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VOLKOVA// ADAPTACIÓN

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Mensaje por VIVALENZ28 1/10/2017, 4:47 am

Jueves, 2 de junio de 2011


No, no me dejes.

Unas palabras susurradas se abren paso en mi sueño hasta que me
remuevo y despierto.
¿Qué ha sido eso?
Miro por toda la habitación. ¿Dónde narices estoy?
Ah, sí, en Savannah.
—No, por favor. No me dejes.
¿Qué? Es Lena.
—No me voy a ninguna parte —murmuro, desconcertada.
Doy media vuelta y me incorporo sobre un codo. Está acurrucada junto a mí y parece dormida.
—Yo no voy a dejarte —masculla.
Siento un hormigueo en la cabeza.
—Me alegra oírte decir eso.
Lena suspira.
—¿Lena? —susurro yo.
Pero no reacciona, tiene los ojos cerrados. Está profundamente
dormida, así que debe de ser un sueño… ¿Con qué estará soñando?
—Yulia —dice.
—Sí —respondo al instante.

Pero no dice nada más; es evidente que duerme, pero hasta ahora nunca la había oído hablar en sueños.
La miro fascinada. La luz ambiental que entra desde el salón le ilumina el rostro. Arruga la frente un momento, como si un pensamiento aciago la estuviera disgustando, pero enseguida vuelve a relajarla. Respirando por los labios entreabiertos y con el rostro distendido por el sueño está preciosa.
Y no quiere que me vaya, y ella no me va a dejar. Esa confesión sincera,de la que ella no es consciente, me arrastra consigo como una brisa estival que deja calidez y esperanza a su paso.
No me va a dejar.
Bueno, ahí tienes tu respuesta, Volkova.
La miro con una sonrisa. Parece que ya se ha calmado y ha dejado de hablar. Consulto la hora en el despertador: las 4.57.
De todas formas ya toca levantarse, y estoy eufórica. Voy a planear.
¡Con Lena! Me encanta planear. Le doy un beso rápido en la sien, me levanto y voy directo al salón de la suite, donde pido el desayuno y consulto el pronóstico meteorológico local.
Otro día caluroso y con mucha humedad. Sin lluvias.
Me ducho deprisa, me seco y luego recojo la ropa de Lena del cuarto de baño y se la dejo en una silla cerca de la cama. Al levantar sus bragas,recuerdo cómo acabó dándole la vuelta a mi malicioso plan de confiscarle la ropa interior.
Ay, señorita Katina.
Igual que después de nuestra primera noche juntas…
«Ah… por cierto, me he puesto unos calzoncillos tuyos.» Y luego tiró
de la goma y pude leer «Polo» y «Ralph» asomando bajo sus vaqueros.
Sacudo la cabeza y saco del armario un par de bóxers que le dejo sobre la silla. Me gusta que se ponga mi ropa.
Lena vuelve a mascullar algo, me parece que ha dicho «jaula», pero no estoy segura.
¿De qué narices va ese sueño?
No mueve ni un dedo, sino que sigue felizmente dormida mientras me visto. Cuando me pongo la camiseta se oyen unos golpes en la puerta. El desayuno ya está aquí: bollos, un café para mí y Twinings English Breakfast para Lena. Por suerte el hotel está surtido de su marca preferida.
Ya es hora de despertar a la señorita Katina.

—Fresa —susurra mientras me siento en la cama junto a ella.
¿Qué le pasa con la fruta?
—Elena —la llamo en voz baja.
—Quiero más.
Ya lo sé, y yo también.
—Vamos, nena.
Sigo intentando despertarla, pero ella refunfuña.
—No… Quiero acariciarte.
Mierda.
—Despierta.
Me inclino y, con los dientes, le tiro suavemente del lóbulo de la oreja.
—No. —Cierra los ojos con fuerza.
—Despierta, nena.
—Ay, no —se queja.
—Es hora de levantarse, nena. Voy a encender la lamparita.
Alargo el brazo y enciendo la luz, que vierte un haz de tenue
luminosidad sobre ella. Lena entorna los ojos.
—No —vuelve a protestar.
Verla con tan pocas ganas de despertarse resulta divertido, y diferente.
En mis relaciones anteriores, una sumisa dormilona habría recibido su castigo.
Le acaricio la oreja.
—Quiero perseguir el amanecer contigo —le susurro, y le beso la
mejilla, le beso un párpado y después el otro, le beso la punta de la nariz,y los labios.
Sus ojos se abren con un parpadeo.
—Buenos días, preciosa.
Y se cierran otra vez. Lena refunfuña y sonrío.
—No eres muy madrugadora.
Abre un solo ojo desenfocado y me examina con él.
—Pensé que querías sexo —dice con un alivio evidente.
Me contengo para no echarme a reír.
—Elena, yo siempre quiero sexo contigo. Reconforta saber que a ti
te pasa lo mismo.
—Pues claro que sí, solo que no tan tarde. —Se abraza a la almohada.
—No es tarde, es temprano. Vamos, levanta. Vamos a salir. Te tomo la palabra con lo del sexo.
—Estaba teniendo un sueño tan bonito.
Suspira y levanta la mirada hacia mí.
—¿Con qué soñabas?
—Contigo. —Su rostro se llena de calidez.
—¿Qué hacía esta vez?
—Intentabas darme de comer fresas —dice con una voz tenue.
Eso explica sus balbuceos.
—El doctor Flynn tendría para rato con eso. Levanta, vístete. No te
molestes en ducharte, ya lo haremos luego.

Protesta pero se sienta, y no le importa que la sábana le resbale hasta la cintura y deje su cuerpo al descubierto. Mi miembro se estremece. Con el pelo alborotado cayéndole en cascada por los hombros y rizándose sobre sus pechos desnudos está maravillosa. No hago caso de mi excitación y me pongo de pie para dejarle algo de sitio.

—¿Qué hora es? —pregunta con voz adormecida
—Las cinco y media de la mañana.
—Pues parece que sean las tres.
—No tenemos mucho tiempo. Te he dejado dormir todo lo posible.
Vamos. —Me dan ganas de sacarla a rastras de la cama y vestirla yo
misma.
Estoy ansiosa por llevarla a volar.
—¿No puedo ducharme?
—Si te duchas, voy a querer ducharme contigo, y tú y yo sabemos lo
que pasará, que se nos irá el día. Vamos.
Me dirige una mirada llena de paciencia.
—¿Qué vamos a hacer?
—Es una sorpresa. Ya te lo he dicho.
Sacude la cabeza y se le ilumina la expresión. Parece que eso le resulta divertido.
—Vale.
Baja de la cama sin darle importancia a su desnudez y ve que tiene la ropa en la silla. Me encanta comprobar que ya no es la Lena tímida de siempre; tal vez sea porque aún está somnolienta. Se pone mi ropa interior y me dedica una amplia sonrisa.
—Te dejo tranquila un rato ahora que ya te has levantado.
Mejor le doy tiempo para que se vista. Regreso al salón, me siento a la pequeña mesa de comedor y me sirvo un café.
Ella solo tarda unos minutos en reunirse conmigo.
—Come —ordeno mientras le indico que se siente.
Ella me mira, paralizada y con los ojos vidriosos.
—Elena—digo para traerla de vuelta a la realidad.
Sus pestañas revolotean cuando por fin regresa de donde sea que
estuviera.
—Tomaré un poco de té. ¿Me puedo llevar un cruasán para luego? —pregunta en un tono esperanzado.
No va a comer nada.
—No me agües la fiesta, Elena.
—Comeré algo luego, cuando se me haya despertado el estómago.
Hacia las siete y media, ¿vale?
—Vale. —No puedo obligarla; se muestra desafiante y tozuda.
—Me dan ganas de ponerte los ojos en blanco —dice.
Ay, Lena, atrévete.
—Por favor, no te cortes, alégrame el día.
Alza la vista hacia el rociador contra incendios del techo.
—Bueno, unos azotes me despertarían, supongo —añade como si
sopesara esa opción.
¿De verdad se lo está planteando? ¡Esto no funciona así, Elena!
—Por otra parte, no quiero que te calientes y te molestes por mí. El
ambiente ya está bastante caldeado aquí.
Me lanza una sonrisa edulcorada.
—Como de costumbre, es usted muy difícil, señorita Katina —le digo
haciéndome la graciosa—. Bébete el té.
Se sienta y da un par de sorbos.
—Bébetelo todo. Tendríamos que irnos ya.
Estoy impaciente por ponernos en marcha; el trayecto es largo.
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás.
Deja de sonreír como una boba, Volkova.
Ella hace un mohín, frustrada. La señorita Katina, como siempre, siente curiosidad, pero no lleva encima más que la blusa de tirantes y los vaqueros. Tendrá frío en cuanto estemos en el aire.
—Acábate el té —le ordeno, y me levanto de la mesa.
En el dormitorio, revuelvo en el armario y saco una sudadera. Con esto bastará. Llamo al mozo y le digo que nos acerque el coche a la entrada.
—Ya estoy lista —anuncia Lena cuando vuelvo al salón.
—La vas a necesitar —advierto, y le lanzo la sudadera mientras ella me mira perpleja—. Confía en mí.

Le doy un beso breve en los labios. La cojo de la mano, abro la puerta de la suite y salimos hacia los ascensores. Allí veo a un empleado del hotel (Brian, según dice su etiqueta de identificación) que también está esperando el ascensor.

—Buenos días —dice en un tono alegre cuando las puertas se abren.

Miro a Lena y sonrío de medio lado al entrar.
Nada de travesuras en el ascensor esta mañana.
Ella oculta su sonrisa y clava la vista en el suelo; se ha puesto colorada.
Sabe exactamente en qué estaba pensando. Brian nos desea que tengamos un buen día cuando salimos.
Fuera, el mozo nos espera ya con el Mustang. Lena arquea una ceja,
impresionada al ver el GT500. Sí, es una gozada conducirlo, aunque no sea más que un Mustang.

—A veces es genial que sea quien soy, ¿eh? —digo solo por incordiarla, y le abro la puerta con una educada reverencia.
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás.

Me siento al volante y pongo el coche en marcha. En el semáforo,
introduzco deprisa la dirección del campo de aviación en el GPS. El
navegador nos hace salir de Savannah hacia la interestatal 95. Enciendo el iPod a través del volante y una melodía sublime inunda el vehículo.

—¿Qué es? —pregunta Lena.
—Es de La Traviata, una ópera de Verdi.
—¿La Traviata? He oído hablar de ella, pero no sé dónde. ¿Qué
significa?
Le lanzo una mirada de complicidad.
—Bueno, literalmente, «la descarriada». Está basada en La dama de las camelias, de Alejandro Dumas.
—Ah, la he leído.
—Lo suponía.
—La desgraciada cortesana —recuerda con la voz teñida de melancolía—. Mmm, es una historia deprimente —comenta.
—¿Demasiado deprimente? —Eso no nos conviene, señorita Katina,
sobre todo hoy que estoy de tan buen humor—. ¿Quieres poner otra cosa?
Está sonando en el iPod.
Toco la pantalla del panel de mandos y aparece la lista de reproducción.
—Elige tú —le propongo, y al mismo tiempo me pregunto si le gustará algo de lo que tengo en el iTunes.

Estudia la lista y va bajando por ella, muy concentrada. Da un golpecito en una canción, y el dulce sonido de cuerda de Verdi se ve sustituido por un ritmo contundente y la voz de Britney Spears.

—Conque «Toxic», ¿eh? —señalo con humor irónico.
¿Está intentando decirme algo?
¿Se refiere a mí?
—No sé por qué lo dices —contesta en tono inocente.

¿Cree acaso que debería llevar colgado un cartel de advertencia?
La señorita Katina quiere que juguemos.
Pues que así sea.
Bajo un poco el volumen de la música. Todavía es algo temprano para ese remix y para el recuerdo que me evoca.

—Señorita, esta sumisa solicita con todo respeto el iPod de la Ama.
Aparto la mirada de la hoja de cálculo que estoy leyendo y la observo,arrodillada a mi lado con la mirada gacha.
Este fin de semana ha estado estupenda. ¿Cómo voy a negarme?
—Claro, Leila, cógelo. Creo que está en su base.
—Gracias, Ama —dice, y se pone de pie con la elegancia de siempre, sin mirarme.
Buena chica.
No lleva puesto nada más que los zapatos rojos de tacón alto. Camina tambaleante hasta la base del iPod y se hace con su recompensa.
—Yo no he puesto esa canción en mi iPod —digo con toda tranquilidad.

Piso tanto el acelerador que las dos nos vemos lanzadas contra el
respaldo, pero aun así oigo el pequeño soplido de exasperación de Lena por encima del rugido del motor.
Britney sigue dándolo todo para seducirnos, y Lena tamborilea con los dedos sobre su muslo, inquieta, mientras mira por la ventanilla del coche.
El Mustang devora kilómetros de autopista; no hay tráfico, y las primeras luces del alba nos persiguen por la interestatal 95.
Lena suspira cuando empieza a sonar Damien Rice.
Acaba ya con su tortura, Volkova.
No sé si es porque estoy de buen humor, o por nuestra conversación de anoche, o por el hecho de que dentro de nada estaremos planeando… pero quiero contarle quién puso la canción en el iPod.

—Fue Leila.
—¿Leila?
—Una ex, ella puso la canción en el iPod.
—¿Una de las quince? —Se vuelve y me dirige toda su atención, ansiosa por conocer más detalles.
—Sí.
—¿Qué le pasó?
—Lo dejamos.
—¿Por qué?
—Quería más.
—¿Y tú no?
La miro y niego con la cabeza.
—Yo nunca he querido más, hasta que te conocí a ti.
Me recompensa con una sonrisa tímida.
Sí, Lena. No eres solo tú la que quieres más.
—¿Qué pasó con las otras catorce? —pregunta.
—¿Quieres una lista? ¿Divorciada, decapitada, muerta?
—No eres Enrique VIII —me riñe.
—Vale. Sin seguir ningún orden en particular, solo he tenido relaciones largas con cuatro mujeres, aparte de Olga.
—¿Olga?
—Para ti, la señora Robinson.
Se calla un momento, y sé que me está escrutando con la mirada. Pero no aparto los ojos de la carretera.
—¿Qué fue de esas cuatro? —pregunta.
—Qué inquisitiva, qué ávida de información, señorita Katina—contesto para provocarla.
—Mira quién habla, doña Cuándo-te-toca-la-regla.
—Elena, una mujer debe saber esas cosas.
—¿Ah, sí?
—Yo sí.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que te quedes embarazada.
—¡Yo tampoco quiero! Bueno, al menos hasta dentro de unos años —dice en un tono algo nostálgico.
Claro, eso sería con otra persona… Una perspectiva que me angustia… Lena es mía.
—Bueno, ¿qué pasó entonces con las otras cuatro? —insiste.
—Una conoció a otro. Las otras tres querían… más. A mí entonces no me apetecía más.
¿Por qué he abierto esta caja de los truenos?
—¿Y las demás?
—No salió bien.
Asiente y vuelve a mirar por la ventanilla mientras Aaron Neville canta «Tell It Like It Is».
—¿Adónde vamos? —pregunta otra vez.
Ya estamos cerca.
—Vamos a un campo de aviación.
—No iremos a volver a Seattle, ¿verdad? —Parece que le ha entrado el pánico.
—No, Elena, vamos a disfrutar de mi segundo pasatiempo favorito
—digo riendo entre dientes al ver su reacción.
—¿Segundo?
—Sí. Esta mañana te he dicho cuál era mi favorito. —Su expresión
delata que está absolutamente desconcertada—. Disfrutar de ti, señorita Katina. Eso es lo primero de mi lista. De todas las formas posibles.
Baja la mirada mientras sus labios contienen una sonrisa.
—Sí, también yo lo tengo en mi lista de perversiones favoritas —dice.
—Me complace saberlo.
—¿A un campo de aviación, dices?
Se me ilumina la expresión.
—Vamos a planear. Vamos a perseguir el amanecer, Elena.
Giro a la izquierda para tomar la salida hacia el campo de aviación y
sigo hasta estar delante del hangar de la Brunswick Soaring Association, donde detengo el coche.
—¿Estás preparada para esto? —le digo.
—¿Pilotas tú?
—Sí.
Su rostro resplandece de emoción.
—¡Sí, por favor!
Me encanta lo temeraria y entusiasta que se muestra ante cualquier
experiencia nueva. Me inclino hacia ella y le doy un beso rápido.
—Otra primera vez, señorita Katina.

Fuera hace fresco pero la temperatura es agradable, y el cielo ya está más luminoso, nacarado y brillante en el horizonte. Rodeo el coche y le abro la puerta a Lena. Nos dirigimos hacia la entrada del hangar cogidas de la mano.
Igor nos espera allí junto a un hombre con barba que lleva pantalones cortos y sandalias.

—Señorita Volkova, este es su piloto de remolque, el señor Mark Benson —dice Igor.
Suelto a Lena para poder estrecharle la mano a Benson, que tiene un brillo salvaje en la mirada.
—Le va a hacer una mañana estupenda para planear, señorita Volkova —comenta Benson—. El viento es de diez nudos, y del nordeste, lo cual quiere decir que la convergencia a lo largo de la costa debería mantenerlas en el aire un buen rato.
Benson es británico y tiene un apretón de manos firme.
—Suena de maravilla —repongo, y miro a Lena, que ha estado hablando con Igor—. Elena. Ven.
—Hasta luego —le dice a Igor.
Paso por alto esa familiaridad que tiene con mi personal y se la
presento a Benson.
—Señor Benson, esta es mi novia, Elena Katina.
—Encantada de conocerlo —dice ella, y Benson le ofrece una enorme sonrisa mientras se estrechan la mano.
—Igualmente —contesta él—. Si hacen el favor de seguirme.
—Usted primero.
Cojo a Lena de la mano mientras echamos a andar detrás de Benson.
—Tengo un Blanik L-23 preparado para volar. Es de la vieja escuela,
pero se maneja muy bien.
—Estupendo. Yo aprendí a planear con un Blanik. Un L-13 —le cuento al piloto.
—Con los Blanik nada puede salir mal. Soy un gran fan. —Levanta un pulgar—. Aunque para hacer acrobacias prefiero el L-23.
Asiento; estoy de acuerdo con él.
—Irán enganchados a mi Piper Pawnee —sigue diciendo—. Subiré
hasta los mil metros y allí arriba las soltaré. Con eso deberían tener un buen rato de vuelo.
—Espero que sí. La nubosidad parece prometedora.
—Todavía es algo temprano para encontrar muchas corrientes
ascendentes, pero nunca se sabe. Dave, mi compañero, se ocupará del ala.
Está en el tigre.
—Muy bien. —Creo que «tigre» quiere decir el servicio—. ¿Hace
mucho que vuela?
—Desde que entré en la RAF, pero ahora ya hace cinco años que piloto estas avionetas de patín de cola. Estamos en la frecuencia 122.3, que lo sepa.
—Apuntado.
El L-23 parece estar en buena forma, y memorizo su matrícula de la
Administración Federal de Aviación: Noviembre. Papá. Tres. Alpha.
—Primero hay que ponerse los paracaídas. —Benson alarga un brazo por el interior de la cabina y saca un paracaídas para Lena.
—Ya lo hago yo —me ofrezco, y le quito la mochila al piloto antes de
que tenga ocasión de ponerle las manos encima a Lena.
—Voy a por el lastre —dice Benson con una sonrisa alegre, y se aleja hacia su avioneta.
—Te gusta atarme a cosas —comenta Lena arqueando una ceja.
—Señorita Katina, no tiene usted ni idea. Toma, mete brazos y piernas por las correas.

Le sostengo las correas de las piernas extendidas y ella se inclina y
apoya una mano en mi hombro. Me tenso de manera instintiva, esperando ya que la oscuridad despierte y me ahogue, pero no ocurre nada. Qué extraño. Nunca sé cómo voy a reaccionar cuando me toca Lena. Me suelta en cuanto tiene las lazadas alrededor de los muslos, y entonces levanto las correas de los hombros para pasárselas sobre los brazos y ajustar el paracaídas.
Caray, con arnés está preciosa.
Por un instante me pregunto cómo estaría con brazos y piernas
extendidos y colgada de los mosquetones del cuarto de juegos, con la boca y el sexo a mi entera disposición. Qué lástima que haya establecido la suspensión como límite infranqueable.

—Hala, ya estás —murmuro intentando ahuyentar esa imagen de mi
mente—. ¿Llevas la goma del pelo de ayer?
—¿Quieres que me recoja el pelo? —pregunta.
—Sí.
Hace lo que le digo. Para variar.
—Vamos, adentro.
La sostengo con una mano y ella empieza a subir a la parte trasera.
—No, delante. El piloto va detrás.
—Pero ¿verás algo?
—Veré lo suficiente. —La veré a ella disfrutando, espero.
Monta y yo me inclino en la cabina para atarla a su asiento y fijar el
arnés y las correas de sujeción.
—Mmm, dos veces en la misma mañana; soy una mujer con suerte —musito, y le doy un beso.
Lena me sonríe y puedo percibir su expectación.
—No va a durar mucho: veinte, treinta minutos a lo sumo. Las térmicas no son muy buenas a esta hora de la mañana, pero las vistas desde allá arriba son impresionantes. Espero que no estés nerviosa.
—Emocionada —dice sin dejar de sonreír.
—Bien.
Le acaricio la mejilla con el dedo índice y luego me pongo el
paracaídas y me subo al asiento del piloto.
Benson regresa con un poco de lastre para Lena y comprueba sus
correas.
—Muy bien, todo en orden. ¿Es la primera vez? —le pregunta.
—Sí.
—Te va a encantar.
—Gracias, señor Benson —dice Lena.
—Llámame Mark —añade él. Y la mira embelesado, ¡joder! Lo fulmino con la mirada—. ¿Todo bien? —me pregunta a mí.
—Sí. Vamos —respondo, impaciente por estar en el aire y tenerlo a él lejos de mi chica.

Benson asiente con la cabeza, baja la cubierta de la cabina y se dirige hacia la Piper con tranquilidad. A nuestra derecha veo a Dave, el compañero de Benson, que ha aparecido y sostiene en alto el extremo del ala. Me doy prisa en comprobar el equipo: pedales (oigo el timón moviéndose detrás de mí); palanca de mando, hacia ambos lados (una mirada rápida a las alas y veo que los alerones se mueven); y palanca de mando, adelante y atrás (oigo cómo responde el elevador).
Muy bien. Estamos preparados.
Benson se sube a la Piper, y la única hélice se pone en marcha casi de inmediato con un rugido fuerte y gutural en la silenciosa mañana. Unos instantes después, la avioneta se mueve hacia delante y tira de la soga de remolque hasta que se tensa y empezamos a movernos. Equilibro los alerones y el timón mientras la Piper coge velocidad, luego tiro lentamente hacia atrás de la palanca de mando y nos elevamos antes que Benson.

—¡Allá vamos, nena! —le grito a Lena mientras ganamos altura.
—Tráfico de Brunswick, Delta Victor, dirección dos-siete-cero.

Es la voz de Benson por la radio, pero no le presto atención mientras
seguimos elevándonos más y más. El L-23 se pilota muy bien, y observo a Lena, que zarandea la cabeza a uno y otro lado para intentar captar toda la vista. Ojalá pudiera ver cómo sonríe.
Vamos en dirección oeste, con el sol recién salido a nuestra espalda, y me fijo en que cruzamos la interestatal 95. Me encanta la serenidad que reina aquí arriba, lejos de todo y de todos, solos el planeador y yo en busca de corrientes ascendentes… Y pensar que nunca había compartido esta experiencia con nadie. La luz es hermosa, tenue, todo lo que había esperado que fuera… para Lena y para mí.
Cuando compruebo el altímetro, veo que nos estamos acercando a la altitud deseada y que nos deslizamos a 105 nudos. La voz de Benson llega crepitante por la radio y me informa de que estamos a mil metros y que podemos desengancharnos.

—Afirmativo. Desengancho —contesto por la radio, y pulso el botón
correspondiente.

La Piper desaparece y hago que descendamos en una lenta curva hasta que nos ponemos rumbo sudoeste y planeamos con el viento. Lena ríe con fuerza. Alentado por su reacción, sigo en espiral con la esperanza de encontrar alguna corriente de convergencia cerca de la costa o térmicas bajo las pálidas nubes rosadas. Esos cúmulos planos podrían ayudarnos a subir, aun siendo tan temprano.
De repente me siento como una niña, feliz y traviesa; es una mezcla
embriagadora.

—¡Agárrate fuerte! —le grito a Lena.
Y hago que el L-23 dé una vuelta completa. Ella chilla, lanza las manos hacia arriba y las apoya en la cubierta para sujetarse boca abajo. Cuando nos enderezo otra vez, está riendo. Es la reacción más gratificante que cualquier mujer u hombre desearía, y me hace reír a mí también.
—¡Menos mal que no he desayunado! —exclama.
—Sí, pensándolo bien, menos mal, porque voy a volver a hacerlo.
Esta vez se agarra al arnés y mira directamente hacia abajo, al suelo,mientras está suspendida sobre la Tierra. Suelta una risita que se entremezcla con el silbido del viento.
—¿A que es precioso? —grito.
—Sí.
Sé que no nos queda mucho rato más, porque hay pocas corrientes
ascendentes ahí fuera, pero no me importa. Lena se está divirtiendo… y yo también.
—¿Ves la palanca de mando que tienes delante? Agárrala.
Intenta volver la cabeza, pero está atada y no puede.
—Vamos, Elena, agárrala —la animo.
La palanca se mueve entre mis manos y así sé que ella ha aferrado la suya.
—Agárrala fuerte… mantenla firme. ¿Ves el dial de en medio, delante de ti? Que la aguja no se mueva del centro.
Seguimos volando en línea recta y la lana está perpendicular a la
cubierta.
—Buena chica.
Mi Lena. Nunca se acobarda ante los desafíos. Y, por algún extraño
motivo, me siento inmensamente orgullosa de ella.
—Me extraña que me dejes tomar el control —exclama.
—Le extrañaría saber las cosas que le dejaría hacer, señorita Katina. Ya sigo yo.

De nuevo al mando de la palanca, nos hago girar de vuelta al campo de aviación porque empezamos a perder altitud. Creo que podré conseguir aterrizar allí. Llamo por radio para informar a Benson y a quienquiera que esté escuchando de que vamos a tomar tierra, y luego ejecuto otro círculo que nos acerca más al suelo.

—Agárrate, nena, que vienen baches.

Vuelvo a descender y alineo el L-23 con la pista mientras bajamos hacia la hierba. Tocamos tierra con una sacudida, y logro mantener las dos alas levantadas hasta que nos detenemos bruscamente y casi rechinando con los dientes cerca del final de la pista de aterrizaje. Quito el seguro de la cubierta, la abro, me desabrocho el arnés y bajo como puedo.
Estiro las piernas, me quito el paracaídas y le sonrío a la señorita Katina y sus mejillas sonrosadas.

—¿Qué tal? —pregunto mientras alargo los brazos para desengancharla del asiento y del paracaídas.
—Ha sido fantástico. Gracias —dice, y sus ojos centellean de alegría.
—¿Ha sido más? —Rezo para que no perciba la esperanza de mi voz.
—Mucho más.
Me ofrece una sonrisa radiante y yo me siento como si fuese alguien
realmente especial.
—Vamos.

Le tiendo la mano y la ayudo a bajar de la cabina. Cuando salta, la
estrecho entre mis brazos. Llevada por la adrenalina, mi cuerpo responde de inmediato a su suavidad. En un nanosegundo tengo los dedos hundidos en su pelo y le inclino la cabeza hacia atrás para poder besarla. Le deslizo las manos hasta la base de la espalda y la aprieto contra mi erección, cada vez mayor, mientras mi boca toma la de ella en un largo beso cadencioso y posesivo.
La deseo.
Aquí.
Ahora.
Sobre la hierba.
Lena corresponde a mi pasión, me hunde los dedos en el pelo, tira de él suplicando más y se abre a mí como una flor de la mañana.
Me aparto para tomar aire y recuperar el sentido.
¡Aquí en el campo no!
Benson e Igor están cerca.
Los ojos de Lena brillan y suplican más.
No me mires así, Lena.

—Desayuno —murmuro antes de hacer algo que luego pueda lamentar.
Me vuelvo y le cojo la mano para regresar al coche.
—¿Y el planeador? —pregunta mientras intenta seguirme el paso.
—Ya se ocuparán de él. —Para eso pago a Igor—. Ahora vamos a
comer algo. Vamos.

Lena va saltando a mi lado, rebosante de felicidad; creo que nunca la
había visto tan exultante. Su alegría es contagiosa, y no recuerdo haberme sentido también tan eufórica alguna vez. No puedo contener una amplia sonrisa mientras le sostengo la puerta del coche abierta.
Con los King of Leon saliendo a todo volumen por el sistema de
sonido, saco el Mustang del campo de aviación en dirección a la
interestatal 95.
Mientras circulamos por la autopista, la BlackBerry de Lena empieza a sonar.

—¿Qué es eso? —pregunto.
—Una alarma para tomarme la píldora —contesta en un murmullo.
—Bien hecho. Odio los condones.
La miro de reojo y creo ver que está poniendo los ojos en blanco, pero no estoy segura.
—Me ha gustado que me presentaras a Mark como tu novia —dice
cambiando de tema.
—¿No es eso lo que eres?
—¿Lo soy? Pensé que tú querías una sumisa.
—Quería, Elena, y quiero. Pero ya te lo he dicho: yo también quiero
más. —Me alegra mucho que quieras más —dice.
—Nos proponemos complacer, señorita Katina —digo para incordiarla mientras paro en un International House of Pancakes… el placer secreto de mi padre.
—Un IHOP —comenta con incredulidad.
El Mustang ruge antes de detenerse.
—Espero que tengas hambre.
—Jamás te habría imaginado en un sitio como este.
—Mi padre solía traernos a uno de estos siempre que mi madre se iba a un congreso médico. —Nos sentamos en un cubículo, la una frente a la otra—. Era nuestro secreto. —Cojo una carta y miro a Lena, que se coloca un mechón de pelo detrás de cada oreja. Se lame los labios con impaciencia,y me veo obligada a contener mis impulsos—. Yo ya sé lo que quiero —susurro, y me pregunto qué le parecería ir a los servicios conmigo.
Su mirada se cruza con la mía y se le dilatan las pupilas.
—Yo quiero lo mismo que tú —murmura.
Como siempre, la señorita Katina no se acobarda ante un desafío.
—¿Aquí?
¿Estás segura, Lena? Enseguida recorre con la mirada el tranquilo
restaurante, luego me mira a mí y los ojos se le oscurecen, llenos de
promesas carnales.
—No te muerdas el labio —le advierto. Por mucho que me gustaría, no me la voy a follar en los servicios de un IHOP. Se merece algo mejor y,francamente, yo también—. Aquí, no; ahora, no. Si no puedo hacértelo aquí, no me tientes.
Nos interrumpen.
—Hola, soy Leandra. ¿Qué les apetece… tomar… esta mañana…?
Ay, Dios, no. Paso de la camarera pelirroja.
—¿Elena? —la acucio.
—Ya te he dicho que quiero lo mismo que tú.
Mierda. Es como si le hablara directamente a mi entrepierna.
—¿Quieren que les deje unos minutos más para decidir?
—No. Sabemos lo que queremos. —No puedo apartar la mirada de los ojos de Lena—. Vamos a tomar dos tortitas normales con sirope de arce y beicon al lado, dos zumos de naranja, un café cargado con leche desnatada y té inglés, si tenéis.
Lena sonríe.
—Gracias, señorita. ¿Eso es todo? —dice la camarera con voz
entrecortada, muerta de vergüenza.
Consigo despegarme de los ojos de Lena, despacho a la chica con una mirada y ella sale corriendo.
—¿Sabes?, no es justo —dice Lena en tono tranquilo mientras con los dedos dibuja un número ocho en la mesa.
—¿Qué es lo que no es justo?
—El modo en que desarmas a la gente. A las mujeres. A mí.
—¿Te desarmo? —Me ha dejado de piedra.
—Constantemente.
—No es más que el físico, Elena.
—No, Yulia, es mucho más que eso.
Sigue viéndolo desde la perspectiva errónea y, una vez más, le aseguro que la que me desarma es ella a mí.
Frunce el ceño.
—¿Por eso has cambiado de opinión?
—¿Cambiado de opinión?
—Sí… sobre… lo nuestro.
¿He cambiado de opinión? Yo creo que solo he relajado un poco los
límites, nada más.
—No creo que haya cambiado de opinión. Solo tenemos que redefinir nuestros parámetros, trazar de nuevo los frentes de batalla, por así decirlo.Podemos conseguir que esto funcione, estoy segura. Yo quiero que seas mi sumisa y tenerte en mi cuarto de juegos. Y castigarte cuando incumplas las normas. Lo demás… bueno, creo que se puede discutir. Esos son mis requisitos, señorita Katina. ¿Qué te parece?
—Entonces, ¿puedo dormir contigo? ¿En tu cama?
—¿Eso es lo que quieres?
—Sí.
—Pues acepto. Además, duermo muy bien cuando estás conmigo. No tenía ni idea.
—Me aterraba la idea de que me dejaras si no accedía a todo —dice con la tez algo pálida.
—No me voy a ir a ninguna parte, Elena. Además… —¿Cómo
puede pensar eso? Tengo que tranquilizarla—. Estamos siguiendo tu
consejo, tu definición: compromiso. Lo que me dijiste por correo. Y, de momento, a mí me funciona.
—Me encanta que quieras más.
—Lo sé —aseguro con voz cálida.
—¿Cómo lo sabes?
—Confía en mí. Lo sé. —Me lo has dicho en sueños.
La camarera regresa con el desayuno y miro a Lena mientras lo devora.
Parece que esto del «más» le sienta bien.
—Está de muerte —dice.
—Me gusta que tengas hambre.
—Debe de ser por todo el ejercicio de anoche y la emoción de esta
mañana.
—Ha sido emocionante, ¿verdad?
—Ha estado más que bien, señorita Volkova —contesta, y se mete el último trozo de tortita en la boca—. ¿Te puedo invitar? —añade.
—Invitar ¿a qué?
—Pagarte el desayuno.
Suelto un bufido.
—Me parece que no.
—Por favor. Quiero hacerlo.
—¿Quieres castrarme del todo? —Levanto las cejas a modo de
advertencia.
—Este es probablemente el único sitio en el que puedo permitirme
pagar.
—Elena, te agradezco la intención. De verdad. Pero no.
Frunce los labios, molesta, y yo le pido la cuenta a la pelirroja.
—No te enfurruñes —la regaño.

