo, porque nunca lo habíamos hecho así.
—A ti te gusta —afirmé—, así que cuando quieras…
—Quiero… —Se acercó a mí y me miró profundamente a los ojos—. Quiero hacer lo mismo contigo.
—Yo… —Eché un vistazo al consolador y me humedecí los labios con la lengua. La mirada de Lena había surtido sobre mi cuerpo el mismo efecto que un escalofrío ardiente, pero aquella cosa…
—No debes tener miedo —me aseguró—. El grande es para mí.Tengo uno más pequeño para ti…, arriba.
Debió de parecer que me habían rociado con pintura roja. A pesar de que nos conocíamos desde hacía tanto tiempo, aquello me resultó un tanto excesivo.
—Utiliza tu fantasía —dijo en voz baja—. Cierra los ojos e imagínate que entro muy despacio en ti. Como siempre. No hay mucha diferencia.
Cerré los ojos y me sentí a salvo en la oscuridad. Noté que Lena me acariciaba, primero el vientre, luego los muslos y el trasero. Cogió un pezón en su boca y lo lamió. Yo suspiré. Se hizo con el otro pezón, dejó que se irguiera, se deslizó a mi lado y se puso de rodillas delante de mí. Su lengua lamió la cara interna de mis muslos y comencé a temblar. Los pezones me ardían. Unas cálidas sendas se deslizaban hasta llegar a mi vientre y enviaban señales a mi perla. Esperaba que Lena la tomara entre sus labios.
—Mantén los ojos cerrados —murmuró—. Confía en mí. —Me tomó de la mano y me hizo salir de la habitación y subir las escaleras.
Como no podía ver nada, me limité a seguirla y a intuir sus movimientos. Podía confiar en ella. Me llevó con cuidado escalón a escalón, me besó en cada uno de ellos y luego continuamos. Yo deseaba cada beso y lo esperaba cada vez que se detenía. Por fin
llegamos arriba. Yo aún mantenía los ojos cerrados. Al entrar,reconocí el dormitorio. Me llevó a la cama y me senté.
—¿Quieres un pañuelo? —susurró—. Es más sencillo si tienes siempre los ojos cerrados.
«¿Qué tienes pensado ahora?», me pregunté. Asentí con ciertas dudas.
Un momento después, sentí una tela sobre los ojos. Me anudó el pañuelo por detrás de la cabeza y, aunque abrí los ojos, todo estaba negro.
—Túmbate —murmuró.
Palpé detrás de mí y me tumbé de espaldas. Los pezones casi me rompían la piel. Mi expectación ascendió hasta la inmensidad.No sabía lo que iba a hacer conmigo y no podía ver nada. Era muy singular. Debía confiar en mi oído, en el sentido del olfato y en lo que mis dedos pudieran tocar. Los ojos estaban cerrados.
Escuché un par de ruidos indefinibles y luego noté cómo se tumbaba a mi lado.
—¿Cómo te sientes? —preguntó en voz baja—. ¿Estás bien?
—Sí —asentí—. Mis sentidos estaban tensos al máximo e intenté imaginar lo que Lena hacía, lo que veía, lo que planeaba
—. Tengo un poco de miedo —añadí—, porque no puedo ver nada.
—Es normal —dijo, en un tono tranquilizador—. Puedes quitarte el pañuelo cuando quieras, nada te obliga a llevarlo.
Negué con la cabeza.
—Es… interesante… —repuse.
—Bien. —La mano de Lena se desplazó hasta mi vientre y se apoyó en él. La mantuvo allí—. ¿Sientes el calor y cómo pasa a tu cuerpo? —murmuró.
—Sí —susurré. Era muy excitante, a pesar de que habíamos hecho mil veces esas mismas cosas, aunque siempre con los ojos abiertos. Aquélla era la diferencia.
¡Menuda diferencia!
Su mano subió y acarició mis pechos, todo de forma delicada y muy cariñosa.
—¿Notas esto también? —preguntó, con un cuchicheo—.¿Cómo lo notas?
—Como un cosquilleo —contesté y me eché a reír—. Tengo muchas cosquillas.
—Lo sé. —Por el tono de su voz, me pareció que sonreía. Su mano se deslizó hacia el otro pecho, lo rodeó y otra vez me hizo cosquillas.
Me volví, en un gesto de evasión.
—Lena, ¡me haces muchas cosquillas! —A pesar de que la situación me agobiaba, tuve que reírme de nuevo.
Dejó de hacerlo y un instante después noté sus labios sobre los míos. Me besó. Su lengua entró con suavidad en mi boca, acarició el interior de mis mejillas, investigó en lo más profundo de mi garganta y regresó de nuevo a los labios, para pasar por encima de ellos con una suave caricia.
—Lena… —murmuré. Quería cogerla pero, como no veía,me resultaba imposible. Había cambiado otra vez de sitio, separó mis rodillas y se sentó entre ellas.
Se inclinó despacio hacia abajo y noté que algo me tocaba entre las piernas. No era su mano.
—¿Lo notas? —susurró Lena.
—¿Es… el consolador? —pregunté, con un cierto temor.
—Sí. —Lena me acarició el muslo—. El pequeño.
Por desgracia, sólo podía imaginar que fuera el grande o el pequeño, porque no podía verlo. Puede que fuera mejor así, pues aquel tipo de artefactos no me agradaban en absoluto.
Lena me acarició desde el muslo hacia arriba, hacia el centro.Me hizo unas ligeras cosquillas en los labios y se cercioró de su humedad.
—¿Lo quieres? —murmuró—. Estás muy húmeda.
—Sí —susurré yo con un temblor—. Lo quiero.
—No es grande —me aseguró otra vez—. Ahora lo vas a notar.Cuidado. —Separó mis muslos y los mantuvo abiertos. Sus dedos separaron mi acceso y algo duro penetró en mí de una forma muy lenta, centímetro a centímetro.
—¿Va todo bien? —preguntó Lena—. Si no te gusta, dímelo.
—Todo va bien —respondí con un cierto esfuerzo. No sabía qué podía esperar de todo aquello. Hasta el momento, no era malo.
El consolador dilató mi interior, pero no resultaba desagradable.Cuanto mayor era la profundidad con que penetraba en mí, más sentía sus cálidas caderas entre mis piernas. Aquello era maravilloso. Quería entrelazar mis piernas alrededor de ella y
abarcarla toda para mí.
—Vamos, Lena—susurré—. Lo quiero. —Alcé los muslos,coloqué los talones sobre su trasero y presioné hacia abajo.
En aquel mismo momento sentí que, de un golpe, todo el consolador me penetraba: parecía haber alcanzado su objetivo.
—Está dentro del todo —murmuró Lena
Aquella barra, que en un principio me había parecido tan firme y algo fría, de repente se volvió cálida y elástica. Parecía adaptarse a la temperatura de mi interior. Elevé las caderas para probarlo. Se movía dentro de mí y me hacía cosquillas en un lugar en el que supuse que estaba mi útero, muy profundo dentro de mi vientre.
—¿Está bien? —preguntó Lena.
—Muy bien —susurré. El calor de Lena pasaba desde sus caderas a las mías. Sentí una unión con ella que nunca había percibido antes. Estábamos tan cerca, vientre contra vientre, vello contra vello… Su piel, suave y delicada, acariciaba la mía, mientras comenzó a moverse con lentitud.
Coloqué mis brazos en su espalda e intenté atraerla hacia mí. Se detuvo un instante, me besó con ternura y comenzó de nuevo a mover las caderas. Era como un baile, un balanceo asociado al ritmo de una canción que sólo conocíamos nosotras dos. El resto del mundo estaba excluido, no conocían la melodía, sólo era nuestra.
Lena aceleró sus movimientos y noté cómo el consolador salía de mí y volvía a entrar. Era como un paseo en trineo por la profundidad del bosque. Un paseo muy sosegado.
—¿Quieres más? —murmuró Lena—. Dime si quieres más.Me agarré con fuerza a ella, con brazos y piernas.
—Sí —dije en un susurro—, quiero más…
Lena aceleró el ritmo. Sus sacudidas se hicieron más fuertes,cada vez un poco más. Aunque creía que el consolador ya había alcanzado su destino, no parecía ser así. Lena penetró aún más profundamente en mi interior, hasta que pensé que ya no era posible entrar más. Pareció atravesarme, partirme en dos, encontrar sendas que aún estaban cerradas dentro de mí. Gemí. Aquellos golpes me quitaban el aire; tan sólo podía respirar cuando ella se echaba hacia atrás y el consolador se salía. Sin embargo, ella volvía a introducirlo de nuevo y presionaba todo el aire de mis pulmones.
Me hubiera gustado mucho ver su rostro, cómo estaba colocada sobre mí y cómo me tomaba. Pero el pañuelo que me cubría los ojos me mantenía en la oscuridad y me hacía sumergirme en mis propias sensaciones. Sólo la notaba a ella, a Lena, dentro de mí,cómo formaba una sola unidad conmigo, cómo abría mi interior y me llenaba del todo.
—¡Sí…! —murmuré—. Lena… Ven, ven…, más profundo.
Ella notó mi deseo y empujó con mayor fuerza, hasta que grité,gemí, suspiré, le arañé la espalda y las caderas, que casi me machacaban los muslos. Cada vez iba más rápido, más hondo, más violento, hasta que yo sólo pude jadear con toda intensidad.
—¡Sí…, sí…, sí!
Una y otra vez. Mi vientre estaba más ardiente de lo habitual. No podía llegar al orgasmo, a pesar de que deseaba hacerlo.
—Lena…, no puedo…, no puedo… —murmuré,desesperada. Tenía la sensación de arder. La vara que llevaba dentro pareció inflamarse como una hoguera, pero no me llegaban las llamas. Era terrible. Yo estaba sobre un trampolín, pero no podía saltar.
Lena echó mano entre mis piernas y tomó mi perla, la presionó y la limpió, pues mi humedad interna ya hacía tiempo que había fluido y lo cubría todo.
Experimenté una punzada caliente y exploté. Había encontrado el detonador que hizo estallar la bomba de mi interior. Grité y retorcí la espalda, me noté traspasada por Lena, abierta, entregada y acoplada por completo a ella. Quería entregarme, siempre,
siempre, siempre, miles de veces.
Mi vientre ardía, mis muslos temblaban y mis brazos colgaban como muertos. Luchaba por poder respirar. Ahora que la hoguera había prendido dentro de mí, parecía que no quería parar de arder.
Las paredes de mi vientre hacían unos bruscos movimientos: se contraían alrededor de la vara que tenía en mi interior y no la soltaban. Debía de estar hecha de algún material ignífugo, porque,de lo contrario, ya se habría fundido.
Lena me besó y me quitó la venda de los ojos.
—Ahora quiero volver a verte —afirmó, con una sonrisa.
Yo casi no podía ordenar a mi cara que hiciera ni siquiera una mueca; estaba sin fuerzas y destrozada.
—Así…, ser satisfecha por ti mientras me corro —jadeé— es indescriptible.
—Sí, yo también lo creo —dijo Lena. Sonrió de nuevo.
—¿Te ha gustado?
—Gustarme no es la expresión. —Contesté despacio para poder coger aire—. Es maravilloso. Primero pensé que no lo iba a conseguir, pero luego…
—Luego todo va muy bien —dijo Lena, e hizo gala de su satisfacción. Se irguió y luego me extrajo el consolador. Yo gemí
—. ¿Te he hecho daño? —preguntó, con aire de preocupación.
—No. —Negué con la cabeza—. En absoluto. —Acaricié su rostro—. Pero de repente me he sentido muy vacía por dentro.
Lena se tumbó a mi lado y se apoyó sobre los codos.
—Puedo llenar ese vacío tantas veces como quieras. Sólo tienes que decirlo.
—Es lo que haré. —La miré. Tenía aspecto de estar absolutamente agotada. Más cansada que yo—. Pero creo que debes descansar. Para lo demás tenemos mucho tiempo. Todo el tiempo del mundo.
Lena me miró con una expresión extraña y luego se volvió y me dio la espalda.
—El tiempo es algo pasajero —afirmó—. Tan pronto como llega vuelve a desaparecer. De un segundo a otro.
—Es cierto —dije, acurrucándome en su espalda—. Pero nosotras aún tenemos muchos segundos, infinitos.
Lena se dio la vuelta hacia mí con los ojos brillantes.
—Puedo descansar más tarde —aseguró. Y luego su boca cayó sobre la mía.
Yo había quedado con Lena para celebrarlo nosotras dos solas. Debía ser el punto culminante, el broche de oro que lo coronaría todo.
Cuando llegué a su casa todo estaba oscuro. Sólo había luz en el comedor, pero era una luz muy tenue. ¿Se habría quedado dormida sobre su whisky? Ya había ocurrido en varias ocasiones durante los últimos tiempos. Llegaba a casa, bebía algo y, de repente, se sentía tan cansada que no tenía más remedio que dormirse. Trabajaba
demasiado. Pero, si se lo decía, ella lo negaba con vehemencia y me prohibía seguir con el tema.
Intenté no hacer ruido mientras avanzaba por el pasillo y me dirigía al comedor. No quería despertarla en caso de que se hubiera quedado dormida. Ya lo celebraríamos más tarde. Al entrar en el comedor, me quedé parada por un instante. Por todas partes, tanto sobre la mesa como en el suelo, había velas encendidas. Era un
solo mar centelleante de llamas de cálida luz.
De las sombras salió Lena sonriente y se me acercó.
—Espero que te guste —dijo.
—Oh…, sí —balbuceé. Lena no solía ser muy romántica,pero, si se lo proponía, lo era, lo era de verdad.
—Pensé que un acontecimiento como éste tenía que celebrarse de una forma muy especial —afirmó—. De hecho, la selectividad sólo se hace una vez en la vida y supone el comienzo de una nueva etapa.
—Esto… esto es imponente —susurré, sobrecogida aún por aquel mar de luces.
—Siéntate —dijo Lena—. No sólo hay cosas que ver.
Di un traspié al llegar a la mesa, que estaba puesta para dos personas. Lo que de verdad me fascinó fue la cantidad de cuchillos,cucharas y tenedores que había junto a los platos.
Lena dio una palmada y se abrió la puerta de la cocina. Salió un hombre vestido de cocinero; llevaba dos platos de sopa y los colocó de una forma muy elegante ante nosotras dos.
—Bon appétit! —dijo, y desapareció de nuevo.Yo lo miré, perpleja.
—Es una excepción —dijo Lena—. Hoy he pedido ayuda para la cocina. Quería hacer algo especial y yo sola hubiera tardado mucho tiempo. —Cogió su cuchara e hizo un leve gesto hacia mi plato—. Come o se quedará fría. Sería una pena, después de todo
lo que nos hemos esforzado en prepararla.
Yo no podía entender muy bien todo aquello, pero probé la sopa. Estaba deliciosa, como todo lo que cocinaba Lena,aunque sólo acostumbraba a hacerlo en vacaciones.
—Esto…, no hacía falta —dije, avergonzada.
—Al principio pensé que podríamos ir a un restaurante —dijo Lena—, porque no tenía mucho tiempo para ponerme a cocinar,pero luego me decidí por lo contrario. Por suerte, se pueden contratar cocineros para casa y no es necesario ir a un restaurante.
—Esto es… —Miré a mi alrededor, a las pequeñas llamas luminosas que difundían una atmósfera indescriptible—. Es increíble.
—Pues te lo puedes creer. —Lena rió por lo bajo—. Pero,sobre todo, debes disfrutarlo. Es todo por ti y por tu esfuerzo. Te has ganado la recompensa.
—Pero… pero la selectividad no ha sido tan complicada —repuse, con timidez.
—Entonces tómalo como un tributo a tu inteligencia —dijo Lena—. Ella es la que te ha permitido que la selectividad no te haya resultado tan complicada como a los demás. Tú sabes que aprecio mucho tu inteligencia. Sobre todo porque hoy día parece
estar pasada de moda.
—Y como ejemplo tenemos a Katya—dije, con una sonrisa—.Podrías tener razón.
—¿Ha aprobado? —preguntó Lena.
—Sí, lo ha conseguido. —Suspiré—. Más mal que bien, pero ha pasado. Y eso no dice mucho a favor de la selectividad.
—Siempre ha sido así —dijo Lena—. En el internado en el que estuve, hubo gente que hizo la selectividad y de la que uno se podía preguntar si entre tanta alfalfa aún quedaba espacio para una neurona. Desde entonces, parece que las exigencias de la
selectividad han disminuido aún más. Llegará un momento en que te aprobarán sin haber tenido que pasar primero por el colegio.
—Espero que no —contesté—. Por desgracia, la situación es tal como la has descrito. En el colegio me he aburrido en muchas ocasiones, porque tenían que repetirlo todo, auque no resultara nada complicado entenderlo a la primera.
—No para ti —dijo Lena—, pero sí para los demás.
—Sí, es probable —respondí—. Ése ha sido mi problema. Pero también existen personas para las que merece la pena repetir las cosas: Anita, por ejemplo. No tiene nada de tonta, nada en absoluto, pero, a pesar de todo, tiene dificultades para quedarse con las cosas.
—Anita es la chica a la que tú das clases particulares, ¿verdad?—preguntó Lena.
—¿Te has enterado? —pregunté a mi vez. A menudo tenía la sensación de que las cosas que le contaba no eran bastante interesantes como para que las retuviera.
—Yo me entero de muchas cosas —dijo Lena—. Pueden resultar interesantes. En cuestiones de negocios, por ejemplo,resulta útil darse cuenta de lo que dice el cliente en una frase accesoria, sin que él mismo siquiera se haya dado mucha cuenta de lo que ha dicho. A partir de esos comentarios fuera de contexto, he montado ofertas que han tenido mucho éxito.
—Pero Anita y yo no tenemos nada que ver con tus negocios —dije, con cierta desilusión. Hasta el momento todo había sido muy bonito y ahora volvía a aparecer de nuevo el trabajo. Lena no podía desengancharse; pensaba sin cesar en lo mismo.
—Tu memoria puede ser un buen capital —dijo. Pareció no darse cuenta de mi bajón de ánimo—. Si la empleas de una forma adecuada y tomas nota de las cosas importantes, es muy… —De repente se agarró la cabeza—. Muy… —repitió y luego dio una palmada, que hizo reaparecer de inmediato al cocinero—. Retire esto —indicó— y traiga el segundo plato.
El cocinero asintió, recogió los platos vacíos y desapareció en la cocina. No habían transcurrido dos minutos cuando regresó con lo siguiente, una creación que me recordó mucho el pescado que Lena había preparado en nuestros tiempos por el Egeo.
—Han abierto una nueva tienda de delikatessen en la ciudad y siempre tienen pescado fresco de verdad —dijo Lena—. He pensado que podíamos volver a probarlo aquí.Lo probé.
—Seguro que la salsa es tuya —afirmé, con una sonrisa—,porque está exquisita.
—Gracias —contestó—. Creo que me ha salido muy bien.
—Cada vez me extraña más que te interese tanto la cocina —dije, mientras saboreábamos aquel maravilloso pescado.
—Me resulta muy útil para recuperar el equilibrio —repuso Lena—, aunque no tengo tiempo para hacerlo todos los días. Pero cocinar es…, tiene algo que ver con la calma. Es justo lo contrario de lo que hago todo los días en el trabajo, del ajetreo y el
estrés.
—Pensé que eso también te gustaba. —Al rememorar mis prácticas en la agencia, recordé que era ella misma la que provocaba aquellas situaciones de ajetreo y estrés.
—Quizá —dijo Lena—. Puede que alguna vez me gustara.
—Parecía pensativa. Luego me miró y en la comisura de sus labios apareció una sonrisa de picardía—. De todas formas, lo cierto es que sí existe una forma de estrés a la que siempre me gusta volver.
—Sus ojos refulgieron.
Yo tragué saliva.
—¿Cuántos platos tiene el menú? —pregunté, algo excitada.
—Uno más. Y ya está bien. Así disfrutaremos del placer del postre de después del postre.
Me sentí ardiente. Lena me desnudaba con la mirada y yo me alegraba de que la luz de la habitación no fuera demasiado intensa.No hubiera podido hacer frente a la mirada del cocinero.
—Lena… —murmuré.
—Estoy aquí —dijo, mostrando su satisfacción—. Creo que ha llegado el momento del siguiente plato —añadió, tras un largo instante de silencio.
Lena dirigía al cocinero como un director a su orquesta y los platos llegaron uno tras otro. Las porciones eran mínimas, pero, al final, el conjunto de todas me procuró una sensación de maravillosa y agradable saciedad en el estómago. El menú estaba perfectamente armonizado, ni mucho ni poco. El cocinero nos sirvió café y vino de Oporto como remate, y yo tuve la sensación de haber pasado una tarde en la ópera. La comida había sido como una sinfonía de la mejor calidad.El cocinero recogió el servicio y abandonó la casa.
—Lo que más me gustaría sería hacerlo ahora mismo sobre la mesa —dijo Danielle, con ojos chispeantes—. Como el último y el más dulce plato. —Sonrió.
Nos sentamos en la mesa, una frente a la otra, pero no nos tocamos.
—¿Por qué no lo haces? —Me fallaba la voz.
—Porque quiero disfrutar un poco más de esta ilusión anticipada—dijo Lena.
—¿No hemos disfrutado ya durante la cena? —Temblaba en mi interior, debido a mi enorme deseo de que se decidiera a acariciarme.
—Quisiera imaginar a qué te pareces ahora —dijo Lena—.La fantasía es lo más importante.
—Pero ahora no sólo quieres fantasía… —Yo no sabía lo que tenía planeado. Nunca había hecho nada así. Siempre solía ir muy directa al grano.
—No. —Lena rió por lo bajo, se puso de pie y se me acercó—. Quiero algo muy concreto. —Sus ojos miraron mi rostro—.Pero hoy es un día muy especial. Me gustaría retenerlo en la memoria como algo notable.
Había algo raro e inexplicable en su comportamiento.
—Yo también —dije en voz baja, e intenté entender la expresión de su rostro. Sus ojos estaban llenos de deseo, pero más allá de lo evidente había algo encerrado.
Se inclinó hacia mí y me besó en la boca con dulzura. Yo puse mi mano en su cuello y quise retenerla, pero se soltó.
—No —dijo.
—¿No? —pregunté. Me levanté de la silla para poder estar frente a ella—. ¿Por qué? ¿Qué pasa, Lena? —Busqué sus ojos, pero ella miraba hacia un lado.
—No puedo —respondió en voz baja—. No puedo hacerlo. —Me dio la impresión de que, más que conmigo, hablaba con ella misma.
—No tenemos por qué hacerlo —dije—. La noche ha sido maravillosa. Las velas tan románticas, la comida, el ambiente en general, todo ha quedado perfecto.
Ella se volvió.
—Sí —dijo.
—¿Qué pasa, Lena? —Fui tras ella—. ¿No te encuentras bien? ¿Ha sido demasiado para ti esto de los preparativos, la cocina, todo? ¿Quieres descansar o dormir? —Podía ser que se hubiera excedido y no quisiera admitirlo. Era muy típico de ella.
Incluso aunque se desmoronara a causa del trabajo, todo estaba bien, lo afirmaba y luego lo conseguía, aunque estuviera hecha polvo.
Se volvió y me miró. Contempló mi rostro durante un buen rato:primero los ojos, luego paseó su mirada por mis mejillas. Buscaba algo. —No —murmuró con voz ronca—. No quiero dormir. —Tiró de mí con violencia y me besó fieramente. Se precipitó sobre mí en el sentido más literal de la palabra y me devoró con su boca, como sumida en un estado de desesperación.
Yo dejé que todo ocurriera así y, por fin, disfruté de sus caricias.Sus manos se movieron a lo largo de mi espalda, se apoderaron de mi trasero y se deslizaron entre mis muslos.
—Desnúdate —susurró, con una voz aún más ronca—. Vamos,date prisa… —Me dio aquella orden mientras esperaba con ojos refulgentes que yo siguera sus instrucciones.
Me desabroché la camisa y los pantalones, y los dejé caer al suelo, pero Lena no esperó a que estuviera lista. Me empujó contra la mesa cuando yo aún tenía los pantalones en los tobillos. Di un traspié y casi me caí, pero Lena me agarró y me colocó sobre el tablero de la mesa. Me sacó los pantalones por los pies y me separó los muslos. Se metió entre mis piernas y me lamió.
Yo gemí. Me lo hizo sobre la mesa, tal y como había dicho. Fue su postre más dulce. Pero yo tampoco quería otra cosa. Su lengua jugaba con mi perla y con cada caricia yo sufría una convulsión.
Quería llevarme al orgasmo en cuestión de segundos; no tenía tiempo ni paciencia. Antes había hablado la lentitud y ahora aquello no iba bastante rápido para ella. Yo no lo entendía, pero tampoco tenía que entenderlo. Noté que mi vientre se tensaba, que las manos de Lena agarraban mis muslos y que su lengua entraba en mi interior y volvía de nuevo a mi perla, para revolotear de un lado a otro.
Yo no podía más. Gemí, suspiré, susurré su nombre, se contrajo mi vientre y se abrió a ella una y otra vez. Me quedé tumbada sobre la mesa, jadeando, y ella salió de la habitación. Regresó al cabo de un minuto.
—Ven —dijo—. Quiero hacerlo con esto. —Y puso un consolador delante de mis narices.
Me erguí con expresión de perplejidad. Lena estaba desnuda y el consolador se hallaba unido a una especie de cinturón.
—Átatelo alrededor de la cintura —dijo. Su voz sonó tan excitada que llegó a quebrarse.
Me deslicé por la mesa y cogí aquel aparato. Era la primera vez que lo usaba y tampoco sabía que Lena tuviera una cosa así.
Lena se inclinó sobre la mesa. Al parecer lo quería por detrás.
—Ven —susurró—, hazlo rápido… —Su trasero se movió, a la espera.
Rápido, rápido, rápido, hoy todo tenía que ser muy rápido. Si se tardaba un poco,daba la impresión de que iba a perderse algo. Me sujeté el cinturón con el consolador e intenté arreglármelas con él.
Era poco habitual tener un trasto como aquél bamboleándose delante de mis muslos. Resultaba poco práctico. Cogí la barra con la mano e intenté que se mantuviera derecha.
—¡Vamos! —gimió Lena. Separó las piernas un poco más.
Yo observé su trasero delante de mí. Era suave y redondeado,un regalo para la vista. Y, en medio, algo oculto, un valle húmedo que capturaba la luz y centelleaba. Me coloqué detrás de ella y acaricié sus nalgas. Desde la parte delantera de la mesa llegó un sonido amortiguado, que pudiera haber sido un «¡Sí!».
Seguí acariciándola y ella echó la mano hacia atrás para coger el consolador, como si quisiera introducírselo por sí misma, e hizo que me arrimara más.
—Vamos, ya —murmuró, impaciente.
Otra vez con prisas hoy… Acaricié sus labios vaginales,húmedos e hinchados, y esperé a que me indicara el camino para entrar. Entré en ella con un dedo. Lena gimió. En aquel mismo lugar, coloqué la punta del consolador y luego retiré el dedo.
Lena gimió aún más alto. Agarré con firmeza el consolador y se lo introduje con un ligero empuje de mis caderas. Lena gimió sin interrupción y se retorció. Intentó volverse con aquel tronco entre las piernas.
—¡Sí, sí! —jadeó.
Me detuve en el momento en que el consolador desapareció en su interior. En realidad, no sabía con exactitud lo que tenía que hacer.
—¡Empieza, por favor, empieza…! —gimió. Golpeó su trasero contra mi regazo y no tuve más que seguir su ritmo.
El consolador se salía por sí mismo y con cada impulso que yo daba volvía a introducirse. No era tan complicado. La acompañé en sus movimientos e intensifiqué las entradas y salidas del consolador.
Ella gemía con cada embate y arañaba la mesa.
—Más fuerte…, más adentro… —murmuró—. Más…
Una vez que hube encontrado el impulso adecuado de mis caderas, pude atender a sus ruegos. Tensé mis músculos y golpeé hacia dentro; luego el consolador se volvió a salir y en el siguiente empuje intenté que llegara más dentro. Sonaba muy bien cada uno de los golpes de mi regazo contra sus nalgas. Sus gritos se hicieron profundos y roncos.
—¡Sí…, sí…, sí…! ¡Oh, sí…, más…, más hondo, vamos…!
¡Oh…, oh…, oh…, sí…, más fuerte…! ¡Tómame! —Era un único gemido.
Engarfié sus caderas con mis manos, porque cada vez se mostraba más agitada. Se retorcía tanto que sus pechos bailaban sobre la mesa. Se movía cada vez más deprisa y yo me ajustaba a su ritmo, con unos impulsos cada vez más frecuentes y más fuertes,hasta que ya no pude ir más rápido.
Sus gemidos se hicieron tan poderosos y profundos que pensé que iban a temblar las paredes. Luego gritó, pero mantuvo la presión contra mí, por lo que intenté continuar con mis sacudidas.
Mis músculos estaban en tensión a causa del esfuerzo. Siguió con sus gritos, más y más altos, hasta que por fin su voz se extinguió. Se quedó como petrificada y se desplomó debajo de mí.
—¡Dios mío…! —jadeaba por el esfuerzo—. ¡Oh, Dios mío…!
Saqué el consolador y lo aparté a un lado. Colgaba de mí, hacia abajo, y goteaba. ¡Por Dios…!
Le miré el trasero, suspendido desde el borde de la mesa. El acceso entre sus muslos estaba inflamado. El consolador lo había abierto mucho. Me acerqué a ella y acaricié sus nalgas.
—¿Quieres más? —pregunté en voz baja.
—No. —Aún seguía jadeando—. De momento no.
Me deshice con alivio de aquel chisme y lo dejé sobre la mesa.Lena se irguió y se dio la vuelta. Sonreía.
—A ti no te gusta así, ¿no?
—No mucho —dije con timidez—. Lo siento.
—No pasa nada —aseguró, con una extraña tranquilidad—.Sólo pensé que teníamos que probarlo, porque nunca lo habíamos hecho así.
—A ti te gusta —afirmé—, así que cuando quieras…
—Quiero… —Se acercó a mí y me miró profundamente a los ojos—. Quiero hacer lo mismo contigo.
—Yo… —Eché un vistazo al consolador y me humedecí los labios con la lengua. La mirada de Lena había surtido sobre mi cuerpo el mismo efecto que un escalofrío ardiente, pero aquella cosa…
—No debes tener miedo —me aseguró—. El grande es para mí.Tengo uno más pequeño para ti…, arriba.
Debió de parecer que me habían rociado con pintura roja. A pesar de que nos conocíamos desde hacía tanto tiempo, aquello me resultó un tanto excesivo.
—Utiliza tu fantasía —dijo en voz baja—. Cierra los ojos e imagínate que entro muy despacio en ti. Como siempre. No hay mucha diferencia.
Cerré los ojos y me sentí a salvo en la oscuridad. Noté que Lena me acariciaba, primero el vientre, luego los muslos y el trasero. Cogió un pezón en su boca y lo lamió. Yo suspiré. Se hizo con el otro pezón, dejó que se irguiera, se deslizó a mi lado y se puso de rodillas delante de mí. Su lengua lamió la cara interna de mis muslos y comencé a temblar. Los pezones me ardían. Unas cálidas sendas se deslizaban hasta llegar a mi vientre y enviaban señales a mi perla. Esperaba que Lena la tomara entre sus labios.
—Mantén los ojos cerrados —murmuró—. Confía en mí. —Me tomó de la mano y me hizo salir de la habitación y subir las escaleras.
Como no podía ver nada, me limité a seguirla y a intuir sus movimientos. Podía confiar en ella. Me llevó con cuidado escalón a escalón, me besó en cada uno de ellos y luego continuamos. Yo deseaba cada beso y lo esperaba cada vez que se detenía. Por fin
llegamos arriba. Yo aún mantenía los ojos cerrados. Al entrar,reconocí el dormitorio. Me llevó a la cama y me senté.
—¿Quieres un pañuelo? —susurró—. Es más sencillo si tienes siempre los ojos cerrados.
«¿Qué tienes pensado ahora?», me pregunté. Asentí con ciertas dudas.
Un momento después, sentí una tela sobre los ojos. Me anudó el pañuelo por detrás de la cabeza y, aunque abrí los ojos, todo estaba negro.
—Túmbate —murmuró.
Palpé detrás de mí y me tumbé de espaldas. Los pezones casi me rompían la piel. Mi expectación ascendió hasta la inmensidad.No sabía lo que iba a hacer conmigo y no podía ver nada. Era muy singular. Debía confiar en mi oído, en el sentido del olfato y en lo que mis dedos pudieran tocar. Los ojos estaban cerrados.
Escuché un par de ruidos indefinibles y luego noté cómo se tumbaba a mi lado.
—¿Cómo te sientes? —preguntó en voz baja—. ¿Estás bien?
—Sí —asentí—. Mis sentidos estaban tensos al máximo e intenté imaginar lo que Lena hacía, lo que veía, lo que planeaba
—. Tengo un poco de miedo —añadí—, porque no puedo ver nada.
—Es normal —dijo, en un tono tranquilizador—. Puedes quitarte el pañuelo cuando quieras, nada te obliga a llevarlo.
Negué con la cabeza.
—Es… interesante… —repuse.
—Bien. —La mano de Lena se desplazó hasta mi vientre y se apoyó en él. La mantuvo allí—. ¿Sientes el calor y cómo pasa a tu cuerpo? —murmuró.
—Sí —susurré. Era muy excitante, a pesar de que habíamos hecho mil veces esas mismas cosas, aunque siempre con los ojos abiertos. Aquélla era la diferencia.
¡Menuda diferencia!
Su mano subió y acarició mis pechos, todo de forma delicada y muy cariñosa.
—¿Notas esto también? —preguntó, con un cuchicheo—.¿Cómo lo notas?
—Como un cosquilleo —contesté y me eché a reír—. Tengo muchas cosquillas.
—Lo sé. —Por el tono de su voz, me pareció que sonreía. Su mano se deslizó hacia el otro pecho, lo rodeó y otra vez me hizo cosquillas.
Me volví, en un gesto de evasión.
—Lena, ¡me haces muchas cosquillas! —A pesar de que la situación me agobiaba, tuve que reírme de nuevo.
Dejó de hacerlo y un instante después noté sus labios sobre los míos. Me besó. Su lengua entró con suavidad en mi boca, acarició el interior de mis mejillas, investigó en lo más profundo de mi garganta y regresó de nuevo a los labios, para pasar por encima de ellos con una suave caricia.
—Lena… —murmuré. Quería cogerla pero, como no veía,me resultaba imposible. Había cambiado otra vez de sitio, separó mis rodillas y se sentó entre ellas.
Se inclinó despacio hacia abajo y noté que algo me tocaba entre las piernas. No era su mano.
—¿Lo notas? —susurró Lena.
—¿Es… el consolador? —pregunté, con un cierto temor.
—Sí. —Lena me acarició el muslo—. El pequeño.
Por desgracia, sólo podía imaginar que fuera el grande o el pequeño, porque no podía verlo. Puede que fuera mejor así, pues aquel tipo de artefactos no me agradaban en absoluto.
Lena me acarició desde el muslo hacia arriba, hacia el centro.Me hizo unas ligeras cosquillas en los labios y se cercioró de su humedad.
—¿Lo quieres? —murmuró—. Estás muy húmeda.
—Sí —susurré yo con un temblor—. Lo quiero.
—No es grande —me aseguró otra vez—. Ahora lo vas a notar.Cuidado. —Separó mis muslos y los mantuvo abiertos. Sus dedos separaron mi acceso y algo duro penetró en mí de una forma muy lenta, centímetro a centímetro.
—¿Va todo bien? —preguntó Lena—. Si no te gusta, dímelo.
—Todo va bien —respondí con un cierto esfuerzo. No sabía qué podía esperar de todo aquello. Hasta el momento, no era malo.
El consolador dilató mi interior, pero no resultaba desagradable.Cuanto mayor era la profundidad con que penetraba en mí, más sentía sus cálidas caderas entre mis piernas. Aquello era maravilloso. Quería entrelazar mis piernas alrededor de ella y
abarcarla toda para mí.
—Vamos, Lena—susurré—. Lo quiero. —Alcé los muslos,coloqué los talones sobre su trasero y presioné hacia abajo.
En aquel mismo momento sentí que, de un golpe, todo el consolador me penetraba: parecía haber alcanzado su objetivo.
—Está dentro del todo —murmuró Lena
Aquella barra, que en un principio me había parecido tan firme y algo fría, de repente se volvió cálida y elástica. Parecía adaptarse a la temperatura de mi interior. Elevé las caderas para probarlo. Se movía dentro de mí y me hacía cosquillas en un lugar en el que supuse que estaba mi útero, muy profundo dentro de mi vientre.
—¿Está bien? —preguntó Lena.
—Muy bien —susurré. El calor de Lena pasaba desde sus caderas a las mías. Sentí una unión con ella que nunca había percibido antes. Estábamos tan cerca, vientre contra vientre, vello contra vello… Su piel, suave y delicada, acariciaba la mía, mientras comenzó a moverse con lentitud.
Coloqué mis brazos en su espalda e intenté atraerla hacia mí. Se detuvo un instante, me besó con ternura y comenzó de nuevo a mover las caderas. Era como un baile, un balanceo asociado al ritmo de una canción que sólo conocíamos nosotras dos. El resto del mundo estaba excluido, no conocían la melodía, sólo era nuestra.
Lena aceleró sus movimientos y noté cómo el consolador salía de mí y volvía a entrar. Era como un paseo en trineo por la profundidad del bosque. Un paseo muy sosegado.
—¿Quieres más? —murmuró Lena—. Dime si quieres más.Me agarré con fuerza a ella, con brazos y piernas.
—Sí —dije en un susurro—, quiero más…
Lena aceleró el ritmo. Sus sacudidas se hicieron más fuertes,cada vez un poco más. Aunque creía que el consolador ya había alcanzado su destino, no parecía ser así. Lena penetró aún más profundamente en mi interior, hasta que pensé que ya no era posible entrar más. Pareció atravesarme, partirme en dos, encontrar sendas que aún estaban cerradas dentro de mí. Gemí. Aquellos golpes me quitaban el aire; tan sólo podía respirar cuando ella se echaba hacia atrás y el consolador se salía. Sin embargo, ella volvía a introducirlo de nuevo y presionaba todo el aire de mis pulmones.
Me hubiera gustado mucho ver su rostro, cómo estaba colocada sobre mí y cómo me tomaba. Pero el pañuelo que me cubría los ojos me mantenía en la oscuridad y me hacía sumergirme en mis propias sensaciones. Sólo la notaba a ella, a Lena, dentro de mí,cómo formaba una sola unidad conmigo, cómo abría mi interior y me llenaba del todo.
—¡Sí…! —murmuré—. Lena… Ven, ven…, más profundo.
Ella notó mi deseo y empujó con mayor fuerza, hasta que grité,gemí, suspiré, le arañé la espalda y las caderas, que casi me machacaban los muslos. Cada vez iba más rápido, más hondo, más violento, hasta que yo sólo pude jadear con toda intensidad.
—¡Sí…, sí…, sí!
Una y otra vez. Mi vientre estaba más ardiente de lo habitual. No podía llegar al orgasmo, a pesar de que deseaba hacerlo.
—Lena…, no puedo…, no puedo… —murmuré,desesperada. Tenía la sensación de arder. La vara que llevaba dentro pareció inflamarse como una hoguera, pero no me llegaban las llamas. Era terrible. Yo estaba sobre un trampolín, pero no podía saltar.
Lena echó mano entre mis piernas y tomó mi perla, la presionó y la limpió, pues mi humedad interna ya hacía tiempo que había fluido y lo cubría todo.
Experimenté una punzada caliente y exploté. Había encontrado el detonador que hizo estallar la bomba de mi interior. Grité y retorcí la espalda, me noté traspasada por Lena, abierta, entregada y acoplada por completo a ella. Quería entregarme, siempre,
siempre, siempre, miles de veces.
Mi vientre ardía, mis muslos temblaban y mis brazos colgaban como muertos. Luchaba por poder respirar. Ahora que la hoguera había prendido dentro de mí, parecía que no quería parar de arder.
Las paredes de mi vientre hacían unos bruscos movimientos: se contraían alrededor de la vara que tenía en mi interior y no la soltaban. Debía de estar hecha de algún material ignífugo, porque,de lo contrario, ya se habría fundido.
Lena me besó y me quitó la venda de los ojos.
—Ahora quiero volver a verte —afirmó, con una sonrisa.
Yo casi no podía ordenar a mi cara que hiciera ni siquiera una mueca; estaba sin fuerzas y destrozada.
—Así…, ser satisfecha por ti mientras me corro —jadeé— es indescriptible.
—Sí, yo también lo creo —dijo Lena. Sonrió de nuevo.
—¿Te ha gustado?
—Gustarme no es la expresión. —Contesté despacio para poder coger aire—. Es maravilloso. Primero pensé que no lo iba a conseguir, pero luego…
—Luego todo va muy bien —dijo Lena, e hizo gala de su satisfacción. Se irguió y luego me extrajo el consolador. Yo gemí
—. ¿Te he hecho daño? —preguntó, con aire de preocupación.
—No. —Negué con la cabeza—. En absoluto. —Acaricié su rostro—. Pero de repente me he sentido muy vacía por dentro.
Lena se tumbó a mi lado y se apoyó sobre los codos.
—Puedo llenar ese vacío tantas veces como quieras. Sólo tienes que decirlo.
—Es lo que haré. —La miré. Tenía aspecto de estar absolutamente agotada. Más cansada que yo—. Pero creo que debes descansar. Para lo demás tenemos mucho tiempo. Todo el tiempo del mundo.
Lena me miró con una expresión extraña y luego se volvió y me dio la espalda.
—El tiempo es algo pasajero —afirmó—. Tan pronto como llega vuelve a desaparecer. De un segundo a otro.
—Es cierto —dije, acurrucándome en su espalda—. Pero nosotras aún tenemos muchos segundos, infinitos.
Lena se dio la vuelta hacia mí con los ojos brillantes.
—Puedo descansar más tarde —aseguró. Y luego su boca cayó sobre la mía.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Ay no parece q lena esta enferma y puede morir ojala me equivoque y se salve
conti
conti
Grd- Mensajes : 50
Fecha de inscripción : 26/05/2015
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
—El desayuno… —susurró una voz en mi oído.
Abrí los ojos, que aún estaban algo pegados, y vi ante mi cara el burbujeante contenido de una copa de champán.
Lena sonrió.
—En realidad, lo había encargado para que anoche hiciéramos un brindis por tu selectividad —aseguró—, pero, como no llegamos a esa fase, hoy vamos a desayunar con champán.
Me erguí en la cama para sentarme.
—No tengo nada en contra —sonreí—. Es una bonita forma de variar.
—Justo. —Lena me dio una copa y luego brindó conmigo—.Por la mejor del curso.
—La segunda —corregí—. La superempollona ha debido utilizar el tiempo mejor que yo. —Sonreí. Ella sabía en qué había utilizado una parte de mi tiempo, y también sabía que no me arrepentía de haberlo hecho—. Pero con eso me basta. Para la escuela de periodismo también cuentan otras cosas y no hay numerus clausus.
—Entonces podía haberte resultado aún más fácil —replicó Lena.
—Sí, puede ser. Ahora tengo que ver cómo puedo ganar dinero.Primero puedo vivir en casa, pero luego resulta más complicado.Lo de las prácticas, las estancias en el extranjero, todo eso es caro.
Ella me miró.
—Tú necesitas a alguien que te financie los estudios y yo necesito a alguien, una mujer que sea para mí como… —dijo—.¿Sería muy descabellado que las dos estuviéramos juntas?
Me sentí feliz. ¡Por fin! Por fin se había dado cuenta de que nos pertenecíamos, de que yo la amaba y de que quería existir para ella… Y al parecer, ella también lo deseaba: estar ahí para mí,ocuparse de mí. No decía nada de su amor hacia mí, pero sí lo demostraba. Aquello era más de lo que yo esperaba.
Me incliné hacia ella y le di un beso en los labios.
—Quizá podría trabajar contigo de vez en cuando, en la agencia.Eso me ayudaría mucho.
—Lo puedes hacer, si lo deseas —respondió, en un tono más serio de lo que sería de esperar en aquella situación. ¿No se sentía tan feliz como yo?—. Pero tengo una propuesta mejor para ti. —Se separó un poco de mis brazos y me pasó una hoja de papel—.Esto te resultaría más cómodo —dijo, manteniéndose aún seria.
Sonreí, cogí el papel, comencé a leer y me quedé de piedra.
—¡Esto no puede ir en serio! —exclamé, con voz áspera.
—Sí —respondió, en un tono distendido.
—Pensaba que ya habíamos terminado con este tema. —Aún estaba afectada.
—¿No te gusta? —preguntó, como si no lo supiera—. En realidad no difiere mucho del acuerdo que ya establecimos una vez.
—Sí. —Tiré el papel al suelo—. Casi no se diferencia en nada,en eso tienes razón.
Ella se agachó y lo cogió.
—¿Lo firmas? —preguntó. Negué con la cabeza.
—No, nunca.
—Bien. —Dejó el papel sobre la cama—. Es una pena. Me hubiera gustado ayudarte con los estudios. Eres muy inteligente. Te lo has ganado.
¿Y lo que me acababa de ofrecer también me lo había ganado? Me levanté. Es probable que ella no lo hiciera con mala intencióm.Mi opinión era que ella no podía manifestar así sus sentimientos,pero yo sí tenía que hacerlo. Sonreí.
—Puedes estar contenta, porque te vas a ahorrar un montón de pasta.
Quise abrazarla, pero ella se dio la vuelta.
—Sí, sí lo estoy —dijo con desinterés, mientras me miraba con expresión de frialdad—. Entonces nuestros caminos se separan aquí. —Pero, Lena…, ¿por qué? —Yo no lo podía entender.
¿Qué tenía que ver una cosa con la otra?
—Sólo hay dos posibilidades —dijo ella—. O lo suscribes y…seguimos como hasta ahora, o no firmas y se acabó. No nos volveremos a ver.
—Lena —susurré, con expresión de duda—, no puedes pensar así.
—Sí —dijo, impasible—. Así es como pienso. Decídete. Está en tus manos. A mí me da igual. Si no quieres, me buscaré a otra. Es lo que siempre he hecho.
Me hubiera gustado ser tan fría como ella e irme de inmediato.¡Dios mío, yo la quería! Ella no podía hacer…, pero sí lo hacía. La miré. Yo la necesitaba, pero ella no precisaba nada de mí. Yo no era más que una compañera de juegos para su cama. Una de las muchas a las que pagaba. ¿Qué más quería yo?
—Trae —dije con voz ronca. La voz casi no me salía—. Voy a firmar.
Luego ya no me pude quedar por mucho más tiempo. Aquella noche…, aquella noche había sido un sueño del que había despertado para aterrizar en una pesadilla. Si sólo hubiera sido eso,un sueño o incluso una pesadilla, aún me quedaría alguna esperanza, pero en realidad no lo había soñado. Lena me había hecho firmar como si no significara nada para ella, como si sólo hubiera sido una transacción de negocios. Luego abandonó el dormitorio.
Yo me vestí a toda prisa y me fui. No la volví a ver.Sin saber dónde dirigirme, seguí a lo largo de la calle hasta internarme en el bosque. No podía ir a casa, no podía ver a nadie,ni siquiera a mi madre. Tenía que estar sola. Me metí en el bosque hasta que encontré un tronco de árbol en el que me pude sentar.
Allí permanecí un buen rato, mirando al vacío: no veía, ni oía, ni sentía nada. Era lo peor, no sentir nada, pero, a la vez, tener miedo de que aquel estado se pasara y regresaran las sensaciones y los sentimientos, el horror y el shock.
Aquello no podía haber ocurrido, no me había pasado. Lena me había amado durante toda la noche, había leído en mis ojos todos mis deseos, se había ocupado de mí con cariño. Pero no era esa Lena la que…
No me lo podía creer. No podía ser verdad. Yo había sido abducida a un universo paralelo y allí existía otra Lena, y era ésta la que lo había hecho todo. O bien había surgido un desplazamiento en el tiempo y Lena había vuelto a ser tan fría como al principio.
Habíamos ido unos meses hacia atrás y todo lo que teníamos entre nosotras, el amor, el cariño, nuestra unión, todo había desaparecido. Lo otro pertenecía al futuro y por eso Lena…
Cerré los ojos. No tenía ningún sentido buscar explicaciones,porque todas eran absurdas e improbables. No había ninguna que fuera posible o, al menos, que yo pudiera entender. Lena había decidido que quería mantener conmigo un contrato y no una relación de amor. Como siempre, eso estaba claro. La tarde anterior, la noche, todo parecía una obra de teatro y ahora ya había caído el telón.
Me había cogido desprevenida, me había hecho sentirme segura con todas sus caricias y luego… Poco a poco se fue abriendo paso en mi cabeza la idea de que había firmado un contrato y de que no podía echarme atrás… ¡Claro que sí que podía!Bastaba con que fuera a ella y…
¿Y…, y qué? Vi de nuevo sus ojos ante los míos cuando me dijo que buscaría a otra mujer, porque ya lo había hecho en diversas ocasiones. No era una broma, era algo muy serio. Muy serio.
¿Qué había pasado por su interior? ¿Había hecho yo algo equivocado? ¿Había mostrado en demasía lo mucho que yo la amaba? Me había prohibido decirlo, pero mostrarlo… De eso no había dicho nada. Y ella… ella también…
¿Lo habría entendido todo mal, sus gestos de amor, sus tiernas miradas? ¿Quizás consideraba que nuestra relación era como un negocio y ahora, en vista de que duraba más tiempo, quería regularla con un contrato y fijar por escrito lo que le parecía sobreentendido? No me lo podía creer, pero ella lo había hecho.
Tenía que abandonarla; no podía quedarme junto a ella, porque yo misma sería incapaz de soportarlo. No podría cumplir con el contrato. En el Egeo, a pesar de resultarme difícil, hubiera podido,pero ahora…, después de todo este tiempo…, las dos ya no éramos… Me resultaba imposible.
Pero la alternativa era no volvernos a ver. Eso es lo que ella había dicho.Y yo no podía, pura y simplemente no podía.
Volví a su casa. Tenía que hablar con ella. Me quedé ante la puerta cerrada, pero no me abrió. Y la casa me miraba como un sátiro perverso.
Abrí los ojos, que aún estaban algo pegados, y vi ante mi cara el burbujeante contenido de una copa de champán.
Lena sonrió.
—En realidad, lo había encargado para que anoche hiciéramos un brindis por tu selectividad —aseguró—, pero, como no llegamos a esa fase, hoy vamos a desayunar con champán.
Me erguí en la cama para sentarme.
—No tengo nada en contra —sonreí—. Es una bonita forma de variar.
—Justo. —Lena me dio una copa y luego brindó conmigo—.Por la mejor del curso.
—La segunda —corregí—. La superempollona ha debido utilizar el tiempo mejor que yo. —Sonreí. Ella sabía en qué había utilizado una parte de mi tiempo, y también sabía que no me arrepentía de haberlo hecho—. Pero con eso me basta. Para la escuela de periodismo también cuentan otras cosas y no hay numerus clausus.
—Entonces podía haberte resultado aún más fácil —replicó Lena.
—Sí, puede ser. Ahora tengo que ver cómo puedo ganar dinero.Primero puedo vivir en casa, pero luego resulta más complicado.Lo de las prácticas, las estancias en el extranjero, todo eso es caro.
Ella me miró.
—Tú necesitas a alguien que te financie los estudios y yo necesito a alguien, una mujer que sea para mí como… —dijo—.¿Sería muy descabellado que las dos estuviéramos juntas?
Me sentí feliz. ¡Por fin! Por fin se había dado cuenta de que nos pertenecíamos, de que yo la amaba y de que quería existir para ella… Y al parecer, ella también lo deseaba: estar ahí para mí,ocuparse de mí. No decía nada de su amor hacia mí, pero sí lo demostraba. Aquello era más de lo que yo esperaba.
Me incliné hacia ella y le di un beso en los labios.
—Quizá podría trabajar contigo de vez en cuando, en la agencia.Eso me ayudaría mucho.
—Lo puedes hacer, si lo deseas —respondió, en un tono más serio de lo que sería de esperar en aquella situación. ¿No se sentía tan feliz como yo?—. Pero tengo una propuesta mejor para ti. —Se separó un poco de mis brazos y me pasó una hoja de papel—.Esto te resultaría más cómodo —dijo, manteniéndose aún seria.
Sonreí, cogí el papel, comencé a leer y me quedé de piedra.
—¡Esto no puede ir en serio! —exclamé, con voz áspera.
—Sí —respondió, en un tono distendido.
—Pensaba que ya habíamos terminado con este tema. —Aún estaba afectada.
—¿No te gusta? —preguntó, como si no lo supiera—. En realidad no difiere mucho del acuerdo que ya establecimos una vez.
—Sí. —Tiré el papel al suelo—. Casi no se diferencia en nada,en eso tienes razón.
Ella se agachó y lo cogió.
—¿Lo firmas? —preguntó. Negué con la cabeza.
—No, nunca.
—Bien. —Dejó el papel sobre la cama—. Es una pena. Me hubiera gustado ayudarte con los estudios. Eres muy inteligente. Te lo has ganado.
¿Y lo que me acababa de ofrecer también me lo había ganado? Me levanté. Es probable que ella no lo hiciera con mala intencióm.Mi opinión era que ella no podía manifestar así sus sentimientos,pero yo sí tenía que hacerlo. Sonreí.
—Puedes estar contenta, porque te vas a ahorrar un montón de pasta.
Quise abrazarla, pero ella se dio la vuelta.
—Sí, sí lo estoy —dijo con desinterés, mientras me miraba con expresión de frialdad—. Entonces nuestros caminos se separan aquí. —Pero, Lena…, ¿por qué? —Yo no lo podía entender.
¿Qué tenía que ver una cosa con la otra?
—Sólo hay dos posibilidades —dijo ella—. O lo suscribes y…seguimos como hasta ahora, o no firmas y se acabó. No nos volveremos a ver.
