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Amor y Honor

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Mensaje por Anonymus 2/18/2015, 7:21 pm

Capítulo 1


Elena Katina, recién salida de la ducha, atravesó desnuda el alfombrado salón en dirección al bar. Desde los ventanales que se abrían del suelo al techo de su ático se disfrutaba de una despejada vista del horizonte nocturno de Washington. La perspectiva era impresionante. Lena se sirvió dos dedos de whisky de malta sin mezcla en una sólida copa de cristal de roca y se apoyó en la barra que recorría un lado de la habitación, contemplando las luces de la ciudad entreveradas con las estrellas. En un determinado momento de su vida, aquella visión de penetrante belleza había perdido la capacidad de conmoverla, un momento posterior a la pérdida en el que estaba convencida de que nada volvería a hacerla vibrar. Se había equivocado. Tras coger una bata de seda gris de un taburete, se la puso y se acercó al teléfono. Marcó un número de memoria y esperó con ansiedad escuchar la única voz que siempre quería escuchar.

—¿Diga?

Lena sonrió.

—¿Qué tal por San Francisco?

Hubo una rápida inhalación, seguida de una risa gutural.

—¿A ti qué te parece? Es la ciudad de los hombres guapos y las mujeres despampanantes. Y estamos en agosto, no llueve y luce el sol.
—Suena absolutamente perfecto.
—Lo es. —Julia Volkova se sentó en la cama y miró por la ventana de la habitación de invitados de una casa de varios pisos, de cristal y cedro, encajada en un hueco sobre la ladera de Russian Hill. Más allá de las copas de los árboles y los tejados se veía la extensión de la bahía de San Francisco, que reflejaba los colores del sol poniente. El panorama era de una belleza tan conmovedora que Julia deseó que su interlocutora estuviese a su lado para compartirlo. Con aquella voz ronca y llena de emociones que aún no había perdido la capacidad de estremecer, añadió—: Casi.
—¿Casi? —Lena tomó un sorbo de whisky, mientras imaginaba los ojos de intenso color azul y los desordenados mechones negros. Apoyó la cadera en el brazo de un sofá de piel y contempló la noche. Resultaba curioso que una vista que había tenido ante sí miles de veces de repente le hiciese añorar la compañía, cuando durante muchos meses apenas la había registrado su conciencia. Sabía qué era lo que había cambiado; algo no premeditado. Ni sensato— ¿Algún problema?
—Hum. No encuentro fecha para la recepción.
—Ah… —Lena suspiró— En eso no puedo ayudarte. Lo siento.
—¿En serio? —bromeó Julia, procurando ocultar su decepción. No habían hecho planes concretos, pero ella tenía esperanzas— ¿Qué ocurre por ahí?
—Las maniobras burocráticas de siempre: demasiadas opiniones, demasiados jefes de sección, demasiada gente preocupada por su carrera política—. Bebió el whisky, dejó la copa sobre un posavasos de piedra tallada en la mesita auxiliar y procuró hablar con tono ligero—. Como te he dicho, nada fuera de lo normal en la Colina del Capitolio.
—Entonces, ¿esa reunión informativa va a durar más días?
—Creo que sí. Hoy ha sido el repaso de los acontecimientos con pelos y señales. El análisis de quién estaba, dónde, cuándo y qué hizo.
—¿Y mañana?
—Mañana será interesante — « Mañana colgarán a alguien.»
—No pareces muy preocupada— « Pero me ocultas algo.»
—No, no estoy preocupada. ¿Va todo bien por ahí? ¿Te ha localizado la prensa?
—Todo bien —se apresuró a responder Julia— Nada fuera de lo corriente.
—¿Quién está en la casa? —Había revisado los detalles con Mac Phillips, su coordinador de comunicaciones, durante un descanso entre reuniones, pero la ponía nerviosa estar separada de su equipo. Los apabullantes acontecimientos de las semanas anteriores la habían alterado mucho y habían servido para recordarle que cualquiera podía burlar la protección mejor pensada si ponía verdadero empeño. Le costaba asumirlo, sobre todo cuando afectaba a Julia.
—Stark está al otro lado del pasillo y Davis en el piso de abajo jugando a las cartas con Inessa y un caballero canoso extraordinariamente atractivo con un irresistible acento italiano.
—Debe de ser Giancarlo. —Lena se rió e imaginó a su madre animando una casa llena de artistas, visitantes extranjeros y agentes del Servicio Secreto— Parece que todo se halla bajo control.
—Mac sabe lo que hace, Lena. No tienes por qué preocuparte.
—No me preocupo por nada. —Lena se alegró de que Julia no pudiese verle la cara. La hija del presidente era capaz de descubrir la verdad bajo su expresión, cuando los demás no veían más que un rostro neutro.
—Te noto cansada.
—Estoy bien —repuso Lena automáticamente.

‘’En realidad, sufría un terrible dolor de cabeza debido a un golpe que se había llevado durante una explosión dos noches atrás, y no había dormido demasiado desde que abandonó la cama de Julia Volkova la tarde anterior. Pasar el día entero explicando cómo dos agentes federales bajo su mando habían acabado en la unidad de cuidados intensivos no había contribuido a mejorar su jaqueca. Stewart Carlisle, director adjunto del Tesoro de los Estados Unidos, cerró la puerta tras de sí y miró con aire inexpresivo a la jefa del equipo del Servicio Secreto que protegía a la hija del presidente.

—¿Se encuentra bien?
—Golpes y magulladuras. Nada grave —Lena se sentó a la derecha de la cabecera de la mesa, donde sabía que Carlisle, su superior inmediato, se acomodaría durante la reunión y la revisión de los hechos.

El FBI ocuparía el otro extremo, y los representantes del Consejo de Seguridad Nacional y el asesor de seguridad personal del presidente se sentarían en el territorio intermedio y más o menos neutral. En aquel momento, Carlisle y Lena estaban solos en la habitación, pero la situación cambiaría al
cabo de un cuarto de hora, cuando llegasen los demás para hablar del intento de asesinato de la única hija del presidente.

—Si no está preparada para esto, Katina, dígamelo ahora.
—Me encuentro bien, señor. —Carlisle no tenía por qué enterarse de que sufría doble visión intermitente, náuseas persistentes y mareos. Carlisle resopló y ocupó la silla situada en el extremo de la mesa.
—De acuerdo, hágame un resumen. ¿Cómo se jodieron las cosas de tal forma?
—¿Cómo se joden siempre las cosas? —Lena se frotó la nariz y se sacudió la tensión de los hombros— El tipo era bueno, un profesional, y conocía el protocolo; previó lo que haríamos; sabía dónde nos íbamos a apostar. Todo el tiempo fue por delante de nosotros. Nos superó.
—¿Por qué no sabía usted nada de él?
—¡Porque no estaba en el ajo! Nadie lo estaba, como bien sabe. El FBI nos excluyó. —Hizo una pausa para refrenar la ira.

Hacía más de una docena de años que conocía a Stewart Carlisle. Le caía bien, lo respetaba como a cualquier burócrata, pero no estaban en el mismo barco. Él era un administrador y, por definición, tenía que seguir los tejemanejes de la política de Washington. Sabía perfectamente que a Lena y a su equipo no se les habían comunicado las amenazas contra la vida de Julia Volkova porque él había aceptado que no se les informase. Tal vez de mala gana, pero lo había hecho. Aunque fuese a contrapelo, Carlisle había puesto en peligro la vida de la mujer a la que Lena debía proteger y, por tanto, nunca volvería a confiar plenamente en él. Lena se encogió de hombros y habló en tono más sereno:

—La inteligencia interdepartamental se resquebrajó; nada raro, por otra parte. Alguien tendría que haber descubierto su identidad hace meses, antes de que se acercase. Tuvimos suerte al salir del paso sólo con esas víctimas.
—No puedo poner eso en un informe para el director de seguridad.
—Me ha preguntado qué ocurrió. Y eso fue lo que ocurrió: nos dieron la patada en el culo.

Carlisle miró al techo.

—Haga una valoración de su equipo.
—Notas altas para todos. —Lena se enderezó con una mirada penetrante e intensa— No hay chivos expiatorios en mi grupo, señor. Si alguien debe pagar por esto, seré yo.
—Esperemos que no haga falta llegar a tanto.’’

—¿Lena? —Repitió Julia—. ¿Estás ahí?

Lena se sobresaltó, desorientada durante un segundo.

—¿Qué? Sí. Lo siento.
—¿Qué me estabas contando? ¿Tienes problemas? —Julia se levantó y buscó su maleta debajo de la cama. Sucedía algo. Elena Katina nunca se descentraba. No de aquella forma. Julia procuró no dejarse dominar por el pánico, pero el recuerdo de Lena después de la explosión estaba demasiado fresco en su cabeza—. Puedo coger el vuelo de medianoche a Washington…
—No. —Lena, agitada, se levantó bruscamente y se tambaleó debido a un repentino mareo. Soltó una maldición para sus adentros y se vio obligada a sentarse antes de continuar—. Para empezar, no debería hablar de esto contigo.
—No me vengas con el protocolo, Katina. —Julia soltó la maleta, y el golpe resonó en medio del silencio —« Ahora no, después de todo lo que hemos sufrido.»
—Además —siguió Lena, con una leve sonrisa al imaginar los ojos de Julia echando chispas— no te puedes meter en una cosa así. Tienes que estar por encima…
—¿Cómo? Por encima de qué… ¿de la vida? —La habitación se enfrió de pronto; la puesta de sol ya no resultaba tan acogedora. «¿Cuándo empezarás a verme primero como tu amante y después como la hija del presidente?»
—Se supone que no debes conocer los pormenores de tu seguridad.
—Por Dios, Lena. ¿Cómo se te ocurre decir semejante cosa? —Julia se acercó a la ventana a paso rápido, intentando imaginar a Lena en su piso y añorando algo más que su voz. «Ni siquiera he estado allí nunca. Ella lo sabe todo sobre mí, y yo no sé prácticamente nada de ella.»
—No puede trascender que te preocupas por eso… ni por mí —dijo Lena en tono amable —Levantaría ampollas.
—¿Levantaría ampollas? ¿Crees que me importa? —Pero nada más decirlo, Julia se dio cuenta de que sí le importaba. Apoyó el hombro en el marco de la ventana y contempló la puesta de sol sobre a bahía. Costaba trabajo creer que sólo había pasado poco más de un día desde que se habían despertado juntas tras sufrir una pesadilla. Lena y dos de sus agentes habían estado a punto de morir al detener a un loco, un loco que tenía fijación con Julia, un loco dispuesto a matarla si no podía poseerla.

* * *

‘’Julia se hallaba desnuda junto a su amante, con un brazo sobre el abdomen de Lena, que dormía. Durante unos momentos, se limitó a disfrutar de ella, a paladear la tranquila sensación de posesión. Cuando Lena se movió, Julia besó su hombro desnudo, que sabía ligeramente a sal.

—¿Ahora somos libres? —preguntó en voz baja.
—Sí.

Pero Julia sabía que no era del todo cierto. Para ella la libertad era relativa (necesitaba protección las veinticuatro horas del día) y dependía de los medios de comunicación, de los admiradores agobiantes y, en un mundo cada vez más pequeño debido al terrorismo global, de los individuos anónimos y sin rostro que pretendían debilitar a sus enemigos políticos por medio de ataques personales e intimidaciones. Mientras fuese la hija del presidente, y seguramente durante más tiempo, necesitaría protección. Y la protección era una intrusión.

—Preferiría que no volvieses a darme otro susto de muerte durante una temporada —dijo Julia tras un nuevo beso.

«Anoche me horrorizaba pensar que podías haber muerto. No lo soportaría otra vez.» Lena besó el sedoso cabello negro.

—No tengo intención de asustarte nunca más. Sé que cuesta creerlo, pero estas situaciones se dan muy raramente. Espero que algún día lo entiendas.
—No vas a dimitir, ¿verdad?
—No quiero hacerlo —respondió Lena, y se acercó más a Julia— Esto es lo que hago, Julia, y me parece bien. Me permite estar contigo más de lo que podría estar en cualquier otra circunstancia. No me apetece verte una noche cada dos meses durante los seis años siguientes.

Julia se esforzó por desprenderse del miedo y escuchar. No podía negar la realidad de la situación, ya que si Lena no formase parte de su equipo de seguridad, les resultaría casi imposible verse. Incluso con ella como jefa de seguridad, les costaba trabajo tener una vida personal, pero eso no era nuevo para Julia. A ese respecto, se había movido al margen del sistema toda su vida. Suspiró.

—No sé si funcionará, pero estoy deseando probar.
—Si no funciona, haré lo que tenga que hacer —le aseguró Lena— Te amo’’

«Haré lo que tenga que hacer.» Las palabras resonaban en la mente de Julia, pero sabía que Lena tal vez no tuviese elección. No podía dimitir ni pedir un traslado hasta que los recientes acontecimientos de Nueva York se resolviesen.

—No olvides que conozco a las personas que están en la unidad de cuidados intensivos de Manhattan. Y, por si no te habías dado cuenta, también siento algo muy fuerte por ti.

Lena se recordó a sí misma, y no por primera vez, por qué las relaciones entre los agentes del Servicio Secreto y las personas protegidas estaban prohibidas. No se trataba de algo ilegal, pero en la Agencia había una ley tácita. Y violarla podía acarrear un destino fulminante en una embajada remota. Percibió la frustración en la voz de Julia. « Esto no va bien.» A Lena no le preocupaba su carrera, sino que las consecuencias salpicasen a Julia y a su padre. El dolor de cabeza se agudizó y habló en tono cortante sin darse cuenta.

—Es un asunto de la Agencia, Julia. Eres la hija del presidente, por Dios. Meterte en esto provocaría un partidismo de la peor especie. Si trasciende, podría perjudicar políticamente a tu padre, por si te parece poco ver tu vida privada en las primeras páginas de los periódicos.
—He organizado mi vida privada y protegido la carrera de mi padre mucho tiempo sin tu ayuda.

El silencio que se produjo a continuación dio mala espina a Lena, a pesar de los cinco mil kilómetros que las separaban. Tomó aliento, parpadeó por causa del dolor y reculó.

—Lo siento. Sólo quería decir…
—Entiendo perfectamente lo que quería decir, comandante —repuso Julia en tono glacial—. Sé muy bien quién soy para el público y cómo debo comportarme en el terreno político. Tenía la impresión equivocada de que estábamos hablando de algo privado. Algo entre nosotras.
—Escucha, yo…
—No hace falta que des explicaciones. ¿Algo más?
—Tengo que hablar con Mac. —Lena se frotó los ojos con gesto de cansancio.
—Te sugiero que lo busques en el hotel. Seguro que tienes el número.
—Sí.
—Entonces, buenas noches, comandante.
—Buenas noches —dijo Lena dulcemente, pero la comunicación se había interrumpido. Dejó el auricular con cuidado en la base y se recostó en el sofá. Cogió un mando a distancia de la mesita auxiliar, apagó las luces de la habitación y cerró los ojos, sabiendo que no podría dormir. Julia se quitó los pantalones del chándal metódicamente, cogió los vaqueros que estaban sobre el respaldo de una silla y se los enfundó, todo en menos de medio minuto después de arrojar el teléfono móvil sobre la cama. Tardó aún menos tiempo en acabar de vestirse y, tras ponerse su sudadera negra favorita con capucha y con las siglas de la Universidad de Nueva York sobre el pecho izquierdo, se dirigió a la puerta. En el último momento se acordó del teléfono móvil y lo guardó en el bolsillo delantero. Aunque se sentía furiosa, no podía ignorar los arraigados hábitos de media vida y estaba demasiado bien entrenada para hacer estupideces. En el pasillo, Paula Stark, una joven agente morena del servicio secreto (de rostro saludable y con un asomo de músculo bajo el traje oscuro) estaba apoyada en la pared, sin apartar los ojos del dormitorio de Julia. Se puso firme rápidamente, sorprendida, cuando Julia salió de la habitación. Las dos mujeres se miraron, y el silencio se intensificó a medida que pasaban los segundos.

—Voy a dar una vuelta —dijo Julia al fin.
—Se lo notificaré a Mac —replicó Stark sin inflexiones de voz. Cogió el móvil que llevaba prendido en el cinturón y retiró la tapa con un ágil movimiento de la muñeca. Pero Julia Volkova la detuvo sujetándole un brazo, lo cual la dejó anonadada.
—No. Por favor. Sólo quiero dar una vuelta. No voy a ningún lado.
—No puede ir sola —repuso Stark enérgicamente, olvidando su impasibilidad. Tenía que practicarla más—. Además, la comandante…
—No está aquí, ¿verdad? —preguntó Julia en tono cortante, apartándose antes de que la agente reparase en el dolor de su mirada. «Pueden vigilar mi vida, pero prefiero colgarme a que sepan lo que siento.»
—Bueno, pero se enterará… ¡Eh!

Julia se alejó rápidamente por el pasillo, pisándole Stark los talones.

—Por favor, señorita Volkova, déjeme llamar a los coches.
—Si quiere venir conmigo, no hay problema. Pero sólo usted. —Empezó a bajar por las negras escaleras; estar fuera, libre, al cabo de unos instantes—. Como levante la muñeca para hablar por el micro, me largo.

A Stark no le quedó más remedio que seguirla. Conocía a la hija del presidente lo bastante como para saber que resultaba inútil discutir. También sabía que, si provocaba a Julia, era muy capaz de darles esquinazo a todos y desaparecer. Había ocurrido antes y constituía una amenaza peor para su seguridad que salir con un solo agente como protección. « ¡Oh, Dios, Mac va a matarme! Menos mal que la comandante está en Washington.» Pasaban un poco de las nueve de la noche, y el cielo estaba despejado, casi sin nubes, salvo unas volutas aisladas que lanzaban destellos plateados al reflejar la luz de la luna llena. Julia estaba sola en una ciudad famosa por su romanticismo y en una noche ideal para amar. Bajó las retorcidas escaleras de madera que conducían desde la parte de atrás de la casa de Inessa Katina hasta Lombard Street. Iba demasiado rápido para lo que era el lugar, sobre todo en la oscuridad, esforzándose por ignorar el dolor. Hacía mucho tiempo que no le agobiaba la soledad, y en las raras ocasiones en que sucedía, sabía lo que debía hacer. Unas horas perdida en brazos de una hermosa desconocida, placeres anónimos sin coste para nadie, le habían bastado hasta que Elena Katina apareció apenas un año antes y todo cambió.

—Como si yo se lo pidiese.
—¿Disculpe? —Stark procuraba tener al alcance de la mano a la hija del presidente sin tocarla.
—Nada.

Llegaron a la calle y descendieron por el camino lleno de curvas en dirección a la bahía. Cuando resultó evidente que Stark sólo iba a limitarse a seguir sus pasos, Julia se relajó un ápice.

—A propósito, ¿qué hace usted aquí? Pensé que estaba libre de servicio.

Stark se puso colorada y agradeció que su acompañante no pudiese verla. La pregunta le sorprendió. No sabía que Julia Volkova, cuyo nombre en código era Egret, se fijaba en el programa de su equipo de seguridad. Aunque Stark era la agente principal de la seguridad de Egret y todos los días pasaba horas con ella en todo tipo de circunstancias, hacía meses que no sostenían una conversación personal. No lo habían hecho desde la noche, seis meses atrás, en que ambas habían disfrutado de varias horas de frenesí en la cama. « Al menos yo estaba bastante frenética. Y, ahora que lo pienso, tampoco entonces hablamos demasiado.»

—¿Puedo alejarme? —preguntó Julia. Seguía sin entender por qué aquellas personas estaban dispuestas a arriesgar la vida por alguien ante el que se esforzaban por ser invisibles. Aunque sabía cómo se llamaban todos los agentes de su equipo, conocía muy pocos detalles personales de ellos.
Casi nunca la miraban a los ojos porque estaban muy ocupados vigilando otras cosas. Si se presentaba desnuda delante de ellos, ni siquiera pestañeaban. Sonrió para sus adentros; Stark sí lo haría. La agente aún no dominaba bien la expresión del rostro. « Además, nunca le haría algo así.»
—Anoche, después de que todos se fueran al aeropuerto, me sentí inútil —confesó Stark, colocándose a la derecha de Julia, de modo que se interponía entre ella y el tráfico de la calle.
—Necesita una vida propia, Stark —comentó Julia sin mala intención.
—Después de lo que pasó, yo… no sé. Sólo quería estar aquí.

Julia contuvo la respiración porque la comprendía. Todos ellos, el equipo entero, habían sufrido lo indecible juntos y, aunque eran como extraños en muchos aspectos, se sentían vinculados por la victoria compartida y también por la pérdida compartida. A pesar de entenderlo, Julia se sorprendió de que Stark lo reconociese.

—¿No le preocupa decir cosas como ésa? Van a arruinar su imagen de macho.
—¿Macho? —Stark se rió, y luego se detuvo en la esquina de Hyde con Beach, ocultando discretamente el cuerpo de Julia en la intersección mientras miraba la calle de arriba abajo. Por suerte, era una noche entre semana y había pocos turistas. Cruzaron la calle y descendieron hacia la bahía—. Mientras la comandante confíe en mí, no me preocupa gran cosa mi imagen.
—¿Le importa mucho lo que ella piense?
—Por supuesto —afirmó Stark, claramente sorprendida—. Ella es… en fin, es todo lo que yo quiero ser.
—Tenga cuidado con lo que quiere. —Julia habló en tono cortante, pero sin enojo. Era dolor. «¿No te das cuenta de lo que le cuesta?» Stark se quedó callada.

Julia y ella siguieron caminando rápidamente y giraron a la izquierda en Jefferson hasta que llegaron a la playa. Julia, sin separarse Stark de ella, bajó las escaleras de piedra que conducían a la arena y, por último, se sentó con las rodillas encogidas, contemplando el claro de luna sobre las olas.

—¿Cómo está Renée? —preguntó Julia en voz baja y pensativa. Deslizó la fina arena blanca entre los dedos, dejando que cayese formando un reguero a su lado.
—Bien —respondió Stark en tono dubitativo, sin saber cómo hablar a la mujer con la que pasaba más tiempo que con nadie—. Esta mañana me ha echado a patadas del hospital, por eso decidí venir aquí por la tarde. Para estar con todos.
—¿Por qué la echó Renée? ¿Acaso la agobiaba?
—Pues… tal vez. Un poco.

‘’Stark se agitó en la silla forrada de rígido vinilo, mirando el reloj en la penumbra. Las cinco y diez de la mañana. Había dormido toda la tarde anterior después de que la comandante librase de servicio al primer equipo. En cuanto se despertó, fue al hospital, encontró a Savard demasiado sedada para hablar y decidió sentarse a esperar a que despertase la agente del FBI. Eran las ocho de la tarde. Se estiró, se acercó a la cama y contempló a la mujer herida. Bajo la luz mortecina procedente del pasillo, la piel habitualmente color café de Renée parecía pálida, casi sin vida. Con el corazón en un puño, Stark se apresuró a coger la mano yerta sobre las mantas y a apretarla entre las suyas. Estaba caliente. Cerró los ojos, soltó un suspiro tembloroso y frotó la mejilla contra los dedos largos y
finos.

—Hola —dijo Renée en voz baja, apretando débilmente la mano de Stark. Stark se sobresaltó.
—Hola. Estás despierta.
—Más o menos. ¿Puedo beber agua?
—Sí, claro. Espera un momento. —Stark se apresuró a verter agua templada de una jarra de plástico verde en un vaso de plástico y a desenfundar una pajita. Inclinó el vaso con mucho cuidado y colocó la pajita entre los labios de la enferma—. Ya está.

Tras unos cuantos sorbos, Renée dejó caer la cabeza sobre las almohadas.

—Gracias.
—¿Quieres que llame a una enfermera? ¿Necesitas algo para… el dolor?
—No, aún no. Cuéntame algo. —Renée hablaba con voz débil, pero su mirada era limpia.
—De acuerdo.
—¿Qué ocurrió?

A Stark se le aceleró el corazón de nuevo; ya le había contado la historia el día anterior. Aunque seguramente era normal, ¿no? Con paciencia, volvió a narrar los hechos desde el principio, prescindiendo de las partes más sangrientas. Y del tremendo susto que se había llevado estando arrodillada junto a Renée, mientras le apretaba el hombro con ambas manos en medio de la sangre que le brotaba.

—¿Paula?
—¿Eh? —repuso Paula con demasiada energía, sobresaltándose.
—¿Has dormido algo?
—Sí, muchísimo.
—Pareces… asustada.
—No, estoy bien.
—Vale. —Renée cerró los ojos.

Stark contempló los leves movimientos del pecho de Renée durante unos minutos y supuso que estaba dormida. Soltó los dedos de la mujer suavemente y dejó la mano yerta sobre las mantas. Cuando alzó la vista, Renée la estaba mirando.

—¿Te marchas? —La voz de Renée apenas se oía.
—No, si no quieres que lo haga.
—Quiero que lo hagas.
—Oh. —Stark desvió la vista, abrumada.
—Paula.
—¿Sí?
—Mírame.

Lentamente, Stark miró a Renée. La luz de la habitación permitía ver el brillante color azul de sus ojos, y Stark no pudo reprimir una sonrisa. Renée le devolvió la sonrisa.

—Me pondré bien… en cuanto pueda.
—Ya lo sé —se apresuró a decir Stark.
—No, en serio. Y no puedes quedarte ahí sentada, muerta de preocupación, mientras me recupero.
—No me preocu…
—Vuelve al trabajo si no quieres disfrutar del permiso. Llámame todos los días.
—Todos los días, ¿eh? —Stark soltó una risita—. ¿Por la mañana o por la noche?
—Da igual.
—¿Las dos veces?
—Si quieres.

Stark respondió con voz ronca.

—Oh, me encantaría.’’

—La agobiaba, sí, bastante —admitió al fin Stark con una leve risa—. Sí.

Julia volvió la cabeza y reparó en la sonrisa que no ocultaba la oscuridad. «¡Ajá! Nuestra joven Stark está enamorada. Me pregunto…» Sonó el teléfono que Stark llevaba en el cinturón, rompiendo el silencio, y ambas se sorprendieron.

—No conteste —dijo Julia enseguida. Stark cabeceó mientras su mano abría el teléfono.
—Tengo que hacerlo.

Cuando oyó la voz familiar y profunda, se alegró de haber respondido.
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Mensaje por Anonymus 2/19/2015, 11:09 am

Capítulo 2

—¿Está con usted?
—Sí, señora. —Stark se puso en pie de un salto, con el cuerpo rígido, casi en posición de firmes, mientras apretaba el teléfono contra la oreja—. Está aquí.
—¿Alguien más?
—No, señora. —Stark oyó una maldición amortiguada.

Había violado la regla principal: el procedimiento estándar decía que como mínimo tres agentes debían acompañar a Egret siempre que saliese de su residencia. Desde el momento en que habían abandonado la casa, Stark sabía que la hija del presidente se hallaba peligrosamente desprotegida y que la culpa era suya por permitirlo. «Se acabó. Con suerte, mañana estaré haciendo labores burocráticas y comprobando antecedentes.» Las salidas públicas de Egret exigían semanas de preparación. Se trataba fundamentalmente de trabajo de ordenador y llamadas telefónicas: informes para otras fuerzas de seguridad para coordinar las necesidades y despliegue del personal, programas de desplazamientos para todo el personal de apoyo, itinerarios de llegadas y salidas, y planificación de todas las posibles rutas durante todos los días de viaje. El procedimiento generaba una gran cantidad de papeleo. La misión era una especie de pena de muerte para cualquier agente ansioso de hacer trabajo de campo. Stark esperó que cayese el hacha.

—¿Se encuentra segura?
—Sí.
—Descríbame el terreno.
—Delante, el océano; elevación a la izquierda, creo que es Fort Mason; a la derecha, el embarcadero y los muelles, totalmente desiertos a esta hora de la noche; y la autopista, detrás de nosotras. Nadie en las cercanías. Mínimo contacto previo con civiles.
—Muy bien. Permanezca alerta, Stark.
—Entendido.
—Póngame con ella, por favor.

Stark se volvió y le ofreció el teléfono a Julia, que se levantó de la arena y lo cogió.

—¿Sí?
—No contestas al teléfono.
—Lo sé.

La voz de Lena al otro lado de la línea sonaba más cansada que furiosa. Julia se apartó un poco de Stark, aunque sabía que la agente haría todo lo posible por no escuchar. «Como si no sospechase. Como si todos no se lo preguntasen. Pero sospechar y saber no son lo mismo.»

—¿Por qué no? —Preguntó Lena—. No llevas una radio ni un buscapersonas. Si tampoco utilizas el móvil, no podremos ayudarte de ninguna manera. No es seguro para…
—Lo he traído… por si acaso, pero no lo encendí. —Estaba muy oscuro; el agua parecía negra bajo un cielo aún más negro, moteado por los rayos del claro de luna y por pintas de estrellas. «Si hubiera problemas, podría llamar para pedir ayuda.»
—Gracias.
—¿Cómo supiste que estaba fuera?

Al otro lado del país, Lena se movió en el sofá mientras contemplaba el rítmico parpadeo de las luces de un avión que planeaba sobre Washington en dirección al aeropuerto nacional Reagan.

—No sabía dónde estabas. Como tu móvil no respondía, llamé al número de la casa y hablé con Davis. Fue al piso de arriba y descubrió que ni tú ni Stark estabais allí y tampoco en el dormitorio.

Julia se rió.

—No se te ocurriría pensar…
—No.
—Ella no tuvo la culpa.

No hubo respuesta, y Julia repitió:

—Lena, no fue culpa de Stark. No le dejé otra opción.
—No, no sueles hacerlo. Sin embargo, eso no es excusa.

Julia se pasó la mano por los cabellos y se levantó. Se alejó tres metros y miró por encima del hombro. La agente del servicio secreto también se había movido y estaba a tres metros de ella. Tapó el teléfono con la mano y susurró de forma bien audible:

—¿Le importaría apartarse?
—No puedo, lo siento. Sólo estoy yo y debo mantenerme cerca.
—No pasa nada. Mire a su alrededor… estamos solas. Apártese.

Stark no se movió.

—Dios, es casi tan tozuda como tú —dijo Julia al teléfono.
—Mejor así, es tu única seguridad.
—¿Por qué me has llamado?

Pasó un segundo, y luego otro.

—¿Lena?
—No podía dormir.

Julia se quedó callada. De pronto, se le puso un nudo de emoción en la garganta que le dificultaba la respiración y la dejaba sin palabras. Lena siempre hacía lo mismo: la sorprendía cuando creía que estaba demasiado furiosa para conmoverse. Sin saber muy bien cómo, Lena dejaba atrás el dolor y las heridas y encontraba los puntos más importantes. Julia no estaba segura de que le gustase que alguien tuviese semejante poder, pero no podía controlar lo que le ocurría. Le resultaba doloroso.

—La última vez que no pudiste dormir —comentó Julia con una mezcla de desafío y pena en la voz—, fuiste a mi cama.
—Y lo haría ahora si pudiera. —Hubo un momento de duda—. ¿Sería bien recibida?
—¿Y aún lo preguntas?
—Abandonaste la casa en mitad de la noche sin informar al equipo. Tu teléfono está apagado. Te encuentras a unos jodidos cinco mil kilómetros de distancia y no puedo verte la cara. Sí. Te lo pregunto.
—Me sacas de quicio —murmuró Julia.
—Lo sé —dijo Lena en tono de disculpa—. No era mi intención.
—Ya.
—Tú también me cabreas bastante.
—Sí. —El tono de Julia era más suave, prudente. Añadió en voz baja—: Necesitaba salir. Nada más.
—No has respondido a mi pregunta.
—Sí, la respuesta es sí. Siempre será sí.
—Siento haberte molestado. —Se oyó un suspiro de pesar al otro lado de la línea—. Y ahora vuelve a la casa, por favor.
—La verdad es que había pensado en un viaje en ferry a Alcatraz…
—Julia —repuso Lena en tono amenazante—. Se me está acabando el sentido del humor.
—Muy bien, entonces Stark y yo volveremos a la casa.
—No. Llamaré a Mac para que envíe un coche.
—Lena, nadie nos ha visto, y sólo estamos a diez manzanas de la casa. Por favor. No me pasará nada.
—Con la condición de que Davis baje a buscaros.
—De acuerdo, si no queda más remedio.
—Que se ponga Stark. Un momento… —Tras un instante, añadió—: ¿Me llamarás más tarde cuando estés en casa?
—¿No lo hará Stark?
—No es lo mismo.
—Eso espero. —Julia sonrió y le tendió el teléfono a Stark—. La comandante… para usted.

Felicia Davis se reunió con ellas cuando subían por Hyde Street, camino de Russian Hill. La alta y esbelta mujer de piel de ébano las saludó cordialmente con un gesto y sin decir nada se puso al lado de Stark, que se desplazó a la izquierda, de forma que las dos agentes del servicio secreto caminaban a ambos lados de Julia Volkova. Julia, totalmente ajena a su presencia, repasó en su cabeza la conversación que acababa de sostener con Lena. No podía desprenderse de la sensación de que algo iba mal. Aunque hacía menos de un año que se conocían y durante gran parte de ese tiempo habían estado enfrentadas o sin relacionarse, percibía la tensión en la voz de Lena. Y no sólo se debía a la fatiga. Hacía dos frenéticos meses que eran amantes, tras otros cuatro meses aún más angustiosos en los que Lena había estado en el hospital y de baja médica. La había herido —casi la había matado— una bala dirigida a Julia. Una bala que la agente del servicio secreto había detenido con su cuerpo de forma intencionada. Por primera vez, Julia había tenido que afrontar la dura realidad de que su vida, debido al cargo de su padre, valía más que la de cualquier otro ser humano. Era algo que la mayoría de las personas sometidas a protección nunca pensaban y que a ella le costaba aceptar. A Julia, obsesionada por la idea de que esa realidad casi le había costado la vida a la mujer que amaba, le resultaba cada vez más difícil tolerar que los agentes se interpusiesen entre ella y el peligro. En otro tiempo había huido de sus protectores porque odiaba que se entrometiesen en su vida, pero en ese momento quería evitar su presencia para que ellos no se arriesgasen. Era una insensatez, y Julia esperaba que nadie se diese cuenta. Desde el punto de vista lógico, Julia comprendía la necesidad de las fuertes medidas de seguridad.
Si la secuestraban, su padre sufriría presiones insoportables para ceder a las amenazas y a la manipulación, algo que como hombre y como padre estaría dispuesto a hacer. Sin embargo, como presidente de los Estados Unidos, no podía hacerlo. Por ese motivo, era ella la que asumía la responsabilidad de no poner jamás a su padre en semejante situación. Ese conflicto equivalía a una lucha vital, puesto que se hallaba expuesta a la curiosidad general desde la adolescencia: primero, cuando su padre fue gobernador, y luego durante los ocho años de la vicepresidencia, cuando se preparaba públicamente para el cargo de presidente. Y en aquel momento, Julia mantenía una relación con la jefa de su equipo de seguridad personal. «La vida era mucho más fácil hace un año.»

—¿Necesita algo, señorita Volkova? —Felicia Davis inclinó ligeramente la cabeza, pues le pareció que había oído la voz de Julia.
—No, estoy bien.

Las tres mujeres caminaron en silencio. Cuando llegaron a la casa, entraron por la puerta principal y vieron a Inessa Katina, la madre de Elena Katina, dando las buenas noches a los otros invitados.

—Veo que se han encontrado.
—Sí —afirmó Julia con una sonrisa.

Inessa, con una blusa de seda de color verde esmeralda y pantalones más oscuros, parecía una versión de Lena, aunque más tierna y un poco más vieja. Con eso bastaba para arrancarle una sonrisa a Julia, pero además Inessa le caía bien y la respetaba. A Julia, que también era artista, la impresionaba la reconocida pintora.

—¿Desean alguna cosa? —preguntó Inessa—. ¿Una copa y algo de comer?
—Si hay oporto… me encantaría —respondió Julia.
—Perfecto.

Las dos agentes del servicio secreto declinaron la invitación. Davis cruzó el salón y desapareció en la parte posterior de la casa para comprobar la entrada de atrás y los alrededores. Stark se dirigió al comedor, que se comunicaba con el salón a través de un arco, y se colocó en un lugar que le permitía ver bien la puerta principal, pero que estaba a cierta distancia y garantizaba la intimidad de Julia y Inessa. La casa presentaba una estructura contemporánea de varios pisos con muchas claraboyas, terracitas a las que se accedía por puertas correderas de cristal y que prolongaban las habitaciones que daban a la ladera, y una sensación general de despejada expansión. Los colores cálidos y tenues de las alfombras y los muebles suavizaban las líneas rotundas y frías. Se trataba de una casa tipo Arquitectural Digest en la que se podía vivir. Sólo un cuadro de los muchos que adornaban las paredes era de Inessa. A pesar de su fama internacional, tenía la misma actitud de intensa privacidad de su hija.

—¿Has hablado con Elena? —Inessa sirvió el vino en dos copas de cristal y las llevó hasta el sofá en el que estaba sentada Julia, le ofreció una y se hundió en una de las sillas tapizadas a juego que formaban ángulo recto con el sofá—. Llamó preguntando por ti.
—Hablé con ella hace unos minutos.
—Supongo que pensó que no me daría cuenta, pero sí. Parecía… preocupada.

Julia dudó. No estaba acostumbrada a hablar de asuntos personales con nadie, bueno, con nadie que no fuese Diane. Diane Bleeker era su agente y amiga más antigua y, aunque habían competido muchas veces por ganarse a la misma mujer, se comprendían. Julia opinaba que la comprensión era lo más importante que podía ofrecer una amiga. A pesar de su escasa relación con Inessa, ambas habían compartido una experiencia crítica que había forjado un profundo vínculo entre ellas. Después de que Lena hubiese sido herida, las dos pasaron cuarenta y ocho horas junto a su cama. En ese tiempo, no sabían si viviría o moriría. Habían presenciado en silencio su lucha y habían compartido la pena y la incertidumbre. También compartían otra cosa, aunque no lo decían: las dos la amaban.

—Estaba preocupada. —Julia respiró a fondo y esbozó una lánguida sonrisa—. Creo que por mi culpa. Decidí salir a dar una vuelta y me temo que no seguí las «normas de orden Katina» .
—Supongo que deben de ser normas muy pesadas.

Julia se encogió de hombros.

—Sí, pero imagino que a estas alturas ya debería haberme acostumbrado.
—Dudo mucho que pudiera acostumbrarme a algo así —afirmó Inessa, convencida—. Creo que Elena lo entiende. —En su tono había amabilidad y comprensión sinceras. Julia, horrorizada, se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Se levantó bruscamente y se acercó a la ventana, tratando de contener sus emociones por todos los medios.
—Lena lo entiende —le aseguró a Inessa—. Sé que lo entiende. Pero debe hacer su trabajo, y yo soy su trabajo. Eso ante todo.
—Sí, ya sé que se toma muy en serio esa responsabilidad. Sin duda, por eso le han dado el trabajo —Inessa habló con voz tranquila y agradable—. Amaros debe de ser todo un reto para las dos.

Julia, sorprendida, se volvió de pronto y tropezó con la mirada de Inessa.

—¿Te ha contado…?
—No —respondió Inessa con otra sonrisa—. Pero se nota mucho cuando te mira. No intento disculparla. Es como su padre, totalmente volcada en su trabajo, prescindiendo muchas veces de sus propias necesidades. Aunque en su defensa…
—No tienes por qué defenderla delante de mí. La am…

Julia guardó silencio, conmocionada. No pretendía decir aquello; nunca se lo había dicho a nadie —sobre nadie—. En primer lugar, porque nunca había existido nadie de quien decirlo. Y, aunque hubiese existido, no había nadie a quien contárselo con seguridad. Ni siquiera a Diane, y no porque no confiase en su amiga, sino porque contarlo lo convertía en algo real. Tenía que admitir su propia vulnerabilidad. Decirlo sería sentirlo, y eso le aterrorizaba. El silencio se intensificó entre ellas hasta que Inessa habló con dulzura.

—No pretendo defenderla. Lo siento, habla la madre que llevo dentro. Sólo quiero decir que, a pesar de su resolución, se preocupa mucho.
—Ya lo sé. —Julia inclinó la copa y bebió el resto del vino, se acercó al aparador y dejó la copa con cuidado sobre una bandeja de plata. «Ojalá supiera si soy yo o la hija del presidente lo que está por encima en sus afectos.» Se volvió y dijo en tono neutro:— Tengo que hablar con ella. Prometí informarle de nuestro regreso.
—Espero no haberte ofendido.
—No, en absoluto.

Se dieron las buenas noches con sendos gestos. Al pasar por el comedor, Julia habló con Stark sin mirarla:

—Me voy a la cama.

Stark no dijo nada, porque no había nada que decir. Antes había llamado por radio a Mac para notificarle que Egret estaría segura el resto de la noche y a la comandante en Washington para decirle lo mismo. También ella podía irse a la cama. Miró la hora, preguntándose si sería demasiado tarde para llamar al hospital de Nueva York.

* * *

Julia se dio una ducha rápida y se acostó desnuda. Apagó las luces y marcó el número de Lena bajo la tenue luz de la pantalla del teléfono móvil. Lena contestó al primer timbrazo.

—Katina.
—Soy yo.
—¿Todo en orden? —preguntó Lena dulcemente.
—Todo seguro.
—Bien. ¿Cómo estás?
—Cansada. —A Julia le encantaba la voz grave de Lena. Suspiró y cerró los ojos, imaginando que Lena estaba a su lado—. Debe de ser el desfase horario.
—Han sido unos días muy movidos.

Ninguna de las dos dijo que en las dos semanas anteriores habían afrontado un intento de asesinato, una bomba en un coche y varias explosiones; y todo afectaba a Julia o a miembros de su equipo de seguridad. Julia se puso de lado para mirar por la ventana y ver el lento movimiento de la luna, que aparecía y desaparecía tras las pocas nubes que moteaban el cielo. En la casa reinaba un gran silencio y tranquilidad, a diferencia de los omnipresentes ruidos urbanos que estaba acostumbrada a oír, incluso desde su penthouse de Gramercy Park. También la vista era muy distinta a la de Nueva York: el cielo parecía más claro y las estrellas más brillantes. Resultaba hermoso, y Julia sintió de nuevo la punzada de la soledad.

—¿Qué se ve… desde tu ventana?

Lena guardó silencio mientras contemplaba la noche.

—El cielo, muy negro, está festoneado de nubes. Veo las estrellas, hay millones… y un montón de aviones que aterrizan y despegan. Distingo un resplandor a la izquierda que llega hasta las capas inferiores de nubes, la Casa Blanca. Siempre está bañada en luz. Me sorprende que se pueda dormir… —Se rió—. Eso lo sabes tú mejor que nadie, ¿no?
—No es fácil dormir allí —respondió Julia, con aire pensativo—. Por muchas razones. Las luces, los guardias, el tamaño de las malditas habitaciones. Es como dormir en un museo. Como bien sabes, no es mi lugar favorito.

Lena soltó una risita y puso los pies descalzos sobre la mesita que estaba delante del sofá. Se había servido otro whisky mientras esperaba informes de Stark y también mientras se preguntaba cuándo la llamaría Julia. Lo cogió y dio vueltas al vaso en la mano.

—Ya me di cuenta de eso.
—¿Qué hora es ahí, las tres?
—Más o menos.
—¿Y a qué hora os reunís los burócratas por la mañana?
—A las siete. —Lena intentó disimular el cansancio—. Creo que los burócratas se sienten culpables por no hacer nada y trabajan horas extra para compensarlo.
—Supongo que tienes razón —admitió Julia riéndose—. Deberías dormir, Lena. Debes de estar aún más cansada que yo.
—Por lo menos no sufro desfase horario.
—No, pero no has dormido mucho la última semana y estás herida.

Se produjo un silencio, y Julia imaginó a Lena procurando encontrar una respuesta neutra. Lo cual significaba que estaba herida, ya que, por mucho que Lena se guardase las cosas, nunca mentía.

—¿Qué te ocurre?
—Tengo un nudo en la nuca que me duele en los momentos más inoportunos. Claro que podría ser de aguantar a Doyle doce horas…
—Elena.

Lena percibió la seriedad del tono de Julia y suspiró.

—Me siento como si me hubiese pasado una apisonadora por encima… de un lado a otro. Dos veces.
—¿Qué más? —Había visto los moretones el día anterior. «¡Dios, cómo es posible que la eche tanto de menos!» Parecían dolorosos, pero hacía falta mucho más que eso para que Lena se quejase.
—Nada demasiado grave. Un ligero aturdimiento, un poco de visión borro…
—Dios mío. —Julia se incorporó en la cama. Las mantas cayeron, dejando sus pechos al descubierto—. No deberías trabajar, sino estar en cama. ¿No puedes aplazar esa condenada reunión?
—Hay que hacerla, y cuanto antes mejor. Los hechos tienden a deformarse cuanto más se demoran. Las personas tienen pérdidas de memoria selectivas o recuerdos fortuitos, que les permiten verse como los buenos y ver a los demás como los malos.
—No crees que puedan surgir problemas, ¿verdad?

Lena dudó porque había estado más de doce años en la nómina del Departamento del Tesoro y no solía hablar de su trabajo con nadie. Ni siquiera cuando Janet y ella vivían juntas, hablaban del trabajo. Y Janet era policía. «Si hubiéramos hablado más, tal vez me hubiese enterado de dónde estaría aquella mañana. Podía haberla avisado. Quizá no hubiese muer…»

—¿Lena?
—Lo siento. Me parece que estoy cansada. —Se frotó los ojos y dejó los recuerdos a un lado—. Un agente ha muerto y hay dos gravemente heridos. Estuviste a punto de ser tú también una víctima. Cualquiera de esos hechos sería en sí grave. Todos juntos requieren una explicación.
—Pero saldrás bien de esto, ¿no? Dios mío, Lena, por poco te mueres. Si no hubiese sido por ti, quién sabe lo que les habría ocurrido a Grant y a Savard.
—No me pasará nada. No te preocupes.
—¿Me contarás lo que suceda? —Julia sabía que estaba pidiendo a Lena que cruzase una línea. Pero ya habían cruzado muchas y, si alguna vez tenían que hacer algo juntas…Esperó. «Por favor, no me excluyas.»
—Informe completo.
—Te echo de menos. —Julia tuvo que armarse de voluntad para decirlo, pero era un sentimiento tan abrumador que no había otra forma de expresarlo. Si no le ponía voz, se ahogaba.
—Daría lo que fuera por estar a tu lado en este momento —dijo Lena en voz baja—. Lo que fuera.
—¿Sabes qué es lo que más me enfada de ti, Katina?
—No, ¿qué?
—Que no puedo enfadarme contigo mucho tiempo.

Lena se rió, sintiéndose mejor de pronto.

—Algo bueno he de tener en la vida, ya que no me tocan las mejores cartas precisamente.
—En eso se equivoca, comandante. —Julia sintió frío de pronto y se tapó con las sábanas. «No tienes ni idea de lo loca que estoy por ti.»
— Bien. —Julia habló en voz muy baja, pero Lena la oyó. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y dijo—: Todo irá mejor cuando acaben las reuniones informativas.
—¿De verdad? —preguntó Julia con escepticismo—. La política de Washington nunca cambia. Lo sabes perfectamente, Lena. Siempre es lo mismo con diferente envoltorio.
—En cualquier caso, todo será mejor para ti. Lo han frenado y…
—Te refieres a que está muerto.
—Sí —afirmó Lena—. Ahora que está muerto, tu vida será un poquito más fácil.
—¿Tenéis la identificación definitiva?

Lena dudó durante un segundo.

—No, aún no. Se encargan de todo en Quantico, y ya te das cuenta de lo lentos que se mueven esos resortes.
—Pero no hay ninguna duda, ¿verdad?
—No hay duda de que capturamos al hombre correcto — respondió Lena con la mayor convicción—. La identificación no será positiva hasta que tengamos todas las pruebas forenses, pero Savard se encargó de él. Y eso es lo que importa. Su nombre da igual.

Julia se removió, inquieta, bajo las mantas, entendiendo muy bien lo que Lena no decía. El FBI había capturado a alguien. Ese alguien era presumiblemente el hombre que la había estado acosando, amenazando su vida y poniendo en peligro a todo su equipo de seguridad. Era demasiado inteligente para ignorar lo que Lena callaba: sólo el tiempo diría si el hombre muerto era el acosador que habían estado buscando.

—¿Vas a ir a la inauguración de la exposición de tu madre? —preguntó Julia, cambiando de tema a propósito. Ninguna de las dos podía hacer nada para alterar las circunstancias relativas a Loverboy, así que no tenía sentido hablar de él.
—Lo intentaré —respondió Lena—. Me he perdido muchas y sé que ésta es muy importante. Haré todo lo posible.
—Estupendo. Aunque no lo diga, te aseguro que le gusta que vayas.

Lena suspiró de nuevo y se frotó los ojos para despejar la tensión.

—Ya lo sé.
—Duerme un poco.
—Lo haré —aseguró Lena, preguntándose si podría descansar tras percibir el matiz de perdón en la voz de Julia.
—¿Me llamarás mañana?
—Sí, en cuanto tenga ocasión. Por la mañana… Mac estará…
—Elena, Mac puede encargarse de las cosas. Estoy perfectamente.
—Vale. —Tras unos momentos, Lena añadió—: Buenas noches, Julia.
—Buenas noches —susurró Julia.

Julia cerró el teléfono móvil y lo dejó en la mesilla. Se tapó con las mantas hasta los hombros y siguió mirando hacia la ventana. Lena dejó el auricular sobre el receptor, se levantó y se estiró. Le dolían los hombros debido a las contusiones que había sufrido al caer al suelo tras la explosión. Atravesó la corta distancia que la separaba de la ventana con la copa en la mano y contempló el horizonte otra vez. Bebió el whisky y dejó la copa en el bar. Necesitaba dormir. Pero, cuando se apartó de la ventana, sonó el teléfono. Lo cogió inmediatamente.

—Katina. —Escuchó un momento, y luego dijo—: No, no hay problema. Que suba.