Consulto la hora: son las ocho y media. Tengo una reunión a las once y cuarto con la Autoridad para la Remodelación de las Zonas Industriales de Savannah, así que por desgracia tenemos que regresar a la ciudad. Sopeso la idea de cancelar la reunión porque me gustaría pasar el día con Lena,pero no, sería excesivo. No puedo pasarme el día persiguiendo a esta chica cuando debería centrarme en mis negocios.
Prioridades, Volkova.
Regresamos al coche cogidas de la mano como cualquier otra pareja.
Ella va envuelta en mi sudadera y se la ve informal, relajada, guapa… y sí,está conmigo. Tres tipos que entran en el IHOP le dan un repaso; ella no se da cuenta, ni siquiera cuando le pongo un brazo sobre los hombros para que quede claro que es de mi propiedad. Lo cierto es que no tiene ni idea de lo encantadora que es. Le abro la puerta del coche y ella me mira con una sonrisa luminosa.
Podría acostumbrarme a esto.
Introduzco la dirección de su madre en el GPS y nos dirigimos al norte por la interestatal 95 escuchando a los Foo Fighters. Los pies de Lena siguen el ritmo. Es la clase de música que le gusta: rock genuinamente americano. La autopista está ahora más cargada de tráfico por toda la gente de las afueras que va a trabajar a la ciudad. Pero no me importa: me gusta estar aquí con ella pasando el rato.
Le doy la mano, le toco la rodilla, la veo sonreír. Ella me habla de
anteriores visitas a Savannah; tampoco le entusiasma el calor, pero sus ojos se iluminan cuando me habla de su madre. Será interesante ver qué tipo de relación tiene con ella y con su padrastro esta noche.
Aparco frente a la casa de su madre con cierto pesar. Ojalá pudiéramos pasarnos el día saltándonos la agenda; las últimas doce horas han sido…bonitas.
Más que bonitas, Volkova. Sublimes.

—¿Quieres entrar? —pregunta.
—Tengo que trabajar, Elena, pero esta noche vengo. ¿A qué hora?
Me sugiere que sobre las siete, después se mira las manos y luego me mira a mí con los ojos brillantes y felices.
—Gracias… por el más.
—Un placer, Elena.
Me inclino y, al besarla, inhalo su aroma dulce, tan dulce…
—Te veo luego.
—Intenta impedírmelo —susurro.
Baja del coche, todavía con mi sudadera puesta, y se despide con la
mano. Yo regreso al hotel, con una sensación de vacío ahora que no está conmigo.
Desde mi habitación llamo a Igor.
—¿Señorita, Volkova?
—Sí… Gracias por organizar lo de esta mañana.
—No hay de qué, señorita. —Parece sorprendido.
—Estaré lista para salir hacia la reunión a las diez cuarenta y cinco.
—Tendré el Suburban esperando fuera.
—Gracias.

Me quito los vaqueros y me pongo el traje, pero dejo mi corbata
favorita junto al portátil mientras pido un café al servicio de habitaciones.
Reviso unos e-mails de trabajo, me bebo el café y me planteo si llamar a Ros; sin embargo, para ella es demasiado temprano. Leo todo el papeleo que me ha enviado Bill: Savannah ha presentado argumentos poderosos para emplazar aquí la planta. Compruebo la bandeja de entrada y me encuentro con un mensaje nuevo de Lena.

De: Elena Katina
Fecha: 2 de junio de 2011 10:20
Para: Yulia Volkova
Asunto: Planear mejor que apalear

A veces sabes cómo hacer pasar un buen rato a una chica.
Gracias.

Lena x

El «Asunto» me hace reír y el beso hace que me sienta muy feliz. Tecleo una respuesta.

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 10:24
Para: Elena Katina
Asunto: Planear mejor que apalear

Prefiero cualquiera de las dos cosas a tus ronquidos. Yo también lo he pasado bien.
Pero siempre lo paso bien cuando estoy contigo.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Me contesta casi inmediatamente.

De: Elena Katina
Fecha: 2 de junio de 2011 10:26
Para: Yulia Volkova
Asunto: RONQUIDOS

YO NO RONCO. Y si lo hiciera, no es muy galante por tu parte comentarlo.
¡Qué poco caballerosa, señorita Volkova! Además, que sepas que estás en el Profundo Sur.

Lena

Me río entre dientes.

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 10:28
Para: Elena Katina
Asunto: Somniloquia

Yo nunca he dicho que fuera una dama, Elena, y creo que te lo he demostrado en numerosas ocasiones. No me intimidan tus mayúsculas CHILLONAS. Pero reconozco que era una mentirijilla piadosa: no, no roncas, pero sí hablas dormida. Y es fascinante.
¿Qué hay de mi beso?

Yulia Volkova
Sinvergüenza y presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Esto la va a poner a mil.

De: Elena Katina
Fecha: 2 de junio de 2011 10:32
Para: Yulia Volkova
Asunto: Desembucha

Eres una sinvergüenza y una canalla; de dama, nada, desde luego.
A ver, ¿qué he dicho? ¡No hay besos hasta que me lo cuentes!

Ay, madre, esto podría seguir y seguir…

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 10:35
Para: Elena Katina
Asunto: Bella durmiente parlante

Sería una descortesía por mi parte contártelo; además, ya he recibido mi castigo.
Pero, si te portas bien, a lo mejor te lo cuento esta noche. Tengo que irme a una reunión.
Hasta luego, nena.

Yulia Volkova
Sinvergüenza, canalla y presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Me pongo la corbata con una sonrisa enorme en la cara, cojo la
americana y bajo en busca de Igor.
Poco más de una hora después ya estoy acabando con la reunión con la Autoridad para la Remodelación de las Zonas Industriales de Savannah.
Georgia tiene muchísimo que ofrecer, y el equipo le ha prometido a Volkova Enterprises Holdings unos incentivos fiscales importantes. Oigo que llaman a la puerta e Igor entra en la pequeña sala de reuniones. Su expresión es adusta, pero lo que resulta aún más preocupante es que nunca,jamás, me ha interrumpido durante una reunión. Noto un hormigueo en la cabeza.
¿Lena? ¿Le ha pasado algo?

—Disculpen, señoras, señores —nos dice a todos.
—¿Sí, Igor? —pregunto, y él se me acerca y me habla discretamente
al oído.
—Tenemos una situación complicada en casa relacionada con la
señorita Leila Williams.
¿Leila? ¿Qué narices…? Y una parte de mí se siente aliviada porque no se trata de Lena.
—Si me disculpan, por favor —me excuso con los dos hombres y las
dos mujeres de la Autoridad.
En el pasillo, Igor habla en tono grave mientras se disculpa una vez
más por haber interrumpido la reunión.
—No te preocupes. Cuéntame qué ha ocurrido.
—La señorita Williams está en una ambulancia de camino a Urgencias del Free Hope de Seattle.
—¿En ambulancia?
—Sí, señorita. Se ha colado en el apartamento y ha intentado suicidarse delante de la señora Jones.
Joder.
—¿Suicidarse? —¿Leila? ¿En mi apartamento?
—Se ha cortado una muñeca. Gail va con ella en la ambulancia. Me ha informado de que el médico de emergencias ha llegado a tiempo y que la señorita Williams está fuera de peligro.
—¿Por qué en el Escala? ¿Por qué delante de Gail? —Estoy
conmocionada.
Igor sacude la cabeza.
—No lo sé, señorita. Y Gail tampoco. No ha conseguido sacar nada en claro de la señorita Williams. Por lo visto solo quiere hablar con usted.
—Joder.
—Exacto, señorita.
Igor lo dice sin juzgar. Me paso las manos por el pelo intentando
comprender la magnitud de lo que ha hecho Leila. ¿Qué narices se supone que debo hacer? ¿Por qué ha acudido a mí? ¿Esperaba verme? ¿Dónde está su marido? ¿Qué ha pasado con él?
—¿Cómo está Gail?
—Bastante afectada.
—No me extraña.
—He pensado que debía saberlo, señorita.
—Sí, claro. Gracias —mascullo, distraída.

No me lo puedo creer; Leila parecía feliz la última vez que me envió un e-mail. ¿Cuánto hará de eso?, ¿seis o siete meses? Pero aquí, en Georgia,no encontraré ninguna respuesta… Tengo que regresar y hablar con ella.
Descubrir por qué lo ha hecho.

—Dile a Stephan que prepare el jet. Tengo que volver a casa.
—Lo haré.
—Nos iremos en cuanto podamos.
—Estaré en el coche.
—Gracias.

Igor se dirige a la salida llevándose ya el móvil al oído.
Todo me da vueltas.
Leila, pero ¿qué narices…?
Hace un par de años que salió de mi vida. Habíamos intercambiado
algún que otro correo de vez en cuando. Se casó, y parecía feliz. ¿Qué puede haberle ocurrido?
Vuelvo a entrar en la sala de reuniones para disculparme antes de salir al calor sofocante del exterior, donde Igor me espera con el Suburban.

—El avión estará listo dentro de cuarenta y cinco minutos. Podemos
regresar al hotel, hacer las maletas e irnos —me informa.
—Bien —contesto, y agradezco el aire acondicionado del coche—.
Debería llamar a Gail.
—Ya lo he intentado, pero salta el buzón de voz. Creo que aún sigue en el hospital.
—De acuerdo, la llamaré después. —Esto no es lo que Gail necesitaba un jueves por la mañana—. ¿Cómo ha entrado Leila en el apartamento?
—No lo sé, señorita. —Igor cruza una mirada conmigo por el espejo
retrovisor y veo su rostro adusto y contrito a partes iguales—. Me pondré como prioridad averiguarlo.

Las maletas están hechas y ya estamos de camino al aeropuerto
internacional Savannah/Hilton Head cuando llamo a Lena. No contesta, lo cual me resulta bastante frustrante, y no hago más que pensar en lo ocurrido mientras nos dirigimos al aeropuerto, con la mirada fija en la ventanilla. Poco después, me devuelve la llamada.

—Elena.
—Hola —dice con voz entrecortada. Es un placer oírla.
—Tengo que volver a Seattle. Ha surgido algo. Voy camino del
aeropuerto. Pídele disculpas a tu madre de mi parte, por favor; no puedo ir a cenar.
—Nada serio, espero.
—Ha surgido un problema del que debo ocuparme. Te veo mañana.
Mandaré a Igor a recogerte al Seattle/Tacoma si no puedo ir yo.
—Vale. Espero que puedas resolver el problema. Que tengas un buen vuelo.
Ojalá no tuviera que irme.
—Tú también, nena —susurro, y cuelgo antes de que cambie de opinión y decida quedarme.
Llamo a Ros mientras rodamos hacia la pista de despegue.
—Yulia, ¿qué tal por Savannah?
—Estoy en el avión de vuelta a casa. Ha surgido un problema que debo solucionar.
—¿Algo relacionado con la empresa? —pregunta Ros, preocupada.
—No, es personal.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—No, nos vemos mañana.
—¿Cómo ha ido la reunión?
—Tengo una buena sensación, aunque he tenido que interrumpirla.
Veamos qué envían por escrito. Puede que me decante por Detroit solo porque es más fresco.
—¿Tanto calor hace?
—Es asfixiante. Tengo que dejarte. Te llamaré luego para ver si hay
noticias al respecto.
—Que tengas buen viaje, Yulia.

Me centro en el trabajo durante el vuelo para no pensar en el problema que me aguarda en casa. Cuando aterrizamos, he leído tres informes y he escrito quince e-mails. El coche nos espera, e Igor conduce bajo la lluvia torrencial en dirección al Free Hope de Seattle. Tengo que ver a Leila y saber qué narices está ocurriendo. La rabia me invade de nuevo a medida que nos aproximamos al hospital.
¿Por qué me haría Leila algo así?
La lluvia cae con fuerza cuando me bajo del coche. Hace un día de
perros que está en consonancia con mi humor. Respiro hondo para
controlar la ira, atravieso la puerta principal y pregunto por Leila Reed en el mostrador de recepción.

—¿Es usted un familiar?
La enfermera de guardia me mira con el ceño fruncido y los labios
apretados en un gesto hosco.
—No —contesto con un suspiro. Esto no va a ser fácil.
—Entonces, lo siento, pero no puedo ayudarle.
—Ha intentado cortarse las venas en mi apartamento. Creo que tengo derecho a saber dónde narices está —siseo entre dientes.
—¡Ni se le ocurra hablarme en ese tono! —replica la mujer.
La fulmino con la mirada, pero sé que no conseguiré nada de ella.
—¿Dónde está Urgencias?
—Señorita, no podemos ayudarle si no es usted un familiar.
—No se preocupe, ya me las apañaré yo sola —mascullo, y me dirijo a la puerta doble con paso airado.

Sé que podría llamar a mi madre y que ella aceleraría las cosas, pero
entonces tendría que explicarle lo ocurrido.
Urgencias es un caos de médicos y personal sanitario, y la sala de triaje está a rebosar de pacientes. Abordo a una enfermera jovencita y le dirijo mi sonrisa más deslumbrante.

—Hola, busco a Leila Reed. Ha ingresado hoy. ¿Podría decirme dónde se encuentra?
—¿Y usted es…? —pregunta sonrojándose ligeramente.
—Su hermana—miento con toda naturalidad, como si no me hubiera
dado cuenta de su reacción.
—Venga por aquí, señorita Reed. —Se acerca apresurada al puesto de enfermería y consulta el ordenador—. Está en la segunda planta, en el ala de psiquiatría. Tome el ascensor que hay al final del pasillo.
—Gracias.

La recompenso con un guiño y ella se coloca un mechón suelto detrás de la oreja y me dirige una sonrisa coqueta que me recuerda a cierta chica que he dejado en Georgia.
Sé que algo va mal en cuanto salgo del ascensor en la segunda planta.
Al otro lado de lo que parecen unas puertas cerradas con llave, dos
guardias de seguridad y una enfermera recorren el pasillo mientras van comprobando todas las habitaciones. Se me eriza el vello, pero me dirijo al área de recepción intentando no prestar atención al jaleo que se ha armado.

—¿Puedo ayudarle en algo? —me pregunta un joven con un aro en la nariz.
—Estoy buscando a Leila Reed. Soy su hermana.
Palidece.
—Oh, señorita Reed. ¿Le importaría acompañarme?
Lo sigo hasta una sala de espera y me siento en la silla de plástico que me indica. Veo que está atornillada al suelo.
—El médico vendrá enseguida.
—¿Por qué no puedo verla? —pregunto.
—El médico se lo explicará —contesta con expresión cautelosa, y se
marcha antes de que pueda hacerle más preguntas.
Mierda. Tal vez he llegado demasiado tarde.

La idea me produce náuseas. Me levanto y paseo intranquila por la
salita mientras me planteo si llamar a Gail, aunque no tengo que esperar demasiado ya que al poco entra un joven con rastas no muy largas y unos ojos oscuros de mirada perspicaz. ¿Este es el médico?

—¿Señorita Reed? —pregunta.
—¿Dónde está Leila?
Me mira fijamente un instante y luego suspira armándose de valor.
—Me temo que no lo sé —contesta—. Se las ha ingeniado para escapar.
—¿Qué?
—Se ha ido. Cómo lo ha logrado, no lo sé.
—¡¿Que se ha ido?! —exclamo, incrédula, derrumbándome en una de las sillas.
El médico toma asiento frente a mí.
—Sí, ha desaparecido. Estamos buscándola en estos momentos.
—¿Sigue aquí?
—No lo sabemos.
—¿Y quién es usted? —pregunto.
—Soy el doctor Azikiwe, el psiquiatra de guardia.
Parece demasiado joven para ser psiquiatra.
—¿Qué puede decirme de Leila? —quiero saber.
—Bueno, ingresó después de un intento fallido de suicidio. Quiso
abrirse las venas en casa de una ex novia. La trajo el ama de llaves.
Noto que me pongo lívido.
—¿Y? —lo apremio. Necesito más información.
—Eso es todo lo que sabemos. Dijo que había cometido un error, que estaba bien, pero preferimos mantenerla en observación y hacerle más preguntas.
—¿Usted habló con ella?
—Sí.
—¿Por qué lo hizo?
—Dijo que había sido un grito de socorro, tan solo eso. Y que, después del espectáculo que había montado, estaba avergonzada y que quería irse a casa. Nos aseguró que no pretendía matarse, y la creí. Sospecho que solo se trataba una ideación suicida.
—¿Cómo han podido dejarla escapar?
Me paso una mano por el pelo intentando controlar mi frustración.
—No sé cómo ha logrado salir de aquí. Se abrirá una investigación
interna. Si se pone en contacto con usted, le sugiero que la convenza para que vuelva aquí cuanto antes. Necesita ayuda. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
—Por supuesto —contesto sin prestarle demasiada atención.
—¿Existen antecedentes de enfermedades mentales en su familia?
Frunzo el ceño, hasta que recuerdo que está hablando de la familia de Leila.
—No lo sé. Mi familia es muy reservada para esas cosas.
Parece preocupado.
—¿Sabe algo sobre esa ex novia?
—No —aseguro, tal vez demasiado rápido—. ¿Se han puesto en
contacto con su marido?
El médico me mira de hito en hito.
—¿Está casada?
—Sí.
—Eso no fue lo que nos dijo.
—Ah. Bueno, ya lo llamaré yo, no quiero hacerles perder más tiempo.
—Pero tengo más preguntas…
—Prefiero emplear el mío en buscarla. Es evidente que no está bien.
Me levanto.
—Pero, su marido…
—Me pondré en contacto con él.
No voy a sacar más información de aquí.
—Pero deberíamos hacerlo nosotros…
El doctor Azikiwe se pone en pie.
—No puedo ayudarles, tengo que encontrarla.
Me dirijo a la puerta.
—Señorita Reed…
—Adiós —murmuro mientras salgo ya apresuradamente de la sala de espera.

No me molesto en esperar el ascensor, sino que bajo los peldaños de la escalera de incendios de dos en dos. Odio los hospitales. Me asalta un recuerdo de mi infancia: soy pequeña, estoy asustada y muy callada; el olor a desinfectante y a sangre me embota la nariz.
Me estremezco.
Salgo del hospital y me detengo un instante bajo la lluvia torrencial
para que se lleve el recuerdo con ella. Ha sido una tarde estresante, pero al menos la fría lluvia resulta un alivio en comparación con el calor de Savannah. Igor da media vuelta con el SUV para recogerme.

—A casa —le digo mientras subo al coche.
Llamo a Welch desde el móvil en cuanto me he abrochado el cinturón de seguridad.
—¿Señorita Volkova? —masculla.
—Welch, tengo un problema. Necesito que localices a Leila Reed, de
soltera Williams.
Gail está pálida y no dice nada mientras me observa con preocupación.
—¿No va a acabárselo, señorita? —pregunta.
Niego con la cabeza.
—¿La cena estaba su gusto?
—Sí, sí, claro. —Le dirijo una tenue sonrisa—. Después de todo lo que ha pasado hoy se me ha quitado el apetito. ¿Cómo lo llevas tú?
—Estoy bien, señorita Volkova, aunque esa chica me dio un buen susto. La verdad es que prefiero mantenerme ocupada para no pensar.
—Te entiendo. Gracias por preparar la cena. Si recuerdas algo, dímelo.
—Por descontado, pero, como ya le he comentado antes, ella solo
quería hablar con usted.
¿Por qué? ¿Qué quiere de mí?
—Gracias por no llamar a la policía.
—La policía no es lo que necesita esa chica. Lo que necesita es ayuda.
—Ya lo creo. Ojalá supiera dónde está.
—La encontrará —asegura Gail con suma tranquilidad, cosa que me
sorprende.
—¿Necesitas algo? —pregunto.
—No, señorita Volkova, estoy bien.

Se lleva el plato inacabado al fregadero.
La información de Welch sobre Leila es frustrante. Le han perdido la
pista. No está en el hospital y siguen sin explicarse cómo ha logrado salir de allí. Una pequeña parte de mí la admira; siempre ha sido una chica de recursos, pero ¿qué ha ocurrido que la haya hecho tan infeliz? Apoyo la cabeza entre las manos. Menudo día, de lo sublime al completo absurdo.
Primero alcanzo el cielo con Lena y luego me toca lidiar con este
problema. Igor continúa sin entender cómo ha conseguido Leila entrar en el apartamento, y Gail tampoco tiene ni idea. Por lo visto, ha entrado en la cocina sin más, exigiendo saber dónde estaba yo y, cuando Gail le ha dicho que no me encontraba aquí, ella ha gritado «Se ha ido» y luego se ha hecho un corte en la muñeca con un cúter. Por suerte, no ha sido muy profundo.
Miro disimuladamente a Gail, que está lavando los platos en la cocina.
Se me hiela la sangre. Leila podría haberle hecho daño. Tal vez lo que quería era hacérmelo a mí. Pero ¿por qué? Cierro los ojos con fuerza e intento recordar si en los últimos correos que intercambiamos hay algo que pudiera proporcionarme una pista sobre el motivo que le ha hecho perder el norte. No saco nada en claro y me dirijo al estudio con un suspiro de exasperación.
Cuando me siento, el teléfono me avisa de que acabo de recibir un
mensaje.
¿Lena?
Es Dimitri.

*Eh, campeón. ¿Nos echamos unos billares?*

Echar una partida al billar con Dimitri significa que venga aquí y se beba toda mi cerveza. Sinceramente, no estoy de humor.

*Estoy currando. ¿La semana que viene?*
*Venga. Antes de que me vaya a la playa.
Te daré una paliza.
Hasta luego.*

Tiro el teléfono sobre el escritorio y repaso con atención el informe de Leila buscando cualquier dato que pudiera ofrecerme una pista acerca de su paradero. Encuentro la dirección de sus padres y un número de teléfono, pero no hay nada sobre su marido. ¿Dónde se ha metido? ¿Por qué no está Leila con él?
No quiero llamar a sus padres y asustarlos, así que me pongo en
contacto con Welch y le doy su número para que averigüe si ellos saben algo.
Al encender el iMac, veo que tengo un e-mail de Lena.

De: Elena Katina
Fecha: 2 de junio de 2011 22:32
Para: Yulia Volkova
Asunto: ¿Has llegado bien?

Querida Señorita:
Por favor, hágame saber si ha llegado bien. Empiezo a preocuparme.
Pienso en ti.

Tu Lena x

Sin darme cuenta, mi dedo acaricia el besito que me ha enviado.
Lena.
Pero qué cursi eres, Volkova. Qué cursi. Contrólate.

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 19:36
Para: Elena Katina
Asunto: Lo siento

Querida señorita Katina:
He llegado bien; por favor, discúlpeme por no haberle dicho nada. No quiero causarle preocupaciones; me reconforta saber que le importo. Yo también pienso en usted y, como siempre, estoy deseando volver a verla mañana.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Le doy a «Enviar» con el vivo deseo de tenerla a mi lado. Alegra mi
casa, mi vida… y me alegra a mí. Sorprendida, niego con la cabeza ante unos pensamientos tan poco propios de mí y repaso el resto de los emails.
El sonido de una campanita anuncia la llegada de un nuevo correo de Lena.

De: Elena Katina
Fecha: 2 de junio de 2011 22:40
Para: Yulia Volkova
Asunto: El problema

Querida señorita Volkova:
Me parece que es más que evidente que me importa mucho. ¿Cómo puede dudarlo?
Espero que tenga controlado «el problema».

Tu Lena x
P.D.: ¿Me vas a contar lo que dije en sueños?

¿Le importo mucho? Qué bonito. De pronto, ese sentimiento extraño,
que ha estado ausente todo el día, despierta y se extiende por mi pecho.
Debajo esconde un pozo lleno de dolor que no deseo reconocer o al que no estoy dispuesta a asomarme, y que invoca el recuerdo olvidado de una mujer joven que se cepilla una melena larga y oscura…
Joder.
No vayas por ahí, Volkova.
Contesto el correo de Lena… y decido provocarla para distraerme.

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 19:45
Para: Elena Katina
Asunto: Me acojo a la Quinta Enmienda

Querida señorita Katina:
Me encanta saber que le importo tanto. «El problema» aún no se ha resuelto.
En cuanto a su posdata, la respuesta es no.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

De: Elena Katina
Fecha: 2 de junio de 2011 22:48
Para: Yulia Volkova
Asunto: Alego locura transitoria

Espero que fuera divertido, pero que sepas que no me responsabilizo de lo que sale de mi boca mientras estoy inconsciente. De hecho, probablemente me oyeras mal.
A una mujer de tu avanzada edad sin duda le falla un poco el oído.

Por primera vez me echo a reír desde que he vuelto a Seattle. No sabe cuánto agradezco la distracción que me proporciona.

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 19:52
Para: Elena Katina
Asunto: Me declaro culpable

Querida señorita Katina:
Perdone, ¿podría hablar más alto? No la oigo.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Su respuesta no se hace esperar.

De: Elena Katina
Fecha: 2 de junio de 2011 22:54
Para: Yulia Volkova
Asunto: Alego de nuevo locura transitoria

Me estás volviendo loca.

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 19:59
Para: Elena Katina
Asunto: Eso espero…

Querida señorita Katina:
Eso es precisamente lo que me proponía hacer el viernes por la noche. Lo estoy deseando. Wink

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Tendré que pensar en algo muy, muy especial para mi pequeña con un lado oscuro.

De: Elena Katina
Fecha: 2 de junio de 2011 23:02
Para: Yulia Volkova
Asunto: Grrrrrr

Que sepas que estoy furiosa contigo.
Buenas noches.

Señorita L. S. Katina

¡Uau! ¿A quién si no a ella le toleraría algo así?

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 20:05
Para: Elena Katina
Asunto: Gata salvaje

¿Me está sacando las uñas, señorita Katina?
Yo también tengo gato para defenderme.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

No contesta. Han pasado cinco minutos y nada. Seis… Siete.
Maldita sea, lo ha dicho en serio. ¿Cómo voy a contarle que mientras
dormía confesó que no me dejaría? Pensará que estoy loca.

De: Yulia Volkova
Fecha: 2 de junio de 2011 20:20
Para: Elena Katina
Asunto: Lo que dijiste en sueños

Elena:
Preferiría oírte decir en persona lo que te oí decir cuando dormías, por eso no quiero contártelo. Vete a la cama. Más vale que mañana estés descansada para lo que te tengo preparado.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

No contesta, y por una vez espero que haya hecho lo que le he pedido y que esté durmiendo. Me detengo a pensar unos momentos en lo que podríamos hacer mañana, pero resulta demasiado excitante, así que aparco la idea y me concentro en los e-mails que debo contestar.
Sin embargo, he de confesar que me siento un poco más animada después de bromear un rato con la señorita Katina. Lena es un buen bálsamo para mi oscurísima alma.

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VOLKOVA// ADAPTACIÓN - Página 2 Empty Re: VOLKOVA// ADAPTACIÓN

Mensaje por VIVALENZ28 1/18/2017, 6:20 am

Viernes, 3 de junio de 2011


No puedo dormir. Son más de las dos de la madrugada y llevo una hora mirando el techo. Hoy no son las pesadillas nocturnas lo que me mantiene en vela, es la que vivo despierta.
Leila Williams.
El detector de humos del techo me lanza guiños, como si los pequeños destellos de luz verde se burlaran de mí.
¡Mierda!
Cierro los ojos y dejo que mis pensamientos fluyan con total libertad.
¿Por qué querría suicidarse? ¿Qué la ha impulsado a hacerlo? Su profunda infelicidad me trae recuerdos de una yo más joven y desdichada.
Intento acallarlos, pero la rabia y la desolación de mis solitarios años de adolescencia afloran de nuevo a la superficie y no tienen intención de marcharse. Me recuerdan mi sufrimiento y cómo arremetía contra todos durante esa época. Contemplé la idea del suicidio muchas veces, pero siempre me echaba atrás. Resistí por Larissa, porque sabía que eso la destrozaría. Sabía que si me quitaba la vida se culparía a sí misma, y había hecho tanto por mí… ¿Cómo iba a provocarle tal dolor? Además, cuando conocí a Olga… todo cambió.
Me levanto de la cama y trato de apartar de mi mente estos
pensamientos tan perturbadores. Necesito el piano.
Necesito a Lena.
Si ella hubiera firmado el contrato y todo hubiese ido según lo previsto,ahora estaría conmigo, arriba, durmiendo. Podría despertarla y perderme en ella… o, según el nuevo acuerdo, estaría a mi lado, y podría follármela y luego contemplarla mientras duerme.
¿Qué me diría de Leila?
Me siento frente al piano pensando que Lena no conocerá a Leila jamás,y me alegro. Sé lo que opina de Olga. Dios sabe qué opinaría de una ex…
De una ex incontrolable.
Eso es justo lo que no me cuadra. Leila era abierta, traviesa y alegre cuando la conocí; una sumisa excelente. Y creía que había sentado la cabeza y que estaba felizmente casada. Por sus correos nunca habría dicho que algo iba mal. ¿Qué ha fallado?
Empiezo a tocar… y mis preocupaciones se desvanecen hasta que solo quedamos la música y yo.