—Lena —susurré, con expresión de duda—, no puedes pensar así.
—Sí —dijo, impasible—. Así es como pienso. Decídete. Está en tus manos. A mí me da igual. Si no quieres, me buscaré a otra. Es lo que siempre he hecho.
Me hubiera gustado ser tan fría como ella e irme de inmediato.¡Dios mío, yo la quería! Ella no podía hacer…, pero sí lo hacía. La miré. Yo la necesitaba, pero ella no precisaba nada de mí. Yo no era más que una compañera de juegos para su cama. Una de las muchas a las que pagaba. ¿Qué más quería yo?
—Trae —dije con voz ronca. La voz casi no me salía—. Voy a firmar.
Luego ya no me pude quedar por mucho más tiempo. Aquella noche…, aquella noche había sido un sueño del que había despertado para aterrizar en una pesadilla. Si sólo hubiera sido eso,un sueño o incluso una pesadilla, aún me quedaría alguna esperanza, pero en realidad no lo había soñado. Lena me había hecho firmar como si no significara nada para ella, como si sólo hubiera sido una transacción de negocios. Luego abandonó el dormitorio.
Yo me vestí a toda prisa y me fui. No la volví a ver.Sin saber dónde dirigirme, seguí a lo largo de la calle hasta internarme en el bosque. No podía ir a casa, no podía ver a nadie,ni siquiera a mi madre. Tenía que estar sola. Me metí en el bosque hasta que encontré un tronco de árbol en el que me pude sentar.
Allí permanecí un buen rato, mirando al vacío: no veía, ni oía, ni sentía nada. Era lo peor, no sentir nada, pero, a la vez, tener miedo de que aquel estado se pasara y regresaran las sensaciones y los sentimientos, el horror y el shock.
Aquello no podía haber ocurrido, no me había pasado. Lena me había amado durante toda la noche, había leído en mis ojos todos mis deseos, se había ocupado de mí con cariño. Pero no era esa Lena la que…
No me lo podía creer. No podía ser verdad. Yo había sido abducida a un universo paralelo y allí existía otra Lena, y era ésta la que lo había hecho todo. O bien había surgido un desplazamiento en el tiempo y Lena había vuelto a ser tan fría como al principio.
Habíamos ido unos meses hacia atrás y todo lo que teníamos entre nosotras, el amor, el cariño, nuestra unión, todo había desaparecido. Lo otro pertenecía al futuro y por eso Lena…
Cerré los ojos. No tenía ningún sentido buscar explicaciones,porque todas eran absurdas e improbables. No había ninguna que fuera posible o, al menos, que yo pudiera entender. Lena había decidido que quería mantener conmigo un contrato y no una relación de amor. Como siempre, eso estaba claro. La tarde anterior, la noche, todo parecía una obra de teatro y ahora ya había caído el telón.
Me había cogido desprevenida, me había hecho sentirme segura con todas sus caricias y luego… Poco a poco se fue abriendo paso en mi cabeza la idea de que había firmado un contrato y de que no podía echarme atrás… ¡Claro que sí que podía!Bastaba con que fuera a ella y…
¿Y…, y qué? Vi de nuevo sus ojos ante los míos cuando me dijo que buscaría a otra mujer, porque ya lo había hecho en diversas ocasiones. No era una broma, era algo muy serio. Muy serio.
¿Qué había pasado por su interior? ¿Había hecho yo algo equivocado? ¿Había mostrado en demasía lo mucho que yo la amaba? Me había prohibido decirlo, pero mostrarlo… De eso no había dicho nada. Y ella… ella también…
¿Lo habría entendido todo mal, sus gestos de amor, sus tiernas miradas? ¿Quizás consideraba que nuestra relación era como un negocio y ahora, en vista de que duraba más tiempo, quería regularla con un contrato y fijar por escrito lo que le parecía sobreentendido? No me lo podía creer, pero ella lo había hecho.
Tenía que abandonarla; no podía quedarme junto a ella, porque yo misma sería incapaz de soportarlo. No podría cumplir con el contrato. En el Egeo, a pesar de resultarme difícil, hubiera podido,pero ahora…, después de todo este tiempo…, las dos ya no éramos… Me resultaba imposible.
Pero la alternativa era no volvernos a ver. Eso es lo que ella había dicho.Y yo no podía, pura y simplemente no podía.
Volví a su casa. Tenía que hablar con ella. Me quedé ante la puerta cerrada, pero no me abrió. Y la casa me miraba como un sátiro perverso.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
El día siguiente lo pasé en mi habitación. Casi no salí de ella.Pensaba en Lena e intentaba una y otra vez encontrar una explicación que no existía. El dolor me laceraba el alma de una forma cada vez más honda y angustiosa.
Oí que mi madre volvía del trabajo. En los últimos días se había mostrado sorprendida al comprobar que yo no salía de casa,aunque es probable que también le agradara no estar siempre sola por las noches. No me había dicho nada, pero sí me había lanzado algunas miradas de curiosidad. Me levanté y fui a la cocina. No quería preocuparla.
—Has vuelto a no comer nada —dijo—. No es saludable comer sólo por las noches.
—No tenía hambre —contesté.
Me echó una de aquellas miradas maternales, cargadas de preocupación, de las que resulta muy complicado evadirse.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿No quieres decírmelo?
Yo negué con la cabeza.
—No pasa nada. ¿Por qué?
—Estás todo el día encerrada aquí, no haces nada, algo debe de ocurrir. ¿No te encuentras bien? ¿Te sientes enferma? —Me tocó la frente con la mano.
—No estoy enferma.
Mi frente estaba fría, pero eso no la tranquilizó.
—Primero come algo —insistió— o te quedarás en los huesos.
De hecho, ya me sobresalían un poco los pómulos.
—Hay una carta para ti —dijo mi madre y dejó ante mí un sobre blanco—. Lleva días en el buzón. Tienes que mirarlo de vez en cuando.
Yo no miré la carta.
—¿No quieres abrirla? —preguntó, al regresar de la cocina,después de poner a calentar la sopa.
—No espero correo —contesté.
Mi madre me puso la carta en la mano.
—Es de un despacho de abogados. ¿Has contratado algo? —dijo, riéndose. No lo decía en serio.
—¿De un despacho de abogados? —Me sentí irritada.
—Sí, aquí. —Mi madre me mostró el membrete de la carta—.¿Has mandado un curriculum para conseguir un trabajo hasta que empieces a estudiar? No me habías dicho nada.
Eso había ocurrido en mi otra vida.
—No, no conozco el nombre —contesté. Ya empezaba a picarme la curiosidad. Abrí la carta y saqué dos hojas escritas. En ese mismo instante las dejé caer al suelo, como si quemaran. Di un salto y escapé a la carrera hacia mi habitación. No había pasado ni
un minuto cuando mi madre llegó junto a mí.
—¿Qué pasa? —preguntó. Tenía unos papeles en la mano y pude imaginarme muy bien cuáles eran.
—Nada —dije. Me acerqué con la intención de quitarle los papeles. Ella se hizo a un lado y mantuvo, firme, las hojas entre sus manos.
—¿Qué es esto? —preguntó, marcando mucho las palabras.
—Un contrato entre Lena y yo —expliqué. Me sentía incómoda.
—Eso ya lo he visto —replicó—. Pero esto no tiene nada que ver con un trabajo en su agencia de publicidad.
Me senté en la cama y me agarré a ella con tanta fuerza que los nudillos me empalidecieron.
—No —repliqué.
Su voz sonó cortante y, de repente, exhaló un suspiro contenido.
—¿Qué haces allí? —preguntó con un susurro.
Levanté la cabeza y la miré, en busca de comprensión.
—No es lo que piensas. En realidad no es lo que parece —intenté explicar.
—¡Te acuestas con ella por dinero! —gritó mi madre fuera de sí—. ¡Eso es lo que parece! ¿O es que he entendido mal algo? —Me miró y me di cuenta de que esperaba que no fuera cierto.
Esperaba que le diera una explicación distinta a lo que estaba escrito en las hojas que tenía en su mano. Sus ojos casi me suplicaron que le quitara la razón.
—No —repliqué en voz baja—. No, no lo has entendido mal.
Ella se volvió y se encaminó a la puerta. Corrí desesperada detrás de ella. Ya estaba en el vestíbulo y se había puesto el abrigo.
—¿Adónde vas? —pregunté, temerosa.
—A… su casa —dijo, y sus palabras sonaron tan despectivas que me estremecí. Nunca la había visto tan furiosa. Me asusté—.¡Le voy a enseñar a ésa a hacer de mi hija una… puta! —exclamó,con rabia—. ¡Porque tú sigues siendo mi niña!
—¡No, por favor, mamá, no lo hagas! —le rogué—. Ella no ha hecho nada. Es culpa mía, sólo mía.
Mi madre me miró, muy irritada.
—¿Ah, sí? —preguntó en un tono frío, pero aún muy enfadada—. ¿Es eso lo que quieres ser? ¿Se me ha pasado por alto ese deseo en tu lista de trabajos?
—No. —Me dejé resbalar por el rincón cercano a la puerta,hasta que me quedé agachada. Miré hacia arriba, pero apenas podía distinguirla a causa de las lágrimas.
—Yo la quiero, mamá —murmuré—. Haría cualquier cosa por ella. Y, puesto que me lo pidió, no pude decir que no o, de lo contrario, la hubiera perdido. Me hubiera echado. Ella no me necesita, pero yo a ella sí, por eso lo hice. Pero ella piensa… piensa que tiene que pagar por todo y eso carece de significado para mí. Yo no voy a coger el dinero. Ella lo transferirá a una cuenta que está a mi nombre, pero yo no lo voy a tocar nunca. Por mí puede pudrirse allí.
Mi madre se puso en cuclillas a mi lado.
—Pero, a pesar de eso, ella piensa que tú lo haces por dinero,porque te paga —dijo ahora, con aquel tono dulce que yo le conocía—. Debes decírselo. Debes cancelar esa cuenta y todo se arreglará.
—Entonces me abandonará —repliqué, con desesperación.
Mi madre suspiró.
—¿Qué deseas de esa mujer? —preguntó, sin comprender—.¿Y si ella no te ama? Tú eres una chica joven y guapa. Seguro que encontrarás una novia agradable. Y puede que de tu misma edad—añadió.
—La quiero —repetí de nuevo—. Y ella se tiene que enterar,seguro —le dije, con el mismo tono de desesperación. ¡Tenía que creerme a toda costa y de esa forma también yo lo podría creer y se acabarían mis esperanzas!
Mi madre me pasó la mano por el pelo para consolarme, pero aún se mostraba dubitativa.
—Tiene casi mis mismos años —apuntó con sensatez—.Créeme, a nuestra edad ya no es tan fácil enterarse de esas cosas.De algo tan importante. Si hasta la fecha no lo ha hecho…
—Estoy segura de que puede hacerlo —intenté dar a mis palabras un tono de convicción, tanto para ella como para mí misma—. Si se da cuenta de que la quiero, lo entenderá…, lo comprenderá.
Mi madre se levantó.
—A veces me olvido de lo joven que eres —suspiró— porque casi siempre actúas de una forma muy inteligente. —Me miró de arriba abajo—. La mayoría de las veces, pero no siempre —añadió.
Sacó el contrato del bolsillo de su abrigo y me lo dio.
—Tienes que romper este contrato. De inmediato —ordenó. Me miró, observó la expresión de espanto de mi rostro y suspiró—. O seré yo misma la que vaya a verla y lo haga. Esto no puede quedarse así.
Yo también lo creía necesario, pero… Me levanté del suelo y miré a mi madre.
—No podría soportar perderla. Por favor, no lo hagas.
—También podría matarla y con eso el problema estaría resuelto—replicó mi madre con toda tranquilidad—. No creas que estoy tranquila, aunque ahora lo aparente. Aún estoy muy, pero que muy,enfadada. Tú eres mi niña, te he traído al mundo y te voy a proteger todo el tiempo que pueda. Incluso en contra de tus deseos. Por ahora tú no sabes con certeza lo que es bueno para ti. Éste es tu primer gran amor y lo entiendo. Pero, a pesar de todo, no lo voy a permitir. Esto ya ha llegado muy lejos. ¡Demasiado lejos! No, no voy a hacer nada. —Me tranquilizó—. Al menos por ahora. Pero debemos buscar una solución y espero que seas tú quien la encuentre.
—Sí. —Bajé la cabeza.
—Vamos —dijo—. Voy a preparar un café y luego hablaremos.—Se quitó el abrigo y lo colgó de nuevo en la percha.—Tú sabes lo que pienso —dijo mi madre cuando ya estábamos con el café—. Ella es bastante mayor para ti y le da mucho valor al dinero. Eso nunca ha ocurrido en nuestra familia. No ha sido así porque no lo teníamos, pero, aunque lo hubiéramos tenido…, no quisiera que te hubieras comportado así. Que tú llegaras a creer que todo se puede comprar. Hay cosas que no se pueden pagar. El
honor, la dignidad, la confianza, el afecto. —Evitó decir la palabra «amor», igual que yo hacía siempre en presencia de Lena.
—Lo sé —repliqué, incómoda—. Pero… pero tú lo ves de una forma equivocada. Ella…, ella no es como tú piensas. Ella es…,ella es…
Mi madre se echó a reír.
—¡Es tan encantadora que ha conseguido hacerte perder la cabeza! —dictaminó—.¡Eso ya lo he podido comprobar! ¡Es muy atractiva, debo admitirlo!
Miré a mi madre con cierto aire de desconfianza.
—¡Oh, no! —Hizo un gesto como de rechazo—. ¡No pensaba en eso! —Se volvió a reír—. Tan sólo quería destacar el hecho de que te entiendo, no de que me haya pasado al enemigo. —Yo debía de tener un aspecto muy atormentado y mi madre me acarició con suavidad la cabeza en un ademán tranquilizador—. Estoy muy preocupada por ti —dijo, con dulzura—. Eres demasiado joven para permitir que te partan el corazón. ¡Y menos aún una mujer que, a cambio de eso, te paga!
Aquello le había irritado mucho. ¿Quién se lo podía censurar? Desde luego, yo no. Sin embargo, me vi obligada de nuevo a defender a Lena.
—En realidad ella no lo hace sólo por dinero, al menos ésa es la impresión que yo tengo —dije—. Lo único que ocurre es que está tan acostumbrada a obtenerlo todo que ya no tiene en cuenta… —me interrumpí, pues no sabía cómo continuar.
—¿Y no sabe que de ese modo puede hacer mucho daño a los demás? ¿Que los está comprando? —Sacudió la cabeza, con una expresión de duda—. No lo creo. No me puedo creer algo así.
—Está tan rara últimamente —dije—. Pero, en lo que respecta a los sentimientos, es cerrada como una ostra. Siempre ha sido así.
—¡Bueno…, me cuentas unas cosas tan bonitas! —exclamó,arqueando las cejas—.Me lo tenías que haber dicho antes.
—No podía —repuse, en un tono contrito. Si hubiera sabido todo lo que yo me había callado…—. Y ella también ha cambiado mucho, se ha vuelto más franca.
—Pues aquí no lo parece —dijo mi madre, mientras señalaba el contrato—. A no ser que te refieras a este tipo tan especial de franqueza.
—Sí, no lo parece —respondí—. Pero incluso así…
—¿Hace de ti una puta y todo está bien y en orden? —preguntó mi madre, con ojos brillantes. Percibí que regresaba su furia.
—No, no. —Alcé las manos—. Ella… me cogió desprevenida por completo cuando llegó con el papel. No supe por qué lo hacía.
—De todas formas, esto no ofrece ninguna buena impresión acerca de su carácter —dijo mi madre y se mordió los labios—.¿Qué clase de gente hace una cosa así?¿Quién le exige algo parecido a otra persona, ya sea a través de un contrato o sólo con
el pensamiento?
—Sí…, yo…, sí… —Yo ya no sabía cómo replicar a sus cuestiones—. Ella…, ella no piensa en el amor. Piensa que es una ilusión. —Me sentía muy desgraciada.
—¿Cómo? —Las cejas de mi madre se alzaron casi hasta el borde de su cráneo—.¿Y eso me lo dices ahora?
—Si…, si te lo hubiera dicho antes… —tartamudeé.
—Te hubiera prohibido salir con ella —dijo mi madre—. Todo esto es inadmisible. Incluso tú misma deberías saberlo.
—Yo…, yo… —Sentí frío y calor a la vez.
—Tú la quieres. —Mi madre suspiró—. Eso lo puedo comprender. Yo también quise a tu padre, incluso aunque sabía que él no lo merecía. No resulta tan fácil desactivar el amor. Pero cuando uno espera el tiempo suficiente
Yo elevé la mirada y la vi.
—Sí, sí. —Mi madre sacudió la cabeza—. Ése no es un tema que te incumba. Tú crees que puedes reeducarla, convencerla de que el amor no es tan sólo una ilusión. Piensas que tendrías amor suficiente para las dos. —Respiró hondo—. Yo también lo pensé en algunas ocasiones.
—Pero…, pero Lena es… Era tan distinta antes, hasta…
—¿Hasta que te humilló con el contrato, señalándote cuál es tu lugar? —Mi madre se levantó—. ¿No te das cuenta de adónde te lleva esto? Puede hacer contigo lo que quiera y tú obedecerás como un perrito. Eso no es una relación equilibrada. De hecho, no es una relación. Y no tiene nada que ver con el amor.
—Lo sé. Pero no creo que ella… que ella piense así de verdad.—Yo no podía creerlo, ni quería creerlo.
—Te ha hecho llegar el contrato a través de un despacho de abogados —dijo mi madre—. ¿No te parece bastante serio?
Quise contestar, pero en ese momento llamaron a la puerta. Di un salto. «¡Es Lena y viene a disculparse. A dejarlo todo arreglado!» Una tontería, eso era. Sólo una tontería. Abrí la puerta de golpe.
Anita pasó delante de mí sin decir una palabra, se dirigió a la cocina y se sentó en el banco. Sollozaba y su cara estaba anegada de lágrimas.
Yo me quedé en la puerta de la cocina. Mi madre nos miraba alternativamente. Por un momento sólo se oyeron los gemidos de Anita.
—¿Anita? —dijo mi madre, con cautela.
Mi amiga levantó la cabeza y me miró a mí, luego a mi madre.
—Tessy… —Sollozó de nuevo—. Tessy…
Fui hasta la mesa de la cocina y me senté. Mi madre no nos envidiaba en absoluto. Primero mi mal de amores y ahora el de Anita, todo a la vez.
—¿Qué pasa con Tessy? —pregunté. Por un momento me olvidé de Lena.
—Tessy…, ella ha…, ha venido. —No podía articular palabra.
La congoja le había formado un nudo en la garganta.
—¿Ha ido a tu casa? —pregunté. ¿Por qué lo había hecho Tessy y no Lena?
—Sí. —Anita levantó la cabeza. Mi madre, sin decir nada, se hizo con un paquete de pañuelos y se los dio. Anita cogió uno y se enjugó las lágrimas—. Ha venido a mi casa y quería…, quería que nosotras otra vez…
—¿Quería volver contigo? —Me acordé de la conversación en la que Anita había descartado por completo aquella posibilidad.
—Sí, sí, eso quería. —Un nuevo sollozo le cortó la respiración
—. Pero…, pero… —Cogió otro pañuelo y se sonó con fuerza.
—¿Pero tú no querías? —Intenté ayudarla.
—¡Claro que no! —exclamó Anita, espantada—. Ella…, ella piensa que nosotras podríamos…, luego…, cuando ya esté casada… Su prometido es un imbécil y no se daría cuenta de nada.
—Volvió a llorar.
Mi madre se rió por lo bajo.
—¡Bueno, las dos sois unos tesoritos! —dijo—. Vuestra capacidad de juzgar a las mujeres parece un poco menguada.
—¿Qué? ¿Por qué? —Anita suspiró y me miró—. ¿Tú también…?
Asentí, turbada.
—Justo antes de que llegaras estábamos manteniendo una charla madre-hija acerca de ese tema —contestó mi madre.
—Yo… Ah… lo siento —tartamudeó mi amiga—. No quería…
—Quizá podríamos montar una tertulia —repuso mi madre—.Así no tendríamos que contar las cosas dos veces. —Se levantó—.Propongo que comamos algo juntas. Con el estómago vacío el mal de amores se lleva mucho peor. Y, aunque yo no padezca de mal de amores —sonrió, satisfecha—, no me gustaría tener que renunciar a la cena.
Anita se tranquilizó a lo largo de la cena y, a pesar de que al principio había afirmado que no podría pasar ni un bocado, al final su plato estaba vacío. Incluso repitió. A mí me ocurrió lo mismo. La presencia de mi madre y sus artes culinarias contribuyeron a apaciguar todo nuestro nerviosismo interior.
—Nosotras fregamos —le dije a mi madre cuando acabamos de cenar—. No te preocupes por eso.
Mi madre me echó una mirada significativa, como diciendo: Aún tenemos que hablar entre nosotras. Y no pienses que la cosa está solucionada.
—Está bien. Me alegro de poder poner un poco los pies en alto—respondió—. Ha sido un día muy largo. —Nos miró a las dos y luego se dirigió al salón.
—Lo siento…, por lo de Lena—comentó Anita, mientras ella fregaba y yo secaba—.No lo sabía.
—Tampoco podías saberlo —respondí. De repente me sacudió de nuevo la tristeza y mis ojos se llenaron de lágrimas.
Me sequé las manos y cogí un pañuelo para limpiarme los ojos.
—A mí ya me ha leído la cartilla —dije—. Y puede que tenga razón, pero yo… amo a Lena. No me puedo imaginar estar sin ella.
—Eso me pasaba a mí con Tessy —repuso Anita en voz baja—.Y así es como continúa pasando. Pero… pero… ¿Piensas que debería hacerlo?
—¿Qué es lo que deberías hacer? —La miré—. ¿Aceptar su propuesta?
—Sí —dijo Anita—. En todo caso, podría verla y estar con ella.Aun cuando nadie deba enterarse. Eso siempre va a ser así.
—Yo no conozco a Tessy —dije, procurando evitar su mirada.
—¿Tú no lo harías? —Anita me miró, interrogante.
¿Debía hablarle del contrato? ¿Era algo parecido o aún mucho peor?
—Yo… yo no sé lo que haría —dije, entre titubeos—. En realidad, no te lo podría decir.
—Lena y tú… —comenzó Anita, con cautela—. ¿Os habéis separado?
—No, en realidad no —respondí, tensa—. Más bien todo lo contrario. Ahora incluso estamos ligadas por un contrato.
—Ah…, yo pensaba…, entonces lo he entendido mal —dijo Anita. Parecía turbada.
Respiré hondo.
—Es algo parecido a lo que os pasa a Tessy y a ti —expliqué—.Ella me ha hecho una propuesta que…, que es complicada, dicho de una forma delicada. Estos últimos días he estado pensando si debía aceptarla o no. Mi madre se ha enterado hoy y…, bueno, luego llegaste tú.
—¿Tu madre está en contra? —preguntó Anita.
—Absolutamente —respondí—. Pero ella no… no conoce a Lena.
—Sí, ése es el problema. —Anita lanzó un suspiro. Se sentó en el banco de la cocina—. Nadie las conoce como nosotras, tú a Lena y yo a Tessy.
—Es… —Me senté a su lado en el banco y apoyé la cabeza en las manos—. Amo a Lena desde el primer momento en el que la vi. Ella es… única. Ninguna persona había despertado en mí unos sentimientos como ésos. Pero… —dije, mientras tragaba saliva—sentimientos tanto buenos como malos.
—No son sólo sentimientos positivos —dijo Anita—, eso es cierto. Tessy me ha llevado tanto al cielo como al infierno. Y a pesar de eso estoy apegada a ella. Y quiero volver a verla. Cada vez creo más que no es así como piensa, que cambiará, que lo reconocerá.
—¡Ja! ¡A quién le vas a decir eso! —añadí—. Es lo mismo que yo creo.
—Me tranquiliza saber que no soy la única tonta —dijo Anita,con una mueca forzada.
—Sí. —No tuve más remedio que darle la razón—. Si utilizara la cabeza para tomar una decisión, todo estaría muy claro. —Lancé un suspiro.
—Pero ese tipo de decisiones no se suelen tomar con la cabeza—dijo Anita—. Aquí tu inteligencia no te sirve para nada.
—Por desgracia no —contesté—. Ni lo más mínimo.
—Pero si vosotras…, si no os habéis separado, la cosa se podría arreglar. Quizá tengáis que volver a hablarlo.
—Ya lo he intentado —dije y tragué saliva—, pero su casa estaba cerrada. No me ha abierto.
—¡Oh! —Anita reflexionó un instante—. ¿Cuándo quedabais vosotras?
—Cada tarde —contesté—. Pero…, en los últimos días no nos hemos vuelto a ver.
—Desde… ¿desde que te hizo esa propuesta? —preguntó Anita.
—Sí —asentí.
—Ella tiene una agencia de publicidad —dijo Anita—. ¿No puedes ir allí?
Yo torcí los labios con escepticismo.
—No le gustaría —repuse—. Prefiere separar la vida laboral de la privada.
—Puede que no sea un buen arranque —dijo Anita—, pero ¿tienes otra opción? Creo que deberías hablar con ella.
Yo moví la cabeza en señal de asentimiento.
—Quizá tengas razón.
Anita me miró.
—Tenía planeado asaltarte —indicó—. ¿Puedo dormir contigo esta noche?
Yo la miré, perpleja.
—Yo… yo no te lo he explicado todo —dijo Anita, con expresión culpable—. Tessy le ha contado un par de cosas a mis padres.
—¿Sobre vosotras? —pregunté.
—Sobre mí —respondió Anita—. Como es natural, sobre sí misma no ha dicho nada, porque eso la habría perjudicado. Se puso furiosa al ver que yo no aceptaba de inmediato su propuesta y, justo en ese instante, mi madre llegó a casa, casualmente antes de lo que es habitual.
—¿Y por eso piensas en aceptar su oferta? —pregunté.
—¿Has dudado tú en aceptar el contrato de Lena? —replicó ella, a su vez.
Aquello me cayó como un mazazo.
—¿Cómo… cómo ha reaccionado tu madre? —pregunté de nuevo.
—Ha llamado a mi padre y lo ha puesto al corriente de las noticias frescas —dijo Anita—. Además, mi madre me ha pedido que abandone la casa.
—¿Qué? —Mi pregunta fue más bien un grito—. No me lo puedo creer.
—Sí —aseguró Anita—. Ya te he contado cómo son mis padres. Ellos no lo aceptan.
—Lo siento. Nunca lo hubiera dicho… Al fin y al cabo son tus padres. —Yo no daba crédito a mis oídos.
—Mis padres encargaron a sus hijos en un catálogo de ventas por correo —dijo Anita con amargura—. Pero, por desgracia, sólo les sirvieron el producto adecuado en el caso de mi hermano. Yo fui un error de entrega y ellos no lo devolvieron.
—¡Oh, Anita! —La cogí del brazo.
Ella comenzó a temblar y se echó a llorar otra vez.
—Pensaba que podría soportarlo —murmuró ella—. Nunca se han preocupado mucho de mí. Pero…, pero esto…
—Puedes dormir aquí —dije, impresionada—. Tanto tiempo como quieras.
Oí que mi madre volvía del trabajo. En los últimos días se había mostrado sorprendida al comprobar que yo no salía de casa,aunque es probable que también le agradara no estar siempre sola por las noches. No me había dicho nada, pero sí me había lanzado algunas miradas de curiosidad. Me levanté y fui a la cocina. No quería preocuparla.
—Has vuelto a no comer nada —dijo—. No es saludable comer sólo por las noches.
—No tenía hambre —contesté.
Me echó una de aquellas miradas maternales, cargadas de preocupación, de las que resulta muy complicado evadirse.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿No quieres decírmelo?
Yo negué con la cabeza.
—No pasa nada. ¿Por qué?
—Estás todo el día encerrada aquí, no haces nada, algo debe de ocurrir. ¿No te encuentras bien? ¿Te sientes enferma? —Me tocó la frente con la mano.
—No estoy enferma.
Mi frente estaba fría, pero eso no la tranquilizó.
—Primero come algo —insistió— o te quedarás en los huesos.
De hecho, ya me sobresalían un poco los pómulos.
—Hay una carta para ti —dijo mi madre y dejó ante mí un sobre blanco—. Lleva días en el buzón. Tienes que mirarlo de vez en cuando.
Yo no miré la carta.
—¿No quieres abrirla? —preguntó, al regresar de la cocina,después de poner a calentar la sopa.
—No espero correo —contesté.
Mi madre me puso la carta en la mano.
—Es de un despacho de abogados. ¿Has contratado algo? —dijo, riéndose. No lo decía en serio.
—¿De un despacho de abogados? —Me sentí irritada.
—Sí, aquí. —Mi madre me mostró el membrete de la carta—.¿Has mandado un curriculum para conseguir un trabajo hasta que empieces a estudiar? No me habías dicho nada.
Eso había ocurrido en mi otra vida.
—No, no conozco el nombre —contesté. Ya empezaba a picarme la curiosidad. Abrí la carta y saqué dos hojas escritas. En ese mismo instante las dejé caer al suelo, como si quemaran. Di un salto y escapé a la carrera hacia mi habitación. No había pasado ni
un minuto cuando mi madre llegó junto a mí.
—¿Qué pasa? —preguntó. Tenía unos papeles en la mano y pude imaginarme muy bien cuáles eran.
—Nada —dije. Me acerqué con la intención de quitarle los papeles. Ella se hizo a un lado y mantuvo, firme, las hojas entre sus manos.
—¿Qué es esto? —preguntó, marcando mucho las palabras.
—Un contrato entre Lena y yo —expliqué. Me sentía incómoda.
—Eso ya lo he visto —replicó—. Pero esto no tiene nada que ver con un trabajo en su agencia de publicidad.
Me senté en la cama y me agarré a ella con tanta fuerza que los nudillos me empalidecieron.
—No —repliqué.
Su voz sonó cortante y, de repente, exhaló un suspiro contenido.
—¿Qué haces allí? —preguntó con un susurro.
Levanté la cabeza y la miré, en busca de comprensión.
—No es lo que piensas. En realidad no es lo que parece —intenté explicar.
—¡Te acuestas con ella por dinero! —gritó mi madre fuera de sí—. ¡Eso es lo que parece! ¿O es que he entendido mal algo? —Me miró y me di cuenta de que esperaba que no fuera cierto.
Esperaba que le diera una explicación distinta a lo que estaba escrito en las hojas que tenía en su mano. Sus ojos casi me suplicaron que le quitara la razón.
—No —repliqué en voz baja—. No, no lo has entendido mal.
Ella se volvió y se encaminó a la puerta. Corrí desesperada detrás de ella. Ya estaba en el vestíbulo y se había puesto el abrigo.
—¿Adónde vas? —pregunté, temerosa.
—A… su casa —dijo, y sus palabras sonaron tan despectivas que me estremecí. Nunca la había visto tan furiosa. Me asusté—.¡Le voy a enseñar a ésa a hacer de mi hija una… puta! —exclamó,con rabia—. ¡Porque tú sigues siendo mi niña!
—¡No, por favor, mamá, no lo hagas! —le rogué—. Ella no ha hecho nada. Es culpa mía, sólo mía.
Mi madre me miró, muy irritada.
—¿Ah, sí? —preguntó en un tono frío, pero aún muy enfadada—. ¿Es eso lo que quieres ser? ¿Se me ha pasado por alto ese deseo en tu lista de trabajos?
—No. —Me dejé resbalar por el rincón cercano a la puerta,hasta que me quedé agachada. Miré hacia arriba, pero apenas podía distinguirla a causa de las lágrimas.
—Yo la quiero, mamá —murmuré—. Haría cualquier cosa por ella. Y, puesto que me lo pidió, no pude decir que no o, de lo contrario, la hubiera perdido. Me hubiera echado. Ella no me necesita, pero yo a ella sí, por eso lo hice. Pero ella piensa… piensa que tiene que pagar por todo y eso carece de significado para mí. Yo no voy a coger el dinero. Ella lo transferirá a una cuenta que está a mi nombre, pero yo no lo voy a tocar nunca. Por mí puede pudrirse allí.
Mi madre se puso en cuclillas a mi lado.
—Pero, a pesar de eso, ella piensa que tú lo haces por dinero,porque te paga —dijo ahora, con aquel tono dulce que yo le conocía—. Debes decírselo. Debes cancelar esa cuenta y todo se arreglará.
—Entonces me abandonará —repliqué, con desesperación.
Mi madre suspiró.
—¿Qué deseas de esa mujer? —preguntó, sin comprender—.¿Y si ella no te ama? Tú eres una chica joven y guapa. Seguro que encontrarás una novia agradable. Y puede que de tu misma edad—añadió.
—La quiero —repetí de nuevo—. Y ella se tiene que enterar,seguro —le dije, con el mismo tono de desesperación. ¡Tenía que creerme a toda costa y de esa forma también yo lo podría creer y se acabarían mis esperanzas!
Mi madre me pasó la mano por el pelo para consolarme, pero aún se mostraba dubitativa.
—Tiene casi mis mismos años —apuntó con sensatez—.Créeme, a nuestra edad ya no es tan fácil enterarse de esas cosas.De algo tan importante. Si hasta la fecha no lo ha hecho…
—Estoy segura de que puede hacerlo —intenté dar a mis palabras un tono de convicción, tanto para ella como para mí misma—. Si se da cuenta de que la quiero, lo entenderá…, lo comprenderá.
Mi madre se levantó.
—A veces me olvido de lo joven que eres —suspiró— porque casi siempre actúas de una forma muy inteligente. —Me miró de arriba abajo—. La mayoría de las veces, pero no siempre —añadió.
Sacó el contrato del bolsillo de su abrigo y me lo dio.
—Tienes que romper este contrato. De inmediato —ordenó. Me miró, observó la expresión de espanto de mi rostro y suspiró—. O seré yo misma la que vaya a verla y lo haga. Esto no puede quedarse así.
Yo también lo creía necesario, pero… Me levanté del suelo y miré a mi madre.
—No podría soportar perderla. Por favor, no lo hagas.
—También podría matarla y con eso el problema estaría resuelto—replicó mi madre con toda tranquilidad—. No creas que estoy tranquila, aunque ahora lo aparente. Aún estoy muy, pero que muy,enfadada. Tú eres mi niña, te he traído al mundo y te voy a proteger todo el tiempo que pueda. Incluso en contra de tus deseos. Por ahora tú no sabes con certeza lo que es bueno para ti. Éste es tu primer gran amor y lo entiendo. Pero, a pesar de todo, no lo voy a permitir. Esto ya ha llegado muy lejos. ¡Demasiado lejos! No, no voy a hacer nada. —Me tranquilizó—. Al menos por ahora. Pero debemos buscar una solución y espero que seas tú quien la encuentre.
—Sí. —Bajé la cabeza.
—Vamos —dijo—. Voy a preparar un café y luego hablaremos.—Se quitó el abrigo y lo colgó de nuevo en la percha.—Tú sabes lo que pienso —dijo mi madre cuando ya estábamos con el café—. Ella es bastante mayor para ti y le da mucho valor al dinero. Eso nunca ha ocurrido en nuestra familia. No ha sido así porque no lo teníamos, pero, aunque lo hubiéramos tenido…, no quisiera que te hubieras comportado así. Que tú llegaras a creer que todo se puede comprar. Hay cosas que no se pueden pagar. El
honor, la dignidad, la confianza, el afecto. —Evitó decir la palabra «amor», igual que yo hacía siempre en presencia de Lena.
—Lo sé —repliqué, incómoda—. Pero… pero tú lo ves de una forma equivocada. Ella…, ella no es como tú piensas. Ella es…,ella es…
Mi madre se echó a reír.
—¡Es tan encantadora que ha conseguido hacerte perder la cabeza! —dictaminó—.¡Eso ya lo he podido comprobar! ¡Es muy atractiva, debo admitirlo!
Miré a mi madre con cierto aire de desconfianza.
—¡Oh, no! —Hizo un gesto como de rechazo—. ¡No pensaba en eso! —Se volvió a reír—. Tan sólo quería destacar el hecho de que te entiendo, no de que me haya pasado al enemigo. —Yo debía de tener un aspecto muy atormentado y mi madre me acarició con suavidad la cabeza en un ademán tranquilizador—. Estoy muy preocupada por ti —dijo, con dulzura—. Eres demasiado joven para permitir que te partan el corazón. ¡Y menos aún una mujer que, a cambio de eso, te paga!
Aquello le había irritado mucho. ¿Quién se lo podía censurar? Desde luego, yo no. Sin embargo, me vi obligada de nuevo a defender a Lena.
—En realidad ella no lo hace sólo por dinero, al menos ésa es la impresión que yo tengo —dije—. Lo único que ocurre es que está tan acostumbrada a obtenerlo todo que ya no tiene en cuenta… —me interrumpí, pues no sabía cómo continuar.
—¿Y no sabe que de ese modo puede hacer mucho daño a los demás? ¿Que los está comprando? —Sacudió la cabeza, con una expresión de duda—. No lo creo. No me puedo creer algo así.
—Está tan rara últimamente —dije—. Pero, en lo que respecta a los sentimientos, es cerrada como una ostra. Siempre ha sido así.
—¡Bueno…, me cuentas unas cosas tan bonitas! —exclamó,arqueando las cejas—.Me lo tenías que haber dicho antes.
—No podía —repuse, en un tono contrito. Si hubiera sabido todo lo que yo me había callado…—. Y ella también ha cambiado mucho, se ha vuelto más franca.
—Pues aquí no lo parece —dijo mi madre, mientras señalaba el contrato—. A no ser que te refieras a este tipo tan especial de franqueza.
—Sí, no lo parece —respondí—. Pero incluso así…
—¿Hace de ti una puta y todo está bien y en orden? —preguntó mi madre, con ojos brillantes. Percibí que regresaba su furia.
—No, no. —Alcé las manos—. Ella… me cogió desprevenida por completo cuando llegó con el papel. No supe por qué lo hacía.
—De todas formas, esto no ofrece ninguna buena impresión acerca de su carácter —dijo mi madre y se mordió los labios—.¿Qué clase de gente hace una cosa así?¿Quién le exige algo parecido a otra persona, ya sea a través de un contrato o sólo con
el pensamiento?
—Sí…, yo…, sí… —Yo ya no sabía cómo replicar a sus cuestiones—. Ella…, ella no piensa en el amor. Piensa que es una ilusión. —Me sentía muy desgraciada.
—¿Cómo? —Las cejas de mi madre se alzaron casi hasta el borde de su cráneo—.¿Y eso me lo dices ahora?
—Si…, si te lo hubiera dicho antes… —tartamudeé.
—Te hubiera prohibido salir con ella —dijo mi madre—. Todo esto es inadmisible. Incluso tú misma deberías saberlo.
—Yo…, yo… —Sentí frío y calor a la vez.
—Tú la quieres. —Mi madre suspiró—. Eso lo puedo comprender. Yo también quise a tu padre, incluso aunque sabía que él no lo merecía. No resulta tan fácil desactivar el amor. Pero cuando uno espera el tiempo suficiente
Yo elevé la mirada y la vi.
—Sí, sí. —Mi madre sacudió la cabeza—. Ése no es un tema que te incumba. Tú crees que puedes reeducarla, convencerla de que el amor no es tan sólo una ilusión. Piensas que tendrías amor suficiente para las dos. —Respiró hondo—. Yo también lo pensé en algunas ocasiones.
—Pero…, pero Lena es… Era tan distinta antes, hasta…
—¿Hasta que te humilló con el contrato, señalándote cuál es tu lugar? —Mi madre se levantó—. ¿No te das cuenta de adónde te lleva esto? Puede hacer contigo lo que quiera y tú obedecerás como un perrito. Eso no es una relación equilibrada. De hecho, no es una relación. Y no tiene nada que ver con el amor.
—Lo sé. Pero no creo que ella… que ella piense así de verdad.—Yo no podía creerlo, ni quería creerlo.
—Te ha hecho llegar el contrato a través de un despacho de abogados —dijo mi madre—. ¿No te parece bastante serio?
Quise contestar, pero en ese momento llamaron a la puerta. Di un salto. «¡Es Lena y viene a disculparse. A dejarlo todo arreglado!» Una tontería, eso era. Sólo una tontería. Abrí la puerta de golpe.
Anita pasó delante de mí sin decir una palabra, se dirigió a la cocina y se sentó en el banco. Sollozaba y su cara estaba anegada de lágrimas.
Yo me quedé en la puerta de la cocina. Mi madre nos miraba alternativamente. Por un momento sólo se oyeron los gemidos de Anita.
—¿Anita? —dijo mi madre, con cautela.
Mi amiga levantó la cabeza y me miró a mí, luego a mi madre.
—Tessy… —Sollozó de nuevo—. Tessy…
Fui hasta la mesa de la cocina y me senté. Mi madre no nos envidiaba en absoluto. Primero mi mal de amores y ahora el de Anita, todo a la vez.
—¿Qué pasa con Tessy? —pregunté. Por un momento me olvidé de Lena.
—Tessy…, ella ha…, ha venido. —No podía articular palabra.
La congoja le había formado un nudo en la garganta.
—¿Ha ido a tu casa? —pregunté. ¿Por qué lo había hecho Tessy y no Lena?
—Sí. —Anita levantó la cabeza. Mi madre, sin decir nada, se hizo con un paquete de pañuelos y se los dio. Anita cogió uno y se enjugó las lágrimas—. Ha venido a mi casa y quería…, quería que nosotras otra vez…
—¿Quería volver contigo? —Me acordé de la conversación en la que Anita había descartado por completo aquella posibilidad.
—Sí, sí, eso quería. —Un nuevo sollozo le cortó la respiración
—. Pero…, pero… —Cogió otro pañuelo y se sonó con fuerza.
—¿Pero tú no querías? —Intenté ayudarla.
—¡Claro que no! —exclamó Anita, espantada—. Ella…, ella piensa que nosotras podríamos…, luego…, cuando ya esté casada… Su prometido es un imbécil y no se daría cuenta de nada.
—Volvió a llorar.
Mi madre se rió por lo bajo.
—¡Bueno, las dos sois unos tesoritos! —dijo—. Vuestra capacidad de juzgar a las mujeres parece un poco menguada.
—¿Qué? ¿Por qué? —Anita suspiró y me miró—. ¿Tú también…?
Asentí, turbada.
—Justo antes de que llegaras estábamos manteniendo una charla madre-hija acerca de ese tema —contestó mi madre.
—Yo… Ah… lo siento —tartamudeó mi amiga—. No quería…
—Quizá podríamos montar una tertulia —repuso mi madre—.Así no tendríamos que contar las cosas dos veces. —Se levantó—.Propongo que comamos algo juntas. Con el estómago vacío el mal de amores se lleva mucho peor. Y, aunque yo no padezca de mal de amores —sonrió, satisfecha—, no me gustaría tener que renunciar a la cena.
Anita se tranquilizó a lo largo de la cena y, a pesar de que al principio había afirmado que no podría pasar ni un bocado, al final su plato estaba vacío. Incluso repitió. A mí me ocurrió lo mismo. La presencia de mi madre y sus artes culinarias contribuyeron a apaciguar todo nuestro nerviosismo interior.
—Nosotras fregamos —le dije a mi madre cuando acabamos de cenar—. No te preocupes por eso.
Mi madre me echó una mirada significativa, como diciendo: Aún tenemos que hablar entre nosotras. Y no pienses que la cosa está solucionada.
—Está bien. Me alegro de poder poner un poco los pies en alto—respondió—. Ha sido un día muy largo. —Nos miró a las dos y luego se dirigió al salón.
—Lo siento…, por lo de Lena—comentó Anita, mientras ella fregaba y yo secaba—.No lo sabía.
—Tampoco podías saberlo —respondí. De repente me sacudió de nuevo la tristeza y mis ojos se llenaron de lágrimas.
Me sequé las manos y cogí un pañuelo para limpiarme los ojos.
—A mí ya me ha leído la cartilla —dije—. Y puede que tenga razón, pero yo… amo a Lena. No me puedo imaginar estar sin ella.
—Eso me pasaba a mí con Tessy —repuso Anita en voz baja—.Y así es como continúa pasando. Pero… pero… ¿Piensas que debería hacerlo?
—¿Qué es lo que deberías hacer? —La miré—. ¿Aceptar su propuesta?
—Sí —dijo Anita—. En todo caso, podría verla y estar con ella.Aun cuando nadie deba enterarse. Eso siempre va a ser así.
—Yo no conozco a Tessy —dije, procurando evitar su mirada.
—¿Tú no lo harías? —Anita me miró, interrogante.
¿Debía hablarle del contrato? ¿Era algo parecido o aún mucho peor?
—Yo… yo no sé lo que haría —dije, entre titubeos—. En realidad, no te lo podría decir.
—Lena y tú… —comenzó Anita, con cautela—. ¿Os habéis separado?
—No, en realidad no —respondí, tensa—. Más bien todo lo contrario. Ahora incluso estamos ligadas por un contrato.
—Ah…, yo pensaba…, entonces lo he entendido mal —dijo Anita. Parecía turbada.
Respiré hondo.
—Es algo parecido a lo que os pasa a Tessy y a ti —expliqué—.Ella me ha hecho una propuesta que…, que es complicada, dicho de una forma delicada. Estos últimos días he estado pensando si debía aceptarla o no. Mi madre se ha enterado hoy y…, bueno, luego llegaste tú.
—¿Tu madre está en contra? —preguntó Anita.
—Absolutamente —respondí—. Pero ella no… no conoce a Lena.
—Sí, ése es el problema. —Anita lanzó un suspiro. Se sentó en el banco de la cocina—. Nadie las conoce como nosotras, tú a Lena y yo a Tessy.
—Es… —Me senté a su lado en el banco y apoyé la cabeza en las manos—. Amo a Lena desde el primer momento en el que la vi. Ella es… única. Ninguna persona había despertado en mí unos sentimientos como ésos. Pero… —dije, mientras tragaba saliva—sentimientos tanto buenos como malos.
—No son sólo sentimientos positivos —dijo Anita—, eso es cierto. Tessy me ha llevado tanto al cielo como al infierno. Y a pesar de eso estoy apegada a ella. Y quiero volver a verla. Cada vez creo más que no es así como piensa, que cambiará, que lo reconocerá.
—¡Ja! ¡A quién le vas a decir eso! —añadí—. Es lo mismo que yo creo.
—Me tranquiliza saber que no soy la única tonta —dijo Anita,con una mueca forzada.
—Sí. —No tuve más remedio que darle la razón—. Si utilizara la cabeza para tomar una decisión, todo estaría muy claro. —Lancé un suspiro.
—Pero ese tipo de decisiones no se suelen tomar con la cabeza—dijo Anita—. Aquí tu inteligencia no te sirve para nada.
—Por desgracia no —contesté—. Ni lo más mínimo.
—Pero si vosotras…, si no os habéis separado, la cosa se podría arreglar. Quizá tengáis que volver a hablarlo.
—Ya lo he intentado —dije y tragué saliva—, pero su casa estaba cerrada. No me ha abierto.
—¡Oh! —Anita reflexionó un instante—. ¿Cuándo quedabais vosotras?
—Cada tarde —contesté—. Pero…, en los últimos días no nos hemos vuelto a ver.
—Desde… ¿desde que te hizo esa propuesta? —preguntó Anita.
—Sí —asentí.
—Ella tiene una agencia de publicidad —dijo Anita—. ¿No puedes ir allí?
Yo torcí los labios con escepticismo.
—No le gustaría —repuse—. Prefiere separar la vida laboral de la privada.
—Puede que no sea un buen arranque —dijo Anita—, pero ¿tienes otra opción? Creo que deberías hablar con ella.
Yo moví la cabeza en señal de asentimiento.
—Quizá tengas razón.
Anita me miró.
—Tenía planeado asaltarte —indicó—. ¿Puedo dormir contigo esta noche?
Yo la miré, perpleja.
—Yo… yo no te lo he explicado todo —dijo Anita, con expresión culpable—. Tessy le ha contado un par de cosas a mis padres.
—¿Sobre vosotras? —pregunté.
—Sobre mí —respondió Anita—. Como es natural, sobre sí misma no ha dicho nada, porque eso la habría perjudicado. Se puso furiosa al ver que yo no aceptaba de inmediato su propuesta y, justo en ese instante, mi madre llegó a casa, casualmente antes de lo que es habitual.
—¿Y por eso piensas en aceptar su oferta? —pregunté.
—¿Has dudado tú en aceptar el contrato de Lena? —replicó ella, a su vez.
Aquello me cayó como un mazazo.
—¿Cómo… cómo ha reaccionado tu madre? —pregunté de nuevo.
—Ha llamado a mi padre y lo ha puesto al corriente de las noticias frescas —dijo Anita—. Además, mi madre me ha pedido que abandone la casa.
—¿Qué? —Mi pregunta fue más bien un grito—. No me lo puedo creer.
—Sí —aseguró Anita—. Ya te he contado cómo son mis padres. Ellos no lo aceptan.
—Lo siento. Nunca lo hubiera dicho… Al fin y al cabo son tus padres. —Yo no daba crédito a mis oídos.
—Mis padres encargaron a sus hijos en un catálogo de ventas por correo —dijo Anita con amargura—. Pero, por desgracia, sólo les sirvieron el producto adecuado en el caso de mi hermano. Yo fui un error de entrega y ellos no lo devolvieron.
—¡Oh, Anita! —La cogí del brazo.
Ella comenzó a temblar y se echó a llorar otra vez.
—Pensaba que podría soportarlo —murmuró ella—. Nunca se han preocupado mucho de mí. Pero…, pero esto…
—Puedes dormir aquí —dije, impresionada—. Tanto tiempo como quieras.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Puta de Lena, me le destrozara el corazón a Yulia :c
Aleinads- Mensajes : 519
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Edad : 35
Localización : Colombia
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Mi madre ya se había ido de casa cuando, a la mañana siguiente,Anita y yo nos sentamos a desayunar en la mesa de la cocina.
—Tu colchoneta hinchable es muy cómoda. He dormido en ella como un lirón —aseguró Anita. Hoy tenía mucho mejor aspecto que ayer; se había recuperado bien.
—Por desgracia, no tenemos habitación de invitados —contesté—. La colchoneta es para casos de emergencia.
—Sea como sea, me ha ido muy bien —afirmó—. Hoy mismo voy a ver a un agente inmobiliario y me buscaré un piso. Mis padres pueden echarme, pero tienen que pagarme uno.
—¿No quieres hablar con ellos otra vez? —pregunté.
—Tiene muy poco sentido —respondió Anita y su voz sonó opaca—. Pero, si tú quieres, podemos ir juntas a la agencia de publicidad de Lena y yo te podría prestar un poco de apoyo moral.
—Y a la recíproca —dije, con una sensación de temor en el estómago, al pensar que volvería a ver a Lena—, yo también podría darte mi respaldo moral con tus padres.
Anita me miró, indecisa.
—Me lo pensaré —contestó luego—. ¿Cuándo vamos a ver a Lena? ¿Hoy? —Sentí un sobresalto. Aquello iba muy rápido—.Si tardas más tiempo te quedarás muy atrasada —insistió—. Ella ha tenido un par de días para pensárselo. Puede que lo sienta. Quizá no lo soporta por más tiempo.
Yo dudaba, pero…
—Está bien —dije—. Hoy.
Llegamos ante aquel edificio que me recordaba tiempos mejores.Anita lo miró.
—¿Entro contigo? —preguntó.
Yo podía imaginarme la reacción de Lena cuando me tropezara con ella, pero si íbamos dos…
—Mejor voy sola. —Lancé un suspiro.
—¿Dejo el motor en marcha para que podamos huir a toda pastilla? —preguntó Anita, en un tono burlón. Luego se puso seria —. Lo siento —se disculpó.
—Tienes razón. —Fruncí el entrecejo—. Lena es a veces un poco…, pero, a pesar de todo, espérame. No dejes el motor en marcha. —Hice una mueca y me bajé del coche.
Me resultó penoso entrar en el edificio. Nada había cambiado.Las paredes, la entrada, incluso los carteles de colores que se podían ver desde fuera, a través de las ventanas. Todo estaba igual.Pero habían ocurrido muchas cosas.
Me di ánimos y empujé la puerta de entrada. Aquello era un hervidero de gente que iba y venía, igual que antes, pero todos los que deambulaban por allí me resultaban desconocidos. ¿Habría cambiado Lena a todo el personal? La gente llevaba cosas y las distribuía en cajas y cajones.
Busqué por allí. ¿Estaría Tanja en algún sitio? En aquellos momentos, hubiera preferido no encontrármela, porque estaba segura de que me haría preguntas a las que no podría contestar.
La puerta del despacho de Lena estaba abierta, como siempre. La miré desde lejos y luego me acerqué entre titubeos.Finalmente acabé por dar el último paso y miré dentro de la habitación.
No vi a Lena, pero…
—¿Puedo ayudarle en algo? —La abogada de pelo negro de Lena me miró de forma inquisitiva. Estaba de pie, detrás del escritorio de Lena, que aparecía extrañamente vacío. No tenía las habituales montañas de papeles.
—Eh… —carraspeé—. ¿No está Lena?
—No. —Se me acercó desde detrás de la mesa—. Yo me he hecho cargo de la liquidación.
—La… ¿Es usted quien dirige ahora la agencia? —pregunté con perplejidad.
—La agencia ya no existe —dijo la abogada—. Ha sido vendida. Yo sólo me encargo de que todo se entregue en la debida forma a su nuevo dueño.
—Pero… —Me quedé allí como si hubiera sido alcanzada por un rayo. Luego me recuperé—. Lo intentaré en casa de Lena.
—No la va a encontrar allí —repuso la abogada—. Está de viaje. —Me miró fijamente—. ¿No nos conocemos? —preguntó.
—Nosotras… —Tragué saliva—. Sí, nos vimos un momento en casa de Lena —dije, haciendo un esfuerzo.
—Sí, es cierto, y además no hace mucho de eso —respondió la morena con una sonrisa—. Lamento no haberla reconocido a la primera.