Un minuto después, Lena abrió la puerta y ante ella apareció una rubia alta y majestuosa que llevaba un caro vestido de noche.

—Hola, Claire.
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Mensaje por Anonymus 2/20/2015, 3:03 pm

Capítulo 3

Lena abrió los ojos en la oscuridad y sintió un aliento cálido en la nuca. Una mujer se apretaba contra ella: los pechos pegados a su columna, un brazo doblado sobre su cadera, los dedos acariciando suavemente su piel. Intentó darse la vuelta, pero la mano posada sobre su cadera se lo impidió. Una voz ronca le habló al oído en tono familiar y autoritario:

—No. No te muevas y no abras los ojos.

Lena, tendida de lado, obedeció y cerró los ojos. Todas sus células se concentraban intensamente en los experimentados dedos que seguían el hueco de su cadera, la curva de las costillas y la amplia llanura de su abdomen. Caricias leves y juguetonas arrancaban a sus pulmones ásperos jadeos casi dolorosos cuando el tacto se demoraba en lugares especialmente sensibles y luego los abandonaba.

—Aaah…
—Chiss.

Enseguida se puso dura y tensa e inclinó las caderas para que la inquisitiva mano descendiese entre los muslos. Los dedos la separaron, buscaron su calor y rozaron, suaves como plumas, terminaciones nerviosas crispadas por la excitación. Unos labios tiernos y sensuales exploraron el rostro de Lena y besaron sus párpados y la mandíbula antes de reclamar la boca con acometidas profundas y posesivas. Lena oyó sus propios gemidos estremecidos cuando el primer brote de placer surgió entre sus piernas y comprendió que se aproximaba el fin de la exquisita tortura.

—¿Pretendes que me corra? —susurró Lena con voz entrecortada por los picos de la excitación.
—Al final.

Los dedos de Claire continuaron acariciándola, presionando la piel sensible y dibujando tiernos pliegues hasta convertir el deseo de Lena en una oleada de placer.

—¿Ahora? Dios…
—Ten paciencia.
—No aguanto… más —acertó a decir Lena, con las piernas tensas mientras la explosión cobraba fuerza—. Estás… al mando.

Tras una risa ronca, la presión de un pulgar se añadió a los dedos que se movían en círculos.

—Siempre he estado al mando. ¿No es lo que quieres?
—Ya lo… sabes. —Lena levantó las caderas y separó los muslos, invitando a la penetración.
—Ponte boca abajo —ordenó la voz melosa.
—Estoy a punto. ¿No puedo correr…?
—Haz lo que te digo.

Lena se puso boca abajo, temblando. Cogió la almohada entre los brazos, volvió la cara y ofreció la boca. Gimió cuando una mano se deslizó entre sus piernas y la reclamó de nuevo, penetrándola mientras se movía simultáneamente sobre su clítoris.

—Oh, Dios…

No podría reprimir el creciente clímax mucho más; una o dos caricias más, y se correría.

—Vas a hacer que me corra —advirtió, casi sin respiración.
—Lo sé. Es lo que quieres, ¿no?
—Sí, sí, es lo que quiero. Dios, sí… Clai…

Lena se incorporó de un salto en la cama, hundida en la debilidad por el inminente orgasmo. Apartó las mantas, jadeando, sacó las piernas de la cama y se sujetó con las manos a ambos lados del cuerpo, agarrando el colchón mientras trataba de contener sus tambaleantes sentidos.

—¡Jesús!

Se acercó al tenue filo del orgasmo con las piernas temblando y el estómago encogido y preparado para el desahogo y logró rebajar la oleada de excitación.

Los números rojos del reloj de la mesilla marcaban las seis y cinco de la mañana. Había estado una hora en la cama. Se hallaba completamente sola. Empapada en sudor y respirando con dificultad, se incorporó sobre unas pesadas piernas y se dirigió al cuarto de baño con paso vacilante. Abrió los grifos de la ducha a tope, se introdujo en ella y apoyó la frente en los fríos azulejos mientras caía el agua.

—Joder —susurró.

No recordaba nada parecido en su vida, y que eso hubiese ocurrido entonces, después de la desasosegante visita de la noche anterior, la alteró. Aún temblaba por la urgencia sin respuesta que latía en sus entrañas, sabiendo que podría satisfacer la necesidad física con el más leve roce. Su cuerpo lo pedía a gritos, pero el corazón se resistía. No era tan tonta como para creer que podía controlar su subconsciente, pero no deseaba tener un orgasmo con el recuerdo de Claire bordeando sus terminaciones nerviosas. Elevó el rostro hacia el agua fría y dejo que cayese sobre su cabeza y su pecho. Temblorosa, apoyó las manos en la pared y bajó la cabeza, mientras se empapaba el cabello y la espalda. Por fin, la abrasadora presión entre las piernas empezó a ceder, y echó la cabeza hacia atrás, frotándose la cara con las dos manos.
Permaneció en la ducha mucho tiempo, hasta que su cuerpo se serenó y sintió la cabeza despejada, excepto por el eco lejano de la omnipresente jaqueca. Por suerte, apenas la distraía, pues iba a necesitar todas sus facultades mentales cuando se reuniese con Carlisle y los demás al cabo de una hora. En adelante, no podía pensar en lo que acababa de ocurrir y en lo que había sucedido la noche anterior.

—Acabemos con esto —dijo Stewart Carlisle, con un matiz casi imperceptible de cansancio, al grupo reunido en torno a la mesa.

Las luces fluorescentes arrancaban reflejos a las paredes pálidas y desnudas de una de las numerosas salas de reuniones idénticas del edificio del Tesoro y daban aspecto enfermizo a todo el mundo. Lena confió en que así se disimulase su estado, porque a medida que pasaban las horas se sentía más aturdida y desorientada. Intentó parecer atenta mientras Carlisle hablaba.

—Las declaraciones de todos los que estuvieron en el lugar confirman los hechos descritos en los informes de los agentes Katina y Doyle. No hay nada nuevo ni contradictorio. Se habían analizado y previsto todas las contingencias. Se siguieron los protocolos sin excepción. Los informes de trabajo generados por el FBI, el Servicio Secreto y los equipos de la policía estatal involucrados en la Operación Loverboy tres noches antes, cuando un sujeto no identificado había atraído a una mujer (que según creía era Julia Volkova) a un lugar desierto con la intención de matarla, formaban un expediente de cinco centímetros de grosor.

Cada uno de los representantes de las diversas agencias de seguridad presentes tenía una copia ante sí, además de una carpeta de parecido grosor con los resultados preliminares del forense y el laboratorio. Habían dedicado gran parte de los dos días previos a estudiar los documentos, buscando deficiencias estratégicas, interrupciones de las comunicaciones o descuidos de los agentes participantes. Carlisle señaló los documentos mientras hablaba.

—Creo que podemos admitir que las víctimas fueron aceptables dado el nivel de amenaza de la protegida. Aceptables e inevitables.

Todos entendieron que no se iba a responsabilizar a nadie de la cadena de acontecimientos que habían provocado gravísimas heridas a varios agentes.

—Mi departamento, en colaboración con la oficina de operaciones de la Agencia en Nueva York, continuará con la identificación definitiva y la comprobación de antecedentes —añadió Carlisle—. Así que…
—Está la cuestión de la violación de la seguridad en Central Park —observó Patrick Doyle.

Carlisle miró con cautela al hombre corpulento, de cuello grueso, sentado frente a él en el extremo opuesto de la mesa. Unos duros ojos azules le devolvieron la mirada desde un rostro lleno y de tosco atractivo. El agente especial del FBI Patrick Doyle había dirigido el equipo formado para detener al tipo que acosaba a la hija del presidente tras el primer atentado contra su vida. Lena habló, sin dar tiempo a que Carlisle respondiese.

—Se trata de un asunto que debe revisar el Servicio Secreto, Doyle. —Lena se limitó a decir algo evidente, pues todos sabían que el Servicio Secreto nunca hablaba de procedimientos y protocolos con personas ajenas al mismo. «Naturalmente, Doyle también lo sabe. ¿A qué viene esto?»
—Lo normal es que dos atentados casi victoriosos contra una protegida de alto nivel cuestionen la aptitud de su seguridad —insistió Doyle, sin apartar los ojos del rostro de Stewart Carlisle—. Al fin y al cabo, cuando desempeña una función pública, es su equipo de seguridad el que coordina a las fuerzas restantes, ¿no? Policía, Tráfico, equipos tácticos… toda la historia. Por tanto, si alguien se introduce en todo eso, ¿de quién es la culpa?
—El Servicio Secreto no comenta procedimientos —repitió Carlisle rígidamente, pero le habían arrojado un guante. Como supervisor del equipo encargado de proteger a la hija del presidente, no podía ignorar la crítica implícita ni la sutil acusación sobre las carencias de su seguridad.
—Coincido con el agente Doyle, director adjunto —afirmó Robert Owens, subdirector de la Agencia Nacional de Seguridad—. Mi departamento quiere una recopilación de los hechos.
—Muy bien. Le enviaré un informe —repuso Carlisle. «¿Qué diablos es esto?»
—Tal vez sea mejor algo más formal —replicó Owens—, como una investigación independiente. Las manos de Lena, posadas sobre su regazo, se crisparon.
—¿Una investigación a cargo de quién?
—El Departamento de Justicia puede nombrar a un fiscal especial para estudiar los hechos —respondió Owens con una presteza que indicaba que había previsto la pregunta y preparado la respuesta—. Así no hay posibilidad de partidismo, ¿verdad?
—Ese tipo de investigación daría lugar a que se difundiese información esencial sobre la seguridad de la hija del presidente —señaló Lena en tono gélido.
—Eso habría que verlo, ¿no?

Lena esperó que Carlisle pusiese fin a la discusión. Como transcurrieron los segundos y su jefe permanecía callado, Lena se enfureció. No podía romper filas y enfrentarse a él, aunque era a ella, en su calidad de comandante del equipo personal de Egret, a quien se estaba cuestionando. Tenía la cabeza a punto de estallar.

—Lo tendré en cuenta —respondió al fin Carlisle.
—Incluiré la recomendación en mi informe al director de seguridad —replicó Owens cerrando su portátil. La mandíbula de Carlisle se puso tensa.
—Entonces, ¿hemos acabado con esto, caballeros?

Hubo un murmullo general de asentimiento y ruido de sillas cuando el grupo se dispersó. Lena no miró a Doyle, porque estaba segura de que, si lo hacía, vería una sonrisa burlona y tendría que echarle las manos al cuello. En cuanto salió el último hombre, Lena se levantó.

—Por Dios, Stewart, ¿va a permitir que Doyle y Owens lo crucifiquen en una investigación externa? Tenemos nuestras propias revisiones internas para estos casos.
—Aún no hay nada decidido —respondió Carlisle, a punto de derrumbarse—. No quería meterme en una refriega con ellos hasta que averigüe a qué se debe esto. Lena creía que lo sabía, pero se abstendría de hacer comentarios hasta que tuviese algo concreto en que apoyarse.

Patrick Doyle la tenía entre ceja y ceja desde el día que se conocieron, aunque Lena no entendía por qué. Trabajaban para agencias diferentes y no había coincidido con él hasta el día que supo que Doyle dirigía el equipo que investigaba a Loverboy, así que no podía ser un asunto personal. «¿Qué gana con desacreditarme?»

—¿Por qué consiente que Doyle se inmiscuya en los errores del equipo? Fue su operación la que perdió a ese individuo durante meses.
—Katina, es usted una excelente investigadora y una excelente jefa de seguridad. —Carlisle suspiró—. Pero una diplomática espantosa. No sirve de nada ponerse con acusaciones ahora; y si doy cancha a Doyle y al FBI en esto, en el futuro estaré en condiciones de pedir un favor.
—Genial. ¿Y si les sugiere que ciñan la investigación a sus burocráticos traseros? —Se frotó la cara con la mano para sacudir la fatiga.
—Como acabo de decir, es poco diplomática. —Carlisle empezó a introducir carpetas en su maletín
—Jodida diplomacia. Estamos hablando de comprometer nuestras estrategias de trabajo para complacer a esos gilipollas. —Intentó bajar la voz, pero estaba demasiado cansada y aturdida para controlarlo todo a la vez—. Pida una revisión interna de la Agencia sobre todo el asunto. Que nuestra gente me investigue, si cree usted que es necesario.
—Podría acabar perjudicándose de esa forma. Hay mucha política en una cosa como ésta, y tal vez no pueda ayudarla.
—Responderé de mis actos.
—No es tan fácil —dijo Carlisle encogiéndose de hombros—. Si Justicia quiere una investigación independiente, tendré que aceptar.
—Pondrá a los protegidos en peligro. No lo haré.
—Hará lo que tenga que hacer, agente —repuso Carlisle, irritado.
—No si significa un riesgo para Julia Volkova.
—Si se niega a testificar ante una junta de investigación de Justicia, cometerá desacato contra un organismo de investigación federal autorizado. Como mínimo, perderá el trabajo; y en el peor de los casos, tendría que ir a la cárcel.

Lena estudió el rostro de su jefe, un hombre al que creía conocer, y no pudo descifrar lo que había detrás de su mirada. Decidió, entonces, que en realidad no le importaba.

—Muy bien. Si me necesita, ya sabe cómo encontrarme.
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Mensaje por Anonymus 2/21/2015, 4:31 pm

Capítulo 4

Julia apagó el teléfono con un suspiro. No había respuesta ni en su apartamento, ni en el móvil ni en el buscapersonas bidireccional. Miró el reloj de la mesilla: las 9.42, casi medianoche en Washington. Lena había prometido llamarla durante los descansos de las reuniones, pero no lo había hecho. Ni siquiera en Washington trabajaban los burócratas hasta esa hora un viernes. Julia había pasado buena parte del día con Inessa en su estudio, una prolongación del piso superior que era todo ventanas y luz. Mientras Inessa recogía los lienzos que quedaban para la exposición del día siguiente, Julia se acurrucó en una tumbona de fina piel y se dedicó a dibujar. Pasaron unas horas tranquilas y agradables, aunque apenas hablaron. A última hora de la tarde Inessa se detuvo junto a Julia, señaló el bloc de dibujo que la joven sostenía en las rodillas y preguntó:

—¿Puedo?

Julia se ruborizó levemente y le entregó el bloc a Inessa, sorprendida por la timidez que le inspiraba una mujer que siempre había sido amable y cordial con ella. Pero para Julia, el arte era su alma y el trabajo el único lugar en el que no tenía que ocultar sus sentimientos. Se preguntó qué vería Inessa bajo el carboncillo y el papel.

—Tienes muy buena memoria —dijo Inessa con una dulce sonrisa, observando las imágenes de su hija y de sí misma distribuidas por la página en diferentes posturas. En algunas, sus perfiles se superponían, en otras se fundían y se unían hasta transformarse finalmente la una en la otra—. La has captado perfectamente.
—¿Sí? —preguntó Julia con aire pensativo. Inessa posó en Julia unos ojos cálidos y tiernos.
—Sí, en efecto.
—A veces yo… no estoy segura.
—No dudes. Yo no lo hago. —los ojos de Inessa recorrieron las imágenes, llenos de admiración—. ¿Puedo quedármelo?

Julia asintió.

—Sí, si quieres. Será un honor para mí.
—Gracias —murmuró Inessa, acariciando la mejilla de Julia con sus dedos largos y delicados— por lo que ves en ella.

Julia, paralizada por la caricia, permaneció inmóvil, sintiéndose bien acogida y como si estuviese fugazmente en casa. En aquel momento recordó el episodio y, mientras pensaba en lo mucho que Lena se parecía a su madre, la echó de menos con mayor intensidad. Las últimas semanas de confinamiento y constante amenaza la habían agotado. Las largas horas de espera mientras otros, incluida su amante, se enfrentaban al peligro por ella le habían pasado factura. Tenía los nervios deshechos y el corazón dolorido. Recorrió frenéticamente la habitación esforzándose por no pensar dónde estaría Lena.
«¿Relajándose con una copa tras dos días seguidos de reuniones? ¿En un bar? ¿Disfrutando de una cena tardía? ¿Sola?» Hacía dos meses que eran amantes, y Julia apenas había tenido tiempo para hacerse a la idea de que había quebrantado su regla fundamental: no comprometerse emocionalmente con alguien con quien se había acostado, no dejar apenas que nadie la tocase —físicamente— y, por supuesto, nunca emocionalmente. Había intentando a toda costa mantener a Lena al otro lado de las enormes defensas erigidas con el tiempo y había fracasado. Se hallaba en un territorio inexplorado y cada paso era nuevo. Lena también había quebrantado algunas reglas, al menos en lo profesional. La más importante era la de no tener relaciones íntimas con una protegida. A Julia le daba la impresión de que Lena había roto, además, varias normas personales, pero no habían hablado de eso. Y tampoco habían hablado de otras cosas: fidelidad, exclusividad, el futuro. Conceptos que a Julia le resultaban extraños unos meses antes. Las ideas habían dejado de ser filosofía para adquirir mayor significado. Cuando pensaba en la posibilidad de que Lena estuviese con otra mujer, brotaba de ella un sentimiento mezcla de furia y desesperación.

—Es ridículo —se dijo—. No puedo seguir aquí encerrada. Me estoy volviendo loca.

Julia se quitó los vaqueros y la camiseta y se dirigió al cuarto de baño contiguo. Se duchó rápida y mecánicamente y se lavó el pelo. Luego se dejó los cabellos sueltos, como solía hacer cuando salía y no quería que la reconociesen. Con los años había observado que sutiles alteraciones de su aspecto físico y de su estilo de vestir hacían que al público en general le resultase casi imposible reconocerla como hija del presidente. Al asociarla con la imagen que aparecía en televisión y en las revistas, el ciudadano medio esperaba ver a una mujer sofisticada y elegante con ropa cara y de buen gusto, el maquillaje perfecto y los cabellos negros y lizo recogidos tras la nuca con un broche de oro. Con el pelo suelto, pantalones de cuero y una camiseta sin mangas ceñida al cuerpo, apenas se parecía a la hija del presidente. Cuando acabó de vestirse, cogió una fina cartera de cuero que sólo contenía su identificación, guardó dinero en el bolsillo de atrás y abrió la puerta de la habitación. El pasillo estaba vacío, y Julia lo recorrió rápidamente hasta las escaleras traseras que conducían a la cocina y a la puerta de atrás. Sorprendida, vio que la cocina también estaba vacía. Sabía que Felicia Davis libraba esa noche y que Ed Hernández se hallaba en algún lugar de la casa, seguramente en el salón. No vio a Stark y le pareció raro, aunque fue un alivio. No le apetecía esquivarla y que la agente se ganase con ello una reprimenda. Abrió con cuidado las puertas acristaladas de la cocina en penumbra y salió a la terraza con suelo de cedro, encaramada sobre la ladera de la Russian Hill, que caía a pico bajo sus pies. En silencio, empezó a bajar el primer tramo de escaleras de madera que salvaban la distancia entre la parte inferior de la casa de Inessa y la calle. A medio camino se detuvo al oír una voz debajo de ella.

—¿Otro paseo?

Julia se inclinó sobre la barandilla y atisbó entre las sombras. Paula Stark la miró.

—Voy a salir un rato.
—Entonces, supongo que yo también.
—¿Por qué no continúa con su examen de la finca y finge que no me ha visto? —Julia siguió bajando las escaleras. Stark la esperaba al final.
—Ambas sabemos que no puedo hacerlo y tampoco quiero. Mi trabajo es estar con usted esta noche, sobre todo si sale de la casa.

Julia la miró, sorprendida del tono sombrío de su voz. Stark siempre le había parecido muy responsable y dedicada de forma llamativa a su trabajo, pero aquella noche había algo extraño en su voz. Madurez quizá. Durante un momento, le recordó a Lena.

—¿Podemos negociar?
—De eso nada. Debo informar a Mac de que vamos a salir de la casa base. Me gustaría decirle adónde vamos.
—Aún no lo sé. Sólo quiero tomar una copa y…
—Por favor, no tiene por qué darme explicaciones, señorita Volkova. Sólo me interesa nuestro destino. ¿Le molesta que vayamos en el coche?
—Prefiero caminar. —Mientras hablaban, Julia salió del sendero que discurría entre la densa vegetación para dirigirse a la calle y a la acera.

Stark se puso al lado de Julia y cogió el móvil que llevaba en el cinturón. Habló en voz baja mientras caminaban, informando a Mac de que Egret se hallaba en movimiento con destino indeterminado. Mac ordenaría a Hernández que las siguiese con el coche y, cuando Julia y ella se detuviesen en algún sitio, aparecería el otro agente. Con toda probabilidad, Mac dispondría que otro agente fuese con Hernández en el coche para que sirviera de apoyo. Resultaba poco ortodoxo contar con un solo agente a pie, pero era el típico despliegue que tenían que adoptar con la hija del presidente. A Julia no le gustaba su presencia y no solía facilitarles las cosas. Sin embargo, la comandante había dejado bien claro que, a pesar de las objeciones de Egret, había que proporcionarle seguridad. Stark no tenía intención de dejarla sin protección, hiciese lo que hiciese Julia.

—Tomemos el tranvía —dijo Julia impulsivamente, apresurándose para alcanzar el vehículo que se alejaba de la parada para ascender por la empinada colina. Stark apretó el paso para seguirla y se agarró a la barandilla mientras Julia saltaba al escalón que rodeaba el exterior del vehículo—Sujétese —gritó Julia, extendiendo la mano y riéndose mientras Stark corría unos pasos hasta alcanzarla por fin.
—Gracias. —Stark resopló y se estiró. «¿No habría sido horrible que la perdiese porque soy demasiado lenta? Tengo que empezar a correr con regularidad. No basta con levantar pesas.»

Sus manos se tocaron de nuevo cuando las dos agarraron el poste de apoyo vertical. El tranvía descendió traqueteando por el otro lado de Russian Hill, y las dos mujeres se tambalearon, hombro con hombro, mirándose a la cara. Era la típica cosa que hacían los turistas, pero Stark nunca había estado en San
Francisco como turista. También era la típica cosa que hacían los amantes. La experiencia resultaba estimulante y un poco confusa a la vez. Julia Volkova era muy guapa, y Stark recordaba muy bien lo que había sentido cuando la mano que en aquel momento rozaba la suya hizo mucho más durante las horas que compartieron en una remota habitación de hotel de las Rocosas. Aquellas manos eran expertas e inesperadamente tiernas, y la piel de Stark sentía con intensidad el eco del recuerdo. Sólo unos centímetros separaban los rostros de ambas, y, bajo la luz parpadeante de las farolas, Stark vio los labios entreabiertos de Julia y su sonrisa sensual, de manera que, durante un momento, el deseo se apoderó de ella. Stark se apresuró a desviar la mirada.

—¿Se encuentra bien? —Julia se echó hacia atrás para que el viento jugase con sus cabellos.
—Sí, claro. —«Maldita sea, ¿cuándo aprenderé a no telegrafiar mis pensamientos y mis sensaciones? ¡El colmo para una agente del Servicio Secreto!»
—Vamos —dijo Julia poco después, saltando antes de que el tranvía parase en la glorieta—. Esto es Market Street, el final de la línea. Caminemos un poco.

Stark, consciente de que Egret se hallaba otra vez desprotegida, echó un rápido vistazo alrededor y se le encogió el estómago. Vio a más gente en la calle de lo que había supuesto: un variopinto conjunto de mendigos y transeúntes, algunos de los cuales pedían limosna agresivamente o formaban grupos de dos o más que observaban a los turistas. Una absoluta pesadilla para la seguridad. Confiaba en que nadie reconociese a Julia.

—Es una mala idea, señorita Volkova. Por favor, esperemos a Hernández y al coche. Sólo serán uno o dos minutos.
—Venga, Stark, ¿dónde está su sentido de la aventura? —Julia giró a la derecha y camainó por Market Street hacia el suroeste, en dirección a Tenderloin, alejándose de la relativa seguridad de la zona más poblada del centro.
—Creo que no tengo sentido de la aventura —murmuró Stark apresurándose para alcanzarla.

Alzó la muñeca y transmitió por radio su localización, agradeciendo que Julia al menos no se quejase por eso. El coche, equipado con todo lo necesario, incluyendo armas automáticas, chalecos blindados y un completo equipo médico, no tardaría más de un par de minutos. Ya que iban a caminar, tendrían a alguien que las protegiese. Recorrieron Market Street hasta la esquina con Castro. Eran casi las once de la noche de un viernes, y el centro del distrito de Castro bullía de actividad. Las aceras estaban atestadas de gente, tanto turistas como residentes locales. En otro tiempo, la zona había sido dominio exclusivo de los gays, con cierto aire de clandestinidad, pero se había vuelto mucho más civilizada y elitista. No obstante, seguía habiendo bares gays y clubes de sexo intercalados entre los restaurantes y las boutiques de moda. Durante la hora siguiente, Julia curioseó en librerías y bares, sin que Stark dejara de seguirla a una respetuosa distancia. No hablaron. Los primeros bares eran bastante alegres y espaciosos y atendían a una clientela de alto nivel. Se detuvieron un rato en cada uno, mientras Julia bebía una copa de vino o agua de Seltz y contemplaba con aire pensativo cómo bailaban las parejas y los futuros amantes. El escenario parecía muy tranquilo, y Stark empezó a relajarse. Gran error. En torno a la medianoche, Julia se paró ante la puerta de un insulso establecimiento con un sencillo letrero escrito a mano que ponía: «Cabezas rapadas» . Por el aspecto de los hombres y de las escasas mujeres que entraban, se trataba de un bar de cuero. Cumplía todos los tópicos de la zona más sórdida de Castro. Julia miró a Stark.

—¿Quiere esperar fuera?
—Prefiero entrar, gracias —respondió Stark, como si pudiese elegir. En cuanto entraron, Julia dijo:
—Ahora vuelvo. —Y desapareció al instante.

Tras un vistazo al oscuro club envuelto en humo, a Stark se le encogió el estómago. La visibilidad era nula, la música estrepitosa y el sexo flotaba en el ambiente. En el extremo opuesto del recinto cuadrado, había una pequeña pista de baile atestada de cuerpos en diferente estado de desnudez que se retorcían al son del heavy metal. Ante la austera barra que recorría una de las paredes se apelotonaban los clientes de tres en fondo, esperando sus consumiciones. Stark decidió que, a menos que se pegase físicamente a Egret, no podría garantizar su seguridad. Y pegarse a ella no era aconsejable ni posible. Como no tenía alternativa, buscó un punto estratégico en la pared opuesta a la barra, desde donde podía vigilar la entrada y distinguir los oscuros huecos de la parte de atrás. Hizo todo lo que pudo. Cuando al fin encontró un lugar de apenas veinte centímetros, transmitió por radio su localización a Mac y a los agentes del coche. La violenta respuesta de Mac le puso los nervios de punta. Julia se abrió paso entre los cuerpos hasta que al fin llegó a la barra. Minutos después, con una cerveza en la mano, se dirigió a un rincón de la parte de atrás donde podía apoyar la espalda en la pared y contemplar la pista de baile. Los que bailaban eran casi todos hombres, la mayoría de los cuales, sin camisa, vestían únicamente unos vaqueros raídos o pantalones de cuero que exhibían lo que habían ido a ofrecer y no dejaban nada a la imaginación. Había alguna que otra mujer, vestida también con vaqueros o cuero y con ceñidas camisetas sin mangas, como la de la propia Julia, que permitían adivinar músculos bien tonificados y pechos sin ceñir. Era un bar como otros muchos en los que Julia había estado, impregnado del olor de la bebida, el sexo y algo peligroso. No era diferente a otras veces y, sin embargo, se sentía muy distinta. En vez de percibir la necesidad de bailar al ritmo de la música y de la promesa de sexo, se notaba distante, una extraña en su propio territorio. La primera que se le acercó fue una mujer muy musculosa, de piel morena, con el pelo muy corto y una hilera de aretes de plata en la oreja izquierda. La camiseta negra sin mangas se ceñía tan bien a su cuerpo que daba la impresión de que iba desnuda. El sudor relucía sobre el pecho izquierdo, visible gracias a la profunda uve del escote, y los pantalones de cuero adheridos a las piernas subrayaban los tendones de los poderosos muslos.

—¿Bailas, cielo?

Julia sonrió y cabeceó.

—No, gracias.

La otra mujer, muy sorprendida, ladeó la cabeza y recorrió con la vista el cuerpo de Julia, demorándose en los pechos antes de mirarla de nuevo a los ojos. Con las manos en los bolsillos y las caderas adelantadas, la desconocida dijo con intención:

—No es ése el mensaje que transmites.
—No estoy de caza. Pero agradezco el ofrecimiento.
—A mí me pareces hambrienta.
—Lo siento, esta noche no.
—Entonces, ¿sólo has venido a provocar a los animales?

Julia sacudió la cabeza otra vez, sin dejar de sonreír.

—No. —Se encogió de hombros—. Estoy pasando el rato.
—Como quieras, encanto, pero no sabes lo que te pierdes.

En cuanto la mujer se alejó, Julia evocó el rostro de Lena. «Oh, sí, lo sé muy bien.» Durante la media hora siguiente, mientras bebía la cerveza, rechazó varias invitaciones más para bailar y, en un caso, un ofrecimiento menos sutil para compartir unos momentos de contacto corporal en el callejón de detrás del bar. Se hallaba de espaldas a la parte delantera del local, contemplando a una atractiva pareja de hombres que bailaban, cuando una mano se posó en su hombro, los dedos se deslizaron por el cuello y navegaron por su pecho. Julia no se puso rígida ni reaccionó, sino que se movió y lentamente dejó la botella en la repisa que había junto a su codo. Volvió un poco la cabeza, procurando mantener el equilibrio y no mirar a quién la había abordado, y dijo:

—Será mejor que retires esa mano ahora mismo.

Un cuerpo se apretó contra ella, la entrepierna embistió su trasero y los dedos acariciaron su brazo desnudo mientras los labios jugaban con la oreja. Cuando Julia iba a sujetar el puño intruso y retorcerlo, una voz murmuró:

—Daría lo que fuera por estar…

Julia giró en redondo y sus brazos recorrieron los hombros de Lena mientras la empujaba contra la pared y la besaba, todo en un veloz movimiento. Ya no le importaba haberse debatido entre la preocupación y la furia toda la noche, preguntándose dónde estaba Lena, por qué no la había llamado, cómo podía controlar el terrible dolor que la consumía cuando estaban separadas. Lo único que importaba era que, al oír la voz de Lena y ante el tacto de su mano, hasta las cosas más insignificantes cobraban sentido. Las células revivían, la respiración se volvía más voraz, los pensamientos más claros. Con urgencia, casi con hambre, Julia adaptó su cuerpo al de Lena, mientras su sangre ardía al sentir la piel de su amante. Julia, que respiraba con dificultad, se echó hacia atrás con la pelvis y los muslos pegados a los de Lena. Notó la dura presión de la cartuchera que llevaba la agente dentro de los pantalones y recordó dónde estaban y lo que acababa de hacer. Casi sin aliento, susurró:

—Por Dios, Lena, Stark está aquí.
—No, no está. Le dije que saliese cuando entré. Le aseguré que te protegería perfectamente.
—Si te distraigo, no lo harás —bromeó Julia, deslizando una mano bajo el vaquero que ceñía el muslo de Lena.
—Tal vez lo consigas. —Lena retrocedió ligeramente.
—¿Tal vez? —Con cierto tono de desafío, Julia apretó el triángulo entre las piernas de Lena y sonrió cuando su amante se apresuró a tomar aliento.
—A lo mejor tengo que ahuyentar a la competencia primero —murmuró Lena, cubriendo la mano de Julia con la suya—. Estás llamando la atención.
—No me había fijado.
—Pues yo sí —afirmó Lena—, y sólo llevo aquí cinco minutos.
—No tienes por qué preocuparte.
—Hum… Lo pensaré.

A pesar de la tenue luz, Julia vio la sonrisa eléctrica de Lena y también algo más: estaba demacrada, con unas intensas ojeras que estropeaban su hermoso rostro y una rigidez en la mandíbula que traicionaba la tensión que no podía ocultar. Julia posó la mano en la cintura de Lena, olvidando de pronto su excitación.

—Lena, pareces agotada. ¿Has dormido algo?
—Dormí un poco en el avión.
—¿Cómo te sientes?
—Derrumbada —admitió Lena de mala gana, sabiendo que no podría disimular más.

Había dormido en el avión, por suerte, pero el dolor de cabeza persistía. La neuróloga que la había visto en urgencias, la única que había aceptado tras la explosión ocurrida tres noches antes, le había advertido de que podía suceder aquello. No obstante, el fugaz aturdimiento mejoró un poco y ahora tenía el estómago más asentado.

—Nada que no se cure con unos días lejos de Washington.
—¿Por qué no me llamaste para decirme que venías?
—Lo siento. Fui directamente al aeropuerto desde el Tesoro. Siempre llevo equipaje de emergencia en el maletero: lo cogí y me subí al primer avión. Cuando por fin dieron el visto bueno a mi permiso de armas, estábamos a bordo y no podía utilizar el móvil.
—No es propio de ti tomar un avión y marcharte sin informar, al menos sin hablar con Mac. —Retiró un mechón del rojo cabello de la frente de Lena—. ¿Qué ocurre?
—Más o menos lo que esperaba.

Julia asintió, percibiendo la evasión en la voz de su amante y dándose cuenta de que había algo más. Sin embargo, de momento lo que quería era abrazarla. La besó de nuevo, con menos frenesí pero con el mismo afán, y murmuró:

—Salgamos de aquí. Podemos…

Se acordó de repente del coche que estaba fuera, lleno de agentes del Servicio Secreto. En el pasado, cuando quería estar sola con una mujer a la que había conocido en un bar, utilizaba la puerta trasera y desaparecía durante unas horas. Pero aquello era distinto; no se trataba de una mujer cualquiera, sino de la jefa de sus agentes de seguridad.

—Joder, ¿qué podemos hacer? Necesito estar sola contigo al menos un rato.
—Vamos a la playa.
—¿Qué?

Lena la cogió de la mano.

—Confía en mí.
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Mensaje por Anonymus 2/23/2015, 3:25 pm

Capítulo 5

Tomaron un taxi en la esquina de Castro y Market y, mientras Julia daba la dirección al taxista, Lena transmitió por radio instrucciones a los agentes del vehículo de vigilancia para que las siguiesen. Cuando el taxi frenó junto a la acera al final de Polk, al otro lado de la bahía, pagaron y salieron.

—Será sólo un segundo —dijo Lena, y ambas se acercaron al todoterreno situado detrás del taxi. Cuando Lena se inclinó junto a la ventanilla del conductor del todoterreno, Hernández asomó la cabeza—. Ustedes dos permanezcan en el coche. Queda relevado el turno.
—Sí, señora.
—Vigilen a los transeúntes de la playa.
—Entendido.

Cuando Lena se alejaba, se abrió la puerta de atrás y salió John Fielding. Lena lo saludó con un gesto.

—Fielding.
—Comandante —repuso, y se dirigió hacia el hotel.

Lena y Julia atravesaron la acera a la luz de las estrellas, bajaron a la playa y caminaron unos cien metros sobre la arena en dirección a la bahía. Cuando se acercaron a la orilla del agua, Lena señaló un saliente rocoso.

—Está bastante bien.

Cogió a Julia de la mano, la llevó hasta el extremo más alejado de las rocas y ambas se sentaron en la arena endurecida. El oleaje, a escasos metros, arrojaba fantasmales dedos de espuma sobre la arena iluminada por la luna. Las gotas saladas humedecieron su piel enseguida. En mitad de la noche hacía frío, a pesar de que era agosto.

—¿Tienes frío? —Lena había apoyado la espalda en la roca. Desde el coche no las veían, y nadie podía acercarse a ellas sin ser detectado por los agentes situados en la carretera. El lugar era privado y seguro a la vez.
—No, contigo no. —Julia se arrimó al costado derecho de Lena, abrazándola por la cintura y con la cabeza apoyada en su hombro—. Si no te conociera, creería que tienes práctica en esto.
—¡Oh! ¿En qué?
—En evitar al Servicio Secreto.
—Bueno, lo he preparado —murmuró Lena posando los labios en la sien de Julia—. No dormí durante todo el viaje hasta aquí; parte del tiempo lo dediqué a pensar en ti.
—Seguro que se huelen algo —dijo Julia en voz baja, retirando la camisa de Lena por encima de la cintura de los pantalones y deslizando la mano por la cálida piel.
—Sin duda, pero no tienes por qué preocuparte. —Mientras contemplaba las volutas de nubes que veteaban la cara de la luna, pensó en lo maravilloso que era mirar el cielo al lado de Julia. Washington parecía otro mundo. Acarició lentamente el brazo desnudo de Julia y dibujó con los dedos los firmes músculos—. Julia, eres la hija del presidente. Eso juega a nuestro favor tanto como en nuestro perjuicio. El Servicio Secreto posee una larga tradición de silencio cuando se trata de proteger la intimidad del presidente, y eso se extiende a su familia. Mis agentes no te traicionarán.
—No me preocupo por mí. —Acarició una costilla, rozando una cicatriz con los dedos. «Me preocupas tú. Y mi padre.»
—Ya lo sé. Pero yo sí que me preocupo por ti. —Lena la apretó contra sí, moviéndose en la arena hasta que pegó el pecho y los muslos contra los de Julia—. Si quieres compartir tu vida personal con el mundo, será porque tú lo hayas elegido. Y eso no debería servir de pasto para la agenda política de nadie.
—Mi vida personal tiene mucho que ver contigo —susurró Julia antes de que sus labios encontrasen los de Lena y se quedase sin palabras ante la cálida recepción de la boca de su amante.
—Sí —admitió Lena un rato después, cuando acertó a respirar de nuevo—. Pero yo no le importo a nadie…
—A la gente de Washington, del Tesoro, que podría ponértelo difícil.

«Gente como Doyle, tal vez.» Lena se encogió de hombros y deslizó un dedo sobre el borde de la mandíbula de Julia.

—Eso no me preocupa.
—Entonces, ¿qué te preocupa? —Julia se echó hacia atrás para ver el rostro de Lena. Entre las sesgadas sombras proyectadas por el reflejo de las estrellas en el mar, los agudos y planos ángulos faciales resultaban aún más atractivos. Con voz ronca, preguntó—: ¿Qué ocurrió en Washington los dos últimos días?

Lena suspiró.

—No te rindes, ¿verdad?
—Si lo hiciera —dijo Julia introduciendo la mano hasta el interior del muslo de Lena, bajo el fino tejido de los pantalones—, no estaríamos aquí ahora.
—Cierto. —Lena levantó las caderas al contacto de la mano de Julia, mientras la acariciaba con más firmeza e insistencia—. Se trató fundamentalmente de rutina, pero con ciertas críticas… agentes caídos y un blanco de alto nivel como… —Dudó al darse cuenta de que sus palabras sonaban casi clínicas. La mano de Julia se detuvo, y luego se retiró.
—¿Como yo?
—Sí —afirmó Lena dulcemente—. Como tú. Había que andarse con cuidado.
—¿Ya se acabó? ¿No te ha ocurrido nada?

Lena titubeó.

—Aún no lo sé. —Encontró la mano de Julia y la acercó de nuevo al muslo—. Pero cuando lo sepa, te lo diré.
—Vale. —Julia se acercó otra vez y localizó el calor que ardía entre las piernas de Lena. Se quedó casi sin aliento cuando el cuerpo de su amante respondió a sus caricias—. Me encanta tu forma de sentir —susurró—. Quiero estar encima de ti, dentro de ti. Creo que podría devorarte entera.

Mientras Julia hablaba, sus dedos encontraron lo que buscaban entre los pliegues del tejido y apretó levemente el clítoris de Lena.

—Podría empezar con esto.

El cuerpo de Lena se debilitó hasta el punto de que, si no hubiese estado sentada, seguramente se habría caído.

—Oh, diablos. No podemos… aquí.
—Hum, ya lo sé. Pero me apetece.
—Ay, ya somos dos —murmuró Lena, preguntándose si podría aguantar despierta, porque no tardaría mucho. Le ardía la sangre, pero su mente se hallaba al borde del derrumbamiento—. Julia, estoy…
—¿Qué?
—Estoy muerta. No creo que pueda.

Julia se incorporó, muy seria.

—Vámonos.
—Lo siento, yo…

Julia se rió, puso una mano detrás de la cabeza de Lena y se inclinó para besarla, no sin pasión, pero con una clara intención de finalidad. Cuando se apartó, dijo:

—Lena, hace unas cuantas noches estuviste a punto de volar por los aires. Llevas casi una semana sin dormir. Has sufrido una conmoción y sabe Dios cuántas cosas más. Julia se arrodilló, se retiró los cabellos con las dos manos y respiró a fondo el fresco aire nocturno— Vamos, comandante. Puedo esperar.

Lena le cogió la mano y la retuvo, impidiendo que se levantase.

—No sé si yo podré. Te he echado de menos.
—Oh —repuso Julia dulcemente—. Yo también te he echado de menos.

Se inclinó hacia delante, dio a Lena un beso largo y profundo, se apartó rápidamente y se levantó. Cuando se encontraba a una distancia segura, posó las manos en las caderas y dijo en tono burlón:

—Nunca he tenido fama de paciente, así que muévete.

Lena se rió, con el corazón más ligero que nunca, se levantó y siguió a la figura de la primera hija entre las sombras.

* * *
Minutos después se hallaban sentadas en el asiento trasero del todoterreno. Stark iba en el asiento delantero y conducía Hernández. Lena reclinó la cabeza y cerró los ojos. No se enteró de nada más hasta que Julia le sacudió el hombro ligeramente.

—Comandante, hemos llegado.

Lena, desorientada, se sobresaltó y miró por la ventanilla, con el cuerpo tenso y listo para la acción. En cuanto reconoció la arquitectura inconfundible y la topografía de la calle en la que vivía su madre, se relajó de forma perceptible. Se aclaró la garganta y dijo con voz ronca:

—Muy bien.

Stark abrió la portezuela del lado de Julia y esperó a que la joven saliese. Lena salió por el otro lado y se reunió con ella y con Hernández. Los cuatro caminaron por la acera hasta la puerta principal de la casa de Inessa en una formación tan ensayada que parecía casi su segunda naturaleza. Una luz tenue iluminaba una de las ventanas del salón del piso bajo que daba a la calle, y Lena sonrió al ver el acogedor destello. Apenas tenía tiempo para visitar la casa de su madre, pero era el único lugar del mundo en el que se sentía realmente cómoda. Stark abrió la puerta y precedió al pequeño grupo, entrando en la silenciosa casa. Inessa y sus invitados se habían retirado. En cuanto la puerta se cerró, Stark y Hernández se alejaron para realizar el control rutinario. Lena y Julia subieron las escaleras que, desde el extremo opuesto del salón, conducían al primer piso y se detuvieron en el pasillo, al otro lado de la habitación de Inessa.

—Supongo que no dormiré contigo esta noche —dijo Julia con resignación mientras acariciaba la mejilla de Lena—. Será duro. Creo que estoy… un poco excitada.
—No eres la única. —Lena le cogió la mano, y los dedos de ambas se entrelazaron—. Creo que ninguna ley prohíbe que me arropes.
—Una sugerencia peligrosa, comandante —repuso Julia con voz ronca.
—Me arriesgaré.

Lena se adelantó y abrió la puerta de la segunda habitación de invitados. Mientras Julia esperaba en la oscuridad del dormitorio, Lena se dirigió al cuarto de baño, encendió la luz y entrecerró la puerta, que sólo permitía ver un fino rayo de claridad, suficiente para que pudiesen abrirse paso entre el tocador y una silla tapizada junto a una lámpara de lectura hasta llegar a la cama. Lena se quitó la chaqueta con gesto cansando y la arrojó sobre el respaldo de la silla. Con un movimiento muy ensayado, abrió el broche de la pistolera que llevaba al hombro, la deslizó por el brazo y la dejó a un lado. Julia, tras salvar la distancia entre ambas, se situó a su lado.

—Déjame hacer el resto.
—Ésa sí que es una sugerencia peligrosa —murmuró Lena, que permaneció inmóvil mientras los hábiles dedos de Julia desabotonaban su camisa y retiraban el estrecho cinturón negro de los pantalones. Lena, obediente, alzó los brazos para que su amante le quitase la camisa y la dejase sobre la silla, con la chaqueta. Cuanto intentó abrazar a Julia por la cintura, ésta retrocedió.— Eh —protestó Lena, sorprendida.
—No, Lena. —Julia habló con voz inusitadamente serena—. No soy tan fuerte.
—Julia…
—En serio. Necesitas descansar. Y si me tocas, lo olvidaré. —Se adelantó de nuevo—. Y ahora, procura estar quieta.

Julia desabrochó los pantalones de Lena y se los quitó, junto con las bragas. Lena se libró de los mocasines y se quedó desnuda.

—¿Y ahora qué? —preguntó Lena con voz espesa y el corazón acelerado al percibir el roce no intencionado de los dedos de Julia sobre su piel.
—Ahora, métete en cama —respondió Julia en el mismo tono. Lena obedeció de mala gana y no pudo evitar un suspiro de agotamiento al estirarse bajo la sábana. Julia se inclinó, dio un casto beso a su amante y acarició el abundante cabello rojo de Lena.
—Nos vemos mañana.

Cuando se dio la vuelta, los párpados de Lena se cerraron. Al posar la mano en el pomo de la puerta, oyó la voz profunda flotando en el aire nocturno.

—Te amo.

«Te amo.» Salió de la habitación y cruzó el pasillo hasta su dormitorio, sabiendo que tardaría mucho en dormir.


Última edición por Anonymus el 2/23/2015, 3:28 pm, editado 1 vez
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Amor y Honor Empty Re: Amor y Honor

Mensaje por Anonymus 2/23/2015, 3:27 pm

Capítulo 6

Lena se dio la vuelta y abrió los ojos a las nueve y veinte de la mañana. El sol se colaba por la ventana de la izquierda de la habitación y, durante un momento, permaneció quieta, disfrutando del calor y escuchando los sonidos de vida de la casa, que estaba muy silenciosa. Seis horas de profundo sueño habían disipado gran parte de la fatiga. El dolor de cabeza era un eco lejano y, al parecer, sin consecuencias. La desasosegaba mucho más la persistente punzada de deseo que no había satisfecho por la noche. Pensó en atravesar el pasillo e ir a la habitación de Julia, confiando en encontrarla sola. «Una idea estelar, Katina: sexo en casa de tu madre con uno o dos agentes al otro lado de la puerta. Sólo de pensarlo, tendrías que enfriarte.» Pero no se enfrió, sino que recordó el aspecto de Julia la noche anterior: deslumbrante, tensa y peligrosa en la penumbra del bar. Luego, en la playa bajo el claro de luna, el rostro más tierno, pero con los ojos ardientes de deseo. Lena recordó también su disposición a ser devorada. Siempre estaba dispuesta. «Es hora de apagar las brasas antes de que me consuman las llamas.» Sonrió para sí, sacó las piernas de la cama, se levantó y se estiró. Fue hasta el cuarto de baño desnuda, abrió el grifo de la ducha y esperó a que la temperatura del agua fuese la adecuada. Se duchó y se vistió con la eficiencia habitual, observando que debía comprar ropa antes de la inauguración de la exposición que tenía lugar aquella misma noche. Una cosa era viajar ligera de equipaje y otra los acontecimientos sociales. No sabía cuánto tiempo pensaba Julia estar en San Francisco; si eran más de veinticuatro horas, se quedaría sin ropa. Se puso unos pantalones de algodón y un polo negro, una indumentaria muy informal para un día de trabajo. Como no llevaba chaqueta bajo la que ocultar la cartuchera, la introdujo bajo los pantalones y se dispuso a hablar con su equipo. El comedor y el salón estaban vacíos, al igual que la cocina. Por suerte, había una jarra de café sobre la encimera con una taza de cerámica que reconoció al lado. Era la taza que había hecho para su padre cuando tenía diez años. Vio debajo una hoja de papel, la cogió y leyó la inconfundible letra de su madre: «Elena, estoy en el estudio. Sube cuando estés lista». Lena se sirvió café y eligió un plátano de la cesta que estaba junto al frigorífico. Con la taza y el plátano en la mano, subió hasta el segundo piso por las escaleras de atrás. Se detuvo ante la puerta del estudio, sin saber si su madre estaría trabajando, y en ese caso no quería molestarla. Admiraba demasiado las obras de Inessa para interrumpir el proceso de creación, y sabía por experiencia que, cuando su madre se hallaba en plena inspiración, sólo atendía a las musas.

—¿Hola?
—¿Elena? ¿Eres tú? —Oyó la voz de su madre desde el fondo del estudio, amortiguada por la montaña de lienzos que había en medio de la habitación.
—Sí. ¿Puedo entrar?
—Entra. Estoy acabando. —Inessa se volvió con una cariñosa sonrisa. Cuando Lena, que era tres o cuatro centímetros más alta, se acercó, Inessa se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla—. Me alegro de verte.
—Yo también —dijo Lena, buscando un lugar seguro en el que dejar la taza de café.
—Aquí. —Inessa sacó un posavasos de corcho de debajo de una pila de hojas de dibujo, lápices y plumillas y se lo ofreció—. ¿Cómo estás?
—Bien —respondió Lena, preguntándose qué sabía su madre de los recientes acontecimientos. Las amenazas contra la vida de Julia y el sangriento desenlace no habían saltado a la prensa, pero tal vez Julia se lo hubiese contado. Sin embargo, dudó de que Julia hubiese mencionado sus heridas después de lo ocurrido ese mismo año. Apoyó la cadera en el borde de un largo mostrador sobre el que había gran variedad de utensilios artísticos y peló el plátano—. Ha habido mucho ajetreo, y estoy un poco cansada.
—Espero que la inauguración de esta noche no resulte agotadora. —Inessa cogió un taburete alto y se sentó junto a Lena—. Abundarán los famosos de siempre y los sabuesos de la prensa y, de vez en cuando, un verdadero experto en arte; al menos, eso espero.
—¿En tu exposición? —se burló Lena—. Será la locura.
—Me halagas.
—Y tú eres demasiado modesta. —Lena bebió un sorbo de café—. ¿Dónde están todos esta mañana?
—Julia ha ido a correr, y la acompañan Paula y Felicia.