Leila está trabajándose mi miembro con la boca.
Su habilidosa boca.
Lleva las manos atadas a la espalda.
Y el pelo recogido en una trenza.
Está de rodillas.
Con la mirada gacha. Recatada. Seductora.
No me mira.
Y de pronto es Lena.
Lena de rodillas, delante de mí. Desnuda. Hermosa.
Con mi miembro en la boca.
Pero Lena me mira a los ojos.
Sus abrasadores ojos verdegrises lo ven todo.
A mí. Mi alma.
Ve la oscuridad y el monstruo que se oculta en ella.
Abre los ojos desmesuradamente, aterrada, y desaparece al instante.

¡Mierda! Despierto sobresaltada y con una erección que remite tan pronto recuerdo la expresión dolida que tenía Lena en mi sueño.
Pero ¿qué narices…?
Casi nunca tengo sueños eróticos. ¿Por qué ahora? Miro la hora en el despertador y veo que le he sacado unos minutos de ventaja. La luz de la mañana se abre paso entre los edificios mientras me levanto. Tengo los nervios a flor de piel, seguro que por culpa de ese sueño tan inquietante,así que decido salir a correr un rato para desfogarme un poco. No hay emails,ni mensajes, ni se sabe nada nuevo de Leila. El apartamento está en silencio cuando salgo, y no veo a Gail por ninguna parte. Espero que se haya recuperado del mal rato que pasó ayer.
Abro las puertas de cristal del vestíbulo del edificio. Una mañana cálida y soleada me da la bienvenida y me detengo a echar un vistazo a la calle.
Miro en los callejones y en los portales junto a los que paso durante mi carrera matutina, incluso detrás de los coches aparcados, por si veo a Leila.
¿Dónde estás, Leila Williams?
Subo el volumen cuando suenan los Foo Fighters mientras mis pasos resuenan sobre la acera.
Olivia me resulta hoy excepcionalmente exasperante. Ha derramado mi café, ha cortado una llamada importante y sigue mirándome con sus grandes ojos castaños de cordera degollada.

—¡Vuelve a ponerme con Ros! —vocifero—. ¡No, mejor, dile que venga!
Cierro la puerta del despacho y regreso a mi escritorio. No es justo que les haga pagar mi mal humor a los empleados.
Welch no tiene nada nuevo, salvo que los padres de Leila creen que su hija sigue en Portland, con su marido. Alguien llama a la puerta.
—Adelante.
Por su bien, espero que no se trate de Olivia. Ros asoma la cabeza.
—¿Querías verme?
—Sí, sí, pasa. ¿En qué punto estamos con Woods?

Ros abandona mi despacho poco antes de las diez. Todo va según lo previsto: Woods ha decidido aceptar el trato y la ayuda para Darfur no tardará en salir por carretera con destino a Munich, donde la cargarán en el avión. Sigo sin tener noticias sobre la oferta que deben enviarnos desde Savannah.
Compruebo la bandeja de entrada y encuentro un e-mail de bienvenida de Ana.


De: Elena Katina
Fecha: 3 de junio de 2011 12:53
Para: Yulia Volkova
Asunto: Rumbo a casa

Querida señorita Volkova:
Ya estoy de nuevo cómodamente instalada en primera, lo cual le agradezco. Cuento los minutos que me quedan para verla esta noche y quizá torturarle para sonsacarle la verdad sobre mis revelaciones nocturnas.

Su Lena x

¿Torturarme? Ay, señorita Katina, me temo que será al revés. Tengo mucho trabajo, así que decido ser breve.

De: Yulia Volkova
Fecha: 3 de junio de 2011 09:58
Para: Elena Katina
Asunto: Rumbo a casa

Elena, estoy deseando verte.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Sin embargo, Lena no se da por satisfecha.

De: Elena Katina
Fecha: 3 de junio de 2011 13:01
Para: Yulia Volkova
Asunto: Rumbo a casa

Queridísima señorita Volkova:

Confío en que todo vaya bien con respecto al «problema». El tono de su correo resulta preocupante.

Lena x

Al menos todavía me merezco un beso. ¿No debería de estar ya en el avión?

De: Yulia Volkova
Fecha: 3 de junio de 2011 10:04
Para: Elena Katina
Asunto: Rumbo a casa

Elena:
El problema podría ir mejor. ¿Has despegado ya? Si lo has hecho, no deberías estar mandándome e-mails. Te estás poniendo en peligro y contraviniendo directamente la norma relativa a tu seguridad personal. Lo de los castigos iba en serio.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Estoy a punto de llamar a Welch para que me ponga al día cuando oigo de nuevo el tono de mensaje entrante. Lena otra vez.

De: Elena Katina
Fecha: 3 de junio de 2011 13:06
Para: Yulia Volkova
Asunto: Reacción desmesurada

Querida señorita Cascarrabias:
Las puertas del avión aún están abiertas. Llevamos retraso, pero solo de diez minutos. Mi bienestar y el de los pasajeros que me rodean está asegurado. Puede guardarse esa mano suelta de momento.

Señorita Katina

A duras penas consigo reprimir una sonrisa. Conque señorita
Cascarrabias, ¿eh? Y se acabaron los besos. ¡Vaya por Dios!

De: Yulia Volkova
Fecha: 3 de junio de 2011 10:08
Para: Elena Katina
Asunto: Disculpas; mano suelta guardada

Echo de menos a usted y a su lengua viperina, señorita Katina.
Quiero que lleguen a casa sanas y salvas.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

De: Elena Katina
Fecha: 3 de junio de 2011 13:10
Para: Yulia Volkova
Asunto: Disculpas aceptadas

Están cerrando las puertas. Ya no vas a oír ni un solo pitido más de mí, y menos con tu sordera.
Hasta luego.

Lena x

Ahí está mi beso. Vaya, menudo alivio. Muy a mi pesar, me alejo de la pantalla del ordenador y descuelgo el teléfono para llamar a Welch.
A la una del mediodía declino el ofrecimiento de Andrea de traerme la comida al despacho. Necesito salir de aquí. Las paredes se cierran sobre mí y creo que se debe a que no he tenido más noticias de Leila.
Me preocupa. Mierda, vino a verme. Había decidido utilizar mi casa de escenario para su numerito. ¿Cómo no voy a tomármelo como algo personal? ¿Por qué no llamó o me envió un correo? Si estaba en apuros,podría haberla ayudado. Le habría ayudado; no habría sido la primera vez.
Necesito airearme. Paso decidida por delante de Olivia y de Andrea,que parecen atareadas, aunque me percato de la expresión desconcertada de esta última cuando me meto en el ascensor.
Fuera me espera una tarde soleada y bulliciosa. Respiro hondo y percibo el olor salobre y relajante del Sound. ¿Y si me tomo el resto del día libre? No, no puedo, tengo una reunión con el alcalde. Qué fastidio…
¡Si lo veré mañana en la gala de la Cámara de Comercio!
¡La gala!
De pronto tengo una idea y me dirijo a una pequeña tienda que conozco,con la renovada sensación de tener un objetivo.
Tras la reunión en el despacho del alcalde, regreso al Escala recorriendo a pie la decena de manzanas que me separan de casa. Igor ha ido a recoger a Lena al aeropuerto, y Gail está en la cocina cuando entro en el salón.

—Buenas tardes, señorita Volkova.
—Hola, Gail. ¿Qué tal te ha ido el día?
—Bien, gracias, señorita.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí, señorita. Han llegado los vestidos de la señorita Katina. Los he sacado y los he colgado en el armario de su habitación.
—Perfecto. ¿Se sabe algo de Leila?
Una pregunta tonta, ya que Gail me habría llamado.
—No, señorita. También ha llegado esto.
Me tiende una bolsita roja.
—Bien.
Cojo la bolsa pasando por alto el brillo animado que se atisba en su mirada.
—¿Cuántos serán esta noche para cenar?
—Dos, gracias. Y, Gail…
—¿Señorita?
—¿Podrías poner las sábanas de satén en el cuarto de juegos?
Cuento con conseguir que Lena lo visite en algún momento a lo largo del fin de semana.
—Sí, señorita Volkova —contesta con voz un tanto sorprendida, y regresa a lo que estuviera haciendo antes en la cocina, aunque su reacción me ha dejado un poco desconcertada.

Tal vez Gail no lo apruebe, pero es lo que quiero de Lena.
Una vez en mi estudio, saco el estuche de Cartier que contiene la bolsa,un regalo para Lena que le entregaré mañana, a tiempo para la gala. Se trata de unos pendientes; sencillos, elegantes, preciosos. Como ella.
Sonrío al pensar que, incluso con sus Converse y sus vaqueros, Lena posee cierto encanto seductor.
Espero que acepte el regalo. Si fuera mi sumisa, no le quedaría otro remedio, pero con nuestro acuerdo alternativo no sé cómo reaccionará.
Ocurra lo que ocurra, será interesante. Siempre consigue sorprenderme.
Voy a dejar el estuche en el cajón del escritorio cuando me distrae el tono de mensaje entrante del ordenador. Los últimos diseños de la tableta de Barney aparecen en mi bandeja de entrada y estoy impaciente por verlos.
Cinco minutos después, recibo una llamada de Welch.

—Señorita Volkova—lo oigo resollar.
—Sí. ¿Qué hay de nuevo?
—He hablado con Russell Reed, el marido de la señora Reed.
—¿Y?
El desasosiego me invade al instante. Salgo del estudio con paso airado y cruzo el salón en dirección al ventanal.
—Según él, su mujer ha ido a visitar a sus padres —me informa Welch.
—¿Qué?
—Eso digo yo. —Welch parece tan cabreado como yo.
Ver Seattle a mis pies y saber que la señora Reed, también conocida como Leila Williams, está ahí fuera, en alguna parte, aumenta mi irritación. Me paso la mano por el pelo.
—Tal vez es lo que le ha dicho ella.
—Tal vez —coincide conmigo—, pero hasta ahora no hemos encontrado nada.
—¿Ni rastro?
No puedo creerme que haya desaparecido sin más.
—Nada, pero si utiliza un cajero, cobra un cheque o se conecta a cualquiera de sus cuentas en internet, la encontraremos.
—Vale.
—Nos gustaría repasar las grabaciones que hayan podido registrar las cámaras de los alrededores del hospital. ¿Le parece bien?
—Sí.

De pronto se me eriza el vello… y no tiene que ver con la llamada. No sé por qué, pero tengo la sensación de que me observan, y al volverme veo a Lena en el umbral de la habitación, mirándome fijamente con el ceño y los labios fruncidos. Lleva puesta una falda muy, muy corta; toda ella es ojos y piernas… sobre todo piernas. Unas piernas que ya imagino alrededor de mi cintura.
El deseo, vivo y carnal, me enciende la sangre y me descubro incapaz de apartar la mirada.

—Nos pondremos a ello de inmediato —dice Welch.

Me despido de él con los ojos fijos en Lena y voy derecho hacia ella mientras me quito la americana y la corbata, que arrojo al sofá.
Lena.
La envuelvo en mis brazos y le tiro de la coleta para llevar sus ávidos labios a los míos. Sabe a gloria, a hogar, a otoño y a Lena. Esa fragancia me invade mientras tomo todo lo que me ofrece su boca cálida y dulce.
Siento que mis músculos se tensan, espoleados por la expectación y el deseo, cuando nuestras lenguas se entrelazan. Anhelo perderme en Lena,olvidar el final de mierda que ha tenido la semana, olvidarlo todo salvo a ella.
La beso con pasión febril al tiempo que le arranco la goma de la coleta de un tirón y ella entierra los dedos en mi pelo. De pronto, me siento tan abrumada por la desesperación con que la ansío que me aparto y me quedo mirando un rostro aturdido por el deseo.
Yo también me siento así. ¿Qué me está haciendo?

—¿Qué pasa? —susurra.
La respuesta resuena en mi cabeza con absoluta claridad.
Te he echado de menos.
—Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.
—Sí —contesta con voz ronca.

La cojo de la mano y nos dirigimos a mi cuarto de baño, donde abro el grifo de la ducha y luego me vuelvo hacia ella. Es preciosa, y los ojos le brillan de excitación mientras me observa. Recorro su cuerpo con la mirada y me detengo en las piernas, desnudas. Nunca la había visto con una falda tan corta, enseñando tanta piel, y no sé si me parece bien. Ella es solo para mis ojos.

—Me gusta tu falda. Es muy corta. —Demasiado corta—. Tienes unas piernas preciosas.

Me quito los zapatos y los calcetines y, sin apartar la vista, ella también se libra de su calzado.
Que le den a la ducha, la quiero ahora.
Avanzo hacia Lena, le sujeto la cabeza y retrocedemos juntas hasta que la tengo contra la pared de azulejos. Abre la boca en busca de aire. Deslizo las manos hasta su cara, hundo los dedos en su pelo y la beso; en los pómulos, en el cuello, en los labios… Ella es ambrosía y yo soy insaciable. Se le corta la respiración y se aferra a mis brazos, pero la oscuridad que habita en mi interior no protesta ante el contacto. Solo existe Lena, en toda su belleza e inocencia, devolviéndome el beso con un fervor que compite con el mío.
El deseo me quema en las venas y la erección empieza a ser dolorosa.

—Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro —murmuro metiendo la mano por debajo de la falda mientras le recorro con urgencia un muslo desnudo—. ¿Aún estás con la regla?
—No.
—Bien.

Le subo la falda por encima de las caderas, encajo los pulgares en sus bragas de algodón y me dejo caer de rodillas al tiempo que se las arranco y se las deslizo por las piernas.
Jadea cuando le agarro las caderas y beso la dulce unión que oculta el vello púbico. Desplazo las manos por detrás de sus muslos, le separo las piernas y su clítoris queda expuesto a mi lengua. Cuando inicio el asalto sensual, Lena entierra los dedos en mi pelo. Mi lengua la atormenta, y ella gime y echa la cabeza hacia atrás, contra la pared.
Huele de maravilla. Y sabe mejor.
Gime y empuja las caderas hacia mi lengua invasora e implacable, hasta que noto que empiezan a temblarle las piernas.
Es suficiente. Quiero correrme en su interior.
Otra vez piel contra piel, como en Savannah. La suelto, me levanto, le cojo la cara y apreso el gesto sorprendido y frustrado de sus labios con los míos, besándola con violencia. Me bajo la cremallera y la alzo asiéndola por las nalgas.

—Enrosca las piernas en mi cintura, nena —ordeno con voz ronca y apremiante.

Y en cuanto obedece, la embisto y la penetro.
Es mía. Es una delicia.
Gime aferrada a mí mientras me muevo, despacio al principio, aunque aumento el ritmo a medida que mi cuerpo toma el control y me empuja hacia delante, me empuja a embestirla más hondo, más deprisa, más fuerte, con el rostro enterrado en su cuello. Gime y siento que ella se acelera y que me pierdo en ella, en nosotras, cuando alcanza el clímax con un grito liberador. La sensación de las contracciones de su sexo sobre mi miembro me arrastra al límite y me corro con una última,dura y honda embestida mientras pronuncio algo parecido a su nombre con un gruñido confuso.
La beso en el cuello sin intención de salir de ella, esperando a que se recupere. El grifo de la ducha sigue abierto y nos envuelve una nube de vapor; la camisa y los pantalones se me pegan al cuerpo, pero no me importa. La respiración de Lena ya no es tan agitada y siento que su cuerpo cobra peso en mis brazos a medida que se relaja. Todavía conserva una expresión extasiada y aturdida cuando salgo de ella, así que la sujeto con fuerza hasta que estoy segura de que se tiene en pie. Sus labios se curvan en una sonrisa cautivadora.

—Parece que te alegra verme —dice.
—Sí, señorita Katina, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te lleve a la ducha.
Me desvisto rápidamente y, ya desnuda, empiezo a desabrocharle los botones de la blusa. Su mirada se traslada de mis dedos a mi cara.
—¿Qué tal tu viaje? —pregunto.
—Bien, gracias —contesta con la voz un poco ronca—. Gracias otra vez por los billetes de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar. —Respira hondo, como si cogiera fuerzas—. Tengo algo que contarte —dice.
—¿En serio?
¿Y ahora qué? Le quito la blusa y la dejo sobre mi ropa.
—Tengo trabajo.
Parece incómoda. ¿Por qué? ¿Creía que iba a enfadarme? ¿Cómo no va a encontrar trabajo? Me siento henchida de orgullo.
—Enhorabuena, señorita Katina. ¿Me vas a decir ahora dónde? —pregunto con una sonrisa.
—¿No lo sabes?
—¿Por qué iba a saberlo?
—Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual…
Se interrumpe y me observa con atención.
—Elena, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional,salvo que me lo pidieras, claro.
—Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?
—No. Sé que hay cuatro editoriales en Seattle, así que imagino que es una de ellas.
—SIP —anuncia.
—Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho.
Es la editorial que, según Ros, se encuentra en el momento idóneo para ser objeto de una absorción. Será fácil.
La beso en la frente.
—Chica lista. ¿Cuándo empiezas?
—El lunes.
—Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.

Obedece de inmediato. Le quito el sujetador y la falda y luego le agarro el trasero y le beso el hombro. Me pego a ella y entierro la nariz en su pelo. Su fragancia invade mis sentidos, relajante, familiar e inconfundible.
Definitivamente lo tiene todo.

—Me embriaga, señorita Katina, y me calma. Una mezcla interesante.
Agradecida por su presencia, le beso el pelo y luego la cojo de la mano y la llevo a la ducha.
—Ay —se queja cerrando los ojos y encogiéndose bajo el chorro humeante.
—No es más que un poco de agua caliente.
Sonrío. Alza la barbilla mientras abre un ojo y poco a poco se rinde al calor.
—Date la vuelta —ordeno—. Quiero lavarte.
Obedece y me echo un chorro de gel en la mano, froto para hacer un poco de espuma y empiezo a masajearle los hombros.
—Tengo algo más que contarte —anuncia al tiempo que se le tensan los hombros.
—¿Ah, sí? —pregunto sin perder el tono afable.
¿Por qué está tensa? Deslizo las manos sobre sus hombros y luego bajo hasta sus magníficos pechos.
—La exposición fotográfica de mi amigo José se inaugura el jueves en Portland.
—Sí, ¿y qué pasa?
¿Otra vez el fotógrafo?
—Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?
Lo dice de corrido, como si las palabras le quemaran en la boca.
¿Una invitación? Me ha dejado descolocada. Solo recibo invitaciones de mi familia, del trabajo y de Olga.
—¿A qué hora?
—La inauguración es a las siete y media.
Esto contará como «más», eso seguro. Le beso la oreja y le susurro al oído:
—Vale.
Relaja los hombros y se echa hacia atrás hasta apoyarse en mí. Parece aliviada, y no sé si debo alegrarme o enfadarme. ¿De verdad soy tan inaccesible?
—¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Elena, se te acaba de relajar el cuerpo entero.
Intento ocultar mi irritación.
—Bueno, parece que eres… un pelín celosa.
Sí, soy celosa. Imaginar a Lena con otro u otra me resulta… perturbador. Muy perturbador.
—Lo soy, sí. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar.Iremos en el Charlie Tango.
Me dirige una sonrisa breve pero amplia mientras mis manos recorren su cuerpo, el cuerpo que me ha entregado a mí única y exclusivamente.
—¿Te puedo lavar yo a ti? —pregunta tratando de desviar mi atención.
—Me parece que no.
La beso en el cuello mientras le aclaro la espalda.
—¿Me dejarás tocarte algún día?

Su voz está teñida de delicada súplica, pero no detiene la oscuridad que de pronto se revuelve en mi interior, surgida de ninguna parte, y que me atenaza la garganta.
No.
Deseo que desaparezca, así que agarro el culo de Lena, magnífico y glorioso, y me centro en él. Mi cuerpo responde a un nivel primario, en guerra con la oscuridad. Necesito a Lena. La necesito para ahuyentar mis miedos.

—Apoya las manos en la pared, Elena. Voy a penetrarte otra vez —susurro y, tras un breve gesto de sorpresa, coloca las manos contra las baldosas de la pared. La sujeto por las caderas y la atraigo hacia mí—.Agárrate fuerte, Elena —le aviso mientras el agua le cae por la espalda.
Agacha la cabeza y se prepara mientras mis manos se pasean por su vello púbico. Se retuerce y su trasero roza mi erección.
¡Joder! Y sin más, mis miedos residuales se desvanecen.
—¿Es esto lo que quieres? —pregunto, al tiempo que mis dedos juguetean con su sexo. En respuesta, ella restriega el culo contra mi miembro erecto arrancándome una sonrisa—. Dilo —la apremio con voz atenazada por el deseo.
—Sí.

Su consentimiento se abre paso a través de la cortina de agua y mantiene la oscuridad a raya.
Oh, nena.
Todavía está húmeda de antes, de mí, de ella; ya no lo sé. Ahora mismo nada importa, y doy las gracias mentalmente a la doctora Greene: se acabaron los condones. La penetro con suavidad y, poco a poco, sin prisa,vuelvo a hacerla mía.
La envuelvo en un albornoz y le doy un beso largo y profundo.

—Sécate el pelo —le ordeno tendiéndole un secador que no uso nunca—. ¿Tienes hambre?
—Estoy famélica —admite, y no sé si lo dice de verdad o solo por complacerme. Aunque me complace.
—Genial, yo también. Iré a ver cómo va la señora Jones con la cena.Tienes diez minutos. No te vistas.

Vuelvo a besarla y me dirijo descalza a la cocina.
Gail está lavando algo en el fregadero, pero levanta la vista cuando echo un vistazo por encima de su hombro.

—Almejas, señorita Volkova—dice.
Delicioso. Pasta alle vongole, uno de mis platos preferidos.
—¿Diez minutos? —pregunto.
—Doce —contesta.
—Estupendo.

Me mira de manera peculiar cuando me dirijo al estudio. Me da igual.
Ya me ha visto antes con bastante menos que un albornoz… ¿qué problema tiene?
Consulto el programa de correo y el teléfono para ver si hay alguna noticia de Leila. Nada, aunque… desde que Lena está aquí ya no siento la desesperación de antes.
Lena entra en la cocina al mismo tiempo que yo, sin duda atraída por el delicioso olor de la cena, y se cierra el cuello del albornoz al ver a la señora Jones.

—Justo a tiempo —dice Gail, y nos sirve lo que ha preparado en dos cuencos enormes que hay junto a los cubiertos dispuestos sobre la barra.
—Siéntate.
Le indico uno de los taburetes. Lena mira a la señora Jones con inquietud, y luego a mí.
Está cohibida.
Nena, tengo servicio. Acostúmbrate de una vez.
—¿Vino? —le ofrezco para distraerla.
—Gracias —contesta con voz contenida mientras se acomoda en el taburete.
Abro una botella de Sancerre y lleno dos copas pequeñas.
—Hay queso en la nevera si le apetece, señorita —dice Gail.
Se lo agradezco con un gesto de cabeza y se va, para gran alivio de Lena.
Tomo asiento.
—Salud.
Levanto mi bebida.
—Salud —contesta Lena, y las copas de cristal tintinean cuando
brindamos.
Prueba un bocado y expresa su aprobación con un murmullo de
satisfacción. Tal vez era cierto que estaba hambrienta.
—¿Vas a contármelo? —pregunta.
—¿Contarte el qué?
La señora Jones se ha superado; la pasta está deliciosa.
—Lo que dije en sueños.
Niego con la cabeza.
—Come. Sabes que me gusta verte comer.
Finge un mohín exasperado.
—Serás pervertida… —exclama en un susurro.
Oh, nena, no lo sabes tú bien. De pronto me asalta una idea: ¿y si esta noche probamos algo nuevo en el cuarto de juegos? Algo divertido.
—Háblame de ese amigo tuyo —pido.
—¿Mi amigo?
—El fotógrafo —especifico sin perder el tono distendido.
Aun así, me mira y frunce el ceño brevemente.
—Bueno, nos conocimos el primer día de universidad. Ha estudiado ingeniería, pero su pasión es la fotografía.
—¿Y?
—Eso es todo.
Sus evasivas me irritan.
—¿Nada más?
Se retira el pelo hacia atrás.
—Nos hemos hecho buenos amigos. Resulta que el padre de José y el mío sirvieron juntos en el ejército antes de que yo naciera. Han retomado la amistad y ahora son inseparables.
Ah.
—¿Su padre y el tuyo?
—Sí.
Vuelve a enrollar la pasta en el tenedor.
—Ya veo.
—Esto está delicioso.
Me sonríe satisfecha. El albornoz se le abre un poco y atisbo sus pechos turgentes. La imagen agita mi entrepierna.
—¿Cómo estás? —pregunto.
—Bien —contesta.
—¿Quieres más?
—¿Más?
—¿Más vino?
¿Más sexo? ¿En el cuarto de juegos?
—Un poquito, por favor.
Le sirvo más Sancerre, con mesura. Si vamos a jugar, es mejor que ninguna de las dos beba demasiado.
—¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle?
Leila. Mierda. No quiero hablar de ella.
—Descontrolado. Pero tú no te preocupes por eso, Elena. Tengo planes para ti esta noche.Quiero saber si cabe la posibilidad de que ambas salgamos beneficiados con esta especie de acuerdo al que hemos llegado.
—¿Ah, sí?
—Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos. —Me levanto y la observo con atención para ver cómo reacciona. Le da un rápido sorbo a su copa y se le dilatan las pupilas—. Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.

Sus labios forman un gesto de asombro y la miro con severidad retándola a contradecirme. Pero para mi sorpresa no protesta, así que me dirijo al estudio con intención de enviarle un e-mail rápido a Ros para decirle que quiero iniciar el proceso de compra de SIP lo antes posible.
Echo un vistazo por encima a un par de correos de trabajo, pero no veo nada en la bandeja de entrada relacionado con la señora Reed. Aparto a Leila de mi pensamiento; llevo las últimas veinticuatro horas pendiente de ella. Esta noche quiero centrarme en Lena… y pasarla bien.
Cuando vuelvo a la cocina, Lena ha desaparecido. Supongo que ha subido a prepararse.
Me quito el albornoz junto al armario del dormitorio y me pongo mis vaqueros preferidos y brassier. Mientras me cambio, acuden a mi mente imágenes de Lena en el cuarto de baño: su culo perfecto y las manos apoyadas en la pared de azulejos mientras me la tiraba.
Qué aguante tiene…
Veamos cuánto.
Con cierta sensación de euforia, cojo el iPod del salón y subo corriendo al cuarto de juegos.
Al encontrarme a Lena arrodillada junto a la entrada como se supone que debe estar, vuelta hacia la habitación (con la mirada en el suelo, las piernas separadas y vestida únicamente con las braguitas), lo primero que me invade es un gran alivio.
Sigue aquí, y está dispuesta a probar.
Lo segundo, un gran orgullo: ha seguido mis instrucciones al pie de la letra. Me cuesta ocultar una sonrisa.
A la señorita Katina no le asustan los retos.
Cierro la puerta detrás de mí y veo que ha dejado el albornoz en el colgador. Paso descalza junto a ella y dejo el iPod en la cómoda. He decidido que voy a privarla de todos los sentidos menos el del tacto, a ver qué le parece. Las sábanas de satén están puestas en la cama.
Y los grilletes con muñequeras de cuero también esperan en su sitio.
Saco una goma de pelo de la cómoda, una venda para los ojos, un guante de piel, unos auriculares y el práctico transmisor que Barney diseñó para mi iPod. Lo dispongo todo en una fila perfecta y conecto el transmisor en la parte superior del iPod mientras Lena espera. Crear expectativas es fundamental en la elaboración de una escena. En cuanto me doy por satisfecha, me acerco y me coloco delante de ella. Lena mantiene la cabeza gacha, su melena despide suaves destellos bajo la luz ambiental.
Tiene un aspecto recatado y está bellísima: es la personificación de una sumisa.

—Estás preciosa. —Le cojo la cara entre las manos y le levanto la cabeza hasta que unos ojos verdegrises se encuentran con unos azules—. Eres una mujer hermosa, Elena. Y eres toda mía —susurro—. Levántate.
Parece un poco entumecida mientras se pone de pie.
—Mírame —ordeno, y cuando la miro a los ojos sé que podría ahogarme en su expresión seria y concentrada. Tengo toda su atención—.No hemos firmado el contrato, Elena, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?
Parpadea un par de veces, pero guarda silencio.
—¿Cuáles son? —pregunto en tono exigente.
Vacila.
Esto no va a funcionar.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Elena?
—Amarillo.
—¿Y?
—Rojo.
—No lo olvides.
Arquea una ceja con evidente aire burlón y está a punto de decir algo.
Ah, no. En mi cuarto de juegos, ni hablar.
—Cuidado con esa boquita, señorita Katina, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?
Por excitante que me resulte la idea, lo que deseo en estos momentos es su obediencia.
Se traga el orgullo.
—¿Y bien?
—Sí, señorita —se apresura a contestar.
—Buena chica. No es que vayas a necesitar las palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?
Su expresión impasible no delata ninguna emoción.
—Vas a necesitar el tacto, Elena. No vas a poder verme ni oírme,pero podrás sentirme.

Sin prestar atención a su gesto confuso, enciendo el reproductor de audio que hay encima de la cómoda y lo cambio a modo auxiliar.
Solo tengo que escoger una canción, y de pronto recuerdo la conversación que mantuvimos en el coche después de que durmiera en la suite del Heathman donde yo me alojaba. Veamos si le gusta la música coral de la época de los Tudor.

—Te voy a atar a esa cama, Elena, pero primero te voy a vendar los ojos y… —le enseño el iPod— no vas a poder oírme. Lo único que vas a oír es la música que te voy a poner.
Creo detectar cierta sorpresa en su expresión, pero no estoy segura.
—Ven. —La conduzco hasta la cama—. Ponte aquí de pie. —Me inclino hacia ella, inspiro su dulce fragancia y le susurro al oído—: Espera aquí.No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbada, atada y completamente a mi merced.

Respira hondo, como si le faltara el aire.
Sí, nena, imagínatelo. Resisto la tentación de besarla con suavidad en el hombro. Primero tengo que trenzarle el pelo y luego ir a buscar un látigo.
Recupero la goma de pelo que hay sobre la cómoda, cojo del colgador mi látigo de tiras preferido y lo meto en el bolsillo trasero de los vaqueros.
Cuando vuelvo junto a ella, le recojo el pelo con delicadeza y le hago una trenza.

—Aunque me gustan tus trencitas, Elena, estoy impaciente por
tenerte, así que tendrá que valer con una.

Sujeto el extremo con la goma y tiro de la trenza para obligarla a retroceder hasta que topa conmigo. Me la enrollo en la muñeca y vuelvo a tirar, esta vez hacia un lado, obligando a Lena a torcer la cabeza y a dejar su cuello expuesto, que recorro lamiendo y mordisqueando con delicadeza mientras la acaricio con la nariz desde el lóbulo de la oreja hasta el hombro.
Mmm… Qué bien huele.
Lena se estremece y gime.

—Calla —le advierto.
Saco el látigo de tiras del bolsillo trasero, le rozo los brazos al extender los míos por delante de ella y se lo muestro.
Se queda sin respiración y veo que contrae los dedos.
—Tócalo —susurro, consciente de que está deseándolo.
Alza la mano, se detiene y finalmente recorre las suaves tiras de ante con los dedos. Me excita.
—Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la superficie de la piel y te la sensibilice. ¿Cuáles son las palabras de seguridad, Elena?
—Eh… «amarillo» y «rojo», señorita —murmura, hipnotizada por el látigo.
—Buena chica. Casi todo tu miedo está solo en tu mente. —Dejo el látigo sobre la cama, deslizo los dedos por sus costados hasta las turgentes caderas y los introduzco en sus braguitas—. No las vas a necesitar.
Se las bajo por las piernas y me arrodillo detrás de ella. Lena se agarra al poste de la cama para acabar de sacárselas con torpeza.
—Estate quieta —ordeno, y le beso el trasero dándole mordisquitos en las nalgas—. Túmbate. Boca arriba. —Le propino un pequeño azote al que responde con un respingo, sobresaltada, y se apresura a subir a la cama. Se tumba de espaldas, vuelta hacia mí, mirándome con unos ojos que brillan de excitación… y con una ligera inquietud, creo—. Las manos por encima de la cabeza.