—Oh, fue tan sólo… —Me sentí sobrecogida. Volví a verla sentada en el sofá de Lena y volvieron a mí los mismos pensamientos que tuve en aquel momento.
—Fue un encuentro muy corto —dijo ella y su sonrisa se alteró.
Ahora se parecía mucho más a la que yo había visto aquella noche.
—¿Cuándo… cuándo regresa Lena? —pregunté.
Alzó los hombros.
—Ni idea. Puesto que aquí ya no tiene obligaciones, es lógico que pueda demorarse más tiempo. No me ha dicho nada.
—Pero…, pero… —La miré. Todo estaba muy ordenado.
Había desaparecido casi por completo la atmósfera de caos y creatividad que siempre rodeaba a Lena.
—¿Por qué ha vendido la agencia? ¿Se ha hecho con otra?
—No se lo puedo decir. No soy más que su abogada. —Se rió—. Siempre ha sido inútil preguntarle a Lena el motivo de sus decisiones. —Me miró con la cabeza algo inclinada—. Usted es Yulia, ¿verdad?
Yo la miré, sorprendida.
—Me ha hablado mucho de usted —dijo su boca roja de carmín—. Lana Fresenius.—Me estrechó la mano.
Yo la miré, aún boquiabierta, y enseguida le solté la mano.
—Usted… usted me ha mandado una carta —dije, con voz apagada.
—Ha sido mi despacho —afirmó—. Yo no envío cartas personales.
¡Oh, Dios mío! Aquello resultaba muy embarazoso. Significaba que ella sabía lo que ponía en el contrato, sabía que Lena y yo…
Lena había hablado con ella sobre el tema. Quizá la señora Fresenius le había dado algunos consejos a la hora de redactar el contrato. Lo mejor hubiera sido irme de allí a la carrera, pero no pude moverme. Estaba como petrificada.
—¿Puedo darle un consejo? —dijo la señora Fresenius—. Coja el dinero y olvídese de Lena.
Más que echarme a correr, hubiera deseado que me tragara la tierra por un agujero que llegara hasta Nueva Zelanda.
—Usted…, usted… Lena… Pero… ella no puede desaparecer —tartamudeé.
—Oh, sí, claro que puede. —Lana Fresenius se rió—. Usted es muy joven y hace poco que la conoce. Pero, créame, ella puede hacer todo lo que quiera. Nadie puede influir en eso.
—Usted… —Me costó tragar saliva—. ¿Se conocen desde hace mucho tiempo?
—Hace mucho —contestó—. Desde que íbamos al colegio.
—¿En el internado? —pregunté yo.
—Ah, ¿le ha hablado del internado? —Lana arqueó las cejas —. Me sorprende. Por regla general no le cuenta a sus…, bueno,ella nunca cuenta nada. —Me miró con curiosidad—. ¿Le ha comentado algo sobre mí?
Me quedé perpleja. ¿Qué quería decir con eso?
—No —dije, con un gesto de cabeza.
—Está bien. —Echó un vistazo a la mesa de despacho—. Tengo que seguir, porque aún quedan muchas cosas pendientes. —Me miró otra vez—. ¿O tiene más preguntas?
«Muchas. Miles, millones.» Respiré hondo.
—No sé por dónde empezar —respondí.
Ella me miró pensativa.
—Me lo puedo imaginar —dijo después.
—Usted sabe dónde está, ¿verdad? —pregunté—. Pero no me lo quiere decir. ¿Se lo ha prohibido Lena?
—No. —Lana sacudió la cabeza—. Le aseguro que no sé dónde está. No le puedo decir más de lo que ya le he comentado.Lo siento.
—Tengo que hablar sin falta con ella —dije, desesperada—. Por favor…, ayúdeme.
Lana Fresenius me observó durante un minuto.
—Eres tan joven —dijo en voz baja—. Todavía tienes toda la vida por delante. Lena es… Olvídala. Es la mejor ayuda que te puedo ofrecer. —Luego se volvió y regresó al escritorio.
De repente, tuve una sospecha.
—¿Está usted ahora con ella? —pregunté, con un estremecimiento—. ¿Es eso? ¿Lena le ha encargado el contrato para deshacerse de mí y quedarse libre para usted? ¿Es tan cobarde que no me lo puede decir a la cara?
—¡Ay, niña! —Lana se sentó tras el escritorio y se echó a reír —. Eres muy ingenua.
—¿Es cierto entonces? —pregunté. Sentí frío—. La vi sentada junto a ella en el sofá. Percibí que allí había algo. ¿Lo va a negar?
Lana Fresenius sonrió y agitó la cabeza.
—No, no lo voy a hacer. Lena y yo somos, ¿cómo se dice?…, viejas amigas.
—¿Qué tipo de amigas? —inquirí, con los dientes apretados.
—¡Dios mío, sí! —respondió, furiosa—. Nos hemos acostado alguna que otra vez. Si es eso lo que te interesa.
¿Alguna que otra vez? ¿Alguna que otra vez?
—¿Cuándo? —pregunté, con un estremecimiento.
—¿Que cuándo? —Enarcó las cejas—. ¿Tengo que hacerte un listado? —dijo, con expresión divertida.
Me tambaleé y mi mirada se nubló.
—¡Por el amor de Dios! —Oí aquella exclamación como si hubiera tenido unos algodones en mis oídos. En aquel momento Lana estaba a mi lado, sujetándome—. Siéntate —sugirió—.Estás blanca como el papel.
Obedecí y me recuperé en el sillón que estaba detrás del escritorio. Una nueva experiencia para mí. Nadie se habría atrevido a sentarse en la silla de Lena.
—No te lo tomes así —dijo la abogada—. Lena no era un alma cándida cuando tú la conociste.
—No, yo… —Mi visión se aclaró poco a poco—. Ni lo pensaba —dije, con voz casi inaudible.
—Bien, ya lo ves. —Lana se apoyó en el borde de la mesa y me miró—. ¿De verdad resulta tan difícil para ti?
—Yo… ¿Dónde está? —murmuré.
—¡Por Dios, no lo sé! —Lana juntó las manos—. ¡Créeme de una vez! Lena y yo no somos una pareja que nos lo contemos todo. Aun cuando pudiera parecerlo.
—Pero…, ¿son… pareja? —me expresé con dificultad.
—¡No, cielos! —Sacudió la cabeza nerviosamente y su pelo se alborotó—. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? En el internado fuimos algo parecido a eso, pero hace ya mucho tiempo.
—Me miró, pensativa—. ¿Cuántos años tienes, pequeña?
—Casi veinte —dije con obstinación.
—¡Oh, casi veinte! —Intentó ocultar una mueca.
—¿Qué tiene que ver mi edad con esto? —pregunté, airada—.Se trata de Lena.
—Sí, se trata de Lena. Sólo se trata de eso, de Lena. —Se levantó de la mesa y dio unos cuantos pasos por la habitación—. Estás muy colgada de ella, ¿no es cierto? —preguntó.
—No estoy colgada de ella, yo… yo la amo —dije, con desánimo—. No puedo vivir sin ella.
—Pues debes aprender a vivir sin ella —replicó Lana Fresenius—. Siempre es así.
—Eso… no…, nunca. —Sentí cómo me temblaban los labios
—. Ella volverá…, y entonces hablaré con ella y…
—Ella no va a volver tan pronto —aseguró la abogada.
—Entonces esperaré. Esperaré hasta que regrese, da igual lo que tarde. En algún momento tendrá que volver. —Así de sencillas eran las cosas. No podía desaparecer para siempre. Era sólo cuestión de tiempo
—Lena es una mujer adulta —dijo Lana—. Puede hacer y dejar de hacer lo que desee y tú no sabes qué va a decidir. No puedes predecirlo, ni tú ni nadie. ¿De verdad quieres sentarte a esperarla?
—¿Usted no la va a esperar? —pregunté con mordacidad.
Ella sonrió levemente.
—Piensas aún que Lena y yo mantenemos una relación amorosa, ¿no es así? —Me miró como si tuviera que tomar una decisión—. Puede que no lo entiendas —dijo después—, pero Lena y yo… éramos una sociedad de intereses mutuos. Las únicas chicas lesbianas del internado, eso era lo que pensábamos entonces, aunque luego no fuera así, de modo que tuvimos que asociarnos y aliarnos. Yo luego atendí los aspectos jurídicos de su empresa y ella hizo relaciones públicas para mí y algunos clientes.Siempre nos hemos complementado muy bien, pero el amor… Eso no tuvo nada que ver con el amor. Nos gustábamos y sabíamos que no nos podíamos separar, y de vez en cuando… Bueno, sí, de vez en cuando también practicábamos sexo. Pero no había nada más.
—¿Cuándo… cuándo fue la última vez…? —pregunté,atormentada.Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—¡Por el amor de Dios! ¡Qué lindo debe de ser el amor! —exclamó—. ¡No te ha engañado! —continuó—. O al menos no conmigo. Ha pasado mucho tiempo desde que Lena y yo…mucho antes de que te conociera.
¿Podía creérmelo?
Me miró con una expresión de duda.
—¿Por qué iba a mentirte? —preguntó—. ¿Qué sacaría yo de eso? Lena y yo nunca hemos mantenido una relación estable.Siempre hemos sido libres de irnos con otras personas, si queríamos, pero eso no significa que no nos abalanzáramos la una sobre la otra en cuanto nos veíamos. Es una historieta infantil. —Mostró su satisfacción—. ¿Lo hicisteis vosotras?
Me puse colorada y ella se volvió a reír.
—¡Qué bien para vosotras! —exclamó—. Pero una no puede quedarse pegada a la otra para siempre. Lena y yo, en los últimos años, sólo manteníamos relaciones laborales, no personales.
—¿Ella… avisará cuando vuelva? —pregunté.
—Ella… —Lana se interrumpió—. Será la propia Lena la que decida por sí misma a quien va a avisar. Eso no lo puedo decidir yo. —Me miró durante un instante—.Piensa que tú tienes toda una vida por delante —dijo—. No la malgastes esperando algo… o a alguien. No merece la pena.
—¿Lena tiene… —tragué saliva— …a otra? Si no es usted…
—No lo soy —negó rotundamente—. Pero no sé nada más. No creo que… ¡Dios mío, no le des tantas vueltas! Existen otras muchas mujeres en el mundo, además de Lena.
—Para mí no —dije, mientras me levantaba—. Muchas gracias por la información.
—Lo he hecho con mucho gusto —respondió—. Siento no haberte podido servir de más ayuda.
—Un poco sí que ha ayudado —contesté—. Ya sé algo más sobre Lena.
—No te va a servir de mucho, ahora que Lena está lejos. —Sacudió la cabeza—. No pienses más en ella. Intenta olvidarla. Es lo único que te puedo aconsejar.
Al parecer, nunca se había enamorado. De lo contrario hubiera sabido que aquel consejo no servía de nada. Asentí y me marché.
—Bueno, ¿qué ocurre? —Anita me recibió delante de la puerta.
Por lo visto, no había aguantado mucho tiempo metida en el coche
—. ¿Qué ha dicho?
—No está aquí —dije, en un tono sombrío.
—¿Que no está aquí? —Anita me miró—. Te has quedado ahí dentro durante una eternidad. ¿Has estado mirando las musarañas?
—Estaba su abogada —respondí—, y he hablado con ella.
—¿Estaba su abogada? —Arrugó el entrecejo.
—Dice que Lena… ha salido de viaje —repuse, con mucha dificultad—. Ha vendido la agencia.
—¿Que ha hecho qué…? —No se lo podía creer.
—Sí, ella… —Me pasé la mano por el pelo—. Vámonos. No tiene ningún sentido quedarse aquí.
—Pero…, pero… —Anita seguía sin poder creerlo—. ¿Lo tenía previsto? ¿Te dijo en algún momento que quisiera vender la agencia?
—No —dije yo—. Nunca me habló de eso. Pero no significa nada, porque ella nunca me ha hablado de sus cosas.
Me subí al asiento del copiloto y Anita se sentó al volante.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó—. ¿Ha dejado alguna dirección? ¿Puedes localizarla en algún sitio?
—No —respondí—. No ha dejado ninguna dirección. Su abogada tampoco sabe dónde está. Seguro que no lo sabe nadie.
—A lo mejor es que le hacía falta una escapadita —dijo Anita,mientras arrancaba el coche—. Luego volverá y entonces podréis hablar.
—Sí, eso espero —contesté y luego me quedé en silencio.
—Tengo que buscarme un sitio donde vivir —dijo Anita—. Si fuera posible, esta noche no me gustaría volver a ser una carga para tu colchoneta y para ti.
—Te puedes quedar todo el tiempo que quieras —afirmé, con aire un tanto ausente.
—Tu oferta es muy amable, pero prefiero tener mi propia casa—dijo Anita—. Incluso he pensado en irme a Kazan. La casa de allí está siempre vacía. Claro que luego es un poco rollo lo de tener que volver a la ciudad, porque el trayecto es un poco largo.¿No te parece?
—Oh…, yo…, sí…, pero hazlo —dije yo.
—No me has escuchado —repuso Anita—. Tienes la mente puesta en Lena.
Mis propios pensamientos me sobresaltaron.
—Sí…, yo… lo siento.
—Es comprensible —replicó Anita—. Mientras tú estabas ahí dentro, yo no he parado de pensar en Tessy.
—Al menos tú sabes dónde está. —Suspiré.
—Si crees que eso es una ventaja… —replicó Anita—.Preferiría ir a su casa y… echar a su prometido de la cama. Para que se enterara de cómo están las cosas.
—Hazlo. —Me vi forzada a sonreír—. A lo mejor le sienta bien.Y a vosotras también.
—¿Lo piensas de verdad? —Me miró, impresionada.
—Tú sabrás. —Encogí los hombros—. No conozco a ninguno de los dos.
—¿Piensas… —Anita titubeó al preguntarme—, piensas que Lena se habrá marchado sola?
Sentí que mi cuerpo se tensaba. Aun cuando estaba descartado que su acompañante pudiera ser Lana Fresenius, existían otras muchas posibilidades Lena era una mujer atractiva y, si le gustaba una mujer, era capaz de demostrarlo. Si la otra no tenía inconveniente…
—No lo sé —dije con dificultad.
—¿Crees que sería capaz? ¿Sólo porque tú no has dado señales de vida en un par de días? —preguntó Anita.
—¡Pues con razón…! —contesté.
—Quizás esperaba un acercamiento por tu parte —sugirió.
—¿Es eso lo que Tessy espera de ti? —pregunté, para desviar el tema.
—Tessy irrumpe en mi vida siempre que le da la gana —dijo Anita con amargura—. Yo no tengo nada que hacer.
—Lo siento —repliqué—. No quería…
—No pasa nada. Como tú misma has dicho, por lo menos yo sé dónde está. Y ahí es donde ahora me dirijo. —Metió una marcha,la caja de cambios crujió y salimos a toda velocidad.
Me sentí un poco sorprendida por aquella decisión tan rápida,pero, como en ese momento yo no podía hacer nada con respecto a Lena, quizá fuera mucho mejor concentrarme en otro tema.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté.
—Aún no lo sé. —Al tomar una curva, se oyó un chirrido de neumáticos—. Pero ya se me ocurrirá algo.
Siempre me había parecido que la forma de conducir de Anita era más sosegada. Nunca la había conocido como piloto de Fórmula 1.
—Eso era un radar —le dije, con cautela.
—Me da lo mismo. El coche está matriculado a nombre de mis padres y les llegará la multa a ellos. —Anita dio un frenazo ante un semáforo en rojo; llevaba ya tanto tiempo en rojo que no se podía ignorar.
—¿Anita? —Volvió la cabeza hacia mí y yo insistí—. ¿No sería mejor que antes te tranquilizaras un poco? Creo que no llegaremos tarde aunque vayamos por la ciudad a 50 kilómetros por hora en lugar de a doscientos.
—Este viejo cacharro no coge los doscientos —respondió Anita.
—Y tú qué sabes… —contesté.
—Sí. —Asintió y se fijó en la carretera como un tigre al acecho de su presa—. Ésta es la primera vez que tengo la sensación de no estar cegada por estrellitas de color rosa. No sé cuánto tiempo voy a aguantar así y por eso no quiero esperar mucho.
—¿Ochenta? —pregunté yo—. Anita, eso es mucho más de lo permitido y si reduces puede que sólo lleguemos dos segundos más tarde. Pero al menos llegaremos.
—OK —dijo Anita—. No recordaba que fueras tan gallina.
—Lo que pasa es que me aferro a la vida —contesté—. A lo mejor resulta un poco incomprensible, pero es así.
—Puede que tengas razón. —Redujo la marcha y esta vez el cambio no crujió; luego seguimos—. Si ahora me estrello contra un árbol, Tessy nunca sabrá lo que tengo que decirle. Y eso no lo voy a permitir.
Tardamos un poco en llegar a la entrada de la señorial urbanización en la que vivía Tessy. Una casa enorme al lado de otra, que apenas se veían desde la calle, pues la mayoría disponía de un extenso jardín enmarcado por árboles muy añosos. La escena parecía extraída de una película de Disney. Y yo era Cenicienta.
Anita detuvo el coche y lo aparcó ante un portón de hierro forjado.
—El castillo de Tessy —dijo—. Vamos a ver si está en casa la princesa.
—¿Qué le vas a decir? —pregunté.
—Unas cosillas —respondió—. Ya se me ocurrirá algo.
—Me quedo aquí si quieres, pero también te puedo acompañar—me ofrecí.
—No conoces a Tessy. —Anita arrugó la frente—. Si vienes pensará…
—¿Que tú y yo…? —Me eché a reír.
—Tessy siempre piensa en lo mismo —dijo Anita—. En su cabeza existen tan sólo dos ideas: sexo y dinero. Y las dos ideas van siempre en la misma dirección: tratar de sacar lo máximo posible del otro.
—¡Por Dios! Sí que estás enfadada con ella —dije, sorprendida.
Hace un tiempo no hubiera podido imaginarme algo así. Y Anita tampoco.
—Eso parece. —Anita se apeó del coche—. Espero no tardar mucho —añadió. Abrió una pequeña puerta incorporada en el gran portón. Entró y ascendió por la rampa de acceso.
No mucho más allá pude vislumbrar la entrada a la casa. Era una gran mansión blanca, con contraventanas verdes. Parecía inofensiva en todos sus aspectos, como si estuviera dormida. Al contrario de lo que ocurría en las demás construcciones, el jardín y los árboles parecían estar detrás de la casa, así que la fachada no quedaba
oculta por las magníficas copas de los árboles. Pude contemplar muy bien cada uno de los motivos decorativos. Me pareció divertido y comencé a contarlos, mientras Anita llegaba a la entrada de la casa. A pesar de que no pude oírlo, había llamado a la puerta, decorada en verde y oro, que se abrió para dejarle paso.
Detrás de mí sonó una bocina. Un modernísimo Mercedes SLK casi se estampó contra el parachoques del coche de Anita. El conductor agitó los brazos con violencia. Lo miré y alcé los hombros.
El conductor se bajó y se acercó a mí.
—¡Tiene bloqueada la entrada! —me abroncó.
—Lo siento —contesté—. Espero a alguien. Seguro que viene enseguida.
—¡Si no va a entrar, lárguese! —siguió con la bronca—. ¿Qué busca aquí? ¿Es de la familia?
—No de esta familia —dije, relajada. Cuanto más nervioso se ponía él, más me divertía yo. Era un fulano como para reírse de él—. No es mi coche y no sé cómo… —¿Anita había dejado puestas las llaves o se las había llevado? No podía acordarme.
Eché un vistazo al contacto. Las llaves estaban ahí. ¿Por qué tenía que pelearme con aquel pigmeo rencoroso? Me bajé del coche y me coloqué en el asiento del conductor—. De todas formas no puedo quitarlo si usted no retira el suyo —repliqué.
El hombre me miró, subió a su coche y lo hizo retroceder. Yo dejé a un lado el coche de Anita y él presionó el mando a distancia que llevaba en la mano. La gran puerta metálica se abrió sin hacer ruido. Él aceleró a tope y el coche se embaló, por lo que tuvo que frenar de golpe. La gravilla del camino se esparció por los aires.
¿Cómo podía ser tan impaciente? La puerta se volvió a cerrar por sí sola.
Yo salí del coche de Anita y observé que aquel tipo tan jactancioso, un individuo relativamente joven y vestido con un traje a la medida, se bajaba de su Mercedes y se dirigía con paso enérgico a la entrada. Estaba a punto de llegar cuando se abrió la puerta, como si hubiera accionado otro mando a distancia, pero no era el caso, porque Anita y otra mujer salieron de la casa.
El tipo se quedó perplejo y las dos mujeres también. De repente,Anita abrazó a su acompañante y le plantó un vehemente beso en la boca. Yo no lo podía ver con claridad, pero me pareció que el fulano se ponía rojo como un cangrejo y miraba la escena sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
Anita soltó a la mujer, le dijo algo a él y luego, con toda tranquilidad, se dirigió a la salida en la que yo me encontraba.Cuando se me acercó, pude ver que sonreía con ironía.
—Tuve que apartar tu coche a un lado, de lo contrario me hubiera arrollado —dije, mientras señalaba al auto.
—Me lo puedo imaginar. —Anita cerró con cuidado la puerta,por la que cabía sólo una persona y que parecía formar un todo con el portón.—Es el prometido de Tessy.
—Me lo suponía —contesté.
Anita hizo una mueca de satisfacción.
—Por lo menos ahora ya lo sabe. Ella tendrá que explicarle lo que ha habido entre nosotras. Yo ya se lo he insinuado.
—Seguro que ahora va a tener problemas —dije, con aire compasivo.
—Eso espero —respondió—. He intentado hablar con ella, pero no entiende cuál es mi problema. —Rió, burlona—. ¡Mi problema! Ella pensaba que sólo era problema mío. Ahora todo ha cambiado.—Echó un último vistazo a la casa y arrancó con lentitud—. Ahora es su problema, ya no es el mío. Se acabó.
—¿Qué le has dicho? —pregunté.
—Nada más que la verdad —dijo Anita con aire satisfecho—.Que su futura mujer es muy buena en la cama. —Su sonrisa se amplió—. Eso no me lo podía negar.
Arqueé las cejas.
—Ahora ya no será tan moralista —dijo Anita—. No tiene motivos para ello. Tessy no es capaz ni de deletrear la palabra «amor».
—Pero eso es injusto —repuse, haciéndome la seria—, sólo porque la pobre chica no sepa leer ni escribir…
Anita me miró, perpleja, durante un instante y luego las dos estallamos en una carcajada.
—Pensé que hablabas en serio —ironizó.
—Dulce es la venganza —dije, aún entre risitas—. Hasta ahora no entendía del todo el significado de esta frase, pero ahora creo que ya lo he captado.
—Sí —dijo Anita—. Y yo hasta ahora no pensaba que pudiera hacer algo así, pero Tessy… Tessy se lo ha buscado.
—Después de todo lo que te ha hecho… No tienes que pensar más en eso. Es más que probable que Tessy nunca haya tenido que cargar con las consecuencias de sus actos.
—Eso es cierto —respondió—. No sabe lo que son las consecuencias. Siempre ha podido hacer y deshacer a su antojo.Nadie le ha impuesto límites. Su vida ha sido como la de una princesa. —Agitó la cabeza—. Comparados con los suyos, mis padres son unos pobres peleles. La familia de Tessy tiene dinero desde que el mundo es mundo.
—Yo pienso que por aquel entonces no existía el dinero —repliqué, con cierta sequedad—, pero entiendo lo que quieres decir.
—El dinero rige el mundo —dijo Anita—. Al menos eso es lo que cree Tessy. Y me temo que, hasta hoy, yo no había pensado mucho en si es eso cierto. Debería darme vergüenza.
—Ahora exageras, Anita —contesté.
—No, no lo creo. Voy a irme a Kazan para reflexionar sobre lo que quiero hacer de verdad. La soledad de allí me sentará bien.Yo…, yo no he hecho planes para después de la selectividad.Pensaba que Tessy y yo nos iríamos y… —se interrumpió—. Estoy muy satisfecha de que ya haya pasado.
Vi que se estremecía a su pesar y, para consolarla, acaricié su brazo.
—Puedes acudir a mí en todo momento. Lo sabes.
Ella volvió su rostro hacia mí.
—Eres tan amable —contestó—. Quizá deberíamos marcharnos las dos —dijo, con una mueca.
—Yo… yo creo… —¿Cómo podía pensar eso?
—No, no. —Anita se echó a reír—. No tengas miedo. No me interesa exponerme a una nueva aventura. Tessy me ha quitado las ganas por mucho tiempo. Y, aunque fuera así, no te agobiaría con esa exigencia —dijo, satisfecha—. ¿A que ha quedado muy bien y parece que es una frase que me he aprendido de memoria? Nuestra profesora de lengua se mostraría orgullosa de mí, y eso que le he dado pocas oportunidades para estarlo.
—Sí, seguro —dije yo.
—Lo siento —se excusó Anita—. Hablo todo el tiempo de Tessy y tú te preguntas dónde estará Lena.
—Sí, sí me lo pregunto. —Suspiré—. Pero estoy convencida de que en un par de semanas… —dejé de hablar. ¡¡Un par de semanas!!—. Que volverá pronto —terminé la frase con dificultad.
—Seguro —dijo Anita—. Lo más probable es que piense en nuevas ideas para un negocio. Ya sabes cómo son los empresarios.Ya hace mucho tiempo que tenía la agencia y ahora se ha aburrido.Querrá hacer algo nuevo. No tiene nada de particular. Si alguien es creativo…
—Creativa sí lo es, eso es cierto —dije, pensativa. Anita me daba nuevas esperanzas. Hasta ahora sólo podía verlo todo desde el lado privado y personal, pero Lena… Lena relegaba a segundo plano lo personal cuando se trataba de negocios. ¿Habría ocurrido así esta vez? La explicación de Anita sonaba muy lógica.
¿Por qué no iba a ser así?
Aquello casi no explicaba todo lo demás…, pero yo no quería pensar en eso. Lena era para mí como un enigma con siete sellos y yo no podía entender su forma de actuar. Pero nadie se esfuma de una forma tan sencilla. Aparecería en algún momento y yo podría hablar con ella.
—Tu colchoneta hinchable es muy cómoda. He dormido en ella como un lirón —aseguró Anita. Hoy tenía mucho mejor aspecto que ayer; se había recuperado bien.
—Por desgracia, no tenemos habitación de invitados —contesté—. La colchoneta es para casos de emergencia.
—Sea como sea, me ha ido muy bien —afirmó—. Hoy mismo voy a ver a un agente inmobiliario y me buscaré un piso. Mis padres pueden echarme, pero tienen que pagarme uno.
—¿No quieres hablar con ellos otra vez? —pregunté.
—Tiene muy poco sentido —respondió Anita y su voz sonó opaca—. Pero, si tú quieres, podemos ir juntas a la agencia de publicidad de Lena y yo te podría prestar un poco de apoyo moral.
—Y a la recíproca —dije, con una sensación de temor en el estómago, al pensar que volvería a ver a Lena—, yo también podría darte mi respaldo moral con tus padres.
Anita me miró, indecisa.
—Me lo pensaré —contestó luego—. ¿Cuándo vamos a ver a Lena? ¿Hoy? —Sentí un sobresalto. Aquello iba muy rápido—.Si tardas más tiempo te quedarás muy atrasada —insistió—. Ella ha tenido un par de días para pensárselo. Puede que lo sienta. Quizá no lo soporta por más tiempo.
Yo dudaba, pero…
—Está bien —dije—. Hoy.
Llegamos ante aquel edificio que me recordaba tiempos mejores.Anita lo miró.
—¿Entro contigo? —preguntó.
Yo podía imaginarme la reacción de Lena cuando me tropezara con ella, pero si íbamos dos…
—Mejor voy sola. —Lancé un suspiro.
—¿Dejo el motor en marcha para que podamos huir a toda pastilla? —preguntó Anita, en un tono burlón. Luego se puso seria —. Lo siento —se disculpó.
—Tienes razón. —Fruncí el entrecejo—. Lena es a veces un poco…, pero, a pesar de todo, espérame. No dejes el motor en marcha. —Hice una mueca y me bajé del coche.
Me resultó penoso entrar en el edificio. Nada había cambiado.Las paredes, la entrada, incluso los carteles de colores que se podían ver desde fuera, a través de las ventanas. Todo estaba igual.Pero habían ocurrido muchas cosas.
Me di ánimos y empujé la puerta de entrada. Aquello era un hervidero de gente que iba y venía, igual que antes, pero todos los que deambulaban por allí me resultaban desconocidos. ¿Habría cambiado Lena a todo el personal? La gente llevaba cosas y las distribuía en cajas y cajones.
Busqué por allí. ¿Estaría Tanja en algún sitio? En aquellos momentos, hubiera preferido no encontrármela, porque estaba segura de que me haría preguntas a las que no podría contestar.
La puerta del despacho de Lena estaba abierta, como siempre. La miré desde lejos y luego me acerqué entre titubeos.Finalmente acabé por dar el último paso y miré dentro de la habitación.
No vi a Lena, pero…
—¿Puedo ayudarle en algo? —La abogada de pelo negro de Lena me miró de forma inquisitiva. Estaba de pie, detrás del escritorio de Lena, que aparecía extrañamente vacío. No tenía las habituales montañas de papeles.
—Eh… —carraspeé—. ¿No está Lena?
—No. —Se me acercó desde detrás de la mesa—. Yo me he hecho cargo de la liquidación.
—La… ¿Es usted quien dirige ahora la agencia? —pregunté con perplejidad.
—La agencia ya no existe —dijo la abogada—. Ha sido vendida. Yo sólo me encargo de que todo se entregue en la debida forma a su nuevo dueño.
—Pero… —Me quedé allí como si hubiera sido alcanzada por un rayo. Luego me recuperé—. Lo intentaré en casa de Lena.
—No la va a encontrar allí —repuso la abogada—. Está de viaje. —Me miró fijamente—. ¿No nos conocemos? —preguntó.
—Nosotras… —Tragué saliva—. Sí, nos vimos un momento en casa de Lena —dije, haciendo un esfuerzo.
—Sí, es cierto, y además no hace mucho de eso —respondió la morena con una sonrisa—. Lamento no haberla reconocido a la primera.
—Oh, fue tan sólo… —Me sentí sobrecogida. Volví a verla sentada en el sofá de Lena y volvieron a mí los mismos pensamientos que tuve en aquel momento.
—Fue un encuentro muy corto —dijo ella y su sonrisa se alteró.
Ahora se parecía mucho más a la que yo había visto aquella noche.
—¿Cuándo… cuándo regresa Lena? —pregunté.
Alzó los hombros.
—Ni idea. Puesto que aquí ya no tiene obligaciones, es lógico que pueda demorarse más tiempo. No me ha dicho nada.
—Pero…, pero… —La miré. Todo estaba muy ordenado.
Había desaparecido casi por completo la atmósfera de caos y creatividad que siempre rodeaba a Lena.
—¿Por qué ha vendido la agencia? ¿Se ha hecho con otra?
—No se lo puedo decir. No soy más que su abogada. —Se rió—. Siempre ha sido inútil preguntarle a Lena el motivo de sus decisiones. —Me miró con la cabeza algo inclinada—. Usted es Yulia, ¿verdad?
Yo la miré, sorprendida.
—Me ha hablado mucho de usted —dijo su boca roja de carmín—. Lana Fresenius.—Me estrechó la mano.
Yo la miré, aún boquiabierta, y enseguida le solté la mano.
—Usted… usted me ha mandado una carta —dije, con voz apagada.
—Ha sido mi despacho —afirmó—. Yo no envío cartas personales.
¡Oh, Dios mío! Aquello resultaba muy embarazoso. Significaba que ella sabía lo que ponía en el contrato, sabía que Lena y yo…
Lena había hablado con ella sobre el tema. Quizá la señora Fresenius le había dado algunos consejos a la hora de redactar el contrato. Lo mejor hubiera sido irme de allí a la carrera, pero no pude moverme. Estaba como petrificada.
—¿Puedo darle un consejo? —dijo la señora Fresenius—. Coja el dinero y olvídese de Lena.
Más que echarme a correr, hubiera deseado que me tragara la tierra por un agujero que llegara hasta Nueva Zelanda.
—Usted…, usted… Lena… Pero… ella no puede desaparecer —tartamudeé.
—Oh, sí, claro que puede. —Lana Fresenius se rió—. Usted es muy joven y hace poco que la conoce. Pero, créame, ella puede hacer todo lo que quiera. Nadie puede influir en eso.
—Usted… —Me costó tragar saliva—. ¿Se conocen desde hace mucho tiempo?
—Hace mucho —contestó—. Desde que íbamos al colegio.
—¿En el internado? —pregunté yo.
—Ah, ¿le ha hablado del internado? —Lana arqueó las cejas —. Me sorprende. Por regla general no le cuenta a sus…, bueno,ella nunca cuenta nada. —Me miró con curiosidad—. ¿Le ha comentado algo sobre mí?
Me quedé perpleja. ¿Qué quería decir con eso?
—No —dije, con un gesto de cabeza.
—Está bien. —Echó un vistazo a la mesa de despacho—. Tengo que seguir, porque aún quedan muchas cosas pendientes. —Me miró otra vez—. ¿O tiene más preguntas?
«Muchas. Miles, millones.» Respiré hondo.
—No sé por dónde empezar —respondí.
Ella me miró pensativa.
—Me lo puedo imaginar —dijo después.
—Usted sabe dónde está, ¿verdad? —pregunté—. Pero no me lo quiere decir. ¿Se lo ha prohibido Lena?
—No. —Lana sacudió la cabeza—. Le aseguro que no sé dónde está. No le puedo decir más de lo que ya le he comentado.Lo siento.
—Tengo que hablar sin falta con ella —dije, desesperada—. Por favor…, ayúdeme.
Lana Fresenius me observó durante un minuto.
—Eres tan joven —dijo en voz baja—. Todavía tienes toda la vida por delante. Lena es… Olvídala. Es la mejor ayuda que te puedo ofrecer. —Luego se volvió y regresó al escritorio.
De repente, tuve una sospecha.
—¿Está usted ahora con ella? —pregunté, con un estremecimiento—. ¿Es eso? ¿Lena le ha encargado el contrato para deshacerse de mí y quedarse libre para usted? ¿Es tan cobarde que no me lo puede decir a la cara?
—¡Ay, niña! —Lana se sentó tras el escritorio y se echó a reír —. Eres muy ingenua.
—¿Es cierto entonces? —pregunté. Sentí frío—. La vi sentada junto a ella en el sofá. Percibí que allí había algo. ¿Lo va a negar?
Lana Fresenius sonrió y agitó la cabeza.
—No, no lo voy a hacer. Lena y yo somos, ¿cómo se dice?…, viejas amigas.
—¿Qué tipo de amigas? —inquirí, con los dientes apretados.
—¡Dios mío, sí! —respondió, furiosa—. Nos hemos acostado alguna que otra vez. Si es eso lo que te interesa.
¿Alguna que otra vez? ¿Alguna que otra vez?
—¿Cuándo? —pregunté, con un estremecimiento.
—¿Que cuándo? —Enarcó las cejas—. ¿Tengo que hacerte un listado? —dijo, con expresión divertida.
Me tambaleé y mi mirada se nubló.
—¡Por el amor de Dios! —Oí aquella exclamación como si hubiera tenido unos algodones en mis oídos. En aquel momento Lana estaba a mi lado, sujetándome—. Siéntate —sugirió—.Estás blanca como el papel.
Obedecí y me recuperé en el sillón que estaba detrás del escritorio. Una nueva experiencia para mí. Nadie se habría atrevido a sentarse en la silla de Lena.
—No te lo tomes así —dijo la abogada—. Lena no era un alma cándida cuando tú la conociste.
—No, yo… —Mi visión se aclaró poco a poco—. Ni lo pensaba —dije, con voz casi inaudible.
—Bien, ya lo ves. —Lana se apoyó en el borde de la mesa y me miró—. ¿De verdad resulta tan difícil para ti?
—Yo… ¿Dónde está? —murmuré.
—¡Por Dios, no lo sé! —Lana juntó las manos—. ¡Créeme de una vez! Lena y yo no somos una pareja que nos lo contemos todo. Aun cuando pudiera parecerlo.
—Pero…, ¿son… pareja? —me expresé con dificultad.
—¡No, cielos! —Sacudió la cabeza nerviosamente y su pelo se alborotó—. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? En el internado fuimos algo parecido a eso, pero hace ya mucho tiempo.
—Me miró, pensativa—. ¿Cuántos años tienes, pequeña?
—Casi veinte —dije con obstinación.
—¡Oh, casi veinte! —Intentó ocultar una mueca.
—¿Qué tiene que ver mi edad con esto? —pregunté, airada—.Se trata de Lena.
—Sí, se trata de Lena. Sólo se trata de eso, de Lena. —Se levantó de la mesa y dio unos cuantos pasos por la habitación—. Estás muy colgada de ella, ¿no es cierto? —preguntó.
—No estoy colgada de ella, yo… yo la amo —dije, con desánimo—. No puedo vivir sin ella.
—Pues debes aprender a vivir sin ella —replicó Lana Fresenius—. Siempre es así.
—Eso… no…, nunca. —Sentí cómo me temblaban los labios
—. Ella volverá…, y entonces hablaré con ella y…
—Ella no va a volver tan pronto —aseguró la abogada.
—Entonces esperaré. Esperaré hasta que regrese, da igual lo que tarde. En algún momento tendrá que volver. —Así de sencillas eran las cosas. No podía desaparecer para siempre. Era sólo cuestión de tiempo
—Lena es una mujer adulta —dijo Lana—. Puede hacer y dejar de hacer lo que desee y tú no sabes qué va a decidir. No puedes predecirlo, ni tú ni nadie. ¿De verdad quieres sentarte a esperarla?
—¿Usted no la va a esperar? —pregunté con mordacidad.
Ella sonrió levemente.
—Piensas aún que Lena y yo mantenemos una relación amorosa, ¿no es así? —Me miró como si tuviera que tomar una decisión—. Puede que no lo entiendas —dijo después—, pero Lena y yo… éramos una sociedad de intereses mutuos. Las únicas chicas lesbianas del internado, eso era lo que pensábamos entonces, aunque luego no fuera así, de modo que tuvimos que asociarnos y aliarnos. Yo luego atendí los aspectos jurídicos de su empresa y ella hizo relaciones públicas para mí y algunos clientes.Siempre nos hemos complementado muy bien, pero el amor… Eso no tuvo nada que ver con el amor. Nos gustábamos y sabíamos que no nos podíamos separar, y de vez en cuando… Bueno, sí, de vez en cuando también practicábamos sexo. Pero no había nada más.
—¿Cuándo… cuándo fue la última vez…? —pregunté,atormentada.Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—¡Por el amor de Dios! ¡Qué lindo debe de ser el amor! —exclamó—. ¡No te ha engañado! —continuó—. O al menos no conmigo. Ha pasado mucho tiempo desde que Lena y yo…mucho antes de que te conociera.
¿Podía creérmelo?
Me miró con una expresión de duda.
—¿Por qué iba a mentirte? —preguntó—. ¿Qué sacaría yo de eso? Lena y yo nunca hemos mantenido una relación estable.Siempre hemos sido libres de irnos con otras personas, si queríamos, pero eso no significa que no nos abalanzáramos la una sobre la otra en cuanto nos veíamos. Es una historieta infantil. —Mostró su satisfacción—. ¿Lo hicisteis vosotras?
Me puse colorada y ella se volvió a reír.
—¡Qué bien para vosotras! —exclamó—. Pero una no puede quedarse pegada a la otra para siempre. Lena y yo, en los últimos años, sólo manteníamos relaciones laborales, no personales.
—¿Ella… avisará cuando vuelva? —pregunté.
—Ella… —Lana se interrumpió—. Será la propia Lena la que decida por sí misma a quien va a avisar. Eso no lo puedo decidir yo. —Me miró durante un instante—.Piensa que tú tienes toda una vida por delante —dijo—. No la malgastes esperando algo… o a alguien. No merece la pena.
—¿Lena tiene… —tragué saliva— …a otra? Si no es usted…
—No lo soy —negó rotundamente—. Pero no sé nada más. No creo que… ¡Dios mío, no le des tantas vueltas! Existen otras muchas mujeres en el mundo, además de Lena.
—Para mí no —dije, mientras me levantaba—. Muchas gracias por la información.
—Lo he hecho con mucho gusto —respondió—. Siento no haberte podido servir de más ayuda.
—Un poco sí que ha ayudado —contesté—. Ya sé algo más sobre Lena.
—No te va a servir de mucho, ahora que Lena está lejos. —Sacudió la cabeza—. No pienses más en ella. Intenta olvidarla. Es lo único que te puedo aconsejar.
Al parecer, nunca se había enamorado. De lo contrario hubiera sabido que aquel consejo no servía de nada. Asentí y me marché.
—Bueno, ¿qué ocurre? —Anita me recibió delante de la puerta.
Por lo visto, no había aguantado mucho tiempo metida en el coche
—. ¿Qué ha dicho?
—No está aquí —dije, en un tono sombrío.
—¿Que no está aquí? —Anita me miró—. Te has quedado ahí dentro durante una eternidad. ¿Has estado mirando las musarañas?
—Estaba su abogada —respondí—, y he hablado con ella.
—¿Estaba su abogada? —Arrugó el entrecejo.
—Dice que Lena… ha salido de viaje —repuse, con mucha dificultad—. Ha vendido la agencia.
—¿Que ha hecho qué…? —No se lo podía creer.
—Sí, ella… —Me pasé la mano por el pelo—. Vámonos. No tiene ningún sentido quedarse aquí.
—Pero…, pero… —Anita seguía sin poder creerlo—. ¿Lo tenía previsto? ¿Te dijo en algún momento que quisiera vender la agencia?
—No —dije yo—. Nunca me habló de eso. Pero no significa nada, porque ella nunca me ha hablado de sus cosas.
Me subí al asiento del copiloto y Anita se sentó al volante.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó—. ¿Ha dejado alguna dirección? ¿Puedes localizarla en algún sitio?
—No —respondí—. No ha dejado ninguna dirección. Su abogada tampoco sabe dónde está. Seguro que no lo sabe nadie.
—A lo mejor es que le hacía falta una escapadita —dijo Anita,mientras arrancaba el coche—. Luego volverá y entonces podréis hablar.
—Sí, eso espero —contesté y luego me quedé en silencio.
—Tengo que buscarme un sitio donde vivir —dijo Anita—. Si fuera posible, esta noche no me gustaría volver a ser una carga para tu colchoneta y para ti.
—Te puedes quedar todo el tiempo que quieras —afirmé, con aire un tanto ausente.
—Tu oferta es muy amable, pero prefiero tener mi propia casa—dijo Anita—. Incluso he pensado en irme a Kazan. La casa de allí está siempre vacía. Claro que luego es un poco rollo lo de tener que volver a la ciudad, porque el trayecto es un poco largo.¿No te parece?
—Oh…, yo…, sí…, pero hazlo —dije yo.
—No me has escuchado —repuso Anita—. Tienes la mente puesta en Lena.
Mis propios pensamientos me sobresaltaron.
—Sí…, yo… lo siento.
—Es comprensible —replicó Anita—. Mientras tú estabas ahí dentro, yo no he parado de pensar en Tessy.
—Al menos tú sabes dónde está. —Suspiré.
—Si crees que eso es una ventaja… —replicó Anita—.Preferiría ir a su casa y… echar a su prometido de la cama. Para que se enterara de cómo están las cosas.
—Hazlo. —Me vi forzada a sonreír—. A lo mejor le sienta bien.Y a vosotras también.
—¿Lo piensas de verdad? —Me miró, impresionada.
—Tú sabrás. —Encogí los hombros—. No conozco a ninguno de los dos.
—¿Piensas… —Anita titubeó al preguntarme—, piensas que Lena se habrá marchado sola?
Sentí que mi cuerpo se tensaba. Aun cuando estaba descartado que su acompañante pudiera ser Lana Fresenius, existían otras muchas posibilidades Lena era una mujer atractiva y, si le gustaba una mujer, era capaz de demostrarlo. Si la otra no tenía inconveniente…
—No lo sé —dije con dificultad.
—¿Crees que sería capaz? ¿Sólo porque tú no has dado señales de vida en un par de días? —preguntó Anita.
—¡Pues con razón…! —contesté.
—Quizás esperaba un acercamiento por tu parte —sugirió.
—¿Es eso lo que Tessy espera de ti? —pregunté, para desviar el tema.
—Tessy irrumpe en mi vida siempre que le da la gana —dijo Anita con amargura—. Yo no tengo nada que hacer.
—Lo siento —repliqué—. No quería…
—No pasa nada. Como tú misma has dicho, por lo menos yo sé dónde está. Y ahí es donde ahora me dirijo. —Metió una marcha,la caja de cambios crujió y salimos a toda velocidad.
Me sentí un poco sorprendida por aquella decisión tan rápida,pero, como en ese momento yo no podía hacer nada con respecto a Lena, quizá fuera mucho mejor concentrarme en otro tema.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté.
—Aún no lo sé. —Al tomar una curva, se oyó un chirrido de neumáticos—. Pero ya se me ocurrirá algo.
Siempre me había parecido que la forma de conducir de Anita era más sosegada. Nunca la había conocido como piloto de Fórmula 1.
—Eso era un radar —le dije, con cautela.
—Me da lo mismo. El coche está matriculado a nombre de mis padres y les llegará la multa a ellos. —Anita dio un frenazo ante un semáforo en rojo; llevaba ya tanto tiempo en rojo que no se podía ignorar.
—¿Anita? —Volvió la cabeza hacia mí y yo insistí—. ¿No sería mejor que antes te tranquilizaras un poco? Creo que no llegaremos tarde aunque vayamos por la ciudad a 50 kilómetros por hora en lugar de a doscientos.
—Este viejo cacharro no coge los doscientos —respondió Anita.
—Y tú qué sabes… —contesté.
—Sí. —Asintió y se fijó en la carretera como un tigre al acecho de su presa—. Ésta es la primera vez que tengo la sensación de no estar cegada por estrellitas de color rosa. No sé cuánto tiempo voy a aguantar así y por eso no quiero esperar mucho.
—¿Ochenta? —pregunté yo—. Anita, eso es mucho más de lo permitido y si reduces puede que sólo lleguemos dos segundos más tarde. Pero al menos llegaremos.
—OK —dijo Anita—. No recordaba que fueras tan gallina.
—Lo que pasa es que me aferro a la vida —contesté—. A lo mejor resulta un poco incomprensible, pero es así.
—Puede que tengas razón. —Redujo la marcha y esta vez el cambio no crujió; luego seguimos—. Si ahora me estrello contra un árbol, Tessy nunca sabrá lo que tengo que decirle. Y eso no lo voy a permitir.
Tardamos un poco en llegar a la entrada de la señorial urbanización en la que vivía Tessy. Una casa enorme al lado de otra, que apenas se veían desde la calle, pues la mayoría disponía de un extenso jardín enmarcado por árboles muy añosos. La escena parecía extraída de una película de Disney. Y yo era Cenicienta.
Anita detuvo el coche y lo aparcó ante un portón de hierro forjado.
—El castillo de Tessy —dijo—. Vamos a ver si está en casa la princesa.
—¿Qué le vas a decir? —pregunté.
—Unas cosillas —respondió—. Ya se me ocurrirá algo.
—Me quedo aquí si quieres, pero también te puedo acompañar—me ofrecí.
—No conoces a Tessy. —Anita arrugó la frente—. Si vienes pensará…
—¿Que tú y yo…? —Me eché a reír.
—Tessy siempre piensa en lo mismo —dijo Anita—. En su cabeza existen tan sólo dos ideas: sexo y dinero. Y las dos ideas van siempre en la misma dirección: tratar de sacar lo máximo posible del otro.
—¡Por Dios! Sí que estás enfadada con ella —dije, sorprendida.
Hace un tiempo no hubiera podido imaginarme algo así. Y Anita tampoco.
—Eso parece. —Anita se apeó del coche—. Espero no tardar mucho —añadió. Abrió una pequeña puerta incorporada en el gran portón. Entró y ascendió por la rampa de acceso.
No mucho más allá pude vislumbrar la entrada a la casa. Era una gran mansión blanca, con contraventanas verdes. Parecía inofensiva en todos sus aspectos, como si estuviera dormida. Al contrario de lo que ocurría en las demás construcciones, el jardín y los árboles parecían estar detrás de la casa, así que la fachada no quedaba
oculta por las magníficas copas de los árboles. Pude contemplar muy bien cada uno de los motivos decorativos. Me pareció divertido y comencé a contarlos, mientras Anita llegaba a la entrada de la casa. A pesar de que no pude oírlo, había llamado a la puerta, decorada en verde y oro, que se abrió para dejarle paso.
Detrás de mí sonó una bocina. Un modernísimo Mercedes SLK casi se estampó contra el parachoques del coche de Anita. El conductor agitó los brazos con violencia. Lo miré y alcé los hombros.
El conductor se bajó y se acercó a mí.
—¡Tiene bloqueada la entrada! —me abroncó.
—Lo siento —contesté—. Espero a alguien. Seguro que viene enseguida.
—¡Si no va a entrar, lárguese! —siguió con la bronca—. ¿Qué busca aquí? ¿Es de la familia?
—No de esta familia —dije, relajada. Cuanto más nervioso se ponía él, más me divertía yo. Era un fulano como para reírse de él—. No es mi coche y no sé cómo… —¿Anita había dejado puestas las llaves o se las había llevado? No podía acordarme.
Eché un vistazo al contacto. Las llaves estaban ahí. ¿Por qué tenía que pelearme con aquel pigmeo rencoroso? Me bajé del coche y me coloqué en el asiento del conductor—. De todas formas no puedo quitarlo si usted no retira el suyo —repliqué.
El hombre me miró, subió a su coche y lo hizo retroceder. Yo dejé a un lado el coche de Anita y él presionó el mando a distancia que llevaba en la mano. La gran puerta metálica se abrió sin hacer ruido. Él aceleró a tope y el coche se embaló, por lo que tuvo que frenar de golpe. La gravilla del camino se esparció por los aires.
¿Cómo podía ser tan impaciente? La puerta se volvió a cerrar por sí sola.
Yo salí del coche de Anita y observé que aquel tipo tan jactancioso, un individuo relativamente joven y vestido con un traje a la medida, se bajaba de su Mercedes y se dirigía con paso enérgico a la entrada. Estaba a punto de llegar cuando se abrió la puerta, como si hubiera accionado otro mando a distancia, pero no era el caso, porque Anita y otra mujer salieron de la casa.
El tipo se quedó perplejo y las dos mujeres también. De repente,Anita abrazó a su acompañante y le plantó un vehemente beso en la boca. Yo no lo podía ver con claridad, pero me pareció que el fulano se ponía rojo como un cangrejo y miraba la escena sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
Anita soltó a la mujer, le dijo algo a él y luego, con toda tranquilidad, se dirigió a la salida en la que yo me encontraba.Cuando se me acercó, pude ver que sonreía con ironía.
—Tuve que apartar tu coche a un lado, de lo contrario me hubiera arrollado —dije, mientras señalaba al auto.
—Me lo puedo imaginar. —Anita cerró con cuidado la puerta,por la que cabía sólo una persona y que parecía formar un todo con el portón.—Es el prometido de Tessy.
—Me lo suponía —contesté.
Anita hizo una mueca de satisfacción.
—Por lo menos ahora ya lo sabe. Ella tendrá que explicarle lo que ha habido entre nosotras. Yo ya se lo he insinuado.
—Seguro que ahora va a tener problemas —dije, con aire compasivo.
—Eso espero —respondió—. He intentado hablar con ella, pero no entiende cuál es mi problema. —Rió, burlona—. ¡Mi problema! Ella pensaba que sólo era problema mío. Ahora todo ha cambiado.—Echó un último vistazo a la casa y arrancó con lentitud—. Ahora es su problema, ya no es el mío. Se acabó.
—¿Qué le has dicho? —pregunté.
—Nada más que la verdad —dijo Anita con aire satisfecho—.Que su futura mujer es muy buena en la cama. —Su sonrisa se amplió—. Eso no me lo podía negar.
Arqueé las cejas.
—Ahora ya no será tan moralista —dijo Anita—. No tiene motivos para ello. Tessy no es capaz ni de deletrear la palabra «amor».
—Pero eso es injusto —repuse, haciéndome la seria—, sólo porque la pobre chica no sepa leer ni escribir…
Anita me miró, perpleja, durante un instante y luego las dos estallamos en una carcajada.
—Pensé que hablabas en serio —ironizó.
—Dulce es la venganza —dije, aún entre risitas—. Hasta ahora no entendía del todo el significado de esta frase, pero ahora creo que ya lo he captado.
—Sí —dijo Anita—. Y yo hasta ahora no pensaba que pudiera hacer algo así, pero Tessy… Tessy se lo ha buscado.
—Después de todo lo que te ha hecho… No tienes que pensar más en eso. Es más que probable que Tessy nunca haya tenido que cargar con las consecuencias de sus actos.
—Eso es cierto —respondió—. No sabe lo que son las consecuencias. Siempre ha podido hacer y deshacer a su antojo.Nadie le ha impuesto límites. Su vida ha sido como la de una princesa. —Agitó la cabeza—. Comparados con los suyos, mis padres son unos pobres peleles. La familia de Tessy tiene dinero desde que el mundo es mundo.
—Yo pienso que por aquel entonces no existía el dinero —repliqué, con cierta sequedad—, pero entiendo lo que quieres decir.
—El dinero rige el mundo —dijo Anita—. Al menos eso es lo que cree Tessy. Y me temo que, hasta hoy, yo no había pensado mucho en si es eso cierto. Debería darme vergüenza.
—Ahora exageras, Anita —contesté.
—No, no lo creo. Voy a irme a Kazan para reflexionar sobre lo que quiero hacer de verdad. La soledad de allí me sentará bien.Yo…, yo no he hecho planes para después de la selectividad.Pensaba que Tessy y yo nos iríamos y… —se interrumpió—. Estoy muy satisfecha de que ya haya pasado.