Lena frunció el entrecejo, repasando mentalmente los informes de inteligencia de la zona, elaborados a toda prisa antes del viaje de Julia. No había por qué preocuparse; sin embargo…

—¿Hay alguien en el coche?
—No lo sé. Creo que la decisión de salir fue bastante repentina.
—Claro —dijo Lena con gesto resignado—. Será mejor que llame a Mac para que me informe de la situación. ¿Lo has visto hoy?
—Estuvo aquí antes, pero muy poco tiempo, y habló con Paula.
—Muy bien. Gracias. —Lena hizo ademán de irse.
—¿Tienes que irte ahora mismo? Está a salvo con Paula y Felicia, ¿no?

Lena se detuvo, sorprendida. Su madre nunca había mostrado gran interés por su trabajo y no solía hablar de los detalles. Aunque aquello no se refería a su trabajo, sino a Julia.

—Sí, está perfectamente.
—Entonces, quédate, tómate el café y te contaré los últimos cotilleos del mundo artístico.

Lena iba a rechazar la sugerencia, pero se recordó a sí misma que, hasta que relevase oficialmente a Mac como jefe de plantilla, él se ocupaba de vigilar a Julia. Unos minutos más no importaban, y casi nunca tenía ocasión de hablar con su madre.

—En ese caso, empecemos con las cosas buenas. ¿Qué pasa con Giancarlo y contigo? —Se quedó atónita cuando su madre se puso colorada.
—Ah… digamos que estamos explorando posibilidades.
—Vaya, una respuesta intrigante. —Lena se rió— ¿Posibilidades románticas?
—Sí.

El placer superó a la sorpresa de Lena. Desde que su padre murió veinte años atrás, su madre no había tenido una relación seria, ni tampoco informal, con un hombre.

—Me cae bien —anunció Lena, que acabó de comer el plátano y dejó la monda dentro de un papel arrugado, junto a la taza de café—. Me parece estupendo, y espero que esa exploración os llene de felicidad.

Inessa observó el rostro de su hija, desconcertada por la tranquila seguridad de su tono y su expresión. Estaba acostumbrada al distanciamiento emocional de Lena, y la perspicaz franqueza de su respuesta era nueva para ella.

—Gracias. Y por mi parte, ¿puedo preguntar por Julia y por ti?

Lena se puso rígida y la negación asomó enseguida a sus labios. Sin embargo, le sorprendió su propia respuesta:

—Nosotras también estamos explorando posibilidades.
—Me da la sensación de que vuestra exploración está mucho más avanzada que la de Giancarlo y la mía, y no hablo de la cama.
—Es complicado —afirmó Lena apartando la vista.
—Elena, cariño, el amor siempre es complicado. —Inessa se rió y acarició la mejilla de su hija—. Está muy enamorada de ti.

Lena tragó saliva y se quedó muda de pronto. Cogió la mano de su madre y contempló los dedos fuertes y afilados que daban vida a lienzos desnudos con simples trazos de color. Lena susurró algo en voz tan baja que Inessa tuvo que inclinarse para oírla:

—Eso espero, Dios mío.

Miró a su madre con los ojos verdes gris empañados por la emoción.

—Ni siquiera debería pensar en ella, pero no puedo evitarlo. No puedo dejar de sentir lo que siento por ella.
—Estupendo, porque ella no quiere que lo hagas. —Inessa besó a Lena en la frente—. Todo saldrá bien. Guíate por tu corazón.
—Lo intentaré —dijo Lena con dulzura.

Se quedó unos minutos más, mientras su madre le contaba las últimas noticias, hasta que su necesidad de hablar con Mac se volvió tan apremiante que ya no pudo seguir escuchando.

—Lo siento. Tengo que trabajar.
—Por supuesto. —Inessa se rió—. Me sorprende que hayas aguantado tanto. Vete.
—Te veré esta noche —comentó Lena yendo hacia el pasillo.
—Genial.

Inessa escuchó los pasos de Lena por las escaleras, deseando con todas sus fuerzas que, contra todo pronóstico, su hija y Julia encontrasen el camino de la felicidad.

—¿Mac?
—Buenos días, comandante. —La voz de Mac sonó animada y cordial al otro lado de la línea. El agente, rubio y de ojos azules, era habitualmente su coordinador de comunicaciones pero, cuando Lena no estaba con el equipo de seguridad, él desempeñaba el papel de jefe de grupo en su lugar. Se había desenvuelto admirablemente durante los meses que ella había pasado recuperándose de las heridas de bala—. Bienvenida a bordo.
—Gracias. —Lena se hallaba en la terraza de la parte de atrás de la casa de su madre, contemplando los blancos triángulos de los veleros sobre las azules aguas de la bahía—. Es estupendo estar aquí.
—¿Después de Nueva York? Sí.
—¿Dónde se encuentra?
—Sigo en el puesto de mando de San Francisco. Como ella no para de moverse, creo que debo permanecer en un lugar fijo. Desde aquí coordino muchas cosas. —Mac no comentó que recibía llamadas casi durante las veinticuatro horas del día de los agentes del turno que vigilaba a Julia Volkova, informándole de su paradero y proporcionándole datos sobre la situación.
—Suena perfecto —afirmó Lena—. ¿Y dónde está ella?
—En el gimnasio Gold, entre Market y Noe.
—¿Quién está dentro?
—Stark. Todo tranquilo.

Lena quería más detalles, pero tuvo que reconocer que lo único que le interesaba era dónde estaba Julia y qué hacía. Su posición como jefa de seguridad de Julia le permitía saber más de la vida de la joven de lo que ella tal vez desease compartir; se trataba de uno de los peligros de cruzar la línea que separa a la protectora y a la amante. Julia no había disfrutado de vida privada desde que, cuando ella tenía doce años, su padre saltó a la escena política como gobernador muy destacado que apuntaba a una poderosa carrera en Washington. Le asistía el derecho a tener la mayor intimidad compatible con la seguridad. El hecho de que Lena estuviese enamorada de ella no cambiaba nada.

—De acuerdo —dijo Lena bruscamente, fastidiada por las divagaciones de su mente. Nunca divagaba en el trabajo, pero cuando pensaba en Julia… —Muy bien. Me encargaré…
—Las cosas están controladas, comandante, por si quiere tomarse un tiempo. Al menos hasta la inauguración de esta noche en la galería.

Estaba a punto de rechazar la sugerencia cuando reparó en que hacía semanas que no tenía un día libre.

—Gracias, Mac. Entonces, repasaremos la agenda a las cinco de la tarde. Llámeme si hay cambios.
—Entendido.

Lena no vio a Julia durante el resto del día. A las seis de la tarde esperaba en el salón de la casa de su madre para acompañar a la hija del presidente a la inauguración de la última exposición de Inessa, que se celebraría en la galería Rodman, en Unión Square. Miró por la ventana para cerciorarse de que John Fielding tuviese el todoterreno frente a la casa y de que Felicia Davis ocupase el asiento de la muerte, al lado de Fielding. Al oír pasos que bajaban por la escalera desde el primer piso, volvió la cabeza y se quedó sin aliento. Julia se encontraba a tres metros, mirándola en silencio con una curiosa expresión en la cara. A Lena se le desbocó el corazón cuando reparó en el elegante vestido negro de tiras casi invisibles que rodeaban los esculpidos hombros, con el sutil corte que subrayaba la ágil y tonificada figura. En cada oreja resplandecía un destello de diamantes, y una delicada cadena de oro adornaba la base del cuello de Julia. No lucía anillos en las manos de artista, airosas y fuertes. Lena se aclaró la garganta, que de pronto sentía muy seca.

—Buenas tardes, señorita Volkova.

Julia sonrió al ver que estaban solas por primera vez en cuatro días.

—Comandante.
—El coche está fuera.
—¿Me va a acompañar esta noche? —Julia se adelantó y sus ojos azules relampaguearon mientras escudriñaban el rostro de Lena. En las comisuras de la boca de Lena se dibujó una sonrisa.
—A menos que usted quiera a otra persona… y en ese caso habría un problema.
—No, ningún problema. —Julia acarició con un dedo los botones de perlas de la camisa plisada que Lena llevaba bajo el esmoquin negro—. ¿Cómo te las arreglas para meter esto en tu apañada bolsita de viaje?
—De ninguna manera. Me temo que mis previsiones no han estado a la altura esta semana. He tenido una prueba de vestuario urgente esta tarde. —Lena se encogió de hombros—. No es a medida, pero sí lo mejor que he podido encontrar.
—Créeme —murmuró Julia, cogiendo la mano de Lena y trazando circulitos sobre ella—, Armani siempre te sienta bien.
—Estás preciosa —dijo Lena en tono grave e íntimo.
—Tú también.
—Y tienes un compromiso. —Lena enderezó los hombros y señaló la puerta—. ¿Nos vamos?
—Sí, claro. —Los rasgos de Julia se transformaron en las líneas compuestas y fríamente elegantes que el mundo solía asociar con la hija del presidente. Cuando salieron, preguntó—: ¿Vas a estar conmigo en la galería?
—Sí.
—Estupendo. No quiero que desperdicies ese traje esperando en el coche.
—¿Es la única razón?
—¿Acaso hay más?

Lena se rió mientras abría el camino hasta el coche. Las dos se instalaron en la parte de atrás, donde los asientos se habían adaptado para que fuesen una frente a otra. Cuando Fielding arrancó, la primera hija y su jefa de seguridad se miraron a los ojos, salvando en silencio la distancia que las separaba con la intensidad de una caricia. Se hallaban a dos manzanas de la esquina de Sutter con Mason cuando sonó el móvil de Lena, que se movió en su asiento y lo desprendió del cinturón.

—Katina.

Entre las cejas de Lena se formó una arruga mientras miraba por la ventanilla, escudriñando la calle.

—¿Cuántos? Muy bien. De acuerdo. Que Stark nos espere junto a la acera. Concluyó la llamada y dedicó una sonrisa de disculpa a Julia.
—Era Mac. Hay una multitud de periodistas y fotógrafos frente a la galería, más de los que pensábamos. No sé si su presencia tiene algo que ver con lo que ocurrió en Nueva York, pero la entrada principal es el único acceso razonable a la galería. Lo siento; seguramente será una locura.
—No pasa nada. —La voz de Julia sonó distante y su expresión era indescifrable.

Generalmente, sus idas y venidas públicas recibían la atención de los medios de comunicación locales. Dependiendo del acontecimiento y de que hubiese o no otras noticias interesantes, los periodistas transmitían la historia para incluirla en la sección de interés público de los periódicos nacionales. Estaba acostumbrada. Cuando el todoterreno se detuvo, Lena abrió la puerta y, con una pierna en la acera, ocultó parcialmente el interior del vehículo mientras calibraba a la docena de personas reunidas en la acera de la galería. Stark apareció entre la gente y se puso al otro lado de la puerta, de forma que flanqueaban la salida de Julia.

—Todo despejado —advirtió Stark en voz baja. Lena asintió y se volvió hacia Julia, que esperaba sentada al borde del asiento.
—Lista, señorita Volkova.

Julia salió mientras Felicia daba la vuelta al vehículo y se colocaba detrás de las tres mujeres. Sólo habían caminado unos pasos cuando un tipo enjuto y desgreñado, que llevaba pantalones arrugados y una camisa con el cuello abierto, les salió al paso y dijo:

—Señorita Volkova, ¿conoce la identidad del hombre que intentó matarla en Nueva York? De su cuello colgaba una tarjeta plastificada, pero con la imagen y la identificación vuelta del revés. Podía ser un periodista, un seguidor o un asesino.
—Atrás, por favor —ordenó Lena, levantando el brazo izquierdo a la altura del pecho. Metió la mano derecha bajo la chaqueta y tocó la pistola que llevaba en una cartuchera pegada al costado.—No se detengan —les dijo a Julia, Davis y Stark. El hombre apenas estaba a un metro de distancia, y Lena se volvió hacia la izquierda para colocarse delante de Julia y que el hombre no pudiese ver a la joven.— Atrás, por favor.
—¿Es cierto que en una ocasión mantuvo relaciones sexuales con él? —preguntó el individuo, caminando de espaldas hacia la galería y manteniendo la distancia con ellas mientras hablaba. Lena alzó la muñeca izquierda, donde llevaba la radio, y afirmó la mano derecha sobre su pistola automática.
—Mac, Stark, si se acerca a ella, deténganlo. Davis, prepárese para salir.

Las cámaras zumbaban, la gente preguntaba cosas a gritos, la multitud se acercaba cada vez más. Julia no miraba a ningún lado. La puerta de la galería se hallaba a tres metros de distancia. Mac estaba a un lado, con la mano derecha bajo la chaqueta y la mirada fija en Lena. Detrás de ellas rugió el motor del todoterreno. Stark avanzó dos pasos, colocándose delante de Julia y flanqueando la entrada.

—Apártese —ordenó al hombre.

Al desconocido no le quedó más remedio que apartarse mientras Stark abría la puerta. No obstante, se encontraba casi frente a la entrada y a muy poca distancia de Julia.

—Señorita Volkova… —dijo por última vez.

Lena le dio un codazo en el pecho que lanzó al hombre en brazos de Mac y lo quitó de en medio, mientras Julia entraba en la galería flanqueada por Stark y por Lena. Una vez dentro, Lena volvió a hablar por radio.

—¿Lo tiene? Quiero su identificación, con antecedentes completos. No le deje entrar hasta que yo lo autorice.

Julia aprovechó la tregua que siguió a la apresurada entrada para tomar aliento y centrarse, mirando a su alrededor. Le encantaban las galerías, la pureza del espacio limpio y abierto, la sorpresa de las prístinas paredes blancas salpicadas de color, la iluminación dirigida de forma intencionada, como si las personas fuesen insignificantes entre las sombras. Esa noche el sosegante rumor de las voces atenuadas y los leves taconeos sobre el suelo de madera no lograron calmarla.

—Ojalá no hubieras hecho eso —dijo Julia en una voz tan baja que sólo Lena podía oírla.
—¿Qué? —preguntó Lena con gesto ausente mientras hacía una señal a Stark, que se desplazó unos metros, hasta un lugar desde el que tenía una buena perspectiva de cualquiera que se acercase a Julia.
—Ponerte delante de mí.
—No hay por qué preocuparse —dijo Lena en tono displicente, con toda su atención centrada en la distribución del espacio y en sus ocupantes.

«Para ti no. Esta vez no. ¿Por qué no entiendes que a mí sí me preocupa?» Julia, más asustada que enfadada, cabeceó en vez de protestar y recibió al alcalde de San Francisco con una cordial sonrisa. Le dio la mano y murmuró unas cuantas palabras amables mientras se saludaban. Durante los minutos siguientes, se dedicó a cumplir con las obligaciones sociales de su posición, una función que había representado en innumerables ocasiones y que desempeñaba sin pensar. Cuando se movió por la sala, Lena y Davis la acompañaron, una a cada lado, a una distancia de metro y medio, suficiente para no resultar impertinentes y para protegerla físicamente si hacía falta. Stark desapareció entre la gente para realizar la vigilancia general y observar a los asistentes, procurando que nadie sospechoso se acercase a la hija del presidente. Julia atendió todos los requisitos políticos, y luego se abrió paso entre los congregados de dos en dos o en grupitos hasta donde estaba Inessa, con una copa de vino en la mano, hablando con Giancarlo y con personas que la felicitaban.

—Julia, querida. —Inessa se inclinó para darle un beso en la mejilla—. Muchas gracias por venir. —Sus ojos repararon en la cara de su hija, pero ambas se limitaron a saludarse con una sonrisa.
—Es un placer. —Julia correspondió al beso, rozando la piel de Inessa con los labios—. Una verdadera maravilla. Impresionante… Felicidades.
—Créeme, yo no estoy tan impresionada. —Inessa se rió, cogiendo la mano de Julia—. Me parece que no hago muchas exposiciones porque no aguanto toda la parafernalia. Sin embargo, me alegro de que hayas venido.
—Yo también. Espero que me permitan contemplar tu obra. Creo que ya he hablado con todo el mundo.
—Por favor, huye mientras puedas. —Inessa le apretó la mano y con una sonrisa se volvió hacia otro cliente, ocasión que aprovechó Julia para escabullirse.

A continuación, caminó lentamente por el amplio recinto. El espacio se subdividía parcialmente con mamparas en las que colgaban los cuadros de Inessa iluminados por focos sobre rieles. Naturalmente, conocía la obra de Inessa Katina, como de cualquier artista serio, pero nunca había tenido ocasión de ver tantos cuadros suyos juntos. Se daba cuenta de que Lena estaba fuera de su ámbito de visión, siguiéndola mientras iba de un lienzo a otro. En un determinado momento se perdió en el color, la forma y la cautivadora fluidez de los cuadros de Inessa y se olvidó de todo, salvo de la experiencia. Se sobresaltó cuando una voz murmuró a su lado:

—Hay una obra de especial interés ahí delante.
—¿Oh? —Volvió la cabeza y tropezó con la mirada de Lena.
—Sí, aunque no parece de mi madre.

Julia siguió la dirección de los ojos de Lena y vio su propio dibujo al carboncillo del día anterior colgado en la pared. La escueta tarjeta que lo acompañaba decía: «Sin título. Anónimo» .

—Interesante —observó en tono indiferente.
—Es más que eso: es hermoso —declaró Lena con la voz embargada de emoción—. ¿Cuándo lo hiciste?
—¿Cómo lo sabes?
—Por varias razones —respondió Lena—. En primer lugar, he reconocido tu estilo.

Julia esperó mientras los ojos de Lena se ensombrecían, sintiendo el calor de la mirada sobre su piel.

—¿Y?

Lena se encogió de hombros y se quedó sin habla.

—Nadie más podría hacerlo… Nadie me conoce tan bien.
—A veces no sé si te conozco realmente —repuso Julia en voz baja.
—¿A qué te refieres?
—Como esta noche ahí fuera. Creí que habíamos acordado que no volverías a hacerlo.

Lena parecía confusa.

—¿Cómo dices?
—Interponerte entre el peligro y yo.
—Ese hombre no era una amenaza, sino una molestia.
—¿Y si hubiera sido peligroso?

Lena se quedó callada un segundo, puesto que ambas sabían la respuesta.

—Supongo que no siempre te facilito las cosas, ¿verdad?
—No, no lo haces. —Julia extendió la mano para coger la de Lena, pero se detuvo de pronto, recordando dónde estaban—. Me parece que yo también incurro en ese delito.
—A veces. —Una sonrisa iluminó los rasgos de Lena, pero se desvaneció enseguida—. Pero no me quejo.
—¿Existe la posibilidad de que desaparezcamos un rato?
—¿Teniendo en cuenta que estamos rodeadas por unas cien personas y cuatro agentes? En este momento no —respondió

Lena con una sonrisa de disculpa.

—Me lo temía.
—Debo dejar que sigas contemplando los cuadros. Sólo quería… darte las gracias. —Señaló el dibujo al carboncillo—. Mi madre no querrá desprenderse de él, aunque se lo pida.
—Conozco a la artista. Veré si hay otro parecido.
—Me gustaría.
—Tal vez tengas que posar.
—Podría hacerlo —murmuró Lena alejándose—. Cuando quieras.
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Mensaje por Anonymus 2/24/2015, 12:47 pm

Capítulo 7

Cuando Julia se despidió de Inessa, la homenajeada besó a la hija del presidente en la mejilla, dedicó una tierna sonrisa a Lena y les comentó que iba a asistir a una cena en el Regency y que seguramente no las vería hasta el día siguiente. Julia y Lena, de nuevo juntas en la parte posterior del todoterreno, permanecieron en silencio durante el corto trayecto hasta Russian Hill. En cuanto Julia entró en la casa, Lena indicó a Fielding que supervisase la zona con el coche, dio la noche libre a Davis y encargó la vigilancia interior a Stark. Los tres agentes se despidieron educadamente de Julia y se dispersaron para efectuar sus tareas. Lena y Julia se quedaron solas en el salón.

—¿Sabes unas cosa? Salvo el agente de ahí fuera y la agente de la casa, estamos… solas al fin. —Los ojos de Julia ardían sobre la cara de Lena. Lena, a medio metro de distancia, asintió con las manos pegadas al cuerpo, preguntándose si Julia notaría su temblor. Hacía mucho que no se tocaban, y la mirada de Julia le encendía la piel. Con una voz que sonó a sus propios oídos inusitadamente tranquila, preguntó:
—¿Qué planes tienes?
—¿Te refieres al resto de la noche… o a los próximos dos días?
—Creo que esta noche ya está todo decidido —respondió Lena con una sonrisa apenada. Ojalá pudieran estar juntas. Julia se sentiría decepcionada, pero no había forma de que estuviesen solas—. Me gustaría que el equipo relajase la vigilancia ahora que estamos todos reunidos.
—Si pudiera, me quedaría aquí indefinidamente. —Julia se sentó en el brazo de un mullido sillón y apoyó la mano en el respaldo—. Me encanta Inessa, y San Francisco se adapta muy bien a mí. —Se encogió de hombros—. Pero debo regresar a Nueva York. Allí está mi trabajo, y pronto iremos
a París. Tengo que ocuparme de algunas cosas antes de ir.
—¿Te parece bien si reservo un vuelo de regreso para mañana por la noche?
—Estupendo. —Julia arqueó una ceja—. Procura sentarte cerca de mí.
—Entendido —dijo Lena con una sonrisa.
—¿Cómo va tu dolor de cabeza?
—¿Qué dolor de cabeza?
—Elena. —La voz sonó amenazadora.
—Prácticamente ha desaparecido.
—¿Y lo demás: el aturdimiento, la visión borrosa...?
—Estoy bien, de verdad. —Lena, conmovida por la preocupación de la voz de Julia, se acercó a ella y le acarició ligeramente la cintura para infundirle confianza. Cuando ya era demasiado tarde, comprendió que había sido un error tocarla. Luego, dejó de pensar. Julia echó la cabeza hacia atrás y observó los ojos de Lena, el único lugar en el que siempre veía la verdad. En aquel momento los claros ojos se hallaban levemente empañados y había sombras de ébano en sus profundidades. Julia conocía el significado de aquellas sombras.
—Lena —dijo casi sin aliento cuando los labios de Lena se acercaron a los suyos.

En ese momento se abrió la puerta corredera de la cocina con un golpe, una entrada inusitadamente ruidosa de la cautelosa Stark. Lena suspiró; su boca se hallaba sólo a milímetros de la de Julia.

—Creo que ha sido un aviso.
—Sí —admitió Julia retrocediendo—. Me retiro, en vista de que queda descartado el sexo en el sofá.
—Buenas noches, señorita Volkova. —Lena lanzó un suspiro tembloroso y sonrió.
—Comandante. —El tono de Julia la acarició antes de que se retirase a toda prisa. Cuando Julia desapareció por las escaleras que conducían al primer piso, Stark entró por la parte de atrás de la casa.
—Todo en orden, comandante. —Se dirigió al televisor, colocado en un hueco al otro lado del salón, y lo encendió.
—Gracias —dijo Lena—. Estaré arriba si hay algún problema.
—Sí, señora. Espero no tener que molestarla.

Lena se detuvo en las escaleras y miró la nuca de la agente.

—Se lo agradezco.

* * *
Cuando Lena llegó al vestíbulo del primer piso, se fijó en una débil luz que se filtraba por debajo de la puerta de la habitación de Julia. Permaneció en silencio, decidiendo si entrar o no. Sabía que no había muchas probabilidades de que lo supieran y, en todo caso, a nadie le importaría. Si uno de sus agentes la sorprendía en una situación íntima con Julia, nunca lo mencionaría. Dejando a un lado la lealtad que sentían hacia ella, nadie traicionaría los secretos de un miembro de la primera familia ni arriesgaría su trabajo. Sin embargo, se alejó, más que nada por costumbre. Deseaba estar con Julia. Quería acostarse con ella. Se sentía agotada tras las semanas de tensión y lucha, cansada física y espiritualmente, y echaba de menos el consuelo de los brazos de Julia, un consuelo que no encontraba en ningún otro lugar. Suspiró y se dijo que no importaban unos cuantos días más. Cuando regresasen a Nueva York, a casa, Julia tendría más libertad y, entonces, podrían relajar un poco la vigilancia. Julia acostumbraba a recluirse durante horas o días en el apartamento de una amiga, donde las dos tendrían ocasión de disfrutar de unas horas de soledad. No era ideal, ni mucho menos, pero, tratándose de un personaje público como Julia, había que inventarse la intimidad. Lena abrió la puerta de su habitación con decisión y deslizó la mano derecha sobre la pared en busca del interruptor.

—Tal vez prefieras no encender la luz.

Lena bajó la mano y cerró la puerta tras de sí. Luego permaneció inmóvil mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra que proyectaba la luz de las farolas y el resplandor de las estrellas a través de la ventana.

—¿Confías en que lo haga a tientas?
—Bueno —musitó Julia, abandonando las sombras y dejándose ver en el rayo de luna que iluminaba el centro de la habitación—. Ha pasado bastante tiempo, pero supongo que, con un poco de estímulo, lo conseguirás.

Mientras Julia hablaba, Lena se apresuró a quitarse la chaqueta y la pistolera y a dejarlas sobre la silla que estaba junto a la puerta. Se adelantó tres metros y se detuvo frente a Julia, quedando separadas tan solo por una franja de oscuridad.

—¿No estás cansada? —preguntó Lena con una voz más grave de lo habitual.
—Me pareció que no podría dormir… y sólo conozco un remedio seguro para eso —dudó, y luego añadió en tono travieso—: Supongo que podría hacerlo sola…
—¿Intentas darme celos? —preguntó Lena con dulzura.
—¿Yo? Jamás. —Julia se rió—. Además… contigo al otro lado del pasillo, no cabe elección. Al menos… nada que pueda compararse.

Lena también se rió. Luego acarició los hombros desnudos de Julia y le hizo dar la vuelta para que viese la noche por la ventana. Se acercó, de forma de que su pelvis rozó el trasero de Lena, deslizó las manos hasta el broche que sujetaba los cabellos de la joven bajo la nuca y los soltó. Lena introdujo los dedos entre los espesos bucles, retirando los mechones que caían sobre el cuello de Julia, y acarició los hombros y los brazos de su amante.

—Estás muy guapa esta noche.

Julia se relajó entre los brazos de Lena y se apoyó en su cuerpo, descansando la cabeza sobre el pecho de la agente.

—¿Nunca te he comentado que me encanta que me desnudes? —preguntó con voz gutural y un poco entrecortada.
—Creo que recuerdo algo parecido. —Lena posó los labios en la firme curva de músculos que unía el cuello y los hombros de Julia, explorando milímetro a milímetro con la boca, y luego apretando los dientes contra la carne dura. Mordió levemente a Julia, hasta que la joven contuvo el aliento y dejó escapar un gemido. Por último, apartó la boca—. ¿Debo interpretar eso como una invitación?
—Por favor —repuso Julia.

Lena deslizó los dedos sobre los brazos desnudos de Julia y las palmas bajo las finas tiras del vestido, dejándolas caer suavemente. Se detuvo cuando el vestido quedó prendido en los pechos de Julia, sobre sus pezones. Lena rodeó el cuerpo de Julia con una mano, extendiendo los dedos sobre el pecho y hundiéndolos en el surco que separaba los senos. Con la otra mano se desabrochó la camisa, y arrojó al suelo de madera las perlas plateadas de la botonadura. El cuerpo de Julia se tensó cuando el leve ruido de las perlas al caer rompió el silencio. Se apoyaron la una en la otra, la espalda de Julia apretada contra el cuerpo de Lena, las sutiles curvas fundiéndose con los esbeltos ángulos. Lena tenía la camisa blanca abierta, el pecho desnudo pegado a la carne que dejaba al descubierto el escotado vestido negro.

—Cuatro días es mucho tiempo —murmuró Lena acariciando la curva de la oreja de Julia con la boca, mientras se le aceleraba la respiración al sentir cómo se endurecían sus pezones al contacto con la piel suave de Julia—. Me ha costado mucho esta noche… ignorar cuánto deseaba tocarte.
—Caramba, comandante —susurró Julia con voz ronca—. No creí que nada pudiera distraerla de su trabajo.
—Tú sí. —Lena desprendió la camisa de los pantalones y la tiró al suelo. Luego bajó la cremallera del vestido de Julia. Con las dos manos deslizó el suave tejido sobre el cuerpo de ésta, revelando sus pechos a la luz de la luna y maravillándose ante el destello con que la sangre teñía la pálida piel y ante algo más elemental bajo la superficie. A continuación, rodeó con los dedos un pezón erecto, extendiendo la mano bajo la curva llena de la carne ardiente—. Tú siempre lo consigues.

Aunque quería ir despacio, a Lena le resultaba cada vez más difícil. La piel de Julia era delicada y suave, pero encubría unos músculos firmes y un cuerpo que rebosaba tensión. El rápido movimiento de sus pechos bajo las manos de Lena hablaba del deseo de su amante, y el cuerpo de Lena se excitó, mientras sus muslos temblaban al apretarse contra las nalgas de Julia. Cuando ésta devolvió la presión con un movimiento de caderas, Lena profirió un profundo gemido.

—Sabes que me gusta ir rápido la primera vez —jadeó Julia, abandonando su pasividad al extender una mano hacia el inexistente espacio que las separaba y apresurándose a acariciar el interior de la pierna de Lena, sujetándola con firmeza a través de los pantalones—. No he dejado de desearte desde anoche en el bar y, si me sigo excitando, sufriré daños permanentes.

Lena agarró a Julia por los hombros y le dio la vuelta hasta que quedaron cara a cara, con los pechos desnudos rozándose mientras se besaban. Un beso con el que expresaban necesidad, añoranza y hambre descarnada. Tras unos segundos, el primer impulso de desesperación dejó paso al acogedor reconocimiento y, cuando por fin se separaron, respirando con dificultad, sonreían.

—Probemos algo nuevo. A ver si podemos hacerlo lentamente —sugirió Lena.
—Pides mucho. —Julia sacudió la cabeza y recorrió con las manos el abdomen de Lena hasta la parte superior de los pantalones. Desabrochó con habilidad los pantalones de seda del esmoquin y bajó la cremallera—. Pero lo intentaré si quieres.

Julia deslizó la mano en el interior de los pantalones de la agente. Ésta se acaloró y el aturdimiento se apoderó de su cabeza ante la inesperada fuerza de los dedos de Julia sobre sus predispuestas terminaciones nerviosas. Le temblaban las manos sobre la piel de Julia y habló con voz estremecida:

—No puedo si haces eso.
—Si te empeñas… —Julia se rió ligeramente y apartó la mano. Volvió a reír al oír el involuntario gemido de Lena—. Al menos hagámoslo en la cama. No tengo fuerzas para aguantar de pie.

Se apartaron un poco para librarse del resto de la ropa. Luego, como si temiesen la separación, se apresuraron a abrazarse, entrelazando los miembros, y rodaron juntas sobre las sábanas. Lena retorció el torso y colocó a Julia debajo, poniendo una pierna entre los muslos de la joven mientras buscaba su boca. Cuando el calor del aliento de Julia en su garganta no bastó para sofocar su necesidad, Lena se apoyó en los brazos y se deslizó hacia abajo, colocando el pecho entre los muslos extendidos de Julia. Su boca se apoderó de un pezón y lo mordisqueó, mientras los dedos de Julia alborotaban sus cabellos. Lena encontró el otro pecho y lo acunó con la mano, acariciando el pezón con los dedos. No paró hasta que Julia se arqueó debajo de ella, jadeando.

—Por favor —susurró Julia, enmarcando el rostro de Lena con las manos temblorosas e intentando centrar los ojos nublados en su amante—. Te deseo muchísimo.

Lena se deslizó más abajo, besando el centro del abdomen de Julia y moviendo las manos hacia el interior de los muslos de la joven. Julia estaba húmeda. Con el pulso acelerado y tan embriagada por la lujuria que casi no podía soportarlo, Lena apoyó la mejilla en la tierna base del abdomen de Julia y susurró:

—¿Así de lento?
—Un poco más lento… o… me correré sin ti.

Lena se rió, temblando.

—Oh, no creo.

Lena, sin prisa, rozó con los dedos la espesa fuente de calor entre los muslos de Julia, presionando el clítoris con firmeza, y luego penetrándola durante un instante fugaz. Se retiró, a pesar de las protestas de Julia, y siguió acariciando con los dedos la carne caliente e hinchada y sintiendo el salvaje latido de la sangre en la mano. Julia se apretó contra ella.

—No. Quiero que te corras en mi boca.
—Entonces, bésame —pidió Julia—. Y lo haré.

Lena bajó la cabeza muy despacio y tomó a Julia con cuidado entre los labios. Cuando los muslos de Julia se tensaron, indicando que estaba a punto, Lena hundió más la boca, acomodando el movimiento rítmico de los labios sobre Julia al de los dedos que la penetraban. El impulso de la lengua y los dedos de Lena seguían los latidos de la sangre y los espasmos de los músculos de Julia en torno a su mano. Julia agarró los cabellos de Lena, apretándolos de cualquier manera mientras su garganta emitía grititos. Cuando alcanzó el clímax, pronunció el nombre de Lena entre la bendición y el agotamiento. Lena, conteniendo el aliento con los ojos cerrados, reprimió las lágrimas de emoción tras unirse a la única mujer de su vida que le importaba. No supo cuánto tiempo permaneció inmóvil hasta que Julia rompió el silencio.

—¿Estás dormida?

Lena sacudió la cabeza ligeramente, moviendo los labios sobre la piel aún estremecida de Julia.

—No, creo que no. Tal vez… si estuviera muerta, esto sería la gloria.
—Oh, sí. Parece… la gloria. —Julia se rió, insegura, flexionando los dedos entumecidos y agitando las piernas rígidas sobre las sábanas. Las titánicas contracciones del orgasmo habían resultado casi dolorosas, y seguramente le habrían dolido si el orgasmo no hubiese sido tan intenso.- Acércate… si puedes. Quiero tocarte.
—Estoy bien —murmuró Lena, sin abrir los ojos, sintiendo los erráticos latidos del corazón en el pecho.
—Acércate de todas formas.

Lena hizo un esfuerzo y logró moverse un metro antes de derrumbarse sobre la almohada junto a Julia.

—¿Qué te parece?
—La lentitud está muy bien. —Julia, adormilada, se acomodó en brazos de Lena y apoyó la cabeza en el hombro de su amante, con una mano sobre el prieto abdomen.
—Hum —murmuró Lena—. No está mal para empezar.

Julia besó a Lena en el cuello y lamió el sudor salado que impregnaba su piel. Sintió un fuerte latido contra los labios y deslizó los dedos, abriéndose camino entre los muslos de Lena, que gimió mientras Julia acariciaba la dura prominencia de su clítoris.

—¿Así que estás bien? —se burló Julia—. A veces no tienes ni idea, comandante.
—Sí… todo bien… —La pelvis de Lena se arqueó mientras la presión se intensificaba bruscamente con las sabias caricias de Julia—. Y luego… se está… bien.
—No creo que podamos hacerlo lentamente en este caso —observó Julia cuando los músculos del estómago de Lena se contrajeron y todo su cuerpo se estremeció—. ¿Verdad?
—Yo… lo estoy perdiendo —confesó Lena, desesperada, agitándose con la primera oleada de espasmos—. Dios mío…
—Todo va bien —murmuró Julia apretando los labios contra la curva de la oreja de su amante—. Te tengo.

Julia abrió en silencio la puerta que daba a la terraza de atrás y salió a disfrutar de la noche. Se había puesto unos shorts holgados de hacer ejercicio y una camiseta sin mangas y llevaba en la mano una lata de refresco. Se detuvo junto a la puerta cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Paula Stark hablaba por el móvil:

—Escucha… tranquila, ¿entendido? Te llamaré pronto. Sí… muy bien. Me acuerdo. Buenas noches.
—Lo siento. —Julia salvó los cinco metros que la separaban de la barandilla, donde estaba la agente.
—No hay problema. Estoy entre controles y me encontraba…
—Paula, por Dios. ¿Cree que me importa que llame por teléfono?
—Pues, en términos estrictos, estoy…
—Por favor —repuso Julia—. En términos estrictos, ¿tendría que pasarse doce horas en la oscuridad sin hacer nada?
—Sí, en términos estrictos —respondió Stark, muy seria—, aunque no serían doce horas. Me encargo del cambio de turno, así que en realidad sólo llevo de servicio…
—Ya me hago una idea, agente del Servicio Secreto Stark.

Stark cerró la boca y miró a la hija del presidente a la luz de la luna. Julia sonreía y, como siempre que lo hacía, el corazón de Stark se aceleró. Sin embargo, la agente comprendió el motivo. Le gustaba la hija del presidente; en realidad, era algo más. Respetaba la posición oficial de Julia Volkova y valoraba el trabajo que ésta hacía, de representar a la nación en lugar de su difunta madre, como emisaria femenina más próxima al presidente en situaciones en las que dicha representación resultaba fundamental. También la estimaba como persona con talento y volcada en causas importantes, sobre todo en la lucha contra el cáncer, que le había costado la vida a su madre. Y sobre todo eso Stark se daba cuenta de que pesaba el hecho de haber tenido una relación con ella. Una historia muy breve, sí, pero formaba parte de su pasado, y, en retrospectiva, no lo lamentaba. Por eso, cuando miraba a la mujer que estaba junto a ella, todas esas cosas le afectaban, aunque no debiera ser así. En su calidad de agente del Servicio Secreto no debía sentir más que responsabilidad hacia la persona a la que protegía. Stark suspiró. Tal vez por eso nunca sería la mejor agente del Servicio Secreto, pero se daba cuenta de que no podía cambiar. Quizá nadie notase esos detalles. Al menos, la comandante confiaba en ella como protectora principal de Egret, y eso era lo que en realidad importaba. Julia observó el parpadeo del claro de luna sobre los rasgos de Stark y el caleidoscopio de emociones que encerraban; no las comprendía todas, pero sí reconoció algunas. Sonrió con
cariño.

—Así que estaba haciendo comprobaciones con Mac, ¿no?
—Hum…
—No importa, Stark. —Julia se apiadó de ella y dejó de bromear—. Sé que no era Mac porque conozco su tono de voz cuando habla con él. ¿Cómo está Renée?
—Bien, supongo —respondió Stark con tristeza, tocando una astilla de madera del borde de la barandilla.
—¿Supone? ¿Qué ocurre?
—Le van a dar el alta en el hospital dentro de uno o dos días.
—Eso es estupendo —exclamó Julia apoyando los codos en la barandilla. Stark y ella contemplaban la bahía—. Mucho antes de lo esperado, ¿verdad?
—Sí, y ahí radica el problema. Ya está hablando de volver al trabajo.
—¿Por qué no me sorprende?
—¿Cómo?
—No importa —dijo Julia cabeceando levemente—. No creo que pueda volver a trabajar inmediatamente, aunque quiera. No se preocupe por eso. Necesitará terapia física, ¿no es
así?
—Sí. De todas formas, seguro que encuentra la manera de conseguir un trabajo de oficina si no puede regresar al servicio activo de momento.
—¿Sabe una cosa, Stark? —dijo Julia—. La mayor parte de mi equipo ni siquiera debería estar trabajando en este momento, así que no le costará ponerse en el sitio de Savard.

Stark, asombrada, volvió la cabeza y miró a Julia a los ojos.

—¿De qué habla? Ninguno de nosotros sufrió heridas, salvo Ellen.
—Dios mío. ¿Acaso todos los agentes del Servicio Secreto tienen que ser burros?

Stark se puso rígida al oír el comentario de Julia, lista para defender a sus colegas, pero Julia continuó sin darle ocasión de hablar:

—No se trata sólo de daños físicos, aunque bien sabe Dios que Lena debería estar de baja.
—¿La comandante está enferma? —se apresuró a preguntar Stark con sincera preocupación.
—Ella no lo admite, pero la cuestión es que resultó herida. Y ustedes perdieron a un colega y otros dos sufrieron graves heridas. Podría haber sido cualquiera de ustedes. Esas cosas también hacen daño.
—Gajes del oficio, señorita Volkova. —Stark parecía de pronto triste y más vieja.
—Sí —admitió Julia convencida y con evidente comprensión—. Supongo que sí.

En un breve gesto, insólito en ella, Julia le dio un apretón en el brazo a Stark con ademán amistoso, y luego posó la mano en la barandilla.

—No creo que Renée sea diferente al resto de ustedes, pero confío en que tenga la sensatez de no hacer excesos físicos hasta que se recupere.
—Lo bueno es que va a vivir con su hermana en Nueva York hasta que se restablezca —explicó Stark, de nuevo con entusiasmo—. Si le dan un destino, probablemente será en la oficina de servicio local, al menos de forma temporal.
—Ah… Entonces, estará cerca.
—Sí.

A Julia no le pasó desapercibida la emoción de la voz de la joven agente y no pudo evitar sentir una punzada de celos. Renée Savard y Paula Stark eran libres para explorar lo que había entre ellas, y para hacerlo con la alegría e ilusión de dos personas que se enamoran. Algo que ella nunca había tenido oportunidad de experimentar. También Julia estaba enamorada —desesperadamente, dolorosamente, con todo su ser—, pero la alegría se mezclaba con la tristeza y a veces con la rabia. Eran las tres de la mañana y acababa de abandonar los brazos de su amante porque no podía despertarse a su lado, ni siquiera en uno de los lugares más seguros que conocía. «Si no podemos compartir ese sencillo placer aquí, entonces ¿dónde y cuándo será posible?»
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Mensaje por Anonymus 2/26/2015, 11:55 am

Capítulo 8

A las siete y media de la mañana siguiente Lena, que se sentía fresca e inusitadamente alegre, entró en la cocina y se acercó a la cafetera. El café estaba caliente y recién hecho. Lo había preparado alguien del turno de noche. Lena se sirvió un poco y se dirigió a la terraza trasera. Previamente había llamado a Mac al hotel para repasar las actualizaciones diarias de Washington y la miríada de agencias de inteligencia que controlaban los acontecimientos externos e internos. En aquel momento, quería disfrutar del sol matutino y del cielo excepcionalmente claro. La niebla era habitual en las mañanas de San Francisco incluso en verano. Al oír cómo se deslizaba la puerta corredera, la mujer que estaba junto a la barandilla se volvió.

—Buenos días —dijo Lena, gratamente sorprendida.

No había oído movimiento en el piso de arriba y pensó que era la única que estaba despierta. Apoyó un hombro en el marco de la puerta, bebió un sorbo de café y dedicó unos momentos a contemplar el reflejo del sol sobre el rostro de su amante. Julia llevaba un desgastado jersey de los Yanquis que parecía más viejo que ella y unos pantalones de chándal holgados; aún así, era la mujer más hermosa que había conocido. El corazón de Lena, y muchos otros puntos, se aceleraron.

—Buenos días. —Julia se apoyó en la barandilla con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo y las manos aferradas al barandal. Esbozó una leve sonrisa, mientras la expresión de Lena pasaba del placer al deseo.
—Creí que estabas durmiendo —observó Lena desde la puerta. No confiaba en su capacidad de contención para acercarse a Julia, y menos en la terraza a plena luz del día. Pensaba que había saciado su hambre la noche anterior. Pero, al parecer, estaba equivocada.
—No, hace un rato que me he levantado. —Julia no consideró oportuno comentar que había estado despierta casi toda la noche después de la marcha de Stark. No le había ayudado saber que Lena se encontraba al otro lado del pasillo. Al contrario, la había puesto nerviosa.
—¿Te encuentras bien? —Lena frunció el entrecejo, dándose cuenta de que Julia se callaba algo.
—Sí. —Julia le dedicó una sonrisa sincera que borró los vestigios de melancolía. El día era precioso, y Lena estaba allí, extraordinariamente sexy con sus vaqueros gastados y una camisa blanca desgastada en el cuello y los puños—. Perfectamente.
—¿Te molesta la compañía?
—La tuya no.

Lena cruzó la terraza y contempló la densa vegetación de la parte de atrás de la casa, que descendía en cuesta hacia la calle, una cinta gris apenas visible que caía a pico más abajo.

—Felicia está por ahí —comentó Julia al reparar en que Lena supervisaba el perímetro—. Es su turno.

Lena escudriñó la zona inferior e hizo un leve gesto de asentimiento cuando divisó la lejana figura de la agente. Satisfecha, se dirigió a Julia:

—¿Cómo estás?
—Mejor que ayer por la mañana a estas horas —respondió Julia con la voz ronca—. Estoy contenta… de momento.
—Y yo lo siento —repuso Lena riéndose—. Me quedé dormida…
—No te disculpes. Primero, lo necesitabas. Segundo, haces que me sienta como un semental.
—Vaya… Me pregunto cómo debo tomármelo. ¿Significa que yo no lo soy?

Julia miró a Lena a los ojos, observando con alivio que habían desaparecido las ojeras y que el dolor, que Lena creía que no se notaba, también se había evaporado.

—Oh, no, comandante. Tus credenciales de semental siguen intactas.
—Me alegro de oírlo —dijo Lena con una sonrisa. Se apoyó en la barandilla y dio un sorbo al café, disfrutando de la perfecta vista de tarjeta postal—. ¿Sabes algo de mi díscola madre esta mañana?
—Yo no contaría con ella… tan temprano. Al menos si he interpretado correctamente la situación con Giancarlo.
—Creo que sí. —Una sonrisa afectuosa iluminó el rostro de Lena—. Si por la tarde no ha regresado, la llamaré antes de salir para el aeropuerto.
—Sentiré irme de aquí —dijo Julia en voz baja. Lena movió la mano izquierda sobre la barandilla hasta cubrir la derecha de Julia. Sus hombros casi se tocaban, pero sólo alguien que estuviese con ellas en la terraza podría apreciar el cariñoso gesto. Los dedos de ambas se entrelazaron automáticamente, con los pulgares acariciando las palmas.
—Sí, yo también. Al estar aquí contigo me he dado cuenta de lo hermoso que es este lugar. Tu compañía hace que el mundo parezca totalmente distinto.

Julia se quedó momentáneamente sin habla, en una de esas ocasiones en que Lena la cogía por sorpresa, tal y como siempre había supuesto que se sentiría al estar enamorada. Aunque nunca había imaginado que llegaría a vivirlo.

—No tenemos por qué perder este sentimiento, ¿verdad?

Lena la miró de nuevo, maravillándose ante la diversidad de matices azules que flotaban en las profundidades de los ojos de su amante.

—No. Debemos procurar no perderlo.
—Lena, yo…

La interrumpió el sonido del móvil que Lena llevaba en el cinturón. La agente torció el gesto y dijo:

—Lo siento. —Cogió el móvil y lo abrió. Luego se apartó y respondió—: Katina.

A Julia le llamó la atención la rigidez casi imperceptible de los hombros de Lena. Generalmente, las frecuentes llamadas de un agente en un control o de una actualización de inteligencia que se transmitía a Lena formaban parte de la rutina diaria y, por tanto, apenas merecían su atención. Pero en aquel momento, Julia se dedicó a escuchar, aunque no quería hacerlo.

—¿Desde dónde llamas?… ¿Estás segura?… ¿Cuándo?… ¿Te encuentras bi…?… No, por lo menos durante uno o dos días… Sí… Sí… Te buscaré… De acuerdo… Sí. Bien.
—¿Problemas? —preguntó Julia cuando Lena concluyó la llamada. Estaba segura de que Lena había cronometrado la conversación.
—No —respondió Lena automáticamente, con los ojos velados y tono distante, acercándose de nuevo a la barandilla. Al mirar a Julia, se dio cuenta de que no la creía. Suspiró y se pasó una mano por los cabellos—. No estoy segura. Tal vez.
—¿Tiene relación con lo que ocurrió en Nueva York?

Lena, distraída pensando en la llamada, respondió bruscamente:

—No. Era algo personal. —Las palabras surgieron antes de que comprendiese cómo sonaban. Julia intentó borrar toda expresión del rostro mientras asimilaba las palabras. «Personal. Personal como en una llamada personal, como algo que no me importa. Como… ¿qué? ¿Una amante? ¿Por qué no? Nunca hemos hablado de mantener la exclusividad.»
—Oh —repuso Julia sin ganas—. Lo siento.

Hizo ademán de alejarse, cogió su taza de café y el libro que se había llevado a la terraza, pero la mano de Lena sobre su brazo la detuvo.

—Julia… No es lo que piensas.
—No tienes idea de lo que pienso —dijo Julia con voz grave y controlada, demasiado controlada. Desvió los ojos, porque no quería que Lena notase el dolor que había en ellos. «¡Estúpida! ¡Por Dios, Julia, crece!»
—De acuerdo —admitió Lena sin soltar el brazo de Julia—. Por si crees que era un… asunto romántico, nada de eso.

Julia alzó la cabeza y estaba a punto de expresar una negativa vehemente cuando vio la cara de Lena. La airada respuesta murió en sus labios. La agente del Servicio Secreto Elena Katina, a la que el presidente de los Estados Unidos había condecorado dos veces por su valor, la miraba con incertidumbre y preocupación. Lena parecía extremadamente vulnerable e indefensa. Julia deseaba abrazarla y no soltarla nunca.

—No tienes por qué explicarte. No me incumbe…
—Sí que te incumbe. —Lena se acercó a Julia, olvidando dónde estaban o que alguien podía salir de la cocina, y dijo en tono urgente—: No hay nadie más. Nadie…

Julia puso los dedos sobre los labios de Lena.

—Calla. No pasa nada. —Dio un beso fugaz pero intenso a su jefa de seguridad y se apartó—. Voy a correr. Acompáñame.
—De acuerdo. —Lena entró con ella en la casa, esperando que Julia la creyese, porque la mirada dolorida de aquellos ojos azules le desgarraba el corazón.