Hace lo que le pido. Recojo los auriculares, la venda, el iPod y el mando a distancia que había dejado encima de la cómoda. Me siento en la cama, a su lado, y le muestro el iPod y el transmisor. Sus ojos van rápidamente de mi cara a los aparatos y luego regresan a mí.

—Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod. Yo voy a oír lo mismo que tú, y tengo un mando a distancia para controlarlo.
En cuanto lo ha visto todo, le pongo los auriculares en los oídos y dejo el iPod sobre la almohada.
—Levanta la cabeza.

Obedece y le ajusto la venda elástica en los ojos. Me levanto y le cojo una mano para colocarle el grillete con la muñequera de cuero que hay situado en una de las esquinas de la cama. Recorro su brazo estirado con los dedos, sin prisa, y ella se retuerce en respuesta. Su cabeza sigue el ruido de mis pasos cuando rodeo la cama, despacio. Repito el proceso con la otra mano y le pongo el grillete.
La respiración de Lena cambia; se vuelve irregular y acelerada. Un ligero y lento rubor le recorre el pecho mientras se contonea y alza las caderas, expectante.
Bien.
Me dirijo al pie de la cama y la cojo por los tobillos.

—Levanta la cabeza otra vez —ordeno.

Obedece al instante y tiro de ella hacia abajo hasta que tiene los brazos extendidos del todo.
Deja escapar un leve gemido y levanta las caderas de nuevo.
Le aseguro los grilletes de los tobillos a sendas esquinas de la cama hasta que queda abierta de piernas y brazos ante mí, y retrocedo un paso para admirar el espectáculo.
Joder.
¿Cuándo ha estado tan fabulosa?
Se encuentra completa y voluntariamente a mi merced. La idea me resulta embriagadora y me demoro unos instantes, maravillada por su valor y su generosidad.
Me aparto a regañadientes de esa visión cautivadora y cojo el guante de piel que he dejado sobre la cómoda. Antes de ponérmelo, aprieto el botón de inicio del mando a distancia. Se oye un breve silbido y acto seguido da comienzo el motete a cuarenta voces, y la voz angelical del intérprete envuelve el cuarto de juegos y a la deliciosa señorita Katina.
Ella permanece quieta, atenta a la música.
Rodeo la cama y la contemplo embelesada.
Alargo la mano y le acaricio el cuello con el guante. Se queda sin respiración y tira de los grilletes, pero no grita ni me pide que pare.
Despacio, recorro con la mano enguantada su cuello, los hombros, los pechos, disfrutando de sus movimientos contenidos. Trazo círculos alrededor de sus pechos, le tiro de los pezones con suavidad y su gemido de placer me anima a continuar la expedición. Exploro su cuerpo a un ritmo lento y pausado: el vientre, las caderas, el vértice que forman sus
muslos y cada una de las piernas. El canto va in crescendo al tiempo que se unen más voces al coro en un contrapunto perfecto al movimiento de mi mano. Observo su boca para saber qué le parece: unas veces la abre en un grito mudo de placer y otras se muerde el labio. Cuando acaricio su sexo,aprieta las nalgas y levanta el cuerpo al encuentro de mi mano.
Aunque prefiero que se quede quieta, ese movimiento me gusta.
La señorita Katina se lo está pasando bien. Es insaciable.
Vuelvo a acariciarle los pechos, y los pezones se endurecen con el roce del guante.
Sí.
Ahora que tiene el cuerpo sensibilizado, me quito el guante y cojo el látigo de tiras. Paso las cuentas de los extremos sobre su piel con suma delicadeza siguiendo el mismo recorrido que el guante: los hombros, los pechos, el vientre, a través del vello púbico y a lo largo de las piernas.
Más cantantes unen sus voces al motete cuando levanto el mango del látigo y descargo las tiras sobre su vientre. Lena lanza un grito; creo que debido a la sorpresa, pero no pronuncia la palabra de seguridad. Le concedo un instante para que asimile la sensación y vuelvo a azotarla, esta vez más fuerte.
Tira de los grilletes y suelta de nuevo un gruñido confuso… pero no es la palabra de seguridad. Descargo el látigo sobre sus pechos y echa la cabeza hacia atrás ahogando un grito que la mandíbula relajada es incapaz de formar mientras se retuerce sobre el satén rojo.
Sigue sin pronunciar la palabra de seguridad. Lena está aceptando su lado oscuro.
Me siento transportada por el placer mientras sigo azotándole todo el cuerpo, viendo cómo su piel enrojece levemente bajo el aguijonazo de las tiras. Me detengo al mismo tiempo que el coro.
Dios mío. Está deslumbrante.
Reanudo la lluvia de azotes al tiempo que la música va in crescendo y todas las voces se unen en un mismo canto. Descarga el látigo, una y otra vez, y ella se retuerce bajo cada impacto.
Cuando la última nota resuena en la habitación, me detengo y dejo caer el látigo de tiras al suelo. Me falta el aliento, jadeo, abrumada por el deseo y la urgencia.
Joder.
Yace sobre las sábanas, indefensa, con toda su piel rosada, y jadea como yo.Oh, nena.
Me subo a la cama, me coloco entre sus piernas e inclino el cuerpo hacia delante hasta cernerme sobre ella. Cuando la música se reanuda y una sola voz entona una dulce nota seráfica, trazo el mismo recorrido que el guante y el látigo de tiras, aunque esta vez con la boca, y beso, succiono y venero hasta su último centímetro de piel. Me demoro en los pezones
hasta que brillan de saliva, duros como piedras. Lena se retuerce tanto como le permiten las ataduras y gime debajo de mí. Desciendo por su vientre con la lengua y rodeo el ombligo. Lamiéndola. Saboreándola.
Adorándola. Sigo mi camino y me abro paso entre el vello púbico hasta su dulce clítoris expuesto, que suplica el encuentro con mi lengua. Trazo círculos y más círculos, embebiéndome de su fragancia, embebiéndome de su respuesta, hasta que noto que empieza a estremecerse.
Oh, no. Todavía no, Lena. Todavía no.
Me detengo y ella resopla, contrariada.
Me arrodillo entre sus muslos y me abro la bragueta para liberar mi miembro erecto. Luego alargo el cuerpo hacia una esquina y, con delicadeza, le quito el grillete que le sujeta una de las piernas, con la que me rodea en una larga caricia mientras le libero el otro tobillo. Tan pronto está desatada, le masajeo las piernas para despertar los músculos,desde las pantorrillas a los muslos. Se contonea debajo de mí, alzando las caderas al ritmo del motete de Tallis mientras mis dedos ascienden por la cara interna de sus muslos, que están húmedos a causa de su excitación.
Ahogo un gruñido, la agarro por las caderas para levantarla de la cama y la penetro en un solo y brusco movimiento.
Joder.
Está resbaladiza, caliente, húmeda, y su cuerpo palpita alrededor de mi miembro, al límite.
No. Muy pronto. Demasiado pronto.
Me detengo, me quedo inmóvil encima de ella, en su interior, mientras el sudor perla mi frente.

—¡Por favor! —grita, y la sujeto con más fuerza tratando de dominar el deseo que me empuja a moverme y a perderme en ella.

Cierro los ojos para no verla tumbada debajo de mí en toda su gloria y me concentro en la música. Tan pronto he recuperado el control, reanudo mis movimientos, despacio. Acelero el ritmo, poco a poco, a medida que aumenta la intensidad de la pieza coral, en armonía perfecta con la fuerza y el compás de la música, disfrutando de hasta el último centímetro de presión que su sexo ejerce sobre mi miembro.
Cierra las manos en un puño y lanza un gemido echando la cabeza hacia atrás.
Sí.

—Por favor —suplica entre dientes.

Lo sé, nena.
Vuelvo a dejarla en la cama y me inclino sobre ella con los codos apoyados en el colchón, y sigo el ritmo, embistiéndola y perdiéndome en su cuerpo y en la música.
Dulce y valiente Lena.
El sudor me recorre la espalda.
Vamos, nena.
Por favor.
Y por fin, con un grito liberador, explota en un orgasmo que me
arrastra a un clímax intenso y extenuante con el que pierdo toda noción de mí misma. Me desplomo sobre ella mientras mi mundo se transforma y se realinea y me abandona a merced de esa emoción desconocida que me consume y se revuelve en mi pecho.
Sacudo la cabeza tratando de ahuyentar ese sentimiento siniestro y confuso. Alargo la mano para coger el mando a distancia y apago la música.
Se acabó Tallis.
Es evidente que la música ha contribuido a lo que prácticamente ha sido una experiencia religiosa. Frunzo el ceño intentando controlar mis emociones, aunque no lo consigo. Salgo de Lena y estiro el cuerpo para soltarle los grilletes.
Ella suspira y flexiona los dedos mientras le quito la venda de los ojos y los auriculares con delicadeza.
Unos ojos enormes y verdegrises me miran tras un par de parpadeos.

—Hola —murmuro.
—Hola —contesta, tímida y de buen humor.
Una respuesta cálida que me empuja a inclinarme sobre ella y a besarla suavemente en los labios.
—Lo has hecho muy bien —aseguro, llena de orgullo.
Y es cierto. Ha aguantado. Lo ha aguantado todo.
—Date la vuelta.
Me mira de hito en hito.
—Solo te voy a dar un masaje en los hombros.
—Ah, vale.
Se da la vuelta y se desploma en la cama, con los ojos cerrados. Me siento a horcajadas sobre ella y le masajeo los hombros.
Un gemido de placer resuena en su garganta.
—¿Qué música era esa? —pregunta.
—Es el motete a cuarenta voces de Thomas Tallis, titulado Spem in alium.
—Ha sido… impresionante.
—Siempre he querido follar al ritmo de esa pieza.
—¿No me digas que también ha sido la primera vez?
Sonrío, complacida.
—En efecto, señorita Katina.
—Bueno, también es la primera vez que yo follo con esa música —dice con un tono de voz que delata su cansancio.
—Tú y yo nos estamos estrenando juntas en muchas cosas.
—¿Qué te he dicho en sueños, Yul… eh… señorita?
Otra vez no. Acaba con su tortura, Volkova.
—Me has dicho un montón de cosas, Elena. Me has hablado de
jaulas y fresas, me has dicho que querías más y que me echabas de menos.
—¿Y ya está?
Parece aliviada.
¿A qué viene ese alivio?
Me tumbo a su lado para poder verle la cara.
—¿Qué pensabas que habías dicho?
Abre los ojos un instante y vuelve a cerrarlos de inmediato.
—Que me parecías fea y arrogante, y que eras un desastre en la cama.
Un atento ojo verdegris me espía con disimulo.
Vaya… Está mintiendo.
—Vale, está claro que todo eso es cierto, pero ahora me tienes intrigada de verdad. ¿Qué es lo que me oculta, señorita Katina?
—No te oculto nada.
—Elena, mientes fatal.
—Pensaba que me ibas a hacer reír después del sexo. Y no lo estás consiguiendo.
Su respuesta es tan inesperada que sonrío a mi pesar.
—No sé contar chistes —añado.
—¡Señorita Volkova! ¿Una cosa que no sabe hacer?
Me premia con una sonrisa amplia y contagiosa.
—Los cuento fatal —replico muy digna, como si mereciera una medalla de honor.
Se le escapa una risita.
—Yo también los cuento fatal.
—Me encanta oírte reír —susurro, y la beso, pero sigo queriendo saber a qué se debe su alivio—. ¿Me ocultas algo, Elena? Voy a tener que torturarte para sonsacártelo.
—¡Ja! —Su risa inunda la distancia que nos separa—. Creo que ya me ha torturado bastante.
La respuesta borra mi gesto alegre y su expresión se suaviza al instante.
—Tal vez deje que vuelvas a torturarme como lo has hecho —añade con timidez.
Ahora soy yo la que siente un gran alivio.
—Eso me encantaría, señorita Katina.
—Nos proponemos complacer, señorita Volkova.
—¿Estás bien? —pregunto, conmovida a la vez que preocupada.
—Mejor que bien.
Vuelve a sonreír con timidez.
—Eres increíble.

La beso en la frente y luego salgo de la cama al tiempo que la sombría sensación de antes se extiende de nuevo en mi interior. Me abrocho la bragueta mientras intento no pensar en ello y le tiendo la mano para ayudarla a levantarse. Una vez de pie, la atraigo hacia mí y la beso recreándome en su sabor.

—A la cama —murmuro, y la acompaño hasta la puerta.

Allí la envuelvo en el albornoz que ha dejado en el colgador y, antes de darle tiempo a protestar, la cojo en brazos para llevarla a mi habitación.
—Estoy muy cansada —musita, ya bajo las sábanas.
—Duerme —susurro estrechándola entre mis brazos.

Cierro los ojos, luchando contra ese inquietante sentimiento que nace y se extiende por mi pecho una vez más. Se trata de una mezcla de añoranza y de regreso al hogar… que resulta aterradora

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VOLKOVA// ADAPTACIÓN - Página 2 Empty Re: VOLKOVA// ADAPTACIÓN

Mensaje por VIVALENZ28 1/25/2017, 5:08 am

Sábado, 4 de junio de 2011


La brisa veraniega me alborota el pelo, su caricia es como los ágiles
dedos de una amante.
Mi amante.
Lena.
Me despierto de golpe, confusa. La habitación está sumida en la
oscuridad, y Lena duerme a mi lado con la respiración sosegada y regular.
Me incorporo apoyándome en un codo y me paso la mano por el pelo con la extraña sensación de que alguien acaba de hacer eso mismo. Miro a mi alrededor, escudriñando con la mirada los rincones en sombra de la habitación, pero Lena y yo estamos solas.
Qué raro. Habría jurado que había alguien más, que alguien me ha tocado.
Solo ha sido un sueño.
Me sacudo de encima esa inquietante sensación y miró qué hora es. Son más de las cuatro y media de la madrugada. Cuando vuelvo a hundir la cabeza en la almohada, Le na farfulla algo incoherente y se vuelve de cara a mí, aún profundamente dormida. Está serena y hermosa.
Miro al techo; la luz parpadeante del detector de humos vuelve a burlarse de mí. No tenemos firmado ningún contrato y, sin embargo, Lena está aquí. ¿Qué significa eso? ¿Cómo se supone que tengo que reaccionar con ella? ¿Acatará mis reglas? Necesito saber que está segura aquí. Me froto la cara. Todo esto es territorio desconocido para mí, escapa a mi control y me produce una enorme desazón.
En ese momento me acuerdo de Leila.
Mierda.
Mi cerebro es un torbellino de pensamientos: Leila, el trabajo, Lena… y sé que no voy a volver a conciliar el sueño. Me levanto, me pongo unos pantalones y camiseta de pijama, cierro la puerta del dormitorio y me voy al salón, a sentarme frente al piano.
Me refugio en Chopin; las notas sombrías son un acompañamiento perfecto para mi estado de ánimo, y las toco una y otra vez. Con el rabillo del ojo percibo un leve movimiento que capta mi atención y, al levantar la vista, veo a Lena dirigiéndose hacia mí con paso vacilante.

—Deberías estar durmiendo —murmuro, pero continúo tocando.
—Y tú —replica.
Me mira con gesto firme, pero parece pequeña y vulnerable vestida únicamente con mi albornoz, que le queda justo.
Disimulo mi sonrisa.
—¿Me está regañando, señorita Katina?
—Sí, señorita Volkova
—No puedo dormir.

Tengo demasiadas cosas en la cabeza; preferiría que Lena volviera a la cama y se durmiese de nuevo. Debe de estar cansada después de lo de anoche, pero hace caso omiso de mis palabras, se sienta a mi lado en la banqueta del piano y apoya la cabeza en mi hombro.
Es un gesto tan íntimo y tierno que, por un momento, pierdo el compás en el preludio, pero sigo tocando, sintiendo cómo su presencia a mi lado me apacigua.

—¿Qué era lo que tocabas? —me pregunta cuando termino.
—Chopin. Opus 28. Preludio n.º 4 en mi menor, por si te interesa.
—Siempre me interesa lo que tú haces.
Dulce Lena… La beso en el pelo.
—Siento haberte despertado.
—No has sido tú —dice sin apartar la cabeza—. Toca la otra.
—¿La otra?
—La pieza de Bach que tocaste la primera noche que me quedé aquí.
—Ah, la de Marcello.
No recuerdo cuándo fue la última vez que toqué para alguien. Siento el piano como un instrumento solitario, solo para mis oídos. Hace años que mi familia no me oye tocar. Pero ya que me lo ha pedido, tocaré para mi dulce Lena. Acaricio las teclas con los dedos y la hechizante melodía reverbera por el salón.
—¿Por qué solo tocas música triste? —pregunta.
¿Es triste?
—¿Así que solo tenías seis años cuando empezaste a tocar? —sigue inquiriendo.
Levanta la cabeza y me escudriña el rostro. Su gesto es franco y está ávida de información, como de costumbre, y, después de lo de anoche,¿quién soy yo para negarle nada?
—Aprendí a tocar para complacer a mi nueva madre.
—¿Para encajar en la familia perfecta?
Mis palabras de nuestra noche de confesiones en Savannah resuenan en el tono apagado de su voz.
—Sí, algo así. —No quiero hablar de eso, y me sorprende la cantidad de información personal que ha conseguido retener—. ¿Por qué estás despierta? ¿No necesitas recuperarte de los excesos de ayer?
—Para mí son las ocho de la mañana. Además, tengo que tomarme la píldora.
—Me alegro de que te acuerdes —murmuro—. Solo a ti se te ocurre empezar a tomar una píldora de horario específico en una zona horaria distinta. Quizá deberías esperar media hora hoy y otra media hora mañana, hasta que al final terminaras tomándotela a una hora razonable.
—Buena idea —dice—. Vale, ¿y qué hacemos durante esa media hora?
Bueno, podría follarte encima de este piano.
—Se me ocurren unas cuantas cosas —le digo en tono seductora.
—Aunque también podríamos hablar. —Y sonríe provocándome.
No estoy de humor para hablar.
—Prefiero lo que tengo en mente.
Le paso el brazo por la cintura, me la subo sobre el regazo y le entierro la nariz en el pelo.
—Tú siempre antepondrías el sexo a la conversación.
Se echa a reír.
—Cierto. Sobre todo contigo.
Enrosca las manos alrededor de mi bíceps y, a pesar de ello, la
oscuridad permanece agazapada y silenciosa. Le dejo un reguero de besos que va desde la base de la oreja hasta el cuello.
—Quizá encima del piano —murmuro mientras mi cuerpo responde a una imagen de ella abierta de piernas y desnuda ahí encima, con el pelo cayendo en cascada a un lado.
—Quiero que me aclares una cosa —me dice en voz baja al oído.
—Siempre tan ávida de información, señorita Katina. ¿Qué quieres que te aclare?
Tiene la piel suave y cálida al contacto con mis labios mientras le quito el albornoz por el hombro, deslizándolo con la nariz.
—Lo nuestro —dice, y esas simples palabras suenan como una oración.
—Mmm… ¿Qué pasa con lo nuestro? —Hago una pausa. ¿Adónde quiere ir a parar?
—El contrato.
Paro y la miro a esos ojos de mirada astuta. ¿Por qué saca ese tema ahora? Le deslizo los dedos por la mejilla.
—Bueno, me parece que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees?
—¿Obsoleto? —repite, y los labios se le suavizan con un amago de sonrisa.
—Obsoleto.
Imito su expresión.
—Pero eras tú la interesada en que lo firmara.
La incertidumbre le nubla la mirada.
—Eso era antes. Pero las normas no. Las normas siguen en pie.
Necesito saber que estás a salvo.
—¿Antes? ¿Antes de qué?
—Antes… —Antes de todo esto. Antes de que pusieras mi mundo patas arriba, antes de que durmieses a mi lado. Antes de que apoyaras la cabeza en mi hombro frente al piano. Es todo…—. Antes de que hubiera más —murmuro, y ahuyento esa familiar sensación de inquietud que siento en el estómago.
—Ah —dice. Parece complacida.
—Además, ya hemos estado en el cuarto de juegos dos veces, y no has salido corriendo espantada.
—¿Esperas que lo haga?
—Nada de lo que haces es lo que espero, Elena.
Vuelve a marcársele esa V del ceño.
—A ver si lo he entendido: ¿quieres que me atenga a lo que son las normas del contrato en todo momento, pero que ignore el resto de lo estipulado?
—Salvo en el cuarto de juegos. Ahí quiero que te atengas al espíritu general del contrato, y sí, quiero que te atengas a las normas en todo momento. Así me aseguro de que estarás a salvo y podré tenerte siempre que lo desee —añado en tono frívolo.
—¿Y si incumplo alguna de las normas? —pregunta.
—Entonces te castigaré.
—Pero ¿no necesitarás mi permiso?
—Sí, claro.
—¿Y si me niego? —insiste.
¿Por qué es tan testaruda?
—Si te niegas, te niegas. Tendré que encontrar una forma de
convencerte.

Ya debería saberlo. No me dejó que le diera unos azotes en la casita del embarcadero, pese a que yo deseaba hacerlo, aunque sí se los di más tarde… con su consentimiento.
Se levanta y se dirige a la entrada del salón, y por un momento creo que está a punto de largarse, pero se vuelve con expresión de perplejidad.

—Vamos, que lo del castigo se mantiene.
—Sí, pero solo si incumples las normas.
Para mí está perfectamente claro. ¿Por qué para ella no?
—Tendría que releérmelas —dice poniéndose en plan serio y formal.
¿De verdad quiere hacerlo ahora?
—Voy a por ellas.

Entro en mi estudio, enciendo el ordenador e imprimo las normas mientras me pregunto por qué estamos discutiendo este asunto a las cinco de la madrugada.
Cuando regreso con el papel impreso, Lena está junto al fregadero bebiendo un vaso de agua. Me siento en un taburete y espero sin dejar de observarla. Tiene la espalda rígida y tensa; eso no augura nada bueno.
Cuando se vuelve, deslizo la hoja por la superficie de la isla de la cocina,en dirección a ella.

—Aquí tienes.
Examina las normas rápidamente.
—¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?
—Oh, sí.
Mueve la cabeza y una sonrisa irónica asoma a la comisura de sus labios mientras eleva la vista al techo.
Oh, qué maravilla.
De pronto recupero mi buen humor.
—¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Elena?
—Puede, depende de cómo te lo tomes.
Parece recelosa y divertida a la vez.
—Como siempre.
Si me deja…
Traga saliva y abre los ojos con expectación.
—Entonces…
—¿Sí?
—Quieres darme unos azotes.
—Sí. Y lo voy a hacer.
—¿Ah, sí, señorita Volkova?
Se cruza de brazos y alza la barbilla en actitud desafiante.
—¿Me lo vas a impedir?
—Vas a tener que pillarme primero.
Me mira con una sonrisa coqueta que siento directamente en mi
miembro.
Tiene ganas de jugar.
Me levanto del taburete y la observo con atención.
—¿Ah, sí, señorita Katina?
El aire entre nosotras está cargado de electricidad.
¿Hacia qué lado va a echar a correr?
Clava unos ojos rebosantes de excitación en los míos y se mordisquea el labio inferior.
—Además, te estás mordiendo el labio.
¿Lo hace a propósito? Me desplazo despacio hacia la izquierda.
—No te atreverás —me provoca—. A fin de cuentas, tú también pones los ojos en blanco.
Sin apartar la mirada de la mía, ella también se desplaza hacia la izquierda.
—Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.
—Soy bastante rápida, que lo sepas —dice, burlona.
—Y yo.
¿Cómo consigue que todo sea tan emocionante?
—¿Vas a venir sin rechistar?
—¿Lo hago alguna vez?
—¿Qué quiere decir, señorita Katina? —La sigo alrededor de la isla de la cocina—. Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.
—Eso será si me coges, Yulia. Y ahora mismo no tengo intención de dejarme coger.
¿Habla en serio?
—Elena, puedes caerte y hacerte daño. Y eso sería una infracción directa de la norma siete, ahora la seis.
—Desde que te conocí, señorita Volkova, estoy en peligro permanente, con normas o sin ellas.
—Así es.

Tal vez esto no sea un juego. ¿Está intentando decirme algo? Vacila un instante y de pronto me abalanzo hacia ella. Suelta un grito y corre por el perímetro de la isla, hacia la seguridad relativa del lado opuesto de la mesa de comedor. Con los labios entreabiertos, la mirada recelosa y desafiante a la vez, el albornoz se le resbala por el hombro. Está increíble.Increíblemente sexy.
Poco a poco me voy aproximando a ella, que retrocede unos pasos.

—Desde luego, sabes cómo distraer a una mujer, Elena.
—Nos proponemos complacer, señorita Volkova. ¿De qué te distraigo?
—De la vida. Del universo.
De las ex sumisas que han desaparecido. Del trabajo. De nuestro acuerdo. De todo.
—Parecías muy preocupada mientras tocabas.
Sigue erre que erre. Paro y me cruzo de brazos para rediseñar mi estrategia.
—Podemos pasarnos así el día entero, nena, pero terminaré pillándote y, cuando lo haga, será peor para ti.
—No, ni hablar —dice con absoluta seguridad.
Arrugo la frente.
—Cualquiera diría que no quieres que te pille.
—No quiero. De eso se trata. Para mí lo del castigo es como para ti el que te toque.

Y de improviso la oscuridad se apodera de mi cuerpo, me recubre la piel y deja una estela helada de desesperación a su paso.
No. No soporto que nadie me toque. Nunca.

—¿Eso es lo que sientes?

Es como si me hubiese tocado y me hubiera dejado unas marcas blancas con las uñas sobre el pecho.
Lena pestañea varias veces calibrando mi reacción, y cuando habla lo hace en voz baja.

—No. No me afecta tanto; es para que te hagas una idea.
Me mira con expresión de angustia.
¡Joder! Eso arroja una luz completamente distinta sobre nuestra
relación.
—Ah —murmuro, porque no se me ocurre qué otra cosa decir.
Ella inspira hondo y se dirige hacia mí, y cuando la tengo delante levanta la vista con los ojos llenos de aprensión.
—¿Tanto lo odias? —digo en un susurro.
Vale; está claro que somos incompatibles.
No. Me niego a creerlo.
—Bueno… no —dice, y siento que me invade una oleada de alivio—.No —continúa—. No lo tengo muy claro. No es que me guste, pero tampoco lo odio.
—Pero anoche, en el cuarto de juegos, parecía…
—Lo hago por ti, Yulia, porque tú lo necesitas. Yo no. Anoche no me hiciste daño. El contexto era muy distinto, y eso puedo racionalizarlo a nivel íntimo, porque confío en ti. Sin embargo, cuando quieres castigarme, me preocupa que me hagas daño.
Mierda. Díselo.
Es la hora de la verdad, Volkova.
—Yo quiero hacerte daño, pero no quiero provocarte un dolor que no seas capaz de soportar.
Nunca llegaría tan lejos.
—¿Por qué?
—Porque lo necesito —murmuro—. No te lo puedo decir.
—¿No puedes o no quieres?
—No quiero.
—Entonces sabes por qué.
—Sí.
—Pero no me lo quieres decir.
—Si te lo digo, saldrás corriendo de aquí y no querrás volver nunca más. No puedo correr ese riesgo, Elena.
—Quieres que me quede.
—Más de lo que puedas imaginar. No podría soportar perderte.

Ya no puedo soportar la distancia que hay entre nosotras. La sujeto para que no se escape y la estrecho entre mis brazos buscándola con los labios.
Ella responde a mi urgencia y amolda la boca a la mía, corresponde a mis besos con la misma pasión, esperanza y anhelo. La oscuridad que me amenaza se atenúa y encuentro consuelo.

—No me dejes —le susurro en los labios—. Me dijiste en sueños que nunca me dejarías y me rogaste que nunca te dejara yo a ti.
—No quiero irme —dice, pero bucea con los ojos en los míos en busca de respuestas.
Y me siento desnuda, con mi alma sucia y descarnada completamente expuesta.
—Enséñamelo —dice.
No sé a qué se refiere.
—¿El qué?
—Enséñame cuánto puede doler.
—¿Qué?
Me echo hacia atrás y la miro incrédula.
—Castígame. Quiero saber lo malo que puede llegar a ser.

Oh, no. La suelto y me aparto de ella.
Me mira con expresión abierta, sincera, seria. Se me está ofreciendo
una vez más, para que la tome y haga con ella lo que quiera. Estoy atónita.
¿Satisfaría esa necesidad por mí? No puedo creerlo.

—¿Lo intentarías?
—Sí. Te dije que lo haría.
Su gesto es de absoluta determinación.
—Lena, me confundes.
—Yo también estoy confundida. Intento entender todo esto. Así
sabremos las dos, de una vez por todas, si puedo seguir con esto o no. Si yo puedo, quizá tú…
Se calla y doy otro paso atrás. Quiere tocarme.
No.
Pero si hacemos esto, entonces lo sabré. Ella lo sabrá.
Hemos llegado a este punto mucho antes de lo que yo esperaba.
¿Puedo hacerlo?
Y en ese momento sé que no hay nada que desee más en el mundo… No hay nada más que pueda satisfacer al monstruo que llevo dentro.
Antes de que pueda cambiar de opinión, la agarro del brazo y la llevo arriba, al cuarto de juegos. Me detengo ante la puerta.
—Te voy a enseñar lo malo que puede llegar a ser y así te decides.
¿Estás preparada para esto?
Asiente con la expresión firme y decidida que tan bien he llegado a conocer.
Adelante, entonces.
Abro la puerta, cojo rápidamente un cinturón del colgador antes de que cambie de opinión y la llevo hasta el banco que hay al fondo del cuarto.
—Inclínate sobre el banco —le ordeno en voz baja.
Hace lo que le digo, sin decir una sola palabra.
—Estamos aquí porque tú has accedido, Elena. Además, has huido de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas.
Sigue sin decir nada.
Le doblo el bajo del albornoz por la espalda para dejar al descubierto su trasero desnudo y espléndido. Le recorro con las palmas de las manos las nalgas y la parte superior de los muslos, y siento un estremecimiento que me recorre todo el cuerpo.
Esto es lo que quiero, lo que quería desde el principio.
—Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más. Además, me has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso.
Inspiro hondo saboreando este momento, tratando de apaciguar los latidos desbocados de mi corazón.
Necesito esto. Esto es lo que me gusta hacer. Y por fin estamos aquí.
Ella puede hacerlo.
Hasta ahora nunca me ha decepcionado.
La sujeto en su sitio con una mano en la parte baja de su espalda y sacudo el cinturón. Respiro hondo de nuevo concentrándome en la tarea que tengo por delante.
No va a huir. Ella me lo ha pedido.
Y entonces descargo la correa y golpeo en las dos nalgas, con fuerza.
Lena lanza un grito, conmocionada.
Pero no ha contado… ni ha dicho la palabra de seguridad.
—¡Cuenta, Elena! —le ordeno.
—¡Uno! —grita.
Está bien… no ha dicho la palabra de seguridad.
—¡Dos! —chilla.
Eso es, suéltalo, nena.
La golpeo una vez más.
—¡Tres!
Se estremece. Veo tres marcas en su trasero.
Las convierto en cuatro.
Ella grita el número, con voz alta y clara.
Aquí nadie va a oírte, nena. Grita todo lo que necesites.
Vuelvo a golpearla.
—Cinco —dice entre sollozos, y espero a oír la palabra de seguridad.
Pero no la dice.
Y llega el último.
—Seis —susurra con voz forzada y ronca.

Suelto el cinturón saboreando mi descarga dulce y eufórica. Estoy pletórica de alegría, sin aliento y satisfecha al fin. Oh, esta hermosa
criatura, mi chica preciosa… Quiero besarle cada centímetro del cuerpo.
Estamos aquí. Donde yo quiero estar. La busco y la estrecho entre mis brazos.

—Suéltame… no… —Intenta zafarse de mi abrazo y se aparta de mí forcejeando y empujándome hasta que al final se revuelve contra mí como una fiera salvaje—. ¡No me toques! —masculla entre dientes.