Vi que se estremecía a su pesar y, para consolarla, acaricié su brazo.
—Puedes acudir a mí en todo momento. Lo sabes.
Ella volvió su rostro hacia mí.
—Eres tan amable —contestó—. Quizá deberíamos marcharnos las dos —dijo, con una mueca.
—Yo… yo creo… —¿Cómo podía pensar eso?
—No, no. —Anita se echó a reír—. No tengas miedo. No me interesa exponerme a una nueva aventura. Tessy me ha quitado las ganas por mucho tiempo. Y, aunque fuera así, no te agobiaría con esa exigencia —dijo, satisfecha—. ¿A que ha quedado muy bien y parece que es una frase que me he aprendido de memoria? Nuestra profesora de lengua se mostraría orgullosa de mí, y eso que le he dado pocas oportunidades para estarlo.
—Sí, seguro —dije yo.
—Lo siento —se excusó Anita—. Hablo todo el tiempo de Tessy y tú te preguntas dónde estará Lena.
—Sí, sí me lo pregunto. —Suspiré—. Pero estoy convencida de que en un par de semanas… —dejé de hablar. ¡¡Un par de semanas!!—. Que volverá pronto —terminé la frase con dificultad.
—Seguro —dijo Anita—. Lo más probable es que piense en nuevas ideas para un negocio. Ya sabes cómo son los empresarios.Ya hace mucho tiempo que tenía la agencia y ahora se ha aburrido.Querrá hacer algo nuevo. No tiene nada de particular. Si alguien es creativo…
—Creativa sí lo es, eso es cierto —dije, pensativa. Anita me daba nuevas esperanzas. Hasta ahora sólo podía verlo todo desde el lado privado y personal, pero Lena… Lena relegaba a segundo plano lo personal cuando se trataba de negocios. ¿Habría ocurrido así esta vez? La explicación de Anita sonaba muy lógica.
¿Por qué no iba a ser así?
Aquello casi no explicaba todo lo demás…, pero yo no quería pensar en eso. Lena era para mí como un enigma con siete sellos y yo no podía entender su forma de actuar. Pero nadie se esfuma de una forma tan sencilla. Aparecería en algún momento y yo podría hablar con ella.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
—¿Te han contestado ya de la escuela de periodismo? —preguntó mi madre. Ya habían pasado semanas desde que había enviado mi solicitud a varias escuelas.
—Sí —contesté—. Quieren muestras de mi trabajo. Es más complicado de lo que me había imaginado. Debo escribir un reportaje y otros artículos. No tengo ni idea de cómo hacerlo.
—Ah, y por eso tienes la habitación empapelada de periódicos—dijo, riéndose.
—Necesito modelos —repuse, turbada—. Una va al colegio durante años y luego hace la selectividad, pero nadie te cuenta nada de esto.
—Lo vas a conseguir —respondió.
—Lo intentaré, pero somos muchos aspirantes para muy pocas plazas. No tengo muchas posibilidades.
—Siempre eres tan pesimista… —afirmó mi madre—. ¿Por qué van a ser mejores los demás? Tú siempre has sido muy buena.
—En el colegio sí. —Suspiré—. Pero esto es otra cosa.
—Tú también eras buena con… —Se calló y me echó una rápida mirada—. En la agencia de publicidad —continuó, con aspecto inocente.
Respiré hondo. Había conseguido mitigar un poco los recuerdos de los últimos días a causa de las muchas novedades que atraían mi atención. Si mi madre no lo hubiera nombrado, quizás hubiera tenido un momento de sosiego, pero así…
—Sí —dije yo—. Puede que lo fuera. —Mi madre pensaba sólo en los textos que yo había escrito para Lena; yo me refería a otras muchas cosas, de las que mi madre no tenía ni idea.
—Eso ya son muestras de tu trabajo —insistió—. ¿No puedes incluirlas?
—¿Textos de publicidad? —Sacudí la cabeza—. No, no se puede hacer. Esto es algo muy distinto. —Sonreí—. Lena diría que no es cierto, de hecho ya me lo dijo en una ocasión.
Mi madre me miró con expresión pensativa.
—¿Qué tal te encuentras cuando piensas en ella? —preguntó—.¿Mejor?
Sacudí la cabeza con un ademán de duda.
—No —respondí—. Intento no pensar demasiado, pero no siempre lo consigo.
—¿Aún no ha vuelto? —preguntó.
—No, que yo sepa —contesté.
—¿No lo sabes?
—No. —Suspiré—. Fui a su casa y está cerrada. Ha vendido la agencia. No tengo ni idea de dónde puedo buscarla.
—Quizá debas dejar de buscar —sugirió.
—Ya lo sé. —Me levanté, retorciéndome las manos—. Sé que lo mejor sería que no volviera a pensar nunca más en ella, que la olvidara.
—Sí, sería lo mejor —dijo mi madre—. Se ha comportado de una forma…
—Ella ha… —tragué saliva—. Ella hizo algo que no debió hacer. Pero sólo por eso no se la puede condenar…
—Sigues queriéndola —dijo mi madre.
—¡Pues claro que sigo amándola! —Mi voz reflejó duda, igual que yo me sentía en aquel momento—. Ella es… ella es… Siempre que pienso en ella la deseo. Cada día espero que regrese para que podamos hablar, para poner en claro todos los malentendidos y volver a ser felices.
—¿Es eso lo que de verdad deseas? —preguntó mi madre—.¿Hablar con ella? ¿Y de dónde vas a partir, de la misma base que antes?
—Sí. —La miré con ojos que rogaban comprensión.
Mi madre suspiró.
—¿Qué puedo hacer yo? —Me miró con cara de preocupación
—. Me gustaría que frecuentaras a otra gente. ¿Qué hay de Anita?
—Anita nunca va a ser nada más que una buena amiga —dije, algo nerviosa—. Ya hemos hablado bastante de ese tema.
—¿Anita no tiene amigas que te resulten simpáticas? —preguntó.
—Mamá… —Sacudí la cabeza.
—Lo sé, lo sé. —Alzó sus manos con impotencia—. Yo sólo soy tu anciana madre y de todos modos no sé muy bien lo que hay,tal y como os gusta decir a vosotras, las jóvenes.
—¡Tú no eres vieja! —exclamé, riendo, y la abrazacé—. Eres la madre más joven que existe. Estoy segura de que la gente piensa que somos hermanas.
—Seguro… —respondió, en un tono irónico.
Sonó el teléfono y me dirigí a él para contestar.
—Fresenius —dijo una voz, sin tan siquiera una pizca de tono erótico.
Necesité un instante para recuperarme del shock.
—Señora Fresenius —respondí después.
—Me falta su firma en algunos formularios —dijo la abogada—.Mi bufete se los ha enviado, pero no los ha devuelto.
—Es cierto —contesté, con los dientes apretados. Se trataba de la cuenta corriente que Lena había abierto para mí—. Y no lo voy a hacer.
Hubo unos segundos de silencio.
—¿Está usted segura? —preguntó.
—Muy segura —remaché la expresión.
—Bien. Entonces voy a tomar nota. —Sonaba como si quisiera colgar.
—¿Usted ha… —inquirí a toda prisa—, ha sabido algo de Lena?
—No —contestó—. Ahora que ya ha vendido la casa…
—¿Ha vendido la casa? —interrumpí, perpleja—. ¿Además de la agencia?
—Y no sólo la agencia —respondió la señora Fresenius—. Lo ha vendido todo.
—Pero… pero… —tartamudeé. Desesperada, me apoyé en la pared—. ¿Eso quiere decir que Lena no va a regresar?
Lana Fresenius dudó por un instante.
—Aquel día ya le comenté en la agencia que no me parecía muy probable que regresara —dijo, en un tono profesional.
—Sí…, sí…, pero… —A pesar de lo que ella me comentó en su momento, yo contaba con que Lena volvería. ¿Qué sabía la señora Fresenius?—. Pero…, tiene que estar en algún sitio —tartamudeé.
—Es cierto, pero, como ya le he dicho, yo lo ignoro.
—Usted…, usted sabe algo —afirmé. Yo tenía la indudable sospecha de que me ocultaba algo—. ¿Por qué no me lo dice?
—Lo siento, no le puedo decir nada —repuso Lana Fresenius y colgó.
Mi madre me miraba.
—¿Fresenius? —dijo, frunciendo el entrecejo—. Ese nombre me resulta conocido.
—Es… —Mi boca estaba tan seca que tuve que tragar saliva en varias ocasiones—es la abogada de Lena—murmuré.
—¡Ah, sí! —exclamó—. ¿Lena ha vendido su casa?
—Sí. —La miré y me senté—. Me lo ha dicho la señora Fresenius.
—Si es su abogada, será cierto.
—De verdad que aún no lo entiendo —afirmé, todavía impresionada.
—Se ha mudado —sentenció mi madre—. Y no va a volver.
—Pero ella no puede limitarse a… —Apoyé la cabeza sobre las manos.
Mi madre se acercó a mí y me puso el brazo sobre los hombros.
—Algunas personas son así —aseguró—. Recogen sus cosas de un día para otro y se van a otro sitio. No saben ser de otra forma.
—Pero…, pero Lena es… No ha dicho nada al respecto —balbuceé, desesperada.
—Ah, tesoro… —Mi madre me tocó el pelo—. Ella se ha ido.Olvídala. Tienes que olvidarla lo antes que puedas. Seguro que ella ya no te recuerda desde hace mucho tiempo. Vive en otro sitio, en una nueva casa, con nuevas personas, tiene una nueva vida.Entiéndelo de una vez. —Su voz sonó un tanto desamparada y
dudosa. No sabía qué hacer.
—Pero…, mamá…, compréndelo… —Levanté la cabeza para mirarla—. Lena es… Ella no es nada espontánea, no toma sus decisiones así de improvisto. Piensa mucho las cosas. Y si…, si ella lo tenía pensado, habría hecho planes hace mucho tiempo y entonces…
—Quizá los hizo —dijo mi madre—, pero no lo supiste. Tú misma has dicho que no hablaba de muchas cosas.
—De cosas personales no —contesté—. No le gustaba hablar de temas privados, pero sí de asuntos profesionales. Eran su razón de vivir.
—Pues esta vez no lo ha hecho —dijo mi madre, con aspecto enervado—. Y tú no puedes cambiar nada. Ha ocurrido y tienes que aceptarlo, como todos hemos de aceptar en esta vida muchas cosas que no nos gustan. Eso también hay que aprenderlo.
—¡Pero yo no quiero aprenderlo! —Salté—. ¡Quiero saber dónde está y quiero hablar con ella!
Mi madre respiró hondo y suspiró.
—Primero tranquilízate —respondió—. Luego ya pensaremos en lo que vamos a hacer.
—Sí —contesté—. Quieren muestras de mi trabajo. Es más complicado de lo que me había imaginado. Debo escribir un reportaje y otros artículos. No tengo ni idea de cómo hacerlo.
—Ah, y por eso tienes la habitación empapelada de periódicos—dijo, riéndose.
—Necesito modelos —repuse, turbada—. Una va al colegio durante años y luego hace la selectividad, pero nadie te cuenta nada de esto.
—Lo vas a conseguir —respondió.
—Lo intentaré, pero somos muchos aspirantes para muy pocas plazas. No tengo muchas posibilidades.
—Siempre eres tan pesimista… —afirmó mi madre—. ¿Por qué van a ser mejores los demás? Tú siempre has sido muy buena.
—En el colegio sí. —Suspiré—. Pero esto es otra cosa.
—Tú también eras buena con… —Se calló y me echó una rápida mirada—. En la agencia de publicidad —continuó, con aspecto inocente.
Respiré hondo. Había conseguido mitigar un poco los recuerdos de los últimos días a causa de las muchas novedades que atraían mi atención. Si mi madre no lo hubiera nombrado, quizás hubiera tenido un momento de sosiego, pero así…
—Sí —dije yo—. Puede que lo fuera. —Mi madre pensaba sólo en los textos que yo había escrito para Lena; yo me refería a otras muchas cosas, de las que mi madre no tenía ni idea.
—Eso ya son muestras de tu trabajo —insistió—. ¿No puedes incluirlas?
—¿Textos de publicidad? —Sacudí la cabeza—. No, no se puede hacer. Esto es algo muy distinto. —Sonreí—. Lena diría que no es cierto, de hecho ya me lo dijo en una ocasión.
Mi madre me miró con expresión pensativa.
—¿Qué tal te encuentras cuando piensas en ella? —preguntó—.¿Mejor?
Sacudí la cabeza con un ademán de duda.
—No —respondí—. Intento no pensar demasiado, pero no siempre lo consigo.
—¿Aún no ha vuelto? —preguntó.
—No, que yo sepa —contesté.
—¿No lo sabes?
—No. —Suspiré—. Fui a su casa y está cerrada. Ha vendido la agencia. No tengo ni idea de dónde puedo buscarla.
—Quizá debas dejar de buscar —sugirió.
—Ya lo sé. —Me levanté, retorciéndome las manos—. Sé que lo mejor sería que no volviera a pensar nunca más en ella, que la olvidara.
—Sí, sería lo mejor —dijo mi madre—. Se ha comportado de una forma…
—Ella ha… —tragué saliva—. Ella hizo algo que no debió hacer. Pero sólo por eso no se la puede condenar…
—Sigues queriéndola —dijo mi madre.
—¡Pues claro que sigo amándola! —Mi voz reflejó duda, igual que yo me sentía en aquel momento—. Ella es… ella es… Siempre que pienso en ella la deseo. Cada día espero que regrese para que podamos hablar, para poner en claro todos los malentendidos y volver a ser felices.
—¿Es eso lo que de verdad deseas? —preguntó mi madre—.¿Hablar con ella? ¿Y de dónde vas a partir, de la misma base que antes?
—Sí. —La miré con ojos que rogaban comprensión.
Mi madre suspiró.
—¿Qué puedo hacer yo? —Me miró con cara de preocupación
—. Me gustaría que frecuentaras a otra gente. ¿Qué hay de Anita?
—Anita nunca va a ser nada más que una buena amiga —dije, algo nerviosa—. Ya hemos hablado bastante de ese tema.
—¿Anita no tiene amigas que te resulten simpáticas? —preguntó.
—Mamá… —Sacudí la cabeza.
—Lo sé, lo sé. —Alzó sus manos con impotencia—. Yo sólo soy tu anciana madre y de todos modos no sé muy bien lo que hay,tal y como os gusta decir a vosotras, las jóvenes.
—¡Tú no eres vieja! —exclamé, riendo, y la abrazacé—. Eres la madre más joven que existe. Estoy segura de que la gente piensa que somos hermanas.
—Seguro… —respondió, en un tono irónico.
Sonó el teléfono y me dirigí a él para contestar.
—Fresenius —dijo una voz, sin tan siquiera una pizca de tono erótico.
Necesité un instante para recuperarme del shock.
—Señora Fresenius —respondí después.
—Me falta su firma en algunos formularios —dijo la abogada—.Mi bufete se los ha enviado, pero no los ha devuelto.
—Es cierto —contesté, con los dientes apretados. Se trataba de la cuenta corriente que Lena había abierto para mí—. Y no lo voy a hacer.
Hubo unos segundos de silencio.
—¿Está usted segura? —preguntó.
—Muy segura —remaché la expresión.
—Bien. Entonces voy a tomar nota. —Sonaba como si quisiera colgar.
—¿Usted ha… —inquirí a toda prisa—, ha sabido algo de Lena?
—No —contestó—. Ahora que ya ha vendido la casa…
—¿Ha vendido la casa? —interrumpí, perpleja—. ¿Además de la agencia?
—Y no sólo la agencia —respondió la señora Fresenius—. Lo ha vendido todo.
—Pero… pero… —tartamudeé. Desesperada, me apoyé en la pared—. ¿Eso quiere decir que Lena no va a regresar?
Lana Fresenius dudó por un instante.
—Aquel día ya le comenté en la agencia que no me parecía muy probable que regresara —dijo, en un tono profesional.
—Sí…, sí…, pero… —A pesar de lo que ella me comentó en su momento, yo contaba con que Lena volvería. ¿Qué sabía la señora Fresenius?—. Pero…, tiene que estar en algún sitio —tartamudeé.
—Es cierto, pero, como ya le he dicho, yo lo ignoro.
—Usted…, usted sabe algo —afirmé. Yo tenía la indudable sospecha de que me ocultaba algo—. ¿Por qué no me lo dice?
—Lo siento, no le puedo decir nada —repuso Lana Fresenius y colgó.
Mi madre me miraba.
—¿Fresenius? —dijo, frunciendo el entrecejo—. Ese nombre me resulta conocido.
—Es… —Mi boca estaba tan seca que tuve que tragar saliva en varias ocasiones—es la abogada de Lena—murmuré.
—¡Ah, sí! —exclamó—. ¿Lena ha vendido su casa?
—Sí. —La miré y me senté—. Me lo ha dicho la señora Fresenius.
—Si es su abogada, será cierto.
—De verdad que aún no lo entiendo —afirmé, todavía impresionada.
—Se ha mudado —sentenció mi madre—. Y no va a volver.
—Pero ella no puede limitarse a… —Apoyé la cabeza sobre las manos.
Mi madre se acercó a mí y me puso el brazo sobre los hombros.
—Algunas personas son así —aseguró—. Recogen sus cosas de un día para otro y se van a otro sitio. No saben ser de otra forma.
—Pero…, pero Lena es… No ha dicho nada al respecto —balbuceé, desesperada.
—Ah, tesoro… —Mi madre me tocó el pelo—. Ella se ha ido.Olvídala. Tienes que olvidarla lo antes que puedas. Seguro que ella ya no te recuerda desde hace mucho tiempo. Vive en otro sitio, en una nueva casa, con nuevas personas, tiene una nueva vida.Entiéndelo de una vez. —Su voz sonó un tanto desamparada y
dudosa. No sabía qué hacer.
—Pero…, mamá…, compréndelo… —Levanté la cabeza para mirarla—. Lena es… Ella no es nada espontánea, no toma sus decisiones así de improvisto. Piensa mucho las cosas. Y si…, si ella lo tenía pensado, habría hecho planes hace mucho tiempo y entonces…
—Quizá los hizo —dijo mi madre—, pero no lo supiste. Tú misma has dicho que no hablaba de muchas cosas.
—De cosas personales no —contesté—. No le gustaba hablar de temas privados, pero sí de asuntos profesionales. Eran su razón de vivir.
—Pues esta vez no lo ha hecho —dijo mi madre, con aspecto enervado—. Y tú no puedes cambiar nada. Ha ocurrido y tienes que aceptarlo, como todos hemos de aceptar en esta vida muchas cosas que no nos gustan. Eso también hay que aprenderlo.
—¡Pero yo no quiero aprenderlo! —Salté—. ¡Quiero saber dónde está y quiero hablar con ella!
Mi madre respiró hondo y suspiró.
—Primero tranquilízate —respondió—. Luego ya pensaremos en lo que vamos a hacer.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
No puedo con tanto ;-; siento un pequeño odio hacia Lena, mi pobre Yul
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
—No hay ninguna persona que desaparezca sin dejar huella —dijo Anita—. Eso lo puedes leer en cualquier novela policíaca. Incluso aunque los malos intenten borrar todos los rastros, siempre queda algo.
—¡Pero Lena no es una delincuente! —protesté—. ¡Ella no es el doctor Kimble, el de la serie El fugitivo!
—¿Quién sabe? —dijo Anita.
—Anita no va del todo desencaminada —añadió mi madre.Estábamos sentadas otra vez alrededor de la mesa de la cocina,después de haber cenado. Anita parecía disfrutar con nosotras, por lo que, a pesar de que ya tenía un piso, se pasaba por nuestra casa con gran regularidad—. Da un poco la impresión de que Lena ha huido. Como si no hubiera tenido otra opción.
—Siempre ha sido correcta en todas sus cosas —afirmé—. No me puedo imaginar que haya hecho algo por lo que pueda ser perseguida judicialmente. Eso no va con ella.
—Evasión de impuestos —dijo Anita—. Todos los empresarios se quejan siempre de que los impuestos son demasiado elevados.Quizá se ha mudado a un paraíso fiscal.
—Nunca me dijo nada sobre los impuestos —cavilé—. De que fueran o no muy elevados. Jamás tuvo problemas con el dinero.
—Quizá vivía a base de créditos —comentó—. Sé lo que es eso. Muchos empresarios están en la ruina, pero intentan guardar las apariencias. Gastan mucho más dinero que antes para que nadie pueda sospechar que algo no les va bien.
—Podría preguntarle a la abogada —respondí—. Ella debe de saberlo, aunque no me va a decir nada.
—Mejor que le preguntes a su asesor fiscal —dijo Anita, a la que, desde su más tierna infancia, le resultaban muy familiares los temas de dinero—. Claro que tampoco te va a decir nada. Están obligados a guardar silencio sobre sus clientes.
—No es eso. —Dejé caer con violencia una mano sobre la mesa—. Lena no tiene deudas y no se ha ido por eso. Nunca.
—Si estás tan segura… —dijo Anita, con aire dubitativo.
—Sí, estoy segura —repliqué con firmeza—. Lena lo tenía todo arreglado en lo referente a temas de dinero. No habría vendido la agencia, porque eso le hubiera supuesto privarse de las propias bases de su existencia. Hubiera sido muy raro en ella. Si sólo hubiera vendido la casa, pero no la agencia…, podría aceptarse que había utilizado el dinero para liquidar algunas deudas,pero así…
—Entonces tiene que haber otro motivo —afirmó mi madre—.Un motivo de mucho peso. —Me miró.
Alcé los hombros.
—No tengo ni idea de lo que haya podido ser.
Mi madre frunció el entrecejo.
—Si estuviera en edad de jubilarse, podríamos suponer que se ha apartado del mundo laboral para ir a algún sitio hermoso a disfrutar de su retiro. Pero es demasiado joven para ello.
—Sí, es muy joven para eso —dije, pensativa.
—¿En qué piensas? —Anita me miró, inquisitiva.
—Siempre he estado pensando en la dirección equivocada —respondí—. Creo que nos ha ocurrido a todas. Hemos supuesto que se ha mudado a otra ciudad para montar allí otra agencia o el negocio que sea. Pero, ¿y si ella no quería? ¿Y si lo único que deseaba era irse a un sitio bonito? —Miré a mi madre.
Mi madre suspiró.
—Habéis estado en tantos sitios maravillosos que tendríamos que buscar durante mucho tiempo.
—No —dije—. Sólo sé de un sitio adecuado: su yate. —Sacudí la cabeza—. No lo había pensado… Creo que Lena sería feliz en ese barco; un lugar donde se podía sentir ella misma; un punto de escape en el que podía olvidarse de todo lo que la abrumaba.En cualquier otra circunstancia, siempre se sentía controlada y se
mantenía distante y reservada, pero allí era bromista y estaba feliz.
Eso es, en su barco, ¡está en su barco!
Mi madre y Anita no podían seguir mi argumentación y me pareció que me miraban con escepticismo.
—¡Claro! —exclamé—. Está allí. Seguro que ha estado allí todo el tiempo.
—¿Y dónde está ese barco? —preguntó Anita.
—En el mar Egeo —contesté. Me vinieron a la mente un par de recuerdos que me hicieron enmudecer.
—Pues eso no está aquí al lado —replicó Anita con sequedad.
—No —dije—. Hay que ir en avión hasta Atenas y luego tomar un vuelo más corto para Astipalaia, la isla en la que suele tener amarrado el yate.
—¡Humm! —exclamó Anita—. Sería una excursión bastante costosa, si luego resultara que no está.
—¿Quieres decir…, quieres decir que debería ir allí? —La miré con fijeza y ella me devolvió una mirada de perplejidad.
—Y, si no, ¿qué vas a hacer? ¿Puedes llamar por teléfono?
Miré a la mesa con gesto turbado.
—Ya lo has intentado —dijo mi madre—, ¿verdad?
—Sí —asentí—. No lo coge. El móvil está desconectado.
—Pues si estás tan segura de que se encuentra allí, no te queda otra opción que ir a verla en persona —insistió Anita.
Me quedé pensativa. Me superaba el desarrollo de los acontecimientos y tenía que pensar en varias cosas a la vez.
—Estoy bastante segura —afirmé—. Pero, claro, no al cien por cien. —¿No vas a volar hasta allí? —preguntó Anita.
—Sí, sí. Claro. Pero tengo que pensar en eso —respondí.
—Y también en el dinero —dijo mi madre—. Voy a mirar lo que queda en la libreta de ahorros. No hay mucho, pero espero que llegue.
—No, no, no hace falta que lo haga —dijo Anita—. Podemos ir de todas formas. Tengo muchos puntos de vuelo acumulados gracias a los viajes de negocios de mis padres.
—¿Nosotras? —pregunté.
Mi madre y yo miramos a Anita simultáneamente.
—Sí, ¿acaso piensas que me lo voy a perder? —dijo Anita, con expresión de felicidad—. Una escapada al Egeo, buen tiempo, sol,mar y playa. Y ahora que ya he oído tantas cosas sobre Lena,además me gustaría conocerla.
—Eeeehh… —Me quedé sin palabras. Todo iba demasiado rápido. Me imaginé como si tuviera que saltar para salvarme de un edificio que se desplomaba sobre mí.
—Tú, por supuesto, no tienes que hacerlo si no quieres… —dijo
Anita.
—Esto…, todo esto… ¿Puedo pensármelo un segundo? —repuse, en un tono agotado.
—Pero que no sea mucho más tiempo. —Anita hizo una mueca—. También podríamos ir las tres —sugirió, mientras se volvía hacia mi madre.
—No. —Mi madre sacudió la cabeza—. Yo ahora no tengo vacaciones y las debería haber pedido hace meses. Todo el trabajo está programado de antemano para todo el año. Mi jefe es muy poco flexible en ese sentido.
—Es una pena —dijo Anita.
—Sí, es una pena —corroboró mi madre.
—Entonces, Yulia… —Anita se dirigió a mí—, ¿cuándo cogemos el avión?
Fue como aquella primera vez que volé con Lena rumbo al Egeo. Ella casi me había atropellado con la propuesta y yo no había dispuesto de ninguna opción.
—No tengo ni idea de los vuelos que hay —respondí con voz débil.
—¿A Grecia? Todos los días —afirmó Anita muy convencida—.Sólo falta saber si el otro vuelo a esa isla es diario.
—Yo… yo no me apaño muy bien con esas cosas —dije,dudosa.
—Pues déjamelo a mí. Lo de Atenas lo tengo claro, pero ¿cómo se llama la isla?
—Astipalaia —contesté. No olvidaría nunca ese nombre. Sólo con aquel vuelo que hizo precisa una aclimatación…
—Bien —repuso Anita—. Me voy a colgar del teléfono. No creo que resulte tan complicado.
—¡Pero Lena no es una delincuente! —protesté—. ¡Ella no es el doctor Kimble, el de la serie El fugitivo!
—¿Quién sabe? —dijo Anita.
—Anita no va del todo desencaminada —añadió mi madre.Estábamos sentadas otra vez alrededor de la mesa de la cocina,después de haber cenado. Anita parecía disfrutar con nosotras, por lo que, a pesar de que ya tenía un piso, se pasaba por nuestra casa con gran regularidad—. Da un poco la impresión de que Lena ha huido. Como si no hubiera tenido otra opción.
—Siempre ha sido correcta en todas sus cosas —afirmé—. No me puedo imaginar que haya hecho algo por lo que pueda ser perseguida judicialmente. Eso no va con ella.
—Evasión de impuestos —dijo Anita—. Todos los empresarios se quejan siempre de que los impuestos son demasiado elevados.Quizá se ha mudado a un paraíso fiscal.
—Nunca me dijo nada sobre los impuestos —cavilé—. De que fueran o no muy elevados. Jamás tuvo problemas con el dinero.
—Quizá vivía a base de créditos —comentó—. Sé lo que es eso. Muchos empresarios están en la ruina, pero intentan guardar las apariencias. Gastan mucho más dinero que antes para que nadie pueda sospechar que algo no les va bien.
—Podría preguntarle a la abogada —respondí—. Ella debe de saberlo, aunque no me va a decir nada.
—Mejor que le preguntes a su asesor fiscal —dijo Anita, a la que, desde su más tierna infancia, le resultaban muy familiares los temas de dinero—. Claro que tampoco te va a decir nada. Están obligados a guardar silencio sobre sus clientes.
—No es eso. —Dejé caer con violencia una mano sobre la mesa—. Lena no tiene deudas y no se ha ido por eso. Nunca.
—Si estás tan segura… —dijo Anita, con aire dubitativo.
—Sí, estoy segura —repliqué con firmeza—. Lena lo tenía todo arreglado en lo referente a temas de dinero. No habría vendido la agencia, porque eso le hubiera supuesto privarse de las propias bases de su existencia. Hubiera sido muy raro en ella. Si sólo hubiera vendido la casa, pero no la agencia…, podría aceptarse que había utilizado el dinero para liquidar algunas deudas,pero así…
—Entonces tiene que haber otro motivo —afirmó mi madre—.Un motivo de mucho peso. —Me miró.
Alcé los hombros.
—No tengo ni idea de lo que haya podido ser.
Mi madre frunció el entrecejo.
—Si estuviera en edad de jubilarse, podríamos suponer que se ha apartado del mundo laboral para ir a algún sitio hermoso a disfrutar de su retiro. Pero es demasiado joven para ello.
—Sí, es muy joven para eso —dije, pensativa.
—¿En qué piensas? —Anita me miró, inquisitiva.
—Siempre he estado pensando en la dirección equivocada —respondí—. Creo que nos ha ocurrido a todas. Hemos supuesto que se ha mudado a otra ciudad para montar allí otra agencia o el negocio que sea. Pero, ¿y si ella no quería? ¿Y si lo único que deseaba era irse a un sitio bonito? —Miré a mi madre.
Mi madre suspiró.
—Habéis estado en tantos sitios maravillosos que tendríamos que buscar durante mucho tiempo.
—No —dije—. Sólo sé de un sitio adecuado: su yate. —Sacudí la cabeza—. No lo había pensado… Creo que Lena sería feliz en ese barco; un lugar donde se podía sentir ella misma; un punto de escape en el que podía olvidarse de todo lo que la abrumaba.En cualquier otra circunstancia, siempre se sentía controlada y se
mantenía distante y reservada, pero allí era bromista y estaba feliz.
Eso es, en su barco, ¡está en su barco!
Mi madre y Anita no podían seguir mi argumentación y me pareció que me miraban con escepticismo.
—¡Claro! —exclamé—. Está allí. Seguro que ha estado allí todo el tiempo.
—¿Y dónde está ese barco? —preguntó Anita.
—En el mar Egeo —contesté. Me vinieron a la mente un par de recuerdos que me hicieron enmudecer.
—Pues eso no está aquí al lado —replicó Anita con sequedad.
—No —dije—. Hay que ir en avión hasta Atenas y luego tomar un vuelo más corto para Astipalaia, la isla en la que suele tener amarrado el yate.
—¡Humm! —exclamó Anita—. Sería una excursión bastante costosa, si luego resultara que no está.
—¿Quieres decir…, quieres decir que debería ir allí? —La miré con fijeza y ella me devolvió una mirada de perplejidad.
—Y, si no, ¿qué vas a hacer? ¿Puedes llamar por teléfono?
Miré a la mesa con gesto turbado.
—Ya lo has intentado —dijo mi madre—, ¿verdad?
—Sí —asentí—. No lo coge. El móvil está desconectado.
—Pues si estás tan segura de que se encuentra allí, no te queda otra opción que ir a verla en persona —insistió Anita.
Me quedé pensativa. Me superaba el desarrollo de los acontecimientos y tenía que pensar en varias cosas a la vez.
—Estoy bastante segura —afirmé—. Pero, claro, no al cien por cien. —¿No vas a volar hasta allí? —preguntó Anita.
—Sí, sí. Claro. Pero tengo que pensar en eso —respondí.
—Y también en el dinero —dijo mi madre—. Voy a mirar lo que queda en la libreta de ahorros. No hay mucho, pero espero que llegue.
—No, no, no hace falta que lo haga —dijo Anita—. Podemos ir de todas formas. Tengo muchos puntos de vuelo acumulados gracias a los viajes de negocios de mis padres.
—¿Nosotras? —pregunté.
Mi madre y yo miramos a Anita simultáneamente.
—Sí, ¿acaso piensas que me lo voy a perder? —dijo Anita, con expresión de felicidad—. Una escapada al Egeo, buen tiempo, sol,mar y playa. Y ahora que ya he oído tantas cosas sobre Lena,además me gustaría conocerla.
—Eeeehh… —Me quedé sin palabras. Todo iba demasiado rápido. Me imaginé como si tuviera que saltar para salvarme de un edificio que se desplomaba sobre mí.
—Tú, por supuesto, no tienes que hacerlo si no quieres… —dijo
Anita.
—Esto…, todo esto… ¿Puedo pensármelo un segundo? —repuse, en un tono agotado.
—Pero que no sea mucho más tiempo. —Anita hizo una mueca—. También podríamos ir las tres —sugirió, mientras se volvía hacia mi madre.
—No. —Mi madre sacudió la cabeza—. Yo ahora no tengo vacaciones y las debería haber pedido hace meses. Todo el trabajo está programado de antemano para todo el año. Mi jefe es muy poco flexible en ese sentido.
—Es una pena —dijo Anita.
—Sí, es una pena —corroboró mi madre.
—Entonces, Yulia… —Anita se dirigió a mí—, ¿cuándo cogemos el avión?
Fue como aquella primera vez que volé con Lena rumbo al Egeo. Ella casi me había atropellado con la propuesta y yo no había dispuesto de ninguna opción.
—No tengo ni idea de los vuelos que hay —respondí con voz débil.
—¿A Grecia? Todos los días —afirmó Anita muy convencida—.Sólo falta saber si el otro vuelo a esa isla es diario.
—Yo… yo no me apaño muy bien con esas cosas —dije,dudosa.
—Pues déjamelo a mí. Lo de Atenas lo tengo claro, pero ¿cómo se llama la isla?
—Astipalaia —contesté. No olvidaría nunca ese nombre. Sólo con aquel vuelo que hizo precisa una aclimatación…
—Bien —repuso Anita—. Me voy a colgar del teléfono. No creo que resulte tan complicado.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
—No te mareas en el avión, ¿verdad? —me preguntó Anita,preocupada—. Estás tan pálida…
—Ayer estábamos en la cocina de mi casa hablando de este tema y ahora en el aeropuerto —contesté—. Casi no he podido dormir por los nervios, por eso estoy pálida. No tengo ningún problema con los aviones.
—Eso está bien —dijo Anita—. Ahora dime tan sólo: ¿te entendí mal y no querías volar?
—Todo ha sido muy rápido —respondí, en un tono de disculpa—. Casi no he tenido tiempo ni de hacer la maleta.
—¿Qué se necesita bajo el sol meridional? Estorba casi todo y si te falta algo lo podemos comprar allí.
—Eso es lo que me dijo también Lena —recordé en voz muy baja.
—Seguro que está allí —dijo Anita—. Se te veía tan segura.
—Pero pierdo la seguridad a medida que pasan los segundos —afirmé—. Quizás ha sido sólo una idea descabellada. Como no se me ocurría otra cosa…
—Si es así, lo comprobaremos al llegar a Grecia. Y puesto que estaremos allí, podremos disfrutar de unas vacaciones.
—Si es así… —vacilé—. Si ella no está allí, no sé dónde debería buscarla —murmuré.
—La encontraremos —afirmó mi amiga—. A lo mejor regresa de motu propio.
—Eso ya no me lo creo —dije—. En tal caso, ya hubiera regresado hace mucho tiempo.
—Tú sabrás, porque yo no la conozco. ¿Fuisteis muchas veces al Egeo? —Se sentó en un banco de la sala de embarque.
—Sólo una vez —dije en voz baja—. Al principio de todo.
—Oh, entonces resultará muy romántico para ti volver de nuevo—aseguró una Anita sonriente—. Fue casi como vuestra luna de miel. Yo no contesté, debido a que todo lo que me parecía muy lejano en el tiempo aparecía de nuevo ante mí. Lena y yo también habíamos salido de aquel mismo aeropuerto y yo no sabía lo que me esperaba, ni lo podía sospechar.
Anita interpretó mal mi silencio.
—La vamos a encontrar —repitió para consolarme.
—Pero…, ¿qué pasará después? —tartamudeé, mientras me ponía la cabeza entre las manos—. ¿Qué hago si ella no me quiere ver? —murmuré.
—Entonces puedes hacer con ella lo mismo que he hecho yo con Tessy —respondió, tajante—. La tachas de tu vida.
La miré con desesperación.
—No puedo hacerlo —susurré.
—Eso también lo decía yo hasta hace poco. ¿Te acuerdas de aquella vez en Kazan, cuando me consolaste? —dijo Anita—. ¿Y qué pasa hoy? Ya casi no me acuerdo de cómo es Tessy.
—Eso no es cierto, Anita. —A pesar de mis incontenibles lágrimas, no tuve más remedio que sonreír.
—Bien, no es del todo cierto —admitió Anita—. Pero sí lo será en un futuro muy próximo. Por ahora aún me acuerdo de cómo es.
—Su mirada estaba un poco perdida.
—Es muy atractiva —afirmé.
—¡Oh, sí! —Anita suspiró—. ¿No te parece terrible que seamos tan superficiales y sólo nos fijemos en el aspecto exterior? Espero ser más inteligente la próxima vez.
Al menos, aunque sólo fuera en sus pensamientos, podía imaginarse una próxima vez, pero no era ese mi caso. Lenaera en lo único en lo que deseaba pensar y no quería hacer otra cosa.
—Ayer estábamos en la cocina de mi casa hablando de este tema y ahora en el aeropuerto —contesté—. Casi no he podido dormir por los nervios, por eso estoy pálida. No tengo ningún problema con los aviones.
—Eso está bien —dijo Anita—. Ahora dime tan sólo: ¿te entendí mal y no querías volar?
—Todo ha sido muy rápido —respondí, en un tono de disculpa—. Casi no he tenido tiempo ni de hacer la maleta.
—¿Qué se necesita bajo el sol meridional? Estorba casi todo y si te falta algo lo podemos comprar allí.
—Eso es lo que me dijo también Lena —recordé en voz muy baja.
—Seguro que está allí —dijo Anita—. Se te veía tan segura.
—Pero pierdo la seguridad a medida que pasan los segundos —afirmé—. Quizás ha sido sólo una idea descabellada. Como no se me ocurría otra cosa…
—Si es así, lo comprobaremos al llegar a Grecia. Y puesto que estaremos allí, podremos disfrutar de unas vacaciones.
—Si es así… —vacilé—. Si ella no está allí, no sé dónde debería buscarla —murmuré.
—La encontraremos —afirmó mi amiga—. A lo mejor regresa de motu propio.
—Eso ya no me lo creo —dije—. En tal caso, ya hubiera regresado hace mucho tiempo.
—Tú sabrás, porque yo no la conozco. ¿Fuisteis muchas veces al Egeo? —Se sentó en un banco de la sala de embarque.
—Sólo una vez —dije en voz baja—. Al principio de todo.
—Oh, entonces resultará muy romántico para ti volver de nuevo—aseguró una Anita sonriente—. Fue casi como vuestra luna de miel. Yo no contesté, debido a que todo lo que me parecía muy lejano en el tiempo aparecía de nuevo ante mí. Lena y yo también habíamos salido de aquel mismo aeropuerto y yo no sabía lo que me esperaba, ni lo podía sospechar.
Anita interpretó mal mi silencio.
—La vamos a encontrar —repitió para consolarme.
—Pero…, ¿qué pasará después? —tartamudeé, mientras me ponía la cabeza entre las manos—. ¿Qué hago si ella no me quiere ver? —murmuré.
—Entonces puedes hacer con ella lo mismo que he hecho yo con Tessy —respondió, tajante—. La tachas de tu vida.
La miré con desesperación.
—No puedo hacerlo —susurré.
—Eso también lo decía yo hasta hace poco. ¿Te acuerdas de aquella vez en Kazan, cuando me consolaste? —dijo Anita—. ¿Y qué pasa hoy? Ya casi no me acuerdo de cómo es Tessy.
—Eso no es cierto, Anita. —A pesar de mis incontenibles lágrimas, no tuve más remedio que sonreír.
—Bien, no es del todo cierto —admitió Anita—. Pero sí lo será en un futuro muy próximo. Por ahora aún me acuerdo de cómo es.
—Su mirada estaba un poco perdida.
—Es muy atractiva —afirmé.
—¡Oh, sí! —Anita suspiró—. ¿No te parece terrible que seamos tan superficiales y sólo nos fijemos en el aspecto exterior? Espero ser más inteligente la próxima vez.
Al menos, aunque sólo fuera en sus pensamientos, podía imaginarse una próxima vez, pero no era ese mi caso. Lenaera en lo único en lo que deseaba pensar y no quería hacer otra cosa.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Cuando llegamos a Atenas casi nos fulmina el calor, lo mismo que ocurrió la primera vez que aterricé allí.
—Tú ya has estado aquí —dijo Anita—. ¿De dónde sale el avión para Astipalaia?
—Tenemos que atravesar todo el aeropuerto —respondí—. En el otro extremo. —Me estremecí al recordar que en aquel trayecto estaba la tienda duty-free en la que Lena me había comprado el reloj como pago por los «servicios» que le había prestado en los lavabos del vuelo a Atenas. No eran buenos recuerdos. Sobre todo porque Lena había vuelto a sacar a la luz hacía poco el tema del contrato.
Pero no tenía más remedio que hacerme a la idea de que aquel viaje me iba a recordar en todo momento al otro. Todo lo que había pasado entre ambos viajes no tenía nada que ver aquí. Aquél había sido el principio y… ¡No, no, eso no!… Esperaba que el de ahora no fuera el final.
Facturamos en el pequeño avión que iba a Astipalaia y aún nos dio tiempo de tomarnos un café en el aeropuerto.
—¿Cuánto dura el vuelo? —preguntó Anita.
—No lo sé con exactitud. —Me encogí de hombros—. No puedo acordarme, porque aquél fue un viaje algo accidentado y se me hizo más largo.
—Seguro que viene en el billete —dijo Anita—. Pero da lo mismo, lo importante es que lleguemos.
—Eso no está garantizado. —Torcí la boca con una mueca.
—¡Vaya con la pesimista! —Anita se echó a reír—. He volado en tantas ocasiones que se me ha olvidado el número. Mis padres ya me llevaban de niña. Y siempre llegamos a nuestro destino.
—Yo viajé en avión por primera vez el año pasado —dije—.Siendo yo pequeña, mi madre nunca se pudo permitir hacer viajes en avión. Y hoy día tampoco puede.
—Es mucho mejor si, por fin, se utilizan los puntos de vuelo acumulados por mis padres —manifestó Anita mientras sonreía con gesto irónico. Luego escuchó lo que dijeron a través de la megafonía—. Creo que ése es nuestro vuelo —informó—, a pesar de que no he entendido ni una sola palabra.
Fuimos a pie por la pista en la que nos esperaba el pequeño avión. Como me ocurrió en el anterior viaje, lo miré sin mucha confianza. Sin embargo, me subí en él. Anita pensaba que todo aquello era muy emocionante.
—Debo admitir que nunca había volado en un trasto tan pequeño. —Miró por la ventanilla lateral—. ¿Te alegra ir a Astipalaia?
—Me alegraré cuando hayamos aterrizado —dije—. En este momento me falta un poco de tranquilidad —hice una mueca.
—Pero si aún no hemos despegado… —rió Anita.
En aquel momento arrancaron los motores, todo el fuselaje del avión se estremeció y nosotras con él.
—Nos vamos —dijo Anita, abrochándose el cinturón.
Yo ya me lo había abrochado, pero seguía sintiéndome insegura.Miré hacia delante; allí el avión se estrechaba y se podía ver directamente la cabina del piloto. No había puerta. Al alcanzar la velocidad suficiente, el piloto hizo descender una palanca y el avión se elevó. Pero no fue sólo él quien accionó aquella palanca: el copiloto colocó las dos manos sobre la suya y las movieron al unísono. Aquello no incrementó en absoluto el nivel de tranquilidad de mi sangre.
—¿Lo has visto? —le pregunté a Anita.
—¿Qué tenía que ver? —Anita tenía puesta la vista en la superficie de la tierra, que se alejaba.
—Han tenido que hacer despegar el avión entre dos personas. ¿Será que hay algo averiado?
—No lo creo. —Anita parecía totalmente despreocupada—.Estamos en el aire sin ningún problema.
Me hubiera gustado tener su valor…
El vuelo fue más tranquilo que la primera vez, o al menos eso me pareció. En todo caso, aterrizamos sin daños en Astipalaia, pero la sensación de temor no desapareció del todo de mi estómago hasta que no nos bajamos del avión y nos alejamos de él.
—Bien, ¿dónde está el puerto? —preguntó Anita y me miró.
—¡Humm!… Aquí no —dije, cohibida.
—¿Entonces dónde? —preguntó Anita y me pareció que escudriñaba con la vista más allá de las alas del avión.
—Tenemos… —carraspeé—. Tenemos que conducir un poco para llegar hasta allí.
—¿Conducir? ¿Qué conducimos? —Anita miró a su alrededor,esta vez en busca de algo que se pudiera conducir.
Carraspeé de nuevo.
—Nos recogió un coche. Lena lo había organizado todo.
—¿Y no me lo podías haber dicho antes? —Me miró, airada—.Si llego a saber que íbamos a necesitar un coche de alquiler lo hubiera reservado. —Mientras tanto ya habíamos llegado al diminuto edificio del aeropuerto. Anita dejó vagar la vista por el
interior—. ¿Dónde se pueden alquilar coches? —preguntó.
—No tengo ni idea. —Miré por el vestíbulo. No se veía ningún cartel de alquiler de vehículos.
—¡Vaya, hombre! ¿No se puede ir a pie hasta el puerto? —preguntó Anita.
—Creo que no. —Alcé los hombros. Me sentía insignificante y tonta—. Fue un recorrido bastante largo.
Anita lanzó un largo suspiro.
—¡Bueno, me estás resultando un pozo de información! —exclamó.
—Yo… yo…, todo fue tan rápido. —Me disculpé—. Casi no tuve tiempo de pensarlo.
—Por ahora disponemos de mucho tiempo para eso —aseguró Anita.
—¿Quieren ir al puerto? —dijo detrás de nosotras una voz agradable y cálida.
Me volví a toda prisa y Anita agitó la cabeza.
—¿Conoce usted esto? —preguntó—. ¿Dónde podemos alquilar un coche?
—En ningún sitio. —La joven que nos hablaba nos sonrió con sus ojos de color azabache. Su pelo también era negro y su rostro era de un singular tono oliváceo.
—¿En ningún sitio?
Nunca había visto a Anita tan desconcertada.
—En ningún sitio —repitió la joven—. Aquí no se pueden alquilar coches. Hay dos taxis, pero hay que pedirlos con antelación, ya que no sólo se usan para viajeros. Primero hay que retirarlos de las faenas del campo.
Sí, recordé que el coche que por aquel entonces nos recogió a Lena y a mí tenía ese aspecto.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Anita, algo perpleja—.¿No podemos pedir uno de esos taxis?
—Sí pueden —dijo la joven—. Siempre que dispongan de una semana para esperar hasta que venga, eso en caso de que venga.
—Menuda mierda —se quejó Anita. Yo me sentía culpable.
La joven dijo:
—Como mucho, les puedo ofrecer mi coche. Yo también voy para el puerto.
La cara de Anita se iluminó.
—¿Y nos puede llevar?
—Sí, siempre que no tengan mucho equipaje —respondió la joven—. Mi coche no es demasiado grande.
—Esto es todo el equipaje que llevamos. —Anita tenía su bolsa en la mano y señaló hacia la mía—. No tenemos más.
—Entonces no hay problema —dijo la joven.
—Ah, perdón. No nos hemos presentado —Anita se dió un leve golpe en la frente. Dijo su nombre y estrechó la mano de la desconocida. Yo hice lo mismo.
—Melina —dijo la desconocida, con un leve acento extranjero.
—Bonito nombre —comentó Anita y, de repente, su voz cambió de tono.
Yo estaba atenta y la miré. Si no me equivocaba, la tal Melina la había impresionado. Tuve que hacer una mueca.
Dimos la vuelta al edificio acompañadas de Melina. Comparado con el aeropuerto de Atenas, aquello no era muy grande y sólo tardamos un minuto en llegar a un dos caballos. A pesar de los cuarenta años que debía de tener, el coche estaba muy bien
conservado.
Después de subirnos las tres, la carrocería descendió, como es normal en este tipo de coches, y casi llegó al suelo. Por un segundo,tuve la sensación de que se repetía mi viaje anterior: Anita, sin vacilar, se sentó en el asiento delantero y yo me quedé atrás. Igual que aquella vez.
La diferencia era que ahora se hablaba en mi idioma, lo que me dio opción a participar en la conversación.
—¿Está usted de vacaciones aquí? —preguntó Anita.
—Tutéame —propuso Melina—. Por esta zona ya nadie usa eso del usted. No, no estoy de vacaciones. Vivo aquí —continuó—.He regresado hace un par de años.
—¿Regresado? —Anita parecía muy interesada en la vida de Melina.
—Mis padres se trasladaron a trabajar a Rusia cuando yo aún era una niña —dijo Melina—, y allí crecí. Pero hace un par de años ellos regresaron a Astipalaia y al curso siguiente, al acabar los estudios, me volví. Ahora trabajo aquí como traductora—sonrió a Anita—, a veces como guía de viajes… ¡y conductora! —Se echó a reír.
Anita parecía tan fascinada por aquella sonrisa tan simpática que casi no podía dejar de mirar el rostro de Melina.
—Seguro que la mayoría de las personas que llegan se habrán ocupado de conseguir un medio de transporte previamente —dijo Anita—. Nosotras hemos sido un poco ingenuas. Yo nunca había estado aquí.
—¿En Astipalaia o en Grecia? —preguntó Melina.
—Hasta ayer no sabía ni que existiera Astipalaia. —Anita me dirigió una mirada a través del diminuto retrovisor interior, que estaba lleno de polvo—. La verdad es que tampoco había estado en Grecia. No sé hablar griego.
—Oh, bueno, aquí cualquiera se hace entender sin que sea necesario conocer el idioma —dijo Melina con una sonrisa—. En la isla nadie habla idiomas, pero se apañan con ayuda de manos y pies. La gente es muy paciente y tiene tiempo.
—Muy distinto a lo que pasa en nuestro país —replicó Anita.
—Sí, es totalmente distinto —dijo Melina—. Cuando regresé,tuve que acostumbrarme a eso. No tenía problemas con el idioma pero, si has crecido en Rusia, todo lo de aquí te llega a parecer demasiado calmoso. En Astipalaia no se trata de conseguir algo hoy o mañana, sino la semana que viene, el mes que viene o el año que viene. Hay ocasiones en que las cosas ni siquiera llegan, da igual el tiempo que haya transcurrido. Mis padres ya me lo habían advertido, pero, aun así después de pasar mis primeros días aquí estuve a punto de volverme —dijo y se volvió a reír, como si aún hoy no se lo pudiera creer.
—¿Regresar a Rusia? ¿Con este clima tan maravilloso? —preguntó Anita.
—El clima no lo es todo —dijo Melina—. A pesar de que soy griega, tengo muy grabada en mí la mentalidad rusa. Y aquí eso no sirve de mucha ayuda.
—Pero ahora usted…, tú ya no regresarías a Rusia,¿verdad? —inquirí.
—No, nunca —replicó Melina—. Ya he aprendido que no siempre hay que ir a toda velocidad para conseguir las cosas. Y,sinceramente, cuando ahora voy de visita a Rusia todo me parece demasiado trepidante y frío. Luego me siento encantada de
volver a Astipalaia.
—Frío —dijo Anita—. Por lo tanto el clima sí es importante —aseguró con ironía.
—No. —De pronto Melina se puso seria—. No me refiero al clima, sino a las personas —corrigió, mientras miraba a Anita.
—¡Oh! —Anita inclinó la cabeza con turbación.
Nunca la había visto tan cohibida y para mí resultaba una auténtica novedad el comportamiento que mostraba frente a Melina. No tenía nada que ver con las típicas preguntas que hacían los turistas. Era verdadero interés.
Comparado con el primer coche en el que, en otros tiempos, yo había hecho aquel trayecto, el dos caballos tenía la ventaja de disponer de una buena amortiguación. Por ello no se notaban tanto los socavones, pero claro está que se acusaban. Y el polvo entraba por todas las rendijas.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó Melina—. No hay hoteles.¿Tenéis gente conocida?
Anita me dejó a mí la respuesta.
—Yo… Nosotras buscamos a una persona —contesté.
—¿Buscar? —Melina frunció el entrecejo—. ¿Cómo se llama él? Quizás os pueda ayudar, porque aquí nos conocemos todos.
—Ella… ella no vive aquí —dije yo—, pero tiene un barco en el puerto, un yate.
—Ah, un yate —dijo Melina—. Entonces no son muchos los que responden a ese perfil.
Me acordé de que el puerto era muy pequeño. Seguimos durante un rato más. Melina no parecía tener ninguna prisa, pero a mí el viaje me resultó eterno, en cada curva esperaba que apareciera el puerto ante nosotras. Por fin llegamos.
Melina fue directa al muelle.
—Aquí no veo ningún yate —dijo, mientras miraba hacia el mar.
Tenía razón. No había ningún barco, blanco y resplandeciente.Sólo algunas barquitas de pescadores, que se movían por el puerto.Melina miró a su alrededor. Hizo una seña y gritó algo en griego a un hombre que estaba a un par de metros de distancia, sentado en el muelle sobre una silla plegable. El hombre respondió a la seña y contestó.
—Ese yate hace mucho que se marchó —repuso Melina—. Es lo que ha dicho él. Intentaré descubrir cuánto tiempo ha transcurrido. —Se acercó a aquel hombre y lo saludó como si fuera un buen amigo. Seguro que en la isla lo eran todos. Melina se rió, hablaron entre sí y luego se sentó en el suelo al lado de aquel hombre y ambos miraron hacia el mar en el más completo silencio.