Después de correr, Julia se duchó, se vistió y dedicó unas horas a hacer compras en Union Square. Davis y Foster la acompañaron mientras Lena se reunía con Mac para repasar los detalles del vuelo y verificar los informes del piloto sobre el viaje de esa noche. Ni Lena ni Julia habían vuelto a hablar de la llamada matutina, y Julia no tenía intención de hacerlo. Lena había dicho que no era una amante y, aunque lo fuese, no tenían un pacto de monogamia, ni siquiera de compromiso. Julia aún no había decidido si quería tratar aquellos asuntos. El mero hecho de pensar en exclusividad la ponía nerviosa. Se había enamorado con tanta fuerza y rapidez que tenía que acostumbrarse a ello antes de mirar al futuro. Por la tarde volvió a leer en la terraza, dormitando de vez en cuando en una tumbona. Inessa regresó a tiempo de hacer una comida tardía, a la que también se apuntó Lena, para satisfacción de Julia. Era distinto tener a Lena al lado, compartiendo los momentos, a que estuviera a cierta distancia en un acto social, con toda la atención centrada en la gente. Las tres hablaron de arte, de viejos amigos de Inessa a los que Lena conocía desde la niñez, y de los planes de Julia para un nuevo proyecto. Una conversación fluida y ligera como las que compartirían amigas o amantes. Julia tuvo que esforzarse de nuevo para tomar las cosas con calma, porque durante aquellas horas le había parecido que Lena y ella eran una pareja más y la sensación le gustaba. A pesar de los recelos que la asaltaban, su relación seguía resultando estimulante. Cuando estuvieron listas para dirigirse al aeropuerto, Julia consiguió librarse de los desasosegante efectos producidos por la misteriosa llamada de Lena. El turborreactor Gulfstream II tenía dieciséis asientos y capacidad para que el equipo se acomodase en los vuelos transcontinentales. Como de costumbre, tras registrar el avión, los agentes del Servicio Secreto subieron a bordo los últimos y ocuparon los asientos delanteros, dejando cierta intimidad a Julia, que se había instalado en una pequeña zona separada de la parte de atrás. Julia alzó los ojos del libro que estaba leyendo cuando la última pasajera subió y avanzó por el pasillo, deteniéndose de vez en cuando para comentar algo con un agente. Le encantaba ver cómo se acercaba la atractiva mujer pelirroja; lo bien que le sentaba el traje, hasta el punto de que parecía corriente, cuando Julia sabía que era hecho a medida; la intensa concentración del rostro de Lena mientras los ojos verdes gris de ésta registraban cada milímetro del avión; y, sobre todo, le fascinó el asomo de sonrisa que suavizó esa concentración cuando las miradas de ambas se encontraron. La jefa de seguridad se sentó al lado de Julia cuando el avión empezó a rodar por la pista del pequeño aeropuerto situado en las afueras de San Francisco. Los asientos de la lujosa aeronave eran espaciosos, pero los muslos de las dos mujeres se tocaron y sus hombros se rozaron ligeramente.

—¿Es bueno el libro? —preguntó Lena mientras se abrochaba el cinturón.
—Hum. —Julia asintió y marcó con un dedo la página para no perderse—. Divertido, sexy y con un buen argumento.
—Parece una combinación infalible.

Julia acarició con los dedos la mano de la agente, que descansaba sobre el muslo.

—Sí, lo es.
—Sé buena —murmuró Lena, reprimiendo una sonrisa—. Estoy trabajando.
—¿De verdad? —Julia arqueó una ceja y, a continuación, se rió—. De acuerdo, te concedo un aplazamiento, pero sólo durante el resto del vuelo. Luego, pienso provocarte todo lo que me apetezca.
—Lo estoy deseando.

Julia echó el asiento hacia atrás y puso la mano sobre el brazo de Lena, fuera de la vista de los agentes sentados delante.

—¿Algún plan urgente para el resto de la semana? —preguntó Lena—. Desde que llegamos aquí no hemos hecho ningún repaso de itinerarios, y quiero que todo el mundo vuelva a las tareas rutinarias. Es lo mejor después de lo que ocurrió.
—Nada especial. Como voy a viajar pronto, prefiero pintar. Espero hacer una exposición este otoño y, de momento, no tengo lienzos suficientes. —Julia suspiró—. Siempre existe la posibilidad de que desde el ala oeste me digan que debo hacer algo. Hace días que no sé nada, y eso no es buena señal.
—Por la mañana tendré un informe completo —le recordó Lena—. Después, podemos repasar el itinerario de la semana.
—Estupendo.
—Y… he de ausentarme uno o dos días —dijo Lena en voz baja. Julia se puso rígida, retirando la mano del brazo de Lena.
—¿Oh?
—Si todo está en orden, pensaba marcharme mañana por la noche. Mac se ocupará del equipo.
—Seguro que lo hará muy bien. —Julia abrió el libro de nuevo.

Lena no respondió. No tenía ninguna explicación que ofrecer y sabía que las medias verdades sólo empeorarían las cosas. Durante el resto del vuelo permanecieron calladas: Julia leyendo y Lena dormitando. A pesar del silencio, estaban muy juntas; los cuerpos se tocaban, la conexión no se había roto del todo.
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Mensaje por Anonymus 2/26/2015, 11:57 am

Capítulo 9

El jet se detuvo en la pista del aeropuerto de Teterboro, en Nueva Jersey, en la orilla del río Hudson opuesta a Manhattan, y el equipo se preparó para descender. Lena se dirigió a la parte delantera del avión y se situó en lo alto de la escalerilla que habían trasladado hasta la puerta de la aeronave. Pulsó el receptor que llevaba al oído y escuchó el informe del agente que transmitía desde el primero de los dos todoterreno negros que se acercaron a la terminal por una carretera de acceso situada en el extremo del aeropuerto. Lena se volvió hacia los agentes que estaban detrás de ella, satisfecha.

—Dos minutos. Prosigamos.

Stark bajó por la escalerilla y se apostó al pie de la misma hasta que Julia estuvo a su lado.

—¿Lista? —Lena sabía que se trataba de un momento delicado.
—Sí.

En cuanto Julia pisó la pista, flanqueada por Lena y Stark, una horda de periodistas que estaban ocultos tras un edificio surgieron de la oscuridad con cámaras de vídeo y micrófonos preparados. Descarnadas luces halógenas resplandecieron, dándole en el rostro a Julia y cegándola. Durante un momento permaneció desorientada… y asustada. El leve contacto de la mano de Lena sobre su brazo la reconfortó a pesar de la explosiva descarga de preguntas. Un periodista, situado a escasos metros, preguntó a voz en grito:

—Señorita Volkova, ¿tiene algo que decir de la fotografía del New York Post?
—¿Quién era la persona que estaba con usted? —quiso saber otro. Las voces, masculinas y femeninas, se mezclaron en una cacofonía continua y caótica.
—¿Dónde le hicieron la foto?
—¿Confirma que estaba con su amante?
—¿Quién…?
—… Nombre…
—… Comentario…
—… Su padre…
—Señorita Volkova… Señorita Volkova… Señorita Volkova…

Las voces la acosaban desde todas las direcciones. Pero sólo una se alzó sobre el pandemonio.

—No te preocupes. Vamos a movernos rápidamente. Déjame ir delante —ordenó Lena con voz serena.

Mientras el ataque continuaba, Lena y Stark sujetaron a Julia por los codos y la guiaron hacia la pequeña terminal de un solo piso. Los otros agentes bajaron las escaleras corriendo, se abrieron paso entre la multitud de periodistas y rodearon a Julia. Mac apretó el paso y se puso al frente del grupo, mientras que Hernández y Felicia Davis lo cerraban. El equipo formaba un seto humano quedando Julia en el centro, y los periodistas se apresuraron a apartarse de la falange de cuerpos en rápido movimiento. Sin embargo, el clamor de las preguntas siguió al grupo hasta el otro lado de las puertas por el vestíbulo alegremente iluminado y la zona VIP de la terminal.

—¿De qué hablan? —susurró Julia a Lena en cuanto las puertas dobles se cerraron tras ellas. Odiaba que la empujasen, aunque fuera por su propio bien, y en ese momento Lena era el blanco más próximo de su rabia—. ¿Por qué no sabíais nada de ellos? Dios mío.
—Sea lo que sea, debió de salir a la luz cuando estábamos volando —respondió Lena, alzando la muñeca para ladrar preguntas y órdenes a su micrófono. Estaba furiosa. La información de inteligencia al minuto era fundamental para prevenir aquel tipo de incidentes y evitar problemas—. Quien se encarga de los servicios informativos en Washington no recibió la noticia o no pensó que tuviéramos que conocerla.

Si Lena hubiese sabido que en el aeropuerto las esperaba una bandada de periodistas, habría dispuesto que los vehículos de transporte fuesen directamente a la pista para que Julia no tuviese que caminar hasta la terminal. «Mi trabajo es protegerla.»

—Señorita Volkova, lo siento. No tenía un equipo avanzado en el terreno. Debería haberlo tenido.
—No. —Julia cabeceó, más calmada después de dejar atrás el inesperado asalto—. No es culpa suya. Vamos a recoger el equipaje y a salir de aquí antes de que nos encuentren.
—No se preocupe —dijo Lena severamente, a punto de perder los estribos. No sólo tenía la responsabilidad de proteger a Julia físicamente, sino de procurar que no la acosasen los sabuesos de la prensa. Se habría enfadado si cualquiera de las personas a las que debía proteger se hubiese visto expuesta a semejante afrenta, pero el hecho de que fuese su amante la víctima del ataque empeoraba las cosas—. No volverán a molestarla.

En ese momento se acercó Mac desde la parte principal de la terminal con un periódico doblado bajo el brazo y expresión seria.

—¿Qué ha conseguido? —preguntó Lena bruscamente, observando con sorpresa que Mac se ponía colorado.
—Pues… —Alzó el periódico doblado que llevaba en la mano, miró a Lena y a Julia, y luego desvió la vista—. Tal vez prefiera verlo en el coche.
—Déjeme verlo —exigió Julia extendiendo la mano—. No sirve de nada esperar.

Mac le entregó el periódico sin decir nada. Los agentes del Servicio Secreto que rodeaban a Julia desviaron la vista, pero no deshicieron el círculo protector que habían formado para aislarla del escaso personal del aeropuerto que transportaba los equipajes. Lena observó la cara de Julia mientras abría el periódico y miraba la primera página. No detectó ningún cambio en la expresión de Julia. Cuando Julia dobló el periódico en silencio y lo metió bajo el brazo, con el libro que estaba leyendo, Lena dijo de pronto:

—De acuerdo. Salgamos de aquí.

Dos de los hombres se acercaron a la pila de equipajes y cogieron las maletas de todos, cargándolas rápida y eficientemente en un carrito con ruedas. Minutos después, el equipo subió a los dos vehículos que salieron a toda velocidad del aeropuerto en dirección al túnel Lincoln y a Manhattan. Stark y Davis ocupaban los asientos delanteros del primer coche, y Julia y Lena los traseros. Los otros agentes, la mayoría de ellos libres de servicio, se habían quedado en el aeropuerto y se irían por separado en taxis, con amigos o con familiares.

—¿Te encuentras bien? —Lena se inclinó hacia delante y rozó la rodilla de Julia. Julia miraba por la ventanilla en silencio desde que había entrado en el coche. Volvió el rostro hacia Lena y sonrió con tristeza bajo las luces irregulares de los coches que pasaban y de los parpadeantes letreros de neón.
—Lo esperaba. Y ahora estoy aquí sentada, preguntándome cuánto tiempo hacía que lo esperaba.
—¿Qué ocurre? —Lena permaneció en su lugar, acariciando suavemente el tejido de los pantalones de Julia.

Cuando Julia le pasó el periódico sin decir nada, Lena lo desdobló y se acercó a la ventanilla para poder leer. Había una foto destacada con un comentario: «¿La hija del presidente y su amante secreto?» . En una borrosa instantánea nocturna, se veía a una mujer muy parecida a Julia besando a alguien, aunque los rasgos de la otra persona resultaban difíciles de adivinar a causa del ángulo de cámara y de la lógica distancia desde la que se había hecho la foto.

—Hijo de puta —susurró Lena. Era una foto de las dos en la playa de San Francisco la noche en que había llegado Lena. Miró a Julia—. Lo siento.
—¿Por qué? ¿Por el beso o por la fotografía?
—Por el beso no, desde luego.

Julia asintió enérgicamente.

—Bien.

Lena se esforzó por leer en la penumbra el breve párrafo que acompañaba a la foto. No decía gran cosa, tan solo los habituales comentarios provocativos sobre las supuestas relaciones de Julia con estrellas de cine, personajes de los bajos fondos o funcionarios, típicos de aquel tipo de publicaciones. Debido al afán de Julia de proteger su intimidad y al empeño de la Casa Blanca en alejarla del interés público cuando no realizaba funciones oficiales, a la prensa le encantaba especular acerca de su vida amorosa. Pero en esa ocasión no eran meros cotilleos e insinuaciones.

—¿Qué te parece? —preguntó Julia con recelo.
—Creo que es interesante —respondió Lena tras mirar en detenimiento la fotografía— que no den nombres y que no afirmen categóricamente que estás con una mujer. El que hizo las fotos seguro que lo sabe.
—Ya me he dado cuenta —comentó Julia—. Es como si alguien me estuviera provocando… o burlándose de mí. Pero ¿por qué?
—No tengo ni idea. —Lena estrujó el periódico con tanta fuerza que lo arrugó. Tuvo que esforzarse para no arrojarlo al suelo. Le enfurecía la invasión de la intimidad de Julia y se indignaba consigo misma por haber permitido que alguien se acercase a ellas e hiciese la foto—. Pero lo que quiero saber es dónde diablos estaba y por qué mi gente no lo vio.
—Me da la sensación de que esto es sólo el principio. Seguramente a mi padre le resultará incómodo. —Julia se rió con amargura—. La gran pregunta es: ¿qué supondrá para ti profesionalmente si alguien te reconoce?
—No creo que eso sea lo más importante en este momento. —Lena cabeceó—. En esta historia hay algo raro, porque, si fuera un periodista a la búsqueda de un artículo, mi nombre ya estaría en el periódico. El hecho de que estuvieras besando a una mujer iría en titulares, en primera página. Presentado de esta forma, parece muy inofensivo, lo cual no tiene sentido.
—¿Chantaje?
—En ese caso tienen más pelotas que cerebro. A nadie se le ocurre chantajear a la hija del presidente de los Estados Unidos. Al menos de esta forma, maldita sea, y delante de mis narices.

Julia, de repente muy cansada, apoyó la frente en la ventanilla y contempló la noche. La zona de la autopista por la que circulaba el vehículo era árida, como un eco del vacío de su corazón. Había sido estúpida al creer que la dejarían amar a alguien en paz, mucho menos a la mujer que estaba sentada frente a ella. Cerró los ojos, sabiendo que esa noche dormiría sola y deseando más que nunca que no fuese cierto.
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Mensaje por Anonymus 2/27/2015, 1:08 pm

Capítulo 10

Lena observaba a Julia en el silencio que las envolvía. Le preocupaba aquella tranquilidad. Habría sido más lógica la ira, incluso a gritos, dadas las circunstancias. Habría preferido que la acusase de complicidad, aunque fuese infundada, por permitir que se hiciese la foto, a aquella cortina de silencio que se interponía entre ellas. Intentó imaginar lo que se sentía al ver cómo se exhibían las experiencias más íntimas, no una vez, sino repetidamente. No lo consiguió, a pesar de que también estaba ella en la foto del periódico. Sabía que, aunque su rostro se hubiese visto con claridad y su nombre figurase en negrita debajo de la imagen, no habría sido lo mismo para ella que para Julia. A ella no la conocía todo el mundo ni su familia estaba sometida al escrutinio de quienes se proclamaban guardianes del bien y del mal y que obedecían en realidad a sus propios intereses políticos. No tenía culpa de nada pero, aunque la tuviese, su transgresión se olvidaría enseguida. No ocurría lo mismo con Julia Volkova y con su padre. El presidente no era inmune al efecto de la opinión pública; todo lo contrario: el bien y el mal no interesaban a los poderosos grupos que constantemente se disputaban puestos e influencias en la arena política de Washington, y algo tan incendiario como la vida amorosa de la hija de Oleg Volkov —sobre todo sus relaciones lésbicas— daría a sus oponentes armas para atacarlo.

—Julia —dijo Lena con dulzura—, ¿puedo hacer algo?

Julia se enderezó, apartándose de la ventanilla, de la noche y de sus alterados pensamientos. Cuando habló, su voz sonó más fuerte, con un asomo del antiguo temple.

—Sí, puedes decirme si estás preparada para lo que se avecina.
—¿Qué? —exclamó Lena, demasiado sorprendida por la pregunta para asimilarla. Cuando comprendió al fin lo que Julia le preguntaba, respondió acaloradamente—: ¿Crees en serio que esto me importa?
—Una cosa es hablar en abstracto sobre la posibilidad de ser objeto de exhibición. Y otra convertirse en el centro de un circo mediático en el que todo lo que se refiere a una se convierte en tema de conversación. Créeme, lo sé muy bien.
—Dios mío. —Lena cabeceó con gesto incrédulo, esforzándose por reprimir una respuesta airada.

Julia había hablado en tono tranquilo y firme y con rostro inexpresivo. Estaba como el día que Lena la conoció: fría, controlada, intocable. Lena se acordaba muy bien de la Julia enfadada y herida; en las últimas semanas la ira se había sofocado un poco y las heridas parecían menos dolorosas. Hasta aquel momento. «Dios, está aterrorizada.» La ira de Lena se esfumó al darse cuenta de eso; no asociaba el miedo con la hija del presidente. Comprendió, quizá por primera vez, el precio de la fuerza de Julia, el aislamiento, las defensas impenetrables, la expectativa de la pérdida. Lena salvó la distancia que las separaba y se sentó junto a Julia. Buscó la mano de la joven en la penumbra y le susurró con vehemencia:

—Voy a identificar al que está detrás de esto. Cuando lo haga, le daré una patada en el culo y lo mandaré, a él o a ella, al otro lado del mundo.
—Entonces será demasiado tarde. El daño…
—Te quiero —insistió Lena con convicción—. Nada ni nadie podrá cambiarlo.

Julia apretó la mano de Lena y se apoyó en la reconfortante solidez del cuerpo de su amante.

—No puedes imaginar la presión que sufriremos para dejar de vernos.

Las palabras se clavaron en el pecho de Lena como un mazo. Ni siquiera los disparos le habían dolido tanto.

—No, ni siquiera lo pienso, porque al pensarlo se convierte en real. Por favor.
—Cuando te dispararon —dijo Julia como si le leyese los pensamientos—, me pareció que una parte de mí moría contigo. —Tenía la voz velada, como si hablase en sueños—. Estaba empezando a conocerte y, de pronto, casi te había perdido. Ahora no creo que pudiese sobrevi…
—Escúchame, Julia. Te quiero. No me voy a marchar a ningún sitio. Te lo juro.

Julia escudriñó los ojos Verdes gris y directos de Lena y vio sólo verdad.

—Me da miedo necesitarte tanto.
—No creas que eres la única. —Lena alzó la mano de Julia y besó los nudillos—. Yo también te necesito. Más de lo que imaginas.
—Intentaré recordarlo. —Julia respiró a fondo por primera vez desde que salieron del aeropuerto—. ¿Y ahora qué hacemos, comandante?

Lena se rió, pero había cierta tristeza en su risa.

—Soy una agente del Servicio Secreto. ¿Crees que no puedo encontrar al hijo de puta que dio la foto a la agencia de noticias?
—Ten cuidado, Lena —advirtió Julia—. No hace falta que una persona lleve una pistola para que sea peligrosa. En las manos adecuadas, una cámara resulta letal.
—Un cobarde que elige esa forma solapada de atacarte no es una amenaza para mí. No te preocupes.
—¿Por qué no me siento reconfortada?
—Tendré cuidado. Pero es mi trabajo.
—Supongo que debo aceptar la lógica de las cosas —admitió Julia, y suspiró de nuevo—. Me sorprende no haber sabido nada de la Casa Blanca. La jefa de gabinete debe de andar como loca por el ala oeste.
—Creí que Lucinda Washburn era amiga personal de tu familia —comentó Lena, refiriéndose a quien la mayoría de la gente consideraba la mujer más poderosa de Washington. Como primera mujer jefa de gabinete, recibía las confidencias del presidente y era su principal asesora. Cuando Oleg Volkov llegó a la presidencia, dejó bien claro que no tomaría ninguna decisión sin consultarla con ella. Y así lo hizo durante los primeros meses, cuando las crisis económicas internas y el resurgimiento de la violencia en el exterior habían colocado a su administración en el punto de mira—. Seguramente, se pondrá de tu parte.
—Créeme —dijo Julia sin pizca de animosidad—. El objetivo primordial de Lucy desde el día en que mi padre juró su cargo ha sido que lo reelijan. Se conocen desde la universidad, y me parece que desde entonces ha estado trabajando para que mi padre llegase a donde se encuentra. Lo ha sacrificado casi todo para que ocupe un segundo mandato en la Casa Blanca.
—Y piensas que eso incluye obligarte a… ¿qué? —preguntó Lena con frustración—. ¿Renunciar a nuestra relación?
—Creo que Lucy considera que las relaciones son prescindibles cuando se interponen ante un objetivo superior.
—¿Y tu padre? ¿Opina lo mismo?
—No lo sé. —Julia miró por la ventanilla cuando salieron del túnel Lincoln y entraron en Manhattan, comprendiendo que faltaba muy poco para llegar a su casa—. Como nunca tuve una relación importante, no se dio el caso… Y no lo conozco lo suficiente como para hacer suposiciones. —No pudo disimular la preocupación—. Pero no creo que tardemos mucho en averiguarlo.

Poco después, los vehículos de seguridad se detuvieron ante el edificio de apartamentos de Julia, y los ocupantes de los mismos efectuaron la rutina familiar y coreográfica de la llegada. Al verse en el pequeño pero adornado vestíbulo del elegante edificio, Julia dudó. El ascensor estaba a seis metros. Stark se dirigió a él y marcó la combinación de la cabina que llevaba directamente al ático de Julia. Julia dio la espalda al ascensor y a los agentes que esperaban para acompañarla, miró a Lena y le habló en voz muy baja para que los otros no la oyesen:

—¿Hay posibilidad de que te quedes?

Lena imaginó lo mucho que le había costado a Julia pedir aquello. Miró a los agentes; varios se quedarían en el centro de mando situado un piso por debajo del apartamento de Julia durante el resto del turno de noche.

—Me gustaría. Lo sabes, ¿verdad? —preguntó Lena en un tenso susurro.
—Lo siento. —La mirada de Julia se enturbió de pronto—. No debería habértelo pedido.
—Julia…

Julia se volvió bruscamente, cruzó el vestíbulo y entró en el ascensor. Stark la siguió, y las puertas se cerraron silenciosamente tras ellas. Lena miró a Davis y a los demás y escupió las palabras:

—Me encontrarán en mi busca.
—Entendido —repuso Felicia Davis con expresión neutral.

La jefa de seguridad se alejó sin decir nada más, empujó las puertas de la calle y se perdió en la oscuridad. Lena dudó unos momentos en la acera. Eran las dos de la mañana. Miró el amplio oasis de árboles que rodeaban Gramercy Park hasta el edificio en el que vivía cuando estaba en Nueva York de servicio. No le atraía la perspectiva de pasar varias horas de insomnio en el bien equipado pero impersonal apartamento. Y menos la idea de arrojarse sobre su solitaria cama, tratando de olvidar la decepción que Julia no había podido disimular. Tras tomar una decisión, se dirigió a la esquina sureste de la plaza y llamó un taxi. Luego, indicó al taxista que fuese a una intersección del East Village. Había poco tráfico a aquellas horas de la madrugada en Manhattan, aunque siempre se notaba más actividad allí que en cualquier otra ciudad del país. Cuando pagó al taxista y salió del vehículo, la gente aún paseaba por las aceras, y de vez en cuando salía música por las puertas abiertas de las tabernas y de los restaurantes nocturnos. Caminó un poco y, apenas una hora después de dejar a Julia en su casa, Lena se encontraba en un pequeño bar de barrio. La camarera, una morena corpulenta de mirada dura, se acercó inmediatamente. Los músculos de los bien torneados hombros y brazos tensaban el tejido de la ceñida camiseta que llevaba sobre unos vaqueros desteñidos.

—¿Qué desea?
—Un Glenlivet doble. Hasta arriba.
—Claro.

Poco después, Lena bebía el añejo whisky escocés mientras intentaba dar sentido a las horas anteriores. «¿Horas? Diablos, los días anteriores.» Giró el vaso sobre la barra, luchando con un rompecabezas al que le faltaban demasiadas piezas. Había empezado con la sesión informativa de Washington y con la extraña capitulación de Stewart Carlisle ante las intimidantes amenazas de Doyle de hacer una investigación, y había culminado con el indirecto ataque a Julia de aquella noche. Y además, estaba Claire.

—Claire —suspiró Lena con aire cansado. A su lado, una voz preguntó amablemente:
—¿Una novia?

Lena dio un respingo y se sobresaltó, lo cual decía mucho sobre su confusión mental. O tal vez sobre su fatiga permanente. Volvió la vista hacia la rubia que se había sentado en el taburete contiguo sin que se diese cuenta. La mujer aparentaba veintipocos años, aunque podría ser una década mayor. En sus ojos verdes había una clara invitación, y los pechos enhiestos y llenos, resaltados por un top de cuello redondo que dejaba al descubierto gran parte del escote y no disimulaba las duras prominencias de los pezones, estaban llenos de promesas.

—Tiene que ser toda una mujer para entristecerte tanto —comentó la rubia.
—No. —Lena cabeceó—. Sólo pensaba en voz alta.
—Si quieres olvidarte de algo o de alguien durante unas horas, puedo sugerirte varias formas de conseguirlo.
—No, gracias. —Lena esbozó una leve sonrisa—. Lo que necesito es pensar, no olvidar.
—No conviene pensar sola —insistió la mujer, acercándose y deslizando los dedos sobre la mano derecha de Lena.
—No estoy sola —dijo Lena amablemente.

La rubia la observó en silencio durante unos momentos y asintió.

—En ese caso, te dejaré con lo que te ocupa esta noche.

A continuación, se alejó, y Lena se dedicó a contemplar su bebida. El contacto de la mano de la desconocida le había recordado a Claire. Hasta pocos días antes, había creído que ese capítulo de su vida estaba cerrado. «Claire. ¿Forma parte de esto?»

Tras colgar el teléfono, Lena cruzó la habitación, se quitó la bata y cogió lo primero que encontró. Estaba subiéndose la cremallera de los vaqueros cuando llamaron a la puerta. Se puso rápidamente una camiseta y fue a abrir.

—Hola, Claire.
—Lo siento —se disculpó la mujer del pasillo—. Sé que no debería haber venido…
—No, no pasa nada. —Lena extendió la mano, y Claire la tomó. Era la primera vez que se tocaban en seis meses. Claire se quedó muy quieta, y Lena le dijo amablemente—: Entra.

Claire iba vestida como de costumbre, con un elegante traje de noche y tacones a juego, el cabello rubio recogido en un moño francés, el maquillaje perfecto y joyas caras. Dudó nada más entrar, y luego dejó el bolso sobre la mesa del pequeño vestíbulo

—Pareces cansada. Es tarde, ¿verdad? Dios, debería marcharme.
—Ven al salón. ¿Puedo ofrecerte una copa?
—Vino, si tienes.

Poco después, Lena se sentó junto a Claire en el sofá situado frente a las ventanas, en el que media hora antes había estado contemplando la noche y hablando con su amante. Se esforzó por apartar a Julia de su mente y entregó la copa de chardonnay a la mujer con la que había hecho el amor en innumerables ocasiones. Unas evidentes líneas de tensión rodeaban los ojos de Claire.

—¿Qué ocurre?
—He oído cosas a… mis colegas… las últimas semanas. Alguien se ha dedicado a hacer preguntas.

Lena frunció el entrecejo.

—¿Alguien ha intentado obtener información de las… acompañantes?

Clair sonrió, pero había preocupación en su mirada.

—Lo primero que debes tener en cuenta es que en esta agencia la confidencialidad es el servicio fundamental que proporcionamos. Todas pasamos por una estricta criba. Las comprobaciones de antecedentes son comparables a las del gobierno federal. Se identifica a las personas con las que nos relacionamos y se revisan currículos y expedientes, todo bien documentado. Nadie da información sobre los clientes. Es algo que no sucede jamás.
—¿Pero ahora crees que alguien ha hablado?
—No lo sé. —La preocupación enturbiaba los ojos de Lena—. Lo único que sé es que una persona, o varias, han estado haciendo preguntas.
—¿Y por qué me lo cuentas?
—Porque han hecho preguntas sobre el presidente.
—No es ninguna novedad. —Lena se encogió de hombros—. En Washington siempre ha habido rumores, desde que fue elegido, acerca de que utiliza un… servicio… para sus… necesidades sociales.
—Ya lo sé —admitió Claire—. Pero es la primera vez que abordan a una de nosotras. Fuera de nuestra organización, nadie tiene acceso a la verdadera identidad de las acompañantes, así que resulta casi imposible que nos vinculen individualmente a un organismo o a un cliente particular.
Nuestros nombres se omiten con gran cuidado en todas las transacciones, incluso sobre el papel.

A Lena no le pareció oportuno comentar que, si alguien con tiempo y recursos suficientes quería averiguar quién organizaba el servicio de acompañantes, quién lo utilizaba y los gustos y tendencias de los clientes, podría hacerlo. Nunca había pensado en esa posibilidad. Tal vez se había equivocado.

—¿Ha hablado alguien contigo de forma concreta?
—Aún no. Pero sé que a más de una le han hecho preguntas sobre el presidente.

Lena se quedó callada, reflexionando acerca de la información.

—Lo cual significa que alguien puede haber identificado tu organización y accedido a los archivos.
—Cierto. En ese caso, podría haber averiguado mucho más que la identidad de las acompañantes. Tal vez haya conseguido la lista de clientes.
—Ah, ya entiendo. —Lena se frotó la frente con una mano, procurando aliviar el punzante dolor de cabeza que casi le impedía pensar—. ¿Has venido a advertirme?
—En parte, y por…
—¿Qué?
—Sé quién eres.
—¿A qué te refieres? —preguntó Lena sin alterarse.
—Tu cara ha salido en televisión.
—Sí —admitió Lena con un suspiro—. Supongo que hace tiempo que lo sabes.

Claire apoyó la mano en el muslo de Lena con una familiaridad producto de innumerables noches compartidas.

—No es asunto mío quién eres. Mi única responsabilidad consiste en satisfacer tus necesidades.

El contacto de la mano de Claire suscitó un recuerdo visceral tan automático como el hambre ante un olor familiar. Después de la muerte de Janet, durante meses Lena no quiso más que las escasas horas de sueño sin matices que le proporcionaba la satisfacción de las caricias de Claire. En aquel momento, sus sentidos respondieron al recuerdo del calor del cuerpo de Claire y al experimentado contacto de sus dedos. Las terminaciones nerviosas de Lena también reaccionaron y su respiración se aceleró. Pero procuró ignorar la dulce punzada de espontáneo deseo.

—¿Han preguntado por mí concretamente?
—No que yo sepa, pero tal vez haya cosas que ignoro.
—No sé qué puedo hacer con esa información ni qué puedo hacer al respecto —comentó Lena.
—No creo que haya nada que hacer, sobre todo si estamos tan comprometidas como parece. Pero no quiero que nadie sufra, y mucho menos el presidente. —Miró a Lena y le acarició la mejilla. Luego, acercó los labios a los de Lena y dijo—: O tú.

* * *
Lena se sobresaltó, como si hubiera vuelto a sentir el calor de los dedos de Claire. No quería ahondar en aquel recuerdo. Se frotó los ojos y apuró el resto del whisky. Al día siguiente vería a Claire. Tal vez entonces recibiese alguna respuesta. Julia dio la vuelta en la cama y miró el reloj. Los brillantes números rojos marcaban la una y diez de la madrugada. Con un suspiro crispado, apartó la ligera sábana y puso los pies en el suelo. caminó desnuda por el loft, a la luz de la luna, y se detuvo ante los amplios ventanales que daban al parque. Desde su aventajado mirador se veía el edificio de Lena y escudriñó las ventanas. El apartamento de su amante se hallaba a oscuras. Julia sabía que no debía despertarla; había reconocido los sutiles signos de dolor que Lena nunca mencionaba: la intensidad de las ojeras y la tensión casi imperceptible de los hombros cuando estaba sentada y cambiaba de postura. Lo que Lena necesitaba era dormir y curarse. Tras unos momentos debatiéndose entre la razón y el deseo, Julia regresó a la cama y se sentó al borde. Destellos de luz sobrenatural bailaban sobre el suelo de madera noble. Mucho tiempo atrás, se había adiestrado para no necesitar el consuelo del cuerpo de una mujer en la oscuridad. Nunca pasaba la noche con quien hacía el amor; nunca pretendía que otra voz mitigase su dolor o sus miedos. Dormía sola y aguantaba las incertidumbres, las decepciones y la soledad en silencio. Sin querer, le había entregado el corazón a Lena y no había contado con aquella necesidad tan profunda. A veces el hambre le dolía como una mano apretando su garganta y no sabía si correr o arremeter contra algo. Entonces oía la voz grave de Lena o vislumbraba su sonrisa, y el dolor, tan natural para ella que su misma ausencia resultaba notable, se desvanecía. Casi contra su voluntad, Julia cogió el teléfono. Poco después, tras no recibir contestación, dejó el auricular sobre el aparato. Luego se acostó, se puso de lado y cerró los ojos. Pasó mucho tiempo hasta que su respiración adquirió la cadencia firme y tranquila del sueño.
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Mensaje por Anonymus 2/28/2015, 1:23 pm

Capítulo 11

Lena sacudió la cabeza, aturdida, cuando el despertador sonó a su lado. No sabía cuánto tiempo llevaba sonando cuando el insistente zumbido la arrancó lentamente de un sopor sin sueños. Reprimió un gemido, estiró un brazo y buscó a tientas el despertador. Al fin logró silenciarlo de un manotazo. Pasó otro minuto hasta que consiguió levantarse y dirigirse al cuarto de baño. Abrió el grifo de agua fría, se metió en la ducha y alzó la cara hacia los gélidos chorros. Era temprano, y se preguntó si Julia estaría aún durmiendo. En un momento de descuido, una punzada de soledad le atravesó el pecho. Pero enseguida la expulsó de su conciencia. A las siete y media en punto Lena, fresca y despejada, con una chaqueta oscura, pantalones a juego y camisa de cuello abierto, entró en la sala de reuniones del octavo piso del edificio de apartamentos de Julia, debajo del loft. El equipo del Servicio Secreto ocupaba toda la planta. Casi todo el espacio era abierto, subdividido en zonas de trabajo y consolas de control por mamparas que llegaban a la altura del hombro. Al fondo, tras un laberinto de mesas apretadas, había un área acristalada que servía de sala de reuniones a Lena y a sus agentes. En ese momento se hallaba presente casi todo el equipo, pues el turno de noche se había quedado para dar informaciones antes de dejar el servicio y el turno de día acababa de llegar para encargarse de la vigilancia. Generalmente, había uno o más agentes correturnos que podían cubrir acontecimientos inesperados o proporcionar doble cobertura si era necesario. Casi todos tenían alguna variedad de café en la mano: tazas de los establecimientos próximos, en sutil alusión a lo rancio que solía estar el brebaje de la oficina. Lena se situó en la cabecera de la mesa y saludó con un gesto a los hombres y mujeres que tenía delante. Era la primera vez que el equipo se reunía en el centro de mando desde la noche en que la operación para detener a Loverboy casi había acabado en desastre. Se notaba mucho la ausencia de Ellen Grant.

—Supongo que todos ustedes han visto el artículo del periódico de anoche. Naturalmente, podemos contar con que habrá mucha más atención de los medios cada vez que Egret salga del edificio. En este momento hay cámaras en la esquina noreste de la plaza y una furgoneta de televisión en la intersección.

La información fue recibida con quejas y unos cuantos comentarios poco halagadores sobre el carácter del cuarto poder.

—Eso significa que también habrá atención de la prensa, individualmente y en grupo. Fíjense bien en las credenciales de prensa y apliquen un nivel muy bajo para contener o desviar a quien no tenga identificación apropiada o invada el perímetro personal de Egret. Siempre que sea posible, trasládenla rápidamente desde el vehículo a los eventos públicos. Aplicaremos un estatus de alta seguridad desde esta mañana. No tenemos motivos para pensar que conocen el gimnasio y las citas personales de Egret. No obstante, no debemos presuponer nada.

Todos asintieron. Lena miró a Mac.

—Me reuniré con Egret como siempre a las once. Espero repasar la agenda semanal con ella y trasmitirle la información para los itinerarios concretos. —Se dirigió de nuevo al grupo y añadió—: Mac se encargará de sus destinos. ¿Alguna pregunta?
—¿Qué vamos a hacer para dar con el canalla que hizo la foto? —preguntó Paula Stark con evidente indignación.
—De momento, nada —respondió Lena sin rodeos. Se preguntó cuántos agentes sabían que era ella la persona a la que la hija del presidente besaba en la fotografía. Estuvo a punto de sonreír al ver las expresiones ofendidas en sus rostros. El hecho de que fueran tan incondicionales de Julia le agradaba. Alzó la mano para frenar aquella línea de preguntas—. Tengo que hablar primero con Washington, pero puedo decirles una cosa: Esto no va a quedar así.

La afirmación provocó una serie de exclamaciones: «bien» , «claro que sí» y «malditos derechos» .

—Aparte de las tareas rutinarias, debemos prepararnos para el viaje transatlántico. Esta tarde quiero informes en mi mesa sobre la identidad de nuestros contactos en París, el itinerario al minuto, el expediente del jefe de seguridad del hotel acerca de recursos humanos, despliegue y antecedentes de los empleados del hotel, actualizaciones sobre todas las células terroristas que puedan operar en Francia, con especial atención a París y sus alrededores, y dosieres sobre los miembros de la seguridad francesa que participarán en todos los actos a los que acudirá Egret. —Se frotó los ojos y los centró en el extremo opuesto de la habitación, como si comprobase una lista mental—. Relaciones de invitados a todos los acontecimientos, rutas automovilísticas alternativas, rutas de evacuación y localizaciones de casas seguras.
—Estamos en ello, comandante —aseguró Mac, consultando en el portátil los puntos de su agenda—. Recopilaré el material que tenemos y se lo presentaré esta tarde.
—Muy bien. —Lena se encogió de hombros para aligerar la rigidez del cuello y la espalda. Luego, esbozó una débil sonrisa—. Supongo que todo sigue según lo acostumbrado.

Los demás sonrieron, y parte de la tensión desapareció. Las crisis perdían impacto cuando la mano que llevaba el timón se mantenía firme.

—Mac, me gustaría hablar con usted, por favor. Los demás, a trabajar.

Cuando la habitación se despejó, Lena se sentó frente a su segundo al mando, frotándose las sienes con gesto ausente, pues el dolor de cabeza había vuelto a resurgir durante la noche. Luego, se inclinó hacia delante y sus ojos tropezaron con la mirada serena de Mac

—Quiero saber de dónde ha salido la foto. Quiero saber quién la hizo y quién se la dio a la prensa. Investigue en los servicios de noticias, hable con el director del Post y tantee al centro de operaciones de inteligencia de Washington. Procure ser discreto pero, si hace falta, impóngase.

Mac, que era muy escrupuloso, había dejado de tomar notas. Lo que Lena le estaba pidiendo se salía de la cadena de mando de la Agencia. En términos estrictos, el subdirector de Washington debía coordinar la investigación y los servicios de inteligencia con el FBI. Pero, en realidad, en cuestiones que afectaban directamente al procedimiento operativo, el Servicio Secreto no compartía información con el FBI ni tampoco la pedía.

—Me pondré a ello. ¿Qué sabemos de los detalles, momento, localización?

Lena se quedó callada unos instantes. Mac no había participado en la excursión nocturna a la playa de San Francisco y no conocía las circunstancias en las que se había hecho la foto. Naturalmente, no tenía que contarle los detalles. Podía omitir una parte, al menos de momento. Como agente del Servicio Secreto, estaba entrenada en la política del silencio. No se hablaba de los protegidos, no se hablaba de los asuntos de la Agencia con otros departamentos, no se hablaba del procedimiento. Solitaria desde la niñez, encerrada en su propio dolor emocional, sin querer aumentar la pena de su madre con su tristeza intrascendente y sus sentimientos de culpa tras la muerte de su padre, había aprendido a reservarse las opiniones. Las costumbres de una vida, combinadas con las exigencias de su profesión, le impedían explayarse ante nadie, por mucho que confiase o que quisiese a alguien. El silencio se intensificó, un silencio durante el cual Mac permaneció inmóvil, esperando.

—La fotografía se hizo aproximadamente a la una y media de la madrugada, hace tres noches, en el muelle de San Francisco —dijo Lena en tono firme y práctico.

Mac arqueó una ceja rubia, la única señal de sorpresa; Lena no sabía si era por la información o por el hecho de que ella estuviese al tanto.

—No se me informó de que la habíamos perdido en San Francisco.
—No la perdimos.
—Entonces, ¿cómo consiguió alejarse de nosotros y que le hiciesen la foto?

Mac estaba confundido, y Lena tomó una decisión que probablemente alteraría el curso de su carrera en lo sucesivo.

—No la perdimos de vista. Siempre estuvo vigilada. La persona que está con ella soy yo.
—Ya, ¿y dónde diablos está el resto de nuestra gente? ¿Cómo demonios dejaron que alguien se acercase tanto? Dios mío, es una violación de la seguridad.
—He pasado por alto una cosa. —Lena se encogió de hombros y esbozó una mueca compungida. La reacción de Mac no era exactamente la que ella había esperado—. El todoterreno estaba en la calle y los agentes dentro. Egret y yo no nos encontrábamos a la vista, aunque ellos tenían una excelente perspectiva del perímetro. Creí que estábamos seguras.
—¿Alguna teoría?

La expresión y el tono de Mac no cambiaron tras la revelación. Si pensaba algo de la relación de Lena con Julia, personal o profesionalmente, no lo reveló. Lena había percibido su tácito apoyo, pero a veces la apariencia de compañerismo era sólo eso, una apariencia. Los agentes de carrera se reservaban sus pensamientos y opiniones porque nunca sabían quién podía convertirse en su superior o aspirar a su puesto. A pesar de su confianza esencial en Mac, Lena se había expuesto de forma irrevocable, y la sensación era un tanto desasosegante.

—Se me ocurrió… después de los hechos, por desgracia —explicó Lena torciendo el gesto—, que podía estar en uno de los muelles cercanos con un visor nocturno. Tras el frenesí de los medios de Nueva York acerca de Loverboy y de la declaración que Julia hizo al llegar a San Francisco, la habían dejado en paz. No creí que nos fotografiasen. Tal vez se acercó a nosotras sin despertar las sospechas del equipo, que estaba más centrado en los transeúntes que había en la playa.
—Comandante, ¿puedo hablar libremente?
—Por supuesto, Mac.

Mac la miró a los ojos con firmeza.

—Considero que es mi responsabilidad, y la de todo el equipo, proteger a Egret no sólo físicamente, sino también de ese tipo de intrusión. Sé que no se puede prohibir el acceso de la prensa a ella, pero el público no tiene derecho a saber esto. Es un asunto particular, y no quiero que vuelva a ocurrir.
—No creo que podamos impedirlo. —Lena se mezo los cabellos, frustrada—. Ni siquiera sé cómo impedirlo. Pero alguien ha divulgado esta fotografía y quiero saber quién es y por qué lo hizo. Quiero saber… —dudó. Le costó pronunciar las siguientes palabras más que cualquier otra cosa que hubiera dicho en su vida—. Necesito saber si fue alguno de los nuestros.

El dolor ensombreció los ojos azules de Mac, pero respondió con resolución:

—Sí, señora. Me gustaría ocuparme de esto personalmente.
—Tal vez Washington no lo estime conveniente —advirtió Lena.
—Tomo nota.

Lena se recostó en la silla y se frotó la cara con las manos. Luego habló con voz serena y firme:

—Puedo hundirme por esto, Mac. Si ocurre, no quiero que se comprometa. Tendrá que sustituirme. Julia lo necesita.
—No me gustaría interponerme en el camino de Egret si alguien hiciera eso, comandante.

Lena sonrió.

—No, supongo que no sería fácil. En fin, si se da el caso, quiero que niegue todo conocimiento previo. Nunca hemos mantenido esta conversación.
—Sí, señora.
—Gracias, Mac.
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Amor y Honor Empty Re: Amor y Honor

Mensaje por Anonymus 3/1/2015, 10:58 pm

Capítulo 12


Lena se encontraba en el pequeño vestíbulo alfombrado que mediaba entre el ascensor y la amplia puerta de roble tallado del apartamento de Julia, pensando en la primera vez que había estado allí y en lo mucho que habían cambiado las cosas desde entonces. No quería la misión, no quería a una mujer en su vida, no quería sentir nada por nadie. En aquel momento, todo lo que le importaba se hallaba al otro lado de la puerta. Alzó la mano para llamar, pero la puerta se abrió antes de que lo hiciese.

—Buenos días —dijo Julia en tono inusitadamente apagado.
Vestía pantalones de algodón blanco con cordones y una camiseta de punto elástico a juego. Tenía los hombros y los brazos bronceados y musculosos, debido a los ejercicios de boxeo. Llevaba el pelo suelto, y había una mancha de pintura azul brillante en su camiseta, encima del pecho izquierdo. Unos círculos rodeaban los ojos azules, habitualmente vibrantes, y Lena percibió algo en sus profundidades, algo oscuro y doloroso.
—¿Has estado trabajando toda la noche? —Lena tragó saliva para atenuar la repentina sequedad de su garganta, provocada por un alud de sentimientos: amor, deseo, asombro, preocupación.
—Sí. ¿Qué podría hacer si no? El antídoto para todos los problemas.

Lena permaneció en el umbral, esperando a que Julia la invitase a entrar.

—¿Has dormido algo?
—Un poco. ¿Y tú?
—Un poco.

Julia abrió la puerta del todo y con un gesto le indicó a Lena que pasase.

—Entra. No tardaremos mucho porque no tengo demasiados planes para el resto de la semana. Sobre todo ahora.
—Muy bien. —Lena la siguió hasta la barra de desayuno, desconcertada por el extraño desapego de Julia.

Era raro que Julia no la tocase cuando estaban solas, aunque fuese un mero roce, y en el apartamento se había acostumbrado a que Julia la recibiese con un beso. La ausencia de aquel pequeño gesto le agarrotó el pecho. Julia cogió dos tazas en silencio y sirvió café. Le dio una a Lena y apoyó los codos en la encimera, arrimando la cadera a una silla. Cuando por fin miró a Lena, su expresión era distante.

—¿Has sabido algo de Washington?
—Carlisle llamó muy temprano; bueno, en realidad llamó su secretaria. —Lena se sentó junto a Julia—. Me han convocado a otra reunión. No sé si es buena señal o no que no me llamase él personalmente. ¿Y tú qué tal?
—Lucinda me llamó a las nueve de la mañana. Estaba muy acelerada, porque mi padre se dirigía a una reunión con el líder de la minoría del Senado para tratar de los presupuestos y ella le ponía al tanto en el coche de paso que hablaba conmigo. Creo que sus palabras exactas fueron: «Dime alguien a quien puedas traer a cenar a casa» .
—Caramba —exclamó Lena, preguntándose si reunía los requisitos. ¿Qué pensaría el presidente de su hija y ella?—. ¿Algo más?
—Nada. Dijo que me llamaría más tarde, lo cual puede significar a medianoche.
—¿Qué vas a decirle?
—De momento, le diré que no le importa a nadie, ni siquiera a ella.

Por primera vez, Julia actuó como era habitual en ella. Cuando se enfadaba, Lena sabía que estaba bien.

—Supongo que por ahora eso sirve —comentó Lena asintiendo. Apartó la taza e hizo ademán de dar la mano a Julia, pero se puso rígida cuando la joven se alejó, poniéndose fuera de su alcance. De nuevo se hizo el silencio hasta que Lena preguntó:— ¿Qué ocurre?
—Nada.
—Ha sucedido algo.
—¿Hemos acabado? Estoy ocupada.
—¡Maldita sea! No, no hemos acabado. —La brusca respuesta de Lena surgió de una combinación de frustración, preocupación y fatiga que amenazaba con vencerla—. No hemos acabado hasta que me expliques qué ha pasado desde que me despedí de ti hace ocho horas.
—Absolutamente nada.

Julia desvió la vista pero, antes de que lo hiciera, Lena percibió el brillo de las lágrimas y su ira se evaporó al instante. Se levantó, se acercó a Julia y le acarició el brazo desnudo.

—¿Es porque no subí contigo anoche?
—No —respondió Julia ásperamente, sin mirarla, pero sin apartar el brazo.
—No sé qué hacer —dijo Lena como si no la hubiese oído—. A veces, ni siquiera distingo quién soy: tu amante o tu jefa de seguridad.
—¿Qué? —preguntó Julia, sorprendida, mirando a Lena a los ojos.
—En último término, supongo que estoy más acostumbrada a ser tu jefa de seguridad. Lo siento.
—Oh, Elena, ése no es el problema. —Resultaba casi doloroso que Lena se disculpase por algo que, como Julia bien sabía, no podía evitar—. ¿Por qué no acabas de una vez esta maldita reunión y haces lo que tu parte de jefa de seguridad te ordene?
—No. —Lena cabeceó con una ligera sonrisa—. La jefa de seguridad se acabó. En este momento soy tu amante.
—Entonces, explícame a cuál de las dos debo preguntar por esto. —Julia sacó un sobre de papel manila de debajo de la encimera y se lo entregó a Lena. Lena observó el sobre, perpleja. Un asunto habitual. El nombre y la dirección de Julia en letra de imprenta. Sin remite. Sin sello.
—¿Cómo ha llegado? —El tono era formal y la expresión concentrada. Sin duda, preguntaba la jefa de seguridad.
—Por mensajero.

Durante un terrible momento, Lena esperó lo que su mente racional sabía que era imposible, que se tratase de otro amenazante mensaje de Loverboy. Clavó los ojos en Julia y preguntó sin alterarse.

—¿De qué se trata?
—Ábrelo.