Tiene la cara sucia y surcada de lágrimas, la nariz congestionada, y lleva el pelo rojo enredado en una maraña, pero nunca la había visto tan arrebatadora… ni tampoco tan furiosa.
Su ira me aplasta con la fuerza de una ola.
Está enfadada. Muy, muy enfadada.
Vale. No había contemplado la posibilidad del enfado.
Dale un momento. Espera a que sienta el efecto de las endorfinas.
Se limpia las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?

Se seca la nariz con la manga del albornoz.
Mi euforia se desvanece por completo. Estoy perpleja; me siento del todo impotente y paralizada por su ira. Me parece lógico que llore, y lo entiendo, pero esa rabia… En algún rincón de mi alma, ese sentimiento encuentra eco dentro de mí, pero no quiero pensar en ello.
No vayas por ahí, Volkova.
¿Por qué no me ha pedido que parara? No ha dicho la palabra de seguridad. Merecía ser castigada. Huyó de mí. Puso los ojos en blanco.
Eso es lo que pasa cuando me desafías, nena.
Frunce el ceño. Me mira con los ojos verdegrises enormes y brillantes,llenos de dolor, de rabia y de una súbita y escalofriante visión de lo ocurrido, como si acabara de tener una revelación.
Mierda. ¿Qué he hecho?
Es algo que me supera.
Me balanceo al borde de un peligroso precipicio, a punto de perder el equilibrio, buscando desesperadamente las palabras que resuelvan esta situación, pero tengo la mente en blanco.

—Eres una maldita hija de puta —suelta.
Me quedo sin aliento, y siento como si fuera ella la que me hubiese golpeado con un cinturón… ¡Mierda!
Se ha dado cuenta de quién soy en realidad.
Ha visto al monstruo.
—Lena —murmuro en tono de súplica.
Quiero que pare. Quiero abrazarla y hacer que desaparezca el dolor.
Quiero que llore en mis brazos.
—¡No hay «Lena» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, Volkova!—suelta, y sale del cuarto de juegos cerrando la puerta despacio al salir.

Estupefacta, me quedo mirando la puerta cerrada con el eco de sus palabras resonándome en los oídos.
«Eres una maldita hija de puta.»
Nunca me habían dejado plantada así. Pero ¿qué narices…? Me paso la mano por el pelo mecánicamente tratando de entender su reacción y la mía. Acabo de dejar que se vaya. No estoy enfadada… Estoy… ¿qué? Me agacho a recoger el cinturón, me encamino hacia la pared y lo cuelgo en su sitio. Ha sido sin duda uno de los momentos más satisfactorios de mi vida. Hace un momento me sentía más ligera, una vez desaparecido el peso de la incertidumbre que había entre ambas.
Ya está. Ya hemos llegado al punto que yo deseaba.
Ahora que sabe lo que implica, podemos seguir adelante.
Ya se lo advertí: a las personas que son como yo nos gusta infligir dolor.
Pero solo a quienes les gusta.
Siento que mi inquietud va en aumento.
Vuelvo a evocar su reacción, la imagen de ese gesto atormentado y
dolorido. Resulta turbadora. Estoy acostumbrada a hacer llorar a las mujeres… eso es lo que hago.
Pero ¿a Lena?
Me desplomo en el suelo y apoyo la cabeza en la pared rodeándome las rodillas flexionadas con los brazos. Deja que llore. Llorar le sentará bien.
A las mujeres les sienta bien, por lo que yo sé. Déjala un momento a solas y luego ve a ofrecerle consuelo. No ha dicho la palabra de seguridad. Fueella quien me lo pidió. Quería saber qué se sentía, tan curiosa como de costumbre. Solo ha sido un despertar un poco brusco, eso es todo.
«Eres una maldita hija de puta.»
Cierro los ojos y sonrío sin ganas. Sí, Lena, lo soy, y ahora ya lo sabes.
Ahora podemos dar un paso más allá en nuestra relación… en nuestro acuerdo. O lo que quiera que sea esto.
Mis pensamientos no me reconfortan y crece mi desasosiego. Sus ojos dolidos lanzándome una mirada fulminante, indignada, acusadora,cáustica… Ella me ve tal como soy: una monstruo.
Me vienen a la mente las palabras de Flynn: «No te regodees en los pensamientos negativos».
Cierro los ojos otra vez y veo la cara angustiada de Lena.
Soy una idiota.
Era muy pronto.
Muy, muy pronto. Demasiado.
Mierda.
La tranquilizaré.
Sí, déjala llorar y luego ve a tranquilizarla.
Estaba enfadada con ella por haber huido de mí. ¿Por qué lo hizo?
Joder. Es completamente distinta de las mujeres que había conocido
hasta ahora. Era evidente que no iba a reaccionar de la misma forma
tampoco.
Necesito ir a verla, abrazarla. Lo superaremos. Me pregunto dónde
estará.
¡Mierda!
El pánico se apodera de mí. ¿Y si se ha ido? No, ella no haría algo así.
No sin decir adiós. Me levanto y salgo a toda prisa de la habitación para bajar corriendo la escalera. No está en el salón… Debe de estar en la cama. Salgo disparada hacia mi dormitorio.
La cama está vacía.
Siento una fuerte punzada de ansiedad en la boca del estómago. ¡No, no puede haberse ido! Arriba… Tiene que estar en su habitación. Subo los escalones de tres en tres y me detengo, sin aliento, en la puerta de su dormitorio. Está ahí, llorando.
Bueno, menos mal…
Apoyo la cabeza en la puerta, sintiendo un inmenso alivio.
No te vayas. Esa idea me aterroriza.
Bueno, solo necesita llorar.
Respiro hondo para serenarme y me voy al baño que hay junto al cuarto de juegos para coger un bote de pomada de árnica, ibuprofeno y un vaso de agua, y regreso a su habitación.
Dentro aún está oscuro, a pesar de que el alba asoma en el horizonte con su pálida luz, y tardo unos segundos en localizar a mi preciosa chica.
Está hecha un ovillo en medio de la cama, menuda y vulnerable, llorando en silencio. El sonido de su dolor me desgarra el alma y me destroza por dentro. Ninguna de mis sumisas me había afectado nunca de esa manera, ni siquiera cuando lloraban a mares. No lo entiendo. ¿Por qué me siento tan confusa y perdida? Dejo el árnica, el agua y las pastillas, retiro el edredón, me meto en la cama a su lado y alargo el brazo para tocarla. Se pone rígida de inmediato; todo su cuerpo me grita que no la toque. No se me escapa la ironía que supone eso.

—Tranquila —murmuro en un vano intento por apaciguar sus lágrimas y calmarla. No me responde. Permanece inmóvil, inflexible—. No me rechaces, Lena, por favor.
Se relaja de forma casi imperceptible y deja que la estreche entre mis brazos, y entierro la nariz en la maravillosa fragancia de su pelo. Huele tan dulce como siempre; su aroma es un bálsamo que calma mi nerviosismo. Le doy un beso tierno en el cuello.
—No me odies —murmuro, y presiono los labios sobre su piel
saboreándola.

No dice nada, pero poco a poco su llanto se apacigua hasta convertirse en un débil sollozo ahogado. Al final, deja de llorar. Creo que se ha dormido, pero no tengo el coraje de comprobarlo, por si la molesto. Al menos ahora ya está más tranquila.
Amanece; la luz se hace cada vez más intensa e irrumpe como una intrusa en la habitación a medida que avanza la mañana. Y seguimos ahí tumbadas e inmóviles. Dejo volar mis pensamientos mientras abrazo a mi chica y observo la textura cambiante de la luz. No recuerdo ninguna ocasión en la que haya permanecido así, tumbada sin más, dejando que el tiempo discurra y divagando con el pensamiento. Es relajante; pienso en lo que podríamos hacer el resto del día. A lo mejor debería llevarla a ver al Larissa.
Sí, podríamos salir a navegar esta tarde.
Eso si todavía te dirige la palabra, Volkova.
Se mueve, sacude un poco el pie, y sé que está despierta.

—Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica.

Por fin reacciona y se vuelve despacio en mis brazos para mirarme de frente. Unos ojos llenos de dolor se clavan en los míos con la mirada intensa, inquisitiva. Se toma su tiempo para escudriñar mi rostro, como si me viera por primera vez. Me resulta inquietante porque, como siempre,no tengo ni idea de qué está pensando, de qué es lo que ve. Sin embargo,es evidente que está más calmada, y recibo con alegría la pequeña chispa de alivio que eso supone. Hoy podría ser un buen día, a fin de cuentas.
Me acaricia la mejilla y me recorre la mandíbula con los dedos
haciéndome cosquillas en la barbilla. Cierro los ojos y disfruto de ese contacto. Es una sensación tan nueva para mí todavía… La sensación de que me toquen y de disfrutar del tacto de sus inocentes dedos acariciándome la cara mientras la oscuridad permanece acallada. No me perturban sus caricias… ni que entierre los dedos en mi pelo.

—Lo siento —dice.
Sus palabras, en voz baja, son una sorpresa. ¿Se está disculpando?
—¿El qué?
—Lo que he dicho.
Una oleada de alivio me recorre todo el cuerpo. Me ha perdonado.
Además, lo que me ha dicho cuando estaba furiosa es verdad: soy una maldita hija de puta.
—No me has dicho nada que no supiera ya. —Y por primera vez en muchos años, me sorprendo a mí misma pidiendo disculpas—. Siento haberte hecho daño.
Encoge un poco los hombros al tiempo que esboza una débil sonrisa.
Me he librado de momento. Lo nuestro está a salvo. Todo va bien. Siento alivio.
—Te lo he pedido yo —dice.
Eso es verdad, nena.
Traga saliva, nerviosa.
—No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea —susurra con los ojos muy abiertos y una sinceridad apabullante.
De pronto, el mundo se detiene.
Mierda.
No estamos a salvo.
Volkova, soluciona esto ahora mismo.
—Ya eres todo lo que quiero que seas.
Frunce el ceño. Tiene los ojos enrojecidos y está muy pálida; nunca la había visto tan pálida. Resulta extrañamente emocionante.
—No lo entiendo —dice—. No soy obediente, y puedes estar segura de que jamás volveré a dejar que me hagas eso. Y eso es lo que necesitas; me lo has dicho tú.

Y ahí está: su golpe de gracia. He ido demasiado lejos. Ahora lo sabe, y todas las discusiones que mantuve conmigo misma antes de embarcarme en la búsqueda de la chica que tengo a mi lado regresan a mí con toda su fuerza. No le va este estilo de vida. ¿Cómo puedo corromperla así? Es demasiado joven, demasiado inocente, demasiado… Lena.
Mis sueños son solo eso… sueños. Esto no va a funcionar.
Cierro los ojos; no puedo soportar mirarla. Es cierto; estará mucho mejor sin mí. Ahora que ha visto al monstruo, sabe que no puede enfrentarse a él. Tengo que liberarla, dejar que siga su camino. Nuestra relación no va a ninguna parte.
Céntrate, Volkova.

—Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo.
Abre unos ojos enormes.
—No quiero irme —susurra.
Se le saltan las lágrimas, que relucen en sus largas y rojizas pestañas.
—Yo tampoco quiero que te vayas —contesto, porque es la verdad, y esa sensación, ese sentimiento asfixiante y aterrador, regresa y me abruma. Está llorando otra vez. Le seco con delicadeza una lágrima solitaria con el pulgar y, antes de darme cuenta, las palabras me salen a borbotones—: Desde que te conozco, me siento más viva.

Le recorro el labio inferior con el dedo. Quiero besarla, con fuerza.
Hacer que olvide lo ocurrido, deslumbrarla, excitarla… Sé que puedo. Sin embargo, algo me frena: su expresión dolida y recelosa. ¿Querrá que la bese un monstruo? Tal vez me rechace, y no sé si podría soportarlo. Sus palabras me atormentan, hurgan en un recuerdo oscuro y reprimido del pasado.
«Eres una maldita hija de puta.»

—Yo también —dice—. Me he enamorado de ti, Yulia.

Recuerdo cuando Oleg me enseñó a tirarme de cabeza. Yo me agarraba con los dedos de los pies al borde de la piscina mientras arqueaba el cuerpo para lanzarme al agua… y ahora estoy cayendo una vez más, en el abismo, a cámara lenta.
No puede tener esos sentimientos por mí.
Por mí no. ¡No!
Y siento que me falta el aire, asfixiada por sus palabras, que me
oprimen el pecho con su peso implacable. Sigo cayendo y cayendo, y la oscuridad me acoge en sus brazos. No las oigo. No puedo enfrentarme a ellas. No sabe lo que dice, no sabe con quién está tratando… con qué está tratando.

—No. —Mi voz sale teñida de dolorosa incredulidad—. No puedes quererme, Lena. No… es un error.

Tengo que sacarla de su error. No puede querer a una monstruo. No puede querer a una maldita hija de puta. Tiene que marcharse, alejarse de mí, y de pronto lo veo todo claro. Es como una revelación: yo no puedo hacerla feliz. No puedo ser lo que ella necesita. No puedo dejar que lo nuestro siga adelante. Tiene que acabar. Nunca debería haber empezado.

—¿Un error? ¿Qué error?
—Mírate. No puedo hacerte feliz.
La angustia es palpable en mi voz mientras sigo hundiéndome más y más en el abismo, envuelto en la mortaja de la desesperación.
Nadie puede quererme.
—Pero tú me haces feliz —replica sin comprender.
Elena Katina, mírate. Tengo que ser sincera con ella.
—En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas.
Parpadea, y sus pestañas revolotean sobre sus ojos grandes y heridos,que me estudian detenidamente mientras busca la verdad.
—Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad?

Niego con la cabeza, porque no se me ocurre qué decir. Todo se reduce a un problema de incompatibilidad, otra vez. Cierra los ojos, nublados de dolor, y al volver a abrirlos su mirada es más clara; está llena de determinación. Ha dejado de llorar. Y la sangre empieza a bombearme con fuerza en la cabeza mientras el corazón se me acelera. Sé lo que va a decir,y tengo miedo de que lo diga.

—Bueno, entonces más vale que me vaya.
Se estremece al incorporarse.
¿Ahora? No puede irse ya.
—No, no te vayas.

Estoy en caída libre, cada vez me hundo más y más. No puede
marcharse; es un tremendo error. Un error mío. Pero tampoco puede quedarse si está enamorada de mí. No puede.

—No tiene sentido que me quede —dice, y se levanta con presteza de la cama, envuelta aún en el albornoz.
Se marcha de verdad. No puedo creerlo. Me levanto yo también con movimientos torpes para detenerla, pero su expresión me deja paralizada:una expresión desolada, fría y distante que nada tiene que ver con mi Lena.
—Voy a vestirme. Quisiera un poco de intimidad —dice, y su voz suena vacía y apagada cuando se vuelve y sale de la habitación cerrando la puerta a su espalda.

Me quedo con la mirada fija en la puerta cerrada.
Es la segunda vez en el mismo día que me deja plantada y se marcha.
Me siento y hundo la cabeza en las manos tratando de calmarme, de racionalizar mis sentimientos.
¿Me quiere?
¿Cómo ha podido suceder? ¿Cómo?
Volkova, maldita idiota de mierda.
¿Acaso no implicaba un riesgo desde el principio tratándose de alguien como ella? Alguien bueno, inocente y valiente. El riesgo de que no me viera tal como soy hasta que fuese demasiado tarde. De hacerla sufrir de esa manera.
¿Por qué resulta tan doloroso? Siento como si me hubieran perforado el pulmón. La sigo fuera de la habitación. Puede que ella quiera intimidad,pero, si me deja, yo necesito ropa.
Cuando entro en mi dormitorio, Lena está duchándose, así que
rápidamente me pongo unos vaqueros y una camiseta de color negro,acorde con mi estado de ánimo. Cojo el teléfono y empiezo a pasearme por el apartamento. Por un momento siento la necesidad de sentarme al piano y arrancarle algún lamento desconsolado. Pero, en vez de eso, me quedo de pie en medio del salón; siento un vacío absoluto en mi interior.
Sí, vacío.
¡Céntrate, Volkova! Has tomado la decisión correcta. Deja que se vaya.
Me suena el móvil. Es Welch. ¿Habrá encontrado a Leila?

—Welch.
—Señorita Volkova, tengo novedades. —Su voz es áspera al otro lado del hilo. Ese hombre debería dejar de fumar: parece Garganta Profunda.
—¿La has encontrado?
La esperanza mejora un poco mi estado de ánimo.
—No, señorita.
—Entonces, ¿qué pasa?
¿Para qué narices llamas?
—Leila ha dejado a su marido. Él mismo me lo ha admitido al final.
Dice que no quiere saber nada de ella.
Eso sí son novedades.
—Entiendo.
—Tiene una idea de dónde podría estar, pero no va a soltar prenda hasta recibir algo a cambio. Quiere saber quién tiene tanto interés en su mujer.
Aunque no es así como la ha llamado él.
Reprimo mi incipiente arrebato de ira.
—¿Cuánto dinero quiere?
—Ha dicho que dos mil.
—¿Que ha dicho qué? —suelto a voz en grito perdiendo los estribos—.Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono; necesito llamarlo… Welch, esto es una cagada monumental.
Levanto la vista y veo a Lena de pie con expresión incómoda en la entrada del salón, vestida con unos vaqueros y una sudadera horrenda. Me mira con los ojos muy abiertos y el rostro tenso y serio. Junto a ella está su maleta.
—Encuentrenla —espeto, y cuelgo el teléfono. Ya me encargaré de Welch más tarde.
Lena se acerca al sofá y saca de su mochila el Mac, el móvil y las llaves del coche. Inspira hondo, se dirige a la cocina y los deja sobre la encimera.
¿Qué narices hace? ¿Me está devolviendo sus cosas?
Se vuelve para mirarme con una clara expresión de determinación en el rostro ceniciento. Es su gesto testarudo, el que conozco tan bien.
—Necesito el dinero que le dieron a Igor por el Escarabajo.
Habla con voz serena pero apagada.
—Lena, yo no quiero esas cosas, son tuyas. —No puede hacerme esto—.Llévatelas.
—No, Yulia. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero.
—Lena, ¡sé razonable!
—No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le dieron a Igor por mi coche.
Su voz está desprovista de emoción.
Quiere olvidarme.
—¿Intentas hacerme daño de verdad?
—No. No. Solo intento protegerme.
Pues claro, intenta protegerse del monstruo.
—Lena, quédate esas cosas, por favor.
Tiene los labios muy pálidos.
—Yulia, no quiero discutir. Solo necesito el dinero.
El dinero. Al final todo se reduce al puto dinero.
—¿Te vale un cheque? —le suelto con brusquedad.
—Sí. Creo que podré fiarme.
Si quiere dinero, le daré dinero. Entro en mi estudio como un vendaval;a duras penas consigo dominar mi ira. Me siento al escritorio y llamo a Igor.
—Buenos días, señorita Volkova.
No respondo al saludo.
—¿Cuánto te dieron por el Escarabajo de Lena?
—Doce mil dólares, señorita.
—¿Tanto?
A pesar de mi mal humor, me sorprendo.
—Es un clásico —señala a modo de explicación.
—Gracias. ¿Puedes llevar a la señorita Katina a casa ahora?
—Por supuesto. Bajaré enseguida.

Cuelgo y saco la chequera del cajón del escritorio. Al hacerlo, me viene a la memoria la conversación con Welch sobre el cabronazo del marido de Leila.
¡Siempre es el puto dinero!
Presa de la furia, duplico la cantidad que consiguió Igor por esa
trampa mortal y meto el cheque en un sobre.
Cuando vuelvo, Lena sigue de pie junto a la isla de la cocina con actitud perdida; parece una niña. Le entrego el sobre y mi ira se desvanece en cuanto la miro.

—Igor consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes
preguntar a él. Te llevará a casa.
Señalo con la cabeza hacia donde Igor la espera, a la entrada del salón.
—No hace falta. Puedo ir sola a casa, gracias.
¡No! Acepta que te lleve él, Lena. ¿Por qué me haces esto?
—¿Me vas a desafiar en todo?
—¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser?
Me mira con gesto inexpresivo.
Esa es básicamente la razón de por qué nuestro acuerdo estaba condenado al fracaso desde el principio. No está hecha para esto y, en el fondo de mi alma, siempre lo he sabido. Cierro los ojos.
Soy una auténtica idiota.
Pruebo otro enfoque más suave, en tono de súplica.
—Por favor, Lena, deja que Igor te lleve a casa.
—Iré a buscar el coche, señorita Katina —anuncia Igor con callada autoridad, y se marcha.

Puede que a él le haga caso. Lena mira alrededor, pero él ya se ha ido al sótano a sacar el coche.
Lena se vuelve para mirarme, con los ojos aún más abiertos. Y contengo la respiración. No puedo creer que vaya a marcharse. Es la última vez que la veré, y parece muy, muy triste. Me duele en el alma ser la responsable de esa tristeza. Doy un paso vacilante al frente, quiero abrazarla una vez más y suplicarle que se quede.
Ella retrocede; es evidente que ya no quiere saber nada de mí. La he apartado de mi vida.
Estoy paralizada.

—No quiero que te vayas.
—No puedo quedarme. Sé lo que quiero, y tú no puedes dármelo, y yo tampoco puedo darte lo que tú quieres.
Oh, por favor, Lena… Déjame abrazarte una vez más. Oler tu aroma dulce, tan dulce… Sentirte en mis brazos. Doy otro paso hacia delante,pero ella levanta las manos para detenerme.
—No, por favor. —Se aparta con el pánico reflejado en el rostro—. No puedo seguir con esto.

Recoge la maleta y la mochila y se dirige al vestíbulo. Yo la sigo,mansa e impotente detrás de ella, con la mirada fija en su cuerpo menudo.
Una vez en el vestíbulo, llamo al ascensor. No puedo apartar los ojos de ella… de su delicada cara de duendecilla, de esos labios, de la forma en que sus largas pestañas aletean y proyectan una sombra sobre sus palidísimas mejillas. No acierto a encontrar palabras mientras intento memorizar cada detalle. No se me ocurre ninguna frase ingeniosa,ninguna broma ocurrente, ninguna orden arrogante. No tengo nada… tan solo un inmenso vacío en el interior del pecho.
Se abren las puertas del ascensor y Lena entra en él. Me mira… y por un momento se le cae la máscara y ahí está: mi dolor reflejado en su hermoso rostro.
No… Lena. No te vayas.

—Adiós, Yulia.
—Adiós, Lena.

Las puertas se cierran y ella ha desaparecido.
Me dejo caer lentamente hasta el suelo y entierro la cabeza en mis manos. Ahora el vacío es inconmensurable y lacerante, y me consume por completo.
Volkova, ¿qué narices has hecho?
Cuando vuelvo a levantar la vista, los cuadros que adornan mi vestíbulo,los de la Virgen con el Niño, ponen una sonrisa glacial en mis labios. La idealización de la maternidad. Todas ellas mirando a sus hijos, o mirándome a mí con aire funesto.
Tienen razón al dirigirme esa mirada. Lena se ha ido. Se ha ido de verdad. Lo mejor que me ha pasado en la vida. Después de decirme que nunca me dejaría. Me prometió que nunca me dejaría. Cierro los ojos para no ver esas miradas compasivas y sin vida, y vuelvo a recostar la cabeza en la pared. Es cierto, lo dijo en sueños y, como la idiota que soy, la creí.
En el fondo de mi alma siempre he sabido que no era buena para ella, y que ella era demasiado buena para mí. Así es como tenía que ser.
Entonces ¿por qué estoy hecha una mierda? ¿Por qué duele tanto?
El timbre que anuncia la llegada del ascensor me obliga a abrir los ojos de nuevo, y el corazón me sube hasta la garganta. ¡Ha vuelto! Me quedo paralizada esperando mientras las puertas se abren… e Igor sale del ascensor y se para un instante.
Mierda. ¿Cuánto rato llevo aquí sentada?

—La señorita Katina está en casa, señorita Volkova —dice como si fuese habitual hablar conmigo mientras estoy tirada en el suelo.
—¿Cómo estaba? —pregunto con el tono más neutro posible, aunque necesito saberlo.
—Disgustada, señorita —responde sin mostrar ningún tipo de emoción.
Asiento y le hago una indicación para que se retire, pero no se mueve.
—¿Quiere que le traiga algo, señorita? —pregunta, demasiado
amablemente para mi gusto.
—No.
Vete. Déjame sola.
—Señorita —dice, y me deja en el suelo del vestíbulo.

Pese a lo mucho que me gustaría quedarme aquí sentada todo el día y recrearme en el dolor, no puedo hacerlo. Espero noticias de Welch, y tengo que llamar al desgraciado del marido de Leila.
También necesito una ducha. Tal vez el agua pueda arrastrar consigo esta agonía.
Al levantarme, toco la mesa de madera que preside el vestíbulo y rozo con los dedos la delicada marquetería del mueble, siguiendo su trazado con aire distraído. Me habría gustado follarme a la señorita Katina encima de esa mesa. Cierro los ojos y la imagino abierta de piernas ahí encima,con la cabeza echada hacia atrás, la barbilla subida, la boca abierta en pleno éxtasis y su melena voluptuosa colgando a un lado. Mierda, se me pone dura con solo pensarlo.
Joder.
El dolor en mis entrañas se hace más intenso y lacerante todavía.
Se ha ido, Volkova. Más vale que te acostumbres.
Y, con la ayuda de años de forzada disciplina, obligo a mi cuerpo a cuadrarse.
El agua de la ducha está ardiendo; la temperatura justo por debajo del límite del dolor, tal como a mí me gusta. Me sitúo bajo la cascada intentando olvidar a Lena, con la esperanza de que el calor abrasador me la arranque de la mente y elimine su olor de mi cuerpo.
Si ha decidido marcharse, no hay vuelta atrás.
Nunca más.
Me froto el pelo con sombría determinación.
Bueno, pues ¡hasta nunca! Estaré mucho mejor sin ella.
Y doy un respingo.
No, no estaré mucho mejor sin ella.
Levanto la cara hacia el chorro de agua. No, no estaré mejor en
absoluto: la voy a echar de menos. Apoyo la cabeza en los azulejos.
Anoche, sin ir más lejos, estaba en la ducha conmigo. Me miro las manos y acaricio con los dedos las juntas de los azulejos en los que ayer Lena apoyaba las manos en la pared.
A la mierda con todo.
Cierro el agua y salgo de la ducha. Mientras me envuelvo una toalla alrededor de mi cuerpo, tomo conciencia de lo que pasará a partir de ahora: cada uno de mis días será más oscuro y más vacío, porque ella ya no estará en mi vida.
No habrá más correos ocurrentes e ingeniosos.
No habrá más lengua viperina.
No habrá más curiosidad.
Sus chispeantes ojos verdigrises ya no me mirarán con ese brillo divertido…ni escandalizados… ni con lujuria. Contemplo a la imbécil hosca y malhumorada que me devuelve la mirada desde el espejo del baño.
—¿Qué diablos has hecho, capulla? —le suelto, y ella me devuelve las mismas palabras con cáustico desdén. El cabrón pestañea al mirarme, con unos enormes ojos azules anegados de tristeza—. Está mejor sin ti. Nunca serás lo que ella quiere. No puedes darle lo que necesita. Quiere flores y corazones. Se merece a alguien mejor que tú, jodida cabrona miserable.

Asqueada por ese reflejo que me observa con ojos asesinos, le doy la espalda al espejo.
A la mierda el maquillaje de hoy.
Me seco junto a la cómoda y saco unos calzoncillos y una camiseta limpia. Al volverme, reparo en una caja pequeña que hay encima de mi almohada. Es como si el suelo se abriera de nuevo bajo mis pies, dejando otra vez al descubierto el abismo que hay debajo, sus fauces abiertas,esperándome, y mi ira se transforma en miedo.
Es un regalo suyo. ¿Qué tipo de regalo será? Suelto la ropa y respiro hondo antes de sentarme en la cama y abrir la caja.
Es un planeador; un kit para montar la maqueta del Blanik L-23. Una nota garabateada cae al suelo desde lo alto de la caja y aterriza sobre la cama.

Esto me recordó un tiempo feliz.
Gracias.
Lena

Es el regalo perfecto de la chica perfecta.
El dolor me desgarra por dentro.
¿Por qué me duele tanto? ¿Por qué?
Un recuerdo del pasado asoma su fea cabeza tratando de hincarme sus dientes. No. No quiero que mi mente vuelva a ese lugar. Me levanto, tiro la caja sobre la cama y me visto a toda prisa. Cuando termino, recupero la caja y la nota y me voy al estudio. Sabré manejar mucho mejor este asunto desde mi cuartel general.
Mi conversación con Welch es breve, y la que mantengo con Russell Reed—el capullo mentiroso y miserable que se casó con Leila— es más breve aún. No sabía que se habían casado durante un fin de semana de borrachera en Las Vegas. No es de extrañar, pues, que su matrimonio se fuera a pique al cabo de solo dieciocho meses. Ella lo dejó hace doce semanas. Entonces ¿dónde te encuentras ahora, Leila Williams? ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?
Me concentro en Leila tratando de recordar alguna pista de nuestro pasado que pueda decirme dónde está. Necesito saberlo. Necesito saber que está a salvo. Y por qué vino a mí. ¿Por qué yo?
Ella quería más y yo no, pero de eso hace mucho tiempo. Cuando se marchó, todo fue muy fácil: pusimos fin al contrato de mutuo acuerdo. En realidad, todo nuestro trato había sido ejemplar, tal como debería ser.
Cuando estaba conmigo, disfrutaba siendo traviesa; no era esa misma criatura desesperada que ha descrito Gail.
Recuerdo lo mucho que le gustaban nuestras sesiones en el cuarto de juegos. A Leila le encantaban las perversiones. Aflora un recuerdo: estoy atándole juntos los dedos gordos de ambos pies y se los separo por los talones para que no pueda apretar las nalgas y evitar así el dolor. Sí, le volvía loca toda esa mierda, y a mí también. Era una sumisa increíble,pero nunca me interesó como lo hizo Elena Katina.
Nunca me absorbió tanto el pensamiento como Lena.
Miro la maqueta que tengo encima del escritorio y recorro el borde de la caja con el dedo, consciente de que los dedos de Lena la han tocado antes.
Mi dulce Elena.
Tan diferente a todas las mujeres que he conocido… La única a la que he perseguido y que además no puede darme lo que quiero.
No lo entiendo.
He vuelto a sentirme viva desde que la conocí. Estas últimas semanas han sido las más emocionantes, las más impredecibles, las más fascinantes de mi vida. Me han sacado de mi mundo monocromático para llevarme a otro más rico y lleno de colores… y, a pesar de todo, ella no puede ser lo que yo necesito.
Hundo la cabeza entre las manos. A ella nunca le gustará lo que hago.
Intenté convencerme a mí misma de que podríamos ir trabajando el camino hacia las prácticas más duras, pero eso no sucederá, nunca. Está mejor sin mí. ¿Para qué iba a querer ella a una monstruo completamente jodida que no soporta que le toquen?
Y sin embargo, tuvo el detalle de comprarme este regalo. ¿Quién ha hecho algo así por mí, aparte de mi familia? Examino otra vez la caja y la abro. Todas las piezas de plástico del planeador están sujetas en una misma plantilla, envueltas en celofán. Me viene a la mente el recuerdo de sus gritos de entusiasmo a bordo del planeador durante nuestra excursión:las manos arriba,apoyadas en la cubierta de plexiglás. No puedo evitar sonreír.
Dios, qué divertido fue eso… el equivalente a tirarle de las trenzas en el recreo. Lena con trenzas… Borro esa imagen inmediatamente. No quiero pensar en eso, en nuestro primer baño juntas. Y lo único que me queda es pensar que ya nunca volveré a verla.
El abismo se abre a mis pies.
No. Otra vez no.
Tengo que construir este planeador. Será una distracción. Abro el celofán y leo las instrucciones. Necesito cola, cola para maquetas. Busco en los cajones del escritorio.
Mierda. En el fondo de uno de los cajones encuentro la caja de cuero rojo que contiene los pendientes de Cartier. No he tenido la oportunidad de dárselos… y ahora nunca la tendré.
Llamo a Andrea y le dejo un mensaje en el móvil pidiéndole que
cancele lo de esta noche. No soporto la idea de acudir a la gala, no sin mi acompañante.
Abro la caja roja y miro los pendientes. Son muy bonitos: sencillos y elegantes a la vez, igual que la encantadora señorita Katina… que me ha dejado esta mañana porque la he castigado… porque la he presionado demasiado. Vuelvo a hundir la cabeza entre las manos. Pero ella me lo permitió. No me detuvo. Me lo permitió porque… me quiere. La idea es aterradora y la ahuyento de inmediato. No puede quererme. Es muy simple: nadie puede sentir eso por mí. No si me conoce.
Pasa página, Volkova. Céntrate.
¿Dónde está la maldita cola? Vuelvo a meter los pendientes en el cajón y sigo buscando. Nada, no la encuentro.
Llamo a Igor.