Yo me puse nerviosa.
—¿Qué te ha dicho? Ven para acá de una vez… —murmuré casi para mí misma.
Anita puso su mano en mi brazo.
—Ya oíste lo que dijo. Aquí las cosas no van tan rápidas. Ten un poco de paciencia.
Yo no podía tenerla. Mi interior estaba a punto de explotar. Que el yate de Lena no estuviera en el puerto, como yo esperaba, y que desde hacía mucho no hubiera vuelto… eso no me tranquilizaba en absoluto. Que el yate se hubiera ido nos indicaba que Lena había estado aquí. ¿Quién, si no, se había llevado el barco del puerto? ¿Dónde estaría ahora? Melina se levantó, intercambió un par de palabras con el hombre y regresó junto a nosotras.
—Hace mucho que no ve ese barco —dijo—. La propietaria llegó y se volvió a marchar de inmediato. No dijo el lugar al que pensaba ir. Desde entonces no se ha vuelto a saber de ella. Él dice que no sería raro que regresara en unas semanas. Tan sólo hay que esperar.
Yo miré al hombre, que no había variado su postura. Él tenía tiempo…, pero yo no.
—¿No existe otra posibilidad de saber dónde está ella? —pregunté.
Melina sacudió la cabeza.
—No, mientras no dé señales de vida —dijo—. Puede haber atracado en otro puerto.
Pero si ha anclado en el mar…Eso era lo que siempre hacíamos nosotras cuando íbamos por el Egeo. Lena nunca paraba en otro puerto, porque se sentía demasiado observada. En el mar, allí estábamos solas y… nadie nos molestaba.
—¡Tiene que haber algo! —exclamé para expresar mis dudas.Habíamos llegado muy lejos y ahora nos encontrábamos ante un muro. Un muro de agua—. Helicópteros, radio, policía náutica.
—¿Policía náutica? —Melina me miró, sorprendida, y se rió—.En tierra firme existen esas cosas, pero aquí no las necesitamos. —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué es tan importante que la encuentres? Ya regresará en algún momento.
—En algún momento… —Me dejé caer a plomo para sentarme sobre mi bolsa de viaje.
—Ella…, ella tiene que decirle algo importante —respondió Anita por mí—. Sería necesario que la encontráramos.
Melina me dirigió una mirada de curiosidad y luego otra a Anita.
—Quizá podamos encontrar una solución —dijo después—.Pero no va a ser hoy. —Miró a Anita—. ¿Conocéis a alguien más por aquí?
—No. —Anita negó con la cabeza.
—Entonces debemos buscar un techo para vosotras. A no ser que queráis dormir en el muelle. —Rió.
—Me da igual —murmuré. El muelle no era tan mala idea,porque si Lena regresaba no se me escaparía.
—Esto es muy bonito, pero yo preferiría una cama —repuso Anita—, o por lo menos una colchoneta.
—Ya encontraremos algo para vosotras —dijo Melina—.Siempre hay sitio para los invitados. Venid —dijo, mientras nos hacía una seña.
Anita me dio un pequeño empujón, en vista de que yo seguía sentada en la bolsa como si fuera un saco empapado de agua.
—Levántate. Melina nos va a echar una mano.
Anita me ayudó a levantarme y recogió las pocas cosas que yo llevaba.
—No puede ayudarnos —comenté—. Ella tampoco sabe dónde está Lena.
—No me seas ahora tan pesimista —dijo Anita, mientras intentaba que yo caminara más deprisa, para poder alcanzar a Melina—. Nunca hay que perder la esperanza.
Yo la miré. Ella quería ir con Melina, eso era evidente, y yo deseaba hacer lo mismo con Lena. En aquel momento nuestros intereses eran contrapuestos.
Llegamos a una casita blanca, delante de la cual había una señora mayor sentada en una silla. Melina se inclinó hacia ella y la abrazó.
—Mi abuela —nos la presentó, luego nos señaló y dijo nuestros nombres, que, por lo menos entonces, sonaron muy griegos.
La abuela asintió con una sonrisa.Melina dijo algo más y nos condujo al interior de la casa.
—Aquí podéis dormir. —Nos señaló una minúscula habitación con las paredes blanqueadas—. Mi primo no está ahora porque anda en busca de una novia. —Se echó a reír—. Luego tendrá que construirse su propia casa.
Anita dejó su bolsa en el suelo y la mía al lado. Yo parecía una zombi.
—Muchas gracias —dijo—. Es muy amable por tu parte y por la de tu familia.
—Bah, esto es lo normal —respondió Melina—. Voy a buscar a mi madre. Si sabe que tenemos invitados estoy segura de que cocinará algo especial.
—¿Lo va a hacer por nosotras? —pregunté yo—. No es necesario que se moleste.
—¡Eso no se puede evitar! —dijo Melina entre risas—. Estáis en Grecia, en una familia griega. No tenéis otra opción. —Salió de la casa.
—Ahora no estés todo el rato con esa cara de vinagre. —Anita se dejó caer sobre la colchoneta que había en el suelo—. Ella quiere ser amable y nosotras ya estamos en Grecia. A lo mejor mañana mismo, cuando nos despertemos, vemos que el barco de
Lena está amarrado en el puerto.
—Me parece muy poco probable. —Me senté en un rincón, al lado de Anita.
—Por favor…, déjalo, al menos por esta noche —dijo Anita—.Sé un poco más alegre. Melina se ha tomado muchas molestias.
—Sí. —Suspiré—. Es muy amable. —Pero ella no era Lena.
—Menuda suerte que nos encontráramos con ella —exclamó Anita con jovialidad—. Al principio pensé que no podríamos salir del aeropuerto y fíjate ahora dónde estamos. En realidad ha resultado muy práctico que no hayamos alquilado un coche. —Me hizo una mueca—. Lo has hecho todo muy bien.
Yo arqueé las cejas.
—¡Sí, sí! —Anita se levantó—. Voy a refrescarme un poco y quizá podamos ayudar con la cena o algo parecido. Al fin y al cabo, somos las invitadas.
Asentí con aspecto de mostrarme rendida ante mi destino. Todo me daba igual.
Durante la cena vinieron a saludarnos unos cincuenta vecinos y miembros de la familia. Quizá fueran cien, pero no los pude contar.La noticia de nuestra llegada había corrido como la pólvora y, dado que en la isla no había muchos entretenimientos, lo tomaron como excusa para hacer una fiesta. Comieron, bebieron, rieron y bailaron.
Yo me encontraba sentada en medio de aquel gentío y sólo pensaba en Lena.
—Este es mi primo Spyros. —Melina se inclinó sobre la mesa y lo gritó en mi oído para que la pudiera oír por encima del sonido del sirtaki.
—Pensaba que andaba en busca de una novia —dije, irritada.
—¡Pero no es ese primo! —rió Melina—. Yo tengo muchos primos, aunque de hecho, Spyros no lo es, en realidad… Bueno,eso sería ahora muy largo de explicar. Spyros llevó comida al barco de tu amiga antes de que ella levara anclas.¡Ah, ese Spyros! Lo miré.
—De eso hace ya mucho tiempo —dijo Spyros. Al contrario que Melina, él hablaba con un ligero acento griego teñido de un matiz ruso bastante pronunciado.
—Spyros vive en la isla vecina —me informó Melina—. No es de aquí, pero de vez en cuando trabaja en el puerto.
—Siempre que me lo ha pedido le he suministrado comida —dijo Spyros—. Pero esta vez llegó por sorpresa.
—Habla usted muy bien mi idioma —dije, sorprendida. No podía entender por completo el contenido de sus palabras, pero me concentré en lo más evidente.
—He trabajado quince años en la Mercedes de San Petersburgo —respondió, con orgullo.
Claro, de ahí el acento ruso.
—Ella… ¿dijo cuándo iba a volver? —Tragué saliva.
—Quería irse sin nada de víveres —Spyros sacudió la cabeza—, pero no se lo permití. Siempre me he ocupado de que haya bastante comida y bebida a bordo. —Al parecer Lena tenía la intención de no utilizar sus servicios y eso le ofendió—. Le dije que siempre podía ocurrir cualquier cosa. Los motores se averían, lo digo porque yo estoy familiarizado con los motores. —De nuevo alzó con orgullo la cabeza—. Quince años en la Mercedes de Peters.
—¿Entonces llevaba consigo suficientes provisiones como para poder aguantar hasta ahora? —pregunté.
—No eran suficientes —respondió él, con aire infeliz—. Pero no me dejó volver. Sólo pude ir una vez al barco y luego se marchó.
—¿Le dijo adónde iba? —volví a preguntar.
—No estoy seguro —contestó—. Dijo algo sobre tranquilidad y soledad, pero no pude entenderlo del todo.
La tranquilidad y la soledad las podía encontrar en cualquier lugar del Egeo: aquéllos no eran unos datos muy concretos.
—¿Y no avisó de la fecha de su vuelta?
Él sacudió la cabeza.
—Ochi —dijo.
—Eso significa «no» —tradujo Melina—. De todas formas,Spyros me ha comentado que el práctico del puerto le dijo que el yate había ido en dirección norte. Pero no tiene por qué haberse mantenido en ese rumbo. ¿Te ayuda eso en algo?
—No mucho. —Suspiré—. Puede que lo mejor sea quedarse aquí y esperar a que vuelva.
—Pero tú no lo quieres hacer así —dijo Melina—. Eres demasiado intranquila como para eso. —Se sentó a mi lado—. En otra situación te hubiera dicho que sí, que dejaras a un lado la típica impaciencia rusa y esperaras con la serenidad griega.
Pero ocurrió algo raro el día de su marcha. Spyros lo dijo y el práctico también. No estaba como siempre. No tenía buen aspecto y parecía… como si estuviera enferma. Todos los que la vieron lo comentaron, por eso puedo entender tu preocupación.
—¿Enferma? —Me levanté de un golpe—. ¿Cómo…? ¿qué…qué… ha pasado con ella?
—Por supuesto, no lo sabemos. Pero si estaba enferma de verdad existe la posibilidad de que permanezca en el barco y de que no haya podido salir de él por sus propios medios. Así que todos han decidido salir a buscarla.
—¿Buscarla? —Me acordé de la inmensidad del mar, de la multitud de islas, de los días en que navegamos durante horas y echamos el ancla muy lejos, donde sólo se veía agua y en la lejanía no se vislumbraba ni un barco ni la menor señal de seres humanos
—. ¿Cómo?
—Todos los de aquí son pescadores… o lo fueron en algún momento de su vida —dijo Melina—. Conocen el mar como la palma de su mano. Saben dónde buscar y conocen los lugares con mejores posibilidades. Se pondrán en marcha mañana con la salida del sol. ¡Pero ahora hay una fiesta! —Ella rió, dio palmas, se levantó y se puso en la cola de los que bailaban sirtaki—. Ven. —Me agarró de la mano—. Baila con nosotros y se te pasarán las preocupaciones.
Yo la miré con escepticismo.
—¡Vamos, ven! —Anita se salió de la fila de bailarines y me cogió de la mano—. ¿De qué sirve estar ahí sentada como un pasmarote? Eso no te va a traer a Lena. Mañana todos irán a buscarla y seguro que la encontrarán enseguida.
Su confianza en todos los sentidos era digna de elogio…, pero yo no tenía ninguna otra oportunidad. Anita me levantó y entre ella y Melina me pusieron en el centro de la fila. No pude hacer otra cosa que seguir los movimientos del resto de bailarines.
Primero me sentí un tanto patosa, pero luego la cosa fue mejor, porque, poco a poco, me acostumbré al ritmo balanceante y a los movimientos bruscos de las piernas. El baile se hizo cada vez más rápido y,como todos iban agarrados entre sí con firmeza, no pude hacer más que seguirlos. Me tuve que concentrar tanto que, por un momento, mis pensamientos agoreros se borraron, tal y como había dicho Anita. Tuve que reconocer que, a veces, ella tenía razón.
Horas después caímos rendidas en las colchonetas y nos quedamos dormidas al instante.
—Tú ya has estado aquí —dijo Anita—. ¿De dónde sale el avión para Astipalaia?
—Tenemos que atravesar todo el aeropuerto —respondí—. En el otro extremo. —Me estremecí al recordar que en aquel trayecto estaba la tienda duty-free en la que Lena me había comprado el reloj como pago por los «servicios» que le había prestado en los lavabos del vuelo a Atenas. No eran buenos recuerdos. Sobre todo porque Lena había vuelto a sacar a la luz hacía poco el tema del contrato.
Pero no tenía más remedio que hacerme a la idea de que aquel viaje me iba a recordar en todo momento al otro. Todo lo que había pasado entre ambos viajes no tenía nada que ver aquí. Aquél había sido el principio y… ¡No, no, eso no!… Esperaba que el de ahora no fuera el final.
Facturamos en el pequeño avión que iba a Astipalaia y aún nos dio tiempo de tomarnos un café en el aeropuerto.
—¿Cuánto dura el vuelo? —preguntó Anita.
—No lo sé con exactitud. —Me encogí de hombros—. No puedo acordarme, porque aquél fue un viaje algo accidentado y se me hizo más largo.
—Seguro que viene en el billete —dijo Anita—. Pero da lo mismo, lo importante es que lleguemos.
—Eso no está garantizado. —Torcí la boca con una mueca.
—¡Vaya con la pesimista! —Anita se echó a reír—. He volado en tantas ocasiones que se me ha olvidado el número. Mis padres ya me llevaban de niña. Y siempre llegamos a nuestro destino.
—Yo viajé en avión por primera vez el año pasado —dije—.Siendo yo pequeña, mi madre nunca se pudo permitir hacer viajes en avión. Y hoy día tampoco puede.
—Es mucho mejor si, por fin, se utilizan los puntos de vuelo acumulados por mis padres —manifestó Anita mientras sonreía con gesto irónico. Luego escuchó lo que dijeron a través de la megafonía—. Creo que ése es nuestro vuelo —informó—, a pesar de que no he entendido ni una sola palabra.
Fuimos a pie por la pista en la que nos esperaba el pequeño avión. Como me ocurrió en el anterior viaje, lo miré sin mucha confianza. Sin embargo, me subí en él. Anita pensaba que todo aquello era muy emocionante.
—Debo admitir que nunca había volado en un trasto tan pequeño. —Miró por la ventanilla lateral—. ¿Te alegra ir a Astipalaia?
—Me alegraré cuando hayamos aterrizado —dije—. En este momento me falta un poco de tranquilidad —hice una mueca.
—Pero si aún no hemos despegado… —rió Anita.
En aquel momento arrancaron los motores, todo el fuselaje del avión se estremeció y nosotras con él.
—Nos vamos —dijo Anita, abrochándose el cinturón.
Yo ya me lo había abrochado, pero seguía sintiéndome insegura.Miré hacia delante; allí el avión se estrechaba y se podía ver directamente la cabina del piloto. No había puerta. Al alcanzar la velocidad suficiente, el piloto hizo descender una palanca y el avión se elevó. Pero no fue sólo él quien accionó aquella palanca: el copiloto colocó las dos manos sobre la suya y las movieron al unísono. Aquello no incrementó en absoluto el nivel de tranquilidad de mi sangre.
—¿Lo has visto? —le pregunté a Anita.
—¿Qué tenía que ver? —Anita tenía puesta la vista en la superficie de la tierra, que se alejaba.
—Han tenido que hacer despegar el avión entre dos personas. ¿Será que hay algo averiado?
—No lo creo. —Anita parecía totalmente despreocupada—.Estamos en el aire sin ningún problema.
Me hubiera gustado tener su valor…
El vuelo fue más tranquilo que la primera vez, o al menos eso me pareció. En todo caso, aterrizamos sin daños en Astipalaia, pero la sensación de temor no desapareció del todo de mi estómago hasta que no nos bajamos del avión y nos alejamos de él.
—Bien, ¿dónde está el puerto? —preguntó Anita y me miró.
—¡Humm!… Aquí no —dije, cohibida.
—¿Entonces dónde? —preguntó Anita y me pareció que escudriñaba con la vista más allá de las alas del avión.
—Tenemos… —carraspeé—. Tenemos que conducir un poco para llegar hasta allí.
—¿Conducir? ¿Qué conducimos? —Anita miró a su alrededor,esta vez en busca de algo que se pudiera conducir.
Carraspeé de nuevo.
—Nos recogió un coche. Lena lo había organizado todo.
—¿Y no me lo podías haber dicho antes? —Me miró, airada—.Si llego a saber que íbamos a necesitar un coche de alquiler lo hubiera reservado. —Mientras tanto ya habíamos llegado al diminuto edificio del aeropuerto. Anita dejó vagar la vista por el
interior—. ¿Dónde se pueden alquilar coches? —preguntó.
—No tengo ni idea. —Miré por el vestíbulo. No se veía ningún cartel de alquiler de vehículos.
—¡Vaya, hombre! ¿No se puede ir a pie hasta el puerto? —preguntó Anita.
—Creo que no. —Alcé los hombros. Me sentía insignificante y tonta—. Fue un recorrido bastante largo.
Anita lanzó un largo suspiro.
—¡Bueno, me estás resultando un pozo de información! —exclamó.
—Yo… yo…, todo fue tan rápido. —Me disculpé—. Casi no tuve tiempo de pensarlo.
—Por ahora disponemos de mucho tiempo para eso —aseguró Anita.
—¿Quieren ir al puerto? —dijo detrás de nosotras una voz agradable y cálida.
Me volví a toda prisa y Anita agitó la cabeza.
—¿Conoce usted esto? —preguntó—. ¿Dónde podemos alquilar un coche?
—En ningún sitio. —La joven que nos hablaba nos sonrió con sus ojos de color azabache. Su pelo también era negro y su rostro era de un singular tono oliváceo.
—¿En ningún sitio?
Nunca había visto a Anita tan desconcertada.
—En ningún sitio —repitió la joven—. Aquí no se pueden alquilar coches. Hay dos taxis, pero hay que pedirlos con antelación, ya que no sólo se usan para viajeros. Primero hay que retirarlos de las faenas del campo.
Sí, recordé que el coche que por aquel entonces nos recogió a Lena y a mí tenía ese aspecto.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Anita, algo perpleja—.¿No podemos pedir uno de esos taxis?
—Sí pueden —dijo la joven—. Siempre que dispongan de una semana para esperar hasta que venga, eso en caso de que venga.
—Menuda mierda —se quejó Anita. Yo me sentía culpable.
La joven dijo:
—Como mucho, les puedo ofrecer mi coche. Yo también voy para el puerto.
La cara de Anita se iluminó.
—¿Y nos puede llevar?
—Sí, siempre que no tengan mucho equipaje —respondió la joven—. Mi coche no es demasiado grande.
—Esto es todo el equipaje que llevamos. —Anita tenía su bolsa en la mano y señaló hacia la mía—. No tenemos más.
—Entonces no hay problema —dijo la joven.
—Ah, perdón. No nos hemos presentado —Anita se dió un leve golpe en la frente. Dijo su nombre y estrechó la mano de la desconocida. Yo hice lo mismo.
—Melina —dijo la desconocida, con un leve acento extranjero.
—Bonito nombre —comentó Anita y, de repente, su voz cambió de tono.
Yo estaba atenta y la miré. Si no me equivocaba, la tal Melina la había impresionado. Tuve que hacer una mueca.
Dimos la vuelta al edificio acompañadas de Melina. Comparado con el aeropuerto de Atenas, aquello no era muy grande y sólo tardamos un minuto en llegar a un dos caballos. A pesar de los cuarenta años que debía de tener, el coche estaba muy bien
conservado.
Después de subirnos las tres, la carrocería descendió, como es normal en este tipo de coches, y casi llegó al suelo. Por un segundo,tuve la sensación de que se repetía mi viaje anterior: Anita, sin vacilar, se sentó en el asiento delantero y yo me quedé atrás. Igual que aquella vez.
La diferencia era que ahora se hablaba en mi idioma, lo que me dio opción a participar en la conversación.
—¿Está usted de vacaciones aquí? —preguntó Anita.
—Tutéame —propuso Melina—. Por esta zona ya nadie usa eso del usted. No, no estoy de vacaciones. Vivo aquí —continuó—.He regresado hace un par de años.
—¿Regresado? —Anita parecía muy interesada en la vida de Melina.
—Mis padres se trasladaron a trabajar a Rusia cuando yo aún era una niña —dijo Melina—, y allí crecí. Pero hace un par de años ellos regresaron a Astipalaia y al curso siguiente, al acabar los estudios, me volví. Ahora trabajo aquí como traductora—sonrió a Anita—, a veces como guía de viajes… ¡y conductora! —Se echó a reír.
Anita parecía tan fascinada por aquella sonrisa tan simpática que casi no podía dejar de mirar el rostro de Melina.
—Seguro que la mayoría de las personas que llegan se habrán ocupado de conseguir un medio de transporte previamente —dijo Anita—. Nosotras hemos sido un poco ingenuas. Yo nunca había estado aquí.
—¿En Astipalaia o en Grecia? —preguntó Melina.
—Hasta ayer no sabía ni que existiera Astipalaia. —Anita me dirigió una mirada a través del diminuto retrovisor interior, que estaba lleno de polvo—. La verdad es que tampoco había estado en Grecia. No sé hablar griego.
—Oh, bueno, aquí cualquiera se hace entender sin que sea necesario conocer el idioma —dijo Melina con una sonrisa—. En la isla nadie habla idiomas, pero se apañan con ayuda de manos y pies. La gente es muy paciente y tiene tiempo.
—Muy distinto a lo que pasa en nuestro país —replicó Anita.
—Sí, es totalmente distinto —dijo Melina—. Cuando regresé,tuve que acostumbrarme a eso. No tenía problemas con el idioma pero, si has crecido en Rusia, todo lo de aquí te llega a parecer demasiado calmoso. En Astipalaia no se trata de conseguir algo hoy o mañana, sino la semana que viene, el mes que viene o el año que viene. Hay ocasiones en que las cosas ni siquiera llegan, da igual el tiempo que haya transcurrido. Mis padres ya me lo habían advertido, pero, aun así después de pasar mis primeros días aquí estuve a punto de volverme —dijo y se volvió a reír, como si aún hoy no se lo pudiera creer.
—¿Regresar a Rusia? ¿Con este clima tan maravilloso? —preguntó Anita.
—El clima no lo es todo —dijo Melina—. A pesar de que soy griega, tengo muy grabada en mí la mentalidad rusa. Y aquí eso no sirve de mucha ayuda.
—Pero ahora usted…, tú ya no regresarías a Rusia,¿verdad? —inquirí.
—No, nunca —replicó Melina—. Ya he aprendido que no siempre hay que ir a toda velocidad para conseguir las cosas. Y,sinceramente, cuando ahora voy de visita a Rusia todo me parece demasiado trepidante y frío. Luego me siento encantada de
volver a Astipalaia.
—Frío —dijo Anita—. Por lo tanto el clima sí es importante —aseguró con ironía.
—No. —De pronto Melina se puso seria—. No me refiero al clima, sino a las personas —corrigió, mientras miraba a Anita.
—¡Oh! —Anita inclinó la cabeza con turbación.
Nunca la había visto tan cohibida y para mí resultaba una auténtica novedad el comportamiento que mostraba frente a Melina. No tenía nada que ver con las típicas preguntas que hacían los turistas. Era verdadero interés.
Comparado con el primer coche en el que, en otros tiempos, yo había hecho aquel trayecto, el dos caballos tenía la ventaja de disponer de una buena amortiguación. Por ello no se notaban tanto los socavones, pero claro está que se acusaban. Y el polvo entraba por todas las rendijas.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó Melina—. No hay hoteles.¿Tenéis gente conocida?
Anita me dejó a mí la respuesta.
—Yo… Nosotras buscamos a una persona —contesté.
—¿Buscar? —Melina frunció el entrecejo—. ¿Cómo se llama él? Quizás os pueda ayudar, porque aquí nos conocemos todos.
—Ella… ella no vive aquí —dije yo—, pero tiene un barco en el puerto, un yate.
—Ah, un yate —dijo Melina—. Entonces no son muchos los que responden a ese perfil.
Me acordé de que el puerto era muy pequeño. Seguimos durante un rato más. Melina no parecía tener ninguna prisa, pero a mí el viaje me resultó eterno, en cada curva esperaba que apareciera el puerto ante nosotras. Por fin llegamos.
Melina fue directa al muelle.
—Aquí no veo ningún yate —dijo, mientras miraba hacia el mar.
Tenía razón. No había ningún barco, blanco y resplandeciente.Sólo algunas barquitas de pescadores, que se movían por el puerto.Melina miró a su alrededor. Hizo una seña y gritó algo en griego a un hombre que estaba a un par de metros de distancia, sentado en el muelle sobre una silla plegable. El hombre respondió a la seña y contestó.
—Ese yate hace mucho que se marchó —repuso Melina—. Es lo que ha dicho él. Intentaré descubrir cuánto tiempo ha transcurrido. —Se acercó a aquel hombre y lo saludó como si fuera un buen amigo. Seguro que en la isla lo eran todos. Melina se rió, hablaron entre sí y luego se sentó en el suelo al lado de aquel hombre y ambos miraron hacia el mar en el más completo silencio.
Yo me puse nerviosa.
—¿Qué te ha dicho? Ven para acá de una vez… —murmuré casi para mí misma.
Anita puso su mano en mi brazo.
—Ya oíste lo que dijo. Aquí las cosas no van tan rápidas. Ten un poco de paciencia.
Yo no podía tenerla. Mi interior estaba a punto de explotar. Que el yate de Lena no estuviera en el puerto, como yo esperaba, y que desde hacía mucho no hubiera vuelto… eso no me tranquilizaba en absoluto. Que el yate se hubiera ido nos indicaba que Lena había estado aquí. ¿Quién, si no, se había llevado el barco del puerto? ¿Dónde estaría ahora? Melina se levantó, intercambió un par de palabras con el hombre y regresó junto a nosotras.
—Hace mucho que no ve ese barco —dijo—. La propietaria llegó y se volvió a marchar de inmediato. No dijo el lugar al que pensaba ir. Desde entonces no se ha vuelto a saber de ella. Él dice que no sería raro que regresara en unas semanas. Tan sólo hay que esperar.
Yo miré al hombre, que no había variado su postura. Él tenía tiempo…, pero yo no.
—¿No existe otra posibilidad de saber dónde está ella? —pregunté.
Melina sacudió la cabeza.
—No, mientras no dé señales de vida —dijo—. Puede haber atracado en otro puerto.
Pero si ha anclado en el mar…Eso era lo que siempre hacíamos nosotras cuando íbamos por el Egeo. Lena nunca paraba en otro puerto, porque se sentía demasiado observada. En el mar, allí estábamos solas y… nadie nos molestaba.
—¡Tiene que haber algo! —exclamé para expresar mis dudas.Habíamos llegado muy lejos y ahora nos encontrábamos ante un muro. Un muro de agua—. Helicópteros, radio, policía náutica.
—¿Policía náutica? —Melina me miró, sorprendida, y se rió—.En tierra firme existen esas cosas, pero aquí no las necesitamos. —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué es tan importante que la encuentres? Ya regresará en algún momento.
—En algún momento… —Me dejé caer a plomo para sentarme sobre mi bolsa de viaje.
—Ella…, ella tiene que decirle algo importante —respondió Anita por mí—. Sería necesario que la encontráramos.
Melina me dirigió una mirada de curiosidad y luego otra a Anita.
—Quizá podamos encontrar una solución —dijo después—.Pero no va a ser hoy. —Miró a Anita—. ¿Conocéis a alguien más por aquí?
—No. —Anita negó con la cabeza.
—Entonces debemos buscar un techo para vosotras. A no ser que queráis dormir en el muelle. —Rió.
—Me da igual —murmuré. El muelle no era tan mala idea,porque si Lena regresaba no se me escaparía.
—Esto es muy bonito, pero yo preferiría una cama —repuso Anita—, o por lo menos una colchoneta.
—Ya encontraremos algo para vosotras —dijo Melina—.Siempre hay sitio para los invitados. Venid —dijo, mientras nos hacía una seña.
Anita me dio un pequeño empujón, en vista de que yo seguía sentada en la bolsa como si fuera un saco empapado de agua.
—Levántate. Melina nos va a echar una mano.
Anita me ayudó a levantarme y recogió las pocas cosas que yo llevaba.
—No puede ayudarnos —comenté—. Ella tampoco sabe dónde está Lena.
—No me seas ahora tan pesimista —dijo Anita, mientras intentaba que yo caminara más deprisa, para poder alcanzar a Melina—. Nunca hay que perder la esperanza.
Yo la miré. Ella quería ir con Melina, eso era evidente, y yo deseaba hacer lo mismo con Lena. En aquel momento nuestros intereses eran contrapuestos.
Llegamos a una casita blanca, delante de la cual había una señora mayor sentada en una silla. Melina se inclinó hacia ella y la abrazó.
—Mi abuela —nos la presentó, luego nos señaló y dijo nuestros nombres, que, por lo menos entonces, sonaron muy griegos.
La abuela asintió con una sonrisa.Melina dijo algo más y nos condujo al interior de la casa.
—Aquí podéis dormir. —Nos señaló una minúscula habitación con las paredes blanqueadas—. Mi primo no está ahora porque anda en busca de una novia. —Se echó a reír—. Luego tendrá que construirse su propia casa.
Anita dejó su bolsa en el suelo y la mía al lado. Yo parecía una zombi.
—Muchas gracias —dijo—. Es muy amable por tu parte y por la de tu familia.
—Bah, esto es lo normal —respondió Melina—. Voy a buscar a mi madre. Si sabe que tenemos invitados estoy segura de que cocinará algo especial.
—¿Lo va a hacer por nosotras? —pregunté yo—. No es necesario que se moleste.
—¡Eso no se puede evitar! —dijo Melina entre risas—. Estáis en Grecia, en una familia griega. No tenéis otra opción. —Salió de la casa.
—Ahora no estés todo el rato con esa cara de vinagre. —Anita se dejó caer sobre la colchoneta que había en el suelo—. Ella quiere ser amable y nosotras ya estamos en Grecia. A lo mejor mañana mismo, cuando nos despertemos, vemos que el barco de
Lena está amarrado en el puerto.
—Me parece muy poco probable. —Me senté en un rincón, al lado de Anita.
—Por favor…, déjalo, al menos por esta noche —dijo Anita—.Sé un poco más alegre. Melina se ha tomado muchas molestias.
—Sí. —Suspiré—. Es muy amable. —Pero ella no era Lena.
—Menuda suerte que nos encontráramos con ella —exclamó Anita con jovialidad—. Al principio pensé que no podríamos salir del aeropuerto y fíjate ahora dónde estamos. En realidad ha resultado muy práctico que no hayamos alquilado un coche. —Me hizo una mueca—. Lo has hecho todo muy bien.
Yo arqueé las cejas.
—¡Sí, sí! —Anita se levantó—. Voy a refrescarme un poco y quizá podamos ayudar con la cena o algo parecido. Al fin y al cabo, somos las invitadas.
Asentí con aspecto de mostrarme rendida ante mi destino. Todo me daba igual.
Durante la cena vinieron a saludarnos unos cincuenta vecinos y miembros de la familia. Quizá fueran cien, pero no los pude contar.La noticia de nuestra llegada había corrido como la pólvora y, dado que en la isla no había muchos entretenimientos, lo tomaron como excusa para hacer una fiesta. Comieron, bebieron, rieron y bailaron.
Yo me encontraba sentada en medio de aquel gentío y sólo pensaba en Lena.
—Este es mi primo Spyros. —Melina se inclinó sobre la mesa y lo gritó en mi oído para que la pudiera oír por encima del sonido del sirtaki.
—Pensaba que andaba en busca de una novia —dije, irritada.
—¡Pero no es ese primo! —rió Melina—. Yo tengo muchos primos, aunque de hecho, Spyros no lo es, en realidad… Bueno,eso sería ahora muy largo de explicar. Spyros llevó comida al barco de tu amiga antes de que ella levara anclas.¡Ah, ese Spyros! Lo miré.
—De eso hace ya mucho tiempo —dijo Spyros. Al contrario que Melina, él hablaba con un ligero acento griego teñido de un matiz ruso bastante pronunciado.
—Spyros vive en la isla vecina —me informó Melina—. No es de aquí, pero de vez en cuando trabaja en el puerto.
—Siempre que me lo ha pedido le he suministrado comida —dijo Spyros—. Pero esta vez llegó por sorpresa.
—Habla usted muy bien mi idioma —dije, sorprendida. No podía entender por completo el contenido de sus palabras, pero me concentré en lo más evidente.
—He trabajado quince años en la Mercedes de San Petersburgo —respondió, con orgullo.
Claro, de ahí el acento ruso.
—Ella… ¿dijo cuándo iba a volver? —Tragué saliva.
—Quería irse sin nada de víveres —Spyros sacudió la cabeza—, pero no se lo permití. Siempre me he ocupado de que haya bastante comida y bebida a bordo. —Al parecer Lena tenía la intención de no utilizar sus servicios y eso le ofendió—. Le dije que siempre podía ocurrir cualquier cosa. Los motores se averían, lo digo porque yo estoy familiarizado con los motores. —De nuevo alzó con orgullo la cabeza—. Quince años en la Mercedes de Peters.
—¿Entonces llevaba consigo suficientes provisiones como para poder aguantar hasta ahora? —pregunté.
—No eran suficientes —respondió él, con aire infeliz—. Pero no me dejó volver. Sólo pude ir una vez al barco y luego se marchó.
—¿Le dijo adónde iba? —volví a preguntar.
—No estoy seguro —contestó—. Dijo algo sobre tranquilidad y soledad, pero no pude entenderlo del todo.
La tranquilidad y la soledad las podía encontrar en cualquier lugar del Egeo: aquéllos no eran unos datos muy concretos.
—¿Y no avisó de la fecha de su vuelta?
Él sacudió la cabeza.
—Ochi —dijo.
—Eso significa «no» —tradujo Melina—. De todas formas,Spyros me ha comentado que el práctico del puerto le dijo que el yate había ido en dirección norte. Pero no tiene por qué haberse mantenido en ese rumbo. ¿Te ayuda eso en algo?
—No mucho. —Suspiré—. Puede que lo mejor sea quedarse aquí y esperar a que vuelva.
—Pero tú no lo quieres hacer así —dijo Melina—. Eres demasiado intranquila como para eso. —Se sentó a mi lado—. En otra situación te hubiera dicho que sí, que dejaras a un lado la típica impaciencia rusa y esperaras con la serenidad griega.
Pero ocurrió algo raro el día de su marcha. Spyros lo dijo y el práctico también. No estaba como siempre. No tenía buen aspecto y parecía… como si estuviera enferma. Todos los que la vieron lo comentaron, por eso puedo entender tu preocupación.
—¿Enferma? —Me levanté de un golpe—. ¿Cómo…? ¿qué…qué… ha pasado con ella?
—Por supuesto, no lo sabemos. Pero si estaba enferma de verdad existe la posibilidad de que permanezca en el barco y de que no haya podido salir de él por sus propios medios. Así que todos han decidido salir a buscarla.
—¿Buscarla? —Me acordé de la inmensidad del mar, de la multitud de islas, de los días en que navegamos durante horas y echamos el ancla muy lejos, donde sólo se veía agua y en la lejanía no se vislumbraba ni un barco ni la menor señal de seres humanos
—. ¿Cómo?
—Todos los de aquí son pescadores… o lo fueron en algún momento de su vida —dijo Melina—. Conocen el mar como la palma de su mano. Saben dónde buscar y conocen los lugares con mejores posibilidades. Se pondrán en marcha mañana con la salida del sol. ¡Pero ahora hay una fiesta! —Ella rió, dio palmas, se levantó y se puso en la cola de los que bailaban sirtaki—. Ven. —Me agarró de la mano—. Baila con nosotros y se te pasarán las preocupaciones.
Yo la miré con escepticismo.
—¡Vamos, ven! —Anita se salió de la fila de bailarines y me cogió de la mano—. ¿De qué sirve estar ahí sentada como un pasmarote? Eso no te va a traer a Lena. Mañana todos irán a buscarla y seguro que la encontrarán enseguida.
Su confianza en todos los sentidos era digna de elogio…, pero yo no tenía ninguna otra oportunidad. Anita me levantó y entre ella y Melina me pusieron en el centro de la fila. No pude hacer otra cosa que seguir los movimientos del resto de bailarines.
Primero me sentí un tanto patosa, pero luego la cosa fue mejor, porque, poco a poco, me acostumbré al ritmo balanceante y a los movimientos bruscos de las piernas. El baile se hizo cada vez más rápido y,como todos iban agarrados entre sí con firmeza, no pude hacer más que seguirlos. Me tuve que concentrar tanto que, por un momento, mis pensamientos agoreros se borraron, tal y como había dicho Anita. Tuve que reconocer que, a veces, ella tenía razón.
Horas después caímos rendidas en las colchonetas y nos quedamos dormidas al instante.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
—¡Arriba, arriba! —Melina estaba en la puerta y reía—. ¡El sol ya ha salido y debemos partir de inmediato!
—Pero, ¿realmente hemos dormido? —preguntó Anita con los ojos entrecerrados—. Si casi acabamos de acostarnos.
—Ya hemos dormido lo suficiente —dijo Melina con jovialidad—. Cuando estemos ahí fuera, el aire del mar se os llevará el cansancio que os quede en el cuerpo.
—Sobre todo en los ojos —repuse, irritada.
—Eso también —asintió Melina de buen humor—. Pero no ocurrirá si os quedáis más tiempo tumbadas. Daos un chapuzón en el mar para espabilar u os tendréis que quedar en casa.
Eso me obligó a levantarme de inmediato.
—¡De ninguna de las maneras! —exclamé.
—Entonces vamos. —Melina estaba contenta. Se dio la vuelta y nos dejó solas a Anita y a mí.
—Levantarse con el sol —murmuró Anita desde la cama—.Esto no me lo habías dicho.
—¿Y cómo lo iba a saber? —pregunté—. Yo me voy a meter en el mar, como nos ha recomendado Melina. No quiero quedarme en tierra.
—Bueno, bueno —gruñó una vez más Anita, mientras se levantaba—. Yo también voy. Eso de darse un baño en el mar a una hora tan temprana debe de ser algo especial de verdad.
A pesar de que todo estaba muy tranquilo y no había nada de agitación, un instante después zarpamos con una flotilla de barcos de pesca. Una vez fuera del puerto, los pesqueros se repartieron en todas las direcciones y nosotras nos encontramos solas en el mar con el barco de Spyros.
Yo sentí cierto miedo. Aquélla era en verdad la inmensidad a la que yo temía. ¿Cómo se podía encontrar allí a un único barco? En el puerto, el yate de Lena destacaba por ser muy grande, pero eso era debido a que el propio puerto era diminuto. Pero aquí fuera…, aquí fuera, por grande que pareciera, no era mayor que una cáscara de nuez.
—Ella me habló de algunas islas donde siempre compraba pescado fresco —dijo Spyros—. Vamos a ir allí.
Asentí. Habíamos comprado en muchas de aquellas islas cuando hicimos nuestra excursión, pero ya no me acordaba de los nombres. Me alegré de que Spyros lo supiera.
Tardamos todo el día en recorrer tres islas que casi no reconocí.Había pasado mucho tiempo y todas me parecían iguales. En una de ellas encontramos a un pescador que se acordaba de haber vendido pescado a Lena. Todos se acordaban de ella y de su barco, pero la compra había tenido lugar tres días después de su salida y de eso ya hacía mucho tiempo. Por lo menos ahora sabíamos que había ido en ese rumbo.
Al llegar la tarde regresamos a puerto. Fuimos los últimos y las demás barcas de pesca ya estaban amarradas. Spyros y los demás propietarios de los barcos intercambiaron información y Melina nos sirvió de traductora.
—Se ha podido seguir muy bien su ruta. Ha sido vista en algunas islas, pero desde hace unas semanas nadie ha vuelto a verla.
—A saber dónde puede estar —apuntó Anita.
—Puede que sea cerca del último lugar en el que fue vista —replicó Melina—. La gente de allí le desaconsejó que siguiera su camino, porque parecía muy débil. Pero no quiso escuchar a nadie.«Muy típico de Lena», pensé. ¿A quién escuchaba ella?
—¿Y cuál fue ese último lugar? —pregunté.
—Iremos mañana allí con todos los pesqueros y continuaremos la búsqueda —dijo Melina—. Eso será lo más sensato.
¡Mañana! Con cada día que pasaba me parecía que la salud de Lena empeoraba. Por regla general, ella siempre había descansado de una forma espléndida mientras estaba en el Egeo:recargaba las pilas, estaba sana,bronceada por el sol y llena de energía para el regreso. Pero esta vez parecía distinto. ¿Por qué no había ido a un puerto, si se sentía enferma? ¿Por qué no se había dirigido a una ciudad mayor, a fin de poder visitar a un médico? ¿O acaso lo había hecho y por eso nadie la había visto?
—A lo mejor lleva algún tiempo en un hospital en Atenas —dije,esperanzada.
—No. —Melina negó con un ademán de la cabeza—. Los prácticos de los puertos se mantienen siempre en contacto unos con otros. Si hubiera llegado un barco a Atenas, lo sabrían. —Me miró
—. Han preguntado en todos los puertos, incluso en los más pequeños. Nadie tiene constancia de haber visto un barco como el de Lena.
El día siguiente comenzó como el anterior, con la salida del sol.Partimos y esta vez la flotilla iba reunida, pues todos llevaban el mismo rumbo. ¡Si yo no hubiera sido un marinero de agua dulce puede que hubiera sido capaz de reconocer algo! Para los pescadores, cada ola parecía tener su propio nombre; en cambio para mí todo era agua, un horizonte infinito y un eterno ir de un lado para otro. Apenas pude disfrutar del sol.
Mientras Melina y Spyros miraban al agua, Anita se encontraba sentada a mi lado en un pequeño banco del bote.
—El día de ayer fue muy prometedor —dijo para consolarme—.Al menos ahora sabemos dónde no está.
—¡Pero no dónde está! —interrumpí su charla—. Anita, cuando vine aquí pensaba que quería hablar con Lena, pero ahora…¿Qué voy a hacer ahora? —Apoyé la cabeza en las manos—.¿Qué puedo hacer ahora? —Alcé la vista—. ¡Aquí no hago nada!¡Me limito a estar sentada!
—Tan sólo llevamos un día de búsqueda —respondió Anita—.Las cosas no van tan rápidas. —Me tomó la mano—. Melina dice que la encontraremos a base de ir a todas las islas. Yo creo lo que dice Melina.
—Porque Melina y tú… —me mordí la lengua.
—Porque Melina y yo, ¿qué? —Anita mostró una cierta satisfacción—. ¿Porque me gusta? ¿Piensas que lo digo por eso? —Me acarició la mejilla—. Melina me gusta mucho, en eso tienes razón, pero no creo que eso limite mi claridad de juicio. Los pescadores de aquí conocen el mar. No podemos competir con ellos, y por eso nos parece que muchas cosas carecen de sentido.Pero yo creo que, si se ha vivido toda la vida junto al mar y en el mar, las cosas se ven de otra forma.
Alcé la vista y vi que Melina nos miraba desde la proa, estaba allí al lado de Spyros.
—¿Has…? —titubeé—. ¿Has hablado con Melina? —pregunté—. Quiero decir si le has dicho…
—¿Que ella me gusta de la forma en la que me gusta? —Anita suspiró—. Casi no nos conocemos. Y… como voy a saber si…No, no creo que sea una buena idea. —Se reclinó contra la estrecha borda—. Voy a soñar con ella cuando llegue a casa, me imaginaré su negro pelo agitado por el viento mientras el barco recorre el mar y recordaré cómo ríen sus ojos cuando la miro. —Suspiró de nuevo—. Va a ser un recuerdo maravilloso.
A lo mejor Lena sólo era un recuerdo para mí, pensé en ese momento. Quizá tampoco la volvería a ver y a Anita y a mí sólo nos quedaría el recuerdo común del cabello, ondeante en el mar, de aquellas dos mujeres a las que nunca volveríamos a ver.
—¡No! —dije con decisión.
—¿No, qué? —Anita me miró, interrogante—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿No va a ser un recuerdo maravilloso?
—Sí, claro. Pero quizá sea un recuerdo de algo más que lo que acabas de decir.
—Eso es una idiotez, Yulia. —Anita miró al frente, donde Melina contemplaba el mar—. Una idiotez maravillosa, pero a fin de cuentas una idiotez.
—Nos ha mirado en el momento en que tú me has cogido de la mano. Yo no diría que es una idiotez lo que he visto en su mirada.
—¿Y qué es lo que has visto? —preguntó Anita.
—Creo que conozco el significado de esa mirada —respondí.
—Seguro que la has interpretado mal —dijo Anita, como si rechazara aquel pensamiento.
—Yo creo que no. —Esta vez me mostré testaruda. Si yo no podía ser feliz, al menos que lo fuera ella.
Anita miró hacia delante procurando no ser vista por Melina, que no miraba en nuestra dirección.
—¿Estás segura? —preguntó.
—Bastante —contesté—. Yo creo que piensa que somos pareja y por eso se mantiene alejada de ti. Si tú no tomas la iniciativa…
—Bah…, tomar yo la iniciativa… Nunca lo hago.
Hice un gesto con la boca y luego me levanté.
—¡Melina! —grité—. ¿Podemos cambiar nuestros puestos?
Melina se dio la vuelta y asintió. Vino hacia nosotras mientras Anita me miraba con cara de espanto.
—Aprovecha tu oportunidad —le dije y pasé, sonriente, junto a Melina en dirección a la proa.
Spyros escudriñaba el mar con las cejas muy arqueadas. Me coloqué a su lado e hice lo mismo para tratar de descubrir algo,aunque lo único que veía era una superficie infinita de agua.
—Es inútil —murmuré.
—El mar es nuestro amigo —dijo Spyros—. Él nos dirá dónde está. —¿Y cómo puede ser? —pregunté, cansada—. No lo podemos rastrear centímetro a centímetro; tardaríamos años.
—Te preocupas mucho de tu amiga porque puede estar enferma. —Spyros me miró—. Eso es lo que hacemos todos.
—¿Por qué no me dijo que las cosas no le iban bien? —me pregunté casi a mí misma—. Yo podría haberla ayudado. Pero, en lugar de eso, coge un avión hasta Grecia y se refugia en el mar.
—¿No lo entiendes? —preguntó Spyros—. Yo sí lo entiendo.Todo el que ama el mar haría lo mismo. El mar nos cura si enfermamos y nos consuela si nos sentimos tristes. El mar lo es todo para nosotros. Siempre está ahí cuando lo necesitamos.
—¡Pero el mar no es una persona! —exclamé disgustada.
—No lo entiendes. —Me miró, sonriente—. No lo puedes entender. —Dirigió de nuevo la vista al frente, al mar infinito.
No, yo en realidad no lo entendía. Aquella vez había sido muy bonito estar en el mar, vivirlo por primera vez, pero, al parecer, no había conseguido entablar una relación tan estrecha como Lena.
Ella nadaba como un pez y yo, en cambio, parecía un hipopótamo.A lo mejor era ahí donde residía la diferencia.
—Ya hemos llegado —dijo Spyros y poco a poco redujo la cadencia de los motores hasta detenerlos del todo. Los demás barcos hicieron lo mismo y todos juntos nos quedamos parados,meciéndonos, en aquel desierto de agua.
No se veía nada. Para mí resultaba un misterio el hecho de que Spyros supiera que ya habíamos llegado. ¿Qué significaba eso? No se veía ni rastro de Lena ni de su barco.
Spyros se comunicó con los demás botes mediante signos con las manos y luego se dirigió otra vez a mí.
—A partir de este punto, vamos a empezar a navegar en círculo.Estamos convencidos de que está cerca. ¿Has estado alguna vez aquí?
Encogí los hombros.
—No veo nada más que agua, lo siento. No puedo decir si he estado aquí o no.
Spyros sacudió la cabeza.
—Yo estuve quince años en Petersburg en la Mercedes, pero nunca entenderé a la gente de tierra adentro. —Hizo que su barco comenzara a moverse en círculo.
Los barcos se alejaron unos de otros hasta desaparecer en el horizonte. A pesar de que aquella extensión de agua me parecía infinita, al cabo de un momento Spyros exclamó:
—Ahí hay tierra. Vayamos allí.
—¿Tierra? ¿Dónde? —Me sentí incapaz de reconocer nada.Melina llegó por detrás.
—Tierra —dijo, con el mismo tono convencido que Spyros—.Al menos ya tenemos un punto de referencia.
Anita también estaba de pie en la proa. Mientras Spyros manejaba el timón, nosotras mirábamos hacia delante.
—¿Ves allí al fondo? —Melina señaló con el brazo—. Es una isla. Forcé los ojos todo lo que pude, pero lo único que alcancé a ver fue una ligera diferencia de color, a la que no di mucha importancia.
—Yo tampoco veo nada —dijo Anita al observar mis esfuerzos
—. Pero Melina y Spyros saben lo que hacen.
En mi opinión, íbamos demasiado tranquilos con el motor petardeando sobre el agua, pero al cabo de un momento pude reconocer una elevación que se dibujaba en la monotonía de la superficie. Era como una gaviota, pero, según nos acercábamos,
perdió su parecido con el ave y la imagen se transformó en una especie de dinosaurio, con el lomo de color amarillo verdoso. Al final surgió una elevación de tierra, cuya cima sobresalía en la lejanía, entre el mar que la rodeaba.
Estábamos ya muy cerca de la orilla y, sin embargo, no se veía ningún barco.
—No está aquí —dije, decepcionada. Cuanto más nos acercábamos más nerviosa me sentía y, de repente, caí en una profunda sima negra de desesperación.
—Hay muchas islas iguales —dijo Melina para consolarme—.Sólo hemos llegado a la primera.
Sin embargo, mi ánimo se hundía cada vez más. Nunca encontraríamos a Lena. Quizás ella se riera para sí misma al comprobar lo bien que se había escondido. ¿Por qué habría pensado que era necesario?
—Anita me ha comentado que ya estuviste por aquí una vez con Lena—dijo Melina—.¿Llegasteis también a esta zona?
Yo alcé las manos en un ademán de duda.
—¡No tengo ni la más remota idea! ¡A mí todo me parece igual!
Spyros rodeó la lengua de tierra del lado oriental de la isla para continuar su camino hacia el mar. Yo me sentía débil. Agarrándome a ambos lados de la borda, me dirigí hacia atrás para sentarme en un extremo del barco. Miré el mar que quedaba tras de mí y la isla que se alejaba.
—¡Para! —grité de repente—. ¡Spyros! ¡Para!
Spyros se volvió hacia mí, pero no se detuvo. Melina y Anita se me acercaron.
—¿Qué te pasa? —pregunto Anita.
—¡Ahí había algo! —dije, jadeante, a causa de la emoción—.En el otro extremo de la isla. ¡Creo que era blanco!
—Es la playa —repuso Melina—. Está tan virgen que parece blanca.
—¡No en tierra, sino en el mar! —grité porque no parecían querer entenderme.
Melina se acercó a Spyros. Éste dio un giro y de nuevo puso rumbo a la isla. A pesar de que ambos pensaban que me equivocaba, lo hicieron en atención a mí.
—Hay reflejos en el agua —dijo Anita—. Como ocurre en los espejismos. Es a causa del calor. Uno ve todo lo que quiere ver. A mí me ha ocurrido antes lo mismo y Melina me lo ha explicado.
—¡No ha sido un reflejo del agua! —repliqué.
—Vamos a ver lo que es. —Melina se había acercado a nosotras—. No tenemos nada que perder.
Yo miré el agua y la lengua de tierra que se acercaba despacio.
—En el otro extremo —grité, haciendo gestos a Spyros—. ¡A la derecha!
Spyros corrigió el curso y bordeamos la isla. Otra lengua de tierra nos impedía la visión. El barco petardeaba en consonancia con el ligero balanceo de las olas. Alcanzamos la punta de la lengua de tierra.
—¡Ahí! —Casi me desmayo. ¡Ahí estaba el barco de Lena!
En una pequeña cala. Se mecía un poco sobre el agua y parecía muy tranquilo. Melina asintió al reconocerlo.
—Lo has hecho muy bien —afirmó—. Spyros dice que esta isla no está habitada y que, por eso, no le prestamos mucha atención.Aquí no se puede vivir.
—Sí, claro que se puede. —Mi pecho subía y bajaba como si fuera una máquina de vapor—. He estado aquí con Lena.Incluso hay una casa en la isla, aunque casi está en ruinas.
—Entonces seguro que ella está en el barco —dijo Melina. Miró al frente, por donde se acercaba cada vez más al costado del barco.
—¡Eh! —gritó Spyros a aquel muro blanco—. ¿Hay alguien a bordo?
No hubo respuesta. Spyros lo intentó una vez más con el mismo resultado. Navegó despacio alrededor del barco.
—No está la escalerilla —dijo—. La ha debido recoger.
—El bote auxiliar —respondí—. No está. —Señalé la popa del barco—. Estaba ahí.
—Entonces lo habrá cogido para llegar a tierra —aventuró Melina.
Spyros asintió.
—Con este barco no se puede llegar hasta la orilla —afirmó—.Tenéis que nadar unos metros.
—No hay problema. —Melina se quitó la ropa y debajo de su blusa y sus pantalones cortos apareció un bañador.
—Por desgracia, yo no me he traído traje de baño —dijo Anita con timidez—. No había pensado en esto.
—Yo puedo ir sola hasta allí —dijo Melina—. No tenemos por qué ir todos…
—¡Claro que sí! —Yo estaba tan impaciente que no podía esperar—. ¡Yo también voy!
—¡Entonces vamos! —Melina se apartó de nosotras y se sumergió en el agua con un airoso salto. Igual que Lena…
Yo me dejé caer con poco garbo y comencé a dar brazadas.Melina se echó a reír.
—¿No eres buena nadadora?
—No —gruñí y seguí con mi movimiento de brazos.
—Voy a comprobar si está el bote —dijo Melina y empezó a nadar estilo crol a tal velocidad que pensé que podía haberse presentado a los Juegos Olímpicos.