Lena retiró con cuidado los ganchitos metálicos que cerraban el sobre y sacó una fotografía de 20x25. Mientras la miraba, la ira le abrasó el pecho.

—¡Dios mío!
—La fecha impresa es de anoche —observó Julia sin inflexión en la voz.
—Sí.
—No sé qué hacer. Ni siquiera sé qué signi…
—Julia, te juro que no sé quién es ella.

Julia no dijo nada. Lena, furiosa, no podía dejar de mirarse en la fotografía, inclinada hacia una mujer que parecía susurrarle algo al oído. Una mano de la mujer acariciaba la suya. La pose era íntima, como si la foto se hubiera hecho durante un momento de gran privacidad, una imagen robada de un encuentro amoroso. La mujer era la rubia de la noche anterior, y aunque sólo se habían enfocado los rostros, el fondo correspondía sin duda al bar al que había ido a tomar una copa. Lena, sin apartar la vista de la foto, dijo:

—Anoche, después de dejarte, fui al centro…
—No tienes por qué explicar…
—Sí, tengo que hacerlo. Y a ver si nos entendemos —repuso Lena acaloradamente, apartando los ojos de la imagen de la rubia y posándolos en Julia—. No he estado con nadie más que contigo desde antes de que me disparasen. No he deseado estar…
—Lena…
—Aún no he terminado. —Los ojos verdes gris de Lena echaban chispas—. No quiero a nadie más que a ti y no tengo intención de estar con nadie más. Ni ahora, ni nunca.
—Calla, por favor —pidió Julia con tono entre avergonzado y confundido—. Me siento ridícula obligándote a decir eso.
—¿Por qué?
—Porque nunca había querido que nadie dijese lo que acabas de decir —respondió Julia en voz muy baja.
—¿Y ahora?
—Ahora sí.
—Si te sientes mejor, nunca se lo había dicho a nadie. —Lena se acercó y abrazó a Julia por la cintura. Estaban cara a cara, rozándose los muslos y mirándose a los ojos, apoyadas la una en los brazos de la otra—. No sé qué diablos ocurre. No sé por qué alguien intenta separarnos… si es que se trata de eso. No entiendo que nuestra relación suponga una amenaza para nadie.

Ante eso, Julia se rió abiertamente.

—Ah, ¿has estado en el cinturón de la Biblia recientemente?
—Éste no es su estilo. La fotografía del periódico tal vez, pero aún así me parece algo forzada. Eres la hija del presidente, por amor de Dios. Ni siquiera la derecha más rancia está tan loca como para insultarte.
—Tal vez. No estoy segura de que mi posición me garantice protección a partir de ahora.
—Lamento que tengas que enfrentarte a esto. —Lena la besó en la frente. Sentir el cuerpo de Julia entre sus brazos relajó la rigidez que la foto había provocado en su pecho.
—Bueno… ¿y quién es esa víbora? —preguntó Julia bruscamente, aunque había una luz nueva en sus ojos. Lena se rió.
—No tengo ni idea. Anoche no podía dormir. Suele ocurrirme cuando no estoy contigo.
—Hum, sé lo que necesitas cuando no puedes dormir —comentó Julia alegremente, pero la preocupación surgió de nuevo en sus ojos. Apoyó la mejilla en el hombro de Lena y besó la nuca sobre el cuello de una inmaculada camisa blanca.
—Te necesito a ti. —Lena besó los cabellos de Julia—. Estaba en el bar, tratando de ordenar mis pensamientos, cuando apareció ella de pronto. No le presté mucha atención y reconozco que no sé si había alguien más en el bar. Decidí ir en el último minuto, pero evidentemente alguien me siguió, se quedó dentro vigilando e hizo la foto.
—¿Qué dijo la mujer?
—Pues…
—¿Elena?
—Mero ligoteo… Nada serio.
—Como la encuentre…

La boca de Lena detuvo el flujo de palabras con un beso. Luego, sus labios se separaron, pero permanecieron muy juntas, casi sin poder respirar. Julia recuperó la voz y habló de nuevo, con la mejilla apoyada en el pecho de Julia y una mano debajo de su chaqueta, acariciándole la espalda.

—¿Crees que pretendía tenderte una trampa?
—No lo sé. Tal vez pasaba por allí, y alguien aprovechó la situación. Lo que está claro es que me siguieron desde aquí al bar. —Posó el mentón sobre la cabeza de Julia y suspiró—. ¡Vaya agente del Servicio Secreto que he sido esta semana! Primero dejo que alguien te fotografíe en una postura comprometida y ahora me han seguido sin que me entere. Tal vez haya llegado el momento de que me retire.
—Tonterías. —Julia ladeó la cabeza mientras daba golpecitos con un dedo en el pecho de Lena—. En toda la semana no has tenido una noche entera de sueño. Y, para colmo, sufriste una conmoción. Oh, sin mencionar más estrés del que cualquiera aguantaría en un año, y mucho menos en unas semanas. Si te has despistado, es comprensible. Sigo confiándote mi vida.
—El problema es que tú lo hagas y que yo no esté a la altura del trabajo…
—¡Oh, por Dios, Elena, date un respiro! Cuando quiera que camines sobre las aguas, te lo pediré.

Durante unos momentos, Lena se limitó a mirarla. Luego se echó a reír.

—Sí, señora.
—Y sea lo que sea lo que intentan hacernos, el efecto es el contrario. Lo único que han conseguido es cabrearme —afirmó Julia, categórica—. Y no contigo.
—Gracias a Dios. No creo que pudiese soportarlo.
—Por otro lado —continuó Julia, acariciando la mejilla de Lena—. Si la vuelvo a ver cerca de ti, es mujer muerta.

Lena se preocupó en un primer momento, pero enseguida reconoció el matiz de humor que había en la voz de Julia. Hacía mucho que no la oía reír y su corazón se alegró.

—Esperemos por su bien que sólo estuviera en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Sin embargo, mejor la olvidamos.
—Sí. —Julia hundió los dedos en los cabellos espesos y rojo de la base del cuello de Lena y atrajo hacia sí la cabeza de su amante. Antes de fundir su boca con la de Lena, susurró en tono gutural—: Hagámoslo.
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Mensaje por Anonymus 3/6/2015, 11:17 pm

Capítulo 13


Cuando el beso se volvió voraz, a Julia empezaron a temblarle los muslos y apoyó la cadera en la silla que tenía detrás, arrastrando a su amante hasta que Lena quedó entre sus piernas. Julia puso las manos sobre los hombros de Lena y apretó el pecho contra el de la agente; el fino tejido de la camiseta no ocultó el efecto de sus pezones endurecidos ante el calor del cuerpo de su amante. Gimiendo ligeramente, deslizó las manos por la espalda de Lena y por debajo de la chaqueta; luego, retiró la camisa hasta que encontró la piel. Cuando las lenguas se enlazaron en un frenesí de posesión, Lena apartó las manos de entre los cuerpos de ambas y acarició los pezones de Julia hasta hacerla gritar. Empujó la pelvis entre los muslos de Julia y alzó los pechos de la joven con las manos mientras apretaba firmemente los pezones. Lena gimió ligeramente cuando Julia se restregó contra ella y su clítoris se hinchó al instante ante la presión.

—Oh, qué mala idea —jadeó Julia mientras se peleaba con el cinturón de Lena.
—¿Por qué? —preguntó Lena con un tenso tono de desafío mientras sus dedos continuaban acariciando a su amante.
—Porque —respondió Julia mordiendo el cuello de Lena— sé que odias que te distraigan cuando estás trabajando.

A modo de respuesta, Lena remangó la camiseta hasta que los pechos de Julia quedaron al descubierto. El blanco tejido apretó la parte superior del pecho de Julia, reavivando la sangre y tiñendo los senos con el ardiente rubor de la excitación. Lena se apresuró a bajar la cabeza y a introducir un pezón en la boca. Julia arqueó el cuello, cerrando los ojos y gimiendo. Lena chupó alternativamente los pechos de Julia hasta que la joven posó las manos sobre el rostro de su amante y la apartó.

—Tienes que parar. Dios, me volveré loca si sigues haciendo eso.
—Creí que estabas loca… por mí —dijo Lena con la voz tomada y los ojos entrecerrados por el deseo. Mantuvo una mano sobre el pecho de Julia mientras aflojaba el cordón de los suaves pantalones de algodón con la otra—. ¿No decías eso? —Metió la mano bajo el tejido.
—Sabes a qué me refiero —repuso Julia en tono urgente, con los labios hinchados por los besos y la necesidad—. Me haces desear… Oh… —Estuvo a punto de correrse, conmovida por el roce de los dedos de Lena sobre su clítoris distendido. Agarró los brazos de Lena con tanta fuerza que le dejaría marcas y se esforzó por reprimir la rápida oleada de placer—. Dios mío.
—Adoro tu forma de sentir —dijo Lena con voz ronca, introduciendo la mano entre los muslos de Julia con todas sus fuerzas y percibiendo remotamente la presión de los dedos de la joven sobre su piel. Deslizó el brazo libre tras los hombros de Julia y la atrajo hacia sí mientras la penetraba. Julia se aferró a Lena, abrazándola por los hombros y apoyando en el cuello de su amante el rostro, húmedo de sudor y del dulce velo del sexo.
—Me encanta joderte —murmuró Lena al oído de Julia.
—Hazlo, sí, hazlo. —Antes de que las palabras tomasen forma, Julia se arqueó bajo la mano de Lena, y luego se puso rígida y gritó sin poder evitarlo mientras las oleadas de placer la sacudían. Cuando al fin se tranquilizó y se sentó en la silla, apoyando la espalda en la barra de desayuno, Lena la rodeó con los brazos y se inclinó hacia ella. Luego apretó las caderas contra los puntos más tiernos, arrancando jadeos a Julia. Acarició con los labios el borde de la oreja de Julia y le dijo:
—Te amo. No lo olvides.

Después, con las piernas temblorosas a causa del agotamiento y la excitación, Lena se apartó y se remetió la camisa en los pantalones con manos inseguras.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Julia con la voz dominada por la laxitud de la satisfacción.
—Tengo que irme. Estoy de servicio, ¿recuerdas?
—¿Te has vuelto loca? —Julia se rió con fuerza—. ¿Acaso no estabas a punto de correrte?

Lena esbozó una sonrisa titubeante.

—¿A ti qué te parece?
—¿Parecerme? Lo sé. Acércate y deja que me ocupe de ti.
—No debo. Lo cierto es… que tengo cosas que hacer.
—Vaya, vaya. —Julia se quitó la camiseta con gesto indolente y deslizó una mano sobre el abdomen desnudo y los pechos—. Si te vas en ese estado, todos se van a dar a cuenta. Estás temblando. Pareces a punto de reventar dentro de la piel.

Mientras hablaba, Julia acariciaba con gesto ausente un pezón hasta ponerlo duro. Lena no podía apartar los ojos de los sensuales dedos. A Lena le dio vueltas la cabeza cuando Julia apretó sus pechos, respirando de forma entrecortada y alzando las caderas a modo de invitación.

—Joder. —Lena se introdujo entre los muslos abiertos de Julia, desabrochó el cinturón rápidamente y abrió los pantalones.

Luego, apoyándose en la encimera, se inclinó hacia Julia y la besó. Con los brazos extendidos, sin moverse, esperó el contacto que iba a dominarla por completo. Julia, sonriendo sobre la boca de Lena, bajó la cremallera y traspasó la última barrera material. Luego deslizó los dedos sobre el clítoris rígido de Lena y los movió en círculo, deleitándose con la rápida respuesta de las caderas de su amante contra su mano. Lena jadeó en su oído, un sonido sordo y desesperado que parecía de dolor, pero que Julia sabía que era otra cosa. Podía haberla provocado (a Julia le encantaba provocar), pero se daba cuenta de que ninguna de las dos lo resistiría. Acarició la piel vibrante con la mano, moviéndola sobre el ardiente tejido hinchado hasta que Lena estuvo a punto; entonces, la arrastró sin piedad. Lena gritó al alcanzar el clímax, y el peso de su cuerpo derrumbado por el orgasmo casi hizo que Julia se corriese de nuevo. Julia la abrazó, como si fuera la primera vez, temblando y sin aliento. Diez minutos después, Lena estaba en la puerta, apartando un mechón de pelo húmedo de la mejilla de Julia.

—Volveré mañana. Al mediodía como mucho. Si hay retrasos, te llamaré desde Washington.
—De acuerdo. —Julia contempló a su amante con gesto serio, escudriñando su rostro—. La fotografía que te hicieron anoche en el bar ¿tiene algo que ver con la llamada de San Francisco?
—No lo sé —respondió Lena tras una breve duda—. En todo esto hay demasiadas cosas que carecen de sentido. Espero hallar las respuestas en Washington.
—¿Me informarás?
—Julia, si hay una… investigación por… supuestas irregularidades, tal vez te llamen a testificar. Cualquier cosa que sepas de mí, o la información que he compartido contigo, sería objeto de críticas. No puedo ponerte en esa situación.
—Soy tu amante, Lena —insistió Julia en tono sereno, reparando en que nunca se había sentido así con respecto a otra persona. Era algo que iba mucho más allá de lo físico, y la idea de ser excluida de la vida de Lena le molestaba más de lo que había imaginado—. Quiero saber lo que te pasa.

Lena acarició la mejilla de Julia, y luego deslizó los dedos por su cuello hasta el hombro. Apretando levemente el brazo desnudo de la joven, murmuró:

—No quiero tener secretos contigo, pero no se trata sólo de ti y de mí.
—No puedes olvidar quién soy, ¿verdad? —El tono de Julia reflejaba más pena que acusación.
—Para mí eres mucho más que la hija del presidente —respondió Lena con ternura—. Cuando no estés enfadada conmigo, recuérdalo, ¿quieres?
—No estoy enfadada contigo. —Nada más decirlo, se dio cuenta de que no era del todo cierto. Sabía que Lena no tenía la culpa y tampoco ella. Las dos poseían una historia, y el amor no podía cambiarla—. No puedo comportarme como si se interpusiera algo entre nosotras, aunque sé que en parte tienes razón. Odio echarte de menos en cuanto sales por esa puerta, preocuparme por lo que te ocurre, preguntarme con quién estarás.
—¿Te molestan esos sentimientos? —Los ojos de Lena habían cambiado del verde al gris claro y miraban a Julia, rebuscando en los lugares que nadie más podía ver.
—No —susurró Julia, que metió la mano bajo la chaqueta de Lena y sintió los fuertes latidos de su corazón—. Dios mío, no.
—Prometo contarte todo lo que pueda.
—De acuerdo. No me gusta, pero de momento lo acepto.
—Gracias.

Julia frotó el pecho de Lena con la mano.

—Tendrás cuidado, ¿verdad?
—Te lo juro. —Lena la besó suavemente, sin la urgencia de la pasión anterior, con la certidumbre de la posesión—. No despistes a Mac si sales, ¿comprendido? Que te acompañe alguien, vayas adonde vayas.

Julia asintió con un suspiro.

—Porque tú me lo pides, comandante.

Lena le acarició la mejilla.

—Te amo. —Abrió la puerta y cruzó el vestíbulo hasta el ascensor.

Julia observó cómo se cerraban las puertas del ascensor. Inmediatamente empezó la añoranza, la otra cara del amor.
En el centro de mando del piso de abajo Lena encontró a Mac en su cubículo, situado en un rincón de la habitación principal, repasando los informes de inteligencia previos al viaje a París.

—¿Dónde está Stark?
—Creo que en el gimnasio. Hoy hace el turno de tarde, pero no tengo noticia de que Egret piense moverse. ¿La necesita?
—No para Egret. Está en el nido. —Lena señaló el techo para indicar el apartamento de Julia—. Pero quiero hablar con ustedes dos. Vamos a buscarla.

Cinco minutos después encontraron a Stark en un banco de pesas, con una barra sobre el pecho, contando levantamientos en voz alta. Estaba sola en una habitación de seis por nueve metros, equipada con pesas y aparatos aeróbicos.

—Deberías tener un entrenador —comentó Mac con buen humor mientras le quitaba la barra de las manos a Stark y la dejaba en el listón. Stark se incorporó y cogió una toalla, con la que se secó el sudor de la frente y de los brazos desnudos. Bajo la camiseta sin mangas y los shorts de gimnasia, su cuerpo parecía macizo y musculoso.
—Lo siento —dijo mirando a Mac y a Lena—. Creí que no había nada para mí. Me ducharé rápidamente y…
—Tranquila, Stark —repuso Lena quitándose la chaqueta. El aire acondicionado de la sala de ejercicios dejaba que desear y había humedad, como en todos los gimnasios—. No se trata de
Egret.

Stark, claramente desconcertada, permaneció en silencio mientras Lena se sentaba en un banco frente a ella y Mac hacía lo mismo. Con gesto pensativo, Lena se desplazó unos centímetros para dejar sitio a Mac y para tener espacio de maniobra. Un agente nunca permitía que se invadiese su perímetro personal.

—Esta tarde debo ir a Washington —afirmó Lena—. Mac se encargará de la vigilancia.
—De acuerdo. ¿Quiere que me ocupe del vuelo?
—No. Iré en el puente aéreo. Espero estar de vuelta mañana, pero… pueden suceder cosas. —Hizo una pausa, y luego se apresuró a añadir—: Ha sucedido algo.

Le entregó a Mac el sobre de papel manila.

—Echen un vistazo a esto. Tengan cuidado. Seguramente no hay huellas, pero tal vez tengamos suerte.

Stark miró el sobre por encima del hombro de Mac.

—No hay sello de correos.
—Ha llegado esta mañana por mensajero. Entregado en mano.

A Mac se le aceleró la respiración, sin duda experimentando la misma incómoda sensación de haber pasado antes por aquello que había experimentado Lena al ver el sobre.

—¿Se lo dieron a ella?
—Sí.
—¿Quién estaba abajo? —preguntó Stark en tono cortante.
—Taylor. Lo pasó por el escáner y se lo entregó a Egret. No había razón para no hacerlo.

Mac cogió la fotografía por una esquina y la puso encima del sobre. Los dos agentes la estudiaron unos momentos sin decir nada. Luego, Mac miró a su jefa.

—¿Algún mensaje con la foto?
—No.
—¿Cuándo la hicieron? —inquirió Stark en tono cauteloso. El manual de entrenamiento no hablaba de situaciones como aquélla, y no estaba acostumbrada a interrogar a su comandante sobre nada, mucho menos sobre un asunto evidentemente personal.
—Anoche sobre las tres.
—¡Dios mío! —exclamó Mac—. ¿Cómo…?
—Alguien debió de seguirme desde aquí hasta el centro, puesto que no estuve en casa.

Ninguno de los dos se atrevió a preguntar cómo era posible que la hubieran seguido. Los agentes del Servicio Secreto no se preocupaban por su propia seguridad. Sólo eran rostros anónimos al margen de la atención pública, prácticamente idéntica e intercambiable. Y sustituibles.

—Lo que me preocupa es que seguramente alguien nos siguió desde Teterboro hasta aquí. Lo cual significa que tenemos un problema con la seguridad de Egret.
—¿Le parece que es una especie de objetivo? —Mac estaba calculando las posibilidades.
—Dios, otra vez no —dijo Stark desalentada, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.
—Tal vez no físicamente, pero habrá que verlo. —La expresión de Lena se ensombreció—. Debemos suponer que sí. Quizá se trate del mismo fotógrafo que hizo la instantánea en San
Francisco.

Stark la miró un instante, con el pensamiento reflejado en el rostro despejado y sincero.

—En la playa…
—Sí —admitió Lena.
—Oh, vaya, lo siento, comandante —repuso Stark, apenada—. No aparté la vista de la playa, pero debió de pasarme inadvertido.
—Se nos pasó a las dos, Stark. Olvídelo. —Lena trató de reprimir la furia que la dominaba cada vez que pensaba que alguien las había estado vigilando a Julia y a ella en un inocente momento de intimidad, cuando se sentían seguras. «Dios, así es como vive ella todo el tiempo. No me extraña que se enfade. ¿Cómo diablos lo soporta?»
—¿Comandante? —preguntó Mac con aire dubitativo. Lena se encogió de forma imperceptible, centrando de nuevo la atención en los agentes.— Me gustaría saber quién tiene tanto interés.
—¿Quiere que entregue esto al equipo forense?
—Como les he dicho, tal vez haya suerte. A lo mejor el tipo pegó el sobre con saliva y conseguimos una muestra de ADN.
—Tal vez sea una mujer —observó Stark.
—Podría ser —admitió Lena, procurando no alterar el tono.
Mac miró de nuevo la fotografía y dio la impresión de que le costaba hablar.
—¿La… conoce?
—No, no la conozco —respondió Lena con crispación—. Llame a Walker, del laboratorio de Nueva York, para que haga las pruebas. Es bueno.
—Disculpe, comandante —dijo Stark—, pero no me parece buena idea. Con todos mis respetos, señora.

Lena la miró.

—Hable.
—Bueno, esta fotografía es… reveladora.
—Interesante elección de palabras —observó Lena en tono irónico, renegando de la exhibición de algo tan privado, incluso ante personas en las que confiaba. La joven agente se puso colorada, y Lena lamentó su breve pérdida de control—. Prosiga, Stark.
—Creo que debemos encargarnos nosotros del asunto, si es posible.
—¿Se fía de los forenses? —preguntó Mac—. Porque yo no le entregaría esto al laboratorio.
—No, yo tampoco —respondió Stark con miedo, como si estuviese caminando por un sendero que amenazase con derrumbarse bajo sus pies—. Pero conozco a alguien en quien podemos confiar para que lo haga. Renée Savard.
—Es del FBI —afirmó Mac—. ¿Desde cuándo confiamos en ellos?
—Es amiga —insistió Stark, sosteniendo la mirada de Mac—. No nos traicionará. Y va a trabajar en un despacho en la oficina de operaciones de Nueva York.
—¿No está en el hospital? —preguntó Lena, sorprendida.
—Hasta hoy. Voy a recogerla dentro de unos minutos. —Por primera vez, parecía insegura—. Para llevarla a casa…
—Entendido. —Lena reprimió una sonrisa—. Pero estará de baja durante un tiempo.

Stark se rió con gesto despectivo.

—Sí, claro, un día más o menos. Irá a trabajar en cuanto pueda.
—¿Mac? —Lena se dirigió a su segundo al mando. Mac pensó en las conversaciones que en el pasado había mantenido con la agente del FBI. Siempre los había tratado como es debido y había estado a punto de dar la vida por Egret. Sin embargo, Mac desconfiaba instintivamente del FBI.
—Sí, yo también opino que debemos mantenerlo entre nosotros. Y Savard casi es una de nosotros.
—De acuerdo. —Lena se levantó—. Stark, ¿le importa si la acompaño al hospital de camino al aeropuerto?
—Estaré lista dentro de cinco minutos —respondió la agente poniéndose en pie de un salto y dirigiéndose a la ducha.
—Infórmeme de cualquier novedad sobre el particular, Mac.
—No se preocupe, comandante —repuso Mac—. Todo estará en orden.
—Por supuesto —dijo Lena en tono confiado. Pero cada vez le costaba más dejar a Julia, y eso cada vez tenía menos que ver con su misión como jefa de seguridad de la hija del presidente.
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Mensaje por Anonymus 3/6/2015, 11:18 pm

Capítulo 14


—¿Se encuentra bien la comandante?
—Claro que sí —respondió Stark automáticamente, observando cómo la puerta se cerraba tras Lena. Renée Savard, sentada al borde de la estrecha cama de hospital, arqueó una ceja. Su piel color café había recuperado el brillo y sus azules ojos volvían a ser penetrantes y claros. Tal vez el golpe en la frente o la herida de bala en el hombro le doliesen, pero no lo manifestaba. Estaba impresionante incluso con el informe y ajado camisón del hospital.
—La comandante se llevó una buena sacudida en la explosión —admitió Stark con cierto nerviosismo—. ¿Por qué?
—Parece cansada, nada más. Supongo que no estoy acostumbrada a verla así. —Los ojos azules de Renée observaron el rostro de la agente, que no paraba de moverse en torno a la cama, obviamente incómoda al hablar de su jefa. Se fijó en las ojeras que hendían la piel lisa de Paula y comprendió que todos habían sufrido una sacudida en las semanas anteriores. Preguntó con ternura—: ¿Y tú qué tal? ¿Te encuentras bien?
—Sí. Aunque esto me está sacando de quicio. Me siento igual que cuando apareció Loverboy. Como si ocurriese algo malo y yo no viese más que humo y espejos.
—No pasará nada —aseguró la agente del FBI en tono sereno—, porque procuraremos que así sea.

Stark sonrió y le pareció que se aligeraba el peso que sentía sobre los hombros.

—Tienes toda la razón.
—Hay que tener agallas para venir aquí y enseñarme esa foto.
—Ella nunca se esconde.
—Sin embargo, soy del FBI —señaló Savard—. Tal y como están las cosas, podría enviar esto directamente a un subdirector y la empapelarían antes de acabar el día.
—Sí, como si no nos pudiesen empapelar a todos —repuso Stark de mal humor—. Doyle investigó a todo el equipo de seguridad cuando se constituyó el grupo.
—Ya conozco esa mierda —dijo Savard—, pero se trata sólo del procedimiento estándar.
—Sí, claro, pero ser sospechosa no me provoca ganas de colaborar con la Agencia.
—¿Y yo qué? —Por primera vez, había preocupación en los ojos de Renée—. ¿Confías en mí?
—¡Naturalmente! —La expresión de Stark se suavizó—. Lo siento… Sé que lo que ocurrió con el grupo operativo no tenía nada que ver contigo.

Savard sonrió de nuevo.

—Así queda claro lo que hay entre nosotros.
—Como el cristal —afirmó Stark—. ¿Crees que podrás ayudarnos? No quiero que te veas atrapada en medio de este asunto. Podrías perder el trabajo.
—No hay problema. Conozco a un tipo del laboratorio que hará las cosas sin preguntar. Tiene tanto de ratón de laboratorio que seguramente ni siquiera sabe quién es Katina. No creo que establezca una relación a partir de la foto del bar.
—¿Es bueno?
—Si hay algo que encontrar, lo encontrará.
—Estupendo, porque necesitamos algo. —Stark suspiró—. En este momento no sabemos un carajo.
—Ganará un poco de tiempo —comentó Savard con cautela—, pero la comandante no podrá taparlo para siempre. Tarde o temprano sabes que trascenderá algo.

Stark se quedó callada, dividida entre el deseo de compartir sus preocupaciones y la lealtad a la intimidad de la comandante.

—Vi la foto del periódico anoche —continuó Savard en tono desenfadado—. La de Julia Volkova con su misterioso amante.
—Sí, todo el equipo es muy popular con la cámara indiscreta últimamente.
—Era Katina quien estaba con ella, ¿verdad?

Stark dudó otra vez.

—Paula, cualquiera que tenga ojos puede ver lo que ocurre entre ellas. Sabes muy bien que no me importa. ¿Por qué iba a importarme? Es cosa suya.
—Sí. —Stark no pudo disimular un asomo de amargura—. Debería serlo, pero dejando a un lado todo lo demás, si tenemos en cuenta que se trata de la hija del presidente y de la comandante de su equipo de seguridad, resulta complicado.
—Complicado. Sí, estoy de acuerdo contigo. Pero aún así no le importa a nadie. Es cosa suya salvar las complicaciones.
—Ojalá puedan —dijo Stark con fervor. Estaba en el equipo de Egret desde el primer día, y mientras Ellen Grant no fue destinada al mismo, había sido la única mujer. Había seguido a la hija del presidente en bares y la había vigilado en fiestas, viéndola en numerosas relaciones de una noche y asuntos peligrosos hasta que apareció la comandante. En aquel momento todo era distinto. Mejor. Savard sonrió al reparar en que la preocupación nublaba los ojos de Stark.
—Eres un encanto, ¿nunca te lo he dicho?
—Puede que sí. —Stark sonrió.
—No les pasará nada.
—Claro, ya lo sé. —Stark enderezó los hombros, decidida a ocultar su preocupación—. Me alegro de que no te haya molestado que sugiriese tu ayuda. No sabía que la comandante quería informarte en persona.

Savard cogió la mano de Stark, la acarició, y luego sus dedos se entrelazaron.

—Has hecho bien. Me gusta que pensaras en mí.
—Pienso en ti continuamente. —Stark se puso colorada, pero habló con voz firme y miró a Savard sin parpadear.
—Estupendo. Entonces, voy a vestirme para que puedas llevarme a casa. —Savard cogió la ropa que estaba sobre la cama.

Metió las piernas en los pantalones con mucho cuidado y se colocó al lado de la cama, frunciendo el entrecejo mientras discurría cómo abotonarse y subir la cremallera con una sola mano. Tenía el brazo izquierdo sujeto sobre el pecho con un cabestrillo.

—Uf… Creo que voy a necesitar ayuda. Lo siento.
—No hay problema —dijo Stark con toda naturalidad, y se adelantó para subir la cremallera de los pantalones de Renée, procurando no tocar la piel firme y lisa del abdomen mientras la agente del FBI se quitaba el camisón del hospital con la mano sana. A continuación, le abrochó el botón de la cintura y le buscó la camisa. Renée metió un dedo en el cinturón de Stark y la atrajo hacia sí.
—Ahora debería decir algo ingenioso sobre lo mucho que me apetece que me desvistas.

Stark se puso colorada y cogió el polo azul oscuro que estaba sobre la cama. Mientras lo sostenía, dijo:

—Toma. Supongo que tendremos que quitar el cabestrillo para ponerte esto. —Frunció el entrecejo—. ¿Te encuentras bien? No quiero hacerte daño.
—No puedo levantar el brazo. Creo que tendré que ponerme algo con botones. ¿Hay algo así en la bolsa?

Stark revisó el contenido de la bolsa deportiva que la hermana de Renée le había llevado.

—No. Todo es de meter por la cabeza.
—Vaya, no tengo intención de salir de aquí en camisón ni de quedarme un minuto más de lo necesario. —Savard se calló, y luego sonrió con ojos chispeantes—. Eres de mi talla. Dame tu camisa.
—¡Mi camisa!
—Tiene botones, que es lo fundamental. Puedes ponerte mi polo.
—Me quedará pequeño —se quejó Stark.
—Llevas chaqueta. Te sentará bien. Venga, dame la camisa.
—Hay otro problema. —Stark se ruborizó de nuevo.
—Paula, trabajo principalmente con hombres. En la academia del FBI mis compañeros eran hombres en un noventa por ciento. Un poco de sudor, sobre todo tuyo, no me va a escandalizar.
—No es eso —dijo Stark muy rígida—. Es que… no llevo nada debajo.
—Mejor. Una camisa y una sorpresa. —Renée se rió al ver la expresión de Stark—. Quítate la chaqueta y dame la maldita camisa. Quiero salir de aquí; y ni se te ocurra pedirme que cierre los ojos.

Stark se quitó la chaqueta y soltó la camisa azul pálida de cuello abierto sobre la cinturilla del pantalón negro. Llevaba la pistola en el lado derecho del pantalón y sostuvo la pistolera con una mano mientras con la otra desabotonaba lentamente la camisa.

—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Savard con fingida inocencia.
—Sólo tienes una mano, ¿recuerdas? —Stark sonreía. Le gustaba ver cómo se dilataban los ojos de Savard a medida que la tela que cubría sus pechos se separaba al desabotonar la camisa.
—Te sorprendería lo que puedo hacer con una mano si tengo un buen estímulo —Renée habló en tono más grave, casi ronco. Estiró la mano, y Paula se apartó.
—Ya está.
—Creí que confiabas en mí —bromeó Renée, sin apartar los ojos del musculoso torso y de los pechos pequeños y firmes, casi completamente desnudos.
—En ti, sí. En quien no confío es en mí.
—Yo sí —susurró Renée, se acercó y besó a Paula en la boca. Saboreó el suave labio inferior que exploraba sus labios y el leve contacto de los pechos contra los suyos. Era muy fácil perderse en brazos de Paula Stark. Remató el beso con un suspiro, mezcla de placer y pena—. Es hora de irse.
—Tengo que trabajar esta noche —logró decir Stark con la garganta seca. Le dio la camisa a Renée, sin importarle su desnudez. Le ardía la piel y lo único que quería era el fresco roce de los dedos de Renée—. Lo siento.

Savard sacudió la cabeza y cogió la camisa.

—¿Hasta cuándo?
—Hasta medianoche.
—Dormiré una siesta. —Savard le lanzó el polo—. Puedes devolvérmelo cuando salgas de trabajar.

Stark sonrió.

—Entendido.

Poco después de que Lena se marchase, Julia dejó a un lado la paleta y los pinceles y se lavó las manos en el fregadero empotrado en el rincón del loft que utilizaba como estudio. Luego cogió el auricular del teléfono y marcó un número conocido. Le respondió momentos después una mujer:

—¿Diga?

El tono aguardentoso sonaba más ronco de lo habitual y Julia sonrió con cariño.

—No me digas que te acabas de despertar. Es mediodía, ¿sabes?
—Escucha, cariño, algunas tuvimos que trabajar anoche.
—Por favor, Diane. —Julia echó la cabeza hacia atrás y se rió—. Conozco el trabajo que haces después de medianoche.
—¿Cómo sabes que no estuve ocupada vendiendo una de tus pinturas? —preguntó con indignación Diane Bleeker, su agente y amiga más antigua—. ¿Y cómo sabes que estaba durmiendo?
—Si tuviste que deslomarte por mi culpa, te lo agradezco. Y si no, me encantaría que me contaras los detalles.
—¿Dónde estás? —Diane se estaba despertando.
—En Manhattan.
—¿Todo va bien?

Había sincera preocupación en la voz de su amiga. En sus quince años de amistad habían discutido muchas veces por las relaciones de ambas (a menudo se enfrentaban por la misma mujer), pero nunca se había resentido el profundo afecto que se tenían.

—Estoy de maravilla —se apresuró a asegurar Julia—. Pero me gustaría verte, si tu socia de anoche no está ahí.
—Pues —dijo Diana como si tuviera que pensarlo—, digamos que, cuando llegues, mi agenda estará despejada.
—No quiero abrumarte.
—Oh, querida, nada de eso. Hay que probar algunas cosas.
—¿Te parece bien dentro de una hora?
—Perfecto. Ahora me pongo con lo que estaba a punto de hacer. Hasta luego.

Después de colgar, Julia se quitó la ropa manchada y se dirigió a la ducha. De paso, cogió el teléfono de la mesilla y marcó otro número. Respondieron inmediatamente.

—¿Sí, señorita Volkova?
—Voy a salir dentro de una hora, Mac.

Si el adelanto de la noticia, un fenómeno raro en la impredecible primera hija, sorprendió a Mac, su voz no lo reveló.

—De acuerdo. Llamaré al coche.
—Estupendo. Gracias, Mac.

Cincuenta minutos después, ataviada con vaqueros, un top de algodón blanco de manga corta y zapatillas de correr, Julia cogió el ascensor del penthouse y bajó al vestíbulo. Cuando se abrieron las puertas, la esperaban Felicia Davis y un agente bajito con gafas, Vince Taylor, relativamente nuevo en el equipo. Julia supuso que uno de los otros estaría en el coche, aparcado junto a la acera. En realidad, le daba lo mismo, ya que no sería Lena. Mientras caminaba entre los agentes, repasó mentalmente la conversación que había mantenido con su amante. Le había dicho a Lena que no tenía intención de comentar con Lucinda Washburn su relación, pero sabía que sólo era cuestión de tiempo que la obligasen a hacerlo. Su vida personal no se había convertido en asunto público antes porque nunca había tenido una relación seria. Resultaba mucho más fácil conservar el anonimato cuando los amores también eran anónimos. Al salir de la marquesina que sombreaba la entrada del edificio, un grupo de periodistas corrió hacia Julia, con los micrófonos extendidos y las cámaras en ristre. Sus días de anonimato estaban contados. Por suerte, el equipo de seguridad estaba preparado para aquella contingencia y la escoltó hasta el todoterreno, cuyas puertas estaban abiertas para facilitarle la entrada. Una vez dentro, el conductor se apresuró a arrancar, y Julia evitó hacer comentarios y responder a las preguntas que le hacían a gritos. El departamento de tráfico de Nueva York prohibía las carreras y, por tanto, cuando llegaron a la casa de Diane Bleeker en el Upper East Side, los medios se habían quedado atrás y no había ninguno a la vista. Felicia Davis acompañó a Julia hasta la puerta de Diane y esperó mientras ésta respondía a la llamada de su amiga.

—Creo que a ésta no la había visto antes —comentó Diane tras un vistazo a la esbelta mujer de piel de ébano que parecía salida de una pasarela de París con el traje dos piezas hecho en serie—. Es maravillosa.
—Olvídala. Es hetero.
—¿Y qué pretendes decirme con eso? —Diane sonrió por encima del hombro mientras cruzaba el apartamento hasta una zona de estar que daba a la terraza. A través de las puertaventanas abiertas, se veía Central Park.
—¿No te parece que ya estás demasiado ocupada con tus numerosos… intereses? —bromeó Julia.
—Cariño, la variedad es la sal de la vida y todo eso.
—En efecto.
—¿Quieres tomar algo? ¿Cerveza o vino?

Julia negó con la cabeza y se sentó en un rincón del amplio sofá modular beis. Se quitó los zapatos, puso los pies en un banquito y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá.

—No, estoy bien. Gracias.
—Sí, ya lo veo. —Diane se acercó al carrito de bebidas y se sirvió un vaso de vino blanco; luego se sentó junto a Julia. Posó una mano sobre la pierna de su amiga y dijo—: Cuéntame.

Julia arqueó una ceja.

—¿Qué te hace pensar que tengo algo que contar?
—Vamos, ahórrame la molestia de sonsacártelo. —De pronto, alzó una mano—. No, espera, déjame que lo imagine. Katina te ha vuelto a fastidiar.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Julia con sincera curiosidad.
—Porque se te ponen esas arrugas en el entrecejo cuando te saca de quicio.
—Esta vez te equivocas. —Julia cabeceó y sonrió—. No ha hecho nada. En realidad, es… fabulosa.
—¡Oh, Dios mío! —La voz de Diane reflejaba una impresión sincera—. No hablas en serio.
—¿A qué te refieres?
—¿Estás enamorada de verdad?

Julia hizo un breve gesto con la mano. Se lo había dicho a Lena, pero muy pocas veces. Se lo había contado a Inessa. Sabía que, al expresarlo en voz alta, destruía la última barricada que existía entre su corazón y todo lo que siempre había amenazado con herirla. Tal vez hubiese empezado con la muerte de su madre o con la traición de su primer amor en el instituto, o tal vez hubiese sido la larga procesión de mujeres que habían dicho que la querían cuando en realidad sólo deseaban disfrutar del brillo que acompañaba al nombre de su padre. Había logrado protegerse de la decepción de perder un amor no permitiendo que ocurriese tal cosa. En medio del expectante silencio, se liberó del miedo y declaró la verdad.

—Sí, absolutamente. Del todo. Hasta los huesos.

Diane la miró sin expresión durante unos momentos que se hicieron interminables. Luego tomó un sorbo de vino y dijo en voz baja:

—Te envidio. Y me alegro por ti.

Julia empujó la pierna de Diane con el pie, en un gesto casi tímido.

—Gracias.
—Bueno, si no se trata de Katina, ¿cuál es el problema?
—Supongo que no has leído los periódicos últimamente.

Diane se rió con un ronroneo gutural que en otro tiempo habría bastado para que Julia quisiese echarse encima de ella en la cama y dominarla. Pero en aquel entonces eran adolescentes y hacía muchos años que habían dejado de ser amantes.

—Hay una foto mía en la portada del Post en una postura comprometida. No se reconoce a Lena, pero alguien acabará por darse cuenta. Para decirlo claramente, estoy a punto de salir del armario.
—No te puedes quejar —señaló Diane en tono sereno.
—Lo sé. Pero no estoy segura de cómo afrontarlo. La Casa Blanca debe prepararse porque las consecuencias van a alcanzar a mi padre.
—Siempre he creído que un ataque preventivo era la mejor forma de tratar este tipo de cosas.
—¿Crees que debería hacer una declaración?
—¿Piensas seguir con ella?
—Dios —exclamó Julia como si experimentase un dolor repentino—. Eso espero.
—Bueno, pues entonces ésa es la respuesta, ¿no? —Diane se encogió de hombros—. Si no quieres dejarla, tendrás que soportar la publicidad que acompañe a la relación. Mejor que sea según tus condiciones a que tengas que actuar a la defensiva.
—Diría exactamente lo mismo si dependiera sólo de mí. —Julia se pasó las manos por los cabellos, y luego suspiró—. Sería mucho más fácil si no tuviera que preocuparme por los asesores de imagen de Washington que se empeñan en controlar qué digo, cuándo lo digo y a quién.
—Que se jodan. Eres adulta. Haz lo que te apetezca.
—Ya lo he hecho. Pero esta vez no puedo. —Julia miró a su amiga con gesto serio—. No puedo hacer como si mi padre no fuera el presidente de los Estados Unidos. Tiene un trabajo importante, recuérdalo. Creo que voy a necesitar que la gente del ala oeste se encargue de esto antes de echárselo encima.
—Supongo que tienes razón. ¿Quieres que te acompañe?
—Gracias, eres muy amable. Pero prefiero hacerlo sola.
—¿Te secundará la comandante ídolo?

Julia lo pensó y se encogió de hombros.

—No se preocupa por lo que pueda pasarle, nunca lo hace. Creo que estaría encantada asumiendo todos los riesgos y aguantando las consecuencias, pero se trata de nosotras. De las dos.
—Le va a fastidiar que te pongas en una situación comprometida públicamente.

Julia sonrió.

—Imagino que sí.
—¿Qué piensas hacer?
—Voy a ir a Washington. —Se inclinó, le dio un beso en la mejilla a Diane y se levantó.
—¿Hay posibilidad de que me prestes a una de tus agentes? —preguntó Diane, levantándose y dando el brazo a Julia.
—¿Alguna en particular? —preguntó Julia en tono juguetón mientras se dirigían a la puerta. Cuando Diane abrió la puerta, Felicia Davis se apartó de la pared y miró a Julia.
—Ella me vendría de maravilla —respondió Diane sotto voce.
Felicia arqueó una elegante ceja.
—¿Lista, señorita Volkova?
—Como siempre —repuso Julia, seria.
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Mensaje por Anonymus 3/6/2015, 11:18 pm

Capítulo 15


A las seis y media de la tarde, Lena se encontraba en una desierta antesala, ante una sencilla puerta barnizada con una discreta placa en la que se leía el nombre de Stewart Carlisle. Iba dispuesta a esperar, pero pasaron sólo unos minutos hasta que apareció la secretaria y dijo:

—La está esperando.

Cuando Lena abrió la puerta y entró en el sobrio despacho, su inmediato superior estaba escribiendo algo al pie de un informe. El único toque personal del despacho era una pequeña foto enmarcada de un Stewart Carlisle muy joven con John Fitzgerald Kennedy y su hermano Robert.

—Siéntese —indicó sin levantar la vista.

Eligió una de las dos butacas tapizadas de aire institucional frente a la mesa, cruzó el tobillo derecho sobre la rodilla y apoyó las manos en los finos brazos de madera de la butaca. Cuando Carlisle cerró el informe, apartó el montón de papeles y miró a Lena a los ojos: su rostro no expresaba nada.

—¿Qué pasó con la fotografía del periódico? —preguntó sin preámbulos—. Es la típica cosa que la Casa Blanca está esperando para echárseme encima.
—Iba a preguntarle lo mismo —respondió Lena sin alterarse—. Deberíamos haber sabido que esa foto circulaba por las agencias. No conocíamos el artículo del Post y anoche nos metimos en un avispero de periodistas en Teterboro. Tuvimos suerte de que no se convirtiese en una gresca de medios de comunicación. ¿En qué parte del sistema está el fallo?

Un músculo de la mandíbula de Carlisle se tensó, pero su voz respondió con serenidad:

—Puesto que estaba usted presente cuando se hizo la foto, supongo que podrá explicármelo.

Durante un segundo, antes de darse cuenta de que se refería a San Francisco, Lena pensó que hablaba de su presencia junto a Julia en la playa. Curiosamente, no le molestó. No renegaba de ningún momento de su relación con Julia. Por otro lado, en su vida profesional (un mundo plagado de dobles juegos, chantaje político y constantes luchas por la superioridad burocrática) había aprendido a no divulgar jamás información que podía ser utilizada como arma contra ella o contra alguien a quien quería.

—La foto se hizo con un teleobjetivo de largo alcance, seguramente desde un muelle del otro lado de la bahía. Había estrecha vigilancia física en el lugar, pero no del perímetro sustancial. No tenía motivos para pensar que era necesaria en esa localización concreta.
—La cámara podría haber sido un rifle de largo alcance equipado con un visor nocturno —señaló Carlisle, como si estuvieran hablando de una insignificante nota al pie de un artículo de escaso interés—. Podrían haberla matado en vez de sorprenderla en una situación incómoda.

La imagen le dolió a Lena como si un cristal se clavase en su pecho y la dejó casi sin respiración. Exteriormente, su expresión no se alteró.

—Ya lo he pensado. A menos que la sometamos a la más estricta vigilancia las veinticuatro horas del día, no podemos evitar que alguien haga algo así. Generalmente, no es necesario abarcar tanto perímetro y di por supuesto que contábamos con vigilancia suficiente.
—Será un arma más contra usted.
—¿A qué se refiere?
—Esta mañana he recibido una llamada del Departamento de Justicia; el jefe de la Agencia de Seguridad Nacional y el director adjunto del FBI han cursado una solicitud de investigación formal acerca del resultado de la operación de Nueva York.
—Eso sienta precedentes, ¿no? —Procuró no reflejar ninguna emoción, pero le dolía la alusión a una posible incompetencia por su parte. El hecho de tener que defenderse ante desconocidos añadía un insulto a la ofensa. Carlisle se encogió de hombros.
—Fue una operación conjunta, por tanto la Agencia tiene derecho a pedirlo. Sin embargo, lo fundamental es que, debido a las víctimas, no podemos oponernos sin dar la impresión de que tenemos algo que ocultar. No puedo hacer gran cosa al respecto.
—Muy bien. Lo comprendo.
—No creo que lo comprenda. Han sugerido de forma muy clara que debe ser relevada de servicio hasta que la investigación concluya.

La mirada verde gris de Lena se endureció, pero no movió un músculo.

—¿Y usted qué ha dicho?

Por primera vez ese día y en una de las pocas ocasiones que Lena recordaba, Carlisle se mostró incómodo.

—Les dije que no, pero no sé cuánto durará esta situación. Una vez formalizada la solicitud… —Extendió las manos con las palmas hacia arriba para indicar su impotencia.
—¿Desde cuándo permite que otras agencias le digan al Servicio Secreto cómo ha de llevar sus propios asuntos?
—Desde que el presidente se vio obligado a aceptar a un director del FBI que está a la derecha de Joe McCarthy —repuso Carlisle—. Maldita sea, Katina, sabe muy bien que, desde el nombramiento de William Morrow, el FBI no ha parado de extender su ámbito de investigación, y de confiscar todo el poder que ha podido, a las otras divisiones de seguridad.
—¿Y cree que la Agencia está detrás de ese movimiento para investigarme?
—Yo diría que sí.
—¿Por qué? ¿Por qué les importa quién se ocupa de la seguridad de Julia Volkova? ¿Qué más les da?

Carlisle se quedó callado unos instantes, y Lena se dio cuenta de que estaba decidiendo si debía confiar en ella o no. La política burocrática desbancaba incluso a la amistad. Por fin, se recostó en el sillón y torció el gesto.

—Piénselo. Dentro de seis meses, Oleg Volkov tendrá que consolidar una plataforma para su reelección. Necesitará dinero, apoyos y una cuota de popularidad muy alta si quiere tener opciones a la reelección. Sus posturas de centro-izquierda no siempre han caído bien, ni siquiera en su propio partido. Recuerde que en tiempos de J. Edgar Hoover el FBI tenía dosieres sobre todos los personajes políticos del país, así como de magnates de la industria, líderes de los derechos civiles, estrellas de Hollywood, cualquiera que tuviese algún tipo de relación con los que llevaban las riendas del poder. No importaba que fuesen ciudadanos decentes o criminales.

Carlisle se inclinó hacia delante y la miró a los ojos.

—Hoover y sus secuaces utilizaban la información como arma, para comprar confidentes de la mafia o para hacerlos callar, para minar a King y a sus seguidores; compraban y vendían presidentes a voluntad. Se dijo que, cuando no podían comprar a alguien, lo mataban. O por lo menos miraban hacia otro lado mientras otros lo hacían.
—Pero eso fue hace treinta o cuarenta años —protestó Lena.
—¿Y cree que se acabó cuando Hoover se fue? Fíjese en la trayectoria del Tribunal Supremo en los últimos veinte años; no se esfuerzan en parecer neutrales. Oleg Volkova es un presidente muy liberal, y hay mucha gente en Washington (tanto demócratas como republicanos) a la que no gusta que haya sido elegido. En este momento, me inclino por pensar que algunos poderosos quieren deshacerse de él y están haciendo acopio de municiones en todas partes. Tener ventaja sobre la hija del presidente (controlar de alguna manera la información que fluye de aquí para allá) se puede intercambiar por influencia política en un determinado momento.
—Eso me parece muy elástico —rebatió Lena.
—No si la persona que dirige su equipo de seguridad informa directamente al FBI y no a mí.

Lena se puso rígida.

—Si me echan, Mac Phillips me sustituirá, y le aseguro que no es un espía.
—No tendría por qué ser necesariamente Phillips. —Carlisle la miró en silencio mientras las palabras quedaban en el aire. El corazón de Lena se aceleró y notó la garganta seca.
—¿Alguien le está presionando? Stewart, si tiene problemas, le ayudaré en lo que pueda. Pero no a costa de la seguridad de Julia Volkova.

Carlisle ordenó metódicamente las carpetas que estaban sobre la mesa y, cuando miró a Lena, su rostro era inexpresivo.