—¿Señorita Volkova?
—Necesito cola para una maqueta.
Se queda callado un instante.
—¿Para qué clase de maqueta, señorita?
—La maqueta de un planeador.
—¿De madera o de plástico?
—De plástico.
—Yo tengo. Ahora se la bajo, señorita.
Le doy las gracias, un tanto desconcertada al saber que tiene cola para maquetas. Momentos más tarde, llama a la puerta.
—Pasa.
Entra en mi estudio y deja un bote pequeño de plástico encima de la mesa. No se marcha inmediatamente, y tengo que preguntárselo.
—¿Por qué tienes cola?
—Construyo algún que otro avión de vez en cuando —contesta
ruborizándose.
—Ah.
Me pica la curiosidad.
—Volar fue mi primer amor, señorita.
No lo entiendo.
—Soy daltónico, señorita —explica, escueto.
—¿Y entonces te hiciste marine?
—Sí, señorita.
—Gracias por la cola.
—De nada, señorita Volkova. ¿Ha comido?
Su pregunta me coge por sorpresa.
—No tengo hambre, Igor. Por favor, ve y disfruta de la tarde con tu hija, ya te veré mañana. No volveré a molestarte.
Se detiene un momento y siento que aumenta mi irritación. Vete.
—Estoy bien.
Mierda. Hablo con la voz entrecortada.
—Señorita. —Asiente con la cabeza—. Volveré mañana por la noche.
Hago un rápido gesto para despedirme de él y desaparece.

¿Cuándo fue la última vez que Igor me ofreció algo para comer?
Seguro que parezco mucho más jodida de lo que creía. Enfurruñada, cojo el bote de cola.
Tengo el planeador en la palma de mi mano. Lo miro maravillada y satisfecha por haber logrado montarlo, mientras me vienen a la memoria destellos de aquel vuelo. Era imposible despertar a Elena—sonrío al recordarlo— y una vez despierta, estaba insoportable, arrebatadora y hermosa, y divertida también.
Fue tan agradable… Se la veía entusiasmada como una niña durante el vuelo, gritando de pura exaltación, y al final, nuestro beso.
Ha sido mi primer intento de llegar a tener «más». Es extraordinario que en un espacio de tiempo tan corto haya acumulado tantos recuerdos felices.
El dolor vuelve a aflorar a la superficie, zahiriéndome, atormentándome, recordándome todo lo que he perdido.
Concéntrate en el planeador, Volkova.
Ahora solo me falta colocar las pegatinas en su sitio; son complicadas de poner, las muy cabronas.
He pegado la última y ahora tendrá que secarse. Mi planeador tiene su propia matrícula de la Administración Federal de Aviación:

Noviembre.
Nueve. Cinco. Dos. Echo. Charlie.
Echo Charlie.

Levanto la vista y veo que empieza a oscurecer. Es tarde. Lo primero que pienso es que puedo enseñárselo a Lena.
Pero ella no está.
Aprieto los dientes con fuerza y estiro los hombros, rígidos. Me levanto despacio y me doy cuenta de que no he comido ni bebido nada en todo el día; me duele la cabeza.
Estoy hecha una mierda.
Compruebo el móvil con la esperanza de que haya llamado, pero solo hay un mensaje de texto de Andrea.

*Gala cancelada.
Espero q todo bien. A*

Mientras leo el mensaje de Andrea, me suena el móvil. El pulso se me acelera inmediatamente, pero luego se apacigua cuando veo que es Olga quien llama.

—Hola.
No me molesto en disimular mi decepción.
—Yulia, ¿qué manera de saludar es esa? ¿Qué bicho te ha picado?
—me reprende, pero noto que su tono es de buen humor.
Miro por la ventana. Está anocheciendo en Seattle. Me pregunto un instante qué estará haciendo Lena. No quiero contarle a Olga lo que ha pasado. No quiero pronunciar las palabras en voz alta y convertirlas en realidad.
—¿Yulia? ¿Qué te pasa? Dímelo.
Su voz adopta un tono brusco y molesto.
—Me ha dejado —mascullo, huraña.
—Ah. —Olga parece sorprendida—. ¿Quieres que vaya a verte?
—No.
Respira hondo.
—Esta clase de vida no es para todo el mundo.
—Ya lo sé.
—Vaya, Yulia, pareces hecha polvo. ¿Quieres salir a cenar?
—No.
—Voy para allá.
—No, Olga. No soy buena compañía. Estoy cansada y quiero estar sola. Te llamaré esta semana.
—Yulia… es lo mejor.
—Lo sé. Adiós.

Cuelgo el teléfono. No quiero hablar con Olga. Fue ella la que me animó a ir a Savannah. Tal vez sabía que este día llegaría. Arrugo la frente mirando el teléfono, lo lanzo sobre el escritorio y voy en busca de algo para comer y beber.
Examino el contenido de mi nevera.
Pero no me apetece nada de lo que hay.
Encuentro una bolsa de galletitas saladas en el armario de la despensa,la abro y como una detrás de otra mientras me dirijo a la ventana. Fuera ya es de noche; las luces titilan y parpadean por entre la lluvia pertinaz. El mundo sigue adelante.
Sigue adelante, Volkova.
Sigue adelante.
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Mensaje por VIVALENZ28 2/1/2017, 4:30 am

Domingo, 5 de junio de 2011


Miro el techo del dormitorio. No consigo conciliar el sueño. Me atormenta la fragancia de Lena, que sigue impregnando mis sábanas. Me llevo su almohada a la cara para aspirar su perfume. Es una tortura, es el cielo, y por un momento me planteo morir asfixiada.
Contrólate.
Repaso mentalmente lo que ha ocurrido esta mañana. ¿Podría haber sido de otra manera? No es algo que suela hacer, me parece una pérdida de tiempo, pero hoy busco algo que me ayude a determinar en qué me he equivocado. Además, da igual lo que haga, en mi fuero interno sé que de todas formas habríamos llegado a este callejón sin salida, ya fuera esta mañana o dentro de una semana, un mes o un año. Mejor que haya sido tan pronto, antes de que le infligiese más dolor a Elena.
La imagino acurrucada en su pequeña cama blanca. Soy incapaz de visualizarla en su nuevo apartamento ya que nunca he estado allí, pero sí en aquella habitación de Vancouver donde pasé una noche con ella. Niego con la cabeza; fue la noche que mejor he dormido en años. El radiodespertador marca las dos de la madrugada. Llevo dos horas metida en la cama dándole vueltas a la cabeza. Respiro hondo, inhalo su aroma una vez más y cierro los ojos.

Mami no me ve. Estoy delante de ella. No me ve. Está dormida con los ojos abiertos. O enferma.
Oigo un tintineo. Son las llaves de él. Ha vuelto.
Corro, me escondo y me hago pequeño debajo de la mesa de la cocina.
He cogido mis coches.
¡Bum! La puerta se cierra de golpe y me asusto.
Veo a mami a través de mis dedos. Vuelve la cabeza y lo ve. Luego está dormida en el sofá. Él lleva las botas grandes con la hebilla brillante y está de pie junto a mami, gritando. Pega a mami con un cinturón.

—¡Levántate! ¡Levántate! Eres una jodida puta. Eres una jodida puta.
Mami hace un ruido. Es como un quejido.
—Para. No le pegues más a mami. No le pegues más a mami.
Corro hacia él y le pego y le pego y le pego.
Pero él se ríe y me da un bofetón.
¡No! Mami grita.
—Eres una jodida puta.
Mami se hace pequeña. Pequeña como yo. Y luego se calla.
—Eres una jodida puta. Eres una jodida puta. Eres una jodida puta.
Estoy debajo de la mesa. Tengo los dedos metidos en las orejas, y cierro los ojos. El ruido cesa. Él se da la vuelta y veo sus botas cuando irrumpe en la cocina. Lleva el cinturón y va dándose golpecitos en la pierna.
Intenta encontrarme. Se agacha y sonríe. Huele mal. A tabaco y a alcohol y a asco.
—Aquí estás, mierdecilla.


Un lamento escalofriante me despierta. Estoy empapada en sudor y tengo el corazón desbocado. Me incorporo de golpe en la cama.
Joder.
Ese quejido espantoso procedía de mí.
Respiro hondo para tranquilizarme intentando deshacerme del recuerdo del hedor a olor corporal, a whisky barato y a cigarrillos Camel rancios.
«Eres un maldito hijo de puta.»
Las palabras de Lena resuenan en mi cabeza.
Como las de él.
Joder.
No pude ayudar a la puta adicta al crack.
Lo intenté. Dios sabe que lo intenté.
«Aquí estás, mierdecilla.»
Pero he podido ayudar a Lena.
He dejado que se fuera.
Tenía que dejarla marchar.
No necesita toda esta mierda.
Echo un vistazo al despertador; son las tres y media de la madrugada.
Me dirijo a la cocina y, después de beber un gran vaso de agua, me acerco al piano.
Vuelvo a despertar sobresaltada y esta vez la luz se filtra en la habitación.
Los primeros albores de la mañana inundan la estancia. Estaba soñando con Lena: me besaba, tenía la lengua en mi boca, mis dedos se hundían en su pelo; y yo apretaba contra mí su maravilloso cuerpo, con las manos atadas sobre la cabeza.
¿Dónde está?
Por un dulce instante olvido todo lo ocurrido ayer… hasta que vuelvo a revivirlo.
Se ha ido.
Joder.
La prueba de mi deseo hace presión contra el colchón, pero el recuerdo de sus ojos alegres, enturbiados por el dolor y la humillación cuando se fue, hace que desaparezca el deseo.
Me siento como una mierda. Me tumbo de espaldas y me quedo mirando el techo con los brazos cruzados por detrás de la cabeza. Tengo todo el día por delante y, por primera vez en años, no sé qué hacer. Vuelvo a mirar qué hora es: las 5.58.
Mierda, más vale que salga a correr un rato.
La «Llegada de los Montesco y los Capuleto» de Prokófiev suena a todo volumen en mis oídos mientras mis pies golpean la acera en medio del silencio que impera en Fourth Avenue a primera hora de la mañana. Me duele todo: los pulmones me arden, tengo la cabeza a punto de estallar y una honda y sorda sensación de vacío me devora las entrañas. Por mucho que corra para dejar atrás este dolor, no lo consigo. Me detengo para cambiar de música y llenar los pulmones de un aire precioso. Me apetece algo… contundente. «Pump It», de los Black Eyed Peas, sí. Reanudo la carrera.
De pronto me encuentro en Vine Street y, aunque sé que es de locos, me hago ilusiones de verla. A medida que me aproximo a su calle, el pulso se me acelera aún más y se agudiza mi ansiedad. No estoy desesperada por verla… solo quiero comprobar que está bien. No, no es cierto. Necesito verla. Cuando llego a su calle, paso inquieta por delante de su edificio de apartamentos.
Todo está tranquilo un Oldsmobile circula lentamente por la calzada y veo a un par de personas paseando unos perros, pero no parece que haya señal de actividad en su apartamento. Cruzo la calle, me detengo un instante en la acera de enfrente y luego me quedo al resguardo de la entrada de un edifico de apartamentos para recuperar el aliento.
Las cortinas de una de las habitaciones están cerradas, y las de la otra,descorridas. Tal vez esa es la suya. Quizá sigue dormida… si es que está ahí, claro. Una escena angustiante se desarrolla en mi mente: anoche salió,se emborrachó, conoció a alguien…
No.
Siento la bilis en la boca. La idea de las manos de otro en su cuerpo, de que un gilipollas disfrute de su cálida sonrisa mientras consigue que se divierta, que se ría… que se corra. Tengo que recurrir a todo mi autocontrol para no tirar la puerta abajo de su apartamento y comprobar si está, y si está sola.
Tú te lo has buscado, Volkova.
Olvídala. Lena no es para ti.
Me calo la gorra de los Seahaws hasta que me cubre la cara y sigo corriendo por Western Avenue.
Mis celos son crudos y furiosos; llenan el vacío que se abre a mis pies.
Odio esto… Remueve algo en lo más profundo de mi mente, pero no quiero saber de qué se trata. Corro más deprisa para huir de ese recuerdo,del dolor, de Elena Katina.
El sol se pone sobre Seattle. Me levanto y me estiro. Llevo todo el día sentada delante del escritorio, en mi estudio, y ha sido productivo. Ros también ha trabajado duro. Ha redactado un primer borrador de plan de negocio y un acuerdo de intenciones para la adquisición de SIP y ya me lo ha enviado.
Al menos podré seguir cuidando de Lena.
La idea me resulta dolorosa y atrayente a partes iguales.
He leído y comentado dos peticiones de patente, varios contratos y más especificaciones de diseño y, mientras he estado absorta en todos esos detalles, no he pensado en ella. El pequeño planeador sigue sobre mi mesa, mofándose de mí, recordándome tiempos más felices, como escribió ella. La imagino en la puerta de mi estudio, con una de mis camisetas, toda ella piernas largas y ojos verdegrises, justo antes de que me sedujera.
Otra novedad.
La echo de menos.
Ya está… lo he admitido. Miro el móvil con la vana esperanza de que se haya puesto en contacto conmigo, pero veo que tengo un mensaje de texto de Dimitri.

*¿Una cerveza, campeón?*

Contesto:

*No. Ocupada.*

Dimitri responde al instante.

*Pues que te den.*

Sí, que me den.
Nada de Lena; ni llamadas perdidas, ni e-mails, absolutamente nada. El vacío que devora mis entrañas se intensifica. No va a llamar. Quería irse.
Quería alejarse de mí, y no puedo culparla por ello.
Es lo mejor.
Me dirijo a la cocina para cambiar de aires.
Gail ha vuelto. La cocina está limpia y hay algo cocinándose en el fuego. Huele bien… pero no tengo hambre. Gail entra cuando estoy echando un vistazo a lo que está preparando.

—Buenas noches, señorita.
—Gail.
Se detiene un instante, sorprendida. ¿Es por mí? Mierda, sí que debo de tener mala cara.
—¿Pollo a la cazadora? —pregunta, indecisa.
—Perfecto —mascullo.
—¿Para dos? —quiere saber.
Me la quedo mirando, y de pronto parece incómoda.
—Para una.
—¿Diez minutos? —dice con voz temblorosa.
—Bien. —Mi tono es glacial.
Me doy la vuelta para irme.
—Señorita Volkova —me llama.
—¿Qué, Gail?
—No es nada, perdone que la moleste.

Se vuelve hacia los fogones para remover el pollo y yo salgo de la cocina. Voy a darme otra ducha.
Dios, incluso el personal se ha dado cuenta de que algo huele a podrido en la puta Dinamarca.


Lunes, 6 de junio de 2011


Temo irme a la cama. Es más de medianoche y estoy cansada, pero me siento al piano y toco el adagio Bach Marcello una y otra vez. Al recordar a Lena con la cabeza reposando sobre mi hombro, casi puedo notar su dulce fragancia.
Venga ya, ¡dijo que lo intentaría!
Dejo de tocar y me cubro la cabeza con ambas manos. Al apoyarme sobre los codos aporreo el teclado y suenan dos acordes discordantes.
Dijo que lo intentaría, pero a la mínima se ha dado por vencida.
Y ha salido corriendo.
¿Por qué le pegué tan fuerte?
En mi fuero interno conozco la respuesta: porque ella me lo pidió, y yo fui demasiada impetuosa y egoísta para resistir la tentación. Seducida por su desafío, aproveché la oportunidad para colocarnos a ambas donde yo deseaba estar. Ella no usó ninguna palabra de seguridad, y le hice más daño del que podía soportar… cuando le había prometido que jamás lo haría.
Soy una completa gilipollas.
¿Cómo podría volver a confiar en mí después de eso? Es normal que se haya marchado.
Además, ¿por qué narices iba a querer estar conmigo?
Se me pasa por la cabeza emborracharme. No lo he hecho desde que tenía quince años. Bueno, sí, una vez, a los veintiuno. No soporto perder el control; sé lo que el alcohol puede hacerle a uno. Me estremezco y cierro la mente a esos recuerdos, y decido que es mejor que me vaya a dormir.
Tumbada en la cama, rezo por no soñar nada. Pero, si tengo que soñar,quiero que sea con ella.


Hoy mami está muy guapa. Se sienta y me deja que le cepille el pelo. Me mira en el espejo y pone esa sonrisa especial. La sonrisa especial que tiene para mí. Se oye un ruido fuerte. Algo se ha roto. Es él, ha vuelto. ¡No!

—¿Dónde coño estás, puta? He traído a un amigo que te necesita. Tiene pasta.
—Mami se pone de pie, me coge de la mano y me empuja dentro del armario. Me siento sobre sus zapatos y procuro estar callada mientras me tapo las orejas y cierro los ojos con fuerza. La ropa huele a mami. Me gusta su olor. Me gusta estar aquí. A salvo de él. Está gritando.
—¿Dónde está esa puta mequetrefe?
Me ha cogido del pelo y me saca del armario.
—No quiero que estropees la fiesta, mierdecilla.
Le pega una bofetada fuerte a mami.
—Házselo bien a mi amigo y te conseguiré un pico, puta.
Mami me mira con lágrimas en los ojos. No llores, mami. Otro hombre entra en la habitación. Un hombre grande con el pelo sucio. El hombre grande le sonríe a mami. Me llevan a la otra habitación. Él me tira al suelo de un empujón y me hago daño en las rodillas.
—¿Qué voy a hacer contigo, mocosa de mierda?
Huele mal. Huele a cerveza y está fumando un cigarrillo.



Despierto. El corazón me va a cien, como si hubiera recorrido cuarenta manzanas a todo correr para escapar de los perros del infierno. Salto de la cama mientras entierro el sueño en lo más recóndito de mi conciencia y me apresuro a ir a la cocina a por un vaso de agua.
Necesito ver a Flynn. Las pesadillas son cada vez peores. No las tenía cuando Lena dormía a mi lado.
Mierda.
Nunca me había dormido con ninguna de mis sumisas. Bueno, nunca me había apetecido hacerlo. ¿Es porque me daba miedo que me tocaran durante la noche? No lo sé. Hizo falta que una chica inocente se emborrachara para demostrarme lo apacible y agradable que puede llegar a ser.
Sí que había mirado a mis sumisas mientras dormían, pero siempre con el propósito de despertarlas para obtener un poco de alivio sexual.
Recuerdo haber estado horas enteras observando a Lena dormida en el Heathman. Cuanto más la miraba, más guapa me parecía: su piel sin mácula resplandecía bajo la tenue luz, el pelo rojo se extendía sobre la almohada blanca y las pestañas le temblaban mientras dormía. Tenía la boca entreabierta y se le veían los dientes, y también la lengua al pasársela por los labios. Simplemente observarla fue una experiencia de lo más excitante. Y cuando por fin me puse a dormir a su lado, escuchando su respiración regular, contemplando cómo subían y bajaban sus pechos cada vez que tomaba aire, dormí bien, muy bien.
Entro en el estudio y cojo el planeador. El simple hecho de verlo me arranca una sonrisa de ternura y me reconforta. Me siento orgullosa de haberlo construido, y a la vez ridículo por lo que estoy a punto de hacer.
Fue su último regalo para mí. El primero desde que empezó a ser… ¿qué?
Claro. Ella misma.
Se había sacrificado a sí misma para satisfacer mis necesidades, mi ansia, mi lujuria, mi ego; mi puto ego malherido.
Mierda. ¿Desaparecerá alguna vez este dolor?
Aunque me siento un poco tonta al hacerlo, me llevo el planeador a la cama.

—¿Qué le apetece desayunar, señorita?
—Solo un café, Gail.
La señora Jones duda.
—Señorita, ayer noche no se comió la cena.
—¿Y qué?
—Que igual se pone enferma.
—Gail, solo un café. Por favor. —Con eso la hago callar. No es asunto suyo.
Ella frunce los labios, pero asiente y se vuelve hacia la Gaggia. Me dirijo al estudio para recoger los documentos de la oficina y buscar un sobre acolchado.
Llamo a Ros por teléfono desde el coche.
—Buen trabajo con los preparativos para SIP, pero hace falta revisar el plan de negocio. Vamos a hacer una oferta.
—Yulia, es demasiado pronto.
—Quiero que nos demos prisa. Te he enviado por e-mail mi opinión sobre el precio de la oferta. Estaré en la oficina a partir de las siete y media; nos reuniremos allí.
—Si estás segura…
—Lo estoy.
—De acuerdo, llamaré a Andrea para que programe esa reunión. Tengo las estadísticas de la comparativa entre Detroit y Savannah.
—¿Y cuál es la conclusión?
—Detroit.
—Ya.
Mierda. No ha salido Savannah.
—Hablamos luego.

Cuelgo. Me arrellano en el asiento trasero del Audi y le doy vueltas a la cabeza mientras Igor se abre paso a toda velocidad entre el tráfico. Me pregunto cómo se las arreglará Elena para desplazarse hasta el trabajo esta mañana. A lo mejor ayer compró un coche, aunque lo dudo, y no sé por qué. Me pregunto si está tan hecha polvo como yo; espero que no. Tal vez se haya dado cuenta de que yo no era más que un ridículo capricho pasajero.
Es imposible que me quiera.
Y menos ahora, desde luego, después de todo lo que le he hecho. Nadie me había dicho jamás que me quería, excepto mis padres, claro, pero incluso ellos lo hacen por su sentido del deber. Me viene a la mente la palabrería de Flynn sobre la incondicionalidad del amor parental, aun cuando se trata de niños adoptados, pero nunca me ha convencido. Para ellos no he sido más que una decepción.

—¿Señorita Volkova?
—Lo siento, ¿qué pasa?
Igor me ha pillado fuera de juego. Ha abierto la puerta del coche y está esperando a que salga con cara de preocupación.
—Hemos llegado, señorita.
Mierda… ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
—Gracias. Ya te diré a qué hora tienes que venir a buscarme por la tarde.
Céntrate, Volkova.
Andrea y Olivia me miran cuando salgo del ascensor. Olivia pestañea y se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Dios, estoy hasta el gorro de esa idiota. Tendré que pedirles a los de Recursos Humanos que la trasladen a otro departamento.

—Un café, Olivia, por favor… y también un cruasán.
La chica se levanta de inmediato para seguir mis instrucciones.
—Andrea, ponme al teléfono con Welch, con Barney, luego con Flynn y después con Claude Bastille. No quiero que me moleste nadie, ni siquiera mi madre. A menos que… A menos que llame Elena Katina,¿entendido?
—Sí, señorita. ¿Quiere que revisemos ahora la agenda?
—No, antes necesito tomarme un café y comer algo.
Miro con mala cara a Olivia, que avanza hacia el ascensor a la velocidad de un caracol.
—Sí, señorita Volkova—dice Andrea tras de mí cuando ya estoy abriendo la puerta de mi despacho.

Saco del maletín el sobre acolchado que contiene mi posesión más preciada: el planeador. Lo coloco sobre el escritorio, y a mi mente acude la señorita Katina.
Esta mañana se estrena en su nuevo empleo, conocerá a personas nuevas… a hombres y mujeres nuevos. La idea me resulta dolorosa. Me olvidará.
No, no me olvidará. Las mujeres siempre recuerdan al primer hombre o mujer con quien han follado, ¿verdad? Siempre ocuparé un lugar en su memoria,aunque solo sea por eso. Pero yo no quiero ser un simple recuerdo;quiero que me tenga presente. Necesito que me tenga presente. ¿Qué puedo hacer?
Llaman a la puerta y aparece Andrea.

—El café y los cruasanes que ha pedido, señorita Volkova.
—Pasa.
Se apresura a acercarse y su mirada recae en el planeador, pero tiene la sensatez de morderse la lengua. Deja el desayuno sobre el escritorio.
Café solo. Buen trabajo, Andrea.
—Gracias.
—Les he dejado mensajes a Welch, Barney y Bastille. Flynn llamará dentro de cinco minutos.
—Bien. Quiero que canceles todos los compromisos sociales que tengo para esta semana. Nada de comidas, y nada de asistir a ningún acto por la noche. Arréglatelas para ponerme con Barney y busca el teléfono de una buena floristería.
Lo va anotando todo como puede en su libreta.
—Señorita, solemos trabajar con Arcadia’s Roses. ¿Quiere que les pida que manden algún ramo de su parte?
—No, pásame el número, me encargaré personalmente. Eso es todo.
Ella asiente y se apresura a marcharse, como si no viera la hora de salir de mi despacho. Al cabo de un momento suena el teléfono. Es Barney.
—Barney, necesito que me hagas un pie para una maqueta de planeador.
Entre reunión y reunión llamo a la floristería y encargo dos docenas de rosas blancas para Lena. Pido que las entreguen en su casa por la noche; así no la incomodo ni la molesto mientras trabaja.
Y no podrá olvidarse de mí.

—¿Quiere que incluyamos algún mensaje con las flores, señorita? —pregunta la florista.
¿Un mensaje para Lena?
¿Y qué le digo?
Vuelve. Lo siento. No te pegaré más.
Las palabras brotan en mi mente de forma espontánea y me obligan a arrugar la frente.
—Mmm… Algo como: «Felicidades por tu primer día en el trabajo.Espero que haya ido bien. —Miro el planeador en el escritorio—. Y gracias por el planeador. Has sido muy amable. Ocupa un lugar preferente en mi mesa. Yulia».
La florista me lee la nota.
Maldita sea, no expresa nada de lo que quiero decirle.
—¿Será todo, señorita Volkova?
—Sí. Gracias.
—De nada, señorita, y que tenga un buen día.
Le lanzo una mirada asesina al teléfono. Un buen día, y una mierda.
—Oye, tía, ¿qué te pasa? —Claude levanta su miserable trasero del suelo, donde lo he hecho aterrizar de un puñetazo—. Esta tarde estás que muerdes, Volkova.
Se levanta despacio, con la elegancia de un gato grande que tantea de nuevo a su presa. Estamos entrenándonos a solas en el gimnasio del sótano de Volkova House.
—Estoy cabreada —suelto entre dientes.
Él mantiene el semblante impasible mientras nos movemos en círculo.
—No es buena idea subirte al ring si tienes la cabeza en otro sitio —dice Claude, divertido pero sin quitarme los ojos de encima.
—Pues a mí me está ayudando.
—Más a la izquierda. Protégete la derecha. El brazo más arriba, Volkova.
Me ataca con un golpe cruzado, me da en el hombro y a punto estoy de perder el equilibrio y caerme.
—Concéntrate, Volkova. Aquí no te traigas todas esas mierdas de tu vida de ejecutiva. ¿O es por una chica? ¿Por fin un culo de los buenos te tiene bien pillada? —Me mira con sorna provocándome.
Y funciona: le doy una patada a media altura y un puñetazo con todo el peso del cuerpo, y otro más, y él retrocede tambaleándose mientras sus cortas rastas se agitan.
—Métete en tus putos asuntos, Bastille.
—Vaya, te he dado donde más te duele —alardea Claude, en un tono triunfal.
De repente repite el golpe cruzado, pero yo me anticipo a su acción y lo bloqueo atacando con un puñetazo y una patada rápida. Esta vez se echa para atrás de un salto, impresionado.
—No sé qué mierda está pasando en tu pequeño mundo privilegiado,Volkova, pero funciona. Quédate con ello.
Voy a derribarlo, ya lo creo. Arremeto contra él.
De vuelta a casa encontramos poco tráfico.
—Igor, ¿podemos hacer una parada?
—¿Adónde vamos?
—¿Puedes pasar por el apartamento de la señorita Katina?
—Sí, señorita.

Me he acostumbrado a este dolor; está siempre presente, como un zumbido en el oído. Durante las reuniones se hace más débil y resulta menos molesto; pero, cuando estoy a solas con mis pensamientos, se intensifica y me desgarra por dentro. ¿Cuánto va a durar?
A medida que nos acercamos a su edificio, el corazón se me ralentiza.
A lo mejor la veo.
La posibilidad me hace vibrar de emoción y me incomoda al mismo tiempo. Y me doy cuenta de que, desde que se marchó, tan solo he pensado en ella. Su ausencia es mi compañera permanente.

—Conduce despacio —le indico a Igor cuando nos acercamos más.

Las luces están encendidas.
¡Se encuentra en casa!
Espero que esté sola, y que me eche de menos.
¿Habrá recibido las flores que le he mandado?
Me entran ganas de mirar el teléfono para comprobar si me ha enviado algún mensaje, pero no puedo apartar la mirada de su ventana; no quiero perderme la oportunidad de verla. ¿Estará bien? ¿Estará pensando en mí?
Me pregunto cómo le habrá ido el primer día de trabajo.

—¿Otra vez, señorita? —pregunta Igor mientras, lentamente, dejamos atrás el edificio.
—No —digo exhalando. No era consciente de que había contenido la respiración.

Mientras regresamos al Escala, reviso los e-mails y los mensajes de texto con la esperanza de encontrar alguno de ella… pero no hay nada.
Veo un mensaje de texto de Olga.

*¿Estás bien?*

Hago como si no lo hubiera recibido.
En mi apartamento no se oye un solo ruido. No me había dado cuenta hasta ahora. La ausencia de Elena ha acentuado ese silencio.
Doy un sorbo de coñac mientras me dirijo a la biblioteca con aire apática. Qué ironía que no le haya ensañado jamás esta habitación, con el amor que siente por la literatura… Tengo la esperanza de hallar un poco de consuelo en este lugar, puesto que no alberga ningún recuerdo de nosotras. Reviso todos mis libros, bien catalogados y colocados en las estanterías, y mi mirada se desvía hacia la mesa de billar. ¿Jugará Lena al billar? No lo creo.
Me asalta una imagen de ella abierta de piernas sobre el paño verde.
Puede que aquí no haya recuerdos de las dos, pero mi mente es más que capaz y está más que encantada de crear vívidas y eróticas imágenes de la encantadora señorita Katina.
No puedo soportarlo.
Doy otro trago de coñac y salgo de la habitación.

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Mensaje por VIVALENZ28 2/8/2017, 4:12 am

Martes, 7 de junio de 2011



Estamos follando. Follando duro. En el suelo del baño. Es mía. Me hundo en ella, una y otra vez. Me deleito con ella: su tacto, su olor, su sabor. La sujeto por el pelo para que no pueda moverse. La sujeto por el culo. Sus piernas alrededor de mi cintura. La tengo inmovilizada. Me envuelve como si fuera seda. Sus manos me tiran del pelo. Ah, sí. Me siento en casa, ella es mi hogar. Aquí es donde quiero estar… dentro de ella…
Ella… es… mía. Cuando se corre, sus músculos se tensan, aprisionan mi miembro, y echa la cabeza hacia atrás. ¡Córrete para mí! Grita, y yo la sigo… Oh, sí, mi dulce, dulce Elena. Sonríe, somnolienta, saciada…oh, y tan sexy…
Se levanta y me mira con esa sonrisa juguetona en los labios, luego me aparta y retrocede unos pasos sin decir nada. La cojo de la mano y estamos en el cuarto de juegos. La sujeto sobre el banco. Levanto el cinturón para castigarla… y ella desaparece. Está junto a la puerta. Pálida,conmocionada y triste, y se aleja como flotando… La puerta ya no está, y ella se aleja más aún. Alarga las manos en un gesto de súplica.