Yo me pasé al estilo braza y comprobé que me acercaba de forma lenta pero segura. Estaba tan concentrada en mi estilo de nadar que me sentí muy sorprendida cuando, poco tiempo después,apareció a mi lado un remo. Era de una barca y en esa barca estaba sentada Melina. Estiró un brazo y me ayudó a subir a bordo.
—Estaba en la playa —dijo—, pero no se ve a nadie.
No era el bote auxiliar de Lena, sino una sencilla barca de remos. Sus tablas no parecían demasiado fuertes y había agua en el interior. Jadeé sin respiración mientras me recuperaba de aquel esfuerzo, poco habitual en mí, y miré a mi alrededor con
escepticismo.
Melina comenzó a remar tan pronto como subí a la barca.
—Para un ratito es suficiente —afirmó—, a pesar de que las tablas están un poco podridas. ¡Es una típica barca griega! —dijo entre risas.
Gracias a la fuerza de Melina, la barca avanzaba por el mar como si fuera sobre raíles y al poco tiempo llegamos a la orilla.Varó la barca en la playa, yo me bajé y avanzamos en dirección al jardín.
Yo miré a mi alrededor.
—No ha cambiado nada —dije.
—Bien. —Melina miraba las estatuas griegas—. No sabía que esto estuviera aquí.
Mi interés por las estatuas era más bien limitado y cuanto más nos acercábamos a la casa más me invadía una sensación de angustia. Lena… ¿Dónde estaba Lena… y qué le ocurría?
Llegamos a la casa y nos rodeó su inquietante sosiego, turbado tan sólo por algún ruido que llegaba del mar o por el canto de un pájaro.
—¡Es increíble! —exclamó Melina—. ¡Nunca había visto una casa así!
Yo observé la fachada desconchada. Era verdad que no había cambiado nada. Si Lena estaba allí, ni siquiera había sacado una silla al jardín.
Melina entró en la casa antes de que yo llegara. La seguí.
—¡Ten cuidado con la escalera! —le grité.
Ella se volvió y me miró, interrogante.
—La escalera es de piedra, pero se ha desmoronado un poco por la derecha y hace mucho que no tiene barandilla —expliqué—.Hay que permanecer siempre a la izquierda.
Melina miró la escalera.
—Parece un tanto abandonada —dijo—. No creo que haya nadie por aquí.
Para ser sinceros, yo tampoco lo creía.
—Podemos mirar arriba —dije. Era la última esperanza—.Cuando estuve aquí sólo se podía vivir en una de las habitaciones.
—¿Vivir aquí? —Melina arqueó las cejas—. ¿En esta casa?
Encogí los hombros.
—Todo es relativo.
Melina asintió.
—Bueno, pues vamos a mirar.
Fuimos escaleras arriba, una detrás de la otra. No podíamos ir juntas por si una de nosotras se caía. Una vez arriba, entramos en la habitación que ofrecía unas maravillosas vistas sobre el mar.
—¡Por todos los santos! —Exclamó Melina, con expresión de sorpresa.
—Sí, es impresionante, ¿verdad? —Entré detrás de ella—. Yo también lo pensé la primera vez que lo vi.
—Yo creo que, aunque lo viera cien veces, me volvería a sorprender —dijo, con respeto—. Es como si la persona que construyó la casa hubiera querido erigir un templo al mar y adorarlo desde aquí.
Me callé, pues estaba muy de acuerdo con Melina. De repente me imaginé que estaba en lo alto de una catedral, arriba del todo,en la torre del campanario, con el mundo bajo mis pies y el universo muy lejos.
Melina se volvió.
—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien?
No hubo respuesta.
Sentí que, a pesar del gran calor que reinaba, un escalofrío me recorría la espalda.
—¿Lena? —dije—. ¿Estás aquí?
—Nos habría tenido que oír —dijo Melina—. No puede estar aquí. —Pero su barco… —Me mordí la lengua. No quería imaginarme lo que significaba un barco solitario en una cala desierta.
—No está el bote auxiliar —indicó Melina—. Eso puede significar que tuvo algún problema con el motor del yate, o algo parecido, y tuvo que salir con el bote para pedir ayuda.
Sí podía significar eso, sí. Apreté los labios. Tan cerca… el yate de Lena…, pero ella…Melina se acercó a la habitación de al lado y luego regresó.
—Todo está como si hiciera mucho tiempo que no hubiera nadie por aquí. Tan sólo hay un viejo y sucio colchón en un rincón. Debe de estar ahí desde hace una eternidad.
Sin embargo, pasamos por todas las habitaciones, si es que se les podía dar ese nombre, y miramos en ellas. Mi ánimo se hundía cada vez más. El yate era mi última esperanza: yo había partido de la hipótesis de que el yate y Lena tenían que estar próximos,pero habíamos encontrado el barco y ni rastro de Lena.
—No tiene sentido —dijo Melina—. Puede estar en cualquier sitio, pero aquí no.
Bajamos la escalera muy despacio, como si descendiéramos por un glaciar, y nos quedamos en el final, por donde habíamos entrado.
—Podría ser una casa maravillosa si se pudiera rehabilitar. —Melina aún estaba bajo el efecto que le había causado la mansión
—. ¿Quería hacerlo Lena?
—No lo sé. Al principio pensé que quería edificar un hotel, pero me dijo que no —respondí yo—. Tenía previsto venir de vez en cuando, pero nunca tenía tiempo.
—Yo pienso… —Un sonido procedente del lado izquierdo de la casa impidió que me enterara de lo que Melina pensaba. Las dos nos dimos la vuelta—. Seguro que es un gato —afirmó Melina—.Hay muchos. —Luego sintió un escalofrío—. O una rata…
—Vamos a ver —dije con resolución. Las ratas no son mis mejores amigas, pero aquel ruido había disparado a tal altura mi nivel de adrenalina que me sentí crecida frente a aquellos «simpáticos animalillos domésticos».
—Voy contigo —Melina se estremeció—, a pesar de que siento náuseas. No me puedo imaginar que en esta isla abandonada haya algún vagabundo…
Ah, eso pensaba. A mí no se me había ocurrido. Pero me sentí feliz por el hecho de que me acompañara a la parte posterior y más oscura de la casa. Todas las ventanas estaban cegadas con maderos y sólo podíamos ver algo gracias a que, de vez en cuando,llegaba al suelo un estrecho rayo de sol.
De nuevo se hizo el silencio y no fuimos capaces de determinar de dónde había venido el ruido.
—Voy a abrir una ventana —dijo Melina—. Así no se puede ver nada. —Se dirigió a la línea de los rayos del sol y dio un golpe a uno de los maderos; estaba tan podrido que, de inmediato, cayó por la parte exterior de la fachada.
Un ancho rayo solar resplandeció en la habitación como si fuera un repentino regalo de la diosa del sol para nosotras, los habitantes de la Tierra.
—¡Miau! —Un gato saltó por la ventana abierta sin dignarse a mirarnos; quizá lo habíamos despertado de la siesta.
—Lo que dije, un gato —constató Melina, mientras respiraba hondo. Al parecer no estaba muy sorprendida por su suposición.
—Sí, un gato. —Mi voz acusó un tono de decepción.
—¿Tenemos también que ir abajo a…?
Melina no pudo terminar la frase. Yo miré alrededor. Esta vez el ruido era muy cercano.Melina miró hacia un rincón. ¿Otro gato?Al parecer no estaba solo. Me dirigí al rincón objeto de la atención de Melina, pero fui incapaz de ver nada. Melina se me
acercó, cautelosa.
—Ten cuidado —dijo—. A veces arañan o muerden. Pueden ponerse violentos.
A pesar de lo que creía, allí no se movió nada.Melina quitó otro madero del marco de la ventana por la que acabábamos de pasar y por fin pudimos ver un fardo en el rincón.
—Algunas mantas —dijo Melina con alivio—. Eso es que aquí ha dormido alguien.
Me dirigí hacia aquel bulto y, de repente, algo se movió entre las mantas.
—¡Ratas! —chilló Melina—. ¡Cuidado!
No supe el motivo por el que aquel grito no me detuvo, pues levanté la manta y miré. No fui capaz de emitir ni un solo sonido.Melina, impresionada por la rigidez de mi postura, miró por encima de mi hombro.
—¡Dios…! —exclamó.
Durante más de un minuto fuimos incapaces de movernos.
—¿Es Lena? —murmuró Melina, horrorizada.
No pude contestar.
—Está… muerta —jadeó—. Debe de estarlo desde hace mucho…
—¡No! —grité, mientras me arrojaba sobre aquel fardo de ropa.
La porquería acumulada voló por el aire y los rayos del sol la hicieron brillar como si fuera confeti.
—Lena… —murmuré—. No puedes estar muerta. ¡No debes estar muerta!
De nuevo se escuchó un ruido.
—¡No está muerta! —chillé tanto que mi grito casi envió a Melina al otro lado de la habitación—. ¡Vive!
—¿Está viva? —dijo Melina con incredulidad.
—Sí, ¡está viva! —grité tan alto como pude—. ¡Está viva!¡Tenemos que sacarla de aquí y llevarla a un hospital! —Intenté levantar el cuerpo de Lena, que estaba cubierto de mantas. El polvo me hizo toser y se adhería a mis ojos con tal fuerza que yo apenas veía nada.
—Espera —dijo Melina—, te voy a ayudar. —Retiró las mantas hasta que sólo se vio el cuerpo de Lena…, mejor dicho, lo que quedaba de él. No parecía ser una persona.
Melina la sujetó por los pies y yo la agarré por debajo de los hombros. La llevamos como si fuera un saco. A pesar de su escaso peso, su cuerpo inanimado dificultaba el transporte. Cuando la sacamos de allí, la cosa mejoró. Salimos del jardín y la colocamos sobre la barca. Melina y yo saltamos a bordo; yo coloqué la cabeza
de Lena sobre mi regazo y Melina remó como si, en lugar de dos, tuviera cuatro brazos.
—Lena… —susurré, mientras las lágrimas me brotaban sin cesar y limpiaban la suciedad y el polvo de mis mejillas—.Lena…, ¿qué has hecho?
Al tocarla comprobé que respiraba, pero con tanta dificultad que parecía que no podía continuar haciéndolo. Melina, a pesar del esfuerzo que le exigían los remos, nos miraba con preocupación,tanto a mí como al paquete que yo llevaba entre los brazos. Dejó de remar, se puso en pie y agitó con fuerza los brazos.
—¡Spyros! ¡Spyros! ¡Ven! —Se sentó y volvió a remar con todas sus fuerzas.
Oí cómo se encendía el motor del barco de Spyros y lo vi acercarse a nosotras. Cuando estuvimos próximos, nos arrojó una escala, que Melina amarró a la barca de remos. Entonces le dijo algo en griego a Spyros, que bajó por la escala. Los maderos mohosos crujieron. Contempló a Lena con mirada horrorizada,pero sólo por un segundo; luego soltó la maroma del barco y la ató por debajo de las axilas de Lena.
—Suéltala —me dijo, al ver que yo no la quería dejar—.Tenemos que subirla.
La solté, aún titubeante.
—Anita, ¡tira! —gritó Melina.
Anita cogió la soga y tiró. Pero ella sola no podía. Spyros trepó rápido por la escala y levantó con facilidad el cuerpo inerte de Lena. Luego lanzó otra escala para que nosotras también pudiéramos subir al barco. Cuando estuvimos arriba, Spyros se ocupó del timón, arrancó el motor y nos pusimos en movimiento.
Volamos como si se tratara de una carrera de lanchas rápidas; el agua salpicaba el barco y la proa daba violentos golpes cada vez que se encontraba con una ola. Aquello no parecía afectar a Spyros, que incluso trataba de ir más rápido.
Nosotras casi rodamos por la cubierta, zarandeadas por los movimientos del barco, por lo que tuvimos que sujetarnos con todas nuestras fuerzas. Temí que Lena, a la que acabábamos de rescatar, se cayera por la borda. Anita, Melina y yo, reuniendo todas nuestras fuerzas, sujetamos contra la borda el cuerpo inerte de Lena. No fue posible llevarla al camarote, porque el más mínimo paso nos hubiera hecho salir disparadas del barco. Íbamos en cuclillas como conejos asustados, nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas y confiábamos en poder alcanzar tierra firme.
Por fin Spyros aflojó la marcha. Melina se soltó de la borda y se irguió, luego se dirigió hacia delante.
—En la isla no hay hospital, pero sí un médico —dijo Melina,viniendo hacia nosotras—. Puede examinar a Lena y proporcionarle los primeros auxilios. Luego podemos llamar a un helicóptero y trasladarla a Atenas.
Anita, que hasta el momento no había dicho ni una palabra, miró el fardo gris que llevábamos sujeto a la borda como si fuera un cadáver.
—¿Lena? —preguntó con voz ronca—. ¿Ésta es Lena?
La liberé de las sogas que la sujetaban y su cuerpo resbaló un poco por la cubierta.
—¿Está…? —El horror se dibujó en el rostro de Anita. Seguro que no se había imaginado así su primer encuentro con Lena.
—¡No! —protesté, indignada—. ¡No está muerta! ¡Vive! Sólo hay que llevarla a un hospital.
Resonaron unas voces cerca del barco, que Spyros ya había amarrado al puerto. Spyros dijo unas cuantas frases a gritos y vino hacia nosotras.
—El médico está en camino. Llegará en un momento.
Yo miré la cara gris y hundida de Lena y la acaricié. Noté un nudo en la garganta. No se sentía su respiración. Quizás el agitado viaje… No, ¡no quería ni pensarlo! Se oyeron unas palabras en griego. Spyros ayudó al médico y a dos o tres hombres más a subir al barco. El médico echó una mirada a Lena y pareció que quisiera marcharse, como si no tuviera ningún sentido aplicar a un cadáver su ciencia médica.
—¡No está muerta! —grité—. ¡Ayúdela!
Me miró con sus ojos oscuros. Su pelo era casi cano; era mayor,aunque no lo parecía por sus ojos. De su boca salieron unas pocas frases en griego; no las entendí, pero me resultaron tranquilizadoras.
Se arrodilló y abrió su maletín. Dio una breve orden a uno de los hombres que habían venido con él y éste abandonó el barco.
El médico intentó encontrar los latidos del corazón de Lena ayudándose de un estetoscopio, pero no le resultó nada fácil. Le abrió la blusa y debajo de toda la mugre apareció, como un curioso e inesperado contraste, una porción de su blanca piel.
Separó con habilidosos dedos los párpados de Lena y los miró con preocupación; luego colocó una goma elástica alrededor de su brazo y le aplicó una inyección. El pinchazo en el pliegue de la piel del codo no provocó la menor reacción en ella; no respondía a ningún estímulo.
El médico me dijo algo y Melina tradujo.
—Dice que no sabe si lo conseguirá. Está muy débil y totalmente agotada. Es muy probable que no haya comido ni bebido durante mucho tiempo.
El médico sacó otra jeringuilla y le inyectó su contenido. Luego se levantó y dijo algo.
—No tiene muchas esperanzas. Puede que exista alguna posibilidad, pero, para eso es imprescindible que llegue a tiempo el helicóptero —tradujo Melina, con la frente fruncida por la preocupación.
—¿Cuándo llegará el helicóptero? —pregunté, en un tono inaudible. Mi voz se quebraba.
—Si tenemos suerte, en una hora —dijo Melina—. Y luego tiene que soportar el vuelo, que es otra hora más. —El timbre de su voz indicaba su convicción de que Lena no sobreviviría tanto tiempo.
El médico le dijo a Melina un par de palabras y luego salió del barco. Yo le miré espantada. ¿Había desahuciado a Lena?
—Va a hacerle un transfusión de suero —dijo Melina en un tono tranquilizador—; servirá para equilibrar la pérdida de líquidos.Esperemos que eso la mantenga con vida.
Un momento después volvió el médico, acompañado del hombre al que antes había enviado a recoger algo. El acompañante llevaba una caja de cartón con varias botellas de plástico. Por el borde de la caja sobresalía una especie de soporte. El médico desinfectó la mano de Lena y le abrió una vía en el dorso, mientras su ayudante sacaba una de las botellas de plástico de la caja y la conectaba a un tubo. El médico conectó el tubo a la vía abierta y su ayudante colocó la botella en el soporte, que estaba situado por encima de la cabeza de Lena. El médico abrió el grifo y, por goteo, intentó que penetrara en su cuerpo el líquido que necesitaba.
—Sólo es una solución de sal común. —Melina tradujo la explicación del médico—. Por el momento no puede hacer nada más por ella, porque no está preparado para estos casos. Por lo general, sólo se ocupa de huesos rotos, quemaduras y poca cosa
más. Lo que suele ocurrir en tierra.
Yo casi no la oí, pues lo único que me interesaba era el pecho de Lena, que no debía dejar de elevarse y descender, aunque fuera de una forma tan débil. Me arrodillé a su lado y volví a colocar su cabeza sobre mi regazo. Le acaricié el rostro con todo cuidado,intenté eliminar la suciedad que se había acumulado allí y mojé sus labios con un líquido que me habían traído. Renuncié a comer nada,ni líquido ni sólido. No podía pensar en eso mientras, en mis brazos, Lena pudiera…
Me quedé sentada y sólo me daba cuenta de la forma en que transcurría el tiempo. Cada segundo me parecía extraordinariamente largo. Por fin escuchamos un zumbido en el aire. —¡El helicóptero! —Anita corrió a proa, se colocó la mano ante los ojos a modo de pantalla y miró al cielo.
El ruido cada vez se acercaba más.
—No puede aterrizar aquí —gritó Melina. Su voz quedaba ahogada por el poderoso rugido de los motores—. Van a bajarnos una camilla. Debemos echar a Lena en ella y luego ellos la izarán.
Me di cuenta de que las aspas del helicóptero agitaban las olas del puerto. El barco comenzó a moverse.
Los hombres del barco gritaron algo y se pusieron en comunicación con el helicóptero por medio de señas. Bajaron una escalerilla y, junto a ella, una soga con algo parecido a una camilla.
Uno de los hombres del helicóptero bajó por la escalerilla. La primera mirada que le dirigió a Lena se tradujo en el mismo sentido que la mirada del médico en su primera actuación: todo aquel despliegue era innecesario para una paciente casi muerta y
para la que había pocas esperanzas de que pudiera sobrevivir al traslado.
Algunos hombres levantaron con cuidado a Lena y la colocaron en la camilla; luego la cerraron y procedieron a atarla con firmeza. Durante todo este proceso no se percibió ninguna reacción por parte de Lena. Permaneció allí tumbada como muerta.
—¡Tengo que ir con ella! —grité en dirección a Melina—. ¡No puedo dejarla sola!
Melina asintió. Tradujo mis palabras al hombre del helicóptero,pero éste negó con la cabeza e izó la escalerilla en la que Lena subía hacia él poco a poco.
—Pero yo debo… —Se me saltaban las lágrimas. Quería estar junto a Lena, quería volar junto a ella por si…
—Lo sé —dijo Melina e intentó consolarme—. Pero aquí podemos coger un barco rápido. Estamos muy cerca de tierra firme y hay un transbordador. Tardaremos dos horas.
Lo único que yo podía ver era la cara gris de Lena. El resto de su cuerpo estaba perdido en el interior de la camilla, que se alejaba cada vez más en dirección al cielo, oscilando por encima de mí hasta que ya casi no pude ver su rostro. Luego desapareció por la puerta lateral del helicóptero, que de inmediato giró y se marchó.
—¿Cuándo sale el ferry? —pregunté, secándome las lágrimas.
—Nos esperan. —Melina sonrió—. Podemos salir de inmediato.
—Pero, ¿realmente hemos dormido? —preguntó Anita con los ojos entrecerrados—. Si casi acabamos de acostarnos.
—Ya hemos dormido lo suficiente —dijo Melina con jovialidad—. Cuando estemos ahí fuera, el aire del mar se os llevará el cansancio que os quede en el cuerpo.
—Sobre todo en los ojos —repuse, irritada.
—Eso también —asintió Melina de buen humor—. Pero no ocurrirá si os quedáis más tiempo tumbadas. Daos un chapuzón en el mar para espabilar u os tendréis que quedar en casa.
Eso me obligó a levantarme de inmediato.
—¡De ninguna de las maneras! —exclamé.
—Entonces vamos. —Melina estaba contenta. Se dio la vuelta y nos dejó solas a Anita y a mí.
—Levantarse con el sol —murmuró Anita desde la cama—.Esto no me lo habías dicho.
—¿Y cómo lo iba a saber? —pregunté—. Yo me voy a meter en el mar, como nos ha recomendado Melina. No quiero quedarme en tierra.
—Bueno, bueno —gruñó una vez más Anita, mientras se levantaba—. Yo también voy. Eso de darse un baño en el mar a una hora tan temprana debe de ser algo especial de verdad.
A pesar de que todo estaba muy tranquilo y no había nada de agitación, un instante después zarpamos con una flotilla de barcos de pesca. Una vez fuera del puerto, los pesqueros se repartieron en todas las direcciones y nosotras nos encontramos solas en el mar con el barco de Spyros.
Yo sentí cierto miedo. Aquélla era en verdad la inmensidad a la que yo temía. ¿Cómo se podía encontrar allí a un único barco? En el puerto, el yate de Lena destacaba por ser muy grande, pero eso era debido a que el propio puerto era diminuto. Pero aquí fuera…, aquí fuera, por grande que pareciera, no era mayor que una cáscara de nuez.
—Ella me habló de algunas islas donde siempre compraba pescado fresco —dijo Spyros—. Vamos a ir allí.
Asentí. Habíamos comprado en muchas de aquellas islas cuando hicimos nuestra excursión, pero ya no me acordaba de los nombres. Me alegré de que Spyros lo supiera.
Tardamos todo el día en recorrer tres islas que casi no reconocí.Había pasado mucho tiempo y todas me parecían iguales. En una de ellas encontramos a un pescador que se acordaba de haber vendido pescado a Lena. Todos se acordaban de ella y de su barco, pero la compra había tenido lugar tres días después de su salida y de eso ya hacía mucho tiempo. Por lo menos ahora sabíamos que había ido en ese rumbo.
Al llegar la tarde regresamos a puerto. Fuimos los últimos y las demás barcas de pesca ya estaban amarradas. Spyros y los demás propietarios de los barcos intercambiaron información y Melina nos sirvió de traductora.
—Se ha podido seguir muy bien su ruta. Ha sido vista en algunas islas, pero desde hace unas semanas nadie ha vuelto a verla.
—A saber dónde puede estar —apuntó Anita.
—Puede que sea cerca del último lugar en el que fue vista —replicó Melina—. La gente de allí le desaconsejó que siguiera su camino, porque parecía muy débil. Pero no quiso escuchar a nadie.«Muy típico de Lena», pensé. ¿A quién escuchaba ella?
—¿Y cuál fue ese último lugar? —pregunté.
—Iremos mañana allí con todos los pesqueros y continuaremos la búsqueda —dijo Melina—. Eso será lo más sensato.
¡Mañana! Con cada día que pasaba me parecía que la salud de Lena empeoraba. Por regla general, ella siempre había descansado de una forma espléndida mientras estaba en el Egeo:recargaba las pilas, estaba sana,bronceada por el sol y llena de energía para el regreso. Pero esta vez parecía distinto. ¿Por qué no había ido a un puerto, si se sentía enferma? ¿Por qué no se había dirigido a una ciudad mayor, a fin de poder visitar a un médico? ¿O acaso lo había hecho y por eso nadie la había visto?
—A lo mejor lleva algún tiempo en un hospital en Atenas —dije,esperanzada.
—No. —Melina negó con un ademán de la cabeza—. Los prácticos de los puertos se mantienen siempre en contacto unos con otros. Si hubiera llegado un barco a Atenas, lo sabrían. —Me miró
—. Han preguntado en todos los puertos, incluso en los más pequeños. Nadie tiene constancia de haber visto un barco como el de Lena.
El día siguiente comenzó como el anterior, con la salida del sol.Partimos y esta vez la flotilla iba reunida, pues todos llevaban el mismo rumbo. ¡Si yo no hubiera sido un marinero de agua dulce puede que hubiera sido capaz de reconocer algo! Para los pescadores, cada ola parecía tener su propio nombre; en cambio para mí todo era agua, un horizonte infinito y un eterno ir de un lado para otro. Apenas pude disfrutar del sol.
Mientras Melina y Spyros miraban al agua, Anita se encontraba sentada a mi lado en un pequeño banco del bote.
—El día de ayer fue muy prometedor —dijo para consolarme—.Al menos ahora sabemos dónde no está.
—¡Pero no dónde está! —interrumpí su charla—. Anita, cuando vine aquí pensaba que quería hablar con Lena, pero ahora…¿Qué voy a hacer ahora? —Apoyé la cabeza en las manos—.¿Qué puedo hacer ahora? —Alcé la vista—. ¡Aquí no hago nada!¡Me limito a estar sentada!
—Tan sólo llevamos un día de búsqueda —respondió Anita—.Las cosas no van tan rápidas. —Me tomó la mano—. Melina dice que la encontraremos a base de ir a todas las islas. Yo creo lo que dice Melina.
—Porque Melina y tú… —me mordí la lengua.
—Porque Melina y yo, ¿qué? —Anita mostró una cierta satisfacción—. ¿Porque me gusta? ¿Piensas que lo digo por eso? —Me acarició la mejilla—. Melina me gusta mucho, en eso tienes razón, pero no creo que eso limite mi claridad de juicio. Los pescadores de aquí conocen el mar. No podemos competir con ellos, y por eso nos parece que muchas cosas carecen de sentido.Pero yo creo que, si se ha vivido toda la vida junto al mar y en el mar, las cosas se ven de otra forma.
Alcé la vista y vi que Melina nos miraba desde la proa, estaba allí al lado de Spyros.
—¿Has…? —titubeé—. ¿Has hablado con Melina? —pregunté—. Quiero decir si le has dicho…
—¿Que ella me gusta de la forma en la que me gusta? —Anita suspiró—. Casi no nos conocemos. Y… como voy a saber si…No, no creo que sea una buena idea. —Se reclinó contra la estrecha borda—. Voy a soñar con ella cuando llegue a casa, me imaginaré su negro pelo agitado por el viento mientras el barco recorre el mar y recordaré cómo ríen sus ojos cuando la miro. —Suspiró de nuevo—. Va a ser un recuerdo maravilloso.
A lo mejor Lena sólo era un recuerdo para mí, pensé en ese momento. Quizá tampoco la volvería a ver y a Anita y a mí sólo nos quedaría el recuerdo común del cabello, ondeante en el mar, de aquellas dos mujeres a las que nunca volveríamos a ver.
—¡No! —dije con decisión.
—¿No, qué? —Anita me miró, interrogante—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿No va a ser un recuerdo maravilloso?
—Sí, claro. Pero quizá sea un recuerdo de algo más que lo que acabas de decir.
—Eso es una idiotez, Yulia. —Anita miró al frente, donde Melina contemplaba el mar—. Una idiotez maravillosa, pero a fin de cuentas una idiotez.
—Nos ha mirado en el momento en que tú me has cogido de la mano. Yo no diría que es una idiotez lo que he visto en su mirada.
—¿Y qué es lo que has visto? —preguntó Anita.
—Creo que conozco el significado de esa mirada —respondí.
—Seguro que la has interpretado mal —dijo Anita, como si rechazara aquel pensamiento.
—Yo creo que no. —Esta vez me mostré testaruda. Si yo no podía ser feliz, al menos que lo fuera ella.
Anita miró hacia delante procurando no ser vista por Melina, que no miraba en nuestra dirección.
—¿Estás segura? —preguntó.
—Bastante —contesté—. Yo creo que piensa que somos pareja y por eso se mantiene alejada de ti. Si tú no tomas la iniciativa…
—Bah…, tomar yo la iniciativa… Nunca lo hago.
Hice un gesto con la boca y luego me levanté.
—¡Melina! —grité—. ¿Podemos cambiar nuestros puestos?
Melina se dio la vuelta y asintió. Vino hacia nosotras mientras Anita me miraba con cara de espanto.
—Aprovecha tu oportunidad —le dije y pasé, sonriente, junto a Melina en dirección a la proa.
Spyros escudriñaba el mar con las cejas muy arqueadas. Me coloqué a su lado e hice lo mismo para tratar de descubrir algo,aunque lo único que veía era una superficie infinita de agua.
—Es inútil —murmuré.
—El mar es nuestro amigo —dijo Spyros—. Él nos dirá dónde está. —¿Y cómo puede ser? —pregunté, cansada—. No lo podemos rastrear centímetro a centímetro; tardaríamos años.
—Te preocupas mucho de tu amiga porque puede estar enferma. —Spyros me miró—. Eso es lo que hacemos todos.
—¿Por qué no me dijo que las cosas no le iban bien? —me pregunté casi a mí misma—. Yo podría haberla ayudado. Pero, en lugar de eso, coge un avión hasta Grecia y se refugia en el mar.
—¿No lo entiendes? —preguntó Spyros—. Yo sí lo entiendo.Todo el que ama el mar haría lo mismo. El mar nos cura si enfermamos y nos consuela si nos sentimos tristes. El mar lo es todo para nosotros. Siempre está ahí cuando lo necesitamos.
—¡Pero el mar no es una persona! —exclamé disgustada.
—No lo entiendes. —Me miró, sonriente—. No lo puedes entender. —Dirigió de nuevo la vista al frente, al mar infinito.
No, yo en realidad no lo entendía. Aquella vez había sido muy bonito estar en el mar, vivirlo por primera vez, pero, al parecer, no había conseguido entablar una relación tan estrecha como Lena.
Ella nadaba como un pez y yo, en cambio, parecía un hipopótamo.A lo mejor era ahí donde residía la diferencia.
—Ya hemos llegado —dijo Spyros y poco a poco redujo la cadencia de los motores hasta detenerlos del todo. Los demás barcos hicieron lo mismo y todos juntos nos quedamos parados,meciéndonos, en aquel desierto de agua.
No se veía nada. Para mí resultaba un misterio el hecho de que Spyros supiera que ya habíamos llegado. ¿Qué significaba eso? No se veía ni rastro de Lena ni de su barco.
Spyros se comunicó con los demás botes mediante signos con las manos y luego se dirigió otra vez a mí.
—A partir de este punto, vamos a empezar a navegar en círculo.Estamos convencidos de que está cerca. ¿Has estado alguna vez aquí?
Encogí los hombros.
—No veo nada más que agua, lo siento. No puedo decir si he estado aquí o no.
Spyros sacudió la cabeza.
—Yo estuve quince años en Petersburg en la Mercedes, pero nunca entenderé a la gente de tierra adentro. —Hizo que su barco comenzara a moverse en círculo.
Los barcos se alejaron unos de otros hasta desaparecer en el horizonte. A pesar de que aquella extensión de agua me parecía infinita, al cabo de un momento Spyros exclamó:
—Ahí hay tierra. Vayamos allí.
—¿Tierra? ¿Dónde? —Me sentí incapaz de reconocer nada.Melina llegó por detrás.
—Tierra —dijo, con el mismo tono convencido que Spyros—.Al menos ya tenemos un punto de referencia.
Anita también estaba de pie en la proa. Mientras Spyros manejaba el timón, nosotras mirábamos hacia delante.
—¿Ves allí al fondo? —Melina señaló con el brazo—. Es una isla. Forcé los ojos todo lo que pude, pero lo único que alcancé a ver fue una ligera diferencia de color, a la que no di mucha importancia.
—Yo tampoco veo nada —dijo Anita al observar mis esfuerzos
—. Pero Melina y Spyros saben lo que hacen.
En mi opinión, íbamos demasiado tranquilos con el motor petardeando sobre el agua, pero al cabo de un momento pude reconocer una elevación que se dibujaba en la monotonía de la superficie. Era como una gaviota, pero, según nos acercábamos,
perdió su parecido con el ave y la imagen se transformó en una especie de dinosaurio, con el lomo de color amarillo verdoso. Al final surgió una elevación de tierra, cuya cima sobresalía en la lejanía, entre el mar que la rodeaba.
Estábamos ya muy cerca de la orilla y, sin embargo, no se veía ningún barco.
—No está aquí —dije, decepcionada. Cuanto más nos acercábamos más nerviosa me sentía y, de repente, caí en una profunda sima negra de desesperación.
—Hay muchas islas iguales —dijo Melina para consolarme—.Sólo hemos llegado a la primera.
Sin embargo, mi ánimo se hundía cada vez más. Nunca encontraríamos a Lena. Quizás ella se riera para sí misma al comprobar lo bien que se había escondido. ¿Por qué habría pensado que era necesario?
—Anita me ha comentado que ya estuviste por aquí una vez con Lena—dijo Melina—.¿Llegasteis también a esta zona?
Yo alcé las manos en un ademán de duda.
—¡No tengo ni la más remota idea! ¡A mí todo me parece igual!
Spyros rodeó la lengua de tierra del lado oriental de la isla para continuar su camino hacia el mar. Yo me sentía débil. Agarrándome a ambos lados de la borda, me dirigí hacia atrás para sentarme en un extremo del barco. Miré el mar que quedaba tras de mí y la isla que se alejaba.
—¡Para! —grité de repente—. ¡Spyros! ¡Para!
Spyros se volvió hacia mí, pero no se detuvo. Melina y Anita se me acercaron.
—¿Qué te pasa? —pregunto Anita.
—¡Ahí había algo! —dije, jadeante, a causa de la emoción—.En el otro extremo de la isla. ¡Creo que era blanco!
—Es la playa —repuso Melina—. Está tan virgen que parece blanca.
—¡No en tierra, sino en el mar! —grité porque no parecían querer entenderme.
Melina se acercó a Spyros. Éste dio un giro y de nuevo puso rumbo a la isla. A pesar de que ambos pensaban que me equivocaba, lo hicieron en atención a mí.
—Hay reflejos en el agua —dijo Anita—. Como ocurre en los espejismos. Es a causa del calor. Uno ve todo lo que quiere ver. A mí me ha ocurrido antes lo mismo y Melina me lo ha explicado.
—¡No ha sido un reflejo del agua! —repliqué.
—Vamos a ver lo que es. —Melina se había acercado a nosotras—. No tenemos nada que perder.
Yo miré el agua y la lengua de tierra que se acercaba despacio.
—En el otro extremo —grité, haciendo gestos a Spyros—. ¡A la derecha!
Spyros corrigió el curso y bordeamos la isla. Otra lengua de tierra nos impedía la visión. El barco petardeaba en consonancia con el ligero balanceo de las olas. Alcanzamos la punta de la lengua de tierra.
—¡Ahí! —Casi me desmayo. ¡Ahí estaba el barco de Lena!
En una pequeña cala. Se mecía un poco sobre el agua y parecía muy tranquilo. Melina asintió al reconocerlo.
—Lo has hecho muy bien —afirmó—. Spyros dice que esta isla no está habitada y que, por eso, no le prestamos mucha atención.Aquí no se puede vivir.
—Sí, claro que se puede. —Mi pecho subía y bajaba como si fuera una máquina de vapor—. He estado aquí con Lena.Incluso hay una casa en la isla, aunque casi está en ruinas.
—Entonces seguro que ella está en el barco —dijo Melina. Miró al frente, por donde se acercaba cada vez más al costado del barco.
—¡Eh! —gritó Spyros a aquel muro blanco—. ¿Hay alguien a bordo?
No hubo respuesta. Spyros lo intentó una vez más con el mismo resultado. Navegó despacio alrededor del barco.
—No está la escalerilla —dijo—. La ha debido recoger.
—El bote auxiliar —respondí—. No está. —Señalé la popa del barco—. Estaba ahí.
—Entonces lo habrá cogido para llegar a tierra —aventuró Melina.
Spyros asintió.
—Con este barco no se puede llegar hasta la orilla —afirmó—.Tenéis que nadar unos metros.
—No hay problema. —Melina se quitó la ropa y debajo de su blusa y sus pantalones cortos apareció un bañador.
—Por desgracia, yo no me he traído traje de baño —dijo Anita con timidez—. No había pensado en esto.
—Yo puedo ir sola hasta allí —dijo Melina—. No tenemos por qué ir todos…
—¡Claro que sí! —Yo estaba tan impaciente que no podía esperar—. ¡Yo también voy!
—¡Entonces vamos! —Melina se apartó de nosotras y se sumergió en el agua con un airoso salto. Igual que Lena…
Yo me dejé caer con poco garbo y comencé a dar brazadas.Melina se echó a reír.
—¿No eres buena nadadora?
—No —gruñí y seguí con mi movimiento de brazos.
—Voy a comprobar si está el bote —dijo Melina y empezó a nadar estilo crol a tal velocidad que pensé que podía haberse presentado a los Juegos Olímpicos.
Yo me pasé al estilo braza y comprobé que me acercaba de forma lenta pero segura. Estaba tan concentrada en mi estilo de nadar que me sentí muy sorprendida cuando, poco tiempo después,apareció a mi lado un remo. Era de una barca y en esa barca estaba sentada Melina. Estiró un brazo y me ayudó a subir a bordo.
—Estaba en la playa —dijo—, pero no se ve a nadie.
No era el bote auxiliar de Lena, sino una sencilla barca de remos. Sus tablas no parecían demasiado fuertes y había agua en el interior. Jadeé sin respiración mientras me recuperaba de aquel esfuerzo, poco habitual en mí, y miré a mi alrededor con
escepticismo.
Melina comenzó a remar tan pronto como subí a la barca.
—Para un ratito es suficiente —afirmó—, a pesar de que las tablas están un poco podridas. ¡Es una típica barca griega! —dijo entre risas.
Gracias a la fuerza de Melina, la barca avanzaba por el mar como si fuera sobre raíles y al poco tiempo llegamos a la orilla.Varó la barca en la playa, yo me bajé y avanzamos en dirección al jardín.
Yo miré a mi alrededor.
—No ha cambiado nada —dije.
—Bien. —Melina miraba las estatuas griegas—. No sabía que esto estuviera aquí.
Mi interés por las estatuas era más bien limitado y cuanto más nos acercábamos a la casa más me invadía una sensación de angustia. Lena… ¿Dónde estaba Lena… y qué le ocurría?
Llegamos a la casa y nos rodeó su inquietante sosiego, turbado tan sólo por algún ruido que llegaba del mar o por el canto de un pájaro.
—¡Es increíble! —exclamó Melina—. ¡Nunca había visto una casa así!
Yo observé la fachada desconchada. Era verdad que no había cambiado nada. Si Lena estaba allí, ni siquiera había sacado una silla al jardín.
Melina entró en la casa antes de que yo llegara. La seguí.
—¡Ten cuidado con la escalera! —le grité.
Ella se volvió y me miró, interrogante.
—La escalera es de piedra, pero se ha desmoronado un poco por la derecha y hace mucho que no tiene barandilla —expliqué—.Hay que permanecer siempre a la izquierda.
Melina miró la escalera.
—Parece un tanto abandonada —dijo—. No creo que haya nadie por aquí.
Para ser sinceros, yo tampoco lo creía.
—Podemos mirar arriba —dije. Era la última esperanza—.Cuando estuve aquí sólo se podía vivir en una de las habitaciones.
—¿Vivir aquí? —Melina arqueó las cejas—. ¿En esta casa?
Encogí los hombros.
—Todo es relativo.
Melina asintió.
—Bueno, pues vamos a mirar.
Fuimos escaleras arriba, una detrás de la otra. No podíamos ir juntas por si una de nosotras se caía. Una vez arriba, entramos en la habitación que ofrecía unas maravillosas vistas sobre el mar.
—¡Por todos los santos! —Exclamó Melina, con expresión de sorpresa.
—Sí, es impresionante, ¿verdad? —Entré detrás de ella—. Yo también lo pensé la primera vez que lo vi.
—Yo creo que, aunque lo viera cien veces, me volvería a sorprender —dijo, con respeto—. Es como si la persona que construyó la casa hubiera querido erigir un templo al mar y adorarlo desde aquí.
Me callé, pues estaba muy de acuerdo con Melina. De repente me imaginé que estaba en lo alto de una catedral, arriba del todo,en la torre del campanario, con el mundo bajo mis pies y el universo muy lejos.
Melina se volvió.
—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien?
No hubo respuesta.
Sentí que, a pesar del gran calor que reinaba, un escalofrío me recorría la espalda.
—¿Lena? —dije—. ¿Estás aquí?
—Nos habría tenido que oír —dijo Melina—. No puede estar aquí. —Pero su barco… —Me mordí la lengua. No quería imaginarme lo que significaba un barco solitario en una cala desierta.
—No está el bote auxiliar —indicó Melina—. Eso puede significar que tuvo algún problema con el motor del yate, o algo parecido, y tuvo que salir con el bote para pedir ayuda.
Sí podía significar eso, sí. Apreté los labios. Tan cerca… el yate de Lena…, pero ella…Melina se acercó a la habitación de al lado y luego regresó.
—Todo está como si hiciera mucho tiempo que no hubiera nadie por aquí. Tan sólo hay un viejo y sucio colchón en un rincón. Debe de estar ahí desde hace una eternidad.
Sin embargo, pasamos por todas las habitaciones, si es que se les podía dar ese nombre, y miramos en ellas. Mi ánimo se hundía cada vez más. El yate era mi última esperanza: yo había partido de la hipótesis de que el yate y Lena tenían que estar próximos,pero habíamos encontrado el barco y ni rastro de Lena.
—No tiene sentido —dijo Melina—. Puede estar en cualquier sitio, pero aquí no.
Bajamos la escalera muy despacio, como si descendiéramos por un glaciar, y nos quedamos en el final, por donde habíamos entrado.
—Podría ser una casa maravillosa si se pudiera rehabilitar. —Melina aún estaba bajo el efecto que le había causado la mansión
—. ¿Quería hacerlo Lena?
—No lo sé. Al principio pensé que quería edificar un hotel, pero me dijo que no —respondí yo—. Tenía previsto venir de vez en cuando, pero nunca tenía tiempo.
—Yo pienso… —Un sonido procedente del lado izquierdo de la casa impidió que me enterara de lo que Melina pensaba. Las dos nos dimos la vuelta—. Seguro que es un gato —afirmó Melina—.Hay muchos. —Luego sintió un escalofrío—. O una rata…
—Vamos a ver —dije con resolución. Las ratas no son mis mejores amigas, pero aquel ruido había disparado a tal altura mi nivel de adrenalina que me sentí crecida frente a aquellos «simpáticos animalillos domésticos».
—Voy contigo —Melina se estremeció—, a pesar de que siento náuseas. No me puedo imaginar que en esta isla abandonada haya algún vagabundo…
Ah, eso pensaba. A mí no se me había ocurrido. Pero me sentí feliz por el hecho de que me acompañara a la parte posterior y más oscura de la casa. Todas las ventanas estaban cegadas con maderos y sólo podíamos ver algo gracias a que, de vez en cuando,llegaba al suelo un estrecho rayo de sol.
De nuevo se hizo el silencio y no fuimos capaces de determinar de dónde había venido el ruido.
—Voy a abrir una ventana —dijo Melina—. Así no se puede ver nada. —Se dirigió a la línea de los rayos del sol y dio un golpe a uno de los maderos; estaba tan podrido que, de inmediato, cayó por la parte exterior de la fachada.
Un ancho rayo solar resplandeció en la habitación como si fuera un repentino regalo de la diosa del sol para nosotras, los habitantes de la Tierra.
—¡Miau! —Un gato saltó por la ventana abierta sin dignarse a mirarnos; quizá lo habíamos despertado de la siesta.
—Lo que dije, un gato —constató Melina, mientras respiraba hondo. Al parecer no estaba muy sorprendida por su suposición.
—Sí, un gato. —Mi voz acusó un tono de decepción.
—¿Tenemos también que ir abajo a…?
Melina no pudo terminar la frase. Yo miré alrededor. Esta vez el ruido era muy cercano.Melina miró hacia un rincón. ¿Otro gato?Al parecer no estaba solo. Me dirigí al rincón objeto de la atención de Melina, pero fui incapaz de ver nada. Melina se me
acercó, cautelosa.
—Ten cuidado —dijo—. A veces arañan o muerden. Pueden ponerse violentos.
A pesar de lo que creía, allí no se movió nada.Melina quitó otro madero del marco de la ventana por la que acabábamos de pasar y por fin pudimos ver un fardo en el rincón.
—Algunas mantas —dijo Melina con alivio—. Eso es que aquí ha dormido alguien.
Me dirigí hacia aquel bulto y, de repente, algo se movió entre las mantas.
—¡Ratas! —chilló Melina—. ¡Cuidado!
No supe el motivo por el que aquel grito no me detuvo, pues levanté la manta y miré. No fui capaz de emitir ni un solo sonido.Melina, impresionada por la rigidez de mi postura, miró por encima de mi hombro.
—¡Dios…! —exclamó.
Durante más de un minuto fuimos incapaces de movernos.
—¿Es Lena? —murmuró Melina, horrorizada.
No pude contestar.
—Está… muerta —jadeó—. Debe de estarlo desde hace mucho…
—¡No! —grité, mientras me arrojaba sobre aquel fardo de ropa.
La porquería acumulada voló por el aire y los rayos del sol la hicieron brillar como si fuera confeti.
—Lena… —murmuré—. No puedes estar muerta. ¡No debes estar muerta!
De nuevo se escuchó un ruido.
—¡No está muerta! —chillé tanto que mi grito casi envió a Melina al otro lado de la habitación—. ¡Vive!
—¿Está viva? —dijo Melina con incredulidad.
—Sí, ¡está viva! —grité tan alto como pude—. ¡Está viva!¡Tenemos que sacarla de aquí y llevarla a un hospital! —Intenté levantar el cuerpo de Lena, que estaba cubierto de mantas. El polvo me hizo toser y se adhería a mis ojos con tal fuerza que yo apenas veía nada.
—Espera —dijo Melina—, te voy a ayudar. —Retiró las mantas hasta que sólo se vio el cuerpo de Lena…, mejor dicho, lo que quedaba de él. No parecía ser una persona.
Melina la sujetó por los pies y yo la agarré por debajo de los hombros. La llevamos como si fuera un saco. A pesar de su escaso peso, su cuerpo inanimado dificultaba el transporte. Cuando la sacamos de allí, la cosa mejoró. Salimos del jardín y la colocamos sobre la barca. Melina y yo saltamos a bordo; yo coloqué la cabeza
de Lena sobre mi regazo y Melina remó como si, en lugar de dos, tuviera cuatro brazos.
—Lena… —susurré, mientras las lágrimas me brotaban sin cesar y limpiaban la suciedad y el polvo de mis mejillas—.Lena…, ¿qué has hecho?
Al tocarla comprobé que respiraba, pero con tanta dificultad que parecía que no podía continuar haciéndolo. Melina, a pesar del esfuerzo que le exigían los remos, nos miraba con preocupación,tanto a mí como al paquete que yo llevaba entre los brazos. Dejó de remar, se puso en pie y agitó con fuerza los brazos.
—¡Spyros! ¡Spyros! ¡Ven! —Se sentó y volvió a remar con todas sus fuerzas.
Oí cómo se encendía el motor del barco de Spyros y lo vi acercarse a nosotras. Cuando estuvimos próximos, nos arrojó una escala, que Melina amarró a la barca de remos. Entonces le dijo algo en griego a Spyros, que bajó por la escala. Los maderos mohosos crujieron. Contempló a Lena con mirada horrorizada,pero sólo por un segundo; luego soltó la maroma del barco y la ató por debajo de las axilas de Lena.
—Suéltala —me dijo, al ver que yo no la quería dejar—.Tenemos que subirla.
La solté, aún titubeante.
—Anita, ¡tira! —gritó Melina.
Anita cogió la soga y tiró. Pero ella sola no podía. Spyros trepó rápido por la escala y levantó con facilidad el cuerpo inerte de Lena. Luego lanzó otra escala para que nosotras también pudiéramos subir al barco. Cuando estuvimos arriba, Spyros se ocupó del timón, arrancó el motor y nos pusimos en movimiento.
Volamos como si se tratara de una carrera de lanchas rápidas; el agua salpicaba el barco y la proa daba violentos golpes cada vez que se encontraba con una ola. Aquello no parecía afectar a Spyros, que incluso trataba de ir más rápido.
Nosotras casi rodamos por la cubierta, zarandeadas por los movimientos del barco, por lo que tuvimos que sujetarnos con todas nuestras fuerzas. Temí que Lena, a la que acabábamos de rescatar, se cayera por la borda. Anita, Melina y yo, reuniendo todas nuestras fuerzas, sujetamos contra la borda el cuerpo inerte de Lena. No fue posible llevarla al camarote, porque el más mínimo paso nos hubiera hecho salir disparadas del barco. Íbamos en cuclillas como conejos asustados, nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas y confiábamos en poder alcanzar tierra firme.
Por fin Spyros aflojó la marcha. Melina se soltó de la borda y se irguió, luego se dirigió hacia delante.
—En la isla no hay hospital, pero sí un médico —dijo Melina,viniendo hacia nosotras—. Puede examinar a Lena y proporcionarle los primeros auxilios. Luego podemos llamar a un helicóptero y trasladarla a Atenas.
Anita, que hasta el momento no había dicho ni una palabra, miró el fardo gris que llevábamos sujeto a la borda como si fuera un cadáver.
—¿Lena? —preguntó con voz ronca—. ¿Ésta es Lena?
La liberé de las sogas que la sujetaban y su cuerpo resbaló un poco por la cubierta.
—¿Está…? —El horror se dibujó en el rostro de Anita. Seguro que no se había imaginado así su primer encuentro con Lena.
—¡No! —protesté, indignada—. ¡No está muerta! ¡Vive! Sólo hay que llevarla a un hospital.
Resonaron unas voces cerca del barco, que Spyros ya había amarrado al puerto. Spyros dijo unas cuantas frases a gritos y vino hacia nosotras.
—El médico está en camino. Llegará en un momento.
Yo miré la cara gris y hundida de Lena y la acaricié. Noté un nudo en la garganta. No se sentía su respiración. Quizás el agitado viaje… No, ¡no quería ni pensarlo! Se oyeron unas palabras en griego. Spyros ayudó al médico y a dos o tres hombres más a subir al barco. El médico echó una mirada a Lena y pareció que quisiera marcharse, como si no tuviera ningún sentido aplicar a un cadáver su ciencia médica.
—¡No está muerta! —grité—. ¡Ayúdela!
Me miró con sus ojos oscuros. Su pelo era casi cano; era mayor,aunque no lo parecía por sus ojos. De su boca salieron unas pocas frases en griego; no las entendí, pero me resultaron tranquilizadoras.
Se arrodilló y abrió su maletín. Dio una breve orden a uno de los hombres que habían venido con él y éste abandonó el barco.
El médico intentó encontrar los latidos del corazón de Lena ayudándose de un estetoscopio, pero no le resultó nada fácil. Le abrió la blusa y debajo de toda la mugre apareció, como un curioso e inesperado contraste, una porción de su blanca piel.
Separó con habilidosos dedos los párpados de Lena y los miró con preocupación; luego colocó una goma elástica alrededor de su brazo y le aplicó una inyección. El pinchazo en el pliegue de la piel del codo no provocó la menor reacción en ella; no respondía a ningún estímulo.
El médico me dijo algo y Melina tradujo.
—Dice que no sabe si lo conseguirá. Está muy débil y totalmente agotada. Es muy probable que no haya comido ni bebido durante mucho tiempo.
El médico sacó otra jeringuilla y le inyectó su contenido. Luego se levantó y dijo algo.
—No tiene muchas esperanzas. Puede que exista alguna posibilidad, pero, para eso es imprescindible que llegue a tiempo el helicóptero —tradujo Melina, con la frente fruncida por la preocupación.
—¿Cuándo llegará el helicóptero? —pregunté, en un tono inaudible. Mi voz se quebraba.
—Si tenemos suerte, en una hora —dijo Melina—. Y luego tiene que soportar el vuelo, que es otra hora más. —El timbre de su voz indicaba su convicción de que Lena no sobreviviría tanto tiempo.
El médico le dijo a Melina un par de palabras y luego salió del barco. Yo le miré espantada. ¿Había desahuciado a Lena?
—Va a hacerle un transfusión de suero —dijo Melina en un tono tranquilizador—; servirá para equilibrar la pérdida de líquidos.Esperemos que eso la mantenga con vida.
Un momento después volvió el médico, acompañado del hombre al que antes había enviado a recoger algo. El acompañante llevaba una caja de cartón con varias botellas de plástico. Por el borde de la caja sobresalía una especie de soporte. El médico desinfectó la mano de Lena y le abrió una vía en el dorso, mientras su ayudante sacaba una de las botellas de plástico de la caja y la conectaba a un tubo. El médico conectó el tubo a la vía abierta y su ayudante colocó la botella en el soporte, que estaba situado por encima de la cabeza de Lena. El médico abrió el grifo y, por goteo, intentó que penetrara en su cuerpo el líquido que necesitaba.
—Sólo es una solución de sal común. —Melina tradujo la explicación del médico—. Por el momento no puede hacer nada más por ella, porque no está preparado para estos casos. Por lo general, sólo se ocupa de huesos rotos, quemaduras y poca cosa
más. Lo que suele ocurrir en tierra.
Yo casi no la oí, pues lo único que me interesaba era el pecho de Lena, que no debía dejar de elevarse y descender, aunque fuera de una forma tan débil. Me arrodillé a su lado y volví a colocar su cabeza sobre mi regazo. Le acaricié el rostro con todo cuidado,intenté eliminar la suciedad que se había acumulado allí y mojé sus labios con un líquido que me habían traído. Renuncié a comer nada,ni líquido ni sólido. No podía pensar en eso mientras, en mis brazos, Lena pudiera…
Me quedé sentada y sólo me daba cuenta de la forma en que transcurría el tiempo. Cada segundo me parecía extraordinariamente largo. Por fin escuchamos un zumbido en el aire. —¡El helicóptero! —Anita corrió a proa, se colocó la mano ante los ojos a modo de pantalla y miró al cielo.
El ruido cada vez se acercaba más.
—No puede aterrizar aquí —gritó Melina. Su voz quedaba ahogada por el poderoso rugido de los motores—. Van a bajarnos una camilla. Debemos echar a Lena en ella y luego ellos la izarán.