—A partir de ahora, considérese notificada acerca de una investigación formal. Seguirá en activo hasta que el tribunal se reúna y decida si recomienda la suspensión.
—Dentro de cinco días ella viaja a París. Se trata de una agenda de alta seguridad y pienso dirigir el equipo. Tendrá que meterme en la cárcel para suspenderme antes del viaje.

Como Carlisle no respondió, Lena se levantó y se inclinó sobre la mesa, apoyando las manos en ella, y habló con voz grave y fuerte.

—Haga lo que tenga que hacer conmigo, pero no ponga en peligro a la hija del presidente por culpa de la política de las agencias.
—Ha sido todo, agente Katina.

Lena continuó mirándolo un buen rato, y luego se enderezó.

—Sí, señor.

Cuando Lena llegó al vestíbulo, firmó el registro y recuperó el teléfono móvil. Al salir, marcó un número y esperó hasta que le respondió una voz femenina neutra. Lena dio un número de cuenta y solicitó una cita, utilizando un código anónimo.

—Lo siento, esa empleada no está disponible en este momento. ¿Quiere que la sustituya alguien de características similares?
—No, gracias. Por favor, compruebe su lista de prioridades y haga referencia a este número de cuenta.
—Un momento.

Poco después, la agradable voz regresó:

—Siento haberla importunado. ¿A qué hora quiere la cita?
—Transmita la petición y anótela como una cita de duración indefinida para esta noche.
—Por supuesto. Tenga la bondad de llamar al siguiente número y comunicar la dirección.

Lena memorizó el número, dio las gracias a la operadora y cortó la comunicación. Pensó en llamar a Julia, pero se dio cuenta de que no le apetecía decirle nada por teléfono. Y no sabía cuánto quería compartir realmente con ella en persona. No sabía si podría conseguir que Julia entendiese lo que tal vez tuviera que hacer.

Julia saludó con la cabeza y murmuró un breve «Me alegro de verles» a las personas con las que se cruzó en los pasillos del ala oeste, cuando se dirigía al gran despacho que casi formaba parte del propio despacho oval. Se detuvo ante la mesa de un joven pálido, rubio y de aspecto vehemente.

—¿Puede recibirme?

El hombre respondió con voz de barítono y acento del medio oeste:

—Voy a ver. Estaba con el secretario de Estado.

Un minuto después, Julia recibió un rápido abrazo y un beso en la mejilla de una mujer a la que conocía desde la niñez. Lucinda Washburn seguía inspirándole cierto temor y asombro.

—Quería ahorrarte la molestia de la llamada telefónica. —Julia se sentó en el sofá de cuero que rodeaba una de las paredes del despacho de la jefa de gabinete de la Casa Blanca.
Lucinda, una mujer escultural de cabellos caoba y cincuenta y pocos años, llevaba un vestido azul marino resaltado con unas cuantas joyas de oro. Se apoyó en la amplia mesa, cubierta con gruesas carpetas, montones de memorandos y un ordenador, y miró a Julia con una sonrisa divertida.
—Debe de ser algo grave para que hayas venido a la Casa Blanca voluntariamente.
—Supongo que eso me lo dirás tú.

Lucinda clavó una mirada penetrante en Julia.

—Depende.
—¿De qué?

Washburn dedicó a Julia la típica mirada que ponía firmes a los jefes militares. Julia no se arrugó. Conocía la mirada de Lucinda y había aprendido a disimular sus efectos.

—Vayamos al grano, Julia. Depende de quién estuviera en la foto contigo y de si hay más fotos indiscretas de carácter comprometido. Aaron Stern ya ha tenido que esquivar preguntas sobre la foto en la rueda de prensa de esta mañana. Los medios y el público quieren saber por qué no se había hablado de este romance tuyo hasta ahora. Todo el mundo exige detalles.

Julia hizo lo posible por no enfurecerse, pero hubo de recurrir a su inmensa fuerza de voluntad para no responder que se jodieran todos. En vez de eso, dijo:

—No veo por qué hemos de dar explicaciones. Mañana a estas horas será agua pasada.
—Seguramente tienes razón. Pero a los sabuesos de la prensa nada les gusta más que un asunto jugoso sobre la primera familia para llenar páginas mientras no se produce la siguiente catástrofe meteorológica o una atrocidad militar.
—De acuerdo. Diles que era una cita y que se quede en eso.
—Sí, claro. ¿Una cita en plena noche en la playa de una ciudad del Medio Oeste que todo el mundo considera la reencarnación de Sodoma y Gomorra? —se burló Lucinda—. No te hagas la ingenua porque te conozco bien. En la Casa Blanca nuestro lema es estar preparados. No me gusta que me cojan desprevenida, sobre todo en algo que afecta directamente a la familia del presidente.

Julia se quedó callada porque ya lo sabía. Por eso estaba allí. Al poco rato, preguntó:

—¿Qué quieres?
—Si te vas a embarcar en una relación pública, tenemos que estar en condiciones de decir algo cuando pregunten, y sabes más que de sobra que preguntarán. Así que explícame las cosas
ahora.
—Puedes decir que mantengo una relación seria con otra mujer. —Julia supuso que la noticia no constituiría una sorpresa, porque Lucinda era demasiado astuta para no saberlo de antemano. Pero una cosa era suponer y otra saber.
La expresión de Lucinda no se alteró.
—¿Con quién?
—No pienso decírtelo.
—Habrá que arreglarlo —repuso Lucinda en tono controlado—. Si te niegas a dar su nombre, la gente creerá que tienes algo más que ocultar. Te perseguirán sin tregua. ¿Hay algo que yo deba saber sobre ella, algún escándalo, un pasado turbulento?
—No.
—Se sabrá, Julia. No me pongas en una situación difícil. —Había un matiz de advertencia en su voz.
—No hay nada raro. Es irreprochable.
—Entonces, ¿a qué viene tanto secreto conmigo?

Julia no respondió y se dio cuenta de que Lucinda barajaba sus cartas mentalmente, decidiendo cuál debía jugar.

—No creo que quieras congelar la relación hasta que el presidente tenga el respaldo del partido para la reelección —dijo Lucinda en tono indiferente.
—Falta más de un año para eso.
—¿Pretendes decirme que un año es demasiado esperar? ¿O es por ella? Porque, si esa mujer va en serio…
—Te estás pasando, Luce.

En los ojos negros de Lucinda Washburn hubo un destello de ira, pero se las arregló para contener la respiración un momento, y luego exhaló lentamente.

—Julia, tu padre tiene sólo ocho años como máximo para ocupar el lugar más poderoso del mundo. Puede hacer cosas maravillosas por su país y por el resto del mundo durante esos ocho años. Dime que no te importa. Dime que quieres poner eso en peligro.

Naturalmente, siempre iban a parar ahí. En el círculo de su padre, todos, incluida Lucinda, habían sacrificado su vida personal para auparlo hasta donde estaba. Muchos no tenían tiempo para las relaciones, y los que las iniciaban casi nunca las conservaban mucho tiempo. Para su hija, el asunto no era tan sencillo como equilibrar las ambiciones políticas de su padre con su propia necesidad de una vida independiente y sincera. Se trataba del derecho a poner lo personal sobre el bien público. Tal y como lo había expresado Lucinda, su deseo de felicidad personal resultaba egoísta.

—He silenciado mi vida durante casi una década. —Julia miró a los ojos de la jefa de gabinete sin pestañear—. No he hecho declaraciones públicas ni exhibiciones de mi identidad sexual. No quería que saltase a los periódicos. Pero no puedo cambiar mi forma de ser, ni siquiera por mi padre.
—No te pido que cambies. Te pido que no lo divulgues.
—He recurrido a la estrategia del «no preguntes, no cuentes» desde que tenía quince años. Es como vivir en la cárcel.

Durante un momento fugaz, Julia reconoció la comprensión en el rostro de Lucinda. Pero desapareció enseguida.

—Eres hija de tu padre, Julia, y por tanto tomarás la decisión correcta.

No se abrazaron al despedirse. Cuando Julia pasó ante la puerta cerrada del despacho oval y los dos agentes del Servicio Secreto que la flanqueaban, recordó la cara de Lena. «Me pregunto si tendré fuerzas para hacer lo correcto.»
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Mensaje por Anonymus 3/6/2015, 11:19 pm

Capítulo 16

Era casi medianoche cuando Lena abrió la puerta de su apartamento para recibir a Claire. La rubia no iba vestida para trabajar. Con ropa de calle (una sencilla blusa blanca, pantalones de algodón negros y zapato bajo) y apenas maquillaje, parecía más joven, más vulnerable que nunca. Pero seguía siendo extraordinariamente hermosa.

—¿Te encuentras bien? —se apresuró a preguntar Lena cuando cerró la puerta y quedaron ambas apenas a medio metro de distancia, resonando entre ellas el eco de una docena de encuentros similares. En el pasado se habían tocado en silencio hasta que la necesidad, la pérdida y el dolor se atenuaban con la fusión de la carne. Entonces no hacían falta las palabras; sabían de antemano qué iba a ocurrir. En aquel momento, las reglas habían cambiado, y Lena se daba cuenta de que estaba sola con una mujer que podía hacerle perder el control con un susurro.
—Sí, estoy bien —afirmó Claire, aunque su voz sonaba apagada.
—Siéntate.

Claire dejó el bolso en la mesa que había junto a la puerta, entró en el salón y se dirigió al sofá. Lena la imitó y, sin que se lo pidiera, le ofreció una copa de vino.

—¿Te has fijado en si te seguía alguien?

Claire negó con la cabeza, sonriendo lánguidamente.

—No, creo que no, aunque no estoy segura. Habitualmente no recurro al subterfugio. Son suficientes las salvaguardas que protegen nuestro trabajo.
—A estas alturas ya no importa.
—¿Tienes problemas?
—No.

Tal vez la respuesta no convenciese a Claire, pero no lo demostró.

—Te llamé el otro día porque ha habido más preguntas. Por lo visto, también figuro en la lista.
—¿Quién te abordó, un cliente?
—Sí.
—¿Un hombre?
—La primera vez no.

Lena no manifestó su sorpresa. Había pensado que podría ser Doyle, pero ya no sabía qué creer.

—¿Alguien que conoces?
—Una nueva clienta. Al parecer tenía impecables referencias, pero no sé de quién.
—¿Preguntó por mí?
—No directamente. Se limitó a hacer preguntas vagas sobre las personas del Capitolio que utilizaban nuestro servicio. Se interesó por la compañía que yo proporcionaba, nada concreto; si no hubiera sabido de los otros interrogatorios, tal vez no me hubiese fijado. —Suspiró, como si tuviera que fortalecerse para continuar—. Luego, un hombre preguntó por ti.
—¿Qué preguntó exactamente? —quiso saber Lena mientras valoraba el nivel de amenaza.
—En realidad, no utilizó tu nombre. Me enseñó una foto y me preguntó si te conocía.
—¿También era cliente?
—Se hizo pasar por cliente —respondió Claire con un poco de asco—. En condiciones normales, no lo habría recibido, pero tenía contactos y preguntó concretamente por mí. Enseguida me di cuenta de que había algo raro, porque estaba incómodo.

Lena arqueó una ceja a modo de interrogación.

—El tipo de gente con la que trato no se muestra incómoda en nuestros intercambios.
—Por supuesto. —Todos eran civilizados, profesionales y emocionalmente distantes. Como ella. «¿Cuándo cambió? ¿Cuándo nos dijimos nuestros nombres?»
—En cualquier caso, no le interesaba ningún contacto físico. Sólo quería hacerme hablar de mi profesión. Como no quise, empleó la mano dura.
—¿Te pegó? —Lena se puso rígida y agarró a Claire por el brazo.
—No, nada de eso —se apresuró a responder Claire, acariciando la mano de Lena—. Se puso gallito, me amenazó y dio a entender que me podía meter en la cárcel.
—¿Por qué motivo?
—Eso mismo le pregunté yo —dijo Claire encogiéndose de hombros—. Tiene que saber que no se trata de una operación de tapadillo con una turbia lista de clientes. Es una empresa muy poderosa en todos los sentidos, con clientela aún más poderosa. Si alguien intenta descubrir a nuestros clientes, seguramente acabará en la cárcel.
—¿Fue entonces cuando te enseñó la foto?
—Sí —afirmó—. Creo que se dio cuenta de que no iba a conseguir nada y decidió ver mi reacción.
—Claire —dijo Lena dulcemente, retirando la mano del brazo de la mujer y colocándola sobre su propio muslo—. Tienes que protegerte, aunque sea a costa de revelar tu vinculación conmigo.

Claire se volvió en el sofá hasta que sus rodillas rozaron las de Lena y acarició la pierna de la agente. El contacto fue íntimo, pero no seductor.

—No lo haré.
—No importa lo que ocurra en el futuro. Si por algún motivo te llaman a declarar, no cometas perjurio para protegerme. Es imposible demostrar lo que tú y yo hemos hecho en privado y resulta improbable que descubran las transacciones económicas. Aunque lo hicieran, habría que ver si se ha violado la ley.
—Seguro que tienes razón. No obstante, sé cosas que no quiero verme obligada a revelar.
—¿Qué vas a hacer?

Claire sonrió con tristeza.

—Pienso retirarme.

Se quedaron calladas porque las dos sabían qué significaba. Probablemente, no volverían a verse nunca.

—¿Te marchas de Washington?
—Aún no lo sé. Es probable.
—Todo esto podría caer en el olvido. Me da la sensación de que no es más que una pesca, un grupito de gente que intenta desenterrar información difamatoria sobre quien sea. Es una investigación sin sentido ni dirección. —Lena se frotó los ojos y torció el gesto—. Sin embargo, creo que haces bien, puesto que te han identificado como parte de la organización.
—Tengo la impresión de que pronto me quedaré sin trabajo. Ante semejante quiebra de la seguridad, habrá que reestructurar el servicio y sustituir a todas las acompañantes. A estas alturas todo el mundo es sospechoso.
—Si necesitas algo, sabes cómo encontrarme —aseguró Lena.
—Gracias. —Claire sonrió y acarició la mano de Lena—. Trabajo en esto porque es muy lucrativo. No te preocupes por mí.
—Me refería a…

Claire cubrió la boca de Lena con los dedos.

—Sé a qué te referías.

Las dos se quedaron inmóviles; los dedos de Claire posados sobre el rostro de Lena. Un instante después, acarició la mandíbula de la agente y el cabello que le cubría el cuello. Los ojos de Claire buscaron los de Lena y, temblando, preguntó en voz baja:

—¿Hay alguien?

Lena cogió la mano de Claire, se llevó los dedos a los labios y los besó tiernamente antes de soltarlos.

—Sí.
—Ya lo supuse —susurró Claire—. Ha desaparecido el dolor de tu mirada.
—Yo…

El timbre de la puerta las interrumpió, y Lena murmuró:

—Lo siento. Disculpa.

Sorprendida porque el portero no había llamado para anunciar al visitante, se dirigió a la puerta y aplicó el ojo a la mirilla. Se quedó tan asombrada que ni siquiera pudo maldecir y le abrió la puerta a Julia Volkova.

—¿Qué haces en Washington? —preguntó Lena con incredulidad.
—Siento presentarme sin avisar —respondió Julia alegremente. Sonreía, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y la cara iluminada por un placer que no podía disimular. Ante el silencio de Lena, la sonrisa desapareció. Cuando asimiló la consternación que cubría el rostro de su amante, preguntó—: ¿Qué ocurre?

Lena empujó la puerta casi hasta cerrarla, salió al vestíbulo y miró de un lado a otro.

—¿Dónde está el equipo?
—El equipo principal está en un hotel. El de la Casa Blanca cree que estoy durmiendo.
—Maldita sea, Julia, creí que ya habíamos superado esto.
—Escucha, Elena —dijo Julia en tono cortante, confundida por la ira de Lena. Había contado con que Lena se enfadase, pero había algo más en su voz, algo parecido al miedo, que la asustó—. Quería verte. No, necesitaba verte.

Lena cerró los ojos y suspiró. Cuando habló, su voz era tierna y había perdido la crispación.

—Lo siento. No consigo meterte en la cabeza que no puedes andar correteando sola por la ciudad.
—No estaba correteando. He venido en taxi. —Acarició el pecho de Lena y empujó la pierna de su amante con la cadera—. ¿Me dejas pasar?
—No, lo siento.
—¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó Julia asombrada—. No me digas que te has puesto así porque el equipo no sabe dónde estoy. Si te empeñas, llamaré al comandante del equipo de la Casa Blanca. Lo he hecho otras veces.
—No es eso… —Lena dudó, buscando las palabras adecuadas, hasta que se dio cuenta de que no existían—. Hay alguien conmigo.
—Alguien… —Julia la miró, escudriñando sus ojos, y no encontró más que tristeza—. ¿Habéis acabado o se queda toda la noche para una segunda ronda por la mañana?
—Claro que no. Maldita sea, Julia…
—La culpa es mía. Debería haber llamado.

Antes de que Lena pudiese protestar, Julia dio media vuelta, atravesó el vestíbulo y salió por la escalera de incendios. Lo último que Lena oyó fue el eco apagado de sus pasos al bajar los escalones. Julia se apoyó contra un farol en un débil círculo de luz, frente al edificio de apartamentos de Lena, y diez minutos después vio salir a una mujer. No hacía falta que le dijeran quién era la rubia; lo sabía. La mujer se dirigió hacia ella a propósito y sus miradas se cruzaron. Julia se apartó del farol y empezó a caminar por la acera mientras la otra la seguía. Se encontraron al borde de las sombras proyectadas por el farol.

—Debería presentarme —dijo la mujer con una hermosa voz de contralto—, aunque tal vez no sea buena idea.
—No —admitió Julia—. Elena nos diría que no podemos testificar acerca de lo que no sabemos.
—Exactamente.
—¿Fue idea suya dejarlo o de ella? —preguntó Julia con naturalidad.
—De ella. ¿Acaso lo duda?

Julia se encogió de hombros.

—De vez en cuando.
—Pues no debería.
—Tal vez dentro de una década o así.

La rubia sonrió con astucia.

—Debo irme. Está muy preocupada por usted.
—Provoco ese efecto en ella.
—Yo diría que mucho más que eso. Tiene usted mucha suerte.
—Podría decirse lo mismo de usted —comentó Julia sin rencor—. Ha estado con ella, ¿no?
—No como imagina. Usted tiene su corazón. —La rubia extendió la mano—. Buenas noches. No creo que volvamos a vernos.

Julia le estrechó la mano.

—Buenas noches.

Y Claire desapareció.
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Mensaje por Anonymus 3/6/2015, 11:19 pm

Capítulo 17

Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el piso de Lena, Julia se encontró cara a cara con una agente del Servicio Secreto de aspecto atribulado. Lena vestía unos vaqueros gastados, una sencilla camisa de algodón y mocasines sin calcetines. Ni siquiera llevaba la pistola y, aparte de que parecía a punto de perder los nervios (cosa muy rara), había un velo de desesperación en sus ojos, lo cual sí era extraordinario.

—¿Adónde vas? —preguntó Julia bruscamente, sosteniendo las puertas con un brazo mientras sonaba el timbre de la cabina.
—A buscarte.
—¿Qué te hace pensar que no voy directamente a la Casa Blanca? —Julia salió del ascensor. Las puertas se cerraron y el timbre se calló. Lena y Julia quedaron frente a frente en medio del repentino silencio del vestíbulo.
—Sabía que no ibas allí.

Julia apoyó un hombro en la pared y estudió el rostro de Lena. El dolor de imaginar a Lena en los brazos de la atractiva rubia era lo único que le impedía acercarse a ella y borrar a base de caricias el sufrimiento que ensombrecía sus rasgos.

—¿Adónde creíste que iría?

Lena se encogió de hombros.

—A un club, seguramente. —Habló en tono grave e inexpresivo.
—¿Y a acostarme con otra?

Lena se encogió como si le doliese.

—Julia, por favor…
—Calla. —Julia cogió a Lena de la mano y la condujo a la puerta del apartamento—. No podemos seguir con esto aquí fuera.

Lena introdujo la llave en la cerradura sin decir nada, incapaz de disimular el débil temblor de sus manos. Se había asustado mucho cuando Julia desapareció por la escalera de incendios sin darle tiempo a explicar lo que parecía una cita con otra mujer. Le aterrorizaba que Julia se precipitase en medio de la noche, guiada por el dolor, la furia y la traición, y se hundiese en el consuelo de los brazos de una desconocida. Lo había hecho antes, y desde la primera vez había sido horrible, antes de que la amase. En aquel momento, la mataría. Lena abrió la puerta, y entraron. La habitación estaba iluminada por el claro de luna y un rayo de luz que surgía de una puerta entrecerrada al otro lado del apartamento. Un leve rastro de perfume impregnaba el ambiente.

—Es muy guapa, ¿verdad? —dijo Julia inesperadamente, deteniéndose en la entrada del amplio salón.
—Julia…
—Nos encontramos abajo.

Lena la miró, sin saber qué decir, con el corazón desbocado al percibir el matiz de dolor bajo el tono cuidadosamente controlado de Julia.

—¿La amas?
—No —exclamó Lena con voz ronca, esforzándose para no tocar a Julia. El timbre duro de las palabras de Julia, como acero rayando la piedra, le hizo ver que debía mantener las distancias—. Deja que te expli…
—Sin embargo, te acostaste con ella, ¿no?
—Sí. Pero…
—¿Esta noche?
—¡No! Hace mucho tiempo de eso. ¿Quieres…?
—¿Hizo que te corrie…?
—¡Por Dios, Julia, cállate!
—Me vuelvo loca de pensarlo —susurró Julia casi para sí, con voz rota. Estaba temblando, aunque no se daba cuenta.
Fue la angustia de la voz de Julia, más que la fría indignación, lo que quebró la resolución de Lena. Cogió a la joven por la cintura y la apretó contra su pecho. Con el rostro enterrado en los cabellos de Julia, murmuró:
—Lo sé. Dios, lo sé.

Julia abrazó a Lena por los hombros, y su mejilla, empapada por las lágrimas que no había podido contener, mojó la piel de su amante.

—No llores, por favor —suplicó Lena, desesperada por consolarla—. No es lo que crees. Te lo juro por Dios.
—No digas nada más —pidió Julia hundiendo los dedos en los brazos de Lena—. Sólo… no me hagas daño.
—No lo haré —aseguró Lena fervientemente—. Te lo prometo, no lo haré.

Lena cogió a Julia de la mano y la condujo al dormitorio. Al llegar junto a la cama, besó tiernamente los ojos de Julia, las comisuras de la boca y la suave piel del cuello. Acarició ligeramente la mandíbula de la joven, descendió por los hombros y siguió más abajo, hasta que sus dedos se posaron en la prominencia de los senos y en los pezones. Julia se mordió el labio inferior y ahogó un gritito. Parpadeando, con los ojos velados, apoyó las manos en los hombros de Lena mientras su amante la desnudaba lentamente. Lena bajó la cremallera de los vaqueros de Julia y deslizó las manos bajo la camiseta, acariciando el estómago plano; los músculos de Julia se estremecieron y, durante un momento, Lena temió olvidarse de sí misma. Le quitó la camiseta a Julia por la cabeza y la dejó caer al suelo. Luego, se arrodilló, mientras las manos de Julia se deslizaban sobre sus hombros y enlazaban sus cabellos. Metió los dedos en la cinturilla de los vaqueros de Julia y se los bajó sobre las caderas hasta que ésta se descalzó y se libró de los pantalones. Julia permaneció desnuda, expuesta y vulnerable, y Lena apoyó la mejilla en el hueco que formaba la base de su abdomen. Rodeó con los brazos las caderas de la joven y, con los ojos cerrados, percibió el fluir de la sangre por las arterias y las venas bajo la delicada piel de la unión del cuerpo con los muslos, mientras su propio corazón se aceleraba para acompasarse al de su amante. Acarició con una mano la suave piel del interior de la pierna de Julia, la movió hacia arriba y le separó los muslos con suavidad, deslizando un dedo sobre los pliegues hinchados y rodeando las vibrantes protuberancias hasta que Julia cayó en sus brazos entre gemidos. Por último, aplicó la boca al clítoris de Julia, duro y lleno de deseo.

—Lena —susurró Julia con el cuello arqueado, los músculos de la mandíbula tensos y los muslos temblando. Lena separó los labios y comenzó a lamerla suavemente— Oh —suspiró Julia agarrando los cabellos de Lena—. No. Así no. Me voy a correr ya.

Lena registró la urgencia de la voz de Julia y, contra todo instinto, apartó la boca. Se levantó, la abrazó y susurró al oído de su amante:

—Te amo endiabladamente.
—Desnúdate —rogó Julia—. Quiero sentirte… entera.

Lena se apartó, mientras Julia se tendía en la cama con el cuerpo abierto, sugerente. Lena, sin apartar los ojos de su amante, se quitó los vaqueros, la camisa y los mocasines. Luego se tendió, encajando una pierna entre los muslos de Julia y rozándola con los pechos al tiempo que se apoyaba en los codos y enmarcaba la cabeza de la joven entre las manos. Se meció lentamente entre las piernas de su amante, sintiendo la prominencia de su clítoris contra el muslo, la húmeda pátina del deseo sobre su piel. Los rostros de ambas estaban muy próximos, pero no besó a Julia, sino que observó cómo la tensión se apoderaba de su cara en medio de la creciente tormenta. Lena miró a Julia a los ojos, cautivándola, y habló con gran intensidad:

—Cuando estoy contigo me olvido de todas las mujeres que he tocado. Cuando estoy contigo me olvido de todas la mujeres que me tocaron. Estar contigo me hace vivir.

El cuerpo de Julia se tensó ante el poder de la voz de Lena y la presión de su piel y, como si la hubiesen acariciado en un punto esencial, las palabras la atravesaron y borraron toda una vida de pérdidas. Se arqueó bajo el peso de Lena y un grito salió de sus labios. Rendida, abrazando a su amante con fuerza, se corrió.

—¡Dios, qué hermosa eres! —exclamó Lena mientras Julia se estremecía debajo de ella. Cuando Julia se calmó, Lena se derrumbó en la cama y abrazó a la joven, la besó en los cabellos y en la frente.
—Te amo.

Julia hundió el rostro en el hueco entre el cuello y los hombros de Lena y aspiró el conocido aroma, deseando caer rendida ante ella, sumergirse en ella, perderse dentro de ella. Después de un momento que pareció prolongarse indefinidamente, murmuró:

—Te deseé desde el instante en que entraste en mi apartamento por primera vez, con todas tus normas y reglamentos, condenadamente intocable.
—No tan intocable —confesó Lena con aire perezoso, recordando la primera vez que vio a Julia, recién salida de la ducha con un albornoz suelto, irradiando sexo y peligro—. Estaba excitada cuando te dejé.
—Estupendo —dijo Julia con dulce satisfacción—. Al principio, te quería porque deseaba controlarte y que no fuera a la inversa.

Lena soltó una risita.

—¿Has olvidado mi enorme magnetismo?
—Ah, eso. Sí, eso también. —Julia dibujó los labios de Lena con los dedos—. Pero enseguida te quise porque, cada vez que te veía, me volvías loca.
—Me destrozas —susurró Lena, apretando contra sí a la mujer que tenía en brazos.
—Y ahora —concluyó Julia, temblando—, te quiero porque me aterroriza la idea de estar sin ti.
—No tengo palabras para expresar lo que significas para mí —repuso Lena con la voz dominada por los sentimientos—. No creo que puedas entenderlo, salvo cuando los días se conviertan en semanas, las semanas en meses y los meses en años… y yo siga aquí, amándote.

Julia acarició el hombro y el pecho de Lena, demorándose en los senos antes de posar la mano sobre el abdomen. Lena se tensó, conteniendo el aliento.

—Cuando te toco me siento como si fuera Dios —dijo Julia en voz baja.
—Lo sé.
—Pensar que alguien más…
—No lo pienses. No ocurrirá.

Julia, revitalizada por el contacto de la piel de Lena, se movió en la cama y se colocó a horcajadas sobre las caderas de su amante. Apoyó las manos junto a los hombros de Lena, con los pechos a escasos milímetros del rostro de la agente y los ojos llenos de decisión.

—Soy así con lo que considero mío. No me gusta compartir.
—A mí tampoco.
—Genial —afirmó Julia, y luego se apoderó de la boca de Lena con un beso fuerte y posesivo.

El beso se prolongó mucho tiempo. Fue más que un beso, una afirmación de posesión y pertenencia. Lena se abrió a las profundidades del deseo de Julia, dejándole que tomase lo que quería, dándole de buena gana todo lo que necesitaba, cediendo a una rendición que para ella era libertad. Cuando Julia descendió y puso las manos entre los muslos de Lena, ésta arqueó la espalda y levantó las caderas, ofreciendo todo lo que tenía. Julia la penetró de forma rápida, enérgica y profunda, y una llama ardió en los ojos de Lena, mientras cerraba los puños entre convulsiones. El poder del impulso de Julia caló en sus huesos y se le aceleró la sangre. Con los muslos temblando y la respiración entrecortada, se corrió en silencio, ahogando el grito que quería brotar de su garganta, suspendido durante una eternidad entre el cielo y la tierra. Lena, empapada en sudor y estremecida, jadeaba. Julia se recostó junto a ella, pronunciando su nombre entre gemidos. Se quedaron dormidas en un lugar situado entre el amor y el deseo.
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Mensaje por Anonymus 3/9/2015, 7:32 pm

Capítulo 18

Poco después del amanecer, a Julia la despertó un ligero movimiento a su lado. Abrió los ojos y vio a Lena sentada al borde de la cama, desnuda. Estiró una mano y acarició la columna de su amante, percibiendo sus tensos y duros músculos.

—¿Qué ocurre?
—Nada —se apresuró a responder Lena, mirando a Julia bajo la luz grisácea. Le sonrió, apartó un mechón de la mejilla de la joven, y luego se inclinó para besarla con ternura.
—¿No podías dormir? —Ante el leve gesto de asentimiento de Lena, Julia bromeó—: Ya no soy lo que era.
—Oh no, créeme, no eres tú. —Lena rió sin convencimiento—. Supongo que estoy un poco nerviosa. A estas horas suelo estar levantada y trabajando.
—Acuéstate —ordenó Julia, cogiendo la mano de su amante y atrayéndola hacia sí. Lena se tumbó de espaldas, y Julia se apoyó en un codo para mirarla—. Es por lo de anoche, ¿verdad?
—En parte.
—¿Te importa decirme quién es ella?
—No puedo.
—¿No puedes o no quieres? —Sorprendentemente, en su tono no había ira ni acusación, sólo la pregunta.
—No sé quién es exactamente. Nunca lo supe.
—¿Y si lo supieras?
—Seguramente no te lo diría —confesó Lena.
—¿Para protegerla?
—Tal vez —respondió Lena con cautela, mirando a Julia—. Pero sobre todo para protegerte a ti.
—He oído rumores de que utilizabas servicios sexuales de pago. ¿Son ciertos?

Quizá la brusquedad de la pregunta sorprendiese a Lena, pero no lo demostró. Mantuvo la mirada de Julia sin parpadear.

—Sí.
—¿Con ella?
—Sí.
—¿Por qué? —Julia acarició el abdomen de Lena, siguiendo los perfilados músculos bajo la piel, mientras recorría con los ojos la senda de nervios y huesos que formaban los músculos. Al ver el cuerpo de su amante, siempre pensaba en una obra de arte hecha carne—. Bien sabe Dios que no te hacía falta.
—Era más fácil.
—¿Más fácil? —Julia arqueó una ceja—. ¿En qué sentido?
—Fácil de organizar. Sin complicaciones ni repercusiones.
—Una simple transacción de negocios, ¿eh?
—Algo así.

Julia se inclinó y besó a Lena, con un beso lento y sensual que contenía recuerdos de pasiones pasadas y de placeres futuros. Cuando se apartó, la comisura de sus labios llenos se alzó en una sonrisa de satisfacción ante la mirada levemente descentrada de su amante.

—Elena, deja el rollo de agente. ¿Por qué lo hiciste?

Fue una de las pocas veces, que Julia recordase, en que Lena desvió la vista. La joven esperó en silencio a que Lena tomase una decisión, algo que tenía más que ver con ellas y con el futuro que con el pasado. Al fin, Lena la miró de nuevo a los ojos.

—El día que Janet, mi amante, murió, habíamos hecho el amor por la mañana. Pero discutimos por cosas que yo creía que debía contarme. Nos despedimos enfadadas. No conocí los pormenores de la peligrosa misión en la que participaba hasta que fue demasiado tarde. Así vivíamos: ocultándonos cosas la una a la otra habitualmente. Era cómodo y seguro, y no creo que ninguna de las dos quisiese cambiarlo. No nos apetecía arriesgar demasiado. Después de ver cómo moría, no fui capaz de volver a hacer el amor con nadie más.
—¿Porque seguías amándola? —Julia consiguió decirlo sin titubear.
—No —suspiró Lena—. Porque me sentía culpable por no haberla amado más. Creía que tal vez todo hubiese cambiado si así fuera.
—Lo siento —murmuró Julia.
—Eso pasó —dijo Lena en voz baja, acariciando el muslo de Julia—. Pero gracias.
—La mujer de anoche sí que está enamorada de ti.
—No —se apresuró a decir Lena con rotundidad—. No era así.

Julia deslizó un dedo por la mandíbula de Lena hasta la comisura de los labios.

—Tal vez no para ti. Tal vez.
—Nunca compartimos nada como esto, Julia —insistió Lena.
—Me alegro. Me saca de quicio pensar que hacías el amor con ella. No soporto la idea de compartirte.

Lena acarició los cabellos de la nuca de Julia y rozó con el pulgar la piel de detrás de la oreja, en un gesto a la vez tierno y posesivo.

—Nunca había compartido nada como esto con nadie.
—Te amo, Elena Katina.
—Me gusta como suena.
—Sí, a mí también.

Julia se sentó en la cama, apoyó la cabeza en el hombro de Lena y una mano en el arco de su cadera, mientras la acariciaba. Luego le preguntó, procurando mostrarse serena:

—¿Por qué estaba aquí anoche?
—Es algo que no deberías saber por razones de seguridad.
—Que se joda la seguridad. Dímelo.
—Alguien está investigando la organización en la que ella trabaja —explicó Lena de mala gana—. Ha surgido mi nombre, y quería advertirme.
—Dios mío. —Julia se separó y se incorporó en la cama, apartando los cabellos de la cara con ambas manos, de pronto despierta y centrada—. ¿Quién?
—No lo sé. Supongo que puede tratarse de una encerrona del FBI. Podría ser una investigación de organizaciones criminales y mafiosas, pero nunca he visto que la entidad tuviese relaciones con la mafia. Resulta difícil saberlo con seguridad, pero lo que he averiguado sobre ellos no apunta en ese sentido.
—¿Puede perjudicarte?

Lena se quedó callada.

—Maldita sea, Elena. Dímelo.
—Como mínimo perdería mi autorización de seguridad, en cuyo caso nunca podría volver a trabajar en esto.
—¡Dios, qué irónico! —exclamó Julia en tono cortante—. En cualquier otra circunstancia, me encantaría la idea. Pero no así. Nadie va a hacerte semejante cosa. ¿Qué más?
—No sé hasta dónde van a llegar. Al parecer, también han estado haciendo preguntas sobre tu padre.
—¿Qué piensas hacer?
—Aún no lo sé. Si pudiera enterarme de quién está detrás de este asunto, sobre todo si no cuenta con aprobación oficial, podría volverlo contra ellos.
—Conozco a alguien —dijo Julia con aire ausente, pensando en A. J., una agente del FBI y también amiga que le había dado la dirección de Lena, aunque sólo después de mucha insistencia por parte de Julia. A la joven no le gustaba comprometer a sus amistades, pero se trataba de una amenaza contra su amante y haría cualquier cosa—. Alguien a quien le podría preguntar por esto.
—No. —Lena se puso rígida—. Tú no debes relacionarte con esto. Ya te he puesto en peligro contándotelo. ¿No comprendes que bajo juramento tendrías que revelar lo que te he dicho y que al saberlo te conviertes en cómplice de un delito? Déjalo correr, Julia. Nunca te lo habría contado si no fuéramos amantes.
—No esperarás que me quede quieta viendo cómo alguien te hunde.
—Tal vez no se trate de mí. A lo mejor sólo soy algo marginal en la agenda principal. Hasta que hagan el siguiente movimiento, no sabemos qué significa.
—Oh, vamos —repuso Julia despectivamente—. Me han enviado fotos tuyas en un bar con una mujer que podría estar allí para tenderte una trampa. ¿A quién más van a enviar las fotos? ¿Al director de seguridad de mi padre?
—Prométeme que te mantendrás al margen —insistió Lena con desesperación—, y te prometo que te contaré todo lo que descubra. Por favor.
—No voy a prometer nada porque no quiero mentirte.
—Maldición, Julia…
—Tú harías lo mismo en mi lugar.

Durante unos momentos, se miraron en profundo silencio hasta que Lena asintió, murmurando entre dientes.

—¿Tienes que contarme algo más? —preguntó Julia con expresión decidida.
—Una cosa —admitió Lena.
—Dios, ¿aún hay más? —A Julia le dio un vuelco el corazón—. ¿Qué?

Lena suspiró.

—Habrá una investigación formal sobre la operación de Nueva York.
—¿Una investigación? ¿Centrada en qué?
—En mí. Se ha cuestionado mi actuación —dudó, y luego añadió de mala gana—: Pueden suspenderme hasta que acabe el examen interno.
—¿Cuándo te enteraste de eso? —La voz de Julia era como el acero.
—Anoche estuve con Stewart Carlisle y lo confirmó.
—¿Lo confirmó? ¿Sabías que existía la posibilidad de algo así antes de anoche?
—Sólo era una posibilidad —admitió Lena, nerviosa.
—Surgió en las sesiones informativas de la semana pasada, ¿verdad? —Julia estaba cada vez más furiosa—. Por eso saliste de forma repentina en plena noche y por eso no duermes y tienes un aspecto infernal casi siempre. Y no me lo habías contado.
—No había nada que contar —repuso Lena—. Aún no habían decidido nada.
—Y mientras yo me lo pasaba estupendamente en San Francisco leyendo, haciendo compras y hablando con tu madre, tú sabías que esto podía suceder. Pero no te pareció lo suficientemente importante como para contármelo. Maldita sea, ¿cómo vamos a mantener una relación si te comportas así conmigo?

Lena la miró, muda.

—Creí que ya teníamos una relación.
—No me refiero a eso y tú lo sabes. Te amo. No se trata sólo de sexo o de puntos en común, sino de que necesito estar contigo, entrar en tu vida. ¿Es tan difícil de entender? —Arrojó las sábanas a un lado y se levantó. Lena la detuvo poniéndole una mano en el brazo.
—Lo siento —dijo Lena—. Nunca he hecho esto con nadie. Estoy acostumbrada al secreto, es un hábito, pero puede cambiar.
—Lamento pedirte algo —dijo Julia con voz grave y los ojos bajos.
—No, no te disculpes por pedir lo que necesitas, sobre todo cuando es lo bueno para las dos. Forma parte del amor, ¿no?

Julia la miró, pero no dijo nada. Lena abrazó a Julia por la cintura y la atrajo hacia la cama.

—Desde el principio me ha hecho falta que me ayudes a saber lo que necesito. Nunca te cansas, nunca cedes. Espero que no lo hagas jamás.

Julia sonrió y se acurrucó contra el agradable calor y fuerza del cuerpo de Lena, murmurando:

—Me vas a volver loca.
—Sí, pero me encanta volverte loca.
—Supongo que sí.
—Antes de que te duermas, tengo que hacer una llamada —advirtió Lena.
—¿A quién?
—Al comandante del equipo de la Casa Blanca. Cuando no te encuentren por la mañana, empezarán a buscarte por todas partes.

Julia suspiró, se dio la vuelta y cogió el móvil de la mesilla.

—Llamaré a uno de mis amigos de dentro. Él se ocupará.
—De acuerdo —dijo Lena—. Porque tengo planes para ti por la mañana.

Pasaban de las ocho cuando se metieron en la ducha y se besaron, mientras el agua caía en cascada sobre ellas. Luego se enjabonaron la una a la otra hasta que Lena dejó la pastilla de jabón sobre una repisa, puso las manos en los hombros de Julia y la apoyó en la pared recubierta de azulejos de la ducha. Posó la boca sobre la de Julia y deslizó los dedos, húmedos a causa del agua y de la excitación, entre los muslos de la joven, moviéndolos despacio, penetrándola más y más, hasta que sintió cómo los muros del alma de su amante se derribaban ante ella. Lena sostuvo a Julia con la fuerza de un brazo, sujetándola contra la pared con la presión de las caderas. Mientras la penetraba, acercándose a un precipicio sin retorno, sintió formarse el orgasmo de Julia, que se sacudía contra su cuerpo y se retorcía en torno a su mano, y sonrió.

—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó Julia poco después, con los ojos nublados.
—Mi forma de reaccionar ante lo que es mío —murmuró Lena.
—Te has explicado con gran eficacia. —Julia deslizó la mano sobre la nuca de Lena, atrayéndola hacia sí.
—¿Algún problema al respecto? —preguntó Lena pegada a ella.
—En absoluto. —Julia la besó.

Poco después, mientras Julia se secaba el pelo con una toalla y admiraba el culo de Lena en el espejo, sonó el móvil en la encimera. Lo cogió y escuchó unos momentos:

—De acuerdo.

Lena se volvió, desnuda, y arqueó una ceja al ver la expresión de Julia.

—¿Qué?
—Será mejor que te pongas los pantalones —dijo Julia con una voz extrañamente incorpórea—. Mi padre viene hacia aquí.
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Amor y Honor Empty Re: Amor y Honor

Mensaje por Anonymus 3/9/2015, 7:34 pm

Capítulo 19

Julia y Lena buscaron la ropa y, cuando estaban acabando de vestirse, alguien llamó a la puerta con resolución. Lena atravesó el salón, aplicó el ojo a la mirilla y se apresuró a abrir la puerta.

—Buenos días, señor presidente.
—Agente Katina.

El presidente llevaba una chaqueta azul marino, camisa blanca y corbata a rayas. A sus cincuenta y tantos años, parecía un ágil universitario, con un bronceado natural permanente. Lena reconoció en él los ojos azules de Julia, su presencia física y su intensidad. Irracionalmente, le gustaba por eso.

—Entre, por favor, señor.
—Espere fuera, Tom —dijo Oleg al afroamericano esbelto y bien afeitado que le acompañaba.
—No es aconsejable, señor —repuso el agente con una resonante voz de barítono.

Lena miró a derecha e izquierda, fijándose en otros tres agentes apostados en el vestíbulo que daba a su apartamento. Sabía que habría por lo menos otro agente más en cada tramo de escaleras, otro en el portal junto al ascensor, y media docena en dos o tres vehículos aparcados frente al edificio.
También sabía que, según el procedimiento habitual, el presidente nunca debía estar a solas con nadie que no fuese de su familia más próxima. Se trataba de una norma inalterable.

—Creo que la agente del Servicio Secreto Katina y mi hija son de fiar —dijo el presidente mientras Lena se hacía a un lado para dejarlo pasar.

Cuando el presidente entró en el apartamento, Lena reparó en el crispado semblante del jefe de seguridad encargado de proteger al hombre más poderoso del planeta, pero no podía reprocharle nada. Lo comprendía mejor que nadie, ya que el presidente, al igual que su hija, burlaba la seguridad cuando le apetecía. Cerró la puerta y vio cómo Julia le daba un breve abrazo a su padre, y luego lo miraba con gesto interrogante.

—¿Qué sucede, papá? —preguntó Julia—. ¿Algo va mal?
—Esperaré en la otra habitación —dijo Lena en voz baja, atravesando el salón para dirigirse al segundo dormitorio, que servía de despacho y oficina en casa. Lena pensó que parecía que las dos acabasen de salir de la ducha, lo cual era cierto. Tenían los cabellos mojados, Julia no estaba maquillada, y ambas llevaban la ropa del día anterior. Echó un rápido vistazo a la habitación, esperando que no hubiese rastros de ropa interior. «¡Dios, qué mala impresión debemos de dar.»
—Creo que es mejor que se quede, agente Katina —dijo Oleg Volkov en un tono suave y agradable que aparentemente no parecía una orden. Miró a Lena y a su hija con expresión afable, pero sus profundos ojos azules eran penetrantes como el láser.
—Sí, señor. —Lena no sabía cómo actuar ante el presidente en su apartamento—. ¿Puedo ofrecerle algo, señor presidente? ¿Café, tal vez?
—Estupendo. —Las miró, sonriendo ligeramente—. Me da la impresión de que estabais ocupadas. Siento haber venido antes del desayuno.
—No tardaré nada. —Lena hizo todo lo posible por no ponerse colorada.
—Siéntate, papá. —Julia señaló el sofá y el juego de sillas que estaban junto a la ventana. Cuando se sentaron, ella en el sofá y su padre en la silla de enfrente, Julia preguntó—: ¿A qué has venido?
—Creo que debemos hablar. —Oleg Volkov miró a Lena cuando ésta entró en la habitación.
—¿De qué?
—De la visita que me ha hecho Lucinda Washburn hoy a las seis de la mañana.
—Oh —exclamó Julia—. Bueno…

La interrumpió con un rápido gesto de la mano.

—En primer lugar, no es asunto mío. Si no fuera por… las circunstancias extraordinarias en las que nos encontramos, no diría nada.
—Si no fuera por nuestras circunstancias, tampoco diría nada Lucinda, seguro —repuso Julia en tono irónico.
—No debería haber hablado contigo. —Había un matiz de ira en el tono del presidente, que se reflejó en el destello de sus ojos—. Se trata de un asunto familiar.
—Hacía su trabajo —puntualizó Julia sin acritud—. Lo comprendo. Además, vine voluntariamente a hablar con ella.

Lena no sabía qué hacer, pero decidió que, puesto que se lo habían pedido, debía sentarse en el lugar que le correspondía, junto a Julia. La joven la miró con un gesto que casi quería ser de disculpa, y luego volvió a centrarse en su padre.

—Luce estaba preocupada por una foto mía en actitud íntima que se publicó en el Post hace un par de días —dijo Julia con toda naturalidad—. No tuve cuidado. Lo siento. Fue algo imprevisto.
—Yo soy la responsable, señor —se apresuró a decir Lena, sin hacer caso a la expresión de disgusto de Julia—. Dejé que alguien se acercase tanto como para hacer la foto…
—Casi nunca se puede evitar algo así —comentó el presidente con aparente despreocupación—. No hay forma de eludir la publicidad.
—Lo intenté —murmuró Julia.
—Siento que hayas tenido que hacerlo. —Oleg Volkov se inclinó hacia delante para mirar a su hija a la cara. Julia se quedó callada, y Lena se fijó en que le temblaban las manos, que tenía apoyadas sobre los muslos— En cualquier caso —continuó el presidente—, he visto la foto y me ha parecido muy inocente.
—No era una buena imagen —comentó Julia sin inflexiones—. La próxima podría verse mejor.
—Al parecer, eso es lo que preocupa a mi jefa de gabinete. —Se encogió de hombros—. Dice que quien estaba contigo era una mujer.
—Sí.
—¿Y también has intentado mantener eso en secreto?
—Me pareció lo más prudente.

El presidente suspiró.

—Si tuviera tiempo, seguramente podría abordar esto con más delicadeza, pero no lo tengo. Lo siento.
—No tienes por qué —repuso Julia en tono apagado y con una expresión indescifrable en el rostro—. Dispara.

El presidente miró a su hija con intensidad, como si quisiese ahondar en la fría superficie hasta el ardor que se escondía debajo.

—¿Se trata de una relación… seria?

Lena se aclaró la garganta.

—Señor…
—Sí —interrumpió Julia con vehemencia—. Muy seria.
—¿Vas a hablarme de ella?
—Yo… —intervino Lena.
—Acabaré haciéndolo —se apresuró a decir Julia—, pero es complicado.

Lena respiró a fondo y se inclinó hacia delante, sosteniendo la mirada del presidente sin pestañear.

—La de la foto era yo, señor.
—Entiendo. —Se quedó pensativo unos momentos, y luego asintió—. Eso complica aún más las cosas, ¿no?
—Papá, por favor —dijo Julia con vehemencia—. Quiero mantener el nombre de Lena al margen, si yo…
—No hace falta —interrumpió Lena—. No tengo nada que ocultar, señor, ni que lamentar.
—La cuestión es que esto podría malinterpretarse debido a la relación oficial de Lena conmigo —indicó Julia con cierta crispación—. No quiero que repercu…

Lena afirmó con voz tensa:

—Asumo toda la responsabilidad…
—Maldita sea, Elena. —Julia hervía de rabia y, olvidando a su padre, se volvió hacia su amante—. ¿Por una vez me dejas que sea yo la que te proteja?

Lena la miró, incapaz de decir nada. El presidente se rió.

—Veo que Lucinda no tiene ni idea de lo complicado que resulta esto.

Los tres se miraron, y luego se rieron y se relajó de forma palpable la tensión. Lena se sorprendió cuando Julia le cogió la mano y murmuró tiernamente: «Lo siento» , antes de dirigirse de nuevo a su padre.

—A Lucinda le preocupan las repercusiones y los posibles perjuicios de cara a tu reelección.
—Sí, ya lo sé. Esta mañana me ha puesto al tanto. Con todo detalle. —Torció el gesto—. Incluso con gráficos.
—Tiene cierta razón —admitió Julia con voz apagada. Sin darse cuenta, había entrelazado los dedos con los de Lena—. Reputaciones políticas se han arruinado por menos, y sé que necesitas recaudar fondos para la reelección. Tus patrocinadores podrían echarse atrás.
—Es muy difícil saberlo —dijo el presidente con aire pensativo—. Sólo podemos controlar o manipular una serie de factores cada vez. Seguro que alguien de mi equipo hará un sondeo mañana o pasado, con mucho disimulo para que nadie se dé cuenta de que hablan de nosotros. Luego, otro hará una lista de posibles respuestas de los votantes, y el director de comunicaciones escribirá un discurso por si tengo que explicar mi postura. Lucinda indicará a Aaron qué debe decir en las ruedas de prensa, o sea, nada en última instancia.
—Es un tema delicado, papá —observó Julia.
—Y lloverán las críticas porque hemos intentado ocultar la relación —dijo Lena con cautela—. Unos lo llamarán cobardía y otro subterfugio. Seguramente se enfadará la gente de los dos bandos.
—No creo que la recomendación de Lucinda de que postergues tu relación durante más de un año hasta que esté asegurada la nominación sea muy realista o útil.