—Ven conmigo —susurra, pero sigue retrocediendo y desvaneciéndose…desapareciendo frente a mis ojos… evaporándose… Se ha ido.
—¡No! —grito—. ¡No!

Pero no tengo voz. No tengo nada. Estoy muda. Muda… otra vez.
Despierto aturdida.
Mierda, ha sido un sueño. Otro sueño vívido.
Aunque diferente.
¡Dios! Mi cuerpo está todo pegajoso. Por un instante revivo una
sensación que había olvidado hace mucho tiempo, una sensación de miedo y euforia… pero ahora ya no pertenezco a Olga.
¡Madre de Dios! Ha sido una corrida monumental. No me pasaba esto desde que tenía… ¿cuántos años?, ¿quince?, ¿dieciséis?
Sigo acostada, a oscuras, asqueada de mí misma. Me quito la camiseta y me limpio con ella. Hay semen por todas partes. Me sorprendo sonriendo, a pesar de la dolorosa sensación de pérdida que siento. El sueño erótico ha merecido la pena. El resto… joder. Me doy la vuelta y sigo durmiendo.

Él se ha ido. Mami está sentada en el sofá. Callada. Mira la pared y a veces parpadea. Me pongo delante de ella, pero no me ve. Muevo una mano y entonces me ve, pero me hace un gesto para que me vaya. No, renacuaja,ahora no. Él le hace daño a mami. Me hace daño a mí. Me duele la barriga, vuelve a tener hambre. Estoy en la cocina, busco galletas. Acerco la silla al armario y me subo. Encuentro una caja de galletas saladas. Es lo único que hay en el armario. Me siento en la silla y abro la caja. Quedan dos. Me las como. Están buenas. Lo oigo. Ha vuelto. Salto de la silla, voy corriendo a mi habitación y me meto en la cama. Me hago la dormida. Él me clava un dedo.

—Quédate aquí, mierdecilla. Voy a follarme a la puta de tu madre. No quiero volver a ver tu asquerosa cara el resto de la noche, ¿lo entiendes?
No le contesto y me da una bofetada.
—O te quemo, pequeña capulla.
No. No. Eso no me gusta. No me gusta que me queme. Duele.
—¿Lo pillas, retrasada?
Sé que quiere que llore. Pero es difícil. No consigo hacer el sonido. Me da un puñetazo…


Vuelvo a despertar sobresaltada y jadeando, y me quedo tumbada a la pálida luz del amanecer esperando a que se me calme el corazón,intentando deshacerme del acre sabor a miedo que tengo en la boca.
Ella te salvó de esta mierda, Volkova.
No revivías el dolor de estos recuerdos cuando ella estaba contigo. ¿Por qué has dejado que se marchase?
Miro el reloj: las 5.15. Hora de salir a correr.
Su edificio tiene una apariencia lúgubre en la penumbra; aún no le alcanzan los primeros rayos de sol: una estampa apropiada que refleja mi estado de ánimo. Su apartamento está a oscuras, aunque las cortinas de la habitación en la que me fijé ayer permanecen echadas. Debe de ser su dormitorio.
Confío desesperadamente en que esté durmiendo sola ahí arriba. La imagino acurrucada en su cama de hierro forjado blanco; Lena hecha una pequeña bola. ¿Estará soñando conmigo? ¿Le provocaré pesadillas? ¿Me habrá olvidado?
Nunca me había sentido tan desgraciada, ni siquiera de adolescente. Tal vez antes de ser una Volkova… Mi memoria retrocede de nuevo. No, no…pesadillas estando despierta no, por favor. Esto es demasiado. Me pongo la capucha, me escondo en el portal de enfrente y me apoyo en la pared de granito. Me asalta el espantoso y fugaz pensamiento de que podría pasarme aquí una semana, un mes… ¿un año? Vigilando, esperando conseguir al menos un atisbo de la chica que era mía. Duele. Me he convertido en lo que ella siempre me ha acusado de ser: en su acosadora.
No puedo seguir así. Tengo que verla, comprobar que está bien.
Necesito borrar la última imagen que conservo de ella: herida, humillada,derrotada… y dejándome.
Tengo que idear la forma de conseguirlo.
De vuelta en el Escala, Gail me mira impasible.

—Yo no he pedido esto —le digo al ver la tortilla que acaba de dejarme delante.
—Entonces la tiraré, señorita Volkova —dice, y alarga una mano para coger el plato.
Sabe que no soporto que se derroche la comida, pero no tiembla ante mi mirada fulminante.
—Lo ha hecho a propósito, señora Jones. —Qué mujer más entrometida.

Ella sonríe, una sonrisa breve y triunfal. Frunzo el ceño, pero no se inmuta y, con el recuerdo de la pesadilla de esta noche aún latente, devoro el desayuno.
¿Podría sencillamente llamar a Lena para saludarla? ¿Me contestaría? Mi mirada se posa en el planeador que tengo sobre el escritorio. Ella me pidió una ruptura definitiva, y debería respetar su decisión y no molestarla. Pero quiero oír su voz. Sopeso un instante la idea de llamarla y colgar, solo para oírla.

—¿Yulia? ¿Estás bien, Yulia?
—Perdona, Ros, ¿decías algo?
—Estás muy distraída. Nunca te había visto así.
—Estoy bien —contesto en un tono seco. Mierda. Céntrate, Volkova—.¿Qué decías?
Ros me mira recelosa.
—Decía que SIP tiene problemas financieros más graves de lo que creíamos. ¿Estás segura de que quieres seguir adelante?
—Sí. —Mi voz es vehemente—. Estoy segura.
—Su equipo vendrá mañana por la tarde para firmar el preacuerdo.
—Bien. ¿Novedades sobre nuestra propuesta para Eamon Isaev?

Reflexiono mientras miro a Igor a través de las tablillas de madera del estor; ha aparcado delante de la consulta de Flynn. Falta poco para que anochezca y sigo pensando en Lena.

—Yulia, estoy encantado de aceptar tu dinero y de verte mirar por la ventana, pero no creo que las vistas sean el motivo que te ha traído aquí —dice Flynn.
Me vuelvo hacia él y lo encuentro mirándome con aire de cortés expectación. Suspiro y me dirijo al diván.
—Las pesadillas han vuelto. Y son más aterradoras que nunca.
Flynn arquea una ceja.
—¿Las mismas?
—Sí.
—¿Qué ha cambiado? —Ladea la cabeza esperando mi respuesta. Al ver que guardo silencio, añade—: Yulia, pareces hundida. Ha ocurrido algo.
Me siento como con Olga; una parte de mí no quiere contárselo,porque entonces se volverá real.
—He conocido a una chica.
—¿Y?
—Me ha dejado.
Parece sorprendido.
—Ya te habían dejado otras mujeres. ¿Por qué esta vez es diferente?
Lo miro inexpresivo.
¿Por qué esta vez es diferente? Porque Lena era distinta.

Mis pensamientos se confunden y se emborronan formando un tapiz colorido y confuso: ella no era una sumisa. No teníamos contrato. Era sexualmente inexperta. Era la primera mujer a la que deseaba por algo más que el sexo. Dios… he experimentado tantas cosas nuevas con ella: la primera chica con la que he dormido, la primera virgen, la primera que ha conocido a mi familia, la primera que ha volado en el Charlie Tango, la primera a la que he llevado a planear.
Sí… Distinta.
Flynn me arranca de mi ensimismamiento.

—Es una pregunta sencilla, Yulia.
—La echo de menos.
Su expresión sigue transmitiendo afabilidad y preocupación, pero no comenta nada.
—¿Nunca habías echado de menos a las mujeres con las que habías mantenido relaciones?
—No.
—Entonces había algo diferente en ella —concluye.
Me encojo de hombros, pero insiste.
—¿Has mantenido una relación contractual con ella? ¿Era una sumisa?
—Confiaba en que acabara siéndolo. Pero eso no iba con ella.
Flynn frunce el ceño.
—No entiendo.
—He quebrantado una de mis normas. Perseguí a esa chica creyendo que le interesaría, pero no iba con ella.
—Explícame qué ha pasado.
Las compuertas se abren y le cuento los acontecimientos del último mes, desde la aparición de Lena en mi despacho hasta el momento en que se marchó, la mañana del pasado sábado.
—Ya veo. Has tenido experiencias muy intensas desde la última vez que hablamos. —Me observa frotándose el mentón—. Hay muchas cuestiones aquí, Yulia. Pero ahora mismo vamos a centrarnos en cómo te sentiste cuando te dijo que te quería.
Tomo aire, pero el miedo me atenaza las entrañas.
—Aterrada —susurro.
—Claro. —Sacude la cabeza—. No eres la monstruo que crees ser; eres digna de afecto, Yulia. Lo sabes. Te lo he dicho muchas veces, por mucho que opines lo contrario.
Le miro inexpresivo, obviando su perogrullada.
—¿Y cómo te sientes ahora? —pregunta.
Perdida. Me siento perdida.
—La echo de menos. Quiero verla.
Vuelvo a estar en el confesionario admitiendo mis pecados: la necesidad oscura, oscurísima, que siento de ella, como si fuera una adicción.
—De modo que, a pesar del hecho de que, tal como tú lo percibes, ella no podía satisfacer tus necesidades, la echas de menos.
—Sí. No es solo una percepción, John. Ella no puede ser lo que yo quiero, y yo no puedo ser lo que ella quiere.
—¿Estás segura?
—Se marchó.
—Se marchó porque la azotaste con un cinturón. ¿Puedes culparla por no compartir tus gustos?
—No.
—¿Te has planteado probar a mantener una relación a su manera?
¿Qué? Lo miro con sorpresa.
—¿Te resultaban satisfactorias las relaciones sexuales con ella? —añade.
—Mucho.
—¿Te gustaría repetir?
¿Volver a hacérselo? ¿Y ver de nuevo cómo se marcha?
—No.
—¿Y por qué?
—Porque no es lo suyo. Le hice daño. Le hice mucho daño… y ella no puede… no querrá… —Hago una pausa—. Ella no disfruta con eso. Se enfadó. Se enfadó mucho, joder. —Su expresión, esa mirada herida, me perseguirá mucho tiempo… Y no quiero volver a ser la causa de esa mirada.
—¿Estás sorprendida?
Niego con la cabeza.
—Se puso furiosa —susurro—. Nunca la había visto tan enfadada.
—¿Cómo te hizo sentir eso?
—Impotente.
—Un sentimiento que ya conoces —dice.
—¿Que ya conozco…? —¿A qué se refiere?
—¿Es que no te das cuenta? ¿Tu pasado?
Su pregunta me pilla desprevenida.
Mierda, hemos hablado de esto mil veces.
—No, en absoluto. Es diferente. La relación que tuve con la señora Lincoln fue completamente distinta.
—No me refería a la señora Lincoln.
—¿A qué te referías? —Mi voz se ha reducido a un susurro, porque de pronto veo adónde quiere ir a parar.
—Ya lo sabes.

Intento coger aire, abrumada por la rabia impotente de una niña indefensa. Sí. La rabia. La rabia profunda y desquiciante… y el miedo. La oscuridad es como un torbellino furioso dentro de mí.

—No es lo mismo —mascullo esforzándome por contener mi ira.
—No, cierto —concede Flynn.
Pero la imagen de ella enfadada me asalta sin previo aviso.
«¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?»
Y aplaca mi cólera.
—Sé lo que estás intentando hacer, doctor, pero es una comparación injusta. Me pidió que se lo mostrara. Es mayor de edad, por el amor de Dios. Podría haber utilizado la palabra de seguridad. Podría haberme pedido que parase, pero no lo hizo.
—Lo sé, lo sé. —Levanta una mano—. Solo trato de ilustrar crudamente un hecho, Yulia. Estás muy enfadada, y tienes derecho a estarlo. No voy a discutir todo eso ahora. Es evidente que estás sufriendo, y el principal objetivo de estas sesiones es conseguir que te aceptes a ti misma y te sientas mejor. —Hace una pausa—. Esa chica…
—Elena—musito, enfurruñada.
—Elena. Es obvio que ha tenido un profundo efecto en ti. Su
decisión de marcharse ha reavivado tus problemas con el abandono y el síndrome de estrés postraumático. Es incuestionable que significa mucho más para ti de lo que estás dispuesta a admitir.
Respiro hondo; estoy muy tensa. ¿Ese es el motivo por el que esto resulta tan doloroso? ¿Porque ella significa más, mucho más?
—Necesitas centrarte en dónde quieres estar —prosigue Flynn—. Y yo diría que quieres estar con esa chica. La echas de menos. ¿Quieres estar con ella?
¿Estar con Lena?
—Sí —susurro.
—Entonces debes concentrarte en ese objetivo. En eso consiste lo que hemos estado machacando estas últimas sesiones de SFBT: terapia breve centrada en soluciones. Si está enamorada de ti, tal como te ha dicho,también debe de estar sufriendo. Así que repito mi pregunta: ¿te has planteado la posibilidad de mantener una relación más convencional con esa chica?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque nunca he pensado que pudiera ser capaz.
—Bueno, si ella no está preparada para ser tu sumisa, no puedes asumir el papel de ama.

Lo miro, furiosa. No es un papel: es quien soy. Y, como salido de la nada, me viene a la memoria un correo a Elena. Mis palabras: «Lo que parece que no te queda claro es que, en una relación ama/sumisa, es la sumisa la que tiene todo el poder. Tú, en este caso. Te lo voy a repetir:eres tú la que tiene todo el poder. No yo». Si ella no está dispuesta a hacerlo… entonces yo no puedo.
Siento una punzada de esperanza en el pecho.
¿Podría?
¿Podría mantener una relación vainilla con Elena?
Se me eriza el vello.
Joder. Es posible.
Si pudiera, ¿volvería conmigo?

—Yulia, has demostrado ser una persona extraordinariamente
competente, pese a tus problemas. Eres una individuo fuera de lo común. En cuanto te planteas un objetivo, vas directo hacia él y lo consigues… por lo general superando tus propias expectativas. Escuchándote hoy, está claro que te habías propuesto llevar a Elena hasta donde tú querías que estuviera, pero sin tener en cuenta su inexperiencia y sus sentimientos.
Tengo la impresión de que has estado tan centrada en tu objetivo que te has perdido el viaje que estaban iniciando juntas.

El último mes destella ante mí como un fogonazo: su aparición en mi despacho, su bochorno en Clayton’s, sus correos ingeniosos y mordaces, su lengua viperina… su risa… su discreta fortaleza y su coraje; y pienso que he disfrutado de hasta el último minuto, de cada segundo, exasperante,ameno, divertido, sensual, carnal… Sí, he disfrutado de todo. Hemos
vivido un viaje fascinante, las dos… Bueno, al menos yo.
Mis pensamientos dan un giro más oscuro.
Ella no conoce las honduras de mi depravación, la oscuridad de mi alma, el monstruo que oculto… Tal vez debería dejarla en paz.
No soy digna de ella. No puede estar enamorada de mí.
Pero, aun así, sé que carezco de la fuerza necesaria para permanecer separado de Lena… si es que ella quiere tenerme cerca.
Flynn reclama mi atención.

—Yulia, piensa en ello. Ahora se nos ha acabado el tiempo. Quiero verte dentro de unos días y hablar de las demás cuestiones que has mencionado. Le diré a Janet que llame a Andrea y le pida una cita. —Se pone en pie, y sé que ha llegado la hora de irse.
—Me has dado mucho en que pensar —confieso.
—No estaría haciendo mi trabajo si no fuera así. Solo unos días,Yulia. Aún tenemos mucho de lo que hablar.

Me estrecha la mano brindándome una sonrisa tranquilizadora, y yo me marcho con un brote de esperanza.
Contemplo desde la terraza la noche en Seattle. Aquí arriba estoy a un paso y a la vez lejos de todo. ¿Cómo lo llamó ella?
Mi torre de marfil.
Suelo encontrarlo sosegador… pero últimamente mi sosiego mental ha quedado hecho añicos a manos de cierta joven de ojos verdegris.
«¿Te has planteado probar a mantener una relación a su manera?» Las palabras de Flynn regresan y sugieren muchas posibilidades.
¿Podría recuperarla? La idea me aterra.
Tomo un sorbo de coñac. ¿Por qué querría volver conmigo? Y yo ¿podría convertirme en lo que ella desea? No pienso perder la esperanza.
Necesito encontrar el modo de conseguirlo.
La necesito a ella.
Algo me sobresalta… un movimiento, una sombra en la periferia de mi visión. Frunzo el ceño. ¿Qué demonios…? Me vuelvo hacia la sombra,pero no hay nada. Vaya, ahora me imagino cosas. Apuro el coñac y vuelvo al salón.




Miércoles, 8 de junio de 2011


Mami! ¡Mami!
Mami está dormida en el suelo. Lleva mucho tiempo dormida. La sacudo.
No se despierta. La llamo. No se despierta. Él no está y aun así mami no se despierta.
Tengo mucha sed. En la cocina acerco una silla al fregadero y bebo. El agua me salpica el jersey. El jersey está sucio. Mami sigue dormida.

—¡Mami, despierta!

No se mueve. Está muy quieta. Y fría. Cojo mi mantita y la tapo. Luego me tumbo en la alfombra verde y pegajosa a su lado.
Me duele la barriga. Tiene hambre, pero mami sigue dormida. Tengo dos coches de juguete. Uno rojo. Otro amarillo. El coche verde ya no está.
Corren por el suelo cerca de donde duerme mami. Creo que mami está enferma. Busco algo para comer. Encuentro guisantes en el congelador.
Están fríos. Me los como muy despacio. Hacen que me duela el estómago.
Me echo a dormir al lado de mami. Ya no hay guisantes. En el congelador hay algo más. Huele raro. Lo pruebo con la lengua y se me queda pegada.
Me lo como lentamente. Sabe mal. Bebo agua. Juego con los coches y me duermo al lado de mami. Mami está muy fría y no se despierta. La puerta se abre con un estruendo. Tapo a mami con la mantita.

—Joder. ¿Qué coño ha pasado aquí? Puta descerebrada…

Mierda.
Joder. Quítate de mi vista, niña de mierda.
Me da una patada y yo me golpeo la cabeza con el suelo. Me duele.
Llama a alguien y se va. Cierra con llave. Me tumbo al lado de mami. Me duele la cabeza. Ha venido una señora policía. No. No. No. No me toques.
No me toques. Quiero quedarme con mami. No. Aléjate de mí. La señora policía coge mi mantita y me lleva. Grito. ¡Mami! ¡Mami! Quiero a mami.
Las palabras se van. No puedo decirlas. Mami no puede oírme. No tengo palabras.


Despierto con la respiración agitada, jadeando en busca de aire y mirando alrededor. Oh, gracias a Dios… estoy en mi cama. El miedo remite lentamente. Tengo veintisiete años, no cuatro. Esta mierda tiene que acabar.
Tenía controladas las pesadillas. Quizá una cada dos semanas, pero nada parecido a esto… noche tras noche.
Desde que ella se marchó.
Me tumbo de espaldas en la cama mirando el techo. Cuando ella estaba a mi lado, dormía bien. La necesito en mi vida, en mi cama. Era el día de mi noche. Voy a recuperarla.
¿Cómo?
«¿Te has planteado probar a mantener una relación a su manera?»
Quiere flores y corazones. ¿Puedo darle eso? Frunzo el ceño intentando recordar los momentos románticos de mi vida… Y no hay nada… salvo con Lena. El «más». El vuelo en planeador, el IHOP y el trayecto en el Charlie Tango.
Quizá sí pueda hacerlo. Intento volver a dormir con un mantra en mi cabeza: «Es mía. Es mía»… Y la huelo, siento su piel suave, saboreo sus labios y oigo sus gemidos. Exhausta, me sumo en un sueño erótico repleto de Lena.
Despierto de golpe. Tengo el vello erizado y por un instante me parece que lo que me ha sobresaltado está fuera y no dentro. Me incorporo y me froto la cabeza mientras paseo la mirada por el dormitorio.
A pesar del sueño carnal, mi cuerpo se ha comportado. Olga estaría satisfecha. Ayer me envió un mensaje, pero es la última persona con la que quiero hablar… Solo hay una cosa que quiero hacer ahora mismo. Me levanto y me pongo la ropa de correr.
Voy a vigilar a Lena.
En su calle reina el silencio salvo por el rumor de un camión de reparto y el silbido desafinado de un solitario viandante que pasea al perro. No se ve luz en el apartamento; las cortinas de su habitación está echadas. Observo discretamente desde mi escondrijo de acosadora, sin dejar de mirar las ventanas ni de pensar. Necesito un plan, un plan para recuperarla.
Cuando la luz del amanecer ilumina su ventana, subo al máximo el volumen del iPod y, con Moby atronando en los oídos, corro de vuelta al Escala.

—Tomaré un cruasán, señora Jones.
No sale de su sorpresa, y yo arqueo una ceja.
—¿Mermelada de albaricoque? —pregunta cuando se recupera.
—Sí, por favor.
—Le calentaré un par de cruasanes, señorita Volkova. Aquí tiene el café.
—Gracias, Gail.

Sonríe. ¿Solo porque voy a comer cruasanes? Si eso la hace feliz,debería comerlos más a menudo.
En el asiento trasero del Audi urdo mi plan. Necesito un primer
acercamiento a Lena Katina con el que poner en marcha mi campaña para recuperarla. Llamo a Andrea sabiendo que a las siete y cuarto aún no estará en su despacho, y le dejo un mensaje de voz: «Andrea, en cuanto llegues quiero que repasemos mi agenda de los próximos días». Perfecto.
El primer paso en mi ofensiva es ganarle tiempo a la agenda para dedicárselo a Lena. ¿Qué narices iba a hacer esta semana? Ahora mismo no tengo la menor idea. Suelo saberlo al detalle, pero últimamente he estado muy dispersa. Ahora tengo una misión en la que centrarme. Puedes hacerlo, Volkova.
Sin embargo, no estoy tan segura de tener el valor necesario para llevar a cabo mis propósitos. La ansiedad se desata en mis entrañas. ¿Seré capaz de convencer a Lena de que vuelva a aceptarme? ¿Me escuchará? Eso espero, porque tiene que funcionar. La echo de menos.

—Señorita Volkova, he cancelado todos los compromisos sociales que tenía esta semana, excepto el de mañana… No sé de qué se trata. En su agenda solo pone «Portland».
¡Sí! ¡El maldito fotógrafo!
Sonrío, y Andrea arquea las cejas, sorprendida.
—Gracias, Andrea. Es todo por ahora. Dile a Sam que venga.
—Enseguida, señorita Volkova. ¿Le apetece más café?
—Sí, por favor.
—¿Con leche?
—Sí. Un café con leche. Gracias.
Sonríe educadamente y se va.

¡Eso es! ¡La excusa! ¡El fotógrafo! Pero… ¿cómo hacerlo?
La mañana ha sido una sucesión de reuniones, y mi equipo ha estado observándome, nerviosa, esperando a que estallara a la mínima ocasión.
Sí, lo admito, esa ha sido mi actitud los últimos días… pero hoy me siento más despejada, más calmada y más presente, capaz de enfrentarme a todo.
Es hora de almorzar; la sesión de ejercicio con Claude ha ido bien. La única pega es que no ha habido más noticias de Leila. Lo único que sabemos es que se ha separado de su marido y que podría estar en cualquier parte. Si asoma la cabeza, Welch la encontrará.
Estoy hambrienta. Olivia deja un plato sobre mi escritorio.

—Su bocadillo, señorita Volkova.
—¿Pollo y mayonesa?
—Eh…
La miro fijamente. No cae en la cuenta.
Olivia se disculpa con torpeza.
—He pedido pollo con mayonesa, Olivia. No es tan difícil.
—Lo siento, señorita Volkova.
—Está bien. Vete.
Parece aliviada, pero sale del despacho a toda prisa.
Llamo a Andrea.
—¿Señorita?
—Ven.
Andrea aparece en el vano de la puerta con aspecto sereno y eficiente.
—Deshazte de esa chica.
Ella se yergue.
—Señorita, Olivia es hija del senador Blandino.
—Como si es la maldita reina de Inglaterra. Que se vaya de mi oficina.
—Sí, señorita. —Andrea se ruboriza.
—Búscate a otra ayudante —añado en un tono más afable. No quiero contrariarla.
—Sí, señorita Volkova.
—Gracias. Es todo.

Sonríe y sé que vuelve a estar tranquila. Es una buena asistente personal;no quiero que se vaya solo porque estoy siendo una imbécil. Sale del despacho dejándome con mi bocadillo de pollo sin mayonesa y con mi plan.
Portland.
Conozco la fórmula de las direcciones de correo electrónico de los empleados de SIP. Creo que Elena responderá mejor por escrito; siempre lo ha hecho. ¿Cómo empiezo?

Querida Lena

No.

Querida Elena

No.

Querida señorita Katina

¡Mierda!
Media hora después sigo delante de una pantalla en blanco. ¿Qué narices le digo?
¿«Vuelve… por favor»?
Perdóname.
Te echo de menos.
Vamos a intentarlo a tu manera.
Apoyo la cabeza en las manos. ¿Por qué es tan difícil?
Sin rodeos, Volkova. Ve al grano.
Respiro hondo y tecleo un e-mail. Sí… esto funcionará.
Llama Andrea.

—La señora Bailey está aquí.
—Dile que espere.
Cuelgo, me tomo un momento y, con el corazón desbocado, le doy a «Enviar».


De: Yulia Volkova
Fecha: 8 de junio de 2011 14:05
Para: Elena Katina
Asunto: Mañana

Querida Elena:
Perdona esta intromisión en el trabajo. Espero que esté yendo bien. ¿Recibiste mis flores?
Me he dado cuenta de que mañana es la inauguración de la exposición de tu amigo en la galería, y estoy seguro de que no has tenido tiempo de comprarte un coche, y eso está lejos.
Me encantaría acompañarte… si te apetece.
Házmelo saber.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Miro la bandeja de entrada.
Y miro.
Y miro… La ansiedad aumenta con cada segundo que pasa.
Me levanto y deambulo por el despacho… pero eso hace que me aleje del ordenador. Vuelvo al escritorio y compruebo el programa de correo una y otra vez.
Nada.
Para distraerme, recorro con un dedo las alas del planeador.
Joder, Volkova, contrólate.
Vamos, Elena, contéstame. Siempre responde enseguida. Miro el reloj: las 14.09.
¡Cuatro minutos!
Nada.
Me levanto, vuelvo a deambular por el despacho consultando el reloj cada tres segundos, o esa es mi impresión.
A las 14.20 estoy desesperada. No va a contestar. Realmente me odia…
Y no puedo culparla.
De pronto oigo el aviso de correo entrante. El corazón me da un vuelco.
¡Mierda! Es Ros, que me dice que ha vuelto a su despacho.
Y entonces ahí está, en la pantalla, la frase mágica:
«De: Elena Katina»

De: Elena Katina
Fecha: 8 de junio de 2011 14:25
Para: Yulia Volkova
Asunto: Mañana

Hola, Yulia:
Gracias por las flores; son preciosas.
Sí, te agradecería que me acompañaras.
Gracias.

Elena Katina
Ayudante de Alexandr Popov, editor de SIP

Me inunda una sensación de alivio. Cierro los ojos y la saboreo.
¡SÍ!
Releo minuciosamente su correo en busca de claves, pero, como siempre, no tengo ni idea de qué pensamientos ocultan sus palabras. El tono es cordial, pero nada más. Solo cordial.
Carpe diem, Volkova.

De: Yulia Volkova
Fecha: 8 de junio de 2011 14:27
Para: Elena Katina
Asunto: Mañana

Querida Elena:
¿A qué hora paso a recogerte?

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

Esta vez no tengo que esperar tanto.

De: Elena Katina
Fecha: 8 de junio de 2011 14:32
Para: Yulia Volkova
Asunto: Mañana

La exposición de José se inaugura a las 19.30. ¿A qué hora te parece bien?

Elena Katina
Ayudante de Alexandr Popov, editor de SIP

Podemos ir en el Charlie Tango.

De: Yulia Volkova
Fecha: 8 de junio de 2011 14:34
Para: Elena Katina
Asunto: Mañana

Querida Elena:
Portland está bastante lejos. Debería recogerte a las 17.45.
Tengo muchas ganas de verte.

Yulia Volkova
Presidenta de Volkova Enterprises Holdings, Inc.

De: Elena Katina
Fecha: 8 de junio de 2011 14:38
Para: Yulia Volkova
Asunto: Mañana

Hasta entonces, pues.

Elena Katina
Ayudante de Alexandr Popov, editor de SIP

Mi plan para recuperarla ya está en marcha. Me siento eufórica; el pequeño brote de esperanza es ahora un cerezo japonés en flor.
Llamo a Andrea.

—La señora Bailey ha vuelto a su despacho, señorita Volkova.
—Lo sé, me ha avisado por correo. Necesito a Igor aquí dentro de una hora.
—Sí, señorita.
Cuelgo. Elena está trabajando para un tipo llamado Alexandr Popov.
Quiero saber más de él. Llamo a Ros.
—Yulia. —Parece cabreada. Mala suerte.
—¿Tenemos acceso a las fichas de los empleados de SIP?
—Aún no, pero puedo conseguirlas.
—Hazlo, por favor. A poder ser, hoy mismo. Quiero todo lo que tengan sobre Alexandr Popov, y sobre todos los que hayan trabajado para él.
—¿Puedo preguntar por qué?
—No.
Guarda silencio un momento.
—Yulia, no sé qué te está pasando últimamente.
—Ros, hazlo y punto, ¿de acuerdo? —Ella suspira—. Bien. Y ahora ¿podemos reunirnos para hablar de la propuesta de los astilleros taiwaneses?
—Enseguida me pongo a ello.
Cuando acabamos, salgo del despacho detrás de Ros.
—El viernes en la Universidad Estatal de Washington —le digo a Andrea, que toma nota en su cuaderno.
—¿Y podré volar con el pájaro de la empresa? —pregunta Ros,entusiasmada.
—Helicóptero —la corrijo.
—Lo que tú digas, Yulia. —Pone los ojos en blanco y entra en el ascensor, y su gesto me hace sonreír.
Cuando ve que Ros se ha ido, Andrea me dirige una mirada expectante.
—Llama a Stephan. Mañana por la tarde voy a ir con el Charlie Tango a Portland y necesitaré que lo traiga de vuelta a Boeing Field —le digo.
—Sí, señorita Volkova.
No veo rastro de Olivia.
—¿Se ha marchado?
—¿Olivia? —pregunta Andrea.
Asiento.
—Sí. —Parece aliviada.
—¿Adónde?
—Al departamento financiero.
—Buena idea. Así me quitaré de encima al senador Blandino.
Andrea parece agradecida por el cumplido.
—¿Vendrá alguien a ayudarte? —pregunto.
—Sí, señorita. Mañana por la mañana veré a tres candidatos.
—Bien. ¿Está Igor aquí?
—Sí, señor.
—Cancela el resto de las reuniones del día. Me voy.
—¡¿Se va?! —exclama, sorprendida.
—Sí. —Sonrío—. Me voy.
—¿Adónde, señorita? —pregunta Igor, y me desperezo en el asiento trasero del SUV.
—A la tienda de Apple.
—¿En la Cuarenta y Cinco Noreste?
—Sí. —Voy a comprarle un iPad a Lena.

Me reclino en el asiento, cierro los ojos y pienso en las aplicaciones y en las canciones que voy a descargar e instalarle. Podría elegir «Toxic».
La ocurrencia me hace sonreír. No, no creo que le entusiasmara. Se pondría hecha una furia… y por primera vez en una buena temporada la idea de Lena enfadada me hace sonreír. Enfadada como en Georgia, no como el sábado pasado. Me remuevo en el asiento; no quiero ni recordarlo. Me centro de nuevo en la selección potencial de canciones y me siento más optimista que en muchos días. Suena el teléfono y se me acelera el corazón.
Me atrevo a confiar…

*Eh, imbécil. ¿Una cerveza?*

Mierda. Un mensaje de mi hermano.