Me di cuenta de que las aspas del helicóptero agitaban las olas del puerto. El barco comenzó a moverse.
Los hombres del barco gritaron algo y se pusieron en comunicación con el helicóptero por medio de señas. Bajaron una escalerilla y, junto a ella, una soga con algo parecido a una camilla.
Uno de los hombres del helicóptero bajó por la escalerilla. La primera mirada que le dirigió a Lena se tradujo en el mismo sentido que la mirada del médico en su primera actuación: todo aquel despliegue era innecesario para una paciente casi muerta y
para la que había pocas esperanzas de que pudiera sobrevivir al traslado.
Algunos hombres levantaron con cuidado a Lena y la colocaron en la camilla; luego la cerraron y procedieron a atarla con firmeza. Durante todo este proceso no se percibió ninguna reacción por parte de Lena. Permaneció allí tumbada como muerta.
—¡Tengo que ir con ella! —grité en dirección a Melina—. ¡No puedo dejarla sola!
Melina asintió. Tradujo mis palabras al hombre del helicóptero,pero éste negó con la cabeza e izó la escalerilla en la que Lena subía hacia él poco a poco.
—Pero yo debo… —Se me saltaban las lágrimas. Quería estar junto a Lena, quería volar junto a ella por si…
—Lo sé —dijo Melina e intentó consolarme—. Pero aquí podemos coger un barco rápido. Estamos muy cerca de tierra firme y hay un transbordador. Tardaremos dos horas.
Lo único que yo podía ver era la cara gris de Lena. El resto de su cuerpo estaba perdido en el interior de la camilla, que se alejaba cada vez más en dirección al cielo, oscilando por encima de mí hasta que ya casi no pude ver su rostro. Luego desapareció por la puerta lateral del helicóptero, que de inmediato giró y se marchó.
—¿Cuándo sale el ferry? —pregunté, secándome las lágrimas.
—Nos esperan. —Melina sonrió—. Podemos salir de inmediato.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
ay ojala q lena se salve y se formalize con julia pero parece q lo unico q sera es dejarle recuerdos y talvez su foftuna.
Grd- Mensajes : 50
Fecha de inscripción : 26/05/2015
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
No lo puedo creer, Lena que te paso?? ;;-;;
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Durante la travesía en el transbordador apenas pude mantenerme quieta ni un minuto. Me sentía agotada y, al mismo tiempo, tan intranquila que me parecía ver un enemigo en cada silla. Anita y Melina se sentaron en cubierta y charlaban como si fueran turistas que no tuvieran mejor cosa que hacer. ¿Cómo podían…? Pero no. Me apoyé sobre la barandilla de la borda para observar cómo el agua hendida por la proa del ferry salpicaba de espuma ambos lados del barco. ¿Qué podían hacer Anita y Melina? Ninguna de las dos conocía a Lena. Sólo habían visto a una persona moribunda, apenas podía considerarse un ser humano,y ahora la transportaban por aire hacia un hospital y quizá no sobreviviría a aquel viaje.
Cerré los ojos. ¡No podía ser! Todo lo que yo había esperado…, que ella no me recibiera…, que no la pudiera encontrar…, que estuviera en la cama con otra mujer…, incluso que… Pero no, estaba vegetando casi medio muerta en un rincón,sucia y escuálida, como si fuera una indigente que viviera en la calle y no tuviera dinero para comprar comida ni la oportunidad de darse un baño…, y eso que tenía el mar a la puerta. Todo aquello resultaba inexplicable. Nos estaban esperando en el embarcadero del ferry.
—Mi primo Stavros —dijo Melina—. Trabaja en el hospital y tiene un taxi.
Entre la enorme cantidad de primos y no primos de Melina yo ya me esperaba de todo, pero eso de que uno fuera conductor de taxi y, al mismo tiempo, cuidara enfermos me pareció una combinación poco usual. Sin embargo, aquella idea sólo se mantuvo en mí durante unos pocos instantes, pues todos mis pensamientos estaban
dominados por la preocupación que me causaba Lena. Melina saludó a su primo con una sonrisa, lo abrazó, y lo besó.
Luego nos presentó y de inmediato partimos a toda velocidad,entre una nube de polvo, para recorrer el trayecto desde el puerto hasta el hospital.Yo apenas me atrevía a mirar por la ventanilla, ante la que los coches y las paredes de las casas pasaban a pocos centímetros de distancia.
El tráfico ateniense parecía estar formado por más coches y calles más estrechas de lo que yo hubiera visto jamás en ninguna ciudad.El primo de Melina nos hizo bajar ante la puerta del hospital y se despidió de nuevo. La familia sólo lo había contratado para llevarnos hasta allí. Era una familia muy práctica…
Entramos en una sala de espera que me dio la sensación de estar abarrotada de gente.
—En Grecia, es corriente en muchas familias que todos los parientes acompañen al hospital a los enfermos —nos explicó Melina—. Por eso, no todos los que hay aquí son pacientes. —Miró para arriba, donde colgaba una multitud de carteles, cuyos caracteres me dieron la sensación de estar contemplando un jeroglífico—. Stavros ha dicho que debemos ir a la unidad de cuidados intensivos. Allí es donde probablemente habrán llevado a Lena.
«O al depósito de cadáveres», pensé, aunque no dije nada a Melina.
Anita y yo fuimos tras ella, pues sólo Melina era capaz de entender lo que decían los carteles. En aquel momento comprendí lo que debían de sentir los analfabetos al contemplar los escritos en nuestro mundo: letras que no decían nada, nombres de calles que no podían leer, carteles de advertencia que no les servían de nada y
que no podían protegerlo de ningún peligro. Sin Melina hubiéramos estado totalmente perdidas.
Llegamos hasta una puerta cerrada, a la que había que llamar.Melina lo hizo y un par de segundos después la puerta se abrió.Melina le dirigió unas cuantas palabras a la enfermera que nos había franqueado la entrada, quien asintió con la cabeza y nos hizo una seña para que la siguiéramos. Aquello resultó más fácil de lo que yo había pensado. En cierta forma, yo esperaba que nos hicieran alguna pregunta acerca de nuestra relación con Lena, para ver si era cierto que teníamos derecho a informarnos sobre su estado.
Aunque puede que aquella enfermera sí lo hubiera preguntado y que la respuesta de Melina le pareciera adecuada. Eso no podía saberlo, ya que no hablaba griego.
Llegamos a una especie de sala de espera y la enfermera nos dejó solas durante unos instantes.
—Lena está sometida a tratamiento —dijo Melina—.Tenemos que esperar aquí.
—Pero, ¿está… viva? —susurré.
—Sí, está viva. Ha sido capaz de soportar el vuelo —confirmóMelina. Vino hacia mí y me cogió del brazo—. No te preocupes —dijo en voz baja y me apretó contra ella. Luego me soltó de nuevo—. Va a comprobar si pueden trasladarla a una habitación —continuó—. Mientras tanto, debemos armarnos de paciencia. —Miró a Anita—.¿Vamos a tomar un café griego para reponernos un poco?
Café griego. Fue lo primero que tomé cuando subí al yate de Lena. Me vino de nuevo a la memoria. Me pareció volver a aquellos tiempos y sentí en mi lengua el gusto del café, como si acabara de dejar la taza.
—Creo que es lo mejor —respondió Anita con una sonrisa y me miró—. Y Yulia necesita por lo menos dos cafés.
—No quiero nada. —Rechacé la invitación.
—Tú verás —dijo Anita—. No puedes mantener con vida a Lena a base de morirte tú de hambre y de sed. No me parece que eso sea ahora muy sensato.
—Puedes quedarte aquí si quieres. —Melina se dio cuenta de que yo no me iría de aquella sala antes de ver a Lena—. Te traeremos algo.
No reaccioné y las dos salieron de la habitación.
No ocurrió nada durante mucho tiempo. Me limité a permanecer allí sentada, esperando.
El aire caliente, aunque no fuera especialmente fresco, y el mar en el que tantas horas habíamos pasado me recordaban el último año. Me acordé de la primera vez que me bañé en el mar junto a una Lena que nadaba a mi alrededor como si fuera un pez resplandeciente. Había una enorme diferencia con respecto a hoy…: su consumido rostro con aspecto de máscara; su cuerpo,que parecía una sombra, sin los enérgicos movimientos de delfín con los que había surcado el agua e intentaba entrar más en
contacto con ella.
Una enfermera entró en la sala y me dijo algo que no pude entender. Al poco tiempo llegaron Anita y Melina con una pequeña bandeja que contenía café y algo de comer.
—Ha estado aquí la enfermera… —empecé a decir.
—Sí, nos hemos cruzado con ella. —Melina me interrumpió mientras colocaba sobre la mesa la bandeja con la comida—. Dice que están a punto de trasladar a Lena.
Se me quitó un peso de encima. Aquello significaba que vivía.
Mientras yo estaba allí, sentada y sola, se me había ocurrido pensar en que lo más probable era que se diera la otra posibilidad.
En aquel momento entró en la sala un hombre vestido con la bata verde que se utiliza en los quirófanos. Después de un segundo vistazo comprobé que era Stavros, el primo de Melina. Pronunció unas palabras y ella lo escuchó y asintió con la cabeza. Luego se fue.
—Dice que todavía no ha pasado lo peor, pero que tanto él como el resto de los médicos están asombrados por el hecho de que aún esté viva. Debe de tener una gran resistencia.
—¿Él y los otros médicos? —pregunté—. ¿Acaso es médico?
—Sí. —Melina pareció sorprendida—. ¿No te dije que trabajaba en el hospital?
Es decir, que no era conductor de taxi y cuidador de enfermos,sino médico y conductor de taxi. Al parecer, en lo referente al tema económico, a los jóvenes médicos griegos les iba igual de mal que a los nuestros, así que tenían que ganarse el pan como conductores de vehículos de alquiler.
Escuchamos un ruido chirriante en el pasillo. Al poco tiempo vimos pasar ante la puerta una camilla metálica cubierta con una sábana blanca.
Di un salto y mis piernas temblaron. No fui capaz de proferir el menor sonido. Anita salió al pasillo.
—Ven —me dijo—. Están colocando la camilla en la habitación de al lado.
Transcurrieron unos segundos hasta que mis músculos se pusieron en movimiento para responder a la orden de ir hacia la puerta. Entonces pude seguir a Anita y Melina, que ya me esperaban. Entramos en una habitación y vimos que las enfermeras
se afanaban en colocar la cama al lado de una ventana. Por todas partes colgaban gran cantidad de tubos y la enfermera de más edad le dijo algo a Melina.
—Todavía no podrá contestar cuando le dirijamos la palabra —explicó Melina—.Debemos tener paciencia.
Una vez que salieron las enfermeras ya pude moverme. El rostro de Lena, más que grisáceo, era blanco, de forma que se confundía con la sábana. No observé ningún movimiento respiratorio debajo de la sábana. Me acerqué despacio a la cama y
miré la menguada figura que yacía en ella. Era muy difícil ponerla en consonancia con la imagen de Lena que yo conservaba en mi recuerdo.
—Está viva, y eso es lo importante —afirmó Anita en voz baja,mientras ponía la mano sobre mi brazo—. Debes estar contenta.
—Yo…, yo… —Tragué saliva—. Creo que no me podré sentir satisfecha mientras no pueda hablar con ella. Mientras…,mientras…
—Mientras tengas miedo de que vaya a morir —Melina acabó la frase—. Lo entiendo. —Se acercó también a la cama—. Pero Stavros dice que eso no va a ocurrir.
—Pero también ha dicho que todavía no ha pasado lo peor.
—Sí, y tampoco sabe si su organismo ha sufrido algún daño o si se va a recuperar totalmente. Pero lo de morir… le parece bastante improbable.
—Improbable —repetí con voz ronca. Eso no quería decir que se pudiera descartar.
—Tenemos que esperar aquí —dijo Anita—, hasta que despierte.
Melina se rió por lo bajo.
—¡Me temo que el hospital no lo va a consentir! Aunque se permita que el enfermo venga aquí acompañado siempre por la mitad de su familia, las reglas son muy estrictas. A las seis de la tarde tenemos que salir.
—¿No…, no puedo quedarme? —susurré.
—No, no puedes —respondió Melina—. Pero Stavros ha puesto una de sus habitaciones a nuestra disposición a fin de que podamos pasar la noche. Vive muy cerca y así podremos regresar aquí muy pronto por la mañana.
—Vosotras, no hace falta que vosotras… —dije—. Yo puedo venir sola.
—Tú no puedes ni siquiera leer los carteles —repuso Melina con una sonrisa—. Así que te acompañaré en todo momento. Estoy totalmente convencida de que mañana, cuando lleguemos, Lena estará despierta.
Anita le lanzó una mirada como si no estuviera muy segura de lo que acababa de escuchar.
—Quédate aquí un poco más —dijo—. Nosotras vamos otra vez a la cafetería. —Aunque Lena no estuviera despierta, me pareció que Anita quería que las dos dispusiéramos de un poco de intimidad.
Acerqué mi silla a la cama y me senté a esperar.
—Lena, ¿qué has hecho contigo misma o qué te han hecho?—murmuré, en un tono contenido, mientras se me saltaban las lágrimas—. ¿Qué te ha ocurrido?
Lena se mantenía como una estatua de su jardín, inmóvil,pálida y bella. Sí, era bella incluso allí y en aquel estado. Los huesos se marcaban bajo la piel de sus mejillas como afiladas puntas de flecha, pero subrayaban la atracción que aquel rostro siempre había ejercido sobre mí. Puede que ahora esa atracción incluso fuera aún mayor.
—Lena, te amo —susurré, casi ahogándome—. No te permito que mueras porque te amo demasiado.
Permanecí sentada durante unos minutos, muda e inundada por las lágrimas, hasta que un aviso interrumpió mi silenciosa meditación. No lo entendí, pero cuando Melina apareció por la puerta me figuré lo que significaba.
—Son casi las seis, tenemos que irnos —dijo Melina.
Asentí con la cabeza y, a pesar de que apenas podía apartar mi mirada de Lena, salí de la habitación detrás de Melina.
Cerré los ojos. ¡No podía ser! Todo lo que yo había esperado…, que ella no me recibiera…, que no la pudiera encontrar…, que estuviera en la cama con otra mujer…, incluso que… Pero no, estaba vegetando casi medio muerta en un rincón,sucia y escuálida, como si fuera una indigente que viviera en la calle y no tuviera dinero para comprar comida ni la oportunidad de darse un baño…, y eso que tenía el mar a la puerta. Todo aquello resultaba inexplicable. Nos estaban esperando en el embarcadero del ferry.
—Mi primo Stavros —dijo Melina—. Trabaja en el hospital y tiene un taxi.
Entre la enorme cantidad de primos y no primos de Melina yo ya me esperaba de todo, pero eso de que uno fuera conductor de taxi y, al mismo tiempo, cuidara enfermos me pareció una combinación poco usual. Sin embargo, aquella idea sólo se mantuvo en mí durante unos pocos instantes, pues todos mis pensamientos estaban
dominados por la preocupación que me causaba Lena. Melina saludó a su primo con una sonrisa, lo abrazó, y lo besó.
Luego nos presentó y de inmediato partimos a toda velocidad,entre una nube de polvo, para recorrer el trayecto desde el puerto hasta el hospital.Yo apenas me atrevía a mirar por la ventanilla, ante la que los coches y las paredes de las casas pasaban a pocos centímetros de distancia.
El tráfico ateniense parecía estar formado por más coches y calles más estrechas de lo que yo hubiera visto jamás en ninguna ciudad.El primo de Melina nos hizo bajar ante la puerta del hospital y se despidió de nuevo. La familia sólo lo había contratado para llevarnos hasta allí. Era una familia muy práctica…
Entramos en una sala de espera que me dio la sensación de estar abarrotada de gente.
—En Grecia, es corriente en muchas familias que todos los parientes acompañen al hospital a los enfermos —nos explicó Melina—. Por eso, no todos los que hay aquí son pacientes. —Miró para arriba, donde colgaba una multitud de carteles, cuyos caracteres me dieron la sensación de estar contemplando un jeroglífico—. Stavros ha dicho que debemos ir a la unidad de cuidados intensivos. Allí es donde probablemente habrán llevado a Lena.
«O al depósito de cadáveres», pensé, aunque no dije nada a Melina.
Anita y yo fuimos tras ella, pues sólo Melina era capaz de entender lo que decían los carteles. En aquel momento comprendí lo que debían de sentir los analfabetos al contemplar los escritos en nuestro mundo: letras que no decían nada, nombres de calles que no podían leer, carteles de advertencia que no les servían de nada y
que no podían protegerlo de ningún peligro. Sin Melina hubiéramos estado totalmente perdidas.
Llegamos hasta una puerta cerrada, a la que había que llamar.Melina lo hizo y un par de segundos después la puerta se abrió.Melina le dirigió unas cuantas palabras a la enfermera que nos había franqueado la entrada, quien asintió con la cabeza y nos hizo una seña para que la siguiéramos. Aquello resultó más fácil de lo que yo había pensado. En cierta forma, yo esperaba que nos hicieran alguna pregunta acerca de nuestra relación con Lena, para ver si era cierto que teníamos derecho a informarnos sobre su estado.
Aunque puede que aquella enfermera sí lo hubiera preguntado y que la respuesta de Melina le pareciera adecuada. Eso no podía saberlo, ya que no hablaba griego.
Llegamos a una especie de sala de espera y la enfermera nos dejó solas durante unos instantes.
—Lena está sometida a tratamiento —dijo Melina—.Tenemos que esperar aquí.
—Pero, ¿está… viva? —susurré.
—Sí, está viva. Ha sido capaz de soportar el vuelo —confirmóMelina. Vino hacia mí y me cogió del brazo—. No te preocupes —dijo en voz baja y me apretó contra ella. Luego me soltó de nuevo—. Va a comprobar si pueden trasladarla a una habitación —continuó—. Mientras tanto, debemos armarnos de paciencia. —Miró a Anita—.¿Vamos a tomar un café griego para reponernos un poco?
Café griego. Fue lo primero que tomé cuando subí al yate de Lena. Me vino de nuevo a la memoria. Me pareció volver a aquellos tiempos y sentí en mi lengua el gusto del café, como si acabara de dejar la taza.
—Creo que es lo mejor —respondió Anita con una sonrisa y me miró—. Y Yulia necesita por lo menos dos cafés.
—No quiero nada. —Rechacé la invitación.
—Tú verás —dijo Anita—. No puedes mantener con vida a Lena a base de morirte tú de hambre y de sed. No me parece que eso sea ahora muy sensato.
—Puedes quedarte aquí si quieres. —Melina se dio cuenta de que yo no me iría de aquella sala antes de ver a Lena—. Te traeremos algo.
No reaccioné y las dos salieron de la habitación.
No ocurrió nada durante mucho tiempo. Me limité a permanecer allí sentada, esperando.
El aire caliente, aunque no fuera especialmente fresco, y el mar en el que tantas horas habíamos pasado me recordaban el último año. Me acordé de la primera vez que me bañé en el mar junto a una Lena que nadaba a mi alrededor como si fuera un pez resplandeciente. Había una enorme diferencia con respecto a hoy…: su consumido rostro con aspecto de máscara; su cuerpo,que parecía una sombra, sin los enérgicos movimientos de delfín con los que había surcado el agua e intentaba entrar más en
contacto con ella.
Una enfermera entró en la sala y me dijo algo que no pude entender. Al poco tiempo llegaron Anita y Melina con una pequeña bandeja que contenía café y algo de comer.
—Ha estado aquí la enfermera… —empecé a decir.
—Sí, nos hemos cruzado con ella. —Melina me interrumpió mientras colocaba sobre la mesa la bandeja con la comida—. Dice que están a punto de trasladar a Lena.
Se me quitó un peso de encima. Aquello significaba que vivía.
Mientras yo estaba allí, sentada y sola, se me había ocurrido pensar en que lo más probable era que se diera la otra posibilidad.
En aquel momento entró en la sala un hombre vestido con la bata verde que se utiliza en los quirófanos. Después de un segundo vistazo comprobé que era Stavros, el primo de Melina. Pronunció unas palabras y ella lo escuchó y asintió con la cabeza. Luego se fue.
—Dice que todavía no ha pasado lo peor, pero que tanto él como el resto de los médicos están asombrados por el hecho de que aún esté viva. Debe de tener una gran resistencia.
—¿Él y los otros médicos? —pregunté—. ¿Acaso es médico?
—Sí. —Melina pareció sorprendida—. ¿No te dije que trabajaba en el hospital?
Es decir, que no era conductor de taxi y cuidador de enfermos,sino médico y conductor de taxi. Al parecer, en lo referente al tema económico, a los jóvenes médicos griegos les iba igual de mal que a los nuestros, así que tenían que ganarse el pan como conductores de vehículos de alquiler.
Escuchamos un ruido chirriante en el pasillo. Al poco tiempo vimos pasar ante la puerta una camilla metálica cubierta con una sábana blanca.
Di un salto y mis piernas temblaron. No fui capaz de proferir el menor sonido. Anita salió al pasillo.
—Ven —me dijo—. Están colocando la camilla en la habitación de al lado.
Transcurrieron unos segundos hasta que mis músculos se pusieron en movimiento para responder a la orden de ir hacia la puerta. Entonces pude seguir a Anita y Melina, que ya me esperaban. Entramos en una habitación y vimos que las enfermeras
se afanaban en colocar la cama al lado de una ventana. Por todas partes colgaban gran cantidad de tubos y la enfermera de más edad le dijo algo a Melina.
—Todavía no podrá contestar cuando le dirijamos la palabra —explicó Melina—.Debemos tener paciencia.
Una vez que salieron las enfermeras ya pude moverme. El rostro de Lena, más que grisáceo, era blanco, de forma que se confundía con la sábana. No observé ningún movimiento respiratorio debajo de la sábana. Me acerqué despacio a la cama y
miré la menguada figura que yacía en ella. Era muy difícil ponerla en consonancia con la imagen de Lena que yo conservaba en mi recuerdo.
—Está viva, y eso es lo importante —afirmó Anita en voz baja,mientras ponía la mano sobre mi brazo—. Debes estar contenta.
—Yo…, yo… —Tragué saliva—. Creo que no me podré sentir satisfecha mientras no pueda hablar con ella. Mientras…,mientras…
—Mientras tengas miedo de que vaya a morir —Melina acabó la frase—. Lo entiendo. —Se acercó también a la cama—. Pero Stavros dice que eso no va a ocurrir.
—Pero también ha dicho que todavía no ha pasado lo peor.
—Sí, y tampoco sabe si su organismo ha sufrido algún daño o si se va a recuperar totalmente. Pero lo de morir… le parece bastante improbable.
—Improbable —repetí con voz ronca. Eso no quería decir que se pudiera descartar.
—Tenemos que esperar aquí —dijo Anita—, hasta que despierte.
Melina se rió por lo bajo.
—¡Me temo que el hospital no lo va a consentir! Aunque se permita que el enfermo venga aquí acompañado siempre por la mitad de su familia, las reglas son muy estrictas. A las seis de la tarde tenemos que salir.
—¿No…, no puedo quedarme? —susurré.
—No, no puedes —respondió Melina—. Pero Stavros ha puesto una de sus habitaciones a nuestra disposición a fin de que podamos pasar la noche. Vive muy cerca y así podremos regresar aquí muy pronto por la mañana.
—Vosotras, no hace falta que vosotras… —dije—. Yo puedo venir sola.
—Tú no puedes ni siquiera leer los carteles —repuso Melina con una sonrisa—. Así que te acompañaré en todo momento. Estoy totalmente convencida de que mañana, cuando lleguemos, Lena estará despierta.
Anita le lanzó una mirada como si no estuviera muy segura de lo que acababa de escuchar.
—Quédate aquí un poco más —dijo—. Nosotras vamos otra vez a la cafetería. —Aunque Lena no estuviera despierta, me pareció que Anita quería que las dos dispusiéramos de un poco de intimidad.
Acerqué mi silla a la cama y me senté a esperar.
—Lena, ¿qué has hecho contigo misma o qué te han hecho?—murmuré, en un tono contenido, mientras se me saltaban las lágrimas—. ¿Qué te ha ocurrido?
Lena se mantenía como una estatua de su jardín, inmóvil,pálida y bella. Sí, era bella incluso allí y en aquel estado. Los huesos se marcaban bajo la piel de sus mejillas como afiladas puntas de flecha, pero subrayaban la atracción que aquel rostro siempre había ejercido sobre mí. Puede que ahora esa atracción incluso fuera aún mayor.
—Lena, te amo —susurré, casi ahogándome—. No te permito que mueras porque te amo demasiado.
Permanecí sentada durante unos minutos, muda e inundada por las lágrimas, hasta que un aviso interrumpió mi silenciosa meditación. No lo entendí, pero cuando Melina apareció por la puerta me figuré lo que significaba.
—Son casi las seis, tenemos que irnos —dijo Melina.
Asentí con la cabeza y, a pesar de que apenas podía apartar mi mirada de Lena, salí de la habitación detrás de Melina.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Por la noche tenía poco sueño. Melina y Anita, apoyadas más tarde por Stavros, trataron por todos los medios de distraerme de mis sombrías ideas. Pero yo sólo tenía en mi pensamiento el rostro de Lena, que iba palideciendo más y más hasta transparentarse y desaparecer. Mi mente quería prepararse para su muerte, pero el corazón estaba en contra y volvía a ver de nuevo su rostro ante mí.
Me sentí satisfecha cuando por fin amaneció y pude levantarme.
Fuimos caminando al hospital, porque quedaba cerca. Al llegar sentí de nuevo que me temblaban las rodillas, pues no sabía lo que nos esperaba allí.
—No te preocupes. —Melina y Anita me pusieron entre ellas e intentaron animarme.
Yo sabía que ellas no podían quitarme la preocupación, pero su apoyo me sirvió de ayuda para soportar aquellos instantes.
La enfermera que nos acompañó a la unidad de cuidados intensivos informó a Melina sobre el estado de Lena.
—Se ha despertado esta mañana —dijo Melina y me sonrió—.Ahora se ha vuelto a dormir, pero incluso ha bebido algo. Como es lógico, todavía está muy débil, pero mejora a medida que pasa el tiempo.
«Oh, Dios.» Casi se me doblaron las piernas. Una sensación de alivio recorrió mi cuerpo como una ola benefactora, cargada de felicidad.
—Es una buena noticia. —Anita miraba a Melina.
—Sí. —Melina sonrió—. Creo que a partir de ahora ya no debemos preocuparnos más.
Entramos juntas en la habitación de Lena y me pareció que su estado no había cambiado en nada, tan sólo sus mejillas daban hoy la sensación de tener un tono más rosado que pálido. Al acercarme a la cama noté, además, que su respiración era más fuerte. Fui a darme la vuelta para coger una silla cuando advertí un revoloteo en sus párpados. No consiguió abrirlos del todo pero era evidente que lo intentaba.
—Lena… —susurré. No pude pronunciar más que aquel susurro—. Lena…
Se formó una leve rendija entre sus párpados y se volvió a cerrar otra vez. Un segundo intento resultó mejor y, por fin, al tercer intento pude reconocer el color de sus ojos.
—Lena… —susurré de nuevo, pero esta vez formé una sonrisa con la comisura de mis labios.
—Tú…, ¿qué…? —dijo y volvió a cerrar los ojos.
—¿Quieres beber algo? —pregunté, mientras miraba alrededor en busca de un recipiente adecuado.
—Agua —dijo ella con un hilo de voz y sin volver a abrir los ojos.
Alcancé el vaso que estaba en la mesilla, al lado de la cama.
Metí en él una pajita para beber. Los dedos de Lena estaban tan débiles que no podían sujetar el vaso; lo tuve que hacer yo por ella.
Bebió un trago y se dejó caer sobre la almohada, agotada, pero ahora sí abrió los ojos.
—¿Qué…? ¿Dónde…? —Parecía estar muy confusa.
—Estás en un hospital. En Atenas —le informé.
—Atenas —repitió con tono incrédulo.
—Sí. Ayer te trajo un helicóptero. Te encontramos en la isla. —Seguro que no se acordaba de nada.
—La isla —repitió de nuevo.
Quizá debería haberle preguntado el motivo por el que estaba allí y en aquel estado, pero ahora me pareció algo prematuro.
—No te encontrabas nada bien —dije con cautela—. Y por eso te trajimos al hospital.
—No me encontraba nada bien —repitió otra vez, como si quisiera reunir primero las piezas del puzzle para luego poder armarlo. Ahora no tenían ningún significado para ella.
—¿Qué…? —Me miró—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo has venido?
Era evidente que se recuperaba.
—Estaba preocupada por ti —contesté—. Y por eso vine a buscarte.
—Y de hecho me has encontrado —dijo, como si no se alegrara por eso.
—Yo…, Lena…, por favor… Primero tienes que curarte.Luego podremos hablar de todo —contesté—. Déjanos ahora que pensemos tan sólo en tu recuperación.
Ella volvió la cabeza.
—No puede ser —dijo.
—¿Por qué no? —inquirí.
—No lo entiendes —contestó y volvió de nuevo la cabeza,ahora hacia mí—. No quiero que estés aquí.
Tragué saliva. Yo sospechaba algo así, pero no quería darme por vencida. Ella se sentía débil y exhausta, y puede que no supiera lo que decía. Sentí un escalofrío en mi corazón.
—¿Por qué no? —pregunté, con voz apenas audible.
—¿Qué haces aquí? —inquirió a su vez. Un instante antes parecía estar tensa, pero ahora se mostraba otra vez agotada.
No estaba en condiciones de pelear, así que yo tenía ahora mi oportunidad.
—Tanto en los buenos como en los malos tiempos. ¿No se dice así? —Sonreí con lágrimas en los ojos.
Ella hizo un movimiento brusco, como si reprimiera un repentino dolor.
—No quiero que veas esto —susurró.
—Ya sé que no quieres tener deudas conmigo —contesté con cierto tono jocoso, pero ella me miró muy seria. No lo consideraba ninguna broma.
—Sí —confirmó con voz débil.
Lena hubiera seguido discutiendo, pero le venció la debilidad.
Era incorregible. Incluso en su estado…
—Ahora que estás aquí, ya verás lo rápido que te curas —dije.
Me miró, pero no dijo nada.
—Stavros me ha prometido que se va a ocupar en persona de ella —dijo Melina, mientras yo retrocedía.
Lena, al parecer, no se había dado cuenta de que había alguien más en la habitación, que yo no estaba sola. Pareció sorprendida.
—Es Melina —le informé—. Nos ha ayudado, a Anita y a mí.Sin ella lo más probable es que no te hubiéramos encontrado.
—Spyros nos ha contado que te habías ido sin llevarte apenas víveres —dijo Melina.
—Sí…, yo…, yo quería pescar algo para abastecerme de comida —contestó, fatigosamente.
—¿Y los peces no querían lo mismo que tú? —bromeó Melina.
—Yo…, yo… Luego ya hubo un momento en que me encontré muy débil. —La voz de Lena se apagó. Pareció que volvía a dormirse.
Anita cogió mi brazo y se enganchó a él. Miró hacia la cama en la que Lena yacía reposadamente.
—¿Qué, estás ya tranquila? —preguntó en voz baja—. La hemos encontrado, está con vida y descansa. No se puede pedir más.
Respiré hondo.
—Puede que no —contesté.
Anita me miró con un gesto de simpatía.
—Todo ha cambiado —dijo—. Ella no puede continuar donde lo dejó. Debéis hablar entre vosotras, aclarar lo que haya que poner en claro. Luego todo volverá a ir bien. Aclarar lo que haya que poner en claro, lo que eso pudiera significar. Lena no me lo había dicho.
—Si quieres, te puedes quedar aquí todo el día —me dijo Melina—, pero también os puedo proponer una visita a la ciudad.
No me espera nadie en Atenas.
—¡Oh, sí! —Los ojos de Anita brillaron—. Sería maravilloso.
Moví la cabeza en señal de negación.
—Me quedo aquí —dije—. A lo mejor se despierta otra vez y…
—Lo más probable es que necesite dormir mucho y que no se vaya a despertar dentro de poco —contestó Melina—, pero entiendo que quieras quedarte. —Se volvió hacia Anita—.Entonces vamos a dar una vuelta por la ciudad las dos solas. —Se
echó a reír.
Mientras salían de la habitación, acerqué de nuevo mi silla a la cama y me senté junto a Lena. Su mano, mediana y transparente como el cristal, reposaba sobre la sábana. Yo era capaz de reconocer todas y cada una de sus venas. Tomé su mano y la estreché con mimo, la acerqué a mi cara y deposité un beso en ella.
—Lena —susurré—, mi amor.
De momento era todo lo que yo quería, pero sentía miedo de lo que ocurriría cuando se restableciera por completo. Ahora ella no podía elegir pero, más tarde, ¿me volvería a echar? Yo no lo sabía, como tampoco sabía por qué lo había hecho la última vez.
Los días se sucedieron y Lena recuperaba las fuerzas poco a poco. Sólo hablábamos de su convalecencia y de ninguna otra cosa más. Melina y Anita volvían muy complacidas de sus constantes excursiones. Una tarde, después de salir de la clínica, nos sentamos en un pequeño restaurante de la esquina. Estábamos con Stavros y
aquel local se había convertido prácticamente en su segunda vivienda, pues él no cocinaba nada en su casa. Stavros y Melina mantuvieron una conversación en griego.
Anita y yo no entendíamos ni una palabra, pero Anita observaba atenta a Melina.
—¿Qué es lo que ocurre de verdad entre vosotras cuando estáis solas? —le pregunté, inmiscuyéndome en sus reflexiones.
Ella se sobresaltó.
—¿Qué…, qué quieres que pase? —preguntó a su vez con expresión de culpabilidad.
Puse un tono de satisfacción.
—Habéis estado mucho tiempo por ahí juntas.
—Melina me enseña la ciudad —dijo, pero en su rostro apareció un ligero rubor.
—¿Sólo la ciudad? —inquirí de nuevo, con el mismo tono de satisfacción.
—Bueno, nosotras…, nos hemos besado —susurró y me miró—. Yulia, han sido los besos más hermosos de toda mi vida.Nunca tengo bastante.
Sonreí con ironía.
—Si Melina está de acuerdo con eso, estoy segura de que podrás conseguir tantos como quieras —dije con aire convencido.
—Pero yo… —se interrumpió—. A ver si me entiendes, es igual que me ocurría con Tessy —continuó—. Yo no tenía un momento para pensar en eso y ya se había pasado.
—Y ahora tienes miedo de que la cosa acabe igual que con Tessy. —Me puse seria.
—Sí —contestó, con un temblor en la voz—. Melina es muy distinta. No tiene nada que ver con Tessy, más bien todo lo contrario, pero las cosas han ido tan rápidas…
—Que vayan rápido no quiere decir que vayan mal —respondí—. ¿O acaso no crees en el amor a primera vista?
—Por supuesto que sí, al cien por cien —dijo ella, en un tono infeliz—. Pero también lo pensé con Tessy y… aquello no era amor.
—Pero Melina —miré hacia donde estaban los otros dos, de los que parecíamos habernos olvidado por completo— es una de las personas más simpáticas y amables que yo haya conocido nunca.No te va a dejar en la estacada. Nos ha ayudado incluso cuando éramos unas extrañas para ella. Es como un sueño, la mejor base
para una relación.
—Sí. —Anita miró en dirección a Melina y en su rostro se dibujó una sonrisa de felicidad—. Es como un sueño.
—¿Y sólo os habéis besado? —pregunté, para tomarle el pelo.
Me miró escandalizada.
—¿Crees que te mentiría?
—Anita —dije, mientras acariciaba suavemente su brazo—, me alegro por ti. Es tan bonito que os hayáis podido conocer… —Eso era algo que no se podía decir, por cierto, con respecto a Lena y a mí…
Suspiré.
—Lena se avendrá a razones. —Ahora era Anita la que me consolaba a mí—. No es como Tessy. De ella no se sabía lo que se podía esperar. Fue un error por mi parte. Pero Lena es…, es una mujer madura y sabe lo que hace.
—Eso es lo que yo he pensado durante mucho tiempo. —Arrugué la frente—. Pero…, desde que nos vemos todos los días en el hospital, es como si, de repente, se hubieran dejado de lado ciertas cosas. Sólo charlamos de lo más cotidiano. —Sonreí—.¡Del tiempo que hace!
—Está todavía muy débil. Apenas acaba de escapar de la muerte —respondió—. Quizás está demasiado asustada y no puede pensar en otra cosa. Tal vez le asaltan recuerdos que le dan miedo. Debes tener paciencia. —Me miró—. ¿No te ha dicho nada de lo que ocurrió?
—No. —Agité la cabeza—. Se lo guarda para ella. No me atrevo a hacer preguntas porque evita el tema.
—Es más seguro hablar del tiempo… —comenzó a decir Anita,pero Melina la interrumpió.
—¿Yulia? —preguntó—. ¿Seguía Lena algún tratamiento médico en Rusia?
La miré con extrañeza.
—No, que yo sepa no.
«¿Y yo qué sé?», pensé. Si ya había comprobado que Lena pudo haber tenido docenas de amantes sin que yo lo supiera, ¿por qué debería tener conocimiento acerca de una posible consulta médica?
—¿No ha ido nunca a una clínica o algo parecido? —insistió Melina.
—No tengo ni idea. En todo caso, desde que yo la conozco, no.—Mi asombro iba en aumento.
—Ya. —Melina miró a Stavros y le dijo algo. La expresión de su rostro mostraba preocupación.
—¿Qué pasa? —inquirí, alarmada—. ¿Está enferma y tan débil que casi se muere?
—Stavros y sus colegas no lo saben —respondió ella—. Pero les parece extraño que todavía no pueda andar. Ya hace tiempo que debería haberse levantado.
—¿Está… paralítica? —susurré con una voz que era un soplo.
Sentí como si una mano helada me oprimiera el corazón.
—Piensan investigar una posible lesión en la médula espinal —contestó—. Hasta ahora no se lo habían planteado.
—¿Se va a… quedar en una silla de ruedas? —pregunté,horrorizada.
—Es probable que sólo se trate de una reacción asociada a la convalecencia —dijo para tranquilizarme—. Es lo que piensan los médicos, pero quieren cerciorarse.
Stavros dijo algo y Melina asintió con la cabeza y se volvió de nuevo hacia mí.
—Dice que no debes preocuparte. No saben bien lo que es,pero piensan que no se trata de nada grave. Es sólo… —sonrió levemente—. Los médicos siempre quieren saberlo todo de una forma muy precisa.
Stavros hizo otro comentario y Melina lo tradujo para nosotras.
—Mañana por la mañana quieren hacerle un reconocimiento a Lena.
Me sentí satisfecha cuando por fin amaneció y pude levantarme.
Fuimos caminando al hospital, porque quedaba cerca. Al llegar sentí de nuevo que me temblaban las rodillas, pues no sabía lo que nos esperaba allí.
—No te preocupes. —Melina y Anita me pusieron entre ellas e intentaron animarme.
Yo sabía que ellas no podían quitarme la preocupación, pero su apoyo me sirvió de ayuda para soportar aquellos instantes.
La enfermera que nos acompañó a la unidad de cuidados intensivos informó a Melina sobre el estado de Lena.
—Se ha despertado esta mañana —dijo Melina y me sonrió—.Ahora se ha vuelto a dormir, pero incluso ha bebido algo. Como es lógico, todavía está muy débil, pero mejora a medida que pasa el tiempo.
«Oh, Dios.» Casi se me doblaron las piernas. Una sensación de alivio recorrió mi cuerpo como una ola benefactora, cargada de felicidad.
—Es una buena noticia. —Anita miraba a Melina.
—Sí. —Melina sonrió—. Creo que a partir de ahora ya no debemos preocuparnos más.
Entramos juntas en la habitación de Lena y me pareció que su estado no había cambiado en nada, tan sólo sus mejillas daban hoy la sensación de tener un tono más rosado que pálido. Al acercarme a la cama noté, además, que su respiración era más fuerte. Fui a darme la vuelta para coger una silla cuando advertí un revoloteo en sus párpados. No consiguió abrirlos del todo pero era evidente que lo intentaba.
—Lena… —susurré. No pude pronunciar más que aquel susurro—. Lena…
Se formó una leve rendija entre sus párpados y se volvió a cerrar otra vez. Un segundo intento resultó mejor y, por fin, al tercer intento pude reconocer el color de sus ojos.
—Lena… —susurré de nuevo, pero esta vez formé una sonrisa con la comisura de mis labios.
—Tú…, ¿qué…? —dijo y volvió a cerrar los ojos.
—¿Quieres beber algo? —pregunté, mientras miraba alrededor en busca de un recipiente adecuado.
—Agua —dijo ella con un hilo de voz y sin volver a abrir los ojos.
Alcancé el vaso que estaba en la mesilla, al lado de la cama.
Metí en él una pajita para beber. Los dedos de Lena estaban tan débiles que no podían sujetar el vaso; lo tuve que hacer yo por ella.
Bebió un trago y se dejó caer sobre la almohada, agotada, pero ahora sí abrió los ojos.
—¿Qué…? ¿Dónde…? —Parecía estar muy confusa.
—Estás en un hospital. En Atenas —le informé.
—Atenas —repitió con tono incrédulo.
—Sí. Ayer te trajo un helicóptero. Te encontramos en la isla. —Seguro que no se acordaba de nada.
—La isla —repitió de nuevo.
Quizá debería haberle preguntado el motivo por el que estaba allí y en aquel estado, pero ahora me pareció algo prematuro.
—No te encontrabas nada bien —dije con cautela—. Y por eso te trajimos al hospital.
—No me encontraba nada bien —repitió otra vez, como si quisiera reunir primero las piezas del puzzle para luego poder armarlo. Ahora no tenían ningún significado para ella.
—¿Qué…? —Me miró—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo has venido?
Era evidente que se recuperaba.
—Estaba preocupada por ti —contesté—. Y por eso vine a buscarte.
—Y de hecho me has encontrado —dijo, como si no se alegrara por eso.
—Yo…, Lena…, por favor… Primero tienes que curarte.Luego podremos hablar de todo —contesté—. Déjanos ahora que pensemos tan sólo en tu recuperación.
Ella volvió la cabeza.
—No puede ser —dijo.
—¿Por qué no? —inquirí.
—No lo entiendes —contestó y volvió de nuevo la cabeza,ahora hacia mí—. No quiero que estés aquí.
Tragué saliva. Yo sospechaba algo así, pero no quería darme por vencida. Ella se sentía débil y exhausta, y puede que no supiera lo que decía. Sentí un escalofrío en mi corazón.
—¿Por qué no? —pregunté, con voz apenas audible.
—¿Qué haces aquí? —inquirió a su vez. Un instante antes parecía estar tensa, pero ahora se mostraba otra vez agotada.
No estaba en condiciones de pelear, así que yo tenía ahora mi oportunidad.
—Tanto en los buenos como en los malos tiempos. ¿No se dice así? —Sonreí con lágrimas en los ojos.
Ella hizo un movimiento brusco, como si reprimiera un repentino dolor.
—No quiero que veas esto —susurró.
—Ya sé que no quieres tener deudas conmigo —contesté con cierto tono jocoso, pero ella me miró muy seria. No lo consideraba ninguna broma.
—Sí —confirmó con voz débil.
Lena hubiera seguido discutiendo, pero le venció la debilidad.
Era incorregible. Incluso en su estado…
—Ahora que estás aquí, ya verás lo rápido que te curas —dije.
Me miró, pero no dijo nada.
—Stavros me ha prometido que se va a ocupar en persona de ella —dijo Melina, mientras yo retrocedía.
Lena, al parecer, no se había dado cuenta de que había alguien más en la habitación, que yo no estaba sola. Pareció sorprendida.
—Es Melina —le informé—. Nos ha ayudado, a Anita y a mí.Sin ella lo más probable es que no te hubiéramos encontrado.
—Spyros nos ha contado que te habías ido sin llevarte apenas víveres —dijo Melina.
—Sí…, yo…, yo quería pescar algo para abastecerme de comida —contestó, fatigosamente.
—¿Y los peces no querían lo mismo que tú? —bromeó Melina.
—Yo…, yo… Luego ya hubo un momento en que me encontré muy débil. —La voz de Lena se apagó. Pareció que volvía a dormirse.
Anita cogió mi brazo y se enganchó a él. Miró hacia la cama en la que Lena yacía reposadamente.
—¿Qué, estás ya tranquila? —preguntó en voz baja—. La hemos encontrado, está con vida y descansa. No se puede pedir más.
Respiré hondo.
—Puede que no —contesté.
Anita me miró con un gesto de simpatía.
—Todo ha cambiado —dijo—. Ella no puede continuar donde lo dejó. Debéis hablar entre vosotras, aclarar lo que haya que poner en claro. Luego todo volverá a ir bien. Aclarar lo que haya que poner en claro, lo que eso pudiera significar. Lena no me lo había dicho.
—Si quieres, te puedes quedar aquí todo el día —me dijo Melina—, pero también os puedo proponer una visita a la ciudad.
No me espera nadie en Atenas.
—¡Oh, sí! —Los ojos de Anita brillaron—. Sería maravilloso.
Moví la cabeza en señal de negación.
—Me quedo aquí —dije—. A lo mejor se despierta otra vez y…
—Lo más probable es que necesite dormir mucho y que no se vaya a despertar dentro de poco —contestó Melina—, pero entiendo que quieras quedarte. —Se volvió hacia Anita—.Entonces vamos a dar una vuelta por la ciudad las dos solas. —Se
echó a reír.
Mientras salían de la habitación, acerqué de nuevo mi silla a la cama y me senté junto a Lena. Su mano, mediana y transparente como el cristal, reposaba sobre la sábana. Yo era capaz de reconocer todas y cada una de sus venas. Tomé su mano y la estreché con mimo, la acerqué a mi cara y deposité un beso en ella.
—Lena —susurré—, mi amor.
De momento era todo lo que yo quería, pero sentía miedo de lo que ocurriría cuando se restableciera por completo. Ahora ella no podía elegir pero, más tarde, ¿me volvería a echar? Yo no lo sabía, como tampoco sabía por qué lo había hecho la última vez.
Los días se sucedieron y Lena recuperaba las fuerzas poco a poco. Sólo hablábamos de su convalecencia y de ninguna otra cosa más. Melina y Anita volvían muy complacidas de sus constantes excursiones. Una tarde, después de salir de la clínica, nos sentamos en un pequeño restaurante de la esquina. Estábamos con Stavros y
aquel local se había convertido prácticamente en su segunda vivienda, pues él no cocinaba nada en su casa. Stavros y Melina mantuvieron una conversación en griego.
Anita y yo no entendíamos ni una palabra, pero Anita observaba atenta a Melina.
—¿Qué es lo que ocurre de verdad entre vosotras cuando estáis solas? —le pregunté, inmiscuyéndome en sus reflexiones.
Ella se sobresaltó.
—¿Qué…, qué quieres que pase? —preguntó a su vez con expresión de culpabilidad.
Puse un tono de satisfacción.
—Habéis estado mucho tiempo por ahí juntas.
—Melina me enseña la ciudad —dijo, pero en su rostro apareció un ligero rubor.
—¿Sólo la ciudad? —inquirí de nuevo, con el mismo tono de satisfacción.
—Bueno, nosotras…, nos hemos besado —susurró y me miró—. Yulia, han sido los besos más hermosos de toda mi vida.Nunca tengo bastante.
Sonreí con ironía.
—Si Melina está de acuerdo con eso, estoy segura de que podrás conseguir tantos como quieras —dije con aire convencido.
—Pero yo… —se interrumpió—. A ver si me entiendes, es igual que me ocurría con Tessy —continuó—. Yo no tenía un momento para pensar en eso y ya se había pasado.
—Y ahora tienes miedo de que la cosa acabe igual que con Tessy. —Me puse seria.
—Sí —contestó, con un temblor en la voz—. Melina es muy distinta. No tiene nada que ver con Tessy, más bien todo lo contrario, pero las cosas han ido tan rápidas…
—Que vayan rápido no quiere decir que vayan mal —respondí—. ¿O acaso no crees en el amor a primera vista?
—Por supuesto que sí, al cien por cien —dijo ella, en un tono infeliz—. Pero también lo pensé con Tessy y… aquello no era amor.
—Pero Melina —miré hacia donde estaban los otros dos, de los que parecíamos habernos olvidado por completo— es una de las personas más simpáticas y amables que yo haya conocido nunca.No te va a dejar en la estacada. Nos ha ayudado incluso cuando éramos unas extrañas para ella. Es como un sueño, la mejor base
para una relación.
—Sí. —Anita miró en dirección a Melina y en su rostro se dibujó una sonrisa de felicidad—. Es como un sueño.
—¿Y sólo os habéis besado? —pregunté, para tomarle el pelo.
Me miró escandalizada.
—¿Crees que te mentiría?
—Anita —dije, mientras acariciaba suavemente su brazo—, me alegro por ti. Es tan bonito que os hayáis podido conocer… —Eso era algo que no se podía decir, por cierto, con respecto a Lena y a mí…
Suspiré.
—Lena se avendrá a razones. —Ahora era Anita la que me consolaba a mí—. No es como Tessy. De ella no se sabía lo que se podía esperar. Fue un error por mi parte. Pero Lena es…, es una mujer madura y sabe lo que hace.
—Eso es lo que yo he pensado durante mucho tiempo. —Arrugué la frente—. Pero…, desde que nos vemos todos los días en el hospital, es como si, de repente, se hubieran dejado de lado ciertas cosas. Sólo charlamos de lo más cotidiano. —Sonreí—.¡Del tiempo que hace!
—Está todavía muy débil. Apenas acaba de escapar de la muerte —respondió—. Quizás está demasiado asustada y no puede pensar en otra cosa. Tal vez le asaltan recuerdos que le dan miedo. Debes tener paciencia. —Me miró—. ¿No te ha dicho nada de lo que ocurrió?
—No. —Agité la cabeza—. Se lo guarda para ella. No me atrevo a hacer preguntas porque evita el tema.
—Es más seguro hablar del tiempo… —comenzó a decir Anita,pero Melina la interrumpió.
—¿Yulia? —preguntó—. ¿Seguía Lena algún tratamiento médico en Rusia?
La miré con extrañeza.
—No, que yo sepa no.
«¿Y yo qué sé?», pensé. Si ya había comprobado que Lena pudo haber tenido docenas de amantes sin que yo lo supiera, ¿por qué debería tener conocimiento acerca de una posible consulta médica?
—¿No ha ido nunca a una clínica o algo parecido? —insistió Melina.
—No tengo ni idea. En todo caso, desde que yo la conozco, no.—Mi asombro iba en aumento.
—Ya. —Melina miró a Stavros y le dijo algo. La expresión de su rostro mostraba preocupación.
—¿Qué pasa? —inquirí, alarmada—. ¿Está enferma y tan débil que casi se muere?
—Stavros y sus colegas no lo saben —respondió ella—. Pero les parece extraño que todavía no pueda andar. Ya hace tiempo que debería haberse levantado.
—¿Está… paralítica? —susurré con una voz que era un soplo.
Sentí como si una mano helada me oprimiera el corazón.
—Piensan investigar una posible lesión en la médula espinal —contestó—. Hasta ahora no se lo habían planteado.
—¿Se va a… quedar en una silla de ruedas? —pregunté,horrorizada.
—Es probable que sólo se trate de una reacción asociada a la convalecencia —dijo para tranquilizarme—. Es lo que piensan los médicos, pero quieren cerciorarse.
Stavros dijo algo y Melina asintió con la cabeza y se volvió de nuevo hacia mí.
—Dice que no debes preocuparte. No saben bien lo que es,pero piensan que no se trata de nada grave. Es sólo… —sonrió levemente—. Los médicos siempre quieren saberlo todo de una forma muy precisa.
Stavros hizo otro comentario y Melina lo tradujo para nosotras.
—Mañana por la mañana quieren hacerle un reconocimiento a Lena.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
No lo puedo creer, que agonía siento que puede pasar cualquier cosa en cualquier momento... Lena no mueras :'( y porque no quiere a Yulia cerca? que clase de tortura es esta?? My God D:
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
—¡No! —dijo Lena—. ¡Eso ni hablar!
—Pero… Lena… —¿Acaso sentía miedo de que se confirmara su sospecha? Seguro que sí. No deseaba saberlo. No quería imaginarse una vida postrada en una silla de ruedas—.Lena… —Lo intenté de nuevo—. Es tan sólo un reconocimiento. Lo más probable es que todo esté bien. Lo único que quieren es examinarte.
—No quiero —respondió—. ¡Que me dejen en paz! —Se echó en la cama. La cabecera elevada soportaba su espalda, pero ella parecía muy enérgica.
Eso significaba que se encontraba mejor, pero también quería decir que incluso un reconocimiento que parecía inofensivo representaba un problema que no estaba dispuesta a afrontar.
—No tienes por qué estar internada en la clínica durante más tiempo del que sea imprescindible —dije—. Una vez que te examinen, quizá puedan ayudarte para que salgas enseguida de aquí. —Me tienen que dar de alta de inmediato —respondió—. Quiero volver a la isla.
—¿A la isla? —No podía creerlo—. Lena, allí no hay agua corriente ni electricidad, ni todo lo que hace falta para atender al cuidado de un enfermo. Podrás volver a la isla cuando te cures,pero ahora no.
—¿Por qué no? —dijo Lena, mientras me miraba con fijeza —. ¿Me lo vas a impedir tú?
—Lena, sé razonable —exclamé, desesperada—. La casa es una ruina. Aunque te encontraras bien de salud, allí no podrías vivir.
—¿Sigue el yate fondeado en la bahía? —preguntó.
—Sí. —Suspiré—. De acuerdo, puedes vivir en el yate…cuando ya estés bien. ¿Por qué no lo quieres ver así?
—Porque nunca voy a curarme —respondió.
La miré fijamente. Me había cogido desprevenida y no supe qué decir.
—¿Cómo…? ¿qué…? ¿Por qué piensas así? —balbuceé al cabo de un instante—. Claro que te vas a curar, te recuperas día a día.