Lena se puso rígida, como si la hubiesen golpeado, y se esforzó por no mirar a Julia.

—No pienso hacer eso —declaró Julia sin alterar la voz.
—Ni yo te pido que lo hagas —repuso su padre—. Por eso estoy aquí. Además, quería decirte que hagas lo que quieras sobre hablar o no de esto con la prensa. Sean cuales sean las consecuencias, las afrontaremos, pero no vamos a permitir que la opinión pública gobierne nuestras vidas. No es ése el mensaje que deseo trasmitir de este cargo… ni de nosotros.

Miró su reloj, y luego a Lena.

—Me quedan unos minutos, agente Katina. ¿Qué hay de ese café?
—Ahora mismo, señor.
—Estupendo. —El presidente extendió la mano, sonriendo—. Y cuando estoy en familia, soy Oleg.

Lena, desconcertada, miró a Julia, que esbozó una sonrisa traviesa. Se recuperó enseguida y le dio la mano al presidente.

—Gracias, señor. Y por favor… llámeme Lena, señor.

A Lena le pareció oír la risa de Julia cuando se dirigía a la cocina. Un cuarto de hora después, tras el café y una conversación que giró en torno a los planes de Julia de montar una exposición en otoño, Julia y Lena acompañaron al presidente hasta la puerta. Después de despedirse de él, se miraron, un tanto asombradas.

—No cabe duda de que va al grano —comentó Lena.
—La verdad es que me ha sorprendido —admitió Julia, con expresión pensativa. Fue hacia el sofá y apoyó la cadera en el brazo del asiento—. Nunca le dedicamos mucho tiempo a las
conversaciones personales. Creí que lo sabía, porque no me preguntaba por los hombres que había en mi vida. Ni tampoco por su ausencia. No hablamos de esas cosas.
—Tal vez estuviese esperando a que sacases el tema a relucir.
—Tal vez. Parecía… contento con nosotras, ¿no crees?

Lena repasó la conversación, aunque costaba trabajo ser objetiva cuando el presidente de los Estados Unidos se interesaba por la vida amorosa de una.

—Sí. Parecía… encantado. —Se mezo los cabellos y miró a Julia—. Dios mío.
—Quiero saber cómo se enteró de que yo estaba aquí.
—Seguramente alguien del equipo de seguridad de la Casa Blanca se lo dijo. Si no tuvieran idea de dónde estabas, habrían llamado a Mac, y él me habría llamado a mí. —Así había ocurrido otras veces, pero Lena no veía la necesidad de recordarle a Julia que, a pesar de las apariencias, tenía muy poca libertad. Julia hizo un gesto de indignación— Se trata del presidente —explicó Lena en tono razonable—. Si quiere enterarse de algo, es raro que no lo consiga.

Lena se acercó a Julia, la cogió de la mano, la llevó hasta el sofá y se sentaron. Julia entrelazó sus dedos con los de Lena, que preguntó:

—¿Por qué no me dijiste que Lucinda Washburn no quiere que vuelvas a verme?
—Por si no lo recuerdas —respondió Julia con mordacidad—, anoche hablamos de otros asuntos. Y luego, no hablamos de nada.

Lena insistió, sin hacer caso a la evasiva respuesta.

—Hubo ocasión esta mañana, cuando hablamos de mis problemas.

Julia no dijo nada y, durante un segundo, desvió la vista.

—No sólo debemos compartir mis problemas y mi vida —aseguró Lena dulcemente—. No tienes por qué cargar con esto tú sola. Nos afecta a las dos.

Julia se levantó de pronto y fue al otro extremo de la habitación. Luego se volvió y miró a Lena.

—No sabía qué dirías. Yo… temía… que estuvieses de acuerdo con ella, que tú…

Cuando Julia se quedó muda, Lena se levantó.

—Temías que yo desapareciese, ¿verdad?

Julia asintió, muy seria, con el dolor reflejado en los ojos. Lena se apresuró a salvar el espacio que las separaba y puso las manos sobre los hombros de Julia. A continuación, la miró a los ojos.

—Y habrías tenido razón… Hace unos meses, lo habría pensado. No sé si habría podido hacerlo. Nunca he soportado apartarme de ti. —Deslizó los dedos sobre la mandíbula rígida de Julia—. Nunca he dejado de quererte. Pero, por tu seguridad, tal vez lo hubiese intentado.

Los ojos de Julia se apagaron y el azul se volvió casi negro. Lena percibió la rigidez de la joven, el despertar de su deseo. La abrazó contra sí y repitió:

—Hace unos meses… tal vez. Ahora de ninguna manera.
—No sé qué haría. —A Julia se le quebró la voz y se esforzó por atajar el viejo dolor. El viejo dolor, que no era culpa de Lena, aunque le costaba admitirlo—. No creo que lo soportase.
—Ni yo tampoco.

Julia rodeó la cintura de Lena con los brazos y se fundió con ella, mientras el miedo que había sentido desde la aparición de su padre se desvanecía. Besó a Lena en el cuello, y luego se echó hacia atrás para mirar a su amante.

—Esto aún no ha terminado —advirtió Julia con voz más segura y el temor disipado por la sólida seguridad del cuerpo de Lena y la certidumbre de sus palabras—. Que mi padre crea que nada puede perjudicar su reputación o dañar sus perspectivas de reelección no significa que sea verdad. Es un líder excelente, pero a veces le cuesta admitir que no resulta invencible y se olvida de cubrirse las espaldas.
—Me da la impresión de que de eso se ocupa Lucinda Washburn —comentó Lena en tono irónico—. Y también me da la impresión de que no renunciará fácilmente.
—Por supuesto que no. Seguro que no tardaremos en tener noticias suyas.

Lena atrajo a Julia hacia sí y apoyó la mejilla en el hombro de su amante, murmurando tiernamente:

—Ya lo afrontaremos cuando ocurra. De momento, sigamos adelante.
—Te amo —susurró Julia en voz tan queda que Lena apenas la oyó.
—Estupendo. Yo también te amo. —Lena suspiró, besó a Julia en la sien y se apartó—. Tenemos que llamar al equipo y planear el regreso a Nueva York, a menos que quieras quedarte.
—Ni un minuto más de lo necesario —dijo Julia con rotundidad—. Aunque si pudiéramos quedarnos
aquí…
—Podemos hacerlo —replicó Lena—, pero debemos llamar al equipo de todas formas.
—Ya lo sé —admitió Julia con un suspiro, aprovechando la ocasión para echar un vistazo al apartamento de Lena a la luz del día. Se volvió despacio, admirando el estilo limpio y moderno de la distribución y el mobiliario, hasta que sus ojos se detuvieron en algo familiar de la pared opuesta y ahogó un grito involuntario. Lena siguió su mirada y sonrió.
—¿Cuándo los conseguiste? —preguntó Julia, asombrada.
—En la exposición del invierno pasado.
—¿Cuándo nos conocimos? —En los ojos de Julia había otra pregunta: «¿Lo sabías?» .
—Sí. —Lena contempló la serie de desnudos al carboncillo y le parecieron tan hermosos como la primera vez que los vio—. Sabía que eran tuyos, aunque no los firmases con tu nombre.
—¿Cómo? —inquirió Julia con voz velada.
—Había visto tu trabajo en el loft la primera vez que subí a recibir instrucciones. Tu estilo es inconfundible.

Julia la miró.

—¿Por qué los compraste?
—Porque son muy buenos. —Tras un instante, añadió—: Y porque son tuyos. Me pareció que era una forma de estar cerca de ti.

Sus miradas se cruzaron, mientras una llama ardía entre ellas.

—No tenemos por qué llamar al equipo inmediatamente, ¿verdad? —preguntó Julia con voz ronca acercándose a su amante. Lena se fijó en cómo le subía la sangre por el cuello a Julia y tragó saliva, tensándose y vibrando. Luego repuso con voz velada:
—Creo que podemos tomarnos un poquitín de tiempo.
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Mensaje por Anonymus 3/16/2015, 7:41 pm

Capítulo 20

Julia se apoyó en el tocador del dormitorio de Lena. Llevaba unos pantalones de su amante, demasiado largos, y una de las camisas azules de Lena que le quedaba un poco grande. Le gustaba ponerse la ropa de Lena. «¡Qué tonta! No eres una quinceañera y no se trata de un amor adolescente.» Pero le daba igual.

—¿Sabes qué me gustaría hacer?
—¿Qué? —Lena estaba sentada al borde de la cama, poniéndose los calcetines y los mocasines. El tono caprichoso de Julia la hizo sonreír. Acababan de hacer el amor y un leve rubor cubría la piel de la joven; el recuerdo de aquellos momentos se apoderó de Lena, dejándola sin respiración. —¿Qué te gustaría hacer, cariño?

Durante un momento, Julia se quedó muda. La intimidad del tono de Lena, más que la expresión cariñosa, la sobrecogió. «¡Oh, Dios mío, qué me has hecho.»

—¿Julia? —insistió Lena, con una sonrisa enigmática.
—Me… gustaría pedir una pizza, coger dos o tres vídeos y pasar el día tumbada en el sofá contigo, viendo películas malas de ciencia-ficción.

Lena dejó de hacer lo que estaba haciendo y su sonrisa se convirtió en un gesto de pesar. Luego, dijo con ternura:

—Lo sé. A mí también. Siento que no podamos. Si yo fuera otra persona…
—No, no es cierto —dijo Julia con rotundidad, y cruzó la habitación para acomodarse entre los muslos separados de Lena. Con la boca aún dolorida por los besos de su amante, hundió los dedos en los cabellos de la agente—. No. Si yo fuera otra persona, podríamos hacerlo. Aunque no fueses mi jefa de seguridad, nos resultaría muy difícil hacer algo tan sencillo. Tu posición tal vez nos complique las cosas, pero no es lo que originó mis problemas.

El velado dolor de la voz de Julia estremeció a Lena porque sabía que no podía aliviarlo. Apoyó la frente en el pecho de Julia, abrazándola por la cintura, y murmuró:

—No siempre será así.
—Lo sé. Necesito creerlo.

Lena alzó la vista, con los ojos llenos de emoción.

—Haría cualquier cosa por llevarte a comer fuera y luego pasear de la mano por DuPont Circle, dejando que ocurriese lo que tuviera que ocurrir. Te ofrecería eso si pudiera.
—Sí, sé que lo harías. —Julia se arrodilló y encajó el cuerpo entre las piernas de Lena, clavando los ojos en los de su amante—. Por eso resulta soportable no poder hacerlo. A veces, saber que me entiendes es lo único que me ayuda a resistir.
—Dios, te amo —dijo Lena entre dientes, deslizando los dedos sobre el rostro de Julia. Luego besó a la joven en la frente y miró el reloj porque no le quedaba más remedio—. El equipo debe de estar abajo. ¿Estás lista?

Julia se demoró unos momentos y acarició lentamente los hombros y el pecho de Lena, adorando el calor de su amante bajo la ropa y reacia a dejarla porque no sabía cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera volver a tocarla. Se levantó de mala gana, enderezó los hombros y afirmó:

—Sí, estoy lista.

No se besaron en la puerta. Ya se habían despedido antes. Fueron directamente al ascensor, esperaron a que se abriesen las puertas y bajaron al vestíbulo en silencio. Al llegar abajo, caminaron una al lado de la otra, rozándose ligeramente. Cuando atravesaban el iluminado vestíbulo en dirección a la puerta de entrada (al otro lado, Lena vio el todoterreno junto al bordillo de la acera, a varios agentes dentro y a Stark esperando junto a la puerta trasera), el guardia de seguridad del edificio la llamó:

—Disculpe. Hay un paquete para usted, señorita Katina. —Ante la mirada de sorpresa de Lena, el hombre añadió—: El mensajero dijo que no la avisase y que se lo diese cuando bajara.
—¿Mensajero? —Lena echó un vistazo al vestíbulo con gesto reflexivo, mientras se desabotonaba la chaqueta con una mano y acariciaba su automática. Aparte del guardia de seguridad, Julia y ella estaban solas. No obstante, se apresuró a hablar por el micrófono que llevaba en la muñeca—. Mac, vigile la calle. Stark, dentro.

En el exterior, las puertas del todoterreno se abrieron y salieron los agentes con las armas preparadas. Lena se interpuso entre Julia y las puertas de cristal, sujetando a la joven por el codo e impidiendo que alguien pudiera verla desde fuera mientras esperaba que entrase Stark para respaldarla.

—¿Qué ocurre? —se apresuró a preguntar Julia.
—Seguramente nada —respondió Lena en tono controlado—. Pero es raro que me envíen algo aquí. Nadie conoce esta dirección, salvo el Tesoro, y no mandan nada sin firmar y sin una comprobación de identidad.
—¿Qué…?

Stark se acercó corriendo, y Lena le dio órdenes enérgicas:

—Acompañe a la señorita Volkova al coche y aléjela quinientos metros. Ahora mismo.

Miró al guardia y dijo:

—Apártese de la mesa.

El tono de Lena no dejaba lugar a la duda y, de hecho, el hombre no dudó. Abandonó su asiento y salió de la mampara que contenía los monitores del circuito cerrado de seguridad del edificio.

—¿Lena? —protestó Julia con la voz dominada por la alarma cuando Stark la guió hacia la puerta.
—Evácuela, Stark —ordenó Lena sin volverse, rodeando la mampara para estudiar el paquete que estaba en el estante.

Se trataba de un sobre de papel manila extragrande, como el que le habían enviado a Julia el día anterior. Se inclinó hacia delante, sin tocarlo, y observó su dirección escrita a mano con enérgicos trazos a rotulador. No había remite. Fuera, los vehículos se alejaron de la acera y, al saber que Julia se encontraba a salvo, la tensión del pecho de Lena se alivió. No tenía motivos para sospechar que el contenido del paquete fuese explosivo o incendiario, sobre todo porque el guardia de seguridad lo había manipulado sin tomar precauciones. Lo cogió por una esquina. Pesaba poco, así que supuso que contendría fotografías o algún tipo de documentos.

—¿Llamo a los artificieros? —preguntó el guardia con voz tensa.
—No, gracias. Ya me encargo yo.
—Sí, señora. —Le había desconcertado la rápida evacuación de la rubia que tan conocida se le hacía y cuyo nombre no lograba identificar y la actitud de mando de la inquilina del piso 17 B.
—Van a venir a hablar con usted del paquete. Anote todo lo que recuerde: hora exacta de la entrega, descripción del mensajero y sus palabras.
—Mensajera.
—¿Qué? —preguntó Lena.
—Mensajera. Era una mujer.
—De acuerdo. Escríbalo. —Lena miró al rincón del vestíbulo, donde estaba la cámara de vídeo que efectuaba las panorámicas lentas—. Y quiero copias de las cintas de vigilancia, tanto de la calle como de dentro.
—Necesito el permiso de los encargados para eso.

Lena se acercó a él y le enseñó su placa.

—Ya lo tiene.
—Sí, señora. —Tragó saliva y enderezó los hombros—. Ahora mismo.
—Muy bien.

Lena se despidió de él con un gesto mientras salía por la puerta. En la calle, se encaminó hacia el norte y comunicó por radio a Mac su localización. Tres minutos después, el vehículo principal, con Stark al volante, dobló una esquina y frenó a su altura. Lena se acomodó en el asiento trasero, al lado de Julia, se inclinó hacia delante y dijo algo a través de la mampara de cristal:

—Directo al aeropuerto, Stark. A propósito, buen trabajo. —Cuando se reclinó, la mirada llameante de Julia la dejó clavada.
—¿Realmente, era necesario? —preguntó Julia acaloradamente.
—¿El qué?
—Sacarme de allí a rastras.
—No debo dejarte en medio del peligro cuando hay sospechas de que alguien puede haber enviado un paquete explosivo —explicó Lena.
—Oh, ya entiendo, pero no pasa nada si tú saltas hecha pedazos. —Julia escupió las palabras mientras apretaba los puños contra el cuerpo para disimular el temblor.
—No había muchas posibilidades de que ocurriese, teniendo en cuenta que el guardia ya lo había manipulado, a menos que alguien estuviese esperando a que yo lo recogiese y activase el artefacto con un detonador remoto. Resultaba muy poco probable que fuera peligroso.
—Pues pusiste mucho cuidado en sacarme del edificio.
—Naturalmente —dijo Lena con sincero desconcierto en la voz—. No puedes sufrir ni el más mínimo riesgo.
—No tienes ni idea de lo que esto supone para mí, ¿verdad? —preguntó Julia con incredulidad.
—Se trata de mera rutina, Julia —repuso Lena pacientemente—. Sé que te desagrada que te manipulen, y no lo haría si no fuera absolutamente necesario.
—No, no estoy hablando de eso.
—Yo no…
—¿Tienes idea de cómo me sentí el día que te dispararon? —Hablaba como si no estuvieran en el coche, sino en la calle, delante del edificio de apartamentos la soleada tarde que se había convertido en marco de su peor pesadilla. Su voz sonaba grave y triste—. ¿Sabes lo que supuso para mí verte tirada en la acera, con el pecho cubierto de sangre, pensando que te ibas a morir y que no podía tocarte ni impedirlo, que también te estaba perdiendo a ti?

Lena se puso pálida y respondió con voz ronca.

—Sí, lo sé.

Julia, sorprendida ante la transformación de su amante, habitualmente imperturbable, se dio cuenta de lo que había dicho y comprendió que Lena debía de haber sentido lo mismo el día en que había muerto Janet.

—Dios mío, Lena, lo siento muchísimo. Lo dije sin pensar.

Lena alzó la mano.

—No, no pasa nada. —Se aclaró la garganta y ahuyentó los demonios—. Nunca creí que algo como lo de hoy podía hacerte tanto daño… Lo lamento. No quiero que vuelvas a pasar por eso.
—Por lo visto, no me acostumbro a que me pongas por delante. —Julia se inclinó y acarició la mano de Lena—. No sólo físicamente, sino el cuidado y todo lo demás. Tardaré un poco en habituarme.
—No te antepongo sólo por el trabajo, Julia —afirmó Lena con gran convencimiento—. Lo hago porque te amo, y sé que, si la situación lo exigiera, tú harías lo mismo.

Julia asintió. Sabía que Lena tenía razón. No se trataba de quién protegía a quién, sino de la necesidad que cada una de ellas tenía de que la otra estuviese a salvo. Prefería morir antes de que alguien lastimase a Lena.

—No te hagas daño, ¿me oyes? —A Julia se le quebró la voz.
—No lo haré, te lo prometo.

Cuando los vehículos tomaron la carretera del aeropuerto, ambas sonrieron y la paz siguió a la confianza.

* * *

Lena hizo un aparte con Mac y habló con él en privado antes de subir al avión. Mac no las acompañó durante el vuelo, sino que abandonó el aeropuerto con el equipo local en uno de los todoterrenos. Ya en el avión, después de que todos se acomodasen, Julia preguntó a Lena:

—¿Adónde ha ido Mac?
—Le pedí que hablase con el guardia de mi edificio. Tomará un vuelo más tarde.
—¿Lo va a interrogar… oficialmente?

Lena se encogió de hombros.

—Estamos bordeando los límites. Esto tiene que ver contigo colateralmente, así que no tengo empacho en utilizar recursos oficiales para investigarlo. Pero el carácter de la información es… delicado.

Julia pensó en las fotos de ambas besándose y en la de Lena con una desconocida en un bar y dijo con ironía:

—Sin duda.
—Por tanto, no voy a hacer ningún informe de lo que descubramos.
—¿Todos saben lo nuestro? —preguntó Julia sin alterarse. Había creído que le resultaría odioso que personas relativamente desconocidas conociesen su vida privada, pero se dio cuenta de que no era así. Aquellos hombres y mujeres no eran desconocidos. Ya no.
—Mac y Stark lo saben. Necesitaba su ayuda. —Lena miró a Julia con repentina preocupación—. Dios. Debería haberte preguntado antes de contárselo. Lo sien…

Julia le tocó la mano.

—No pasa nada. No me importa. Sólo quería saberlo. —Indicó con un gesto el maletín abierto sobre el regazo de Lena—. ¿Vas a abrir el sobre?
—Aún no. —Lena miró el sobre cerrado y cabeceó—. Si tenemos suerte, encontraremos pruebas forenses en el contenido. Quiero abrirlo donde se pueda examinar como es debido.
—¿Conoces a alguien en quien puedas confiar para que lo haga?
—Tal vez. Savard también me ha ayudado. —Al ver que Julia arqueaba las cejas, añadió—: Fue sugerencia de Stark. Y muy buena. La llamaré cuando lleguemos a Nueva York.
—Quiero estar presente.

La primera reacción de Lena fue decir que no, pero se dio cuenta de que no podía. Probablemente el contenido tenía que ver con Julia, con ella o con las dos, y había prometido a la joven no excluirla. No le gustaba, porque su instinto la empujaba a alejarla de todo lo que pudiese ponerla en peligro, emocional o físicamente. Pero habían llegado demasiado lejos.

—De acuerdo.

Julia, satisfecha, apoyó los dedos en el muslo de Lena.

—Gracias.
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Amor y Honor Empty Re: Amor y Honor

Mensaje por Anonymus 3/16/2015, 7:43 pm

Capítulo 21

Era casi de noche cuando aterrizaron en Nueva York y cubrieron el trayecto hasta el apartamento de Julia en Manhattan. Cuando descendieron ante el edificio, Lena dijo a Stark:

—¿Le importaría quedarse un poco más, agente?

Stark, que técnicamente había acabado su turno, había trabajado veinticuatro horas extra a causa del inesperado viaje de Egret a Washington y había perdido una cita con Savard mientras tanto, se apresuró a decir:

—No hay problema, señora. Estaré en el centro de mando.
—Muy bien.

Los agentes se distribuyeron: algunos subieron con Stark para hacer el turno de noche y otros libraron. Lena y Julia, solas al fin, tomaron el ascensor privado que conducía al apartamento de la joven. Al entrar en el loft, Lena dijo:

—Tengo que llamar a Mac para ver si ha descubierto algo.

Julia dejó su bolsa de viaje junto a la puerta.

—¿Tienes hambre? Puedo preparar algo.
—Sería estupendo. —Lena se quitó la chaqueta, pero conservó la cartuchera sobre la camisa de seda—. Dentro de un minuto te echo una mano.

Julia cabeceó, sonriendo.

—Haz lo que tengas que hacer.

Lena se sentó en una de las tumbonas de tela que, junto con el sofá, delimitaban la zona de estar en el centro del loft, y cogió el teléfono. Marcó un número y dijo:

—Soy Katina. ¿Dónde se encuentra?… ¿Se sabe algo?… ¿Tiene las cintas?… Muy bien, de acuerdo. Llámeme cuando llegue… sí… perfecto.

Con un sonoro suspiro dejó el teléfono en su sitio y rodeó la barra del desayuno para entrar en la cocina, en la que Julia cortaba champiñones sobre una tabla. Había puesto agua a hervir.

—¿Hago algo?
—Coge unos platos. ¿Qué ha dicho? —preguntó Julia mientras lavaba varios tomates bajo el grifo y luego los troceaba.
—El guardia de seguridad no tenía mucho que añadir a lo que ya me había contado. El sobre fue entregado esta mañana a las 7.52.
—Vaya… justo antes de que llegase mi padre. ¿Significa algo eso?
—No lo sé. Lo dudo.
—¿Qué dijo de la persona que llevó el sobre?
—No recuerda nada en particular, salvo que era una mujer de raza blanca, estatura mediana, de entre veinticinco y treinta años. Mac tiene las cintas y las va a traer. Las compararemos con nuestros vídeos de vigilancia del vestíbulo cuando llegó el primer sobre ayer. Si tenemos suerte, tal vez podamos identificarla.
—¿Lo llevó una mujer? —preguntó Julia sorprendida—. ¿Como la última vez?
—Parece que sí. —Lena se encogió de hombros—. Seguramente no significa nada. Hoy en día, la mitad de los mensajeros son mujeres. Además, es dudoso que el que está detrás entregue los sobres personalmente. Pero tenemos que comprobarlo.
—Supongo que tienes razón —dijo Julia con aire pensativo mientras echaba un puñado de pasta al agua hirviendo.
—¿Qué? —quiso saber Lena al ver la expresión de Julia.
—Probablemente nada.
—¿Qué sucede? En estas circunstancias, no podemos permitirnos el lujo de pasar nada por alto.
—Anoche, cuando llamé a mi amiga A. J. para que me diese tu dirección… me pareció todo muy raro. No quería dármela.
—¿A. J.? ¿Quién es?
—Una agente del FBI destinada en el cuartel general de la Agencia en Washington. Es especialista en información.
—¿Una agente del FBI te ha estado proporcionando información clasificada? —exclamó Lena con incredulidad—. ¡Dios bendito! Podría perder el trabajo por eso… o algo peor.
—Es discreta. Y no le he pedido gran cosa. Somos amigas desde el instituto.
—No sabía que tuvieras una red tan impresionante de informantes —comentó Lena con admiración. «Eso explica cómo ha logrado dar un perfil bajo a su vida privada durante todos estos años. La han ayudado a mantener la información en secreto.» Julia se encogió de hombros y sonrió tímidamente.
—He tenido mucho tiempo para adquirirlos.
—¿Hasta qué punto la conoces?

Julia esbozó una sonrisa enigmática.

—Ya —dijo Lena arqueando una ceja—. ¿Hace mucho? —Había cierto acaloramiento en su voz. Julia se rió.
—Aunque parezca increíble, no es lo que estás pensando. La encubrí unas cuantas veces que pasó la noche fuera, cuando los colegios castigaban esas cosas. Es hija de un senador, que por cierto hizo sudar tinta a mi padre en las primarias. Tenemos mucho en común.
—¿Y confías en ella?
—Absolutamente.
—¿Tanto como para contarle esto?
—Ayer por la mañana habría dicho que sí. —Julia dudó mientras distribuía en los platos la pasta con las verduras salteadas—. Anoche la encontré… rara. Como si quisiera decir algo, pero no lo dijo.
—Tal vez no pudo —repuso Lena.

Llevaron los platos a la barra del desayuno y se sentaron juntas.

—¿A qué te refieres?
—¿La llamaste al trabajo?
—Sí, pero fui discreta. No pronuncié tu nombre.
—Aún así —dijo Lena mientras comía—, sabe que todas las llamadas se graban. Y puede que sea más leal a la Agencia que a ti, sobre todo si cree que yo no soy trigo limpio. Recuerda que no me conoce de nada.
—No lo había pensado —admitió Julia. Le molestaba la idea de que alguien, y especialmente una amiga, pensase mal de Lena. Se sentía triste y enfadada a la vez. Sin darse cuenta, puso la mano sobre el muslo de Lena y lo acarició—. ¿Crees que debo hablar con ella?
—Aún no. Tal vez averigüemos algo con el contenido de la última entrega—. Lena cubrió la mano de Julia con la suya—. En cuanto acabemos de comer, voy a ver si Savard nos puede llevar al laboratorio.
—Lena, son casi las ocho. ¿Crees que podrá hacer algo esta noche?
—La Agencia funciona las veinticuatro horas del día. No perdemos nada por preguntar.

Veinte minutos después, Lena se sentó en un taburete junto a la barra de desayuno y utilizó el teléfono de pared para llamar a Stark al centro de mando.

—¿Sí, comandante?
—Me gustaría reunirme con la agente especial Savard esta noche y que nos acompañe usted.
—Claro, naturalmente —dijo Stark, y se apresuró a añadir—: Sí, señora.
—¿Tiene, por casualidad, un número donde se la pueda localizar?
—Pues… sí, aquí mismo. —Precisamente, Stark acababa de hablar con Renée—. ¿Quiere que la llame o…?
—Prefiero llamarla yo, pero gracias.

Stark le dio el número, y Lena lo anotó.

—Estupendo. Avise a uno de los coches y espérenos abajo, por favor.

« Espérenos —pensó Stark—. Vaya.»

—Diga al turno de noche que se retire. Usted y yo nos ocuparemos de Egret.
—Entendido, comandante.

Cuando Lena colgó, Julia preguntó:

—¿Estás segura de que hacemos bien al involucrarlas?
—La verdad es que no. —Lena giró el taburete hasta quedar de espaldas a la barra y miró a Julia. Se frotó los ojos con gesto de cansancio. Volvía a dolerle la cabeza—. Pero, por desgracia, tenemos que hacer prospecciones y trabajo de campo y no hay mucho donde elegir. Espero poder mantenerlas al margen si las cosas salen mal.
—¿Mal? —Julia se esforzó para no alterar la voz.
—Si me equivoco y soy el objetivo principal del que anda revolviéndolo todo por Washington, algo se puede saber o filtrar en cualquier momento. Si me hundo, no quiero que nadie más se hunda conmigo.
—Eso no sucederá —dijo Julia muy convencida, echando chispas por los ojos.
—Tenemos que estar preparadas por si acaso. Si sucede, también tú tendrás que distanciarte de mí.
—No. Te equivocas, comandante.
—Así debe ser —dijo Lena con ternura—. Sería igual si no fueses la hija del presidente. Si se trata del juego de un periodista principiante para hacerse famoso, seguramente se convertirá en una exhibición sobre la degeneración que impera en la capital del país, sobre los fallos de seguridad del Servicio Secreto o sabe Dios qué más. La historia será tremenda… y fea. Si se produce, ni siquiera los mejores asesores de imagen de tu padre podrán arreglarlo. Tu nombre y el suyo no pueden aparecer vinculados a eso… ni a mí. —Antes de que Julia pudiese protestar, Lena añadió—: Sabes que tengo razón.
—Explícame qué entiendes exactamente por distanciamiento, Elena —exigió Julia en tono frío y cortante—. ¿Una semana, un mes… seis malditos años?
—Por favor, Julia —dijo Lena con aire cansado, encogiéndose visiblemente—. ¿Crees de verdad que quiero semejante cosa? No te das cuenta de que sería más fácil para mí, ¿verdad?

No había pasión en la voz de Lena, sino tan sólo una profunda tristeza. Era una de las pocas ocasiones en las que Julia había visto a Lena mostrar un asomo de derrota. Algo tan poco habitual disipó su furia. Con brutal claridad, comprendió que Lena se enfrentaba a la posible destrucción de su carrera y de su relación. Inmediatamente, abrazó a Lena por los hombros y apoyó la mejilla en su pecho. La sorprendente respuesta de Lena fue abrazarla por la cintura. Julia se dio cuenta de que su amante estaba temblando.

—Eh. —Besó a Lena con ternura en la coronilla—. Todo saldrá bien. Averiguaremos de qué va todo esto y quién está detrás y le pondremos fin. Ocurra lo que ocurra, no te librarás de mí.
—Moriría por ti sin pensarlo siquiera —murmuró Lena con voz ronca y los ojos cerrados, sin soltar a Julia—. Pero no me imagino viviendo sin ti. Ahora no.

Al oír las palabras de Lena, Julia se apretó aún más contra ella, dominada por una extraña paz.

—No tienes por qué preocuparte, ya que eso no sucederá nunca.

Tres cuartos de hora después, Stark, Lena y Julia estaban ante la entrada trasera de un anodino edificio de seis plantas del centro de Manhattan. A la hora señalada, Savard introdujo la clave de seguridad y abrió la puerta.

—Comandante —dijo cuando vio a Lena; sus ojos se posaron en Stark con una leve sonrisa, y luego se detuvieron sorprendidos en los de Julia—. Buenas noches, señorita Volkova.
—Hola, Renée —saludó Julia—. ¿Cómo se encuentra?
—Muy bien. Y estaré mejor aún cuando me libre de esta maldita cosa —respondió, señalando el cabestrillo que sostenía su brazo izquierdo contra el pecho—. Síganme. Las cámaras de seguridad están paradas. Tenemos unos minutos.

Savard las guió a través de un laberinto de pasillos beis que no se distinguían unos de otros. Las puertas de los despachos estaban cerradas y las crudos fluorescentes colocados a intervalos en el techo proyectaban una impersonal luz institucional. Tras abrir una puerta que daba a una escalera, explicó:

—El laboratorio está en el tercer piso. Hay una cámara de vídeo en los ascensores, así que he pensado que es mejor subir a pie.
—Buena idea —admitió Lena. Era dudoso que revisasen las cintas de vigilancia rutinaria sin un motivo para hacerlo pero, cuanto menos grabasen al pequeño grupo, mejor.

Las cuatro subieron en fila india y recorrieron en silencio otro pasillo hasta la última puerta de la derecha. Savard la abrió, y entraron en un gran recinto bien iluminado y dividido en zonas de trabajo por bancos de laboratorio y mesas con equipo analítico de alta tecnología. La mayoría de los técnicos que trabajaban en el laboratorio tenían un horario normal de ocho a cinco, y el amplio recinto estaba vacío, a excepción de una solitaria figura con bata blanca encorvada sobre un banco en un extremo. Cuando el grupo se acercó, Savard gritó:

—Hola, Sammy.

Un joven pálido, con gafas, expresión ligeramente aturdida y una mata pelirroja que necesitaba un buen corte, miró hacia ellas. Luego, como si de pronto recordase una cita, esbozó una amplia sonrisa:

—Hola, Renée. ¿Tienes algo para mí?
—Sí. —Savard señaló el sobre de papel manila que llevaba Lena—. Necesito que eches un vistazo a lo que hay dentro y hagas magia, como siempre. Todo lo que nos digas nos será útil.

El joven se quitó los guantes de látex de las manos y los sustituyó por otros nuevos que sacó de una caja de cartón situada junto a su codo derecho. Sin duda se había dado cuenta de que docenas de personas habían manipulado el sobre, pero lo cogió de manos de Lena con unas pinzas de acero inoxidable y lo depositó sobre una superficie de cristal. Se inclinó luego para examinarlo con una lente de aumento, deteniéndose unos segundos en la dirección manuscrita.
Murmurando para sí, comentó:

—Rotulador indeleble corriente, negro, sin matasellos, ninguna característica en el envoltorio.

Se enderezó y cogió el sobre.

—Denme unos minutos, a ver qué encuentro. Lo escanearé para hacer el análisis caligráfico posteriormente, por si es necesario.
—De acuerdo, estupendo. Estaremos en la sala de reuniones —dijo Savard, señalando una puerta al fondo de la habitación.
—Sí, claro —repuso con aire distraído y la mente en otra parte.
Las cuatro se sentaron en torno a una mesita en la sobria habitación sin ventanas situada al fondo del laboratorio forense. Fue Julia la que rompió el silencio que reinaba entre ellas:
—¿Cómo sabe que no va a informar de esto?

Lo preguntó sin ánimo de censura, sólo por mera curiosidad.

—Lo conozco desde que éramos cadetes —respondió Savard—. Es un genio con cualquier cosa que se pueda cuantificar, pero un tirador desastroso y muy poco aficionado al entrenamiento físico. Fuimos compañeros de gimnasia, y pasé mucho tiempo extra ayudándole a preparar ejercicios que no le salían con facilidad. Somos amigos, y es una persona leal.
—¿Y qué ocurrirá con el contenido del sobre? Tal vez sea de índole… delicada —señaló Lena.
—No le interesa qué es, sino lo que hay dentro: huellas, fibras, fluidos corporales… Eso es lo que le llama la atención. Si se trata de una fotografía como la que me dio ayer, ni siquiera se fijará en el tema.
—¿Encontró algo en ella? —preguntó Lena aprovechando la primera oportunidad que se le presentó. Savard hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, por eso no la llamé cuando supe el resultado. Usted ya se había marchado a Washington y supuse que podía esperar. Era una copia hecha a ordenador, seguramente escaneada, del original. No se hizo a partir de un negativo.
—Lo cual significa que debió de hacerla alguien que no tenía acceso físico al archivo original —murmuró Lena.
—O alguien a quien le acuciaba el tiempo —observó Stark—. Si alguien está manejando material sin permiso, lo único que le interesa es hacer copias rápidas.
—Tal vez.
—¿Quiere decir que seguramente no lo cogeremos? —preguntó Julia.
—Quizá lo estamos enfocando mal —especuló Lena—. Puede que los envíos no sean amenazas, sino advertencias.
—¿Advertencias? ¿Te refieres a que alguien intenta avisarnos de que… nos están observando?

Lena asintió.

—Tal vez sean mensajes amistosos.
—Sí, claro —comentó Stark misteriosamente—. Otra Garganta Profunda de Washington.
—¿Por qué no acabo de creérmelo? —dijo Julia en tono sarcástico—. Preferiría una llamada telefónica directa.
—Tienes cierta razón —admitió Lena con un suspiro—. Cuando veamos lo que hay en este sobre, quizá le encontremos sentido.

Media hora después apareció Sammy, que entregó el sobre a Savard.

—Esta vez no he tenido que mirarlo todo. El examen preliminar muestra lo mismo que el otro: nada. Quien lo envió, sabía lo que hacía. Ni saliva ni ADN. No hay huellas, ninguna característica en el papel, que es de una marca comercial corriente. Utilizaron una impresora de tinta. Con ordenador.
Como la otra.
—¿Puede identificar la impresora? —preguntó Stark. La miró, y luego miró a Julia y se apresuró a desviar la vista. No dio muestras de haber reconocido a la hija del presidente. Clavó los ojos en Savard, la persona con la que evidentemente se sentía más cómodo.
—Analicé el registro de píxeles de la primera copia. Se trata de una impresora Epson de alta resolución. Tenemos una en el vestíbulo. Habituales del Gobierno y las más utilizadas por la mayoría de los que se dedican a la edición electrónica y a cualquier otra actividad que haga reproducciones fotográficas de gran calidad.
—Si tuviera una muestra de la impresora en cuestión, ¿podría compararlas? —insistió Stark.
—Es posible. Aunque no sé si eso valdría en los tribunales.
—No es necesario —dijo Lena rotundamente. Como estaba claro que no iban a obtener más información, Savard extendió la mano hacia su compañero.
—Gracias, Sammy.
—De nada, Renée —repuso, poniéndose colorado mientras le estrechaba la mano—. Lo que quieras.

Sin mirarlas, se despidió con un gesto al aire, dio la vuelta y regresó a su lugar de trabajo.

—Bueno —dijo Julia con un suspiro—. Supongo que ahora podemos ver de qué se trata.
—Primero salgamos de aquí —sugirió Lena—. No abusemos de nuestra buena acogida.

Savard intervino en tono cauteloso:

—Tengo el apartamento de mi hermana para mí sola; esta noche trabaja. Podemos ir allí, a menos que prefieran volver al centro de mando.
—No —repuso Lena—. Me gustaría que Savard y usted viesen esto. El apartamento de su hermana me parece perfecto.
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Mensaje por Anonymus 3/16/2015, 7:44 pm

Capítulo 22

Acababan de sentarse en el todoterreno, Stark al volante, cuando sonó el móvil de Lena.

—Katina.

Escuchó un momento, y luego le pasó el teléfono a Savard.

—Es Mac. ¿Quiere darle la dirección de su hermana? Tiene información para nosotras y deseo que esté presente cuando echemos un vistazo a nuestro último regalo.

Savard asintió y facilitó la información a Mac. Un cuarto de hora después, Savard las invitó a entrar en el pequeño pero cómodo salón de un apartamento de Chelsea. Los muebles estaban muy usados, pero habían sido buenos, y el espacio que había bajo las ventanas y casi todos los rincones estaban llenos de plantas de todo tipo que daban un toque de cálida acogida muy distinto a los apartamentos impersonales y a las habitaciones de hotel en las que solían pasar casi todo el tiempo. Lena reparó con satisfacción en una zona de trabajo situada en un pequeña hueco junto al salón, con una mesa, un equipo de vídeo último modelo y un ordenador de vanguardia. Señaló los aparatos electrónicos con una inclinación de cabeza.

—¿Podemos utilizarlos si tenemos que ver las cintas que trae Mac?
—Claro —respondió Savard con ojos resplandecientes—. Siempre que pague usted las verías.

Lena sonrió, agradeciendo el leve respiro de la broma.

—Se lo garantizo por escrito.
—Trato hecho. —Savard se dirigió a una minúscula cocina y preguntó por encima del hombro—: ¿Alguien quiere café? —Al oír el coro de afirmaciones, preparó la cafetera. En medio de los preparativos, sonó el timbre—. Paula, ¿puedes abrir?

Stark se acercó a la puerta y pulsó el intercomunicador.

—¿Diga?
—Soy Phillips.
—Tercero C —le recordó Stark mientras pulsaba el botón para abrir la puerta del portal. Momentos después, hizo pasar a Mac. Tras los saludos, todos se acomodaron en el sofá y en sillas, en torno a una mesita de pino colocada sobre una alfombra de alegres colores.
—Supongo que debo empezar yo —dijo Lena desde el sofá, donde se había sentado junto a Julia. Savard había hecho sitio en el centro de la mesita y todos se acercaron cuando Lena sacó el sobre de papel manila. Había dos hojas brillantes, que separó y puso sobre la mesa para que los demás pudieran verlas. Todos se movieron para tener la mejor perspectiva de las imágenes. Las fotos se habían hecho desde lejos, pero la primera, a plena luz del día, era de excelente calidad; tanto el rostro de Lena como el de Julia se reconocían perfectamente.
—¿Cómo diablos…? —explotó Stark.
—Es la terraza trasera de la casa de mi madre —dijo Lena en tono impasible para aclararle las cosas a Savard. Por dentro, estaba ardiendo—. La hicieron aproximadamente a las ocho de la mañana del último día que la señorita Volkova estuvo en San Francisco.
—Cabrones —murmuró Julia estremeciéndose.

No le fastidiaba que alguien las hubiese vigilado, ni siquiera que las hubiesen sorprendido en un momento de intimidad, un momento que recordaba muy bien. «Sentiré irme de aquí.» «Tu compañía hace que el mundo parezca totalmente distinto.» «No tenemos por qué perder este sentimiento, ¿verdad?» «No. Debemos procurar no perderlo.» Se trataba de un momento que no quería olvidar nunca. Le fastidiaba que alguien hubiese presenciado en silencio algo hermoso, alguien que intentaba convertirlo en algo feo.

—Me pregunto dónde estarían —dijo Julia en tono lo más controlado posible.
—En cualquier parte —afirmó Lena—. En un tejado próximo, un apartamento de una calle cercana, encima de un condenado árbol, en cualquier lugar desde donde se pudiese ver bien. Si entonces supiese lo que sé ahora, habría prestado más atención a esa forma de aproximarse a ti. —Se frotó la sien inconscientemente, molesta por el dolor que volvía a atormentarla—. No preví que un fotógrafo nos perseguía.

Julia se fijó en el gesto de Lena y percibió la autocensura en su voz. Miró a su amante con preocupación y reprimió la necesidad de tocarla. «Cuando esto acabe, Lena se tomará
unas vacaciones.»

—¿Y la otra? —preguntó Savard con tranquilidad y los ojos clavados en Julia, que estaba mirando la segunda foto. Era una instantánea nocturna con mucho grano y de peor calidad que la realizada en San Francisco, pero los rostros de las dos mujeres se veían bastante bien en medio del círculo de luz proyectado por un farol delante de la casa de Lena en Washington.
—¿La conoce?
—No, no exactamente —respondió Julia con aplomo. Nadie habló ni se pidieron explicaciones. A pesar de lo extraordinario de las circunstancias, se ceñían a su entrenamiento. Los agentes federales no cuestionaban la vida privada de la hija del presidente.
—Creo que la señorita Volkova y yo debemos hablar un momento —dijo Lena en medio del silencio. «Ahora saldrá todo a la luz.» Todos empezaron a levantarse hasta que Julia habló:
—No, por favor, quédense. —Miró a Lena con una sonrisa irónica—. Si a ti no te importa, a mí tampoco.

Lena estudió los rostros de los tres agentes sentados frente a ella hombro con hombro y asintió.

—No sé adónde va a parar todo esto. Tal vez a ningún sitio. —Cogió las fotos y luego las dejó de nuevo sobre la mesa—. Quizá a las principales emisoras de radio y a la portada de todos los periódicos del país. Antes de seguir adelante, han de decidir si vale la pena arriesgar sus carreras por ayudarnos, porque eso es lo que van a hacer. Tienen mi palabra de que haré todo lo que pueda por protegerles pero, si esto estalla, tal vez no lo consiga. Si prefieren marcharse ahora, no habrá reper…
—Yo me quedo —dijo Stark con convicción.
—Y yo también —se sumó Mac.
—Yo ya estoy dentro —añadió Savard.
—Gracias —dijeron Julia y Lena al unísono.

Lena soltó otro largo suspiro y señaló la segunda foto.

—Conozco a esta mujer —afirmó refiriéndose a la Claire de la fotografía—. Es scort de un servicio de acompañantes muy exclusivo de Washington. La señorita Volkova y ella no tienen ninguna relación.
—Podría ser difícil de demostrar después de esta foto —comentó Stark en el tono menos acusatorio que pudo. Julia se rió sin ganas.
—Estoy segura de que es precisamente eso lo que pretenden.
—Parece que alguien está apretando las clavijas —dijo Lena con amargura—. Primero se produce una filtración a la prensa sobre la relación secreta de Julia. Luego, la foto de la terraza nos sitúa a las dos juntas en una actitud que no se puede encubrir. —Miró rápidamente a Julia—. Nos guste o no nos guste —concluyó, señalando la foto de su amante y Claire—, hay una relación entre la señorita Volkova, yo y un servicio de compañía. Un asunto de lo más incendiario en Washington.
—Lo siento —dijo Stark con ingenuidad—. ¿Cuál es el vínculo entre la acompañante y usted?
—Conozco a la mujer de la foto porque he tenido relaciones profesionales con ella.
—Oh. —Stark se puso colorada, pero sostuvo la mirada de Lena—. ¿Pueden demostrarlo?
—No tengo ni idea. —Lena procuró sacudirse la ira que sentía, sin conseguirlo—. Hace una semana habría dicho que no, pero ahora no lo sé.
—En fin —dijo Mac enérgicamente, levantándose—. Es una de las cosas que tendremos que averiguar. Y por lo que parece, tendrá que ser enseguida.
—Estoy de acuerdo —coincidió Savard—. Tenemos que estrechar el círculo de sospechosos, idear una estrategia y dividir el trabajo a la menor brevedad, antes de que todo el asunto se descontrole.
—¿Sospechosos? —La sorpresa de Julia quedó en suspenso.
—Sí —afirmó Lena mirando a Savard. La agente del FBI y ella eran las únicas que tenían experiencia real en el campo de la investigación. Stark y Mac habían formado parte de la rama de protección del Servicio Secreto desde el principio de sus carreras—. ¿Quién puede ganar algo con esto?
—Como dijiste antes —observó Julia—. Un periodista que descubre en Washington un servicio de compañía de élite que trabaja con funcionarios del Gobierno y dignatarios extranjeros, se gana sin duda mucho prestigio. Es fundamental para su carrera y, por tanto, razón suficiente.
—Cierto —admitió Mac al volver de la cocina con las manos ocupadas por tazas de café que ofreció a todo el mundo—. Sin embargo, me parece improbable que un periodista de investigación quiera manchar su reputación, señorita Volkova. Con eso sólo conseguiría enemistarse con la Casa Blanca.
—Seguramente la historia acabará en la portada de un periodicucho como el Star, ¿no cree? —repuso Julia.
—En efecto, y en ese caso, ¿para qué enviar su foto con la comandante al periódico antes de que todo el asunto explote? De hecho, ¿para qué involucrarla a usted?
—De acuerdo —admitió Julia—. Además, yo no tengo relación con el servicio de compañía.
—Salvo a través de mí. —La expresión de Lena era triste—. Culpable por asociación. Y, como ha dicho Stark, es difícil desmentir lo que aparece en una fotografía.
—Eso no me preocupa —declaró Julia, sosteniendo la mirada de Lena y negándose a que su amante cargase con la culpa de un pecado que no había cometido.
—¿Y qué hay de Patrick Doyle? —sugirió Stark sin mirar a Renée Savard—. No está muy contento desde que la comandante le eclipsó en la captura de Loverboy.
—En realidad, viene de antes —puntualizó Mac—. Siempre la ha tenido tomada con ella.

Stark se apresuró a asentir.

—Si es él quien está detrás de todo esto, se explicaría la fotografía de la comandante con la mujer del bar. Puede ser una agente del FBI o un mero señuelo para atrapar a la comandante. Todos sabemos que la Agencia sigue utilizando informantes civiles.
—No desmiento nada de lo que se ha dicho —indicó Savard sonriendo a Stark—. No estaría en esto si no quisiera limpiar mi propia casa. Pero parece una operación mucho mayor de la que podría orquestar una sola persona. Sobre todo, si se habla de infiltraciones y de descubrir un servicio de compañía muy protegido que ha funcionado mucho tiempo sin que lo detectasen. Para eso hacen falta agentes secretos y personal especialista en informática que tenga acceso a los archivos de Hacienda, los registros telefónicos, rastree llamadas… absolutamente todo. Doyle no puede hacerlo solo.
—Además —añadió Julia—, eso no explica por qué Lena y yo estamos recibiendo estos mensajes tan crípticos. Si se trata de amenazas, ¿por qué no piden algo a cambio? ¿Por qué no exigen dinero o amenazan con dirigirse al público si Lena no dimite o me presionan para que intervenga ante mi padre con el fin de conseguir algo?
—Tal vez —murmuró Lena pensando en voz alta—… tal vez haya un poco de todo.

Cuatro pares de ojos interrogantes la miraron.

—Tal vez aquí haya una agenda política y personal. Puede que el FBI o una división de Justicia o, diablos, un equipo conjunto esté recopilando información con algún fin político futuro. Doyle puede formar parte de eso o conocer a alguien que esté en el ajo. —Lena frunció el entrecejo—. Si tiene conocimiento de los hechos, habrá descubierto mi relación con el servicio de compañía por casualidad y puede estar aprovechando ese dato.
—¿Cómo? —preguntó Mac con cautela.