*No. Ocupada.*
*Tú siempre ocupada. Me voy a Barbados mañana. A, ya sabes, DESCANSAR. Te veo a la vuelta ¡¡¡Y tomaremos esa cerveza!!!*
*Hasta pronto, Dima. Buen viaje.*

Ha sido una noche amena, llena de música, con un viaje nostálgico por mi iTunes mientras confeccionaba una lista de reproducción para Elena.
La recuerdo bailando en mi cocina; ojalá supiera qué estaba escuchando.
Estaba totalmente ridícula y absolutamente adorable. Eso fue después de que me la follara por primera vez.
No. ¿Después de que le hiciera el amor por primera vez?
Ninguna de las dos expresiones parece adecuada.
Recuerdo su súplica vehemente la noche que le presenté a mis padres:
«Quiero que me hagas el amor». Cómo me conmocionó esa sencilla frase… y aun así lo único que ella quería era tocarme. Me estremezco al pensarlo. Tengo que hacerle entender que eso es un límite infranqueable para mí. No soporto que me toquen.
Sacudo la cabeza. Te estás precipitando, Volkova; antes tienes que cerrar este trato. Compruebo la inscripción del iPad:

Elena… esto es para ti.
Sé lo que quieres oír.
La música que hay aquí lo dice por mí.
Yulia

Tal vez funcione. Quiere flores y corazones; quizá esto se acerque. Pero vuelvo a negar con la cabeza porque no tengo ni idea. Hay tanto que quiero decirle… si ella quisiera escucharme. Y si no es así, las canciones se lo dirán por mí. Solo espero que me dé la oportunidad de regalárselas.
Pero si no le gusta mi propuesta, si no le gusta la idea de estar conmigo… ¿qué haré? Puede que yo no sea más que alguien que, muy oportunamente, se ha ofrecido a llevarla a Portland. Esa posibilidad me deprime mientras me dirijo al dormitorio para conciliar el sueño, algo que necesito desesperadamente.
¿Me atrevo a albergar una esperanza?
Maldita sea. Sí, me atrevo

Jueves, 9 de junio de 2011


La doctora levanta las manos.
—No voy a hacerte daño. Tengo que examinarte la tripita. Toma.
Me da una cosa fría y redonda que hace como de ventosa y me la deja para que juegue.
—Te lo pones en la tripita y yo no te tocaré y podré oírla.

La doctora es buena… La doctora es mi mamá.
Mi nueva mamá es guapa. Es como un ángel. Un ángel que hace de doctora. Me acaricia el pelo. Me gusta que me acaricie el pelo. Me deja comer helado y pastel. No me grita cuando encuentra el pan y las manzanas escondidos en mis zapatos. O debajo de mi cama. O de mi almohada.

—Cariño, la comida está en la cocina. Cuando tengas hambre, solo hace falta que vengas a buscarnos a papá o a mí. Señala la comida con el dedo.¿Podrás hacerlo?

Hay otro niño. Dima. Es malo. Por eso le pego. Pero a mi nueva mamá no le gustan las peleas. Hay un piano. Me gusta el ruido que hace. Me pongo delante del piano y aprieto las cosas blancas y negras. Las negras hacen un ruido raro. La señorita Kathie se sienta al piano conmigo. Ella me enseña las notas negras y blancas. Tiene el pelo largo y castaño y se parece a alguien que conozco. Huele a flores y a pastel de manzana en el horno. Huele a cosas buenas. Hace que el piano suene bonito. Es amable conmigo. Sonríe y yo toco. Sonríe y yo soy feliz. Sonríe y es Lena. La preciosa Lena, sentada conmigo mientras toco una fuga, un preludio, un adagio, una sonata. Suspira y me posa la cabeza en el hombro, y sonríe.

—Me encanta oírte tocar, Yulia. Te quiero, Yulia.

Lena. Quédate conmigo. Eres mía. Yo también te quiero.

Despierto sobresaltada.
Hoy la recuperaré.



FIN?
VIVALENZ28
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VOLKOVA// ADAPTACIÓN - Página 2 Empty Re: VOLKOVA// ADAPTACIÓN

Mensaje por VIVALENZ28 2/8/2017, 4:14 am

Aquí les comparto un extracto de lo que será muy pronto la continuación de Cincuenta Sombras Más Oscuras contada desde la perspectiva de Volkova Very Happy




Jueves 9 de junio de 2011


Estoy sentada.Aguardando.Tengo el corazón desbocado.Son las 17:36 y miro por el cristal tintado del Audi la entrada del edifico. Sé que he llegado temprano,pero llevo todo el día esperando este momento.
Voy a verla.
Me remuevo en el asiento trasero del coche. Se respira tensión en el ambiente, y aunque intento mantener la calma, la expectación y la ansiedad hacen que se me forme un nudo en el estómago y que sienta una fuerte presión en el pecho. Igor está al volante, mirando al frente, mudo, con su habitual expresión impertérrita, mientras a mí me  cuesta incluso respirar.Resulta irritante.
Maldita sea.¿Dónde está?
Está ahí dentro...,dentro de Seatle Independent Publishing.
El edificio que se levanta al otro lado de una amplia y despejada acera tiene un aspecto abandonado y necesita una reforma; el nombre de la editorial está grabado de forma un tanto descuidada en el cristal, y el efecto esmerilado del ventanal se ha deteriorado.
La empresa que se encuentra tras esas puertas cerradas lo mismo podría ser una agencia de seguros o una asesoría contable; no promocionan sus productos. Bueno, esa es una de las cosas que cambiaré cuando me haga con el control. SIP es mía. Casi. He firmado las bases del contrato.
Igor carraspea y sus ojos se clavan en los míos en el espejo retrovisor.
-Esperaré fuera, señorita - dice para mi sorpresa, y baja del coche antes de que pueda detenerlo.
Quizá mi tensión le afecta más de lo que yo creía.¿De verdad soy tan transparente? Quizá es él quien está tenso.Pero¿por qué?
Aparte de por el hecho de que ha tenido que lidiar con mis continuos cambios de humor durante toda esta semana, y sé que no se lo he puesto fácil.
Pero hoy ha sido distinto.Tenía esperanzas.Ha sido mi primer día productivo desde que ella me dejó, o eso me ha parecido. El optimismo me ha hecho llevar las reuniones con entusiasmo, sólo interrumpido por la necesidad constante de comprobar la hora.
Diez horas para verla. Nuve.Ocho.Siete...Mi paciecia puesta a prueba por el tictac del reloj acercándose a mi reunión con la señorita Elena Katina.
Y ahora que estoy aquí sentada,esperando sola, la determinación y la confianza que me han acompañado todo el día se han esfumado.
A lo mejor ha cambiado de opinión.
¿Será un reencuentro? ¿O sólo quiere que la lleve gratis a Portland?
Miro el reloj otra vez.
Las 17:38
Mierda. ¿Por qué el tiempo pasa tan despacio?
Me planteo enviarle un mail para que sepa que estoy aquí afuera, pero mientras rebusco el móvil en los bolsillos me doy cuenta de que no quiero apartar los ojos de la puerta principal. Me recuesto en el asiento y repaso mentalmente sus últimos correos electrónicos. Me los sé de memoria; todos son atentos y concisos, pero no hay ningún indicio de que me extrañe.
A lo m,ejor sí que sólo soy la que la lleva gratis.
Descarto esa idea y miro la entrada deseando que aparezca.
Elena Katina, estoy esperando.
La puerta se abre y se me desboca el corazón, pero con la misma rapidez se detiene en seco, decepcionada..No es ella.
Maldita sea.
Siempre me hace esperar.Una sonrisa en absoluto feliz se dibuja en mis labios; la esperé  en Clayton's, después de la sesión de fotos en el Heathman, y una vez más cunado le envié los libros de Thomas Hardy.
Tess...
Me pregunto si todavía los tiene. Ella quería devolvérmelos; quería entregarlos a la beneficiencia.
<< No quiero nada que me recuerde a ti.>>
La imagen de Lena al marcharse acude a mi mente; su rostro triste y sombrío, compugido por el dolor y la confusión.No me gusta ese recuerdo. Duele.
Fui yo quien la hice así de desgraciada. Llegué demasiado lejos, demasiado rápido. Y eso me llena de remordimiento. La desesparación se ha convertido en un sentimientro demasiado habitual desde que se marchó. Cierro los ojos e intento recuperar la calma, pero me enfrento a mi miedo más profundo y oscuro; hay otro hombre o mujer en su vida. Comparte su pequeña cama blanca y su hermoso cuerpo con algún maldito extraño/a.
Maldita sea. Sé positiva, Volkova.
No pienses en eso. No está todo perdido. La verás muy pronto.
Tus planes sin¿guen en curso. La vas a recuperar.Abro los ojos y observo la puerta de la editorial a través del cristal tintado del Audi, que ahora refleja mi estado de ánimo.Sale más gente del edificio, pero Lena sigue sin aparecer.
¿Dónde está?
Igor continúa afuera.Pasea de un lado a otro y mira la puerta de reojo.Por el amor de Dios, parece tan nervioso como yo. ¡Qué demonios le pasa?
Mi reloj marca las 17:43. Saldrá en cualquier momento.Inspiro con fuerza y me ajusto los puños de mi camisa; luego intento alisarme la corbata, pero descubro que no me he puesto nuinguna.
Mieda.Me paso la mano por el pelo en un intento de despejar mis dudas, pero siguen obsesionándome.¿Soy sólo la que la lleva gratis? ¿Me habrá extrañado? ¿Querrá volver conmigo? ¿Hay otra mujer u hombre? No tengo ninguna respuesta. Esto es peor que esperarla en el Marble, y no se me escapa lo irónico de la situación. Creía que ese era el acuerdo más importante que jamás negociaría con ella.Frunzo el ceño...,eso no salió como esperaba. Nada sale como espero con la señorita Elena Katina.Vuelvo a sentir un nudo en el estómago de puro pánico.Hoy tengo que negociar un trato más importante.
Quiero que vuelva.
Dijo que me quería...
La adrenalina que inunda mi cuerpo hace que se me acelere el corazón.
No.No.No pienses en eso.Es imposible que sienta eso por mí.Tranquilízate, Volkova.Céntrate.
Miro una vez más la entrada de la Seatle Independent Publishing u allí está ella, caminando hacía mí.
Joder.
Lena.
La impresión me deja sin aire, como si me hubieran dado una patada en el plexo solar.Debajo de una chaqueta negra lleva uno de mis vestidos favoritos, el violeta, y las botas negras de tacón alto.El pelo, reluciente bajo el sol del atardecerm se balancea con la brisa mientras camina.Pero no es ni la ropa ni el pelo lo que me llama la atención.Tiene la cara pálida, casi tráslucida. Tiene grandes ojeras y está más delgada.
Más delgada.
El dolor y la culpa me mortifican.
Dios.
Ella también ha sufrido.
Mi preocupación se convierte en rabia.
No furia.
No ha comido en todo este tiempo.Debe de haber perdido al menos dos o tres kilos en pocos días. Mira de reojo a un hombre que tiene detrás y él le dedica una amplia sonrisa. Es un hijo de puta guapo, un engreído. Imbécil. Su intercambio despreocupado aumenta mi furia.La mira con descaro mientras ella camina hacía el coche, y mi cólera aumenta a cada pasao que da.
Igor abre la puerta y le tiende una mano para ayudarla a subir. Y de pronto está sentada a mi lado.
-¿Cuánto hace que no has comido?- pregunto con brusquedad, esforzándose por no perder los nervios.
Sus ojos verdegrises me miran directamente a la cara y me desenmascaran, me dejan desnuda y expuesta, como hicieron la primera vez que la vi.
-Hola, Yulia. Yo también me alegro de verte - responde.
Me.Cago.En.Todo.
-No estoy de humor para aguantar tu lengua viperina - espeto-. Contéstame.
Se mira las manos, en su regazo, con lo que no puedo saber qué está pensando, y pretende que me crea la patética excusa de que ha comido un yogur y un plátano.
¡Eso no es comer!
Intento con todas mis fuerzas contener mi mal genio.
-¿Cuándo fue la última vez que comiste de verdad?- insisto, pero ella me ignora y mira por la ventanilla.
Igor arranca y se incorpora al tráfico, y Lena saluda al idiota que la ha seguido fuera del edificio.
-¿Quién es ese?
-Mi jefe.
Así que es Alexandr Popov. Hago memoria de los detalles de su currículo que he repasado esta mañana: nacido en Detroit, licenciado en Princeton, properó en una empresa de publicidad de Nueva York, pero se ha mudado cada pocos años y ha trabajado por todo el país. Los asistentes no le duran demasiado, ninguno está más de tres meses con él. Lo tengo en la lista de tipos pendientes de vigilancia, Welch se encargará de investigarlo.
Concéntrate en lo que te importa ahora, Volkova.
-¿Y bien?¿Tu última comida?
-Yulia, eso no es asunto tuyo- susurra.
Caída libre.
Soy la que la lleva gratis.
-Todo lo que haces es asunto mío.Dime.
No me dejes, Elena. Por favor.
Suspira, agobiada,y pone los ojos en blanco para hacerme enojar. Y entonces la veo: una sonrisa tierna asoma a la comisura de sus labios. Está intentando no reírse.Intenta no reírse de mí. Después de toda la ngustía que he soportado, resulta tan refrescante que logra apaciguar mi enfado. Es tan típico de Lena...Su reacción se refleja en mí e intento ocultar mi sonrisa.
-¿Bien?- pregunto en un tono más conciliador.
-Pasta alle vongole, el viernes pasado- responde en voz baja.
¡Por el amor de Dios, no ha probado bocado desde la última vez que comimos juntas! Ahora mismo la tumbaría sobre mis rodillas, aquí, en la prte de atrás del coche, pero sé que no puedo volver a tocarla así.
¿Que puedo hacer con ella?
Lena mira hacía abajo, estudia sus manos, tiene la cara más pálida y triste que antes. Y yo me empapo de ella, intento entender qué debo hacer. Una desagradable sensación me oprime el pecho y amenaza con colapsarme. La ignoro, la miro de nuevo y me queda dolorosamente claro que mi mayor temor es infundado. Sé que no se emborrachó y que no ha conocido a nadie más. Viéndola ahora, sé que ha estado sola, acurrucada en la cama, llorando hasta el agotamiento. Esa idea me reconforta y me desconcierta al mismo tiempo. Soy la responsable de su tristeza.
Yo.
Soy la mounstro. Soy quien le ha hecho esto. ¿Cómo voy a conseguir qye vuelva conmigo?
-Ya - murmuro entre dientes, intentando calmarme -. Diría que desde entonces has perdido cinco kilos, seguramente más.Por favor, come, Elena.
Me siento impotente.¿Qué más puedo decir a esta joven preciosa para conseguir que coma?
Ella no me mira, así que me da tiempo de estudiar su perfil de su rostro. Es tan delicada y bella como la recordaba. Quisiera alargar la mano y acariciarle la mejilla, sentir la tersura de su piel, confirmar que es real. Me giro hacia ella, ansiosa por tocarla.
-¿Cómo estás?- le pregunto, porque quiero oír su voz.
-Si te dijera que estoy bien, te mentiría.

Maldita sea.Es eso.Ha estado sufriendo, y todo es culpa mía.
Pero sus palabras me dan una módica esperanza. Tal vez sí me haya extrañado.¿Es posible? Desesperada, me aferro a esa idea.

-Yo estoy igual. Te extraño- confieso, y le tomo la mano porque no puedo vivir ni un minuto más sin tocarla. La siento pequeña y helada envuelta en la calidez de la mía.

-Yulia,yo...

Deja la frase inacabada, se le quiebra la voz, pero no retira la mano.

-Lena, por favor. Tenemos que hablar.
-Yulia,yo...por favor...he llorado mucho- susurra.

Sus palabras, y ver cómo intenta contener las lágrimas, me rompen o que me queda de corazón.
-Oh, cariño, no.

tiro de su mano y, antes de que pueda protestar, la subo a mi regazo y la rodeo con mis brazos.
Oh, por fin la siento...
Es demasiado ligera,demasiado frágil, y quiero gritar de frustración,pero en lugar de eso hundo la nariz en su pelo, abrumado por su embriagador aroma a Lena. Me recuerda tiempos más felices: un huerto en otoño.Risas en casa. Unos ojos brillantes, llenos de humor, de malicia....y de deseo.Mi dulce,dulce Lena.
Mía.
Al principio está tensa y se resiste, pero poco a poco se relaja sobre mi cuerpo y apoya la cabeza en mi hombro. envalentonada, me arriesgo a cerrar los ojos y besarle el pelo. ella no intenta zafarse de mí, lo que es un alivio.He anhelado con desesperación a esta mujer,pero debo tener cuidado. No quiero que vuelva a marcharse. La sostengp entre mis brazos y disfruto de la sensación y de este sencillo momento de tranquilidad.
Sin embargo,sólo es un breve interludio; Igor llega al helipuerto del centro de Seatle en un tiempo récord.

-Ven.- Tengo que hacer un gran esfuerzo para levantarla de mi regazo-. Hemos llegado.- Ella me mira, perpleja-.Al helipuerto...en lo alto de este edificio - le explico. ¿Cómo había pensado que iríamoas a Portland? En coche habríamos tardado tres horas. Igor abre la puerta y yo bajo por mi lado.
-Debería devolverte el pañuelo - le dice a Igor con una sonrisa tímida.
-Quédeselo, señorita Katina, con mis mejores desesos.
¿Qué carajos se traen entre manos estos dos?
- ¿A las nueve? - los interrumpo, y no sólo para recordarle a qué hora nos recogerá en Portland, sino para evitar que siga hablando con Lena.
-Si,señorita - responde Igor en voz baja.

Claro que si, joder. Ella es mi chica. Los pañuelos son cosa mía. No suya.

Imágenes de ella vomitando en el suelo, yo sujetándole el pelo,me vienen a la memoria. Entonces le di mi pañuelo. Y unas horas después, esa misma noche, la miraba dormir a mi lado.
Para.Ya. Volkova.

Tomándola de la mano - ya no hace frío pero la sigue teniendo helada - la llevo dentro del edificio. Cuando llegamos al ascensor me acuerdo de nuestro encuentro en el Heathman. Ese primer beso.
Si.Ese primer beso.
La sola idea me estremece de pies a cabeza.
Pero la puerta se abre, me distrae y, a regañadientes, suelto a Lena para que pueda entrar.
El ascensor es pequeño y ya no nos tocamos. Pero la siento. Toda ella. Aquí.
Ahora.
Mierda. Trgao saliva.
¿Es porque está muy cerca? Me mira con los ojos oscurecidos.
Oh,Lena.
Su proximidad resulta excitante.Inspira con fuerza y mira al suelo.

-Yo también lo noto. - Suspiro, y vuelvo a tomarla de la mano y le acaricio los nudillos con el pulgar. Ella levanta la vista para mirarme; sus insondables ojos verdigrises estpan nublados por el deseo.
Joder. La deseo.
Ella se muerde el labio.
-Por favor, no te muerdas el labio, Elena.- Hablo con voz grave, cargada de anhelo.¿Siempre será así con ella? Quiero bearla, empujarla contra la pared del ascensor como hice en nuestro primer beso. Quiero cojérmela,aquí, y volver a poseerla.
Ella parpadea, separa un poco los labios, y yo contengo un gemido.¿Cómo hace eso, desarmarme con una mirada? Suelo controlar las situaciones, pero ahora prácticamente se me cae la baba solo porque se está mordiendo el labio ---. Ya sabes que efecto tiene eso en mí - añado en un susurro. Y ahora mismo, nena, deseo poseerte en este ascensor, pero no creo que me dejes.
Las puertas se abren y una ráfaga de aire frío me devuelve de golpe al presente.Estamos en la azotea, y aunque el día ha sido cálido, el viento ha arreciado. elena tiembla a mi lado. La rodeo con un brazo y ella se ovilla en mi costado. La noto muy frágil contra mi cuerpo, pero su figura delgada encaja a la perfección bajo mi brazo.
¿Lo ves? Hacemos una pareja estupenda, Lena.
Nos dirigimos hacia el helipuerto y el Charlie Tango. Los rotores gira con suavidad; está listo para despegar. Stephan, mi piloto, corre hacia nosotras. Nos estrechamos la mano, pero sigo teniendo a Elena acurrucada bajo mi brazo.

- Listo para despegar, señorita. ¡Todo suyo! . grita Stephan por encima del ruido de los motores del helicóptero.
-¿Lo has revisado todo?
- Sí, señorita.
- Igor te espera en la entrada.
- Gracias, señorita Volkova. Que tenga un vuelo agradable hasta  Portland. Señora.

Saluda a Elena al estilo militar y se dirige hacia el ascensor, que lo espera.
Nos agachamos bajo los motores y abro la puerta, después, la tomo de la mano y la ayudo a embarcar.
Cuando le ato el cinturón de seguridad se le altera la respiración. su gemido impacta directamente en mi entrepierna.
La ciño las cintas con más fuerza de lo necesario e intento ignorar la reacción de mi cuerpo a su proximidad.

-Esto debería impedir que te muevas del sitio - murmuro-- Debo decir que me gusta cómo te queda el arnés. No toques nada.

Se ruboriza. Por fin, algo de color en su pálido rostro...y, ya no puedo resistirme. Deslizo el dedo índice por su mejilla, siguiendo la línea dibujada por el rubor.
Dios, cómo deseo a esta mujer.
Ella frunce el ceño, y sé que es porque no puede moverse. Le paso unos auriculares, tomo asiento y me abrocho el cinturón.
Hago las comprobaciones de seguridad previas al despegue.
Todas las luces del instrumental están en verde y no hay ninguna alarma encendida. Pongo los rotores regularores en la posición de vuelo, establezco el código transpondedor y confirmo que la luz anticolisión está encendida. Todo parece correcto. Me pongo los auriculares, enciendo la radio y compruebo las revoluciones del rotor.
Cuando me vuelvo hacia Lena, está mirándome con atención.

- ¿Lista, nena?
-Sí.

Está pasmada y emocionada. No puedo contener una sonrisa lobuna cuando llamo a la torre de control para asegurarme de que están ahí y a la escucha.
En cuanto me dan permiso para el despegue compruebo la temperatura del aceite y el resto de los medidores. Todo parece funcionar con normalidad, así que aumento la velocidad del rotor principal y Charlie Tango, como la elegante ave que es, alza el vuelo con delicadeza.
Oh, me encanta esto.
Con la confianza que siento a medida que ganamos altura, observo de reojo a la señorita Katina, sentada junto a mí.
Ha llegado la hora de impresionarla. Empieza el espectáculo, Volkova.

- Nosotras ya hemos perseguido el amanecer, Elena, ahora el anochecer.

Sonrío, y recibo la recompensa de una tímida sonrisa que le ilumina la cara. La esperanza crece en mi interior al ver su expresión. La tengo aquí,conmigo, cuando lo creía todo perdido. Parece que se está divirtiendo, parece más feliz que cuando salió del trabajo. Puede que yo sólo sea la que la lleva gratis, pero voy a intentar disfrutar hasta el último minuto de este maldito vuelo con ella.
El doctor Flynn estaría orgulloso.
Estoy viviendo el presente. Y me siento optimista.
Puedo hacerlo. Puedo conseguir que vuelva conmigo.
Paso a paso, Volkova. No te precipites.

-Esta vez se ven más cosas aparte de la puesta de sol- comento -. El Escala está por ahí. Boeing allá, y ahora verás la Aguja Espacial.
Ella estira su delgado cuello para mirar, tan curiosa como siempre.
- Nunca he estado allí - dice.
-Yo te llevaré...podemos ir a comer.
- Yulia, lo hemos dejado- exclama en tono consternado.
Eso no es lo que quiero oir,pero intento no reaccionar de forma exagerada.
-Ya lo sé. Pero de todos modos puedo llevarte allí y alimentarte.
La miro con malicia y el rubor pinta de rosa pálido sus mejillas.
-Desde aquí arriba es precioso, gracias- dice, y soy consciente de que está cambiando de tema.
-Es impresionante, ¿verdad?
Jamás me canso de esta vista.
-Es impresionante que puedas hacer esto.
Su cumplido me sorprende.
-¿Un halago de su parte, señorita Katina? Es que soy una mujer con muy diversos talentos.- bromeo.
- Soy muy consciente de ello, señorita Volkova-responde con aspereza, y puedo imaginarme a qué se refiere.
Contengo mi sonrisa de suficiencia. Esto es lo que extrañaba, esa impertinencia suya que me desarma cada vez.
Haz que siga hablando,Volkova.
-¿Que tal el nuevo trabajo?
-Bien, gracias. Interesante.
-¿Cómo es tu jefe?
- Ah, está bien.
Parece cualquier cosa menos entusiasmada respecto a Alexandr Popov, lo cual me provoca un escalofrío de apresión. ¿Habrá intentado algo con él?
-¿Qué pasa?- pregunto. Quiero saber si ese idiota ha hecho algo inapropiado. De ser así, lo pondré de patitas en la calle.
-Aparte de lo obvio,nada.
-¿Lo obvio?
-Ay, Yulia, la verdad es que a veces eres realmente obtusa.
Me mira con divertido desdén.
-¿Obtusa?¿Yo? Tengo la impresión de que no me gusta ese tono, señorita Katina.
-Vale,pues entonces olvídalo- bromea satisfecha, y me hace sonreír.

Me gusta que me moleste y me provoque.Puede hacer que me sienta diminuta o enorme sólo con una mirada o una sonrisa; resulta refrescante y no se parece a nada que haya experimentado antes.
- He extrañado esa lengua viperina, Elena.
Una imagen de ella arrodillada delante de mí me viene a la memoria y me remuevo en el asiento.
Mierda.Concéntrate, Volkova, por el amor de Dios. Ella vuelve la cara, oculta su sonrisa y mira abajo los barrios que vamos dejando atrás. Yo compruebo el rumbo. Todo está correcto. Nos dirigimos a Portland.
Ella guarda silencio y yo de vez en cuando le robo una mirada.
La curiosidad y la sorpresa ante el paisaje y el cielo de ópalo le iluminan la cara. La tersa piel de sus mejillas brilla bajo la luz del ocaso. Y, a pesar de la palidez y de las oscuras ojeras, prueba del sufrimiento que le he provocado, está preciosa. ¿Cómo pude permitir que saliera de mi vida? ¿En qué estaba pensando?
Mientras volamos por encima de las nubes en nuestra burbuja, aumenta mi optimismo y remite la confusión de última semana.
Poco a poco, empiezo a relajarme y disfruto de una serenidad que no había sentido desde que ella se marchó; ahora está aquí conmigo.
Pero mi confianza flaquea a medida que nos acercamos a nuestro destino. Ruego a Dios que mi plan funcione. Necesito llevarla a algún lugar íntimo. A cenar, quizá. Maldita sea. Debería haber reservado mesa en algún sitio.
Necesita alimentarse. Si la llevo a cenar, sólo tendré que encontrar las palabras adecuadas. Estos últimos días me han enseñado que necesito a alguien....la necesito a ella. La quiero, pero ¿me querrá ella a mí?
El tiempo lo dirá, Volkova. Tómatelo con calma. No vuelvas a espantarla.



Aterrizamos en el helipuerto de Portland sólo quince minutos después.
Mientras detengo los motores del Charlie Tango y desconectp el transpondedor, el interruptor del combustible y la radio, aflora de nuevo la inseguridad que he sentido desde que decidí recuperarla. Necesito explicarle cómo me siento, pero eso va a ser dificíl, porque ni yo misma entiendo lo que siento por ella. Sé que la he extrañado, que me he sentido fatal sin ella y que estoy dispuesta a intentar tener una relación a su manera. Pero ¿será suficiente para ella? ¿Lo será para mí?
El tiempo lo dirá, Volkova.
En cuanto me suelto el arnés y me inclino para soltar el suyo, percibo su tenue perfume. Huele bien. Ella siempre huele bien.
Nuestras miradas se encuentran en un breve y furtivo instante, como si hubiera tenido algún pensamiento inapropiado y, como siempre, me gustaría saber qué está pensando.

- ¿Ha tenido buen viaje, señorita Katina?- pregunto, sin hacer caso a su mirada.
-Sí, gracias, señorita Volkova.
- Bueno, vayamos a ver las fotos del chico.

Abro la puerta, bajo de un salto y le tiendo la mano.
Joe, el jefe del helipuerto, espera para recibirnos.Lleva toda la vida dedicado a esto;es un veterano de la guerra de Corea, pero conserva la vitalidad y la agudeza de un hombre de cincuenta años. Sus ojos de lince no pierden detalle, y se iluminan cuando me dedica una sonrisa que le arruga el rostro.
-Joe, vigílalo para Stephan. Llegará hacia las ocho o las nueve.
-Eso haré, señorita Volkova. Señora. El coche espera abajo, señorita. Ah, el ascensor está estropeado, tendrán que bajar las escaleras.
-Gracias, Joe.
Cuando nos dirigimos hacia la escalera de emergencia, miro los altos tacones de Elena y recuerdo su ridícula caída en mi despacho.
-Con esos tacones tienes suerte de que sólo haya tres pisos.
Reprimo una sonrisa.
-¿No te gustan las botas?- pregunta, mirándose los pies.
Una agradable imagen de esas botas sobre mis hombros acude a mi memoria.
-Me gustan mucho, Elena- murmuro con la esperanza de que mi expresión no delate mis lascivos pensamientos-. Ven. Iremos despacio. No quiero que te caigas y te rompas la crisma.

Deslizo un brazo alrededor de su cintura y agradezco que el ascensor esté estropeado...eso me da una excusa creíble para estrecharla. La aprieto a mi costado y empezamos a bajar la escalera.
En el coche, de camino a la galería, me siento doblemente ansiosa; estamos a punto de acudir a la exposición de su supuesto amigo. Un hombre que, la última vez que lo vi, intentaba meterle la lengua en la boca. Quizá han hablado en los últimos días; quizá éste es un encuentro que llevaban tiempo planeando.
Joder, no se me había ocurrido antes. Espero que no sea así.
-José es sólo un amigo- dice Lena bajito.
¿Cómo? Sabe lo que estoy pensando.¿Tan transparente soy?¿Desde cuándo?
Desde que ella me despojó de mi coraza. Desde que descubrí que la necesitaba.
Me mira fijamente y se me encoge el estómago.
-Esos preciosos ojos ahora parecen demasiado grandes para tu cara,Elena. Por favor, dime que comerás.
- Sí, Yulia, comeré - responde con fastidio.
-Lo digo en serio.
-¿Ah,sí?
Lo dice con sarcasmo,y prácticamente tengo que hacer esfuerzos para no reaccionar.Ha llegado la hora de que me declare.
-No quiero pelearme contigo, Elena. Quiero que vuelvas, y te quiero sana.
Me halaga su mirada de asombro y sorpresa.
-Pero no ha cambiado nada- replica ella con el ceño fruncido.
Ay, Lena, sí que ha cambiado...dentro de mí ha habido un terremoto. Nos estacionamos delante de la galería y no tengo tiempo de explicarme antes de la inauguración.
-Hablaremos a la vuelta.Ya hemos llegado.
Salgo del coche antes de que pueda decir que no está interesada, doy la vuelta hasta su lado y le abro la puerta.Cuando sale parece enfadada.
-¿Por qué haces eso?- espeta, exasperada.
-¿El qué?
Joder, ¿a qué viene esto?
-Decir algo así y luego callarte.
¿Por eso estás enfadada?
-Elena,estamos aquí,donde tú quieres estar. Ahora centrémonos en esto, ya hablaremos luego. No se me antoja demasiado montar un numerito en la calle.
Aprieta los labios y los frunce con expresión de enfado.
-De acuerdo- accede con recelo.
La tomo de la mano, entro con paso enérgico en la galería y ella me sigue arrastrando los pies.

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