—Esta mejoría de ahora es sólo algo pasajero —contestó—.Pero no hay remedio.
—Lena…, ¿qué…? —Yo no era capaz de entender qué le hacía pensar eso. Fruncí el entrecejo—. ¿Qué te han dicho los médicos?
—El de aquí nada, pero sí el que tengo en casa. ¿No entiendes el motivo por el que lo he vendido todo?
—Pues…, no sé… ¿Qué significa todo esto? —Yo me sentía tan desconcertada que apenas podía estructurar una frase.
—Tengo ELA —respondió, en un tono seco y distante—. Es incurable. Voy a morir, tarde o temprano. —Intentó erguirse en la cama—. ¿Entiendes ahora el motivo por el que no quiero languidecer en un hospital? —dijo—. Quiero morir allí, donde pueda percibir la brisa del mar, donde lanzar la vista hasta el infinito; no deseo hacerlo encerrada en una habitación blanca.Quiero volver a casa.
—A la de la isla —susurré.
—Sí. —Se dejó caer hacia atrás de nuevo—. Casi lo había conseguido y tuviste que ir a buscarme.
—Lena…, yo… —Me sentí conmovida—. ¿No hay ninguna posibilidad…?
—Ninguna —dijo de forma sucinta. Estaba resignada—. ¿Te tengo que explicar cuál va a ser el curso de la enfermedad? No es nada agradable. Todos los músculos, uno tras otro, se niegan a cumplir su misión. Se empieza por no andar de forma adecuada, no se puede coger nada ni levantar los dedos. Lo único que sigue normal es la vista. Y conservas todo el conocimiento, pues el cerebro marcha de maravilla hasta el final y no pierde ninguna de sus funciones. Estás recostada en la cama como una masa de carne inerte hasta que te falla la respiración. Pero eso no ocurre, por desgracia, de un segundo a otro, sino que avanza de forma paulatina, parcela a parcela, te asfixias de forma lenta y angustiosa, y sabes durante todo el tiempo que te mueres y que te falta el aire.—Me miró—. ¿No es una perspectiva maravillosa? En la isla podré morirme de una forma más rápida y menos penosa.
Yo no lo había visto así, pero lo cierto es que tenía razón. Lo único que me ocurría es que no lo podía imaginar.
—Pero…, hoy día… —objeté—, existen muchas medicinas,hay investigaciones, se dispone de nuevos conocimientos. Las enfermedades que hasta hace poco eran incurables ya no lo son…
—Pero ésta lo es. No hay remedio contra ella. Me puedo dar por muerta.
Me tambaleé y me tuve que sentar. ¡Eso no podía ocurrir! ¡Tenía que haber un error!
—Eso…, eso…, ¿desde cuándo lo sabes? —La miré mientras me recorría un estremecimiento.
—Hace ya mucho tiempo —respondió Lena—. Me lo dijeron de forma muy oportuna unas Navidades, poco antes de volar a Aspen. Fue el mejor regalo de Navidad que pude tener. —Su voz mostraba amargura.
Al mencionar Aspen, vi ante mí otra vez la escena del bar Sally´s.
—Ray —dije de una forma automática.
—Sí —Lena asintió—. La noche que pasé con ella fue una consecuencia. Yo volé a Aspen como narcotizada y al llegar empecé a beber. La única vez en toda mi vida que me he encontrado así de bebida. Y Ray… se alegró mucho por ello.
—Pero…, ¿por qué no has dicho nada? Lo sabías desde hace mucho tiempo, antes de que nos conociéramos. —No era raro que yo la notara como distraída. A veces me había preguntado el porqué y ahora ya lo sabía.
—¿De qué hubiera servido? —preguntó, fatigada—. Eso ya no tiene nada que ver con nosotras.
—¿Nada que ver con nosotras? —Le lancé una mirada penetrante—. ¿Nada que ver con nosotras si te mueres?
—No debes preocuparte —respondió—. No tengo hijos ni parientes. Cuando yo muera vas a ser una mujer rica.
«¿Qué? ¿Por qué me dices eso?», pensé, mientras notaba que la cabeza me daba vueltas.
—Mi testamento está muy claro —continuó—. Lo heredas todo.Te va a quedar bastante dinero incluso después de pagar los impuestos de sucesión. Tu madre y tú vais a vivir sin problemas y con comodidad hasta el final de vuestros días. —Cerró los ojos, como si se dispusiera a dormir.
Yo me sentía mareada. Todo aquello era demasiado para mí.Primero el golpe brutal, del que todavía no me había repuesto, y luego esto otro…
—No quiero tu dinero —dije—. No quiero nada.
—Firmaste un contrato —respondió, sin abrir los ojos—. Y también otras cosas.
—¡Pero eso fue porque tú lo quisiste! ¡Porque así me lo impusiste y yo no te quería perder! —contesté—. Para ti el dinero siempre fue la escala que todo lo mide. Pero a mí no me ocurre lo mismo.
—Tú no tienes ninguna escala de medida —dijo. Seguía con los ojos cerrados.
—¡Y no la necesito! Todo lo que necesito me lo puedo ganar por mí misma. —Inspiré hondo—. Lena —dije con trabajo—, si el precio de ese dinero es tu muerte, no lo quiero. Ni aunque fuera el doble o el triple. ¡Lo único que quiero es que vivas!
—Ese es un deseo que, por desgracia, no se puede comprar con dinero —dijo con voz tenue. Abrió un poco los ojos y me miró—.¿Lo entiendes? Que aceptes o no el dinero no significa nada. En cualquier caso yo me voy a morir. Y, por eso, preferiría que lo tuvieras tú. Y, aunque lo rechaces, eso no va a impedir mi muerte.Sólo que luego serás pobre. —Se le cerraron los párpados.
Aquello fue como si me hubieran sacudido un martillazo en la cabeza. Las palabras de Lena sonaron definitivas. ¡Pero aquello no podía resultar tan fácil!
Llegó Stavros y al poco tiempo lo hicieron Melina y Anita.Stavros dirigió la palabra a Danielle, que abrió los ojos y le respondió en griego. Vi que en el rostro de ella se dibujaba una expresión de asombro. Él se volvió hacia Melina.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Melina—. ¿Por qué no quiere que le hagan un reconocimiento? ¿Se encuentra peor otra vez? —¡Oh, no! Todo va bien. Sólo que se muere —respondí con sarcasmo.
Melina me miró sin decir una palabra. Anita, en cambio, sí pudo decir algo.
—¿Será un chiste, verdad?
—Si lo fuera, sería de muy mal gusto —dije—. No, no hay tal chiste. Lena me lo acaba de decir. Por eso estaba sola en la isla.Quería morir allí. Por desgracia para ella, se lo he estropeado todo.—Salí muy deprisa de la habitación, antes de que me inundaran las lágrimas.
Anita se me acercó.
—¿Qué pasa, Yulia? ¿Qué te ha dicho Lena? —preguntó,mientras me echaba el brazo por los hombros.
Yo ya no pude más. Me dejé caer en una silla que estaba cerca de la pared y hundí la cabeza entre las manos.
—¡Se muere! —susurré, sin ningún tono de voz—. Está enferma terminal. Lo suyo es incurable. Eso es lo que me ha dicho. —Sentí un nudo en la garganta, que impidió que me afloraran las lágrimas.
—Pero…, pero… —Anita lo entendía tan poco como yo—,eso no puede ser. Creo que se recuperará.
—De forma pasajera, eso es lo que me ha dicho. —Repetí las palabras de Lena—.Sus nervios no funcionan, o son sus músculos los que fallan, no lo he entendido demasiado bien y no sé nada de medicina. Ella acabará por no poderse moverse y luego…,luego se asfixiará. —Apenas se me pudo entender la última palabra.
—¡Oh, Dios! —La voz de Anita fue una expresión del más puro horror.
—Sí…, yo… —Me levanté—. Voy con ella otra vez.
Me quise ir, pero Anita me detuvo.
—¿Va a morirse ahora? ¿En los próximos minutos? —preguntó.
La miré consternada.
—No, creo que no.
—Entonces vamos un rato a la cafetería y me cuentas de cabo a rabo todo lo que ella te haya dicho.
Seguí a Anita. Me sentía como si fuera una niña pequeña a la que llevaran al dentista. Pero no puse ninguna objeción, porque parecía que mi vida había perdido todo el sentido.
Anita sirvió café y bollos típicos de Grecia.
—¡El azúcar siempre sienta bien! —dijo entre risas, quizá para levantarme la moral.
—Sí. —Reaccioné de forma automática, pero lo cierto es que me sentía totalmente ausente.
—Ahora, en lugar de hablar, vamos a actuar. ¿Qué es esa enfermedad?
Arrugué el entrecejo.
—Creo…, era una abreviatura, algo así como… EEA.
—Con la EEA no se muere nadie —dijo Anita—. Sólo hace que te relajes.
—¡No! Con «L». Era ELA.
—Esclerosis lateral amiotrófica —dijo una voz a mi lado. La voz de Melina—. Me lo acaba de explicar Stavros. —Se sentó a nuestro lado—. Una enfermedad terrible e incurable. Puedo entender muy bien que Lena no quiere ni oír hablar de ella.
—Pero…, pero…, ¿no hay ninguna esperanza? —Anita no podía creérselo.
—Ninguna. —Melina movió la cabeza con ademán negativo—.Stavros dice que aún puede vivir un par de años, pero…
—Pero entonces se limitará a ser una masa de carne inerte. —Me temblaba la voz—. Así es como lo ha descrito ella.
—Sí. —Melina me miró con compasión—. Lo siento mucho
—Ella quiere morir —musité—. En la isla. Y yo lo he impedido.
Ella se había abandonado a su suerte. Anita me puso la mano sobre el brazo.
—No puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada.
—Es verdad —dijo Melina—. Lo lleva en los genes. Nadie lo puede impedir.
—¡Pero siempre se puede hacer algo! ¿No es verdad? —dije,rebelándome. No podía soportar aquella situación, aquella inactividad, durante tanto tiempo.
—Creo que no hay nada que hacer —repuso Melina—. Sin embargo, Stavros dice que hay un médico en Suiza que investiga en ese campo. Eso es lo que ha dicho, que experimenta. No hay nada seguro. Hasta ahora no ha podido salvar ni a un solo paciente.
—Pero, a lo mejor…, a lo mejor la puede ayudar —repliqué—.Todavía podría vivir un par de años sin estar postrada en una cama.
—Yo no renunciaba a esa esperanza—. Si hubiera tan sólo una posibilidad…
—Hace un momento, cuando yo salía de la habitación, Stavros estaba comentándolo con Lena —dijo Melina—. Pero ella no parecía muy entusiasmada.
Yo me lo podía imaginar muy bien. Lena había tomado una decisión y yo sabía cómo odiaba que se pusieran en tela de juicio sus decisiones.
—A lo mejor tú puedes convencerla. —Melina se dirigió a mí.
Me reí con sequedad.
—No soy la más indicada. A mí ni siquiera me escuchará.
—Limítate a intentarlo —dijo Anita—. Si hay una posibilidad…Ella ya se ha resignado a lo peor y quizá lo que necesita es que le den un empujón desde fuera.
Arqueé las cejas y respiré hondo. Yo estaba dispuesta a hacer todo lo que pudiera. Lo deseaba tanto que…
—De acuerdo —respondí mientras me levantaba—. Lo voy a intentar.
—No hacía ninguna falta que volvieras —dijo Lena cuando me vio en la puerta—. Acabo de echar de aquí a Stravos y ha gastado saliva en balde. Y eso que es médico. Así que…
—¿Quieres rendirte sin más? —le pregunté, acercándome a la cama—. Ese no es tu estilo.
Lena se recostó en la cama y miró hacia la ventana.
—Al principio luché contra esto —dijo—. Con todas mis fuerzas. No quería aceptarlo. Pero ahora… —Me miró—. Ya hace tiempo que se ha acabado todo. No tiene ningún sentido. —Examinó mi cara—. Quiero morir, pero no soy capaz de decidir ni cuándo ni cómo. No quiero tener que depender de los demás.
Sentí que un frío estremecimiento me recorría la espalda. Morir.Muerte. Eran cosas de las que no me había preocupado hasta entonces. Me parecían muy lejanas. A mi edad no se piensa en la muerte, sino, si acaso, en vivir.
—Hay un profesor en Suiza… —comencé a decir.
—Sí, sí. —Lena alzó la mano—. Ya me lo ha comentado Stavros. Además, yo ya había oído hablar de él. Pero sólo se dedica a investigar y todavía no ha conseguido resultados positivos.
—¿No lo has intentado? —pregunté. No me podía imaginar que hubiera desestimado aquella posibilidad.
—Sí —respondió—. Pero no trata con pacientes. Es un científico. Lo rechazó de plano.
—¿Lo rechazó? —pregunté, atónita.
—Sí. —Lena respiró hondo y luego, de repente, rompió a toser, agitada por convulsiones—. No —dijo, cuando quise correr en busca de un médico—. Enseguida se pasa. —La tos remitió poco a poco, hasta que pudo volver a respirar con normalidad—.Ya estoy acostumbrada —comentó.
—Pero yo no. —Apreté los dientes con firmeza. Esos accesos de tos eran la punta del iceberg, el aviso menos grave de que Lena se encontraba al final de su enfermedad, mejor dicho, en el final de sus días. Era algo que yo no estaba dispuesta a aceptar.
—¡Lo rechazó! ¿Cómo se llama ese fulano? —pregunté.
—¿Quién, el profesor suizo? —Me miró.
Asentí con la cabeza.
—Häusly —respondió, con expresión risueña—. Lo cierto es que ese nombre sólo se puede dar en Suiza.
Me sorprendió que al menos fuera capaz de bromear a costa del nombre. Era la primera vez en mucho tiempo que la veía sonreír.
—Déjanos que te acompañemos a verlo —le rogué—. Cuando estés allí, seguro que te hará un reconocimiento.
—¿Y qué se conseguirá? —preguntó—. No tiene ningún remedio. A lo mejor dentro de dos años, o de dos décadas…,pero ahora no. Y de aquí a dos años yo ya habré muerto.
Me sobresalté.
«¡No, no, no, no, NO!», lo rechacé en mi interior.
—Lena—susurré. Me eché sobre la cama con un sollozo.
—No llores —dijo Lena con voz tierna. Noté que levantaba la mano y me acariciaba el pelo—. No ha cambiado nada. Las cosas son como son, te tienes que acostumbrar a eso. Y cuando yo ya no esté aquí… Debes ser razonable, Yulia. No hay ninguna posibilidad ni ningún tratamiento. Te tienes que resignar. Llévame a la isla y déjame morir. Es mi última voluntad.
Yo moví lentamente la cabeza.
—Estoy dispuesta, de verdad, a cumplir cualquier deseo tuyo.—Tragué saliva—. Pero éste, éste no puedo…
—Entonces lo haré yo misma. Ya encontraré a alguien que me llevé allí. Es sólo una cuestión de dinero.
«Una cuestión de dinero», pensé.
—Lena—dije. Acababa de tener una inspiración. El dinero siempre era un buen argumento para ella—. No voy a aceptar tu herencia. Me da igual lo que hayas escrito en tu testamento, porque siempre puedo rechazarlo. Es una opción de la que dispongo.
—Eso sería muy estúpido por tu parte —dijo con sequedad—.Piensa en tu madre.
Sabía por dónde agarrarme, pero no me dejé.
—Mi madre lo entenderá —dije—. No obstante, existe una posibilidad, sólo una, de que acepte el dinero. Lo prometo, y tú sabes que yo siempre cumplo mis promesas.
Alzó las cejas con expresión interrogativa.
—Ve a Suiza para que te vea el profesor Häusly. Deja que te haga un reconocimiento. Yo te acompañaré y, si veo que hace falta,le pondré una pistola en la sien para obligarle a que te examine.
—¡Dios mío! —Me miró como si no me hubiera visto nunca—.Casi no te reconozco.
—A grandes males, grandes remedios —respondí—. Te lo prometo… —Me acerqué a ella y tomé su mano—. Prometo que,cuando te reconozca, si opina que no existe ninguna esperanza, que no te puede ayudar —tragué saliva con dificultad, porque me lo impedía el nudo que se me había hecho en la garganta—, te llevaré a la isla y me quedaré contigo hasta… —No pude continuar. Las lágrimas corrieron por mis mejillas y me nublaron la visión. Tragué de forma convulsiva.
Noté que la mano de Lena oprimía la mía.
—¿Lo harás? —preguntó.
—Sí —dije, aunque mi voz apenas era inteligible—. Lo haré.
Se mantuvo callada durante un minuto muy largo.
—Bien —dijo después—. Estoy de acuerdo.
continuara
—Pero… Lena… —¿Acaso sentía miedo de que se confirmara su sospecha? Seguro que sí. No deseaba saberlo. No quería imaginarse una vida postrada en una silla de ruedas—.Lena… —Lo intenté de nuevo—. Es tan sólo un reconocimiento. Lo más probable es que todo esté bien. Lo único que quieren es examinarte.
—No quiero —respondió—. ¡Que me dejen en paz! —Se echó en la cama. La cabecera elevada soportaba su espalda, pero ella parecía muy enérgica.
Eso significaba que se encontraba mejor, pero también quería decir que incluso un reconocimiento que parecía inofensivo representaba un problema que no estaba dispuesta a afrontar.
—No tienes por qué estar internada en la clínica durante más tiempo del que sea imprescindible —dije—. Una vez que te examinen, quizá puedan ayudarte para que salgas enseguida de aquí. —Me tienen que dar de alta de inmediato —respondió—. Quiero volver a la isla.
—¿A la isla? —No podía creerlo—. Lena, allí no hay agua corriente ni electricidad, ni todo lo que hace falta para atender al cuidado de un enfermo. Podrás volver a la isla cuando te cures,pero ahora no.
—¿Por qué no? —dijo Lena, mientras me miraba con fijeza —. ¿Me lo vas a impedir tú?
—Lena, sé razonable —exclamé, desesperada—. La casa es una ruina. Aunque te encontraras bien de salud, allí no podrías vivir.
—¿Sigue el yate fondeado en la bahía? —preguntó.
—Sí. —Suspiré—. De acuerdo, puedes vivir en el yate…cuando ya estés bien. ¿Por qué no lo quieres ver así?
—Porque nunca voy a curarme —respondió.
La miré fijamente. Me había cogido desprevenida y no supe qué decir.
—¿Cómo…? ¿qué…? ¿Por qué piensas así? —balbuceé al cabo de un instante—. Claro que te vas a curar, te recuperas día a día.
—Esta mejoría de ahora es sólo algo pasajero —contestó—.Pero no hay remedio.
—Lena…, ¿qué…? —Yo no era capaz de entender qué le hacía pensar eso. Fruncí el entrecejo—. ¿Qué te han dicho los médicos?
—El de aquí nada, pero sí el que tengo en casa. ¿No entiendes el motivo por el que lo he vendido todo?
—Pues…, no sé… ¿Qué significa todo esto? —Yo me sentía tan desconcertada que apenas podía estructurar una frase.
—Tengo ELA —respondió, en un tono seco y distante—. Es incurable. Voy a morir, tarde o temprano. —Intentó erguirse en la cama—. ¿Entiendes ahora el motivo por el que no quiero languidecer en un hospital? —dijo—. Quiero morir allí, donde pueda percibir la brisa del mar, donde lanzar la vista hasta el infinito; no deseo hacerlo encerrada en una habitación blanca.Quiero volver a casa.
—A la de la isla —susurré.
—Sí. —Se dejó caer hacia atrás de nuevo—. Casi lo había conseguido y tuviste que ir a buscarme.
—Lena…, yo… —Me sentí conmovida—. ¿No hay ninguna posibilidad…?
—Ninguna —dijo de forma sucinta. Estaba resignada—. ¿Te tengo que explicar cuál va a ser el curso de la enfermedad? No es nada agradable. Todos los músculos, uno tras otro, se niegan a cumplir su misión. Se empieza por no andar de forma adecuada, no se puede coger nada ni levantar los dedos. Lo único que sigue normal es la vista. Y conservas todo el conocimiento, pues el cerebro marcha de maravilla hasta el final y no pierde ninguna de sus funciones. Estás recostada en la cama como una masa de carne inerte hasta que te falla la respiración. Pero eso no ocurre, por desgracia, de un segundo a otro, sino que avanza de forma paulatina, parcela a parcela, te asfixias de forma lenta y angustiosa, y sabes durante todo el tiempo que te mueres y que te falta el aire.—Me miró—. ¿No es una perspectiva maravillosa? En la isla podré morirme de una forma más rápida y menos penosa.
Yo no lo había visto así, pero lo cierto es que tenía razón. Lo único que me ocurría es que no lo podía imaginar.
—Pero…, hoy día… —objeté—, existen muchas medicinas,hay investigaciones, se dispone de nuevos conocimientos. Las enfermedades que hasta hace poco eran incurables ya no lo son…
—Pero ésta lo es. No hay remedio contra ella. Me puedo dar por muerta.
Me tambaleé y me tuve que sentar. ¡Eso no podía ocurrir! ¡Tenía que haber un error!
—Eso…, eso…, ¿desde cuándo lo sabes? —La miré mientras me recorría un estremecimiento.
—Hace ya mucho tiempo —respondió Lena—. Me lo dijeron de forma muy oportuna unas Navidades, poco antes de volar a Aspen. Fue el mejor regalo de Navidad que pude tener. —Su voz mostraba amargura.
Al mencionar Aspen, vi ante mí otra vez la escena del bar Sally´s.
—Ray —dije de una forma automática.
—Sí —Lena asintió—. La noche que pasé con ella fue una consecuencia. Yo volé a Aspen como narcotizada y al llegar empecé a beber. La única vez en toda mi vida que me he encontrado así de bebida. Y Ray… se alegró mucho por ello.
—Pero…, ¿por qué no has dicho nada? Lo sabías desde hace mucho tiempo, antes de que nos conociéramos. —No era raro que yo la notara como distraída. A veces me había preguntado el porqué y ahora ya lo sabía.
—¿De qué hubiera servido? —preguntó, fatigada—. Eso ya no tiene nada que ver con nosotras.
—¿Nada que ver con nosotras? —Le lancé una mirada penetrante—. ¿Nada que ver con nosotras si te mueres?
—No debes preocuparte —respondió—. No tengo hijos ni parientes. Cuando yo muera vas a ser una mujer rica.
«¿Qué? ¿Por qué me dices eso?», pensé, mientras notaba que la cabeza me daba vueltas.
—Mi testamento está muy claro —continuó—. Lo heredas todo.Te va a quedar bastante dinero incluso después de pagar los impuestos de sucesión. Tu madre y tú vais a vivir sin problemas y con comodidad hasta el final de vuestros días. —Cerró los ojos, como si se dispusiera a dormir.
Yo me sentía mareada. Todo aquello era demasiado para mí.Primero el golpe brutal, del que todavía no me había repuesto, y luego esto otro…
—No quiero tu dinero —dije—. No quiero nada.
—Firmaste un contrato —respondió, sin abrir los ojos—. Y también otras cosas.
—¡Pero eso fue porque tú lo quisiste! ¡Porque así me lo impusiste y yo no te quería perder! —contesté—. Para ti el dinero siempre fue la escala que todo lo mide. Pero a mí no me ocurre lo mismo.
—Tú no tienes ninguna escala de medida —dijo. Seguía con los ojos cerrados.
—¡Y no la necesito! Todo lo que necesito me lo puedo ganar por mí misma. —Inspiré hondo—. Lena —dije con trabajo—, si el precio de ese dinero es tu muerte, no lo quiero. Ni aunque fuera el doble o el triple. ¡Lo único que quiero es que vivas!
—Ese es un deseo que, por desgracia, no se puede comprar con dinero —dijo con voz tenue. Abrió un poco los ojos y me miró—.¿Lo entiendes? Que aceptes o no el dinero no significa nada. En cualquier caso yo me voy a morir. Y, por eso, preferiría que lo tuvieras tú. Y, aunque lo rechaces, eso no va a impedir mi muerte.Sólo que luego serás pobre. —Se le cerraron los párpados.
Aquello fue como si me hubieran sacudido un martillazo en la cabeza. Las palabras de Lena sonaron definitivas. ¡Pero aquello no podía resultar tan fácil!
Llegó Stavros y al poco tiempo lo hicieron Melina y Anita.Stavros dirigió la palabra a Danielle, que abrió los ojos y le respondió en griego. Vi que en el rostro de ella se dibujaba una expresión de asombro. Él se volvió hacia Melina.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Melina—. ¿Por qué no quiere que le hagan un reconocimiento? ¿Se encuentra peor otra vez? —¡Oh, no! Todo va bien. Sólo que se muere —respondí con sarcasmo.
Melina me miró sin decir una palabra. Anita, en cambio, sí pudo decir algo.
—¿Será un chiste, verdad?
—Si lo fuera, sería de muy mal gusto —dije—. No, no hay tal chiste. Lena me lo acaba de decir. Por eso estaba sola en la isla.Quería morir allí. Por desgracia para ella, se lo he estropeado todo.—Salí muy deprisa de la habitación, antes de que me inundaran las lágrimas.
Anita se me acercó.
—¿Qué pasa, Yulia? ¿Qué te ha dicho Lena? —preguntó,mientras me echaba el brazo por los hombros.
Yo ya no pude más. Me dejé caer en una silla que estaba cerca de la pared y hundí la cabeza entre las manos.
—¡Se muere! —susurré, sin ningún tono de voz—. Está enferma terminal. Lo suyo es incurable. Eso es lo que me ha dicho. —Sentí un nudo en la garganta, que impidió que me afloraran las lágrimas.
—Pero…, pero… —Anita lo entendía tan poco como yo—,eso no puede ser. Creo que se recuperará.
—De forma pasajera, eso es lo que me ha dicho. —Repetí las palabras de Lena—.Sus nervios no funcionan, o son sus músculos los que fallan, no lo he entendido demasiado bien y no sé nada de medicina. Ella acabará por no poderse moverse y luego…,luego se asfixiará. —Apenas se me pudo entender la última palabra.
—¡Oh, Dios! —La voz de Anita fue una expresión del más puro horror.
—Sí…, yo… —Me levanté—. Voy con ella otra vez.
Me quise ir, pero Anita me detuvo.
—¿Va a morirse ahora? ¿En los próximos minutos? —preguntó.
La miré consternada.
—No, creo que no.
—Entonces vamos un rato a la cafetería y me cuentas de cabo a rabo todo lo que ella te haya dicho.
Seguí a Anita. Me sentía como si fuera una niña pequeña a la que llevaran al dentista. Pero no puse ninguna objeción, porque parecía que mi vida había perdido todo el sentido.
Anita sirvió café y bollos típicos de Grecia.
—¡El azúcar siempre sienta bien! —dijo entre risas, quizá para levantarme la moral.
—Sí. —Reaccioné de forma automática, pero lo cierto es que me sentía totalmente ausente.
—Ahora, en lugar de hablar, vamos a actuar. ¿Qué es esa enfermedad?
Arrugué el entrecejo.
—Creo…, era una abreviatura, algo así como… EEA.
—Con la EEA no se muere nadie —dijo Anita—. Sólo hace que te relajes.
—¡No! Con «L». Era ELA.
—Esclerosis lateral amiotrófica —dijo una voz a mi lado. La voz de Melina—. Me lo acaba de explicar Stavros. —Se sentó a nuestro lado—. Una enfermedad terrible e incurable. Puedo entender muy bien que Lena no quiere ni oír hablar de ella.
—Pero…, pero…, ¿no hay ninguna esperanza? —Anita no podía creérselo.
—Ninguna. —Melina movió la cabeza con ademán negativo—.Stavros dice que aún puede vivir un par de años, pero…
—Pero entonces se limitará a ser una masa de carne inerte. —Me temblaba la voz—. Así es como lo ha descrito ella.
—Sí. —Melina me miró con compasión—. Lo siento mucho
—Ella quiere morir —musité—. En la isla. Y yo lo he impedido.
Ella se había abandonado a su suerte. Anita me puso la mano sobre el brazo.
—No puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada.
—Es verdad —dijo Melina—. Lo lleva en los genes. Nadie lo puede impedir.
—¡Pero siempre se puede hacer algo! ¿No es verdad? —dije,rebelándome. No podía soportar aquella situación, aquella inactividad, durante tanto tiempo.
—Creo que no hay nada que hacer —repuso Melina—. Sin embargo, Stavros dice que hay un médico en Suiza que investiga en ese campo. Eso es lo que ha dicho, que experimenta. No hay nada seguro. Hasta ahora no ha podido salvar ni a un solo paciente.
—Pero, a lo mejor…, a lo mejor la puede ayudar —repliqué—.Todavía podría vivir un par de años sin estar postrada en una cama.
—Yo no renunciaba a esa esperanza—. Si hubiera tan sólo una posibilidad…
—Hace un momento, cuando yo salía de la habitación, Stavros estaba comentándolo con Lena —dijo Melina—. Pero ella no parecía muy entusiasmada.
Yo me lo podía imaginar muy bien. Lena había tomado una decisión y yo sabía cómo odiaba que se pusieran en tela de juicio sus decisiones.
—A lo mejor tú puedes convencerla. —Melina se dirigió a mí.
Me reí con sequedad.
—No soy la más indicada. A mí ni siquiera me escuchará.
—Limítate a intentarlo —dijo Anita—. Si hay una posibilidad…Ella ya se ha resignado a lo peor y quizá lo que necesita es que le den un empujón desde fuera.
Arqueé las cejas y respiré hondo. Yo estaba dispuesta a hacer todo lo que pudiera. Lo deseaba tanto que…
—De acuerdo —respondí mientras me levantaba—. Lo voy a intentar.
—No hacía ninguna falta que volvieras —dijo Lena cuando me vio en la puerta—. Acabo de echar de aquí a Stravos y ha gastado saliva en balde. Y eso que es médico. Así que…
—¿Quieres rendirte sin más? —le pregunté, acercándome a la cama—. Ese no es tu estilo.
Lena se recostó en la cama y miró hacia la ventana.
—Al principio luché contra esto —dijo—. Con todas mis fuerzas. No quería aceptarlo. Pero ahora… —Me miró—. Ya hace tiempo que se ha acabado todo. No tiene ningún sentido. —Examinó mi cara—. Quiero morir, pero no soy capaz de decidir ni cuándo ni cómo. No quiero tener que depender de los demás.
Sentí que un frío estremecimiento me recorría la espalda. Morir.Muerte. Eran cosas de las que no me había preocupado hasta entonces. Me parecían muy lejanas. A mi edad no se piensa en la muerte, sino, si acaso, en vivir.
—Hay un profesor en Suiza… —comencé a decir.
—Sí, sí. —Lena alzó la mano—. Ya me lo ha comentado Stavros. Además, yo ya había oído hablar de él. Pero sólo se dedica a investigar y todavía no ha conseguido resultados positivos.
—¿No lo has intentado? —pregunté. No me podía imaginar que hubiera desestimado aquella posibilidad.
—Sí —respondió—. Pero no trata con pacientes. Es un científico. Lo rechazó de plano.
—¿Lo rechazó? —pregunté, atónita.
—Sí. —Lena respiró hondo y luego, de repente, rompió a toser, agitada por convulsiones—. No —dijo, cuando quise correr en busca de un médico—. Enseguida se pasa. —La tos remitió poco a poco, hasta que pudo volver a respirar con normalidad—.Ya estoy acostumbrada —comentó.
—Pero yo no. —Apreté los dientes con firmeza. Esos accesos de tos eran la punta del iceberg, el aviso menos grave de que Lena se encontraba al final de su enfermedad, mejor dicho, en el final de sus días. Era algo que yo no estaba dispuesta a aceptar.
—¡Lo rechazó! ¿Cómo se llama ese fulano? —pregunté.
—¿Quién, el profesor suizo? —Me miró.
Asentí con la cabeza.
—Häusly —respondió, con expresión risueña—. Lo cierto es que ese nombre sólo se puede dar en Suiza.
Me sorprendió que al menos fuera capaz de bromear a costa del nombre. Era la primera vez en mucho tiempo que la veía sonreír.
—Déjanos que te acompañemos a verlo —le rogué—. Cuando estés allí, seguro que te hará un reconocimiento.
—¿Y qué se conseguirá? —preguntó—. No tiene ningún remedio. A lo mejor dentro de dos años, o de dos décadas…,pero ahora no. Y de aquí a dos años yo ya habré muerto.
Me sobresalté.
«¡No, no, no, no, NO!», lo rechacé en mi interior.
—Lena—susurré. Me eché sobre la cama con un sollozo.
—No llores —dijo Lena con voz tierna. Noté que levantaba la mano y me acariciaba el pelo—. No ha cambiado nada. Las cosas son como son, te tienes que acostumbrar a eso. Y cuando yo ya no esté aquí… Debes ser razonable, Yulia. No hay ninguna posibilidad ni ningún tratamiento. Te tienes que resignar. Llévame a la isla y déjame morir. Es mi última voluntad.
Yo moví lentamente la cabeza.
—Estoy dispuesta, de verdad, a cumplir cualquier deseo tuyo.—Tragué saliva—. Pero éste, éste no puedo…
—Entonces lo haré yo misma. Ya encontraré a alguien que me llevé allí. Es sólo una cuestión de dinero.
«Una cuestión de dinero», pensé.
—Lena—dije. Acababa de tener una inspiración. El dinero siempre era un buen argumento para ella—. No voy a aceptar tu herencia. Me da igual lo que hayas escrito en tu testamento, porque siempre puedo rechazarlo. Es una opción de la que dispongo.
—Eso sería muy estúpido por tu parte —dijo con sequedad—.Piensa en tu madre.
Sabía por dónde agarrarme, pero no me dejé.
—Mi madre lo entenderá —dije—. No obstante, existe una posibilidad, sólo una, de que acepte el dinero. Lo prometo, y tú sabes que yo siempre cumplo mis promesas.
Alzó las cejas con expresión interrogativa.
—Ve a Suiza para que te vea el profesor Häusly. Deja que te haga un reconocimiento. Yo te acompañaré y, si veo que hace falta,le pondré una pistola en la sien para obligarle a que te examine.
—¡Dios mío! —Me miró como si no me hubiera visto nunca—.Casi no te reconozco.
—A grandes males, grandes remedios —respondí—. Te lo prometo… —Me acerqué a ella y tomé su mano—. Prometo que,cuando te reconozca, si opina que no existe ninguna esperanza, que no te puede ayudar —tragué saliva con dificultad, porque me lo impedía el nudo que se me había hecho en la garganta—, te llevaré a la isla y me quedaré contigo hasta… —No pude continuar. Las lágrimas corrieron por mis mejillas y me nublaron la visión. Tragué de forma convulsiva.
Noté que la mano de Lena oprimía la mía.
—¿Lo harás? —preguntó.
—Sí —dije, aunque mi voz apenas era inteligible—. Lo haré.
Se mantuvo callada durante un minuto muy largo.
—Bien —dijo después—. Estoy de acuerdo.
continuara
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
No lo puedo creer ...
Lena </3 esto es mas de lo que puedo soportar, no Lena por favor como vas a morir ?? porque haces estooooooo ???
Lena </3 esto es mas de lo que puedo soportar, no Lena por favor como vas a morir ?? porque haces estooooooo ???
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
—Sí, ¿qué se había figurado? Usted no puede ingresar aquí tan fácilmente.
El profesor Häusly no era tan mayor como yo me había imaginado. Tendría unos cincuenta años. Su pelo era negro y sólo en algunas partes mostraba unas raíces grises. En todo caso, no respondía en absoluto a la idea que yo me había forjado acerca de cómo debía ser una eminencia como él. Era delgado y parecía musculoso. Para mí, el término «profesor» estaba asociado a un apacible señor, ya mayor, con el pelo blanco y tripa.
—Tiene usted una paciente —dije, mientras acercaba la silla de ruedas de Lena a su mesa de despacho.
—Yo no trato a pacientes —gruñó.
—A ésta sí —dije con firmeza.
—Ya pregunté una vez por usted, pero se negó a darme cita en su consulta. —Lena le dio su nombre.
—Y continúo haciéndolo ahora —volvió a decir con un gruñido—. ¿Qué le hace pensar que he cambiado de actitud?
—Puede que no haya cambiado de actitud, pero mi situación sí lo ha hecho —afirmó Lena en un tono seco. Me asombró que pudiera mantener la calma en aquellos momentos—. Además,cuando pregunté esa primera vez, yo aún podía andar.
—Sí, sí, me acuerdo —dijo él con aire distraído, mientras agitaba una mano—. Y ahora ya no puede. Así es cómo actúa la ELA.
Yo hubiera podido estrangularlo, pero Lena permaneció sorprendentemente tranquila.
—¿Hasta dónde ha llegado usted en sus investigaciones? —preguntó.
—Tan sólo se me muere el noventa por ciento de los ratones —respondió el médico, sin ningún miramiento—. Antes moría el cien por cien. Un éxito enorme.
—Seguro que sí —musitó ella.
—Se dará cuenta de que no puedo ayudarla —dijo Häusly—.Su viaje hasta aquí ha sido en vano. —Se apartó y buscó algo en la librería.
—¿Se puede decir que ese diez por ciento que sobrevive queda curado? —pregunté por mi parte.
—No, claro que no. —Se volvió, con ademán de disgusto—. Se limitan tan sólo a morirse más tarde.
—¿En qué condiciones? ¿Se asfixian? —preguntó ella.
—No —respondió el profesor, mientras se sentaba y hojeaba el libro que había cogido de la estantería—. Eso ya lo controlamos.Mueren por fallo cardíaco.
—¿Algo parecido a una muerte natural? —preguntó Lena.
—Si desea decirlo así… —La escrutó—. ¿Tiene miedo a la asfixia?
—No, en absoluto —replicó Lena—. Siempre he deseado morir así. Algo agradable y tranquilo.
—No puedo someterla al tratamiento porque el medicamento no está autorizado para los seres humanos —dijo Häusly—. Y las personas no son ratas de laboratorio.
—Que yo sepa, la sustancia se puede aplicar a voluntarios. Eso no está prohibido. Basta con que el paciente sepa a lo que se enfrenta y esté de acuerdo. —Lena estaba sentada en su silla de ruedas con el mismo porte que una reina.
Häusly estaba cada vez más impresionado; aquello no le cabía en la cabeza.
—No puedo hacer una cosa así —respondió—. Ni siquiera aunque usted se presente voluntaria. Es demasiado peligroso.
—¿Qué es lo peor que me puede ocurrir? —dijo ella—. ¿Que me muera? Ya cuento con eso.
—Sí, y si usted muere toda su familia se me echará encima en busca de una indemnización. No, no puedo admitir una cosa así —insistió, mientras sacudía la cabeza con energía.
—No tengo familia —respondió Lena—. Por tanto, no hay nadie que le pueda denunciar. Excepto ella. —Me miró—. Y se comprometerá por escrito, ante notario, como usted desee, a no hacer nada.
—Siempre habrá algún picapleitos que vea una oportunidad en esto. Lo siento —dijo Häusly—. No puedo asumir ese riesgo.
Lena asintió, pensativa
—Lo entiendo. En realidad, no hay nada que hacer.
«¿Se está dando por vencida tan fácilmente?», me dije. Me sentí muy sorprendida cuando, de repente, ella empezó a toser. Yo ya había vivido aquellos accesos de tos, auténticos ataques de asfixia que cada vez resultaban más intensos. Y éste resultó aún peor que los anteriores. Lena luchaba por conseguir aire, se puso roja y se agarró a los brazos de la silla de ruedas.
Häusly apretó un botón y habló a través del intercomunicador de su mesa de despacho:
—Traigan un respirador. ¡Rápido!
Se levantó y se acercó a Lena. Le desabrochó la blusa. La puerta se abrió de golpe y apareció el respirador. Häusly oprimió la mascarilla del aparato contra la cara de Lena. Luego abrió la válvula del equipo y el aire siseó. Lena peleó convulsivamente por cada bocanada de aire y, poco a poco, fue tranquilizándose. Su rostro empezó a adquirir una coloración normal.
—Si esto no diera unos resultados tan espectaculares, las cosas no hubieran ido demasiado bien para usted —dijo Häusly.
Lena se quitó la mascarilla.
—Como médico, usted debe poder decirme algo que yo no sepa aún —observó con frialdad, a pesar de que su lucha por sobrevivir le había dejado la frente perlada de sudor.
—Nada bueno. —Häusly apretó los labios—. Le voy a asignar una habitación, pero no espere mucho de eso.
—No espero nada de nada —dijo ella—. Pero se lo agradezco.
Häusly hizo un gesto de mal humor. Era clavado a Lena y las muestras de agradecimiento no eran lo suyo.
—Ahora váyase —dijo—. Hoy ya no le voy a hacer ningún reconocimiento. Lo dejaremos para mañana a primera hora,cuando esté en ayunas. Por el análisis de sangre. —Se dirigió a la doctora y el celador que habían venido con el respirador artificial
—. Ocúpense de todo: habitación, ingreso y todo lo demás. —Luego se volvió hacia su mesa de despacho, como si allí ya no tuviéramos nada que hacer.
La joven doctora nos hizo una seña con la cabeza.
—Síganme, por favor.
El profesor Häusly no era tan mayor como yo me había imaginado. Tendría unos cincuenta años. Su pelo era negro y sólo en algunas partes mostraba unas raíces grises. En todo caso, no respondía en absoluto a la idea que yo me había forjado acerca de cómo debía ser una eminencia como él. Era delgado y parecía musculoso. Para mí, el término «profesor» estaba asociado a un apacible señor, ya mayor, con el pelo blanco y tripa.
—Tiene usted una paciente —dije, mientras acercaba la silla de ruedas de Lena a su mesa de despacho.
—Yo no trato a pacientes —gruñó.
—A ésta sí —dije con firmeza.
—Ya pregunté una vez por usted, pero se negó a darme cita en su consulta. —Lena le dio su nombre.
—Y continúo haciéndolo ahora —volvió a decir con un gruñido—. ¿Qué le hace pensar que he cambiado de actitud?
—Puede que no haya cambiado de actitud, pero mi situación sí lo ha hecho —afirmó Lena en un tono seco. Me asombró que pudiera mantener la calma en aquellos momentos—. Además,cuando pregunté esa primera vez, yo aún podía andar.
—Sí, sí, me acuerdo —dijo él con aire distraído, mientras agitaba una mano—. Y ahora ya no puede. Así es cómo actúa la ELA.
Yo hubiera podido estrangularlo, pero Lena permaneció sorprendentemente tranquila.
—¿Hasta dónde ha llegado usted en sus investigaciones? —preguntó.
—Tan sólo se me muere el noventa por ciento de los ratones —respondió el médico, sin ningún miramiento—. Antes moría el cien por cien. Un éxito enorme.
—Seguro que sí —musitó ella.
—Se dará cuenta de que no puedo ayudarla —dijo Häusly—.Su viaje hasta aquí ha sido en vano. —Se apartó y buscó algo en la librería.
—¿Se puede decir que ese diez por ciento que sobrevive queda curado? —pregunté por mi parte.
—No, claro que no. —Se volvió, con ademán de disgusto—. Se limitan tan sólo a morirse más tarde.
—¿En qué condiciones? ¿Se asfixian? —preguntó ella.
—No —respondió el profesor, mientras se sentaba y hojeaba el libro que había cogido de la estantería—. Eso ya lo controlamos.Mueren por fallo cardíaco.
—¿Algo parecido a una muerte natural? —preguntó Lena.
—Si desea decirlo así… —La escrutó—. ¿Tiene miedo a la asfixia?
—No, en absoluto —replicó Lena—. Siempre he deseado morir así. Algo agradable y tranquilo.
—No puedo someterla al tratamiento porque el medicamento no está autorizado para los seres humanos —dijo Häusly—. Y las personas no son ratas de laboratorio.
—Que yo sepa, la sustancia se puede aplicar a voluntarios. Eso no está prohibido. Basta con que el paciente sepa a lo que se enfrenta y esté de acuerdo. —Lena estaba sentada en su silla de ruedas con el mismo porte que una reina.
Häusly estaba cada vez más impresionado; aquello no le cabía en la cabeza.
—No puedo hacer una cosa así —respondió—. Ni siquiera aunque usted se presente voluntaria. Es demasiado peligroso.
—¿Qué es lo peor que me puede ocurrir? —dijo ella—. ¿Que me muera? Ya cuento con eso.
—Sí, y si usted muere toda su familia se me echará encima en busca de una indemnización. No, no puedo admitir una cosa así —insistió, mientras sacudía la cabeza con energía.
—No tengo familia —respondió Lena—. Por tanto, no hay nadie que le pueda denunciar. Excepto ella. —Me miró—. Y se comprometerá por escrito, ante notario, como usted desee, a no hacer nada.
—Siempre habrá algún picapleitos que vea una oportunidad en esto. Lo siento —dijo Häusly—. No puedo asumir ese riesgo.
Lena asintió, pensativa
—Lo entiendo. En realidad, no hay nada que hacer.
«¿Se está dando por vencida tan fácilmente?», me dije. Me sentí muy sorprendida cuando, de repente, ella empezó a toser. Yo ya había vivido aquellos accesos de tos, auténticos ataques de asfixia que cada vez resultaban más intensos. Y éste resultó aún peor que los anteriores. Lena luchaba por conseguir aire, se puso roja y se agarró a los brazos de la silla de ruedas.
Häusly apretó un botón y habló a través del intercomunicador de su mesa de despacho:
—Traigan un respirador. ¡Rápido!
Se levantó y se acercó a Lena. Le desabrochó la blusa. La puerta se abrió de golpe y apareció el respirador. Häusly oprimió la mascarilla del aparato contra la cara de Lena. Luego abrió la válvula del equipo y el aire siseó. Lena peleó convulsivamente por cada bocanada de aire y, poco a poco, fue tranquilizándose. Su rostro empezó a adquirir una coloración normal.
—Si esto no diera unos resultados tan espectaculares, las cosas no hubieran ido demasiado bien para usted —dijo Häusly.
Lena se quitó la mascarilla.
—Como médico, usted debe poder decirme algo que yo no sepa aún —observó con frialdad, a pesar de que su lucha por sobrevivir le había dejado la frente perlada de sudor.
—Nada bueno. —Häusly apretó los labios—. Le voy a asignar una habitación, pero no espere mucho de eso.
—No espero nada de nada —dijo ella—. Pero se lo agradezco.
Häusly hizo un gesto de mal humor. Era clavado a Lena y las muestras de agradecimiento no eran lo suyo.
—Ahora váyase —dijo—. Hoy ya no le voy a hacer ningún reconocimiento. Lo dejaremos para mañana a primera hora,cuando esté en ayunas. Por el análisis de sangre. —Se dirigió a la doctora y el celador que habían venido con el respirador artificial
—. Ocúpense de todo: habitación, ingreso y todo lo demás. —Luego se volvió hacia su mesa de despacho, como si allí ya no tuviéramos nada que hacer.
La joven doctora nos hizo una seña con la cabeza.
—Síganme, por favor.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Al día siguiente, en plena madrugada, comenzaron los reconocimientos, antes incluso de que yo llegara a la clínica.Cuando subí, Lena no estaba en su habitación.
—Viene enseguida —me dijo el celador, al que ya conocía del día anterior—. Están haciéndole una TAC.
Una tomografía computarizada, al menos era algo que yo ya había escuchado antes. Te introducen en un tubo para examinar algún órgano en particular. Lo vi una vez en una película de la televisión. El tubo era muy estrecho. Si, una vez dentro, a Lena le sobrevenía un ataque de asfixia… En mi interior volvió a crecer la preocupación que el día anterior se había aliviado algo, porque en la recepción de la clínica me habían dado ciertas esperanzas.
Una enfermera llegó. Llevaba a Lena en una silla de ruedas.
—Veo que ya estás en marcha —saludé, en un tono conscientemente alegre.
—¡Oh, sí! He estado en danza de una habitación a otra —respondió con ironía.
—¿Sabes algo ya? —pregunté.
Movió la cabeza en un ademán negativo.
—No, esto no va nada rápido. Primero quieren esperar a ver el resultado de los reconocimientos. —Me miró con una extraña expresión en su rostro—. Yulia, no te hagas muchas esperanzas,porque probablemente serán en vano. No te decepciones si es así.
Yo sentí que todo mi cuerpo se ponía en tensión. ¡Por supuesto que me había forjado esperanzas! Eso era todo de lo que yo disponía.
—¡Bueno! —contesté, para tranquilizarla—. Ya sé que los análisis no ofrecen una garantía total.
—Ninguna en absoluto —corroboró Lena. Acercó su silla de ruedas a la ventana y miró al exterior—. Como Legoland —dijo—.Siempre que estoy en Suiza creo que todo lo de aquí se parece a Legoland. Tan pulcro, tan ordenado, tan uniforme, como si todo lo hubieran construido adrede así.
Me acerqué a ella.
—Tienes razón, sí se parece —contesté.
—Pero en Legoland no hay enfermedades —dijo y apartó la silla de la ventana para orientarla hacia la cama—. ¿Me ayudas? Estoy agotada y me gustaría acostarme.
La llevé junto a la cama y me incliné hacia ella. La habría besado con mucho gusto, pero me di cuenta de lo cansada que estaba.
Extendió los brazos y trató de subir por sí misma a la cama, pero no lo consiguió. La levanté en alto y la ayudé a echarse. Todavía estaba muy delgada.
Mientras la tapaba, se quedó mirándome durante unos minutos.
—No debes preocuparte. ¿Me lo prometes, Yulia? La tristeza no sirve para nada. —Sus ojos me escrutaron como si quisiera graba mi rostro en su memoria por última vez.
Yo moví despacio la cabeza.
—No te lo puedo prometer —respondí—. Quizás no podría cumplir esa promesa.
—Prométeme al menos que lo vas a intentar.
Yo sabía que eso también estaba condenado al fracaso.
Ella cerró los ojos.
—Yo… me estoy durmiendo… —susurró.
La contemplé durante un rato. Estaba echada y respiraba con calma, lo que ya me pareció un buen síntoma, y luego me acerqué a la ventana y miré para fuera. Sentía pavor ante los resultados de los reconocimientos, que sólo podían dejar abierto a la esperanza un leve resquicio, difícil de conservar. El estado de Lena empeoraba día a día y, cuando los resultados de los exámenes lo confirmaran, me di cuenta de que me vería obligada a mantener mi promesa.Después tendría que llevarla a la isla…
Me pasé la mano por los ojos. No podía soportar la idea, pero tenía que hacerlo. Lo había prometido.
—Viene enseguida —me dijo el celador, al que ya conocía del día anterior—. Están haciéndole una TAC.
Una tomografía computarizada, al menos era algo que yo ya había escuchado antes. Te introducen en un tubo para examinar algún órgano en particular. Lo vi una vez en una película de la televisión. El tubo era muy estrecho. Si, una vez dentro, a Lena le sobrevenía un ataque de asfixia… En mi interior volvió a crecer la preocupación que el día anterior se había aliviado algo, porque en la recepción de la clínica me habían dado ciertas esperanzas.
Una enfermera llegó. Llevaba a Lena en una silla de ruedas.
—Veo que ya estás en marcha —saludé, en un tono conscientemente alegre.
—¡Oh, sí! He estado en danza de una habitación a otra —respondió con ironía.
—¿Sabes algo ya? —pregunté.
Movió la cabeza en un ademán negativo.
—No, esto no va nada rápido. Primero quieren esperar a ver el resultado de los reconocimientos. —Me miró con una extraña expresión en su rostro—. Yulia, no te hagas muchas esperanzas,porque probablemente serán en vano. No te decepciones si es así.
Yo sentí que todo mi cuerpo se ponía en tensión. ¡Por supuesto que me había forjado esperanzas! Eso era todo de lo que yo disponía.
—¡Bueno! —contesté, para tranquilizarla—. Ya sé que los análisis no ofrecen una garantía total.
—Ninguna en absoluto —corroboró Lena. Acercó su silla de ruedas a la ventana y miró al exterior—. Como Legoland —dijo—.Siempre que estoy en Suiza creo que todo lo de aquí se parece a Legoland. Tan pulcro, tan ordenado, tan uniforme, como si todo lo hubieran construido adrede así.
Me acerqué a ella.
—Tienes razón, sí se parece —contesté.
—Pero en Legoland no hay enfermedades —dijo y apartó la silla de la ventana para orientarla hacia la cama—. ¿Me ayudas? Estoy agotada y me gustaría acostarme.
La llevé junto a la cama y me incliné hacia ella. La habría besado con mucho gusto, pero me di cuenta de lo cansada que estaba.
Extendió los brazos y trató de subir por sí misma a la cama, pero no lo consiguió. La levanté en alto y la ayudé a echarse. Todavía estaba muy delgada.
Mientras la tapaba, se quedó mirándome durante unos minutos.
—No debes preocuparte. ¿Me lo prometes, Yulia? La tristeza no sirve para nada. —Sus ojos me escrutaron como si quisiera graba mi rostro en su memoria por última vez.
Yo moví despacio la cabeza.
—No te lo puedo prometer —respondí—. Quizás no podría cumplir esa promesa.
—Prométeme al menos que lo vas a intentar.
Yo sabía que eso también estaba condenado al fracaso.
Ella cerró los ojos.
—Yo… me estoy durmiendo… —susurró.
La contemplé durante un rato. Estaba echada y respiraba con calma, lo que ya me pareció un buen síntoma, y luego me acerqué a la ventana y miré para fuera. Sentía pavor ante los resultados de los reconocimientos, que sólo podían dejar abierto a la esperanza un leve resquicio, difícil de conservar. El estado de Lena empeoraba día a día y, cuando los resultados de los exámenes lo confirmaran, me di cuenta de que me vería obligada a mantener mi promesa.Después tendría que llevarla a la isla…
Me pasé la mano por los ojos. No podía soportar la idea, pero tenía que hacerlo. Lo había prometido.
VIVALENZ28- Mensajes : 921
Fecha de inscripción : 04/08/2014
Re: EL CONTRATO: UNA ISLA PARA DOS PART II
Presiento que llorare mucho
Aleinads- Mensajes : 519
Fecha de inscripción : 14/05/2015
Edad : 35
Localización : Colombia
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