Lena lo miró a los ojos.

—Stewart Carlisle me confirmó ayer que Justicia ha emprendido una investigación independiente sobre lo ocurrido con Loverboy. En concreto, me están investigando a mí. Carlisle me advirtió de que la suspensión es inminente.

Mac y Stark explotaron simultáneamente en una serie de exclamaciones y manifestaciones de ira.

—Si no fuera por usted, estaría muerta. —Savard se puso furiosa. «Y aún se pregunta por qué la ayudo.»

Lena levantó la mano para acabar con las protestas.

—Por algún motivo, Carlisle no ha intervenido apenas, lo cual resulta extraño. Lo único que se me ocurre es que, si hay una operación de acceso a datos a gran escala, tal vez también él esté comprometido.
—Realmente, ¿puede ocurrir algo así? —preguntó Julia con incredulidad—. No estamos en la época de Hoover.

Savard cabeceó.

—No todo acabó a mediados de los setenta, cuando Hoover fue obligado a retirarse. Sólo que es más subterráneo. —Su disgusto era evidente—. Durante algún tiempo se ha rumoreado que el nuevo director, a cuyo nombramiento se opuso el presidente Volkov, ha estado presionando al Departamento de Justicia y al Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera para que le permitan aplicar la vigilancia a asuntos privados. Ha ordenado intervenciones telefónicas e investigaciones informáticas de asuntos empresariales y particulares con el pretexto de la seguridad nacional. Puede que un grupo escindido esté haciendo pruebas.
—De acuerdo —aceptó Julia—. Si hay un grupo encubierto de agentes de espionaje de alto nivel, de políticos, o de ambos recopilando información, ¿cuál puede ser el motivo?
—Cualquiera —respondió Lena con aire misterioso—. Cualquiera, desde intentar controlar las promociones de distintos departamentos hasta influir en la nominación del próximo candidato de un partido a presidente. Eso es lo peligroso de estas operaciones. La información recogida hoy se puede utilizar dentro de una década para obligar a alguien a votar en una decisión fundamental del Congreso o para situar a un candidato más proclive a la aplicación rigurosa de la ley y a la eliminación del control de armas en un puesto de nueva creación dentro del gabinete. No siempre se puede pronosticar cuándo, dónde y cómo se utiliza el espionaje, y por eso resulta imposible neutralizarlo. También por eso es un arma tan potente.
—A partir de ahora —subrayó Savard—, debemos centrarnos en reunir todas las pruebas irrefutables que podamos sobre quiénes están detrás de esto. —Miró unos momentos la pared de enfrente y empezó a contar puntos con los dedos de la mano sana—. Mac, ya has investigado al periodista que proporcionó la primera fotografía a la agencia de prensa, ¿verdad?

Mac asintió.

—Mañana al mediodía cuento con saber su nombre.
—Muy bien. Tenemos que retroceder a partir de ahí. Necesitamos su fuente. Tiene que haber una conexión con alguien de Washington. Quien filtró la foto casi con toda certeza utilizó a alguien que conocía y en quien confiaba.
—Vale. Me encargaré de eso —dijo Mac—. También tengo las cintas de vídeo de los mensajeros que repartieron los sobres.
—Veámoslas —sugirió Lena.

Dos minutos después, el grupo se apretó en torno al monitor en el minúsculo espacio, mientras Mac reproducía los segmentos de cinta media docena de veces.

—¿A alguien le suenan? —A Lena no le sorprendió el coro de negativas cuando todos regresaron a sus asientos.
—Indagaré un poco más —dijo Mac recogiendo las cintas y guardándolas en su maletín—. Escanearé las imágenes y las cotejaré con los bancos de datos de la División de Vehículos de
Motor, el Centro de Información Nacional de Delitos y las Fuerzas Armadas. Si identifico a alguno de ellos, lo interrogaré.
—Busque coincidencias en los servicios de mensajería registrados de Nueva York y Washington —añadió Lena—. Esas personas tienen que estar contratadas y, por tanto, las empresas tendrán fotos de todos los empleados. Dudo que nuestra Garganta Profunda utilice un servicio, pero nunca se
sabe.

Mac asintió.

—Dos —continuó Savard, mirando a Lena sin alterarse—. Stark y yo comprobaremos los antecedentes de todas las personas relacionadas con usted, comandante. Necesitamos una lista de amigos, amantes, contactos profesionales, cualquier persona relacionada con usted aunque sea remotamente.

Al ver que Lena arqueaba las cejas, Savard siguió:

—Debemos suponer que, si hay una agenda personal aparte de la política, usted es el epicentro.
—De acuerdo, Savard. Tendrá la lista.
—También necesitamos el nombre de la mujer de la fotografía. —Stark se puso colorada, pero no se le alteró la voz.

Lena negó con la cabeza.

—No lo sé. El servicio tomaba muchas precauciones para asegurar el anonimato tanto de los clientes como del personal.
—Supongo que en último término también podemos cotejar la foto con los bancos de datos nacionales. —Stark contempló la brillante fotografía de 20x25 que estaba sobre la mesa.
—Ella no tiene nada que ver —aseguró Lena—. Se arriesgó por mí, y me gustaría mantenerla al margen, si es posible.
—Entendido, comandante. —Savard recogió las fotografías y las metió dentro del sobre—. Aunque tal vez sea necesario.
—En ese caso, en mi lavavajillas de Washington hay una copa de vino con sus huellas. —Lena miró de reojo a Julia, preocupada por su reacción, pero la joven se limitó a sonreír levemente y a sacudir la cabeza. Lena esbozó una sonrisa burlona.
—¿Tiene ella llave? —Paula Stark evitó mirar a Julia.
—No.
—¿Alguien más la tiene?
—Sólo la asistenta —respondió Lena con voz apagada.
—¿Cabe la posibilidad de que encienda el lavavajillas?
—No por dos copas, que es lo único que hay dentro.
—Parece bastante seguro —comentó Stark mirando a Savard—. ¿No crees?
—Sí. Si tenemos que identificarla, cogeremos la copa. De momento, me conformaré con los números de teléfono o la dirección postal que utilizó para ponerse en contacto con ella, comandante, y su propia identificación.
—De acuerdo —Lena dudó—: Hay otra cosa… Debemos comprobar los antecedentes de todos los que integran el equipo de seguridad de la señorita Volkova. El sitio lógico desde el que cualquiera haría espionaje seguro es desde dentro del propio equipo de seguridad.
—No puede ser uno de nosotros —exclamó Mac—. ¿Qué sentido tendría? El Servicio Secreto está para proteger las vidas y, por extensión, las reputaciones de los personajes públicos, no para destruirlas.

Lena se encogió de hombros.

—Tal vez alguien está prestando un servicio doble y trabajando para la Agencia o forme parte de una investigación del Departamento de Justicia.
—Me parece inconcebible —dijo Stark con vehemencia.
—La gente hace cualquier cosa por progresar en su carrera. —Lena no creía que se hubiese equivocado con ningún miembro del equipo, pero tenía que cerciorarse. Había demasiado en juego—. Hay que hacerlo, pero no me parece justo meterlos a ustedes dos en eso. Lo haré yo.

Mac y Stark estaban apenados, pero Stark habló:

—No, lo haré yo, comandante. De todas formas, Savard y yo íbamos a encargarnos de comprobar los antecedentes.

Lena agradeció el tono firme de Stark.

—Yo me encargaré de la primera revisión rutinaria. Si encuentro algo, ustedes dos procederán.
—De acuerdo —admitió Stark.
—Lo único que nos falta es un pirata informático —observó Savard—. Tenemos que entrar en los archivos del FBI y de Justicia y también descubrir el círculo de acompañantes.

Se miraron unos a otros.

—Ninguno de nosotros puede hacerlo —comentó Lena en tono irónico.
—Felicia sí.
—De ninguna manera, Mac. —Lena se mostró terminante—. Ya he involucrado a demasiada gente. Además, es nueva en el grupo y aún no la conocemos bien.
—Yo la conozco —afirmó Mac—, y respondo por ella, comandante.

Lena lo observó con seriedad durante unos momentos, y luego cabeceó de nuevo.

—No puedo aceptar, Mac. Ya los he puesto en peligro a todos ustedes al involucrarlos en esta operación. No puedo meter a nadie más porque no estoy en condiciones de ofrecer ningún tipo de garantía.
—¿Y si se presenta voluntaria? —insistió Mac.
—Además —añadió Stark—, si alguien acaba con usted, será una burla para todos nosotros, y de todas formas perderemos el trabajo.
—Estoy de acuerdo con ellos, comandante —dijo Savard—. Si no podemos entrar en esos archivos, nunca tendremos una idea cabal de hasta dónde llega esto y de quién está detrás. Si no utilizamos nuestros recursos internos, tendremos que aventurarnos y recurrir a un desconocido, lo cual es aún más peligroso que usar a alguien a quien conocemos desde hace poco tiempo. —Hizo una pausa, y luego añadió con cierta ternura—: No creo que nadie dude de que se puede confiar en Felicia.

Lena se frotó el rostro con las manos, desesperada.

—Parece que estoy en minoría.

Julia se acercó a Lena en el sofá y apoyó la mano en su rodilla mientras se recostaba contra el hombro de su amante.

—No tiene por qué preocuparse, comandante. Seguro que ocurre muy pocas veces.

Ese primer contacto en público fue muy simple y demostró muchas cosas: preocupación, pertenencia, su derecho a estar juntas. Todos se rieron y, por primera vez en más de una semana, el dolor de cabeza de Lena desapareció por completo.
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Mensaje por Anonymus 3/16/2015, 7:45 pm

Capítulo 23

—Bueno —dijo Lena, mirando a sus amigos y colegas—, parece como si este trabajo estuviese hecho para nosotros. Vamos contrarreloj, sólo que no sabemos cuánto tiempo tenemos; seguramente, no mucho. Lo que sí sabemos es que la señorita Volkova viaja al extranjero dentro de pocos días.
No quiero que este asunto la persiga hasta París.
—Tal vez Felicia sea la clave. —Mac se mostraba rotundamente a favor de ella—. Los archivos son lo único que nos proporcionará pruebas irrefutables, a menos que encontremos un testigo de primera mano, alguien que diera o recibiera órdenes en la investigación encubierta y que esté dispuesto a cantar nombres.
—¿Nuestra Garganta Profunda, quizá? —preguntó Julia, expectante.
—Posiblemente —respondió Stark—. Salvo que él, o ella, no quiera que lo encontremos. Si es amigo, y me parece lo más probable, por algún motivo teme abordarla directamente. No será fácil hacerlo saltar con nuestro limitado margen de tiempo.
—Pasa de la medianoche —comentó Lena, incapaz de seguir ocultando su tremendo cansancio—.Me reuniré con Davis por la mañana, pero voy a pedirle que no se meta en esto.

Su afirmación fue recibida en medio de sonoras protestas, pero cabeceó con decisión.

—Será la que más se arriesgue. Si puede entrar en sus ordenadores, alguien del otro lado podrá sin duda llegar hasta ella.
—No creo, comandante. —Mac habló con convicción y con un orgullo inesperado—. Al fin y al cabo, la asignaron a la misión de perseguir a Loverboy porque es una de las mejores piratas informáticas del mundo. Sabe ocultar su rastro cuando entra en casa de alguien por la puerta de atrás.
—Ojalá —repuso Lena, a quien seguía sin convencer la idea de involucrar a otra agente—. Ya veremos después de que hable con ella.
—Voy a verla esta noche. Con su permiso, comandante, puedo ponerla al tanto —ofreció Mac—. Ganaremos tiempo.
—Caramba, Mac —se burló Savard con ojos chispeantes—. ¡Un trabajo rápido!

Mac se puso colorado, pero sonrió con satisfacción.

—No tan rápido. Me rechazó las seis primeras veces que le pedí para salir. —Se aclaró la garganta y se puso serio de pronto—. ¿Comandante?

Lena miró los rostros que la rodeaban y supo que la decisión ya estaba tomada, así que se encogió de hombros y suspiró.

—Me rindo. Adelante, Mac. Si acepta colaborar, cuéntele todo lo que sabemos hasta el momento.

Mac cogió el maletín, en el que guardó el sobre con las fotografías y las cintas de vigilancia.

—Hablaré con usted por la mañana, comandante.
—Debemos concertar una reunión al mediodía para ponernos al día. —Lena miró a Julia—. ¿Podemos quedar en el Aerie?
—Claro —respondió Julia—. Creo que es hora de que todos empecéis a llamarme Julia.
—Sí, señora —repuso Stark educadamente, y el grupo compartió una nueva carcajada.
—Tómense tiempo libre esta noche —indicó Lena mientras se despedía de Mac, que estaba en la puerta a punto de salir. Se dirigió, luego, a la principal protectora de Julia—. ¿Lista para marcharse, Stark?

Stark dudó, mirando a Savard. Antes de que pudiera responder, intervino Julia:

—Creí que había quedado en pasar la noche en casa de Diane, Lena. Puedes llevarme tú, ¿verdad? No hace falta que venga Stark.
—Pues claro. Stark, queda oficialmente relevada de servicio. Llamaré al centro de mando para que alguien nos espere abajo y acompañe a la señorita Volkova a su destino.
—No se moleste, comandante —dijo Stark sin dudar ni un segundo—. Puedo acompañarla yo.

Lena, más que ver, percibió que Savard se ponía rígida, y la niebla se despejó lo suficiente como para que su agotado cerebro registrase el suspiro de desaprobación de Julia.

—Eso es todo, agente. —Lena cogió el móvil que llevaba al cinturón—. Tómese libre lo que queda de noche. Se lo ordeno.

Después de que Lena llamase al equipo nocturno para que las recogiese con el segundo coche, Julia y ella se despidieron de las otras dos mujeres y se marcharon.

—Es increíble que te hayas ofrecido para trabajar otra noche más. ¿A qué vienen tres noches seguidas? —La mirada de Savard era claramente amenazante cuando atravesó el salón y se enfrentó a Stark.
—Dos… bueno, dos y media creo, pero anoche no me ofrecí —dijo Stark a modo de autodefensa.
—Que te quedes levantada dos noches podría dañar seriamente mi ego, ¿no te das cuenta?
—Es una situación un poco complicada desde que la comandante y Egr…, esto... Julia, intentan disimular que pasan tiempo juntas —explicó Stark, muy seria—. Resulta más fácil si yo…
—Paula, cállate. —Savard puso en práctica la orden besando a Stark en la boca.

El gritito de sorpresa de Stark dejó paso a un tierno gemido cuando la lengua de Savard acarició sus labios, y luego se introdujo en su boca. Rendida, cerró los ojos y dejó que el calor y la ternura de la caricia la dominaran hasta llegar a todas las células. Cuando el beso remató, Stark abrió los ojos y comprobó con desconcierto que no podía centrar la mirada. La cabeza le daba vueltas.

—Ha sido impresionante —acertó a decir con voz un poco temblorosa. De pronto, le pareció que en el apartamento hacía mucho calor. Savard apoyó la mano en la mejilla de Stark y le apartó el oscuro cabello de la sien con dedos vacilantes.
—No hay límite ni nada por el estilo, ¿verdad? —Stark rozó con los labios los dedos que le acariciaban el rostro.
—En absoluto —respondió Savard con voz ronca y grave—. En realidad, creo que se trata de un abastecimiento infinito.
—Eso está bien, porque voy a querer grandes cantidades.
—¿Empezando en este momento?
—¿Y tu hermana? —Stark apoyó las manos en la cintura de Savard y se acercó más a ella, hasta que los muslos de ambas se tocaron. Se alegraba de que Renée también estuviese un poco mareada.
—Es poli de siete a siete. No nos molestará si estamos… dormidas… cuando llegue.
—Sí, entonces empecemos ahora. —A Stark le preocupaba que las piernas no le obedeciesen si esperaban mucho más, ya que le temblaban sin que pudiera evitarlo.
—¿Segura? —No había la menor burla en el tono de Savard, sólo una amable pregunta, llena de paciencia, ternura y dulce añoranza.
—Deseo más que nada hacer el amor contigo —confesó Stark con el cuerpo vibrante de necesidad—. He querido tocarte desde siempre.

La sencillez de aquella declaración impresionó más a Savard que la fuerza de la explosión la noche en que había matado a Loverboy. Soltó un profundo suspiro mientras le hervía la sangre.

—No puedo esperar.

Stark la abrazó por la cintura y, antes de besarla, susurró:

—Entonces, no esperemos.

* * *

En el todoterreno, Lena se inclinó hacia delante para dar instrucciones a Foster, que conduciría, y luego se acomodó en el asiento de atrás junto a Julia y dijo, frotándose la sien con gesto ausente:

—Tengo que hacer las comprobaciones de antecedentes de primer nivel esta noche.
—Lena, estás a punto de derrumbarte. Necesitas dormir.
—Me encuentro bien.
—¿En serio? ¿Qué tal tu cabeza?
—Unas cuantas aspirinas la arreglarán.
—No te atrevas a engañarme —repuso Julia—. Tal vez esté locamente enamorada, pero no estoy clínicamente muerta.

Lena sonrió y enderezó los hombros, cabeceando para aclarar las ideas.

—No es tan grave, de verdad. Puedo echar un sueñecillo entre…
—Quiero que te quedes conmigo en casa de Diane esta noche. —Julia habló en tono sereno, pero había una decisión en su voz que indicaba que no iba a ceder. Lena permaneció callada, considerando sus opciones. No sería la primera vez que Julia y ella pasaban horas, incluso noches enteras, en un lugar distinto al apartamento de Julia. Que estuvieran solas no significaba forzosamente que tuviesen una relación personal; y en aquel punto, le daba igual lo que los demás pensasen sobre su relación. En realidad, estaba demasiado cansada para discutir. Y quería estar con Julia.
—De acuerdo.
—Estupendo. —El fácil consentimiento de Lena confirmó las sospechas de Julia de que su amante se hallaba al borde del agotamiento.

Había esperado una pelea, pero se alegraba de que no se hubiese producido. También ella estaba emocional y físicamente exhausta, y lo único que quería era que Lena descansase un poco. Un cuarto de hora después, Lena y Julia estaban ante la puerta del apartamento de Diane Bleeker. Tras abrir, Diane arqueó perezosamente una ceja mientras se apoyaba en el marco de la puerta con un camisón burdeos que le daba aspecto de sirena de una película de los años cuarenta.

—Buenas noches.
—Hola —dijo Julia, dando la mano a Lena al tiempo que se inclinaba para besar la mejilla de Diane—. Esta noche tienes invitadas.
—Genial. Me encantan las pijamas parties. —Diane se hizo a un lado para dejarlas pasar y sus penetrantes ojos repararon en la palidez de la agente del Servicio Secreto y en su paso vacilante.
—No —gritó Julia por encima del hombro, guiando con decisión a Lena a través del salón—. Vamos directamente a la cama.
—Vaya, no sois nada divertidas —declaró Diane, frunciendo el ceño exageradamente. Sin embargo, preguntó con sensatez—: ¿Necesitáis algo?
—No, estamos bien. Sólo queremos huir durante unas horas.

Diane se sentó en el sofá mientras su amiga desaparecía con su amante en dirección a la habitación de invitados. «Lo que necesitáis son unas cuantas semanas a solas, lejos de los periodistas y de la Casa Blanca.» Suspiró y cogió una revista. Sabía que su sensato deseo tenía pocas probabilidades de convertirse en realidad.

* * *

—Tengo que ducharme —dijo Lena quitándose la chaqueta y la pistolera de cuero que llevaba al hombro.
—Estás perfectamente. —Julia se acercó a Lena, la ayudó a desprenderse de la pistolera y la dejó en una silla. La habitación de invitados era amplia, con una cama de matrimonio, un pequeño tocador con espejos, varias sillas y un baño contiguo. La única ventana estaba abierta y la leve brisa veraniega agitaba perezosamente las cortinas—. Acuéstate.

Lena cabeceó con tozudez.

—Ha sido un día muy largo, y no quiero estar desnuda a tu lado hasta que me haya duchado.
—Naturalmente, quiero que te desnudes —concedió Julia, dio la mano a Lena y la condujo al cuarto de baño—. Vamos, pues, comandante.

Permanecieron juntas bajo el chorro de agua caliente, demasiado cansadas para hablar. Lena se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la pared mientras el agua le caía sobre la cabeza y el cuello. Gimió cuando Julia empezó a enjabonarle los hombros y la espalda y cuando aquellas manos familiares encontraron los lugares más sensibles.

—¡Dios, qué maravilla!
—Date la vuelta —susurró Julia. Cuando Lena obedeció, Julia deslizó las manos, suaves y resbaladizas a causa de la espuma, sobre el pecho y el abdomen de su amante—. ¿Ya te sientes humana? —preguntó al ver que Lena se relajaba con sus caricias. En cualquier otro momento, el suspiro de Lena desnuda, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, vulnerable de una forma que no se permitía ante nadie más, habría encendido una punzada de deseo. Pero, aquella noche, cuidarla le satisfacía más que ninguna otra cosa. La responsabilidad de amarla era maravillosa y aterradora al mismo tiempo. De repente, abrazó a Lena por la cintura y se apretó contra ella mientras la espuma del cuerpo de Lena la impregnaba.
—¿Qué ocurre? —murmuró Lena al ver que Julia temblaba.
—Nada. Es sólo que… te amo.

Lena sonrió y apoyó la mejilla en la de Julia.

—Me parece muy bien.
—Sí —susurró Julia en voz casi inaudible.

Cinco minutos después, se deslizaron entre las limpísima sábanas y se abrazaron, cara a cara. Lena
besó a Julia en la punta de la nariz y suspiró.

—Que conste que quiero hacer el amor —murmuró Lena.
—¿Pero? —Julia apoyó la cabeza en el hombro de Lena mientras acariciaba el pecho de su amante, y luego sostuvo un seno con la mano.
—Estoy muerta de cansancio.
—Mañana será otro día —dijo Julia con ojos entrecerrados.

Lo último que pensó Lena antes de caer rendida de sueño fue que ojalá siempre hubiese un mañana.
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Mensaje por Anonymus 3/16/2015, 7:46 pm

Capítulo 24

—Buenos días —saludó Diane, sorprendida al ver entrar a Lena en la cocina poco después de las siete de la mañana—. No esperaba verla tan temprano. En realidad, pensé que dormiría una semana entera.
—Me ha despertado el olor del café. —Lena sonrió e indicó con un gesto de cabeza la cafetera que estaba sobre la encimera.
—Ah —exclamó Diane con una sonrisa, acercando la taza a los labios. Llevaba el camisón burdeos, pero sin nada debajo. El pronunciado escote dejaba al descubierto una amplia extensión de piel cremosa entre los llenos pechos, y la reluciente seda perfilaba de forma seductora la curva de la cadera y el muslo.
Cuando Lena reparó en lo que tenía delante, desvió la vista.
—¿Le importa si le llevo un poco a Julia?
—En absoluto. En realidad, se lo agradezco.
—¿Oh? —Lena arqueó una ceja. Diane sonrió con cariño.
—No hay quien la aguante por las mañanas antes del café, ¿o no lo había notado?
—No puedo decir que sí —respondió Lena, acercándose a la encimera y cogiendo dos tazas de un estante acristalado situado sobre el fregadero.
—Muy diplomática, comandante —observó Diane con la voz convertida en un profundo ronroneo —. Se podría interpretar como que nunca la ha visto a primera hora de la mañana o que nunca la ha encontrado de mal humor en esos momentos.

Lena se volvió, apoyó la cadera en la encimera y miró a Diane con seriedad.

—La he visto a primera hora de la mañana, pero no a menudo.
—Tengo la impresión de que eso va a cambiar.
—Ojalá.

Lena sirvió el café mientras Diane la observaba.

—Gracias por el café —dijo cuando acabó—, y por habernos alojado esta noche.
—Julia es mi mejor amiga y la quiero.

Lena se preguntó si las dos cosas estaban relacionadas o si se trataba de hechos independientes. Nunca le había preguntado a Julia si Diane y ella habían sido amantes y nunca se lo preguntaría. No importaba, pues no afectaba a lo que había entre Julia y ella en aquel momento.

—Lo sé y me alegro. Necesita amigas como usted.
—Al parecer, la necesita a usted sobre todas las cosas, comandante —subrayó Diane.
—Llámame Lena. Y, por si te alivia, yo también la quiero.

Diane esbozó una sonrisa sensual. Su voz se tornó grave cuando comentó:

—Julia es muy afortunada.
—No, la afortunada soy yo.
—¿Funcionarán las cosas en medio del revuelo de la prensa? —preguntó Diane de pronto. Lena estaba acostumbrada a disimular sus reacciones, pero la pregunta le sorprendió.
—¿Lo sabes?
—Más o menos. Julia me habló de la fotografía del periódico y de que espera más publicidad.
—Dudo que nuestra relación pueda seguir manteniéndose en secreto.
—Ojalá yo fuera tan valiente… ¿Estás preparada para eso?
—De sobra.

Diane hizo un gesto de admiración con la taza de café.

—Como dije antes, Julia es muy afortunada.

En ese momento, Julia entró en la cocina vestida tan solo con una larga camiseta que le llegaba a la mitad del muslo. Miró a su amante, y luego a su mejor amiga.

—¿Quién es la afortunada? ¿Dónde está el café?
—Aquí lo tienes. —Lena le ofreció la taza, riéndose.

Julia frunció el entrecejo al reparar en que Lena estaba descalza y vestida con ropa suya que guardaba en casa de Diane para casos de urgencia: unos vaqueros ceñidos y gastados que no se le cerraban en la cintura y una camisa a la que le faltaban botones en lugares peligrosos, sobre todo teniendo en cuenta la proximidad de Diane. Julia se acercó a Lena, cogió la taza de café y abrazó a su amante por la cintura.

—¿De qué estabais hablando… o no debo preguntar?

Lena besó a Julia en la sien y murmuró:

—De las fotografías de los periódicos.
—Ah, eso. —Julia torció el gesto—. ¿Y qué más?
—No te preocupes, cariño —dijo Diane en tono superficial—. Cuando se hayan divertido una semana con vosotras, se dedicarán a otra cosa. Dentro de seis meses, a nadie le importará.
—Dentro de seis meses mi padre estará en plena campaña para la reelección. Le importará a alguien.
—Tu padre sabrá afrontarlo —aseguró Lena.
—Eso espero —repuso Julia, casi para sí.

Al mediodía, Lena, ataviada con un traje de dos piezas en tonos carbón y una camisa de lino, llegó a casa de Julia para la sesión informativa prevista. La acompañaban Stark, Savard, Mac y Felicia.

—Hola —saludó Julia, haciéndose a un lado para dejarles pasar. Durante un momento, al ver a Lena con su ropa de trabajo, se acordó del aspecto de su amante esa misma mañana, despeinada y medio dormida, y deseó besarla porque sí.
—Hola —murmuró Lena, rozando con los dedos al pasar el brazo desnudo de Julia.
—Hay café en la cocina si a alguien le apetece —ofreció Julia—. Serviros.

Tras fortalecerse con cafeína, se sentaron formando un holgado círculo en torno a la mesita de la zona de estar, a la derecha de la puerta. Lena ocupó un sillón junto a Julia, quedando Mac a la izquierda. Felicia se acomodó en una de las tumbonas, y Stark y Savard se instalaron en un pequeño confidente al otro lado de la mesa.

—Esta mañana he realizado las investigaciones preliminares sobre nuestro equipo —informó Lena—. Como suponía, el proceso no ha arrojado resultados. Sin embargo, he descubierto algo interesante.

A su lado Mac se puso rígido y a Stark se le desorbitaron los ojos con la sorpresa o tal vez con el susto. Savard la miró sin pestañear. La única persona que parecía totalmente relajada era Felicia Davis.

—Por lo visto, Fielding fue nombrado enlace del FBI en Washington hace tres años. Trabajaba con el agente especial Patrick Doyle.
—Dios mío —exclamó Stark—. Nunca comentó que conocía a Doyle.
—Cierto, pero eso no significa nada —se apresuró a añadir Mac—: No tienen por qué ser viejos amigos. Teniendo en cuenta lo gilipollas que es Doyle, seguramente John quería quitarle importancia a cualquier relación que pudiesen haber tenido.

Stark recordó de mala gana:

—Estuvo con nosotros en San Francisco. Y libró la noche en que la señorita Volk… Julia y la comandante fueron fotografiadas en la playa. Pudo haberle dicho a alguien dónde encontrarlas.
—Sí, es posible —admitió Mac a regañadientes—, pero caben muchas explicaciones para esa fotografía. El FBI tiene agentes allí y seguramente hacen fotos de todo el mundo sin preguntar siquiera si se lo ordena un agente especial de Washington.
—En este punto —intervino Lena antes de que Mac y Stark acabaran discutiendo—, me parece que se trata sólo de una relación circunstancial. Tal vez sólo hayan tenido contacto sobre el papel y Fielding nunca haya trabajado con Doyle en persona. Pero hay que insistir. Tal y como están las cosas, no podemos descartar ninguna posible relación. —Sabía que a sus agentes no les gustaba que se investigase a uno de los suyos y lo comprendía. Le habría molestado que reaccionasen de otra forma. Pero había que hacerlo—. ¿Savard? ¿Puede encargarse usted?
—Sí, señora.
—Bien. ¿Y ustedes dos… algún progreso en lo de la comprobación de mis antecedentes? —Lena miró a Stark y a Savard. Savard se aclaró la garganta.
—Hasta el momento, comandante, está usted limpia. Hemos investigado a los miembros de su familia y la lista de… relaciones íntimas que nos proporcionó. —Tuvo el mérito de no ponerse colorada ni desviar la vista—. Aparte de su relación con el servicio de acompañantes de Washington, no vemos nada que pudiera dar lugar a un chantaje o una coerción en el futuro.
—De momento, lo interpretaremos como un callejón sin salida —afirmó Lena con aplomo—. Si aparece algo que me señale a mí, seguiremos investigando.
—Sí, señora.

Lena se dirigió a su director de comunicaciones.

—¿Mac?

El agente torció el gesto con evidente frustración.

—Esperaba encontrar más cosas. Rastreé la fotografía del Post en la que aparecen Julia y usted a través de los archivos de fuentes de Associated Press y encontré el nombre de un periodista independiente, Eric Mitchell, de Chicago.
—¿El nombre le dice algo a alguien? —preguntó Lena, dirigiéndose a todos los presentes. Los agentes cabecearon, y Lena asintió—. Continúe, Mac.
—Ojalá pudiera. —Se pasó una mano sobre los cabellos rubios y resopló—. Hablé con él hace una hora y es inamovible. No creo que revele la fuente ni aunque el presidente Volkov en persona hable con él en la agencia de noticias. Lo único que admitió fue que recibió la información por un correo electrónico anónimo.
—Estoy en ello, comandante —dijo Davis, muy tranquila—. No es muy difícil entrar en el sistema informático de los periódicos.

Lena arqueó una ceja, pero no hizo comentarios.

—¿Cree que serviría de algo abordarlo personalmente, Mac?

Mac negó con la cabeza.

—Comandante, esta misma tarde cogería un avión si pensase que podría sacar algo en limpio. No va a decirnos nada.
—De acuerdo —dijo Lena con un suspiro—. ¿Hay algo en sus antecedentes?
—Poca cosa, pero aún no he mirado a fondo. Averigüé su nombre poco antes de la reunión.
—Siga profundizando. Tiene que haber una razón para que la fuente contactase con él en concreto. Encuéntrela.
—Entendido.

Por último, Lena miró a Felicia, que era su mejor esperanza.

—¿Algún progreso?

Felicia Davis cruzó las elegantes pantorrillas y se inclinó hacia delante con las manos sobre el regazo. Constituía una sorprendente combinación de compostura e intensidad.

—Acabo de empezar, pero puedo decir una cosa: hay un concentrado intercambio de correos electrónicos y archivos adjuntos entre un número limitado de direcciones de la Agencia y algunos despachos del Capitolio. En condiciones normales, no me parecería raro ese tráfico, pero todos esos mensajes están encriptados y los archivos fuente son restringidos.
—¿Correos electrónicos? —intervino Stark—. ¿Quién sería tan estúpido como para documentar una operación encubierta por correo electrónico?
—Te sorprenderías —respondió Felicia—. Los responsables de la seguridad de nuestro país no tienen ni pajolera idea de tecnología. La mayoría creen que basta con las encriptaciones.
—Acordaos —señaló Julia— de que Nixon grabó cientos de horas de actividades ilegales realizadas en el despacho oval. Bastó para meter en la cárcel a varios asesores fundamentales y acabó costándole la presidencia. Hay algo en el aire de Washington que hace que algunos políticos se crean invencibles.
—¿Detalles, Davis? —Los ojos de Lena centelleaban. «Eso es lo que necesitamos.»
—Aún no. Tardaré un poco en rastrear el origen, pero acabaré diciéndole no sólo quién sino también qué.
—Estupendo. Mientras está en ello —indicó Lena—, a ver si puede vincular alguna de esas direcciones de correo electrónico con alguien del Departamento de Justicia o del Tesoro.
—Eso significa registrar una cantidad enorme de transmisiones, comandante —advirtió Felicia—. Hoy en día casi todos los asuntos internos y externos de los organismos se realizan electrónicamente.
—Ya lo sé. Pero necesitamos averiguar quién está coordinando la operación —dijo Lena, cada vez más frustrada—. Los mensajes tienen que conducir allí. —Se levantó y los demás la imitaron—. Estaré en el centro de mando todo el día. Si alguien encuentra algo, que me avise inmediatamente. Necesito que todos estén disponibles para presentarse aquí en el momento en que salte algo.

Todos asintieron entre murmullos mientras recogían sus papeles y se preparaban para marcharse. Julia cerró la puerta tras el grupito de ayudantes, y luego se volvió hacia Lena.

—¿Qué te parece?
—Creo que Davis tiene algo a la vista. —Lena se apoyó en el respaldo del sofá con los brazos cruzados sobre el pecho—. Tiene que haber un vínculo con el Capitolio porque no creo que
la Agencia haga esto sola, ni aunque funcionase como en la época de Hoover. —Se frotó el rostro enérgicamente con las manos y suspiró.
—¿Qué ocurre?
—Carlisle me ha llamado tres veces desde las ocho.

A Julia se le agarrotó el pecho.

—¿Qué quería?
—No lo sé —respondió Lena con voz tensa—. No se lo pregunté.
—¿Qué crees que quiere?
—Comunicarme mi suspensión.

Julia se dirigió al teléfono.

—Voy a llamar a Lucinda.
—No, Julia. Ésta no es tu guerra.
—¿Disculpa? —La hija del presidente se detuvo en seco y miró atónita a Lena.
—Se trata de algo interno, un asunto entre Carlisle, yo y quienquiera que lo esté presionando. —Lena extendió las manos—. Ven aquí.

Tras unos segundos de duda, Julia atravesó la habitación. Colocó las caderas entre los muslos separados de Lena, abrazándola por los hombros y acariciándole el cuello.

—No me excluyas.
—No lo haré —prometió Lena, rodeando la cintura de Julia con los brazos—. Pero esperemos un poco antes de recurrir a la artillería pesada.

Julia se rió.

—A Lucinda le encantaría saber que la llamas así.
—Hablando de la imponente jefa de gabinete —continuó Lena—, ¿has decidido hacer una declaración a la prensa para explicar lo nuestro?
—Creo que en este momento, si me lo preguntan, lo admitiré. De hecho, estoy pensando que a lo mejor ni siquiera espero a que me lo pregunten.
—Si haces una declaración —murmuró Lena besando a Julia en la frente—, te verás catapultada al primer plano. Todos los entrevistadores del país te perseguirán.
—Se llevarán una decepción.
—Y todos los fanáticos de derechas te convertirán en el emblema de la corrupción moral.
—Lo sé. —De hecho, Julia ya lo había pensado—. Seremos un tema candente durante una temporada.
—No veo que tengamos muchas opciones.

Julia miró a Lena a los ojos, buscando signos de preocupación.

—¿Seguro que te parece bien lo que hago? Al principio la furia va a recaer sobre ti. No faltará quien insinúe que te aprovechaste de tu posición o que tu profesionalidad se halla en entredicho.
—Puedo afrontarlo. —Lena rozó con el pulgar la comisura de la boca de Julia, sonriendo cuando la joven volvió la cabeza rápidamente y la besó—. Te amo.

Aquellas palabras siempre le llegaban a Julia al alma. Suspiró con ternura, se acercó aún más a Lena y la besó en el cuello; y luego, posó la mejilla en el hombro de su amante.

—Doy fe de que tu profesionalidad no ha disminuido en lo más mínimo.
—Es bueno saberlo —murmuró Lena. Julia cerró los ojos, respiró el olor de su amante y sintió los latidos de su corazón contra la palma de su propia mano. Dominada por una paz inexplicable, susurró:
—Yo también te amo, comandante.
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Mensaje por Anonymus 3/16/2015, 7:46 pm

Capítulo 25

Durante la tarde, Julia procuró ocupar la mente con el trabajo. Cuando empezaba a aplicar pintura sobre el lienzo, se concentraba tanto que todo lo demás desaparecía de su conciencia. Sin embargo, comprobó con disgusto y frustración que aquello ya no funcionaba. En un determinado momento, dejó a un lado la paleta y los pinceles y se mezo los cabellos con las manos. Luego miró el reloj por quinta vez en otros tantos minutos: las siete. «Me estoy volviendo loca. Podría llamar a Lena, discretamente, para ver qué…» Una llamada en la puerta interrumpió sus pensamientos. En cuanto abrió la puerta, agarró la mano de Lena, la hizo entrar y la besó en la boca.

—Dime que tienes algo.

Lena cabeceó, dejando la chaqueta sobre el respaldo de una silla y quitándose la pistolera.

—Aún no, pero Davis supone que no tardará mucho. Quiero creer que encontraremos algo pronto.

«Tengo que creerlo, porque el reloj corre más de lo que pensaba.»

—Tal vez se acabe todo esto —comentó Julia, cansada—. Al menos, no hemos recibido más sobres con fotografías nuestras.
—No, y no creo que los recibamos. —Lena se sentó en el sofá y se recostó entre los cojines. Había estado muchas horas encorvada ante un ordenador en el centro de mando.
—¿Qué te hace pensar eso? —Julia se sentó al lado de Lena.
—Me parece que nuestra teoría de que procedían de una fuente amiga es correcta —respondió Lena. Le dio la mano a Julia, entrelazó sus dedos con los de la joven y los apoyó sobre el muslo—. Creo que querían advertirnos, al menos advertirte a ti, del alcance de la investigación y tal vez dar pistas sobre la misma. La primera fotografía que se publicó era de nosotras dos juntas, para que supieses que nuestra relación no era un secreto. Pero nos decía mucho más a nosotras que al público. Podría haber sido mucho más perjudicial, ya que no se veía claramente que estabas con una mujer y a mí no se me identificaba. Después, no ha habido más. Un periodista no abandonaría así como así un chisme tan jugoso.
—Tienes razón —murmuró Julia—. La foto nos decía mucho a nosotras, pero poca cosa a los demás. De hecho, a ese periodista de Chicago, Eric Mitchell, seguramente le encantaría continuar. Está claro que no tiene nada más; de lo contrario, lo habría publicado.
—Exacto. —Lena dibujó círculos con el pulgar sobre la mano de Julia mientras hablaba—. Luego, tenemos la fotografía en la que estoy en un bar con una mujer en situación comprometedora. En consecuencia, sabemos que hay una investigación encubierta sobre mí. Y apunta al tipo de vigilancia que sólo los profesionales pueden hacer, un vínculo con el FBI o con Justicia.
—Y por último —concluyó Julia con entusiasmo—, hay una foto de la mujer con la que mantuviste una relación clandestina.
—Yo no le llamaría relación —protestó Lena. Julia arqueó una ceja.
—Elena, no busquemos tres pies al gato.
—Entendido.
—Lo llames como lo llames —Julia continuó sin inmutarse—, la tercera fotografía nos advertía de que el servicio de compañía estaba siendo investigado y sugería que la operación se extendía a la vida personal, seguramente no sólo la tuya, sino también la de otras personas influyentes.
—Incluyendo al presidente —añadió Lena—. Creo que alguien ha conseguido pintar un cuadro muy claro de lo que ocurría sin dar nombres ni arriesgarse personalmente.
—Supongo que pensó que las fotos me asustarían tanto que dejaría de verte.
—Para mantenerte a una distancia prudente y libre de cualquier escándalo. —A Lena se le encogió el estómago—. Todo señala a alguien de Washington.
—En efecto, de nuevo la teoría de la Garganta Profunda —admitió Julia—. Imagino que a alguien que no sepa que lo mío contigo es serio le parecerá un favor.
—¿Lo sabe alguien?

Julia cabeceó.

—Sólo Diane. Y tu madre.

Lena permaneció inexpresiva unos segundos, y luego sonrió por primera vez en mucho tiempo.

—Creo que podemos descartarlas sin problemas. ¿Y tus amistades, tus contactos? Por lo visto conoces a un círculo muy bien situado dentro de la Casa Blanca y otros lugares muy útiles.
—Créeme, ya lo he pensado. Se me ocurren uno o dos que podrían participar en una conspiración de este tipo, pero lo normal sería que me llamaran por teléfono.

Lena frunció el entrecejo.

—Tienes razón. Ese enfoque carece de sentido.

Julia metió las piernas bajo el cuerpo y se acurrucó junto a Lena, abrazándola por la cintura.

—Le estoy agradecida al responsable de esto, pero no hay nada que pueda apartarme de ti.

«Sí que lo hay.» Al ver que Lena se ponía rígida y no decía nada, Julia se incorporó con el corazón en un puño.

—¿Lena? ¿Qué sucede?
—Mañana, a partir de las nueve, dejaré de ser tu jefa de seguridad. Mac se encar…
—No —gritó Julia, levantándose con los ojos desorbitados—. No. Nada de eso. De ninguna manera.

Lena, sorprendida, también se levantó y buscó las manos de Julia.

—Julia…
—No —repuso Julia en tono cortante, retrocediendo y evitando el contacto con Lena—. Sé lo que va a pasar. Te sustituirán y nunca volveré a verte.
—No, eso no es cierto —prometió Lena, tratando de acercarse a su amante. Julia parecía a punto de salir corriendo. Lena no recordaba haberla visto tan nerviosa ni siquiera cuando la perseguía Loverboy. No se trataba sólo de ellas, sino de algo más, un antiguo temor a la pérdida y al abandono que la dominaba. Con todo el dolor de su corazón, Lena dijo—: No voy a desaparecer. Te prometí que eso no ocurriría.

Los ojos de Julia se llenaron de lágrimas, mientras un miedo frío y tenaz anidaba en su pecho:

—¿Y si no puedes evitarlo?
—Puedo evitarlo —afirmó Lena—. Lo evitaré. Aunque no esté en tu equipo, seguiré viéndote. Nadie va a pararme… a pararnos.
—¿Y si…? —Julia parpadeó y se estremeció cuando Lena la rodeó con sus brazos. A pesar de la necesidad de huir, se dejó abrazar. Lena era cálida, tenía un cuerpo sólido y unas manos tiernas. El fantasma del pasado se desvaneció y el mundo se asentó. Al fin, Julia suspiró—. Lo siento. Estaba aterrorizada. Yo…
—No pasa nada. —Lena la besó dulcemente, y en ese momento, mientras se abrazaban, les dio fuerza la certeza de su amor. Julia se soltó con los ojos ardiendo de furia.
—Maldita sea, Elena, no voy a permitir que hagan esto contigo. No voy a dejar que nos separen. Y no pienso consentir que el Capitolio siga gobernando mi vida. —Atravesó el loft en dirección a la zona de dormitorio.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a ir a Washington.
—Aún no sabemos…
—Entonces, yo lo averiguaré —dijo Julia hirviendo de rabia.
Lena lanzó una maldición cuando sonó su teléfono móvil. Lo cogió y gritó:
—Katina.

Su rostro permaneció impasible y los ojos concentrados mientras escuchaba.

—Suban y traigan lo que tienen.

Cuando apagó el teléfono, se enfrentó a la mirada interrogadora de Julia.

—Stark dice que tienen algo. Viene hacia aquí con Mac y Savard.
—Muy bien, veamos —dijo Lena mirando a Stark y a Savard. Las dos estaban inusitadamente apagadas y a Lena le dio la sensación de que Stark hacía todo lo posible por no manifestar su nerviosismo—. ¿Agente Stark?
—Hemos investigado a todos los que nos pareció que tenían vínculos con usted, comandante, en el pasado y en el presente, para comprobar la teoría de que el descubrimiento de su relación con… el… servicio de compañía podía ser una especie de venganza. —Stark tomó aliento como si quisiera darse ánimos—. Ya sabe, un ajuste de cuentas, alguien que se sintió postergado por usted, que no soporta que una mujer dirija el equipo de seguridad, que tiene celos de…
—Creo que todos entendemos su razonamiento, Stark —comentó Lena en tono irónico—. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Claro. Naturalmente, lo más lógico era empezar por los contactos recientes, así que dimos prioridad a las personas que conoce y a sus colegas. Luego, investigamos más a fondo a unos cuantos y…
—Se está yendo por las ramas —dijo Lena bruscamente—. Suéltelo ya.

Lena tenía los nervios de punta y sus esfuerzos por disimularlo no estaban dando resultado. A pesar de lo que le había dicho a Julia, sabía que, cuando se realizase una investigación formal sobre su conducta en la operación Loverboy, no podría verla. Al menos hasta que quedase limpia, si quedaba limpia. La idea de que la separasen de Julia, aunque sólo fuera unas semanas, la mataba.

—No tenemos tiempo para la versión completa. —Le sorprendió que la mano de Julia se posase dulcemente sobre su rodilla. Tomó aliento, procuró serenarse y dijo—: Lo siento. Continúe.

Stark se enderezó y prosiguió con el informe.

—Nos fijamos en que la sargento detective Janet Aronson, de la policía metropolitana de Washington, había estado casada.
—Sí, ya lo sé. —Lena no apartó los ojos de Stark, pero se le aceleró el pulso al oír el nombre de Janet—. Fue mucho antes de que yo la conociera y llevaba varios años divorciada cuando iniciamos nuestra relación. No solíamos hablar del tema.
—Sí, señora, lo comprendo. Estuvo casada con…
—Otro poli. Ya lo sé —dijo Lena con impaciencia, pero sintió una punzada en el pecho, una premonición, como si hubiese algo que debía saber y que no sabía.

Algo que había pasado por alto. ¡Cuántas cosas mal hechas en su relación con Janet! Los dedos de Julia se crisparon un instante sobre la pierna de Lena, y luego empezaron a acariciarla. El contacto devolvió a Lena a la realidad y deslizó su propia mano sobre la de su amante.

—Lo siento. Yo… prosiga.
—No estuvo casada con otro poli, comandante, sino con un agente federal. Patrick Doyle.
—Dios mío. —Lena se levantó bruscamente y se fue al otro extremo de la habitación. De espaldas al grupo, contempló Gramercy Park, recordando el rostro de Janet y la expresión de sus ojos el día de su muerte. Sin volverse, con la voz tomada por los recuerdos, dijo—: Tal vez ella dijo que pertenecía a las fuerzas del orden y yo interpreté que era policía. Nunca pregunté… No parecía importante, pero…

«Entre nosotras no tenían importancia los asuntos personales. Compartíamos la cama y poco más. Dios, se merecía algo mejor.» Desde el otro lado de la habitación, Julia reparó en la espalda rígida de Lena y en que tenía los puños apretados contra el cuerpo. Quería acercarse a ella, abrazarla, apoyar la mejilla en su espalda, sostenerla hasta que los recuerdos se desvaneciesen y el dolor disminuyese. No podía, y no porque los presentes no fuesen sus amigos, sino porque se trataba del dolor que Lena guardaba para sí y aún no podía compartir. «Pero me lo contarás algún día, ¿verdad? Cuando puedas perdonarte. Y cuando ese día llegue, estaré a tu lado para ayudarte.» Un minuto después, Lena regresó a su asiento. Tenía el rostro inexpresivo y la voz serena.

—Si Doyle le siguió la pista, tal vez averiguase lo nuestro. Es difícil mantener secretos entre policías. Seguro que Doyle tiene amigos en la policía de Washington.
—Eso explicaría la inquina que le tiene —observó Mac.
—No sería el único —repuso Lena—. Mucha gente creyó que yo tendría que haber evitado lo que le ocurrió.
—También explica que, si encontró casualmente algo sobre usted en un expediente de investigación, trate de utilizarlo para perjudicarla —señaló Savard con tono sereno y realista. Había visto el dolor en los ojos de Elena Katina y sentido el desesperado deseo de Julia Volkova de consolarla. Sufría por las dos, dándose cuenta de lo duro que debía de ser ver los secretos más íntimos expuestos de aquella forma.
—Sí. —Lena buscó la mano de Julia involuntariamente—. Supongo que explicaría la fotografía en la que estoy con la rubia en el bar y tal vez la de Julia conmigo. Si intenta sabotear mi carrera, ha empezado bien.

Mac soltó una maldición, y Lena le dedicó una sonrisa.

—Sin embargo, no explica la foto de Julia y Cla… mi anterior acompañante.
—Sí, si lo que pretende es intimidarla —afirmó Stark con indignación—. Amenazando con implicar a Julia en algo ilegal o… desagradable, le apretaría las tuercas a usted.
—Supongo que tiene razón. —Lena se frotó la cara con la mano libre; la otra aferraba la de Julia, sentada a su lado en el sofá—. ¿Algo más?

Stark y Savard cabecearon.

—Felicia sigue trabajando, dice que se está acercando —comentó Mac en un intento por infundir esperanzas. Cuando Lena le habló de la llamada de Carlisle y de su inminente suspensión, Mac quiso golpear algo—. Tengo algunas cosas sobre el periodista, aunque no mucho.
—¿Nos dais un rato, y luego volvemos a reunirnos para ver dónde estamos? —preguntó Julia—. Os llamaré cuando estemos preparadas.
—Está bien —murmuró Lena cuando sus agentes se marcharon.
—No, no lo está —repuso Julia—. Pero lo arreglaremos.
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